domingo, 24 de enero de 2021

POETAS MALDITOS de Paul Verlaine ● Marceline DESBORDES-VALMORE

 



Los seis retratos de los POETAS MALDITOS en la edición de Léon Vanier, 

París 1888, grabados por Luque. Gallica. BNF:

Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé,

Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L'Isle-Adam, y "Pauvre Lelian"; anagrama de Paul Verlaine.

¿Qué es, en opinión de Paul Verlaine, lo que tienen en común estos seis poetas tan dispares entre sí, en algunos casos? Por ejemplo, ¿qué coincidencias, sean del tipo que fueren, hay entre el propio Verlaine y Mallarmé? ¿Y, entre estos y Marceline Desbordes-Valmore, que será hoy nuestro centro de interés? Aparentemente, ninguna; de hecho, buscamos una definición muy compleja, que probablemente ni siquiera constituya una singularidad compartida.

Parece que el indiscutible genio creador de todos ellos, constituyó, en cierto modo, una especie de maldición que los alejó de la comprensión de la mayor parte de la sociedad -una reacción, a veces, mutua-, llevándolos, en ocasiones a encerrarse en sí mismos, cada vez más, sin dejar de oponerse abiertamente a un mundo que los contiene, pero no los acoge, a veces, provocando en ellos reacciones verdaderamente violentas; todo lo cual, pudo hacer que escribieran de forma cada vez más hermética y personal, puesto que, estos poetas, tampoco se parecen entre sí, en la forma de escribir. 

Se divorciaron, en fin, algunos de ellos de esa sociedad incapaz de comprender su visión, profundamente subjetiva pero muy analítica, y se alejaron gradualmente, ciegamente, en una huida, casi siempre, trágica. También aquí habría que hacer diferencias, ya que lo trágico, no era un objetivo, pero si es cierto, que al final, se convirtió en una morada, entre cuyas paredes, podían dar libertad a una exigente expresión anímica que, a pesar de todas las contrariedades, convivió dolorosamente con ellos -repito, no con todos del mismo modo-, y a todos los sobrevivió.

Con respecto a Verlaine, parece que el empleo del concepto de “maldito” fue, en parte, consecuencia del poema de Baudelaire titulado Bendición; el primero de Las flores del mal y que, posteriormente, se aplicó -gracias al hecho, precisamente, de ser un término muy amplio y vago a la vez, y, por lo tanto, fácil de restringir o generalizar-, que hacía referencia a todo artista incomprendido; especialmente, claro está, dentro del arte y la poesía fundamentalmente. 

La madre, en el poema de Baudelaire, representa un mundo al que el poeta llega involuntariamente, y es rechazado, porque su visión del mismo, ya sea apocalíptica, triste, humilde, soberbia, y, sobre todo, descriptiva, será generalmente rechazada, causándole sufrimientos, que su madre/mundo, considera merecidos.

CHARLES BAUDELAIRE • FLEURS DU MAL ● SPLEEN ET IDÉAL

BENEDICTION

Cuando, por un decreto de las potencias supremas,

El Poeta aparece en este mundo hastiado,

Su madre espantada y llena de blasfemias

Crispa los puños hacia Dios, que se apiada:


«¡Ah! ¡no haber parido todo un nudo de víboras,

antes que amamantar esta burla!

¡Maldita sea la noche de efímeros placeres

en que mi vientre concibió mi castigo!


Puesto que me has escogido entre todas las mujeres

Para ser el asco de mi triste marido,

Y que no yo devolver al fuego,

Como un mensaje de amor, este monstruo encogido,


¡Yo haré resurgir tu odio que me abruma

Sobre el maldito instrumento de tus maldades,

Y retorceré tan bien este miserable árbol,

para que no retoñen sus apestosos brotes!»


Vuelve a tragar la espuma de su odio,

Y, al no comprender los eternos designios,

Ella misma prepara en el fondo de la Gehena

Las hogueras dispuestas para crímenes maternos.


Sin embargo, bajo la invisible tutela de un Ángel,

El Niño desheredado se embriaga de sol,

Y en todo lo que bebe y en todo lo que come,

Encuentra ambrosía y néctar bermejo.


Él juega con el viento, charla con la nube,

Se embriaga cantando en el camino de la cruz;

Y el Espíritu que le sigue en su peregrinaje

Llora al verle alegre como un pájaro del bosque.


Todos a los que quiere amar le observan con miedo,

O se enardecen con su tranquilidad,

Buscando a quien sepa sacarle una queja,

Y sobre él ejercitan su ferocidad.


En el pan y el vino destinados a su boca

Mezclan ceniza con los impuros escupitajos;

Con hipocresía tiran lo que él toca,

Y se acusan de haber pisado sobre sus pasos.


