viernes, 31 de mayo de 2019

VELÁZQUEZ: LA REALIDAD COTIDIANA (III)


José Ortega y Gasset, Introducción a Velázquez, en Velázquez
Berna 1993 y
Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950. [En negrita].

Ahí está, en torno nuestro, la realidad cotidiana. ¿Qué había hecho con ella hasta entonces la pintura? Retorcerla, exagerarla, exorbitarla, repulirla o suplantarla. ¿Qué debe hacer en el porvenir? Todo lo contrario, dejarla ser, esto es, sacar el cuadro de ella. De aquí uno de los rasgos que desde luego llamaron fuertemente la atención en los lienzos de Velázquez: lo que sus contemporáneos llamaron el «sosiego» de esta pintura.


Imágenes: 41 a 50

41- Tres músicos. 1617-18. Staatliche Museen, Berlín.

[Posiblemente una de las primeras obras conservadas. Se conocen cuatro copias antiguas, de peor calidad, una de ellas en una colección privada de Barcelona. Fue incorporado al corpus velazqueño por Aureliano Beruete en 1906, cuando salió a subasta en Londres y fue adquirido por el museo de Berlín. 

Los rasgos del muchacho de la izquierda recuerdan al mismo personaje en otras obras de la primera etapa de Velázquez. No hay ninguna prueba de que sea éste el «aldeanillo» que según afirmaba Francisco Pacheco tenía «cohechado» Velázquez durante su etapa de aprendizaje y que le servía de modelo en diferentes posturas, aunque tampoco hay nada que se oponga a esta posibilidad. 

La intuición de Beruete, parece confirmada con el estudio de las radiografías, que revelan pentimentos en el hombre del centro de la composición, especialmente al traje repintado de negro. 

El cuadro se inscribe en el género que Pacheco denominó de «figuras ridículas con sugetos varios y feos para provocar a risa». Detrás del muchacho de la izquierda, con la vihuela y un vaso de vino, hay un mono, con una pera en la mano, que subrayaría este carácter burlesco de la escena. 

La posibilidad de que Velázquez conociera la obra de Caravaggio, al menos indirectamente, se ha estimado especialmente en el caso de esta pintura, comparándola con Los jugadores de cartas, del Kimbell Art Museum, en Fort Worth, Texas, que Caravaggio pintó hacia 1594. (Que también podría titularse: “Los Tramposos”).



Se podría reconocer también la influencia de Luis Tristán, en el juego del claroscuro que este aprendió en Italia, a pesar de que, en todo caso, resulta evidente siempre la absoluta independencia de Velázquez en este sentido, tanto con respecto a Caravaggio como a su maestro Tristán.


La Fábula, de El Greco. MNP. Madrid


Se asocia asimismo a los Tres Músicos con La Fábula de El Greco, en sus distintas versiones, especialmente, en las que aparece el mono; «animal vinculado al vicio», con lo que perseguiría un fin moralizante, aunque otra parte de la crítica, sólo reconoce en ello una finalidad relacionada con el deseo de divertir con escenas de ambiente tabernario protagonizadas por pícaros. Vicente Carducho, por ejemplo, también niega esta finalidad, asegurando que las pinturas de género, se crean «sin más ingenio, ni más assunto, de avérsele antojado al Pintor retratar quatro pícaros descompuestos y dos mugercillas desaliñadas, en mengua del mismo Arte, y poca reputación del Artífice», objetivo sin más profundidad que, igualmente compartía Francisco Pacheco, que veía estas obras como puros objetos de entretenimiento, destinados a provocar risa, si bien, al referirse a Velázquez, afirma que perseguía «la verdadera imitación del natural». 




Siendo así, el objetivo del artista no residiría en la expresión de intenciones alegóricas o moralizantes, sino en la tarea práctica de resolver problemas de perspectiva y de carácter óptico; la percepción de la guitarra a través del vaso del vidrio, probaría, precisamente, el interés de Velázquez por resolver ciertos problemas de este orden.]


42- El almuerzo, c. 1618. Hermitage, San Petersburgo.



[Tres hombres a la mesa o El almuerzo, también de la etapa sevillana, hacia 1617-1618. Pertenecía a la zarina Catalina II y ya estaba el Hermitage a finales del siglo XVIII. Aunque catalogado como pintura flamenca, desde 1895 se atribuyó unánimemente a Velázquez. Representaría las tres edades del hombre. Destacan, sobre la calidad del mantel; un plato de mejillones, un vaso de vino, pan, granadas y un cuchillo, cuya sombra también realza la textura y la luz de la tela. Al fondo un gorro, una golilla y una espada, colgados en la pared.

Los modelos utilizados para los personajes de la izquierda y de la derecha parecen ser los mismos que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás.

San Pablo, MNAC, Barcelona y Sto. Tomás. BBAA Orleans, Fr.


Hay otra versión de esta obra, titulada, Almuerzo de campesinos, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Budapest. (Ver, núm. 47).


43- El aguador de Sevilla, c. 1620. Apsley House, Wellington Museum. Londres

[El aguador de Sevilla es, quizá, la obra más destacada de los últimos años de Velázquez en Sevilla. Fernando VII se la regaló al general Arthur Wellesley, por su colaboración en la Guerra de la Independencia. Se trata de un bodegón con figuras de los que Velázquez realizó durante su formación en Sevilla -como escribió Pacheco, su futuro suegro, en El arte de la pintura-. También la cita y describe Antonio Palomino -como sigue-, poniéndola como ejemplo de las pinturas de género que Velázquez practicó con cierta asiduidad en sus primeros años:

Inclinóse [Velázquez] a pintar con singularísimo capricho, y notable genio, animales, aves, pescaderías, y bodegones con la perfecta imitación del natural, con bellos países, y figuras; diferencias de comida, y bebida; frutas, y alhajas pobres, y humildes, con tanta valentía, dibujo, y colorido, que parecían naturales, alzándose con esta parte, sin dejar lugar a otro, con que granjeó gran fama, y digna estimación en sus obras, de las cuales no se nos debe pasar en silencio la pintura, que llaman del Aguador; el cual es un viejo muy mal vestido, y con un sayo vil, y roto, que se le descubría el pecho, y vientre con las costras, y callos duros, y fuertes: y junto a sí tiene un muchacho a quien da de beber. Y ésta ha sido tan celebrada, que se ha conservado hasta estos tiempos en el Palacio del Buen Retiro.

Se suele datar entre 1618 y 1622, suponiéndola, en todo caso, posterior al de la Vieja friendo huevos; otra de las obras destacadas del mismo período, pero de técnica más inexperta, aunque apunta Jonathan Brown la posibilidad de que podría haber sido pintada en Madrid, ya en 1623. En todo caso, la pintura sufrió un recorrido que representa un breve repaso histórico.

Perteneció a Juan de Fonseca, clérigo y maestrescuela sevillano, protegido por el Conde-Duque de Olivares, con quien alcanzó el cargo de sumiller al servicio de Felipe IV. Fue él quien, en nombre de Olivares, llamó a Velázquez a Madrid, y su protector en la corte. Según Pacheco, el primer retrato que hizo al rey, le ganó un lugar definitivo y exclusivo en palacio.

