miércoles, 12 de febrero de 2025

Juan de Yepes, IV y última parte

 Juan de Yepes, Tercera y última Parte


Tercera y última Parte: “en 1593 el cuerpo de Juan de Yepes, mutilado ya, fue trasladado a Segovia, donde reposa en la actualidad. Este traslado nocturno y clandestino -como la salida de la amada en la Noche oscura- inspiró un episodio del Quijote.”

Primera Parte: Precedentes teóricos de un SIN VIVIR

      Segunda Parte: Consecuencias reales de un SIN VIVIR

      POEMAS

Tercera Parte, Cervantes: Don Quijote y el traslado secreto los restos de Fray Juan

♦♦♦

Resumen. Ante la popular y extendida convicción de que el traslado nocturno del cuerpo de San Juan de la Cruz de Úbeda a Segovia –apenas dos años después de su muerte– inspira a Cervantes la escena del «muerto caballero» de su Quijote, este estudio muestra que se trata de mucho más que una anécdota. Cervantes deja entrever en ella su admiración por el místico carmelita; su diálogo. no solo con aquel episodio post mortem de la vida del fraile, sino con su gran símbolo y doctrina de «la noche oscura», desvela una cierta inquietud y búsqueda espiritual.

Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero (II, 9: 98)

El traslado del cuerpo de San Juan de la Cruz de Úbeda a Segovia

Estamos en medio de una noche oscura del año 1593. En medio, literalmente, ya que tenemos documentada la hora de los hechos. El cuerpo de san Juan de la Cruz es trasladado sigilosamente por despoblados y desiertos desde Úbeda, donde había muerto, hacia Segovia. 

El alguacil de Corte, don Juan de Medina Ceballos, custodia los restos convertidos en reliquia junto a los guardias y compañeros que lo conducen en una litera. Para no ser conocidos dejan el camino real de Madrid y toman distintas veredas y rodeos por Jaén, Martos y Montilla. Al llegar a Martos, en un cerro alto, no lejos del camino, se les aparece súbitamente un hombre que les grita a grandes voces: 

Santa Teresa, de Monvoisin

-«¿Dónde lleváis ese difunto, bellacos? Dejá el cuerpo del fraile que lleváis...» 

La aparición, destemplada y colérica, «causó gran susto y pavor en el alguacil y sus compañeros, que se les espeluzaron los cabellos» (Fernández Navarrete 1819). Más adelante en el camino, cuando llegan a un campo despoblado, de improviso aparece otro hombre, que vuelve a pedir cuenta al séquito de lo que llevaban: Medina y sus compañeros le contestaron que tenían orden superior para ir encubiertos, pero el hombre insiste en interrogarlos. En medio de estos encuentros desasosegantes, el conductor del féretro advierte que unas luces muy brillantes rodeaban la caja pequeña que contenía el cuerpo del santo. La tensa escena nocturna chispeada de extrañas lumbres, evocando «la aventura que le aconteció a don Quijote con un cuerpo muerto» (I,19) que unos enlutados trasladan de Baeza a Segovia. 

En medio de la noche cerrada, el hidalgo irrumpe en el séquito de los que trasladan, murmurando en voz baja y portando hachas encendidas, al misterioso «muerto caballero». 

Las palabras textuales de don Quijote, y su manera de aludir al enigmático difunto como «caballero» no parece casual. El hidalgo enristra su lanzón, se coloca bien en la silla de Rocinante, y alzando la voz reclama a los «encamisados» -que por tales tiene a los sacerdotes que iban con sobrepellices escoltando el cadáver): «Detenéos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de donde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis...» (I, 9, p. 231). 

La aparición y el interrogatorio de don Quijote concurre muy de cerca con lo que testimonian los primeros testigos que depusieron acerca de la vida del Venerable Fray Juan de la Cruz para su proceso de beatificación. ¿Habría tenido noticia Cervantes del traslado subrepticio de los restos del Reformador, ocurrido hacia mediados de 1593, dos años después de muerto el santo? Así lo creen muchos cervantistas a partir del estudio pionero de Martín Fernández Navarrete (1819), el primero en proponer la conexión entre el traslado histórico del Reformador a Segovia y el episodio I, 19 del primer Quijote. 

Que Cervantes se enterara de los hechos es más que probable, ya que estuvo en Úbeda para sacar trigo en 1592, al año siguiente de la muerte del fraile y muy poco antes de que llevaran a hurtadillas su cuerpo a Segovia al filo de la medianoche (Sánchez 1990: 21). Los acontecimientos que rodearon la muerte del futuro San Juan fueron tan notorios que por fuerza habrían llegado a sus oídos: se trataba, en primer lugar, del compañero de Reforma y confesor de Santa Teresa, muerto en olor de santidad y autor, por más, de una obra mística de una hondura sin precedentes en la Península. El traslado clandestino de su cuerpo suscitó una tensión acalorada entre Úbeda y Segovia, donde se le lleva en secreto tras morir inesperadamente de unas «calenturas pestilentes». 

Tomemos nota de la causa de defunción, porque habremos de volver a ella.

Doña Ana de Peñalosa, dirigida espiritual del santo y destinataria de la «Llama de amor viva», es quien planifica la remoción del cuerpo del convento ubetense donde yacía enterrado. La devota viuda, a quien san Juan dirige la última carta que escribe en vida, tenía concertado con el padre Doria, General de la Orden Carmelitana que, dondequiera que muriese san Juan, su cuerpo sería trasladado a Segovia. Quería que descansara en el monasterio que había fundado en su ciudad natal junto a su hermano, el oidor del Consejo Real don Luis de Mercado. 

Naturalmente, la empresa no sería sencilla, dada la entendible oposición de la ciudad de Úbeda a rendir sin más la reliquia del cuerpo del santo Padre. Pero, al morir el entonces beato, doña Ana hizo las diligencias pertinentes con el Padre Fray Nicolás de Jesús María, Vicario General de la Reforma, para que llevaran discretamente el cuerpo a su Segovia natal (Rodríguez Marín 1949).

El traslado secreto iba a ser llevado a cabo a los nueve meses de muerto el Reformador, pero los interesados descubren que el cuerpo estaba «tan incorrupto, fresco y entero, y con tal fragancia y buen olor, que suspendieron por entonces la traslación, cubriéndole con cal y tierra para que más adelante se pudiese verificar sin inconveniente» (Fernández Navarrete 1819).

Ya a mediados de 1593 Medina Ceballos, el alguacil de Corte, enviado desde Madrid «con vara alta de justicia», halló que el cadáver estaba más enjuto y seco, aunque siempre «fragante y odorífero, [y] le acomodó en una maleta para mayor disimulo» al momento de sacarlo del convento (ibid.). La «maleta» aludida realmente sería una caja de madera, pero ésta «había salido [...] pequeña, y así, para que cupiese, le encogieron las piernas, con que cupo; y así lo llevaron». 

Pero la cosa no quedó ahí, porque Úbeda no se resignó al despojo y entabló pleito con Segovia. La aguda desavenencia por los restos del Reformador llega hasta Roma: en 1596 Clemente VIII expide su Breve Apostólico Expositium nobis fuit mandando que se restituya el cuerpo a Úbeda. Pese a lo explícito de su mandato, Úbeda no consiguió que le fuese restituido: aunque el Obispo don Bernardo de Sandoval y Roxas prometió exacto cumplimiento del Breve, juzgó conveniente tratar el espinoso asunto de manera amistosa. Las negociaciones diplomáticas trajeron tantas dilaciones que el hecho consumado del traslado se impuso a la larga. Úbeda se conformó con que le fuesen devueltas solo una mano y una tibia del Reformador (Pasquau 1960) (Gerald Brenan (1974) especifica que se trata de «un brazo, un pie y algunos dedos».)

II. Cervantes y los mystici majores del Siglo de Oro: santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León y san Juan de la Cruz 

Imposible que un litigio tan agrio, que llegó hasta la mismísima Roma, pasara desapercibido para Cervantes. Máxime cuando el padre de la novela moderna era un declarado admirador de los místicos españoles que fueron sus contemporáneos. A través de la Musa Calíope (Galatea, libro 6) Cervantes entona un panegírico que no deja lugar a dudas acerca de su devoción literaria por Fray Luis de León: «Fray Luis de León es el que digo, / a quien yo reverencio, adoro y sigo» (Navarro 1971). 

Otro tanto sucede con la Madre Teresa de Jesús, cuyas obras había editado precisamente el célebre agustino: a raíz de su beatificación en 1614, mientras escribe el segundo Quijote y, ya en el ocaso de su vida, Cervantes compone una canción en la que celebra, con aparente conocimiento de causa, nada menos que los éxtasis místicos de la Reformadora: ...