Su mujer va gritando por las plazas públicas:

«Puesto que él me encuentra suficientemente bella para adorarme,

Haré como si fuera un ídolo antiguo,

Y como tal querré que me vuelvan a bañar en oro;


¡Me embriagaré de nardo, de incienso, de mirra,

De genuflexiones, de carnes y de vinos,

Para saber si puedo, de un corazón que me admira

usurpar, riendo, divinos homenajes!


Y, cuando me aburra de estas impías farsas,

Posaré sobre él mi frágil y fuerte mano;

Y mis uñas, como las de las arpías,

Sabrán abrirse un camino hasta su corazón.


Como un pajarillo que tiembla y palpita,

Arrancaré ese rojo corazón de su seno,

Y, para saciar a mi animal favorito,

¡Yo se lo tiraré al suelo con desprecio!»


Hacia el Cielo, donde sus ojos ven un espléndido trono,

El Poeta sereno eleva sus piadosos brazos,

Y los amplios destellos de su lúcido espíritu 

Le arrebatan el aspecto de los pueblos furiosos:


- «Bendito seas, Dios mío, que das el sufrimiento

Como divino remedio a nuestras impurezas

Y como la mejor y la más pura esencia

Que prepara a los fuertes para santas 

voluptuosidades!


Yo sé que reservas un sitio para el Poeta

Entre las filas bienaventuradas de Santas Legiones,

Y que invitas a la eterna fiesta

De Tronos, Virtudes, Dominaciones.


Sé que el dolor es la única nobleza 

Donde no morderán nunca la tierra ni el infierno,

Y que para trenzar mi corona mística

ha Imponer tiempos y universos.


Pero las joyas perdidas de la antigua Palmira,

Los desconocidos metales, y las perlas del mar,

Engastadas por tu mano, no serían suficientes

Para esa bella Diadema resplandeciente y clara;


Porque sólo será hecha de pura luz,

surgida del santo hogar de los primitivos rayos,

De la que los ojos mortales, en todo su esplendor,

¡No son más que espejos oscuros y lastimeros!»

Este poema, publicado en 1847; sirvió para analizar psicológicamente, a un autor; que se aleja de todos, porque se siente diferente y, sorprendido por ello, busca una explicación que no encuentra, si no es advirtiéndose a sí mismo como objeto de una maldición: lo que ya revelaría parte del misterio.

En el transcurso de una existencia en la que solo hay dolor, considerada como una clara injusticia, termina por descubrir el exclusivo privilegio de la felicidad, a través de su huida de la realidad.

Ciertamente, Baudelaire vivió con angustia y sorprendida extrañeza, la inadecuación entre su propia existencia y a la sociedad en la que transcurrieron su infancia y su adolescencia, algo que expresó en este poema, que podemos definir como autobiografía que no estuvo exento, sin duda, de numerosos –a veces, graves-, desórdenes psicológicos, que, en todo caso, no le impiden observarse, en ocasiones, desde un punto de vista crítico.

Es su propia madre quien lo considera una odiosa maldición y se propone destruirlo. Pero, a su vez, él mismo llega a verse como causa del horror de esa madre y, en consecuencia, Dios es quien ha provocado tal situación de manera absolutamente injusta, a pesar de lo cual, siguiendo el camino de su propio intento por comprender lo incomprensible, el poeta determina que todo ocurre porque es un elegido que transita por el camino de la cruz.

Todo esto, en fin, no libró a Baudelaire del rechazo de una parte de la sociedad, que lo consideró como un peligro para los valores religiosos establecidos, lo cual le llevó a enfrentarse a un proceso por inmoralidad –del que al final salió indemne, entre otras cosas, por su recurso a la emperatriz Eugenia de Montijo-, pero, al mismo tiempo, otra parte de la misma sociedad, y, después, la posteridad, colocó su obra sobre un pedestal que representaba una nueva era poética, muy alejada del romanticismo y muy próxima al surrealismo. No se concibe la historia de la literatura francesa sin la existencia de Charles Baudelaire, y como él, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, etc. pero no tanto, con nuestra actual protagonista, prácticamente desconocida en la actualidad, que, involuntariamente sufrió y asumió una trágica condición de vida y se acerca al conjunto de los malditos por su personalismo empleo del lenguaje poético.

Así pues, fueron etiquetados como “Malditos”, diversos escritores, en la mayoría de los casos, de gran talla literaria, relacionada, o no, con su biografía, algunos de los cuales presento a continuación, en un listado incompleto, pero representativo, que, curiosamente, encabeza un poeta medieval y termina uno americano, colocados de forma acorde con su fecha de nacimiento; siempre, insisto, sin agotar, ni el fenómeno poético, ni sus representantes, agregando, sin embargo, la coincidencia de que buena parte de ellos murieron de forma relativamente prematura y, en ocasiones, trágica.

Primera fila: François Villon, 1431-1463 (32 años); Thomas Chatterton, 1752-1770 (28); John Keats, 1795-1821 (26); Charles Baudelaire, 1821-1867 (46) y Aloysius Bertrand, 1807-1841 (66). 