El 28 de enero de 1627, Velázquez, encargado de hacer el inventario de los bienes dejados por Fonseca a su muerte, describió -él mismo- la pintura, valorada en 400 reales, como: «un quadro de un aguador de mano de Diego Velázquez», siendo adquirido en la almoneda de Fonseca por Gaspar de Bracamonte, camarero del infante don Carlos.

Perteneció después al cardenal-infante don Fernando, y finalmente, pasó al Palacio del Buen Retiro, donde, en el inventario de 1700 se describe como «el corzo de Sevilla»; «496 Ottra de Vara de alto y tres quartas de ancho Con Un rettrato de Un Aguador de Velázquez llamado el dicho Aguador el corzo de Sevilla», y como tal, se incorporó al Palacio Real Nuevo, donde lo vio el escritor y viajero Antonio Ponz y, además, fue grabado al aguafuerte por Goya.


En 1813 fue requisado por el duque de Wellington como parte del llamado “equipaje del rey José Bonaparte, y llevado a Inglaterra. Más adelante, Wellington ofreció la devolución del contenido del famoso “equipaje", pero Fernando VII, insistió en regalárselo; de ahí que aun hoy se encuentre en Apsley House.



Velázquez trabaja con perfección la textura de los objetos, acorde con su interés, evidentemente científico, por los efectos que provoca una luz controlada.

Atendiendo a lo dicho por el propio Velázquez en el inventario de los bienes de Juan de Fonseca, recordemos que el de aguador era un oficio habitual en Sevilla. Estebanillo González en su Vida y hechos, un pretendido relato autobiográfico, cuenta que, llegando a Sevilla, por no ser perseguido como vagabundo, adoptó este oficio dejándose aconsejar por un anciano aguador «que me pareció letrado, porque tenía la barba de cola de pato». Siendo Sevilla una ciudad calurosa y muy poblada, la venta de agua fresca dejaba cierto beneficio, que, además, por ser «necesario en la república» no requería examen ni fondos para establecerse, bastándole para practicarlo «un cántaro y dos cristalinos vidrios».


Estebanillo González “Hombre De Buen Humor”, 1646


Más recientemente, Manuela Mena propuso identificar el asunto como una representación del filósofo de la tinaja, Diógenes el Cínico, pero la copa de fino cristal que el aguador entrega al joven, parece contradecir una de las célebres anécdotas sobre el griego, ilustrada entre otros por Nicolas Poussin -Diógenes tirando su escudilla-, del Museo del Louvre: cuando el filósofo ve a un muchacho beber con las manos, tira su propia vasija, exclamando: -Un muchacho me gana en simplicidad y economía.


Nicolas Poussin, Paisaje con Diógenes, c. 1647. Musée du Louvre, Paris.


Salvatore Rosa, Diógenes abandonando su escudilla, c. 1650. Colección privada.



43 –b- El aguador de Sevilla, copia. Florencia, Galería Uffizi.


Del Aguador hay dos copias antiguas; una, en la antigua colección Contini-Bonacossi de Florencia, en la Galería Uffizi, que José Gudiol pensó podría tratarse de una primera versión, por ser peor que la anterior. Las radiografías que se han hecho del original, muestran, pentimentos en la posición y dibujo de las manos del aguador que no aparecen en la versión de Florencia, que se convertiría así en copia de original terminado.

44- Dos jóvenes a la mesa. c. 1622. Apsley House, Londres

Dos jóvenes a la mesa, también de la primera etapa de Velázquez, se considera autógrafa. Probablemente llegó al Museo Wellington de Apsley House, igual que El aguador de Sevilla, tras la Guerra de la Independencia, siendo, asimismo, uno de los bodegones a los que se refiere Antonio Palomino:

Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla, en que hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan, y otras cosas, todo observado con diligencia extraña.

Adquirido por Carlos III al marqués de la Ensenada, quedó registrado en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid, con fecha de 25 de agosto de 1768, donde lo pudo ver Antonio Ponz, pero ya no aparece en los inventarios de 1794 y 1814.

Jonathan Brown consideró esta obra como un avance en la evolución de Velázquez, posterior a El aguador de Sevilla, asegurando que con ella alcanzaba «nuevas cotas de atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con los rostros medio ocultos, y sometidos a la escala de los objetos que los rodean.

45- Vieja friendo huevos. 1618. National Gallery of Scotland, Edimburgo

Vieja friendo huevos fue realizada por Velázquez en Sevilla, en 1618; un año después de su examen como pintor. Se mencionó por primera vez en 1698, en el inventario de las pinturas de Nicolás de Omazur, comerciante flamenco establecido en Sevilla y amigo de Murillo, que lo describe como lienzo de una vara de alto sin marco con «una vieja friendo un par de huevos, y un muchacho con un melón en la mano».


Subastada en Christie's de Londres el 8 de mayo de 1813, en 1883 Charles B. Curtis -Velázquez and Murillo: A descriptive and historical catalogue-, la incluyó por primera vez como obra de Velázquez; atribución unánimemente acogida por la crítica desde entonces. 

Al procederse a su limpieza apareció en 1957 la fecha 16.8 en el ángulo inferior derecho, que es la misma de Cristo en casa de Marta de María, con la que comparte: el tipo de la mujer y varios objetos de bodegón en primer plano. (Manuela Mena).

De acuerdo con J. Brown, los objetos, vistos individualmente, resultan maravillosos y singulares, pero están mal integrados en el conjunto, lo que no afecta al espléndido y sabio manejo de la luz, que se refleja, sobre todo, en los metales. Destaca igualmente, de forma muy llamativa, la textura de los huevos a medio hacer, que reflejan ya una singular maestría por parte del artista.

El hecho de la que mujer y el muchacho dirijan su mirada a puntos diferentes, hace pensar en un “argumento” que desconocemos, pero, en todo caso, no se trata de esas «figuras ridículas» destinadas a provocar risa, que, en palabras de Pacheco definen el bodegón, pero sí está relacionado con El aguador de Sevilla, y los Tres músicos, pero muy mejorados mediante los matices de la iluminación, que dotan a la escena de mayor dignidad y atractivo.

La repetición del modelo hace pensar en el «aldeanillo aprendiz» que decía Pacheco que Velázquez tenía cohechado para que le sirviese de modelo, del mismo modo que la mujer se parece a la de Cristo en casa de Marta y María, en la que –por cierto-, algunos críticos han querido ver un retrato de la suegra del pintor. 


Destacaremos, para terminar, lo que podríamos llamar, el efecto fotográfico, o de instantánea, que aparece en el acto de mover la cuchara, o en la botella que sostiene el muchacho con la mano izquierda, de un modo que corresponde a una impresión, pero, en ningún caso, a un posado.




46- La cena de Emaús / La mulata. c. 1620. National Gallery of Ireland, Dublin.

[Atribuido a Velázquez también en su etapa joven de Sevilla, antes de 1623, aunque algunos críticos se remontan a los años 1617-1618, en cuyo caso, sería una de las primeras obras conocidas del pintor, con elementos de los «bodegoncillos» de los que habla Antonio Palomino entre las obras tempranas de Velázquez:

Igual a esta es otra, donde se ve un tablero, que sirve de mesa, con un anafe, y encima una olla hirviendo, y tapada con una escudilla, que se ve la lumbre, las llamas, y centellas vivamente, un perolillo estañado, una alcarraza, unos platos, y unas escudillas, un jarro vidriado, un almirez con su mano, y una cabeza de ajos junto a él; y en el muro se divisa colgada de una escarpia una esportilla con un trapo, y otras baratijas; y por guarda de esto un muchacho con una jarra en la mano, y en la cabeza una escofieta, con que representa con su villanísimo traje un sujeto muy ridículo, y gracioso.