Aunque naciste en Ávila, se puede

decir que en Alba fue donde naciste;

pues allí nace donde muere, el justo. 

Desde Alba, ¡oh Madre!, al cielo te partiste:

Alba pura hermosa, a quien sucede

el claro día del inmenso gusto;

que le goces es justo,

en éxtasis divinos,

por todos los caminos

por donde Dios llevar a un alma sabe,

para darle de sí cuanto ella cabe

y aun la ensancha, dilata y engrandece,

 y, con amor suave 

a sí y de sí la junta y enriquece... 

(Sánchez 1990). 

Claro que, pese a que escribió poemas píos en la etapa de su cautiverio argelino pocos asuntos, en efecto, parecen más elusivos que la espiritualidad íntima del máximo novelista español. Con todo, las revelaciones místicas teresianas que Cervantes celebra en verso dejan ver que no estaba del todo ajeno a los altos misterios del alma. 

Cónsono con esta familiaridad con el mundo espiritual es el descenso de don Quijote a la Cueva de Montesinos (Quijote II: 22-24). La aventura constituye, como ha visto la crítica, una escena de carácter iniciático pese a su clima paródico. Cervantes sume al hidalgo manchego en un estado alterado de conciencia de sobretonos oníricos, y le hace descubrir que en el interior de la cueva –su propio interior– hay nada menos que un castillo de trasparente cristal. Claro que los castillos refulgentes sobran en los libros de caballerías, pero los caballeros andantes no los encuentran en un estado de introspección profunda, sino en medio del trasiego de sus aventuras. 

El alcázar de don Quijote es, en cambio, un «castillo interior», y el léxico preciso y el giro estilístico con el que lo describe remeda demasiado de cerca las palabras con las que Santa Teresa abre sus Moradas. Decía la Reformadora: «se me ofreció [el alma interior] como un castillo todo de un diamante o fino cristal, adonde hay muchos aposentos...»; y tercia Cervantes: «Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal...» (II, 23, p. 212). 

Justamente allí es donde Montesinos introduce a don Quijote, por lo que toda la extrañísima aventura psíquica ocurre, como la de Santa Teresa, en el interior de un castillo de cristal. La aparente parodia del célebre símbolo teresiano constituye un extraño homenaje que Cervantes rinde a la santa. Insisto en el diálogo intertextual con la Madre Reformadora porque un poco más adelante, tras las paredes de cristal del castillo, don Quijote vislumbra una extraña procesión. Belerma encabeza el desfile de unas doncellas todas vestidas de luto. La dama encantada que dirige el séquito viste tocas blancas tendidas y largas y lleva en las manos una reliquia –el corazón amojamado de Durandarte– mientras canta lamentables endechas junto a sus doncellas. Parecería una procesión conventual, solo que las tocas de las extrañas «monjas» se han tornado en siniestros turbantes turquescos en el espacio encantado de la cueva. Por más, el rostro de Belerma, una mujer ya entrada en años, cejijunta, algo chata, de labios colorados, color quebradizo y grandes ojeras, podría evocar el retrato que Fray Juan de la Miseria hace de Santa Teresa en 1576, cuando ella ya tenía 61 años. 

Cuenta la leyenda que, tras ver el lienzo, la santa se lo reprochó ásperamente al autor.

-«¡Dios os perdone, Fray Juan, que ya que me pintaste, podrías haberme sacado menos fea y legañosa».

Lo cierto es que en la obra se aprecia el rostro de una fémina madura, de color quebrado, cejas particularmente espesas, labios colorados y ojeras. No nos extrañe tanta irreverencia, la transformación de la mística en picaresca por parte de Cervantes puede parecer irreverente, pero nos deja ver que el novelista no limitó el género paródico a los libros de caballerías (Gaos 1979: 74). 

Si bien ya desde los estudios de Américo Castro (1925/1972) asumimos que Cervantes estaría enamorado del género caballeresco que tanto parodió –nadie lee con tanto apasionamiento y pormenor un género que lo aburre– no es difícil tampoco entender que detrás de estas parodias religiosas late un afecto inconfesado, una admiración equívoca. Acaso, también, una nostalgia espiritual mal disimulada. 

Posiblemente, los textos de San Juan, que circulaban manuscritos, como los de Fray Luis, llegaron a la atención de Cervantes. Aunque la obra del Reformador vio la luz en 1618 (por cierto, con la exclusión del «Cántico»), era costumbre habitual hacer copias de los escritos de San Juan para que fuesen distribuidos a los conventos Descalzos (Brenan 1973). 

Es también posible que los manuscritos –o la noticia acerca de su contenido– hubiesen llegado a manos de Cervantes a través de su hermana mayor, Luisa de Belén, quien fue monja en Alcalá de Henares, donde san Juan fue Rector (Cannavagio 1987). Lo cierto es que las alusiones obsesivas del novelista al léxico encriptado de la noche oscura parecerían delatar un conocimiento algo preciso de la obra sanjuanística. Ahí están los minuciosos estudios de Vicente Gaos (1971) y de Arturo Marasso (1954), que descubren las huellas del vocabulario nocturno de San Juan en la salida que don Quijote hace de noche en busca de aventuras en el capítulo II de la primera parte. ¿Se trata de la salida de un caballero espiritual que emprende una peregrinatio animae en busca de Dios? Don Quijote, como veremos, da muestras de tener noticia de esta caballería nocturna a lo divino. Incluso considera Gaos que la impronta léxica nocturna del Reformador también está presente, aunque de manera paródica, en el encuentro de Maritornes con el arriero, que acontece justamente en medio de una noche oscura. 

Alberto Sánchez (1990), haciéndose eco de la tesis pionera de Martín Fernández Navarrete (1819), considera que más que estos paralelos estilísticos y formales, importa en el Quijote el recuerdo del suceso histórico post mortem del fraile carmelita, trasladado de Úbeda a Segovia en 1593 al que nos referimos. Iffland, en su citado ensayo de 1995, lleva a cabo un estudio textual pormenorizado que hila definitivamente la escena del traslado del «cuerpo muerto» con el vocabulario técnico de la «Noche oscura» de San Juan de la Cruz, de forma explícita y muy correcta; prueba de un buen conocimiento.

Cervantes rozaba lo impropio y aun lo sacrílego. Arriesgaba, incluso, la posibilidad de caer en sospecha de heterodoxia. Es que por aquellos años no era fácil aludir a san Juan de la Cruz, que fue impugnado incluso post mortem por los paralelos que guardaban sus escritos con el movimiento alumbrado: basta recordar que seguidores muy cercanos del fraile mantienen en estricto silencio el nombre del autor de los poemas que citan. 

Fray Agustín Antolínez (1554-1626) comenta el «Cántico», la «Llama» y la «Noche» sin mencionar a San Juan y todavía los sanjuanistas –Dom Philippe Chevalier, Ángel Custodio Vega, Jean Krynen, entre otros– debaten la extrañísima omisión. Omisión que repite Sor Cecilia del Nacimiento (1570-1646), monja carmelita vallisoletana cuyas «Liras de la transformación del alma en Dios», comentadas en dos tratados, delatan enseguida la imitación de San Juan de la Cruz. Como fray Agustín, la monja jamás menciona a su mentor poético. Todos corrían peligro de incriminarse, como bien supo el «heresiarca» Miguel de Molinos, que silencia a su vez el nombre del «doctor de las nadas» al que tanto debía su pensamiento contemplativo. 

Es pues probable que Cervantes supiese que hollaba terreno difícil al irrumpir en el espacio sagrado pero henchido de peligros de la escritura sanjuanística. Pese a su discreción literaria, Cervantes, como otrora Molinos, fray Agustín Antolínez y sor Cecilia, no dudó en establecer un diálogo encubierto con el Reformador del Carmelo en el episodio del «cuerpo muerto». 

Las repeticiones obsesivas y aparentemente innecesarias del vocablo noche delatan una cita literaria consciente, no empece pueda tener sobretonos paródicos. Difícil pensar que Cervantes, con tanto martilleo verbal del leit motiv nocturno, nos estuviera indicando nada más que la hora del calendario en la que comienza la aventura de los «encamisados» que llevan la litera enlutada. 