Segunda: Gérard de Nerval, 1808-1855 (53); Conde de Lautréamont, 1846-1870 (76); Edgar Allan Poe, 1809-1849 (40); Petrus Borel, 1809-1859 (50); Charles Cros, 1842-1888 (54) y Germain Nouveau, 1851-1920 (69). 

Tercera: Innokienti Ánnienski, 1855-1909 (54); Émile Nelligan, 1879-1941 (72); Antonin Artaud, 1896-1948 (52); Armand Robin, 1912-1961 (49) y Olivier Larronde, 1927-1965 (38).

Dice Verlaine que, hasta el momento en que él conoció a Marcelina Desbordes-Valmore y escribió sobre ella, bajo una extraordinaria impresión, sólo se disponía de una biografía de Saint-Beuve -completísima-, y de un trabajo crítico dedicado a ella por Charles Baudelaire, en sus: Réflexions sur quelques-uns de mes contemporains, publicadas por Calmann Lévy, en 1885, dentro de las Œuvres complètes de Charles Baudelaire, tome III (p. 338-343), que traducimos a continuación:

III

MARCELINE DESBORDES-VALMORE según Ch. Baudelaire

    ¿Alguna vez, uno de vuestros amigos, cuando le hablabais confidencialmente de uno de vuestros gustos o pasiones, os ha dicho: ¡Qué curioso!, porque eso está en completo desacuerdo con todas tus pasiones, y tus creencias. Y habéis contestado: Es posible, pero es así. Me gusta, me encanta, y precisamente, incluso, puede ser porque está en violenta contradicción con todo mi ser.

    Tal es mi caso con respecto a Mme. Desbordes-Valmore. Si el grito, si el suspiro natural de un alma de élite, si la ambición desesperada del corazón, si las facultades repentinas, irreflexivas, si todo los que es gratuito y viene de Dios, es suficiente para hacer un gran poeta, Marceline Valmore es y será siempre una gran poeta. Es cierto que, si os tomáis el tiempo de observar todo lo que le falta, de lo que se puede adquirir por el trabajo, su grandeza se encontrará singularmente disminuida, pero en el momento mismo en que te sientas el más impaciente y desolado por la negligencia, por el tropiezo, por el temor que sientes, tú, hombre reflexivo y siempre responsable, por un sesgo de pereza, una belleza repentina, inesperada, inigualable, se eleva, y ahí estás tú, irresistiblemente secuestrado en el fondo del cielo poético. Jamás ningún poeta fue tan natural, ninguno menos artificial. Nadie ha podido imitar ese encanto, porque es completamente original e innato.

    Si alguna vez un hombre deseó para su esposa o su hija los dones y honores de la Musa, no podría desearlos de otra naturaleza que los que fueron dados a Mme. Valmore.

    Entre las numerosas mujeres que en nuestros días se lanzaron al trabajo literario, hay muy pocas cuyas obras no hayan sido, si no una desolación para la familia, incluso para su amante (porque hasta los hombres menos púdicos desean pudor en el objeto de su amor), al menos por esos ridículos masculinos que ponen en las mujeres las proporciones de una monstruosidad.

    Hemos conocido a la mujer autora, filántropa, sacerdotisa sistemática del amor, poetisa republicana, poetisa del porvenir, furierista o sansiomoniana, y nuestros ojos, enamorados de la belleza, nunca habían podido acostumbrarse a tantas fealdades acompasadas, a todas las desvergüenzas impías (hay, incluso, poetisas de la impiedad), a todos esos sacrílegos pastiches del espíritu masculino.

    Mme. Desbordes-Valmore fue mujer, fue siempre mujer y no fue sino absolutamente mujer; y fue, hasta un grado extraordinario la expresión poética de todas las bellezas naturales de la mujer. Ya canté las languideces del deseo en la muchacha joven, la desolación triste de una Ariana abandonada donde los cálidos entusiasmos de la caridad maternal, su canto guarda siempre el acento delicioso de la mujer; nada de préstamos, nada de ornamentos ficticios, nada del “eterno femenino” como dice el poeta alemán.

    Es pues, en su sinceridad misma, donde Mme. Valmore ha encontrado su recompensa, es decir, una gloria que creemos tan sólida como la de los artistas perfectos.

    La antorcha que ella agita ante nuestros ojos para iluminar las misteriosas arboledas del sentimiento, o la coloca, para reavivarla sobre nuestro más íntimo recuerdo, amoroso o filial, esa antorcha, la encendió en lo más profundo de su propio corazón, Víctor Hugo ha expresado magníficamente, como todo lo que expresa, las bellezas y los encantos de la vida de familia; pero solo en las poesías de la ardiente Marceline encontraréis ese calor del cuidado materno, del que algunos, entre los hijos de la mujer, menos ingratos que otros, han guardado el delicioso recuerdo. Si no temiera que una comparación demasiado animal fuera tomada como una falta de respeto hacia esta adorable mujer, diría que encuentro en ella la gracia, la inquietud, la flexibilidad y la violencia de la hembra, gata o leona, amorosa con sus crías.