Las diferencias entre esta descripción y el cuadro de Dublín se han tratado de explicar por el recorte que sufrió el lienzo en su parte izquierda, donde estaría, el que, para Palomino sería el muchacho con cofia «muy ridículo», aunque, incluso en esta pintura hay quien dice que la joven podría ser un joven.


46 –b- Escena de cocina. C. 1620. Art Institute of Chicago.

En 1933, durante una limpieza, se descubrió, bajo un repinte del fondo una ventana en la que aparece Cristo bendiciendo el pan y a un hombre a su izquierda, aunque falta el otro personaje, del que sólo queda una mano, justamente donde se halla el recorte. La escena así representada, la Cena de Emaús, pasa de ser un sencillo bodegón, a ser un «bodegón a lo divino».

La ventana del fondo con la escena evangélica de la anterior pintura, resulta, pues, el mismo recurso empleado en Cristo en casa de Marta y María, y ha hecho que se hable de un «cuadro dentro del cuadro» o del empleo de un espejo, como el que supuestamente empleará en Las Meninas.

Tras la limpieza citada de 1933, parte de la crítica admitió la autografía de esta versión, que pasó a ser aceptada de forma casi unánime posteriormente, aunque resulta imposible saber si el pintado y borrado de la ventana fue decisión del propio Velázquez, o fue añadida y/o borrada por otra mano.]


47- El almuerzo, o Almuerzo de campesinos. c.1618-1619. Szépmuvészeti Múzeum, Budapest.

También conocido como, Muchacha y dos hombres a la mesa, es asimismo, atribuida al Velázquez de los primeros tiempos. Entró a formar parte de la colección del Museo de Bellas Artes de Budapest, en 1908 tras su adquisición en Christie's de Londres ese mismo año.

La radiografía ha revelado un pentimento en el dedo pulgar levantado del joven sentado a la derecha, cuya cabeza, además, es la misma Cabeza de hombre joven de perfil del Museo del Hermitage imagen 50-, mientras que el anciano sentado frente a él es el mismo que aparece en El almuerzo, también del Hermitage. –Imagen 42-, lo que hace pensar que quizás se trate de una copia.

Llaman la atención los objetos situados sobre la mesa cubierta con un mantel blanco, como el salero metálico y la copa de cristal veneciano en que la muchacha sirve el vino, que, además, indica cierta calidad social en los personajes retratados, por ser la imagen más propia de hidalgos que de humildes campesinos.


48- Riña entre soldados ante la embajada de España / "La rissa". 1630. Col. Pallavicini. Roma.


Atribuida a Velázquez por Roberto Longhi, que destaca sus afinidades con La fragua y La túnica de José, -además de que ambas comparten el modelo, que sirvió para el rostro del segundo soldado por la derecha-, si bien ofreciendo en este caso, ciertas características técnicas excepcionales, como su reducido tamaño y la atención a los detalles, que, por otra parte, no volverían a aparecer en la obra del pintor. “La Rissa” ha surgido, evidentemente, de una partida de naipes. Tal como leemos en algunas novelas de la época, especialmente, del género picaresca, la trampa era una práctica habitual, cuyo arte consistía en saber llevarla a cabo correctamente, ya que, de lo contrario, tratándose de hombres habitualmente armados, podía costar la vida.


49- Joven campesina (La gallega). 1645-1650. Colección privada, EUA


Inacabada. Apareció en Suiza, en época tan tardía, como 1972 y fue identificada por López-Rey con el retrato de una gallega o sirvienta descrita en el inventario de la colección del marqués del Carpio.


J. Brown, que la vio cuando se encontraba en el taller de restauración del Museo del Prado, en 2003, rechazó la autoría, basándose en sus gruesas pinceladas, deduciendo, incluso, que podría tratarse de una obra del siglo XIX, aunque posteriormente, después de analizarla de nuevo con ocasión de su presentación en el Metropolitan -Velázquez Portraits: Truth in Painting-, en 2016, declaró que la tela pudo haber sido pintada por la misma mano que el Retrato de un hombre, pero no por Velázquez sino, tal vez, por Juan de Pareja. 

50- Cabeza de joven de perfil. c. 1618-19. Hermitage, San Petersburgo.

[La radiografía muestra una cabeza muy semejante a la del personaje central de los Tres músicos. López-Rey, que la tiene por excelente, defiende su autografía, mientras que Brown la considera como posible obra de Velázquez.]


Si el que contempla los cuadros de Velázquez compara la primera impresión que recibe con la que producen en él la de otros pintores anteriores y hace un esfuerzo para definirse lo que aquella tiene de peculiar, tal vez se diga que tiene una insólita comodidad. Nada en estos lienzos nos inquieta, a pesar de que en algunos se acumulan numerosas figuras y en “Las lanzas” se nos presenta toda una muchedumbre que en cualquier otro pintor presentaría un aspecto tumultuoso.

Nos preguntamos cuál es la causa de este sorprendente reposo en la obra de un pintor que pertenece a la época barroca. Porque esta época había llevado hasta el frenesí la pintura de la inquietud. No sólo se presenta el movimiento material de los cuerpos, sino que se aprovecha ésta para dar además al cuadro entero un movimiento formal como si en él soplase una corriente veloz de fluido carácter, un abstracto vendaval. Incluso las figuras quietas poseen formas que están en movilidad perpetua. Las piernas desnudas de los soldados en el “San Mauricio” del Greco ondulan como llamas. Un ejemplo de lo que quiero decir y que es prototipo del movilismo barroco puede verse en el “Cristo con la Cruz” (Bruselas) de Rubens.


Greco: San Mauricio. Fragmento citado. El Escorial



Subida a la cruz y descendimiento. Rubens. Amberes
[Probablemente no es la pintura a la que se refiere Ortega, pero es el mismo efecto].

A todo esto, se contrapone el sosiego de Velázquez. Pero lo más sorprendente de este sosiego es que Velázquez en sus cuadros de composición no pinta figuras quietas, sino que también están en movimiento. ¿De dónde viene, pues, el sentir nosotros tanto reposo al contemplarlos? A mi juicio, de dos causas. 

Una es el don genial que Velázquez poseía para lograr que las cosas pintadas, aun moviéndose estuvieran ellas cómodas. Y esto, a su vez, proviene de que las presenta en sus movimientos propios, en sus gestos habituales. No sólo respeta la forma que el objeto posee en su espontánea aparición sino también su actitud. De aquí que su movilidad sea sosegada.

El caballo a la derecha en “Las lanzas” se está moviendo, pero de un modo tan cotidiano que, para nosotros, espectadores, equivale a quietud. No hablemos de los cuadros en que hay una sola figura, y ésta en reposo. ¿Ha habido nunca Cristo más cómodamente colocado que el de Velázquez, un cuerpo que pueda estar más a gusto, más «arrellanado» en una cruz?