El novelista parecería remedar la particular factura textual de la «Noche oscura», en la que san Juan, al repetir una y otra vez la voz «noche», nos indica que alude a un símbolo místico técnico, no tan solo al simple final del día. Por más, la voz aventura, que puntea el pasaje cervantino, remeda fonéticamente la ventura con la que la Amada juancruciana inicia su recorrido nocturno en busca de aquel Amado que tan bien se sabía. Por cierto que el júbilo del poeta de Fontiveros –dichosa ventura, noche dichosa, noche amable más que el alborada– parecería quedar parodiado –o acaso mejor, contrastado– con el «horror y espanto» que sienten los personajes cervantinos al sumergirse en las tinieblas. Sancho tiembla como un azogado y como «quien tiene frío de cuartana» (I, 19) ante un escenario extraño que ambos personajes tienen por sobrenatural, porque el conjunto de los enlutados con hachas encendidas, orando quedamente, les recuerdan la «estantigua», es decir, un cortejo de almas que andan de noche por el bosque. 

A don Quijote, que se le erizan los cabellos de la cabeza, se le antojan «satanases del infierno». 

Iffland (1995) observa, de otra parte, cómo el narrador cervantino subraya la oscuridad envolvente de la noche cervantina: «la noche se cerró con alguna oscuridad»; «era la noche, como se ha dicho, escura...»; «las tinieblas de esta noche»; «la oscuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna...». Con sobrada razón, concluye el estudioso que «Esta es de lejos la noche más oscura de toda la obra, incluida la segunda parte.» (Iffland 1995). 

Como era de esperar, también San Juan insiste en lo cerrado de su Noche: la Esposa itinerante va a ciegas, sin mirar cosa y sin ser vista por nadie. Solo que, paradojalmente, se deleita en lo espeso de las tinieblas. El black hole -agujero negro-, nocturno cervantino se encuentra tachonado de luces ultramundanas que lo hacen amenazante. «Una gran cantidad de lumbres que no parecían sino estrellas que se movían» (I, 19, p. 229) puntean la oscuridad espesa y paralizan de miedo al amo y al escudero. 

Las «lumbres» se le asemejan «fantasmas» a Sancho, pero no hay que olvidar que el término se asocia también con la secta de los alumbrados, condenada por el Santo Oficio. Es obvio que las extrañas centellas flotantes vuelven a remitirnos al poema de la «Noche oscura»: «sin otra luz ni guía / sino la que en el corazón ardía». 

San Juan alude a una extraña luz sobrenatural que está suspendida en el interior del alma de la Esposa nocturna, que la guía hacia sí misma en un imposible camino circular y místico. 

Pero Cervantes no solo parecería aludir a la misteriosa lumbre que convierte la «Noche oscura» de San Juan en un prodigioso claroscuro al modo de Rembrandt, sino a la experiencia del traslado histórico del cuerpo del santo. Las «hachas encendidas» de los encamisados cervantinos que llevan al «muerto caballero» a campo traviesa, también las llevarían los guardias del cuerpo de san Juan para alumbrar el camino a Segovia. 

Pero, no hay que olvidar el paralelo más significativo de todos: las «luces muy brillantes» que rodeaban, suspendidas, el pequeño féretro improvisado, según testimonia el conductor de los restos del fraile de Fontiveros. También, aquella medianoche histórica estuvo aureolada de centellas sobrenaturales, y los contemporáneos lo habrían comentado. 

Las particulares incidencias de la aventura nocturna de don Quijote –una de las pocas donde sale victorioso– apunta al hecho de que el episodio entero constituye una reflexión sobre temas religiosos y eclesiásticos. Incluso, sobre temas místicos. Ya sabemos que el hidalgo, desafiando los miedos de la noche veladores, confronta con sus preguntas, lanza en ristre, a los enlutados del cortejo fúnebre. Entiende que alguien ha matado al «caballero» que traen, por lo que el desaguisado requiere venganza caballeresca; o bien, que los mismos encamisados son autores de algún tuerto que necesite castigo. El enlutado «caballero» principal pica su montura para seguir adelante y evadir al impertinente desconocido, pero la mula era «asombradiza» y da con él en el suelo. 

Don Quijote, encolerizado al no tener respuesta puntual a sus preguntas, arremete con su lanzón al séquito, pero los encamisados eran gente medrosa y desarmada, por lo que huyen con sus hachas encendidas por doquier, dibujando un simbólico cuadro carnavalesco de máscaras, bajtiniano avant la lettre

Pero la escena adquiere enseguida sobretonos eclesiásticos que la hacen inquietante: don Quijote ha entablado batalla nada menos que con sacerdotes, y ahora apunta «sacrílegamente» con su lanzón al bachiller Alonso López –contrapartida del histórico alguacil de corte Juan de Medina–, que yace en el suelo con una pierna quebrada. Curiosa herida: de una lesión infecciosa en su pierna izquierda, muere el fraile de Fontiveros. 

El bachiller, que tiene órdenes sagradas, explica a don Quijote que llevan al «caballero», que ha muerto en Baeza, a enterrar a Segovia. Cervantes no ha querido aludir directamente a Úbeda, por lo que sitúa la defunción en la cercana Baeza. Llama la atención, el hecho de que Alonso López para referirse al muerto que llevan en la litera: le trata de «caballero». 

Sería posible pensar que fuese otro sacerdote más, pues iba custodiado solemnemente por una comitiva de ellos. Pero no: al ser «caballero», se hermana de súbito con el hidalgo manchego, hijo de la caballería andante. 

Ante las insistentes preguntas de don Quijote, que arde en deseos de vengar la muerte de su novel alter ego muerto, López le informa que nadie ha matado al tal caballero, pues ha fallecido de unas «calenturas pestilentes» (I, 19, p. 233). Como se sabe, de esas mismas «fiebrecillas» murió san Juan de la Cruz, víctima de lo que hoy sospechamos sería septicemia, una infección extendida desde la pierna al resto del cuerpo. 

La información paraliza a don Quijote: «habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar». Contra Dios no hay batalla posible, por caballeresca que sea.

El bachiller aprovecha para advertir a don Quijote que había quedado descomulgado «por poner manos violentamente en cosa sagrada» (I, 19, p. 235)15. Le cita en latín las disposiciones de Trento para tales casos, y, sorprendentemente don Quijote dice no saber latín, cuando en otras ocasiones sí da muestras de conocerlo. 

Estamos ante un indicio de la creciente «sanchificación» que padece en esta aventura. En esa misma línea espesa y paródica, y sirviéndose de una casuística eclesiástica bufa, el hidalgo argumenta a su interlocutor que no le había puesto la mano encima, sino el lanzón. Quizá el hidalgo sospeche que haya ido demasiado lejos en su sarcasmo casuístico, porque enseguida protesta de su catolicismo ortodoxo. Sus exageradas declaraciones no parecen, sin embargo, convincentes. Don Quijote jamás ha pisado un templo y aunque se encomienda a Dios y a Dulcinea antes de acometer algunas de sus aventuras más desmedidas, no es un caballero realmente piadoso: no lo vemos rezar fervorosamente ni buscar consejo espiritual como hace su héroe Amadís. La espiritualidad que exhibe don Quijote en esta escena realmente, no será de corte ortodoxo –eso queda sometido a parodia– sino que incide en algo mucho más profundo: un enfrentamiento con lo sagrado. 

A todo esto, Sancho, fiel a su célebre apetito, ha aprovechado para desvalijar las generosas provisiones de una acémila de repuesto que traían los sacerdotes. El dato carnavalesco hace pensar a Iffland (1995: 254) que se trata de una sátira contra los primeros seguidores de la Reforma Carmelita, que habían traicionado el ascetismo de su maestro Fray Juan de la Cruz. ¿Estará don Quijote vengando al santo y defendiendo la Reforma del Carmelo al suo modo? ¿«Libera» el hidalgo manchego a San Juan, «prisionero» de una Iglesia atrincherada en la tradición y dada al exceso? ¿Ofende al alma «erasmista» del hidalgo el tráfico del cuerpo convertido en reliquia? Todo puede ser.

 III. Los sobretonos caballerescos del episodio del «cuerpo muerto». 

Cervantes ante la caballería andante espiritual 

a. Las novelas de caballerías tradicionales 

Hasta ahora nos hemos extendido en el diálogo intertextual de Cervantes con los versos nocturnos de San Juan de la Cruz y con el traslado histórico de sus restos a Segovia, pero ya desde hace mucho la crítica se ha detenido también en los estrechos paralelos que guarda la aventura del capítulo XIX con el género de las novelas de caballería. 