    Se ha dicho que Mme. Valmore, cuyas primeras poesías datan ya de muy atrás (1818), fue, en nuestro tiempo, rápidamente olvidada. ¿Olvidada por quién! ¡Por favor! Por aquellos que no sienten nada y no pueden acordarse de nada. Tiene las grandes y vigorosas calidades que se imponen a la memoria, las brechas profundas marcadas de improviso en el corazón, las mágicas explosiones de la pasión. Ningún autor recoge con más facilidad, la fórmula única del sentimiento, lo sublime que se ignora. Como los cuidados más sencillos y más fáciles son un obstáculo invencible para esta pluma fogosa e inconsciente, en revancha, lo que es para cualquier otro, objeto de una laboriosa búsqueda viene naturalmente a ofrecerse a ella; es un perpetuo encuentro. Ella traza maravillas con el descuido que prima en las notas destinadas a los buzones. Alma caritativa y apasionada, como ella bien se define, pero siempre involuntariamente, en este verso:

    Mientras podamos dar, no podemos morir.

    Alma demasiado sensible, sobre la que las asperezas de la vida dejaron una huella imborrable, a ella, sobre todo, deseosa del Leteo [río del Hades cuya ingestión provoca el olvido], le estaba permitido gritar:

    Pero si no podemos curarnos de la memoria,

    ¿Para qué sirve, alma mía, morir?

    Ciertamente, nadie habrá tenido más derecho que ella a escribir al principio de un volumen reciente:

    ¡Un alma prisionera está encerrada en este libro!

    En el momento en que la muerte llega para llevarla de este mundo en el que tan bien supo sufrir, y llevarla a ese cielo del que ella deseaba tan ardientemente tranquilas alegrías, Mme. Desbordes-Valmore, sacerdotisa infatigable de la Musa, que no sabía callarse, porque estaba siempre llena de gritos y cantos que querían liberarse, aún preparaba un volumen, cuyas pruebas acababan, una tras otra de posarse sobre el lecho del dolor que no la abandonaba desde hacía dos años. 

    Los que piadosamente la ayudaban en esta preparación de sus despedidas me han dicho que en ellos encontraremos todo el fulgor de una vitalidad que no se sintió jamás vivir sino en el dolor. ¡Ay!, este libro será una corona póstuma a añadir a todas aquellas, ya brillantes, con las que debe ser adornada una de las tumbas más floridas. 

    Nunca me ha gustado buscar en la naturaleza exterior y visible los ejemplos y las metáforas que me servirían para caracterizar las satisfacciones y las impresiones de un orden espiritual.

    Sueño en eso que me hacía sentir la poesía de Mme. Valmore cuando la recorría con esos ojos de la adolescencia que son, entre los hombres nerviosos, a la vez tan ardientes y tan clarividentes. Esta poesía me pareció como un jardín, pero no con la solemnidad grandiosa de Versalles; tampoco es la pintoresca, vasta y teatral de la sabia Italia, que tan bien conoce el arte de edificar jardines (aedificat hortos); tampoco, no, tampoco, La Vallée des Flûtes –El Valle de las Flautas-, o el Ténare – Ténaro, de nuestro viejo Jean-Paul. Es un sencillo jardín inglés, romántico y novelesco. Macizos de flores representan allí abundantes expresiones de sentimiento. Estanques, límpidos e inmóviles, que reflejan todas las cosas, apoyándose en el otro lado de la bóveda volcada de los cielos, semejan la profunda resignación, completamente sembrada de recuerdos.

    Nada falta a este encantador jardín de otra época; ni algunas ruinas góticas se esconden en un lugar agreste, ni el mausoleo desconocido que, a la vuelta de una avenida, sorprende nuestra alma y le recomienda pensar en la eternidad. Sinuosas y sombreadas avenidas, terminan en horizontes súbitos. Así, el pensamiento del poeta, tras haber seguido caprichosos meandros, desemboca en amplias perspectivas del pasado o del porvenir; pero esos cielos son demasiado vastos para ser generalmente puros, y la temperatura del clima demasiado cálido para no amasar temporales. El paseante, al contemplar las veladas extensiones de duelo, siente subir a sus ojos lágrimas de histeria –histerical tears-. Las flores se inclinan vencidas, y los pájaros sólo hablan en voz baja. Tras un precursor rayo, resonó el trueno: es la explosión lírica, en fin, un diluvio inevitable de lágrimas rinde todas las cosas, postradas, sufrientes y desanimadas, la frescura y la solidez de una nueva juventud.

● • •

Veamos finalmente, lo que dice al respecto el propio Verlaine en su Avant-Propos, que, por cierto, no suele aparecer en las traducciones, para pasar, ya definitivamente a transcribir sus observaciones sobre Marceline Desbordes-Valmore.