Entre nuestros pintores solo Murillo ha tenido percepción de este tesoro étnico que es el repertorio de actitudes españolas, a la vez espontáneas y adquiridas en larga tradición. Como todo talento, este talento corporal para moverse con ritmo es una forma de cultura que tiene su iniciación y su progreso; en suma, su historia.

Pero hay otra causa más decisiva para que los cuadros de Velázquez engendren en nosotros esa impresión de sosiego tan inesperada ante un pintor de la época barroca. Esta causa es paradójica. Greco o los Carraci, Rubens o Poussin pintan cuerpos en movimiento. Estos movimientos aparecen justificados por una motivación vaga, imprecisa. De aquí que podamos imaginar las figuras en otras actitudes sin que el tema del cuadro varíe. La razón de ello es que los pintores quieren que sus cuadros «se muevan», así en general, y no se proponen retratar un movimiento individualizándolo. 

Mas observemos los grandes cuadros velazquinos. Los “borrachos” representan el instante en que Baco corona a un soldado beodo; La Fragua de Vulcano, el instante en que Apolo entra en el taller del Dios herrero y le comunica una maligna noticia; “La túnica de José”, el instante en que sus hermanos enseñan a Jacob los vestidos de aquel, ensangrentados; “Las lanzas” el instante en que un general vencido entrega las llaves de la ciudad a un general vencedor y éste las rehúsa; “Las meninas” un instante preciso… cualquiera en el estudio de un pintor. 

Es decir, que el tema de Velázquez es siempre la instantaneidad de una escena. Nótese que si una escena es real se compone por fuerza de instantes en cada uno de los cuales los movimientos son distintos. Son instantes inconfundibles, que se excluyen uno a otro según la trágica exigencia de todo tiempo real. Esto nos aclara la diferencia entre el modo de tratar el movimiento Velázquez y aquellos otros pintores. Estos pintan movimientos «moviéndose», mientras Velázquez pinta los movimientos en uno solo de sus instantes, por tanto, detenidos. Dos siglos y medio más tarde, la fotografía instantánea ha conseguido hacer lo mismo y banalizar el fenómeno. 

No deja de ser cómico que los pseudo-refinados de hoy arrojen a los lienzos de Velázquez, como un insulto, su condición de fotográficos. Es poco más o menos como si echásemos en cara a Platón ser platónico o a Julio Cesar haber sido un partidario más del cesarismo. En efecto, los cuadros de Velázquez tienen cierto aspecto fotográfico; es su suprema genialidad. Al enfocar la pintura sobre lo real llega a las últimas consecuencias. Por un lado, pinta todas las figuras del cuadro según aparecen miradas desde un punto de vista único, sin mover la pupila, y eso proporciona a sus lienzos una incomparable unidad espacial. Mas por otro, retrata el acontecimiento según es en cierto y determinado instante; esto les presta una unidad temporal tan estricta que ha sido menester esperar a la pasmosa invención mecánica de la fotografía instantánea para lograr nada parecido y, de paso, para revelarnos la audaz intuición artística de Velázquez.

Ahora entenderemos bien su diferencia con los demás pintores barrocos del movimiento. Éstos pintan movimientos pertenecientes a muchos instantes y, por lo mismo, incapaces de coexistir en uno solo.

La pintura, hasta Velázquez había querido huir de lo temporal y fingir en el lienzo un mundo ajeno e inmune al tiempo, fauna de eternidad. Nuestro pintor intenta lo contrario: pinta el tiempo mismo que es el instante, que es el ser en cuanto está condenado a dejar de ser, a transcurrir, a corromperse. Eso es lo que eterniza y ésa es, según él, la misión de la pintura: dar eternidad precisamente al instante -¡casi una blasfemia!

He aquí lo que para mí significa hacer del retrato principio de la pintura. Este hombre retrata el hombre y el cántaro, retrata la forma, retrata la actitud, retrata el acontecimiento, esto es, el instante. En fin, ahí tienen ustedes “Las meninas”, donde un retratista retrata al retratar.






viernes, 24 de mayo de 2019

VELÁZQUEZ: “La realidad apareciendo”. (II)


José Ortega y Gasset: Introducción a Velázquez, en Velázquez, Berna 1993 y Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950. [Texto en negrita].

[Antes de seguir adelante], concluyamos con el tema de la «realidad apareciendo».

Autorretrato c. 1640. Museo de Bellas Artes, Valencia

[Además del que aparece en Las Meninas, este es el único autorretrato autógrafo conservado. Está recortado en tres de sus lados y se conserva copia en los Uffizi de Florencia, que, tal vez sea la que muestra la pintura original. En 1986 Rocío Dávila llevó a cabo una restauración en los talleres del Museo del Prado, confirmando como segura la autografía, que había sido puesta en duda por Jonathan Brown y otros, a causa de la suciedad que la ocultaba, si bien, el mismo crítico, en 1999 rectificó su negativa.]


El «naturalismo» de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más que lo que son. De aquí su profunda antipatía hacia Rafael. Le repugna que el hombre se proponga fingir a las cosas una perfección que no poseen. Esos añadidos, esas correcciones que nuestra imaginación arroja sobre ellas le parecen una falta de respeto a las cosas y una puerilidad. Ser idealista es deformar la realidad conforme a nuestro deseo. Esto lleva en la pintura a perfeccionar los cuerpos precisándolos. Pero Velázquez descubre que, en su realidad, es decir, en tanto que visibles, los cuerpos son imprecisos.

Rafael Sanzio (1483-1520), autorretrato, 1506. Uffizi

La scuola di Atene, 1509. Museos Vaticanos

Ya Tiziano había advertido algo de esto. Las cosas en su realidad son «poco más o menos», son sólo aproximadamente ellas mismas, no terminan en un perfil rigoroso, no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en un margen de imprecisión que es su verdadera presencia. La precisión de una cosa es su leyenda. Lo más legendario que los hombres han inventado es la geometría.

Tiziano Vecellio, c. 1490-1576, Autorretrato, 1562. MNP

L'assunzione del Tiziano, Capilla Cartolari-Nichesola - Duomo (Verona) - Fragmento

Al hablar de Velázquez se dice siempre que pintaba el aire, el ambiente, etcétera. Yo no creo mucho en nada de eso ni he hallado nunca que se aclare lo que con tales expresiones se quiere enunciar. El efecto aéreo de sus figuras se debe simplemente a esa venturosa indecisión de perfil y de superficie en que las deja. A sus contemporáneos les parecía que no estaban acabadas de pintar, y a ello se debe que Velázquez no fuese en su tiempo popular. Había hecho el descubrimiento más impopular: que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada.

Este rasgo fundamental de la pintura velazquina solo aparece con plena claridad cuando contemplamos su obra entera. En general, las intenciones radicales de un pintor sólo resaltan teniendo a la vista todos sus cuadros y haciéndolos pasar ante nuestra memoria con cierta velocidad cinematográfica. [Así lo haremos, a medida que el texto lo permita.]

Entonces vemos cuáles son sus caracteres continuos y progresivos, estos son los radicales. 

Sin embargo, aún hay que atender otra cosa más decisiva. No basta, en efecto, con advertir todo lo que un pintor ha hecho, sino que esa totalidad de su producción nos revela qué es lo que no ha hecho, y esto, más que nada, nos pone de manifiesto lo más íntimo de su intención artística. Se trata, claro está, de qué cosas, entre las que eran normales en la pintura de su época, se ha negado a hacer. Me sorprende en extremo que no hayan sido destacadas, como lo más característico de Velázquez, sus omisiones. Si no subrayamos éstas no podremos percibir lo que hay de supremo en su actitud ante el arte pictórico y le otorga una situación aparte entre todos los demás artistas anteriores al siglo XIX. Me explicaré.