Diego Clemencín (1947) sigue a Fernández Navarrete (1819), el primero en apuntar la posibilidad de que el traslado secreto del cuerpo de San Juan, había inspirado la aventura cervantina del capítulo XIX, pero también destaca el posible diálogo intertextual que Cervantes sostiene con los capítulos LXXVI y LXXVII del Palmerín de Inglaterra, el CXXVII del Amadís de Gaula y el XLIII de la parte tercera de la Crónica de don Florisel de Niquea

Cuando abrimos las páginas del Palmerín en el capítulo LXXVII, «De lo que aconteció a Floriano del Desierto en aquella aventura del cuerpo muerto de las andas» (Palmerín 2012), las primeras semejanzas saltan a la vista: el título de la aventura, como la de Cervantes, alude a un «cuerpo muerto». Floriano del Desierto, hermano de Palmerín, vagando por despoblado ve venir unas andas cubiertas con un paño negro que cubría a un muerto llevado por tres escuderos que hacían gran llanto. 

Al levantar el paño enlutado descubre el cuerpo yerto de un caballero lleno de sangrientas heridas y quiere saber –tan curioso como don Quijote, pero menos violento– de quién era el cadáver que transportaban. Enseguida se entera de que se trata de Fortibrán el Esforzado, cuya muerte a traición por cuatro caballeros había quedado sin venganza. Es una buena ocasión para que Floriano acometa la hazaña de vengarlo; la misma gesta heroica que don Quijote hubiera querido emprender a favor de su «muerto caballero». La crítica ha advertido lo significativo de los nombres de los caballeros del Palmerín: «el Esforzado» y, sobre todo, «Florián del Desierto», que acaso Cervantes asociara con el ascetismo de los frailes Descalzos, que meditaban con «esforzada» valentía espiritual en lugares «desiertos» (Iffland 1995: 247). 

Claro que el «muerto caballero» cervantino permanece innombrado, como cumple a la discreción que los contemporáneos guardaron con los asuntos de Juan de la Cruz. Menos acusadas son, en cambio, las posibles semejanzas de la escena del Quijote que venimos asediando con la novela de Florisel de Niquea. 

En el capítulo XLIII de la Tercera Parte topamos con una extraña procesión que lleva en andas otro difunto: «...unas andas que cuatro caballos llevaban en que iban cuatro enanos. Las andas iban cubiertas de un tapete [...] y delante de las andas dos fuertes jayanes iban de todas armas armados y detrás de ellos doce caballeros de la misma suerte». Es obvio que esta procesión de seres físicamente desproporcionados parecería guardar menos relación con la aventura del Quijote, aunque al lector avisado de las caballerías andantes le repercutirían en la cabeza la anomalía física de los acompañantes del cuerpo muerto en traslado. ¿Se trata de otra broma intertextual bufa de Cervantes contra los sacerdotes enlutados camino a Segovia?

Cabe insistir en que tanto esta escena de Florisel como la ya citada del Palmerín ocurren a plena luz del día, mientras que la del «cuerpo muerto» cervantino se distingue precisamente por su atemorizante oscuridad nocturna. 

En este sentido es de interés otra fuente que esgrime Arturo Marasso (1954) para la escena anochecida del Quijote: la Eneida traducida al castellano por Hernández de Velasco, autor muy leído por Cervantes. Ahora sí se trata de un doloroso camino en medio de la «muda noche» a lo largo del cual desfila, con hachas encendidas, la triste procesión fúnebre del recién muerto Turno, organizada por Eneas (Sánchez 1990). Difícil no dar la razón a Alberto Sánchez (1990: 21), que concluye que en el texto del Quijote se recogen inequívocamente tanto rasgos que proceden del mito caballeresco como pormenores que concurren en el suceso histórico del traslado del cuerpo de san Juan de la Cruz a Segovia, que enfervorizó la cristiandad de la época. 

Cervantes, en efecto, parece establecer un diálogo simultáneo con la vida y la literatura de San Juan y a la vez con los libros de caballerías, logrando una amalgama literaria que dota de una complejidad especial la aventura del «cuerpo muerto». Los dos diálogos intertextuales coexisten, geminados armónicamente por el genio de Cervantes. Ahora bien: los estudiosos, con excepción de Iffland, que lo hace con brevedad (Iffland 1995), no se han detenido en otra coincidencia decisiva que acentúa la riqueza literaria de la escena nocturna de Cervantes: el género de la caballería espiritual. También con ella –y sobre todo con ella– dialoga Cervantes.

b. El caso de la caballería espiritual: una fuente obligada para el capítulo XIX del Quijote.

Aparición de San Juan en Segovia, después de su muerte, a una religiosa gravemente enferma. Grabado de 1890.

Cuando las novelas de caballería copan el mercado editorial español a principios del siglo XVI, ya aparecen las primeras reacciones contrarias a este género tan rico en fábula: la caballería espiritual Herrán Alonso (2005). Ejemplo representativo de estos primeros libros píos renacentistas es el Libro de la Cavallería cristiana (h. 1551), que el franciscano Jaime de Alcalá escribe con propósito edificante, pues su héroe es ahora un caballero cristiano de virtudes modélicas. Claro que el ideal del caballero paradigmático, ajeno a los excesos sexuales de Tirante el Blanco o a la moralidad laxa de Amadís, ya era previa en la Península. Cabe recordar el itinerarium sacri amoris que constituye el Blanquerna de Raimundo Lulio, donde está inserto el delicado Libro del amigo y del amado que el beato mallorquín escribió en imitación de los morabitos sufíes. 

En estas obras Lulio refleja sus propias experiencias eremíticas y aún mucho de sus intuiciones místicas. Contamos también con su Libro de la Orden de Caballería, donde asegura que el «ofici de cavaller és de mantenir e defendre la santa fe católica» (Lulio 1936). 

Importa tener presente también el caso del Caballero Cifar, considerado como el primer libro de caballería español, redactado en la primera parte del siglo XIV por un autor que aún nos resulta incógnito, pero que, como Lulio, muestra cierto conocimiento de la tradición islámica de la caballería espiritual. Ya el prólogo de la obra delata su perfil piadoso: «...el cual caballero hubo de nombre Cifar de bautismo, y después hubo nombre de Caballero de Dios, porque se tuvo él siempre con Dios y Dios con él en todos los hechos...» (Cifar 1960). Aunque hay estudiosos que clasifican al Cifar como un «libro de caballerías a lo divino», Felicidad Buendía difiere de dicha clasificación, que realmente agrupa las obras renacentistas piadosas que se oponen a la moral disipada y a la imaginación demencial de los libros tradicionales de caballería (Buendía 1960). Buendía sospecha, eso sí, que Cervantes debió leer en su juventud el Cifar, a la luz del carácter práctico y la manera de expresarse de Ribaldo, que parecería constituir un anticipo de las llanezas de Sancho Panza. 

A medida que la oposición a los libros de caballería se hace más virulenta en el siglo XVI por parte de los moralistas que las consideraban excesivas, inútiles, vanas y de dudosa moral, se sigue potenciando el género caballeresco edificante. Pese a lo abundante de este nuevo género contestatario, la caballería espiritual dista mucho de estar estudiada a fondo. Tanto así, que Enric Mallorquí Ruscalleda (2016) considera que constituye «uno de los capítulos más olvidados y oscuros de la literatura española». Jorge Checa (1988), sin embargo, da «la señal de salida al estudio del género» en 1988 (Mallorquí Ruscalleda 2016: 374) con su estudio en torno al Caballero del Sol de Pedro Hernández de Villaumbrales. A partir de ahí los estudios que se ocupan de la caballería espiritualizante comienzan a proliferar gracias a las aportaciones de estudiosos como Estrella Ruiz-Gálvez Priego, Pierre Civil, Pedro Cátedra, Emma Herrán Alonso, entre otros. 

Hoy contamos con un corpus representativo de la producción de esta caballería «a lo divino» renacentista, que de seguro irá creciendo en el futuro con nuevas ediciones y estudios. Vayan como botón de muestra algunos títulos sobresalientes tanto de ediciones españolas como de las traducciones al castellano. Vale recordar, en primer lugar, el ya citado Libro intitulado 

Peregrinación de la vida del hombre puesta en batalla debaxo d’los trabajos que sufrió el Cavallero del Sol (1552), de Pedro Hernández de Villalumbrales; 

El caballero determinado, de Olivier de la Marche, traducido por Hernando de Acuña (1553); 

El Libro de caballería celestial del pie de la Rosa Fragante (Amberes, 1554); 

El libro del caballero cristiano, de Juan Hurtado de Mendoza (1570- 1577?); 

La Batalla y triunfo del hombre contra los vicios, de Andrés de la Losa (1580); 

El pelegrino de la vida humana (Toulouse, 1490) y la Historia y milicia del caballero Peregrino, conquistador del Cielo (1601), de Fray Alonso de Soria. 