Prefacio

Era, Poetas Absolutos lo que había que decir para mantener la calma, pero, además de que la calma no es cosa de estos tiempos, nuestro título tiene el valor de que responde justamente a nuestro odio, y, estamos seguros, al de los supervivientes de los Todopoderosos en cuestión, del común de los lectores de élite -una dura falange que nos lo devuelve con ganas.

Absolutos por la imaginación, absolutos en la expresión, absolutos como los reyes de mejores siglos.

¡Pero malditos!

Juzgadlo.

Marceline Desbordes-Valmore. Douai, 20.6.1786 – Paris, 23.7.1859.

Actriz, cantante y poeta, que admiró y emocionó a Paul Verlaine

MARCELINE DESBORDES-VALMORE

    A pesar, ciertamente, de dos artículos, uno muy completo de ese maravilloso Sainte-Beuve, y el otro –¿me atreveré, quizás, a decirlo?– un poco corto, de Baudelaire; a pesar, incluso, de una cierta buena opinión pública que no la asimila del todo, con Louise Collet, Amable Tastu, Anaïs Segalas y otras “medias azules” (afectadas) sin importancia (dejamos a un lado a Loïsa Puget, por otra parte, divertida, según parece, para los que gustan de ese estilo), Marceline Desbordes Valmore es digna por su oscuridad aparente, pero absoluta, de figurar entre nuestros Poetas Malditos, y es para nosotros, desde luego, un deber imperioso hablar de ella lo más extensa y detalladamente que sea posible.

    El señor Barbey d’Aurevilly, la destacó antaño, señalando, con esa capacidad poco común que poseía, su originalidad, y su verdadera competencia, por más femenina que fuera.

    En cuanto a mí, siempre atento a los buenos o bellos versos, la desconocía y me contentaba con la opinión de los maestros, cuando, precisamente Arthur Rimbaud entró en relación conmigo, obligándome, casi, a leer todo aquello que creía era un fárrago con alguna belleza dentro.

    Mi sorpresa fue grande y necesito tiempo para explicarla.

    En primer lugar, Marceline Desbordes Valmore era del Norte y no del Sur, una sombra que resulta más sombría de lo que se puede pensar. Del crudo Norte, del Norte bueno (el Sur, dorado siempre, siempre está mejor, pero ese mejor, sobre todo; quizá sea enemigo de lo verdadero), –y esto nos gusta también, a nosotros del crudo Norte–; queda dicho.

    Además, ninguna pedantería con un lenguaje suficiente, y el esfuerzo necesario para no perder interés. Algunas citas darán fe de lo que llamaríamos nuestra sagacidad.

    Entre tanto, ¿podemos volver a la ausencia total del Sur en esa obra relativamente considerable?, pero con una ardiente comprensión del norte español (¿no tiene España una flema y un empaque más fríos que, incluso, todo britanismo?), su Norte.

    Donde vinieron a sentarse las fervientes Españas.

    Así es, no hay nada de del énfasis, nada de chic, nada de la mala fe que hay que deplorar en las obras más incontestables de más allá del Loira. Y, sin embargo, ¡qué cálidos estos romances de juventud, estos recuerdos de mujer madura, esa emoción materna! ¡Dulce, sincera, en todo! ¡Qué paisajes, qué amor a los paisajes! ¡Y esa pasión tan casta, discreta, fuerte y conmovedora, a pesar de todo!

    Hemos dicho que el lenguaje de Marceline Desbordes Valmore era suficiente; pero deberíamos decir: más que suficiente; aunque siendo tan purista y pedante, añadiré, para quien me llame decadente (injuria, entre paréntesis, pintoresca, “muy otoño”, “muy sol poniente”, digna de quedármela, en suma) que ciertas ingenuidades, aunque sean de estilo, podrían herir nuestros prejuicios de escritor con vistas a lo impecable. La realidad de mis aseveraciones relucirá a lo largo de las citas que voy a prodigar.

    Sobre la pasión casta, aunque poderosa que señalábamos; la emoción casi excesiva que habíamos exaltado –sin excesos; es el momento de decirlo–: tras una lectura dolorosa a fuerza de concienzuda, de mis primeros párrafos, mantengo mi opinión.

    Y he encontrado la prueba:


UNA CARTA DE MUJER

Las mujeres, lo sé, no deben escribir,

Sin embargo, escribo

Para que puedas leer en mi corazón desde lejos,

Como si te fueras a marchar.


No haré ni un trazo que no esté ya en ti mismo

Mucho más hermoso,

Una palabra dicha cien veces, si viene de quien se ama

Parece nueva.


¡Que te lleve a la alegría! yo, sigo esperándola.

Aunque siento, 

que allí donde estés

allí voy, para ver y para escuchar

tu paso errante.


No te desvíes, si pasa una golondrina

Por el camino

Creo que soy yo, quien pasaría fielmente

Para tocar tu mano.