Imágenes 1-8

1- La educación de la Virgen, c. 1617. Yale University Art Gallery. [Recortado por los cuatro lados, en mal estado de conservación y con restauraciones agresivas. Se presentó en julio de 2010 como obra de Velázquez por John Marciari, que lo descubrió en un sótano de la Universidad de Yale. Después de su restauración fue expuesto en Sevilla, en octubre de 2014, en el Simposio Internacional sobre El joven Velázquez. La atribución fue rechazada por Jonathan Brown. 
Se expuso en París, en 2015 con atribución a Velázquez, y dudas sobre su procedencia y fecha.]

2- Adoración de los Reyes Magos. 1619. MNP

3- Inmaculada Concepción. c. 1619. National Gallery, Londres

4- La Inmaculada, c. 1618-20. Centro de Investigación Diego Velázquez, Fundación Focus-Abengoa Sevilla. [Se presentó en París, en 1990 como obra del Círculo de Velázquez. Subastada en Sotheby's de Londres en 1994, con atribución a Velázquez con el parecer favorable de José López-Rey y Jonathan Brown, atribuciones que rechazó Alfonso E. Pérez Sánchez, quien propuso a Alonso Cano. En 2015 se expuso en París, como original de Velázquez.] 

5- Santa Rufina. 1632-1634 Centro de Investigaciones Diego Velázquez, Fundación Focus-Abengoa, Sevilla. [Autografía defendida por Peter Cherry al ser subastado en Christie's, en 1999. La defendió igualmente, Pérez-Sánchez, aunque adelantaba su fecha de creación a 1629, basándose en su semejanza con el retrato de María de Austria, reina de Hungría. También se expuso como original de Velázquez en París, en 2015. J. Brown, aun admitiendo su calidad, se inclina por su atribución a M. del Mazo.]

6- San Juan Bautista en el desierto. c. 1620. Art Institute of Chicago. [Catalogada en el museo como anónimo sevillano y expuesto en 2005-2006 como de Alonso Cano. Maurizio Marini y Javier Portús la atribuyeron otra vez a Velázquez, en 2007, basándose en sus afinidades con los cuadros de su etapa sevillana, redefinidas en un estudio técnico realizado en el Art Institute of Chicago.]

7- San Juan en Patmos, c.1619. National Gallery, Londres.

8- Santo Tomás, c, 1619-20. Musée des Beaux-Arts, Orleans.


En el siglo XVII la pintura consistía en pintar cuadros religiosos y cuadros mitológicos. Todos los demás temas eran, diríamos, infra-artísticos: valían solo como curiosidades, como “folies”, incluso los de conmemoración oficial de victorias bélicas. 

Imágenes 9 a 18.

9- San Pablo, c, 1619-20. Museo Nacional de Arte de Cataluña, (MNAC) Barcelona.

10- Cabeza de apóstol, c. 1622. MNP. [En depósito en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.]

11- San Antonio Abad, c. 1635-38. Colección particular. [Estudio para el San Antonio Abad y san Pablo ermitaño del Museo del Prado. Atrib. López rey). Pero fue subastado en Sotheby's de Nueva York el 29 de enero de 2015 con atribución a Velázquez, procedente de la colección Jocelyne Wildenstein de Nueva York.]

12- Las lágrimas de san Pedro, c.1618-19. Fondo Cultural Villar Mir, Madrid. [Inédito hasta su presentación por Manuela Mena en 1999 como el original de una composición conocida por diversas copias de calidad desigual, una de ellas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, atribuida a Francisco de Herrera el Viejo. Admitido como original de Velázquez por Alfonso E. Pérez Sánchez y Guillaume Kientz (París, 2015).]

13- La cena de Emaús, entre 1619-29 (Datación dudosa). Metropolitan Museum of Art, Nueva York, MET).

14. Cristo en la cruz. 1631. MNP. Madrid. [Firmado «Do. Velazquez fa. 1631». Según el estudio técnico realizado en el MNP, la inscripción o firma no es un añadido posterior a la ejecución del cuadro, en el que se advierten maneras velazqueñas, pero no la mano del artista. Podría proceder del taller, pero el Museo mantiene la atribución a Velázquez.]

15- San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño, c. 1635-36. MNP.

16- La imposición de la casulla a san Ildefonso, c. 1620-23. Ayuntamiento de Sevilla. (Depósito en el Centro Velázquez. Fund. Focus Abengoa. Sevilla.) [En mal estado].

17- La última cena 1629 Academia de San Fernando, Madrid. [En mal estado por repintes y restauraciones inadecuadas. Copia de una obra de Tintoretto compuesta durante la primera estancia de Velázquez en Italia, donde, dice Palomino: «hizo una copia de un cuadro del mismo Tintoretto, donde está pintado Cristo, comulgando a los discípulos, el cual trajo a España, y sirvió con él a Su Majestad». Fallecido Felipe IV, el inventario que redacta Juan Bautista Martínez del Mazo cita en el Alcázar, en el «pasillo junto al cubo y pieza de la Audiencia... la Cena de Cristo, de mano de Diego Belazquez, en cuarenta ducados». A la muerte de Carlos II se describe como una Cena original de Tintoretto. Llegó a la Academia a principios del siglo XIX. Aquí, donde, tras una limpieza y nuevos estudios sobre su procedencia, ha vuelto a ser asignado a Velázquez.]

18- La túnica de José. 1630. Monast, San Lorenzo de El Escorial.


Pues bien, apenas Velázquez deja Sevilla, resuelve no pintar cuadros religiosos. Si no hubiese nunca faltado a esta resolución no tendríamos motivo para poder afirmarla. Pensaríamos que fue incapaz de pintar cuadros religiosos. Pero no: Velázquez pinta en Madrid cuatro cuadros de este género:

Imágenes 19 a 22.

19- Cristo crucificado, c. 1631-1632. Museo del Prado (MNP), Madrid. [Destaca sobre un fondo sin alusión alguna al paisaje del Gólgota. Velázquez ha rehuido tanto la grandiosidad hercúlea al modo miguelangelesco, como la acumulación dramática de sangre y magulladuras de la tradición gótica. La representación del Crucificado, con cuatro clavos en lugar de los tres de la forma más usual, responde a la influencia que debió recibir de su suegro y maestro, Pacheco, que la había escogido y defendido en varias ocasiones, aduciendo en su favor una estampa rara de Durero que lo presentaba así. 

Inspiró una de las obras poéticas de contenido religioso más intensas del siglo XX: El Cristo de Velázquez, de Unamuno

La pintura, fechable hacia 1630-1635, muy reciente su viaje a Italia, procede de la sacristía del convento de San Plácido de Madrid, y está ligada popularmente a una leyenda que lo vincula al intento sacrílego de seducir Felipe IV a una joven novicia, frustrado por la decisión de la joven de fingirse muerta en su celda con flores y cirios junto a su ataúd. El Cristo sería prueba del arrepentimiento del rey y prenda de su penitencia. En los primeros años del siglo XIX, pasó a las manos de Godoy, y a su caída fue incautado y, en 1814, devuelto a su esposa, la condesa de Chinchón, que anunció su venta en París en 1826. La muerte de la condesa paralizó las gestiones, pero el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, a quien ésta había legado una «alhaja» a su elección, escogió el cuadro y lo regaló a Fernando VII, que lo entregó al Museo del Prado en 1829. Desde entonces se halla en él y constituye una de sus piezas más populares.]