Algunas de estas narraciones están pensadas a manera de epopeyas espirituales protagonizadas por fuerzas abstractas, para que fuesen comprensibles al cristiano no letrado: en esta línea contamos con el citado Pelegrino de la vida humana, que constituye el viaje iniciático de un peregrino andante a quien asiste la bella dama Gracia de Dios, que lo arma Caballero de las Virtudes.

Esta milicia espiritual ficcionalizada guarda relación de parentesco con la tradición literario-doctrinal del homo viator y de la peregrinatio animae (Herrán Alonso: 2007). También se relaciona con los antiguos relatos artúricos y la búsqueda del Santo Grial, en tanto que mundo perdido, y aun con el símil ascético de la montaña ascensional.

Bernardo de Claraval. MNP

Estos motivos temáticos nos remiten a obras previas al género renacentista de la caballería a lo divino, como Las glorias de la nueva milicia, de Bernardo de Claraval, la Divina Comedia de Dante y el Enchiridion o Manual del caballero cristiano de Erasmo. Por cierto. que los peninsulares sobresalieron en la confección de manuales de espiritualidad bélica: recordemos a Fray Luis de Granada, a Fray Alonso de Madrid, a Francisco de Osuna, incluso a San Juan de la Cruz, cuya Subida del Monte Carmelo quedó endeudada con la Subida al Monte Sión de Bernardino de Laredo. 

Acaso el ejemplo más representativo de esta milicia mística lo constituya san Ignacio de Loyola, soldado espiritual que, como santa Teresa, fue un ávido lector de novelas de caballería. Como ella, sabría bien que no era difícil «tornarlas a lo divino» y aplicarlas a la peregrinación heroica de sus propias almas. Aun encontramos en España los ecos de la tradición literaria de estos arriesgados peregrinos de los senderos espirituales en obras moriscas como Las coplas del alhichante (=peregrino) de Puey Monzón, que describe el relato de la peregrinación a la Meca y su sentido trascendente. El ejemplo cimero del género es el Tratado de los dos caminos que un anónimo morisco refugiado en Túnez redacta a principios del siglo XVII. El protagonista u homo viator de la larga novela alegórica ha de elegir entre dos simbólicos caminos bifurcados: el de la virtud, lleno de abrojos y dificultades, y el deleitoso de la perdición (Galmés/Vilaverde/López-Baralt 2005).

Aunque aún está por estudiar la relación del motivo temático de la peregrinación del alma con la novela de caballería a lo divino (Mallorquí-Ruscalleda 2016), no cabe duda que nos encontramos ante unos géneros literarios que tienen mucho en común. Tanto así, que Dámaso Alonso (2008: 224) no dudó en afirmar que «España vive en el siglo XVI un ambiente caballeresco a lo divino». 


IV. Cervantes ante la caballería espiritual nocturna de san Juan de la Cruz 

Difícil pensar que la noticia de esta vasta literatura caballeresca espiritual escapara a la atención de Cervantes. Por lo pronto, sabemos que conoció de cerca el socorrido leit motiv de la peregrinatio animae porque tanto él como Lope, autor del Peregrino en su patria, experimentó con la peregrinación amorosa de sobretonos religiosos que caracterizó a la novela bizantina. 

Su Persiles y Segismunda póstumo, de línea contrarreformista, describe el peregrinaje de los dos protagonistas enamorados que van desde las islas septentrionales (léase, protestantes), de donde son oriundos, hasta la Roma papal, donde contraen nupcias canónicas «legítimas». Pero el padre del Quijote da muestras de estar aún más familiarizado con el género caballeresco espiritual. 

En el capítulo 8 de la segunda parte del Quijote el hidalgo manchego medita con Sancho sobre su papel como caballero andante, y deja en claro que los caballeros que se precian de serlo de veras deben buscar la gloria eterna más que la fama mundana: «...los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este precedente y acabado siglo se alcanza» (II, 8, p. 96). 

De repente, don Quijote, que no se ha mostrado excesivamente pío a lo largo de sus aventuras, parece cerrar filas con una devoción espiritual más cónsona con la del Caballero Cifar o la del Caballero del Sol. O la del «caballero» muerto san Juan de la Cruz. No olvidemos que el episodio del «cuerpo muerto» versa precisamente sobre el traslado de una valiosa reliquia corpórea y que la conducta libertaria y laica del hidalgo ha quedado asociada por la crítica con posiciones «erasmistas» de signo contrario (Bataillon 1966). 

Cuando el hidalgo manchego toca puntos de religión con Sancho suele entrar, como era de esperar, en terreno espinoso, y así sucede cuando platica con él sobre el tema de la veneración a las reliquias de los santos. Claro que no nos extraña escuchar a Sancho, con sus «cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo» defender la posición eclesiástica tradicional: «...estas prerrogativas, [...] tienen los cuerpos y las reliquias de los santos, que, con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama» (II, 9, p. 98). 

Sancho ilustra sus palabras refiriéndose a la beatificación o canonización «de dos frailecitos descalzos cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas...» (II, 9: p. 98). Por lo que concluye: «Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero» (ibid.). 

Ante esta verdad ética, no hay otra: Sancho invita a don Quijote a canjear su oficio caballeresco por el religioso, aconsejándole que «nos demos en ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos» (ibid.). El labriego parecería aquí constituirse en portavoz de la Iglesia contrarreformista: es amigo de reliquias –curiosamente, de las pertenecientes a «frailecitos descalzos» como el pequeño Senequita de santa Teresa–, cuya veneración garantizaba bendiciones de todo tipo. Pero lo más significativo del caso es que el escudero lanza al caballero andante un reto inesperado: lo convoca a ser santo. A elevar su caballería andante a las más altas cimas en el orden del espíritu. Este es un desafío de tal magnitud que don Quijote, por valiente que sea, sabe que es incapaz de acometer. Y se declara vencido de antemano, admitiendo a Sancho su más íntima verdad: «no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria» (II, 8: 98-99). 

Sancho no se da por vencido y le responde que hay más frailes que caballeros andantes en el cielo. Advirtamos que sigue insistiendo en el término religioso de «fraile» en lugar de «sacerdote»: seguro que el escudero, que a menudo tenía sus ribetes de sensatez, sabría bien por qué hacía su sutil distingo. Don Quijote, que siempre solía tener la última palabra en los intercambios verbales con su criado, concluye: «Muchos son los [caballeros andantes], pero pocos los que merecen el nombre de caballeros» (II, 8: 98-99, suplo el énfasis). Imposible olvidar que siempre se alude al «cuerpo muerto» del capítulo II, 9 como «caballero». No solo así lo llama don Quijote, como era de esperar, sino también el bachiller Alonso López, que dirigía su escolta fúnebre. Distingue pues entre su propia condición de ungido con primeras órdenes y la del difunto que lleva escoltado, de condición «laica» aunque socialmente elevada. Curioso que sean clérigos quienes trasladen el cuerpo de un caballero: el texto nunca aclara la incongruencia. 

Pero es, que quienes aluden al difunto como «caballero» llevaban razón. Así precisamente se autodenominó el propio fraile de Fontiveros, que admite en sus glosas a la «Noche oscura» haber combatido como caballero en «aquella guerra de la oscura noche» (2N 24, 2; I, p. 61326). San Juan, como don Quijote, combate pues en medio de la noche. 

Es oportuno recordar que la discusión frailuna y caballeresca que sostienen el hidalgo y su escudero y que acabo de citar se da en el contexto de una búsqueda, curiosamente nocturna, de lo sagrado e imposible: encontrar a Dulcinea en el Toboso. Dar con el sueño trascendente en medio del oscuro mundo corpóreo. No sé si por azar, esta aventura, como la del «cuerpo muerto» del enigmático caballero, ocurre en medio de una noche oscura. Y, exactamente como el traslado histórico de los restos a Segovia, la aventura del Toboso tiene lugar en la medianoche: «Media noche era por filo» (II, 9. p. 99), anuncia solemnemente el narrador al inicio del capítulo próximo, sirviéndose del primer verso del «Romance del Conde Claros de Montalbán». Tampoco sé si por azar, los dos caminos nocturnos quijotescos desembocan en un choque con la Iglesia: «Con la iglesia hemos dado, Sancho», exclama tajantemente don Quijote (II, 9, p. 100). Y aunque sabemos que ha dado con el edificio del templo del Toboso, sabemos que se ha estrellado contra mucho más: contra el andamiaje dogmático de la endurecida institución eclesiástica de su época, que en el capítulo IX representaban los sacerdotes enlutados duchos en casuística y portadores de generosas alforjas. 