Tú te vas, todo se va; todo empieza a viajar,

Luz y flores,

El hermoso estío te sigue, dejándome la tormenta,

Cargada de llanto.


Pero si solo se vive de esperanza y peligro

Cuando deje de verte,

Compartamos de la mejor manera, yo conservaré las lágrimas

Guarda tú la esperanza.


No, no quisiera -tan unida estoy a ti-

Verte sufrir:

Desear dolor a una bendita mitad,

Es odiarse.


       ¿Es esto divino? Pues, esperad.


DIA DE ORIENTE


Fue un día tan hermoso como este,

Que para perderlo todo, incendió el amor.

Fue un día de caridad divina;

La eternidad caminaba por el aire azul,

Un día en que, libre de su peso extenuante,

La tierra juega y vuelve a ser niña.

Por todas partes había como un beso de madre,

Un largo ensueño errante, en una hora efímera,

Hora de pájaros, de perfumes, de sol,

De olvido de todo… más allá del bien sin par.

Un día, igual que aquella bella jornada,

Que para perderlo todo incendiaba el amor.


       Tengo que resumir y reservarme para otras citas.

Y antes de pasar al examen de sublimidades más severas, si se me permite hablar así de una parte de la obra de esta adorablemente dulce mujer, dejadme, con los ojos literalmente llenos de lágrimas, recitar aquí por escrito.

RENUNCIA


Perdona, Señor, mi cara entristecida…

Pero bajo la frente alegre, me pusiste las lágrimas.

Y de todos tus dones, Señor, este es el único que me queda.


Es el menos envidiado; el mejor, tal vez.

Ya no moriré en un vínculo de flores.

Te los he devuelto, amado autor de mi ser,

Ya no conservo más que la sal de mi llanto…


Las flores son para el niño; la sal para la mujer.

Hazla inocencia y zambulle en ella mis días.

Señor, cuando toda esa sal haya lavado mi alma,

Devuélveme un corazón para amarte siempre.


Mi asombro se ha agotado en la tierra,

Me he despedido de todo, y mi alma está preparada para resurgir

Para alcanzar los frutos protegidos por el misterio

que sólo la púdica muerte se atreve a cortar.


¡Oh, Salvador! sé tierno al menos para otras madres

Por amor a la nuestra y por piedad con nosotros.

Bautiza a sus hijos con nuestras amargas lágrimas

Y recoge las mías caídos en tus rodillas.

¡Cuánto supera esta tristeza la de Olimpio y la de, A Olimpio!; por muy hermosos que sean estos poemas (sobre todo, el último), ¡son dos poemas orgullosos! Pero, escasos lectores, perdonadme, junto a la entrada de otros santuarios de esta iglesia de cien capillas, que es la obra de Marceline Desbordes-Valmore-, cantar con vosotros algo nuestro.


Que mi nombre no sea más que una sombra ligera y vana.

que no cause jamás, ni temor, ni pena,

Que un indigente se lo lleve después de hablar conmigo

Y lo guarde mucho tiempo en su corazón consolado.


¿Me habéis perdonado?

Y ahora, pasemos a la madre, a la hija, a la muchacha, a la inquieta, pero tan sincera cristiana, que fue la poeta Marceline Desbordes-Valmore.

• • •

Hemos dicho que trataríamos de hablar de la poeta bajo todos sus aspectos.

Procedamos por orden, y, estoy seguro de que os alegraréis cuantos más ejemplos sean posibles. He aquí algunos abusivamente largos, en principio de la romántica muchacha desde 1820 y de un Parny mejor, en una forma apenas diferente, pues se mantiene singularmente original.

LA INQUIETUD

¿Qué es, pues, esto que me perturba? Y ¿qué es lo que me espera?

Estoy triste en la ciudad y me aburro en el pueblo,

Los placeres de mi edad

No pueden salvarme de la duración del tiempo

Antes, la amistad, los encantos del estudio

Llenaban sin esfuerzo mis tranquilos placeres.

¡Ay! ¿Cuál es, pues, el objeto de mis vagos deseos?

Lo ignoro y lo busco con inquietud.

Si, para mí, la felicidad no era la alegría,

Ya no la encuentro en la melancolía,

Pero si temo el llanto tanto como la locura,

¿Dónde hallar la felicidad?

...

Se recupera enseguida en su “Razón”, conjurando y abjurando a la vez, ¡tan gentilmente! Por lo demás, admiramos el monólogo al estilo de Corneille, que es más tierno que Racine, más digno y orgulloso, como el estilo de los dos grandes poetas, con un nuevo giro.

Entre mil gentilezas un poco infantiles, nunca insulsas y siempre sorprendentes, os ruego que admitáis en este rápido recorrido, algunos versos aislados, a propósito, para tentaros a leer el conjunto.

...

Ocúltame tu mirada llena de alma y de tristeza.

...