20- Coronación de la Virgen, c. 1645. MNP

21- Cristo contemplado por el alma cristiana, c. 1626-28. National Gallery, Londres. [Un dibujo preparatorio de la figura del ángel, ya destruido, contenía la inscripción —«VELAZQUEZ.»— y figuraba en la colección del ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos. El infrecuente acento puesto en la figura infantil a la que dirige Cristo la mirada, y su honda emotividad, rara en la obra de Velázquez, hizo pensar a Carl Justi que pudiera tratarse de una pintura votiva con motivo de la muerte de su hija menor, Ignacia.].

22- La tentación de Santo Tomás de Aquino, c. 1631-1632. Museo Diocesano, Orihuela. [López-Rey y Jonathan Brown, que lo habían atribuido a Alonso Cano, se lo devolvieron a Velázquez tras la limpieza efectuada en 1990 por Enrique Quintana en el taller del Museo del Prado y el estudio técnico de Carmen Garrido. (La tentadora mira espantada desde la puerta).]


El famoso “Cristo Crucificado” porque Felipe IV se lo pidió –caso excepcional- para las monjas de San Plácido; La “Coronación de la Virgen”, porque la Reina se lo pidió para su alcoba; el “Cristo atado a la columna” único cuadro con emoción que produjo probablemente bajo la angustia de haber visto morir a una de sus dos hijas, niña aún, y “La Tentación de Santo Tomás”, no sabemos por qué. 

La absoluta escasez del número y la excepcionalidad de los motivos nos sirven de documento para poder asegurar, con valor concreto, que Velázquez se niega a pintar cuadros religiosos. No es, sin duda, porque Velázquez fuera irreligioso. En España no había entonces libertinos, como los había en Francia, donde se dio este nombre a los ateos. Velázquez fue verosímilmente tibio en materia de religión –como lo eran muchos hombres de su tiempo-, pero sería antihistórico suponer que rehusaba pintar cuadros de iglesia por motivo de impiedad. ¿Por qué, pues, esta omisión?

Hacia 1630 en España, como en el resto de Europa, los grupos más selectos aficionados a la pintura, empezando por el propio Felipe IV, estaban cansados de cuadros religiosos. 

Un defecto de óptica histórica nos impide hacernos bien cargo del problema que este cansancio planteaba, porque suponemos que los temas pictóricos, los “asuntos” que posteriormente han sido conquistados para la pintura estaban ya entonces a la disposición de artistas y público. 

En general no se ha advertido lo difícil que es para la pintura justificar sus temas. Es siempre problemático y cuestionable qué sea lo que merece ser perpetuado en un lienzo. La religión, haciendo del tema religioso un pie forzado para la pintura, facilitó la solución del problema durante dos siglos, pero el historiador, que para entender el pretérito necesita deshacerlo e imaginar otros destinos posibles, debe “construir” en su mente lo que hubiera pasado con la pintura flamenca e italiana si la Iglesia hubiese prohibido pintar santos. 

Esta construcción nos permitiría determinar con alguna aproximación las ventajas y las desventajas que el favor prestado por la Iglesia a los artistas, incluso el amplísimo margen de libertad que les concedió, ha acarreado a la pintura. 

Ello es que hacia 1630 el cansancio que se sentía por los cuadros religiosos sólo podía responderse con otro tema: «las mitologías». Así se llamaban entonces las composiciones con asuntos tomados a la religión pagana. No deja de ser curioso que la única gran posibilidad pictórica frente a los temas de religión cristiana fueran los de otra religión poética. La Mitología, fue, pues, algo así como una para-religión al uso de poetas, pintores, escultores, que el Renacimiento había suscitado. Los dioses del paganismo representaban otra fauna, otras situaciones, otra tonalidad. 

La obra de Rubens y luego de Poussin son el exponente de este apetito de mitos antiguos. ¿Qué actitud adoptará Velázquez ante esa exigencia de «mitologías»? 

Hemos visto que, para Velázquez, a diferencia de todos los demás pintores de aquellos siglos, la pintura no es un oficio, sino un sistema de problemas estéticos y de íntimos imperativos. En él el arte, desprendido de sus servidumbres gremiales, se hace sustancia pura y es solo arte. De aquí el pasmoso puritanismo de Velázquez, que es tan evidente a lo largo de toda su obra y que no ha sido advertido, tal vez porque Velázquez fue muy parco en frases y no se dignaba subrayar con gesticulaciones teatrales sus profundas y radicales resoluciones. 

Esto es lo que descubrimos cuando tras su negativa a pintar cuadros de santos le enfrontamos ante la otra única posibilidad de cuadro: las mitologías. ¿Qué hará Velázquez? Es el “experimentum crucis” en que podemos entrever su más íntima, recóndita idea de la pintura.

Velázquez pinta “mitologías”. Ahí están “Los borrachos”, que es una escena báquica; “La Fragua de Vulcano, Marte, Argos y Mercurio”; algunos otros cuadros de asunto pagano que se han perdido. “Esopo y Menipo”, figuras semimitológicas. 

A todo esto, hay que agregar su obra máxima –Las hilanderas-, en la cual, ignoro por qué, no se ha reconocido siempre una Mitología, siquiera sea la de representar las Parcas, tejiendo con sus hilos el tapiz de cada existencia. 

Imágenes 23 a 29.

23- El triunfo de Baco o Los Borrachos, c. 1628-29. MNP, Madrid

24- La fragua de Vulcano. 1630. MNP. Madrid.

25- El dios Marte. 1639-41. MNP. Madrid.

26- Mercurio y Argos, c. 1659. MNP, Madrid. [Pintado para el Salón de los Espejos del Alcázar con otras tres pinturas de asunto mitológico desaparecidas en el incendio de 1734.]

27- Menipo, c. 1639-41. MNP. Madrid

28- Esopo, c. 1639-41. MNP. Madrid

29- Las hilanderas o la fábula de Aracne, ¿Entre 1644 y 1660? MNP, Madrid. [Velázquez pintó la superficie ocupada por las figuras y el tapiz del fondo, y durante el siglo XVIII se añadieron una ancha banda superior (con el arco y el óculo) y bandas más pequeñas en los extremos derecho, izquierdo e inferior (añadidos que no se aprecian en el actual montaje de la obra). Esas alteraciones han afectado a la lectura del contenido, pues dieron como resultado que la escena que transcurre ante el tapiz se perciba más alejada. En consecuencia, durante mucho tiempo los espectadores del cuadro han visto en él exclusivamente la representación de una escena cotidiana en un taller de tapicería con un primer plano en el que Velázquez representó tareas relacionadas con el hilado y un fondo con unas damas de pie ante un tapiz. 

En los años treinta y cuarenta del siglo XX, algunos críticos e historiadores expresaron su creencia de que la obra, aparentemente costumbrista, tenía un contenido mitológico, y sus sospechas se vieron confirmadas con el descubrimiento del inventario de bienes de don Pedro de Arce, un funcionario del Alcázar. 