San Juan de la Cruz era, sin embargo, otro tipo de eclesiástico, con el que Cervantes pudo haber simpatizado instintivamente. Fue un disidente marginado que, como su mentora, Santa Teresa, combatió cual esforzado caballero en sanear las estructuras monacales de su época y acercarlas a la vida ascética y, sobre todo, a la contemplación más pura. Algo de ello sabría Cervantes cuando «venga» al santo frailecito de sus guardianes, que eran glotones, cobardes y ortodoxos en demasía: los propios «seguidores» ficcionalizados de san Juan habrían traicionado la Reforma y toda la heroica pureza espiritual que ella implicaba. Acaso Cervantes se venga también, muy en la línea de Erasmo, de aquellos que se llenarían de gloria por la posesión de la reliquia del cuerpo muerto del santo, que finalmente fue, como se sabe, despedazado para que ambas ciudades, Úbeda y Segovia, se pudieran jactar de tener su parte. 

Ya dije que san Juan de la Cruz, muy en la línea de la caballería espiritual, se había declarado «caballero combatiente». Ahora bien, contrario a don Quijote, el suyo es un combate místico ad intra, que ocurre en el hondón interior del alma. Se enfrenta en la noche oscura de su peregrinaje con «una penosa turbación de muchos recelos, imaginaciones y combates que tiene el alma dentro de sí» (2N 9, 7; I, p. 555). Para defenderse, el alma del caballero itinerante se atrinchera dentro del simbólico castillo interior de su espíritu inexpugnable, lleno de cercos y murallas protectoras, y desde allí sostiene la alegórica lucha contra el demonio enemigo del alma, que en el «Cántico espiritual» llama enigmáticamente «Aminadab». Este espíritu del mal queda vencido en la apoteósica lira final del poema, donde, una vez más, san Juan pinta la lucha interior a manera de un combate caballeresco al estilo de san Gregorio y, sobre todo, de los sufíes magrebíes que tan profundamente habían inspirado a Raimundo Lulio: «Que nadie lo miraba / Aminadab tampoco parecía / y el cerco sosegaba / y la caballería / a vista de las aguas descendía». 

Cuando el poeta alude al cerco del castillo, que «sosegaba», indica que las pasiones y apetitos del alma han quedado vencidos, y ya no la combaten «de una parte y otra» («Cántico» B: 40, 4; II, p. 254). La caballería guerrera, de otra parte, «desciende» –es decir, se sosiega, se oblitera, se desvanece– a vista de las purísimas aguas del alma en el estado de la unión total con Dios («Cántico» B, 40, 5; II, p. 255). Nadie osa entrar en el espacio sagrado del éxtasis transformante: lo supo también santa Teresa, que declaró inexpugnables los últimos castillos de sus simbólicas Moradas. Cuando el poeta alude en su «Noche oscura» al «aire del almena» –insistiendo en otro término asociado a los castillos fortificados– vuelve a sugerirnos que el alma se encuentra a salvo en lo interior de su simbólico castillo fortificado, aspirando el «aire» de la alta noticia de Dios. Como se sabe, el «aire» o «aliento» es leit motiv común a todas las espiritualidades para la representación de la experiencia fruitiva del Todo: el Logos, el aliento, el Espíritu, el pneuma, la prana, el ruah de los contemplativos judíos, el ruh de los sufíes. Al final de la «Noche», queda pues indicado que ya nadie puede combatir el alma ni mucho menos vencerla, pues es una con Dios. 

La caballería andante trascendida de san Juan de la Cruz siempre resulta victoriosa. El combate ha sido, eso sí, muy riguroso. Tanto así, que el Reformador del Carmelo lo asemeja con la batalla campal de un caballero contra un metafórico dragón o «bestia» de siete cabezas: ...con las cuales [...] hace guerra y con cada una pelea con el alma [...] Que, sin duda, si ella fielmente peleare en cada una y venciere, merecerá pasar de grado en grado y de mansión en mansión hasta la última, dejando cortada a la bestia sus siete cabezas, con que le hacía la guerra furiosa... (2S 11,10; I, p. 235).

El Reformador esboza esta alegoría de la bestia en la «Subida del Monte Carmelo», uno de los tratados con los que comenta su poema de la «Noche oscura». El combate ascético con el monstruo de siete cabezas ocurre precisamente en medio de la cerrada oscuridad en la que se da la «dichosa ventura que tuvo [el alma] en desnudar el espíritu de todas las imperfecciones espirituales y apetitos [...]. Lo cual fue muy mayor ventura, por la mayor dificultad que hay en sosegar esta casa de la parte espiritual, y poder entrar en esta oscuridad interior, que es la desnudez espiritual de todas las cosas, así sensuales como espirituales [...] subiendo por ella a Dios» (2S 2, 1; I, p. 193-1941).

En la noche oscura se oblitera el cuerpo, que queda, metafóricamente, «muerto»: recordemos que la aventura cervantina del «cuerpo muerto» ocurre asimismo en una noche cerrada. ¿Habrá llegado a oídos de Cervantes el motivo simbólico de esta batalla nocturna del valiente caballero místico en lucha interior contra una «bestia» de siete cabezas? Lo curioso del caso es que don Quijote se apropia del mismo símil del combate ascético del que se sirve san Juan cuando asegura a Sancho que el caballero andante debe matar los siete pecados capitales simbolizados por malvados gigantes. Lo que explica el hidalgo manchego a su escudero delata un conocimiento pormenorizado de la ascética caballeresca: Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud de ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros (II: 8, pp. 96-97). 

Don Quijote parecería querer modelar su caballería combatiente «a lo divino» enarbolando su espada contra los siete pecados capitales. No olvidemos, a todo esto, que, como san Juan, guerrea ascéticamente –o sueña con hacerlo– en la oscuridad de la medianoche. No se trata de una contienda fácil, ni para don Quijote ni para san Juan. El Reformador, caballero andante nocturno, confiesa que «profunda es esta guerra y combate, porque la paz que espera [el caballero combatiente] ha de ser muy profunda» (2N 9, 9; II, p. 555). 

El miedo cerval que atenazó a don Quijote y a Sancho cuando ingresaron en lo profundo de la noche para toparse con el «cuerpo muerto» no le fue tampoco ajeno a san Juan, que interpreta los «miedos de la noche veladores» del «Cántico» como las emociones producidas por los demonios contra los que guerrea el alma: «porque con [estos miedos] el demonio procura difundir tinieblas en el alma, por oscurecer la divina luz de que goza» (Cántico B: 20, 9; II, p. 142). Pero ya el alma está en quietud, y «los miedos de las noches» no pueden llegar a ella, «estando tan clara y tan fuerte y reposando tan de asiento en Dios» (Cántico B: 20, 9; II, pp. 145-146). De ahí que se desplace confiada –a oscuras y segura– por la «noche dichosa» y «amable más que el alborada». 

Esta serenidad jubilosa en medio de las tinieblas es algo que jamás le será dado a don Quijote, que atraviesa su noche con los pelos de la cabeza erizados de terror y, como veremos, asumiendo una metafórica Triste Figura.

Algo más sobre la noche oscura iniciática en la que combate san Juan de la Cruz Cumple que me refiera siquiera brevemente al complejísimo símbolo que san Juan y los místicos musulmanes llamaron «la noche oscura del alma», pues ciertos matices del célebre símil nocturno resultan de interés para la aventura quijotesca que vengo asediando. Por lo general el lector se encuentra más familiarizado con la noche espiritual en su sentido purgativo y purificador, y es precisamente la dimensión del símil místico del que más se han ocupado expertos como Evelyn Underhill (1961), William James (1925/1986) y Juan Martín Velasco (1999)31. En esta ardua etapa de la vida mística algunos contemplativos –aunque no todos– experimentan una temporada de aridez y desconsuelo espiritual casi insoportable, pero siempre inmensamente aleccionadora, porque es una etapa de crecimiento. Aquí se purgan los apetitos de la carne y la sensualidad y se fortalece la más alta vida del alma. Modernamente esta etapa se asocia –toutes proportiones gardées– (guardando todas las proporciones) con una depresión o un estado de agotamiento espiritual: el alma ha vivido de manera tan exacerbada sus experiencias extáticas que le sobreviene un estado alterno de desolación. Santa Teresa de Jesús, como san Juan, se refiere una y otra vez a los tormentos y a las dudas que acontecen en esta difícil etapa del itinerario místico. Pero san Juan sabe bien de la utilidad que tiene la experiencia nocturna purificadora: «en medio de estas oscuridades es ilustrada el alma» (2N 13, 1; I, p. 568), asegura en la «Noche oscura», y añade en la «Subida del Monte Carmelo» que «aquí las llamamos [a las purgaciones o purificaciones del alma] noches, porque el alma, así en la una como en la otra, camina como de noche, a oscuras» (1S 1, 1; 1S 1, 4 p. 142). 