Se parece a la alegría bajo un sombrero de flores

Inexplicable corazón, enigma para ti mismo…

En mi seguridad, tú no ves más que un delirio.

…Demasiado débil esclava, escucha,

Escucha y que mi razón te perdone y te absuelva.

¡Devuélvele al menos el llanto! ¿Seguro que vas a ceder?

¡Ah, no! ¡siempre no! ¡Oh, corazón mío, tómalo todo entonces!

...

En cuanto a la Plegaria perdida, obra de la que forman parte los últimos versos, hago una corrección honrosa a propósito de mi propia palabra repetida de gentileza, de hace un instante. Con Marceline Desbordes-Valmore, no se sabe, a veces, lo que decir o lo que retener, tanto te inquieta, deliciosamente, este genio, encantador y él mismo, encantado.

Si algo relativo a la pasión ha sido tan bien expresado como los mejores elegíacos, son precisamente estos fragmentos, en los que no quiero reconocerme más.

Y de las amistades tan puras, al mismo tiempo que los amores, tan castos, de esta mujer tierna y altiva, ¿qué decir, que sea suficiente, si no es que se lea toda su obra?

Escuchad, pues, otros dos cortísimos fragmentos:

LOS DOS AMORES

Era un amor más inquieto que tierno;

Con un arma sin fuerza rozó mi corazón,

Fue ligero como una mentira sonriente.

...

Ofrecía placer sin hablar de felicidad.

...

Fue en tus ojos donde vi el otro amor.

Ese completo olvido de sí mismo,

Esa necesidad de amar por amar

y que la palabra amar parece apenas expresar

Tu corazón solitario lo encierra y el mío lo adivina.

Lo siento en tus transportes, en mi fidelidad,

que quiere decir a la vez felicidad, eternidad,

Y que su poder es divino.


LAS DOS AMISTADES


Hay dos amistades, como hay dos amores,

Una se parece a la imprudencia:

Es un niño que siempre se ríe.

Y todo este encanto describe divinamente, una amistad de niñas pequeñas,

Luego… la otra amistad más grave, más austera,

Se ofrece con lentitud, elige con misterio.

...

Separa las flores por temor a herirse con ellas.

...

Mira con sus ojos y camina sobre sus pasos.

Espera y no se previene.

He aquí la nota grave.

    ¡Ay! No podemos limitarnos, a la hora de terminar este estudio. ¡cuántas maravillas locales y cordiales! ¡Qué paisajes de Arras y de Douai! ¡Qué bordes de la Escarpa! ¡Qué suaves y razonablemente extrañas (yo me entiendo y vosotros me comprendéis) estas jóvenes Albertinas, las Inés, Ondinas, esa Laly Galine, esos encantadores “muerto bello país, muerta fresca cuna, aire puro de mi verde tierra, benditos seáis, dulce punto del universo.!”

Tenemos que restringirnos a los justos (o más bien, injustos) límites que la fría lógica impone a las deseadas dimensiones de nuestro pequeño libro, nuestro pobre examen de una poeta verdaderamente grande. Pero -¡pero!- qué pena no querer citar más que fragmentos como los anteriores, escritos mucho antes de que Lamartine brillara y que son, insistimos, del Parny casto ¡y tan sereno! , superior en este tierno género.

¡Dios, qué tarde es! ¡Qué sorpresa!

El tiempo ha huido como un rayo.

Doce veces la hora ha herido el aire

Y todavía sentada junto a ti,

Y lejos de presentir la hora del sueño,

Creía ver todavía un rayo de sol.

¿Es posible que el pájaro ya duerma en su rama?

¡Qué buen tiempo para dormir!

Guárdate de despertar a nuestro perro;

no te reconocería como amigo

y le hablaría a mi madre de mi imprudencia.

...

Escucha a la razón; vete, suelta mi mano,

es medianoche...

¡Qué puro ese “suelta mi mano”, y qué amoroso, ese “es medianoche” después del rayo de sol que ella creía ver todavía!

Dejaremos, suspirando, a la muchacha. A la mujer la hemos entrevisto más arriba, ¡qué mujer! La amiga, ¡oh, la amiga! ¡Los versos sobre la muerte de Madame de Girardin!

La muerte acaba de cerrar los más hermosos ojos del mundo. ¡La madre!

Cuando reñí a mi hijo, me escondí y lloré. 

Y cuando ese hijo se va al colegio, un grito terrible ¿no es así?

Candor de mi hijo, ¡cómo te van a destruir!

    Lo menos ignorado de Marceline Desbordes Valmore, son sus adorables fábulas, muy suyas, aun después de ese amargo Lafontaine y del lindo Florian:

El niño pequeñito iba a la escuela,

Le habían dicho ¡anda! él quería obedecer.

...

Y el “Miedosito” y “el “Mentirosito!” Os lo ruego, resaltad esas gentilezas, que, no son estúpidas ni afectadas:

Si mi niño me quiere

canta “la Dormidora” que aquí quiere decir “la Canción de Cuna” ¡cuánto mejor!