Fue realizado en 1664, y en él se cita una Fábula de Aracne realizada por Velázquez, cuyas medidas no están muy lejos de las del fragmento más antiguo de este cuadro. En él, la diosa Palas/Atenea, armada con casco, discute con Aracne, compitiendo sobre sus respectivas habilidades en el arte de la tapicería. Tras ellas se encuentra un tapiz que reproduce El rapto de Europa que pintó Tiziano para Felipe II (actualmente en Boston, Isabella Stewart Gardner Museum) y que a su vez Rubens copió durante su viaje a Madrid en 1628-1629. Era una de las historias eróticas de Júpiter, padre de Palas, que Aracne había osado tejer y que sirvieron a Palas de excusa para convertirla en araña.

La variedad de interpretaciones que ha recibido es muy elevada, a lo que ha contribuido también el rebuscamiento narrativo de Velázquez, que, en vez de situar la escena principal en el primer plano, la ha confinado al fondo. Algunos críticos han leído el cuadro en clave política, y lo han interpretado como un aviso contra la soberbia. El hecho de que uno de los elementos principales del cuadro sea un tapiz, y que éste representa una obra de Tiziano ha propiciado las lecturas en clave histórico-artística. Se ha señalado así, que la obra representa el paso de la materia (el proceso de hilar) a la forma (el tapiz) a través del poder del arte, con lo que estaríamos ante una defensa de la nobleza de la pintura. También se ha llamado la atención sobre el hecho de que Plinio afirmaba que uno de los mayores logros a los que podía aspirar la pintura es la imitación del movimiento, perfectamente lograda en la rueca. Este tipo de lecturas se ven apoyadas por el hecho de que durante el Siglo de Oro, un mitógrafo como Pérez de Moya (cuya obra poseía Velázquez) interpretaba la historia de Aracne como demostración de que el arte siempre es susceptible de avanzar, con lo que a través de una historia mitológica que tiene como clave un tapiz que reproduce un original de Tiziano copiado por Rubens, Velázquez construyó una narración sobre el progreso y la competencia artísticos. La técnica del cuadro invita a situarlo en la última década de la carrera de Velázquez, en la cercanía de obras como Las meninas o Mercurio y Argos, con las que tiene muchos puntos de contacto. Constituye una de las obras más complejas de su autor, y la culminación de su tendencia a crear composiciones sofisticadas y ambiguas desde el punto de vista de su construcción formal y su contenido, que estimulan la participación activa del espectador. 

(Extracto de: Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro / edición a cargo de Javier Portús Pérez, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2007, p.337). MNP].

Pero todas estas mitologías velazquinas tienen un aspecto extraño ante el cual, confiésenlo o no, no han sabido qué hacerse los historiadores del arte. Se ha dicho que eran parodias, burlas, pero se ha dicho sin convencimiento. 

Imágenes 30 y 31.

30- Figura de mujer (Sibila con "tabula rasa), c. 1644-48. Meadows Museum, Dallas.

31- Sibila (¿Juana Pacheco?), c. 1630-31. MNP, Madrid. [En 1746. Cuando lo compró Isabel de Farnesio, en 1746, se describía como «la mujer de Velázquez», aunque parece muy dudoso.]


Es cierto que Velázquez, aun aceptando pintar mitologías, va a hacerlo con un sentido opuesto al que sus contemporáneos –pintores y público- buscaban en ellas. Para estos un asunto mitológico era una promesa de inverosimilitudes. Para Velázquez son un “motivo” que permite agrupar figuras en una escena inteligible. Pero no acompaña al mito en su fuga más allá de este mundo. 

Al contrario: ante un posible tema de este género Velázquez se pregunta qué situación real, la cual con aproximación pueda darse aquí y ahora, corresponde a la ideal situación que es el asunto mitológico. Baco es una escena cualquiera de borrachos, Vulcano es una fragua, las Parcas un taller de tapicería. Esopo y Menipo los eternos harapientos que con aspecto de mendigos pasan ante nosotros desdeñando las riquezas y las vanidades. 

Es decir, que Velázquez busca la raíz de todo mito en lo que podíamos llamar su logaritmo de realidad, y eso es lo que pinta. No es, pues, burla, parodia, pero si es volcar del revés el mito y en vez de dejarse arrebatar por él hacia un mundo imaginario obligarlo a retroceder hacia la verosimilitud. De este modo la jocunda fantasmagoría pagana queda capturada dentro de la realidad, como un pájaro en la jaula. Así se explica cierta impresión dolorosa y equívoca que estos cuadros nos producen. Siendo los mitos la fantasía en libertad se nos invita a contemplarlos reducidos a prisión.

Con ello se nos hace patente por qué Velázquez no quiso pintar cuadros religiosos. Son éstos también asuntos inverosímiles. Pero si Velázquez hubiese querido emplear en su ejecución la misma fórmula que aplicó a las mitologías, el resultado hubiera sido escandaloso. Uno de sus bodegones pintado en la adolescencia nos demuestra la clara conciencia con que Velázquez se comportaba ante esta cuestión. 

32- Cristo en casa de Marta y María, 1618. National Gallery. Londres

El lienzo llamado “Cristo de visita en casa de Marta y María” representa una cocina y en ella una vieja y una moza se afanan en la preparación de un yantar. En el aposento no aparecen ni Cristo, ni Marta, ni María, pero allá, en lo alto del muro, hay colgado un cuadro, y es en este cuadro interior donde la figura de Jesús y las dos santas mujeres logran una irreal presencia. 

En esta forma se declara Velázquez irresponsable de pintar lo que a su juicio no se puede pintar. La ingeniosidad de la solución nos manifiesta hasta qué punto está resuelto desde mozo a no aceptar la tradición artística para la cual la pintura es el arte de representar inverosimilitudes.

[Cristo en casa de Marta y María, pintura realizada en Sevilla, al comienzo de su carrera, está fechada en 1618, pero se desconoce el primer destinatario, aunque podría corresponder a un registro en el inventario de la colección del duque de Alcalá, de 1637, donde se escribió: «lienço Pequeño de una cocina donde está majando unos ajos una muger es de Dieº Velasqº». En 1881 formaba parte de la colección Packe de Norfolk, y fue sir William M. Gregory la donó en 1892 a la National Gallery de Londres.

Muestra elementos del género del bodegón con figuras que Velázquez practicó en su juventud y que gustaba a su entonces maestro, Francisco Pacheco, como «imitación del natural». De hecho, el naturalismo con que Velázquez trata esta parte del cuadro sitúa al espectador ante una escena cotidiana, pero parece que el dedo de la anciana llama la atención sobre el recuadro de la derecha, que sería la escena principal, aunque aparezca en segundo plano.

Aparece pues, como precedente del recurso de Velázquez a la llamada duplicidad espacial, o composición invertida —como en La cena de Emaús y posteriormente, en La fábula de Aracne—, en las que el asunto verdadero de la obra pasa al segundo plano y / o aparece inmerso en el mundo cotidiano.] 