Es dentro de los parámetros purificadores de esta «noche espiritual» como hemos de entender el combate ascético caballeresco que tanto san Juan como don Quijote emprenden de noche contra la bestia de los siete pecados capitales. 

No deja de ser curioso que don Quijote, en una de las poquísimas batallas caballerescas en las que ha triunfado fácilmente sin ni siquiera quedar apaleado, exhiba ante Sancho tan mal semblante. Ni se jacta de su triunfo, ni lo celebra. El «cansancio desde combate» parece haber minado su alma y ese abatimiento entristecido se refleja metafóricamente en su semblante. Ya sabemos que no ha sido un combate cualquiera: el hidalgo manchego ha hollado el delicado terreno de la caballería espiritual y dirime asuntos inconfesados de su propia alma interior. Se está midiendo contra el misterio de la Trascendencia. Don Quijote asume con mansedumbre su nueva identidad. Como se sabe, los antiguos caballeros tomaban sus apelativos de sus victorias bélicas –así, recibían sobrenombres como «el de la Ardiente Espada», «el del Unicornio», «el de la Muerte»–. Tan hondamente se identifica el hidalgo manchego con su estado de tristeza que promete hacer pintar en su escudo «una muy triste figura» que le sirva de emblema (I, 9, p. 234). Sancho, que asume ahora la voz cantante, lo disuade, asegurándole que con solo descubrir su rostro triste ya está dicho todo: don Quijote se representa a sí mismo, es el símbolo viviente de su propia tristeza ontológica. Pero antes que Don Quijote, también Deocliano, en el libro tercero La historia del muy esforzado y animoso caballero don Clarián de Landanís, se hizo llamar el «Caballero de la Triste Figura». Pero Deocliano no era ni desgarbado ni poco airoso, pues la pintura de su escudo lo que mostraba era una doncella de extraña belleza que en su gesto mostraba ser muy triste: «y en señal desto la una mano tenía en el corazón y con la otra limpiaba las cristalinas lágrimas que de sus hermosos ojos corría». Curioso que don Quijote asuma una identidad caballeresca de dama. Pero otro tanto hizo san Juan, porque la retórica propia de la literatura espiritual siempre se refiere al alma en género femenino. De ahí que su alter ego literario en la «Noche» y el «Cántico» sea siempre una doncella. Pero las simbólicas «doncellas» que sirven de máscara distintiva a don Quijote y a san Juan presentan características muy distintas: una es «triste» en su «figura», mientras que la otra no puede ser más feliz. «En amores inflamada» y «dichosa», como la noche que la envuelve, termina su deambular nocturno «en el Amado transformada». Comparte pues la «figura» misma de Dios, que infunde su belleza abismal a todos los seres creados: «Con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura». La «Triste Figura» no tiene cabida en este espacio místico jubiloso. Bien se lo sabría don Quijote de la Mancha. VI. 

San Juan de la Cruz, ¿espejo invertido de don Quijote? Cumple que vayamos más adentro en la espesura porque, una vez concluida la aventura nocturna, a Don Quijote se le ocurre una idea peregrina, encararse con el «cuerpo muerto» del caballero yacente en las andas. Es decir, con el «caballero espiritual» san Juan de la Cruz, el cual, hecho codiciada reliquia, conservaría, según la tradición devota, algo de la aureola sagrada propia de un santo. No es la primera vez que el manchego se mide en el espejo de sus interlocutores: imposible olvidar cuando le sostiene la mirada al loco Cardenio, su auténtico hermano ontológico. Enloquecido como don Quijote, emboscado como él por amores y con una apariencia harto maltratada, Cardenio guarda tal relación óntica con el Caballero de la Triste Figura que el encuentro resulta muy revelador. El envejecido caballero andante se dirige con gentil continente al emboscado Cardenio, y le abraza «como si de luengos tiempos le hubiera conocido. [...] El otro, a quien podemos llamar el Roto de la mala Figura –como a don Quijote el de la Triste– después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura, talle y armas de don Quijote, como don Quijote estaba de verle a él» (I, 23, p. 290). 


Queda movido a piedad y pregunta quién era el muerto caballero, que resulta ser, ya lo sabemos, Fortibrán el Esforzado. «Esforzado», ya lo sabemos, también fue el simbólico caballero combatiente san Juan de la Cruz. Parecería entonces que don Quijote, remedando a Floriano, quiere saber más acerca de la identidad del «muerto caballero». Pero ya no hay a quién preguntar, pues los sacerdotes «encamisados» han huido. 

El hidalgo se dispone pues a mirar el cuerpo del caballero, como si quisiera medirse con su dueño y reconocerse en su simbólico espejo caballeresco. Requiere mucha valentía asumir esta aventura en el orden del ser, pero don Quijote, como se sabe, nunca se ha arredrado ante el peligro. El momento se presenta propicio, ya que la litera con los restos ha quedado abandonada por los clérigos en fuga. El Caballero de la Triste Figura tiene el campo abierto para el encuentro sin par. El narrador nos desliza con parquedad (acaso no exenta de disimulo la sed de misterio del protagonista: «Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo en la litera era huesos o no» (I, p. 236). 

¿Qué es esto? ¿Don Quijote de la Mancha curioseando reliquias? Quizá tendría noticia de que el cuerpo del santo no se pudo trasladar de primera instancia a Segovia por estar aun fresco y con tan buen olor que el alguacil de Corte, Medina Ceballos, hubo de echarle cal y esperar un año más para que su traslado a Segovia fuese viable 

Aun más: al enfrentarse simbólicamente con san Juan de la Cruz, se está midiendo con la santidad del «caballero» místico «a lo divino». Don Quijote se enfrenta consigo mismo y con los límites de su propia caballería andante. El mirar detenidamente al Otro implica, como se sabe, cotejar la propia mismidad; cuando nos servimos de un espejo ajeno es que logramos entendernos mejor a nosotros mismos. Pero el reto es excesivo y Don Quijote no lo acepta. La magnitud de esta particular aventura parecería avasallarlo. 

Sancho, convertido momentáneamente en el «amo» de su voluntad, impide el encuentro ontológico por razones prácticas: le recuerda al hidalgo que ya están a salvo; la gente enlutada ha quedado vencida y el hambre carga. Y, «como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza» (I, 19: 236). Sancho apuesta a este mundo, no al otro. Claro que es cónsono con su perfil de labriego asustadizo no querer mirar a un muerto de noche y en despoblado: recordemos el terror cerval que lo aguijoneó cuando creyó que veía fuegos fatuos y estantiguas ultramundanas. 

Es fácil imaginar su sentido de derrota íntima cuando se aleja de la litera del incognoscible difunto para reemprender su camino incierto. Es en este momento cuando gana de verdad su sobrenombre de «Caballero de la Triste Figura». Es un derrotado triste en el orden espiritual. Ha sido el mismo don Quijote quien, ya en la segunda parte de la obra y, tras observar unos santos tallados en relieve, acepta humildemente su lugar supeditado ante el misterio de la santidad. El personaje hace gala aquí de una amplia cultura en lo que concierne a la caballería espiritual, ya que va comentando en clave caballeresca las imágenes que unos labradores destinaban al retablo que construían en su aldea. Al llegar a la talla de san Jorge, don Quijote advierte que fue uno de los mejores caballeros de la «milicia divina»; san Martín, que partió su capa con el pobre, le pareció que era otro de los «aventureros cristianos»; Santiago Apóstol fue para él «uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene agora el cielo» (II, 58: pp. 472-3), mientras que san Pablo, por su parte, fue «caballero andante de por vida». 

En el imaginario de don Quijote, los santos son caballeros, como lo sería el anónimo caballero rodeado de curas cuyos huesos santos –aquellos que santa Teresa aseguraba «habrían de hacer milagros»– no osó mirar. Parecería que ahora que el hidalgo sí ha mirado largamente la santidad –aunque sea atemperada por su representación en relieves de madera– se siente listo para admitir la inferioridad de la caballería andante que profesa frente a la caballería celestial: «estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano» (II: 58: 471). 

Don Quijote es pues un caballero del mundo, no del cielo; un pecador, no un santo; un guerrero del día, no un combatiente espiritual en la noche oscura. Su itinerar, por esforzado que sea, constituye una peregrinación caballeresca ad extra, no ad intra, como la de san Juan de la Cruz. 

El episodio del «cuerpo muerto» nos ha dado claves inesperadas al abrirnos el alma profunda del hidalgo manchego, siempre parco en compartir sus inquietudes espirituales auténticas. En esta densa aventura Cervantes funde con extraordinario tino el suceso histórico del traslado del cuerpo de san Juan a Segovia gestionado por doña Ana de Peñalosa con el leit motiv literario del traslado de un caballero difunto propio, como hemos visto, de más de una novela de caballería.

El novelista rinde culto, sobre todo, a la caballería andante espiritual, que pareció conocer tan de cerca como el anacrónico hidalgo hijo de su ficción. El «muerto caballero» de la litera –es decir, san Juan de la Cruz– cerró filas con la tradición bélica «a lo divino» tan en boga entonces. La misma que, en su forma novelada, se venía a oponer a la mismísima caballería andante que don Quijote quiso resucitar en pleno siglo XVII. La aventura nocturna resulta pues del máximo interés: Cervantes nos está confesando entre líneas los límites de la caballería andante quijotesca. 

Hay otras caballerías más altas que el heroico hidalgo manchego no habrá de alcanzar jamás. Don Quijote, que «pelea a lo humano», no logró medirse con la caballería mística de aquel fraile humilde que fue su contemporáneo y que, andando el tiempo, se habría de llamar san Juan de la Cruz. Un auténtico caballero de la milicia celestial.

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viernes, 7 de febrero de 2025

San Juan de la Cruz: Consecuencias reales de un "Sin vivir". POEMAS

 

Primera Parte: Precedentes teóricos de un SIN VIVIR

Segunda Parte: Consecuencias reales de un SIN VIVIR

 POEMAS

 Tercera Parte: Cervantes y el traslado secreto los restos de Fray Juan

 


Canciones entre el alma y el Esposo

 

Esposa

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste,

habiéndome herido;

salí tras ti clamando, y eras ido.

 

Pastores, los que fuerdes

allá por las majadas al otero:

si por ventura vierdes

aquel que yo más quiero,

decidle que adolezco, peno y muero.

 

Buscando mis amores,

iré por esos montes y riberas;

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras,

y pasaré los fuertes y fronteras.

 

Pregunta a las criaturas

¡Oh bosques y espesuras,

plantadas por la mano del Amado!

¡Oh prado de verduras,

de flores esmaltado!

Decid si por vosotros ha pasado.

 

Respuesta de las criaturas

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura,

e, yéndolos mirando,

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura.




Esposa

¡Ay, quién podrá sanarme!

Acaba de entregarte ya de vero:

no quieras enviarme

de hoy más ya mensajero,

que no saben decirme lo que quiero.

 

Y todos cuantos vagan

de ti me van mil gracias refiriendo,

y todos más me llagan,

y déjame muriendo

un no sé qué que quedan balbuciendo.

 

Mas ¿cómo perseveras,

¡oh vida!, no viviendo donde vives,

y haciendo porque mueras

las flechas que recibes

de lo que del Amado en ti concibes?

 

¿Por qué, pues has llagado

aqueste corazón, no le sanaste?

Y, pues me le has robado,

¿por qué así le dejaste,

y no tomas el robo que robaste?

 

Apaga mis enojos,

pues que ninguno basta a deshacellos,

y véante mis ojos,

pues eres lumbre dellos,

y sólo para ti quiero tenellos.

 

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados!

 

¡Apártalos, Amado,

que voy de vuelo!

 

El Esposo

Vuélvete, paloma,

que el ciervo vulnerado

por el otero asoma

al aire de tu vuelo, y fresco toma.

 

La Esposa

Mi Amado, las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos,

 

la noche sosegada

en par de los levantes del aurora,

la música callada,

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora.

 

Nuestro lecho florido,

de cuevas de leones enlazado,

en púrpura tendido,

de paz edificado,

de mil escudos de oro coronado.

 

A zaga de tu huella

las jóvenes discurren al camino,

al toque de centella,

al adobado vino,

emisiones de bálsamo divino.

 

En la interior bodega

de mi Amado bebí, y cuando salía

por toda aquesta vega,

ya cosa no sabía;

y el ganado perdí que antes seguía.

 

Allí me dio su pecho,

allí me enseñó ciencia muy sabrosa;

y yo le di de hecho

a mí, sin dejar cosa:

allí le prometí de ser su Esposa.

 

Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

 

Pues ya si en el ejido

de hoy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me he perdido;

que, andando enamorada,

me hice perdidiza, y fui ganada.



 

De flores y esmeraldas,

en las frescas mañanas escogidas,

haremos las guirnaldas

en tu amor florecidas

y en un cabello mío entretejidas.

 

En solo aquel cabello

que en mi cuello volar consideraste,

mirástele en mi cuello,

y en él preso quedaste,

y en uno de mis ojos te llagaste.

 

Cuando tú me mirabas

su gracia en mí tus ojos imprimían;

por eso me adamabas,

y en eso merecían

los míos adorar lo

que en ti vían.

 

No quieras despreciarme,

que, si color moreno en mi hallaste,

ya bien puedes mirarme

después que me miraste,

que gracia y hermosura en mi dejaste.

 

Cogednos las raposas,

que está ya florecida nuestra viña,

en tanto que de rosas

hacemos una piña,

y no parezca nadie en la montiña.

 

Detente, cierzo muerto;

ven, austro, que recuerdas los amores,

aspira por mi huerto,

y corran sus olores,

y pacerá el Amado entre las flores.

 

Esposo

Entrado se ha la esposa

en el ameno huerto deseado,

y a su sabor reposa,

el cuello reclinado

sobre los dulces brazos del Amado.

 

Debajo del manzano,

allí conmigo fuiste desposada.

allí te di la mano,

y fuiste reparada

donde tu madre fuera violada.

 

A las aves ligeras,

leones, ciervos, gamos saltadores,

montes, valles, riberas,

aguas, aires, ardores

y miedos de las noches veladores,

 

Por las amenas liras

y canto de serenas os conjuro

que cesen vuestras iras,

y no toquéis al muro,

porque la esposa duerma más seguro.

 

Esposa

Oh ninfas de Judea!,

en tanto que en las flores y rosales

el ámbar perfumea,

morá en los arrabales,

y no queráis tocar nuestros umbrales

 

Escóndete, Carillo,

y mira con tu haz a las montañas,

y no quieras decillo;

mas mira las compañas

de la que va por ínsulas extrañas

 

Esposo

La blanca palomita

al arca con el ramo se ha tornado

y ya la tortolica

al socio deseado

en las riberas verdes ha hallado.

 

En soledad vivía,

y en soledad ha puesto ya su nido,

y en soledad la guía

a solas su querido,

también en soledad de amor herido.

 

Esposa

Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte ó al collado

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura.

 

Y luego a las subidas

cavernas de la piedra nos iremos,

que están bien escondidas,

y allí nos entraremos,

y el mosto de granadas gustaremos

 

Allí me mostrarías

aquello que mi alma pretendía,

y luego me darías

allí, tú, vida mía,

aquello que me diste el otro día:

 

El aspirar del aire,

el canto de la dulce Filomena,

el soto y su donaire,

en la noche serena,

con llama que consume y no da pena

 

Que nadie lo miraba,

Aminadab tampoco parecía,

y el cerco sosegaba,

y la caballería

a vista de las aguas descendía.

 


Llama de amor viva.

Canciones del alma en la íntima comunicación de unión de amor de Dios.

 

           ¡Oh llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!, 

pues ya no eres esquiva,

acaba ya, si quieres;

rompe la tela de este dulce encuentro.

 

           ¡Oh cauterio suave!,

¡oh regalada llaga!,

¡oh mano blanda!, ¡oh toque delicado,

que a vida eterna sabe

y toda deuda paga!;

matando muerte, en vida la has trocado.

          ¡Oh lámparas de fuego,


en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,

que estaba oscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

 

          ¡Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno,

donde secretamente solo moras!,

y en tu aspirar sabroso,

de bien y gloria lleno,

¡cuán delicadamente me enamoras!

 

 Noche oscura del alma

A este poema de San Juan de la Cruz se le ha asignado la fecha de 1578 como posible año de composición, lo cual significaría que el poeta lo habría escrito mientras estaba en prisión o quizás un poco después de salir.

 

En una noche oscura,

con ansias en amores inflamada

¡oh dichosa ventura!

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

 

A oscuras y segura,

por la secreta escala, disfrazada,

¡oh dichosa ventura!

a oscuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

 

En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía,

ni yo miraba cosa,

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía.

 

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía

a donde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

 

¡Oh noche, que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada!

¡Oh noche que juntaste

Amado con amada

amada en el Amado transformada!

 

En mi pecho florido,

que entero para él solo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba,

y el ventalle de cedros aire daba.

 

El aire de la almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería,

y todos mis sentidos suspendía.

 

Quedé y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo, y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

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