Las dudas -por no decir, nuestro desconocimiento de lo que había en la mente del pintor-, aparecen con respecto al papel de las mujeres del primer plano. Se pueden ofrecer, como ya se ha hecho, múltiples explicaciones, que, en definitiva, desembocan en el mismo mar, es decir, que se refiere a la vida activa y a la contemplativa, pero, francamente, eso lo habría logrado el pintor, sólo con la escena del fondo, sin necesidad de palabras.


Sin la escena que da título a la pintura, tenemos a una mujer que enseña a cocinar a una muchacha -algo enfadada, o ¿quizás, llorosa?-, y un espléndido bodegón a la derecha, todo lo cual, no consistiría sino en una escena de costumbres.

La constancia con que Velázquez se comporta en esta dirección y las hondas preocupaciones que todo ello revela no pueden quedar rebajadas considerándolas simplemente como peculiaridades de un estilo pictórico. No; se trata de mucho más. Se trata de una nueva idea de la pintura, esto es, de la función que a la pintura compete en el sistema de las ocupaciones humanas. 

Velázquez, claro está, no ha manifestado nunca con palabras expresas su credo pictórico. No era su misión decir, sino pintar. El historiador del arte tiene que seguir otros métodos que el historiador de la literatura y del pensamiento. Tiene que hablarnos de hombres que no hablan. Ser pintor es resolverse a la mudez. Cuando un pintor se pone a “decir”, a teorizar sobre su arte, lo que nos comunica no suele tener apenas que ver con lo que él mismo hacía. Ejemplo, el “Tratatto Della Pintura” de Leonardo de Vinci. 



Tratado de la Pintura, de Leonardo da Vinci. Publicado en París. 


Ante una obra de rasgos tan acusados y tan permanentes –unos positivos y otros negativos- como la de Velázquez, tenemos la obligación de resolvernos a trasponer en conceptos las acciones y omisiones del pintor. Si hacemos esto bien, el resultado será más firme que cuanto pudieran ofrecernos enunciaciones expresas del propio artista, las cuales, no en el caso de Velázquez, que fue un silencioso, pero, en general, suelen ser de ejemplar irresponsabilidad.

Ya me aventuraría, pues, a formular de este modo la actitud profunda de Velázquez ante el arte pictórico.

Para obtener sus efectos conmovedores –lo que suele llamarse emoción estética- la pintura había tenido siempre que huir a otro mundo lejos de este en que la vida humana efectivamente transcurre y acontece. El arte era ensueño, delirio, fábula, convención, ornamento de gracias formales. 

Velázquez se pregunta si no será posible con este mundo, con la vida tal cual es, hacer arte –un arte, por tanto, totalmente distinto del tradicional, en cierto modo su inversión. Rompe amarras, en una resolución de enérgico radicalismo, con aquel mundo convencional y fantástico. Se compromete a no salir del contorno mismo en el que él existe. Durante dos siglos se habían producido sin interrupción en toda Europa enormes masas de pintura poética, de belleza formal.

Velázquez, en el secreto de su alma, siente ante todo eso lo que nadie antes había sentido, pero que es la anticipación del futuro: siente hartazgo de belleza, de poesía y un ansia de prosa. La prosa es la forma de madurez a que el arte llega tras largas experiencias de juego poético. Si contraponemos la actitud latente en los cuadros de Velázquez a la que palpita en toda la pintura anterior, nos aparece aquella como una convicción de que todo ese arte anterior, aun siendo maravilloso, era pueril. 

No es posible, piensa Velázquez, que la prodigiosa destreza lograda en el manejo de los pinceles no tenga otra finalidad más honda, más seria que contar cuentos convencionales y crear vacías ornamentalidades. Este imperativo de seriedad es el que induce a la prosa.

Nadie entre los artistas contemporáneos sentía de modo parecido, al menos con suficiente claridad. Tenemos, pues, que representarnos a Velázquez como un hombre que, en dramática soledad, vive su arte frente y contra todos los valores triunfales en su tiempo. No sólo frente a la pintura de aquella edad sino igualmente frente a los poetas de entonces. Por eso ni Velázquez simpatizó con estos ni encontró en ellos adhesión y resonancia.

Imágenes 33-40.

33- Autorretrato. 1640. Museo BBAA, Valencia. [Pintado hacia 1640, este y el de Las Meninas, son los únicos autógrafos del pintor que se han conservado.]

34- Autorretrato, 1643. Galleria degli Uffizi. Florencia

35- Copia de Velázquez: Autorretrato. Galleria degli Uffizi. Florencia

36- Retrato de hombre, c. 1623-24. MNP. Madrid. [Allende-Salazar (1925), Mayer (1936) y Camón Aznar estiman que podría tratarse de un autorretrato de Velázquez. López-Rey y Brown piensan en su hermano Juan, también pintor y establecido en Madrid.] 

37- Retrato de hombre, c. 1635-45. Apsley House. Londres.

38- Retrato de clérigo (¿autorretrato?), 1630. Pinacoteca Capitolina. Roma. [Considerado antaño con el autorretrato pintado en Roma, del que Francisco Pacheco se decía propietario. Se relacionó posteriormente con Gian Lorenzo Bernini; Marini (1990) sugirió que podría tratarse del autorretrato inacabado citado entre los bienes del pintor a su muerte, suponiendo que la vestimenta clerical fuera la de «Virtuoso del Panteón» donde Velázquez fue acogido en el segundo viaje a Italia. La limpieza realizada en 1999 por P. Masini ha permitido confirmar la calidad del lienzo, pero no resuelve la cuestión de su atribución.]

39- Retrato de hombre, c. 1630. MET, NY. [Descrito por Mayer en 1917 como autorretrato, al relacionarlo con uno de los personajes de La rendición de Breda. El Museo lo catalogó como obra del taller, cuando lo excluyó López-Rey, pero, tras una limpieza efectuada en 2009, ha sido nuevamente atribuido a Velázquez con el aval de Jonathan Brown.]

40- Retrato de hombre, c. 1650. Metropolitan Museum of Art, Nueva York. [Procede de la colección de Manuel Godoy. Considerado autorretrato en el siglo XIX, Mayer cuestionó la autoría, considerando que el retrato era copia de un original perdido. López-Rey lo conceptuó como un excelente retrato de un seguidor de Velázquez y Nina Ayala Mallory propuso, en 1991 la atribución a M. del Mazo con la cual se expuso en París, en 2015, como una de las más mejores pinturas de este último. En 2016/2017 apareció en la muestra Velázquez Portrait: Truth in Painting del Met como del taller de Velázquez, del mismo autor de La gallega, según Jonathan Brown, o alternativamente, de Juan de Pareja.]


No podríamos soñar comprobación más eficaz de esta interpretación nuestra que la ofrecida recientemente con la publicación del catálogo de la biblioteca de Velázquez hecha por el señor Sánchez Cantón, [1925] uno de los más autorizados historiadores del arte español. Porque resulta que, en esta biblioteca, de dimensiones importantes para el uso de entonces, no hay más que un libro de versos y ése, un libro cualquiera. En cambio, se compone el resto de libros de ciencia principalmente de ciencias matemáticas, a que acompañan unos pocos de ciencias naturales, geografía, viajes y algunos de historia. Sobre biblioteca tal podían estar escritos con mayúsculas estos dos títulos: Seriedad y Prosa.

[La interesante relación de la biblioteca de Velázquez, aparecerá al final del presente estudio crítico, con todas las portadas de las ediciones de la época que sea posible encontrar.]

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