El mismo Dios dirá;

amo a ese niño que duerme.

Llevadle un ensueño de oro.

Y después de constatar que Marceline Desbordes Valmore, ha sido, entre los poetas de estos tiempos, la primera que ha empleado con la mayor fortuna, ritmos inusuales; el de once pies, entre otros, muy artista sin saberlo demasiado, y fue lo mejor, resumamos nuestra admiración por medio de esta admirable cita:

GEMIDOS

¡El infierno está aquí! El otro me da menos miedo.

Pero el purgatorio me inquieta el corazón.


Me han hablado demasiado de él, para que su funesto nombre

no serpentee y permanezca en un corazón tan débil.

Y cuando la marea de los días me derrota flor a flor,

Veo el purgatorio en el fondo de mi palidez.

Si han dicho la verdad, ahí es a donde iremos a extinguirnos.

¡Oh, Dios de toda vida! Antes de alcanzarte.

Es allí a donde hay que bajar, sin luna y sin día,

Bajo el peso del temor y la cruz del amor;

Para oír cómo gimen las almas condenadas

Sin poder decir: “¡Vamos!, estáis perdonadas”;

Sin poder enjugarlas, ¡oh dolor de dolores!

Sentir filtrarse por todas partes llantos y gemidos;

Tropezar por la noche con jaulas o celdas

Que ningún amanecer colorea con sus claras pupilas;

No saber donde gritar al Salvador desconocido:

¡Ay! mi dulce Salvador, ¿es que no has venido?

Tengo miedo de tener miedo, de tener frío, me escondo

Como un pájaro caído que teme que lo cacen.

Vuelvo a abrir mis brazos, tristemente, al recuerdo…

Pero está el purgatorio y siento como llega.

Es ahí donde me sueño conducida tras la muerte

Como una esclava rebelde al final de su jornada,

Ocultando bajo sus manos la frente pálida y marchita

Y pisando su corazón herido por el suelo.

Ahí es donde voy, por delante de mí misma

Sin atreverme a desear nada de lo que amo.

Ya no tendré nada agradable en el corazón

sino el eco lejano de su alegría en vida.

¡Cielos! ¿a dónde iré? 

sin pies para correr?

¡Cielos! ¿dónde llamaré

sin llave para abrir?

Bajo la eterna retención que rechaza mi plegaria

Nunca más el sol llegará a mis párpados

Para secarlos del mundo y de escenas angustiosas

que me hacen bajar la mirada dolorida.

¡Nunca más el sol! ¿Por qué? Esta luz amada

Que sin embargo brilla en la tierra para los malos;

Sobre un pobre culpable al que llevan a la horca, 

Como un suave “Ven a mí” el orbe se expande y brilla

Ya no hay fuego en ninguna parte, ni pájaros en el espacio.

Ni Ave María en la brisa que pasa.

A la orilla de los lagos secos no se mueve ni una rama.

Y no hay aire para mantener un átomo vivo.

Esos frutos que todo ingrato siente fundirse en sus labios

No darán ya color con su frescura a mi fiebre,

Y de mi corazón ausente que vendrá a oprimirme

Amontonaré lágrimas sin poder llorarlas.

Cielos ¿a dónde iré

sin pies para correr?

Cielos ¿a qué puerta llamaré

sin llave para abrirla?

No más recuerdos que me provocan lágrimas,

recuerdos tan vivos que viviré de su encanto;

No más familia, por la noche, sentada junto a la puerta

Para bendecir su sueño cantando junto al antepasado;

Nunca más el tono adorado, cuya gracia indestructible

obligaría a la nada a volverse sensible.

No más libros divinos deshojados desde el cielo,

Conciertos que todos mis sentidos escuchaban con mis ojos.

Y así, no atreverte a morir, cuando ya no te atreves a vivir

Ni buscar en la muerte un amigo que te libere.

¡Oh, padres! ¿Por qué, pues, buscáis vuestras flores en nuestras cunas,

si el cielo ha maldecido al árbol y a los retoños?

Cielos, ¿adónde iré

      sin pies para correr?

¿Adónde llamaré

sin llave para abrir?

¡Bajo la cruz se inclina al alma prosternada,

Castigada, tras la muerte por la desgracia de haber nacido.

Y ¿qué pasa, en esta muerte que se siente expirar,

si un grito lejano me pide que espere?

¿Y si en ese cielo apagado, una pálida estrella

enviara su luz a mi melancolía?

¿Y si bajo esos tensos arcos de sombra y desesperanza

unos ojos inquietos se encendieran para verme?

Sería mi madre, intrépida y bendita

Descendiendo para reclamar a una hija suficientemente castigada.

Sí, sería mi madre que habría enternecido a Dios

La que vendría a librarme de este horrible lugar,

Y levantaría al viento de la joven esperanza

Su último fruto, que cayó mordido por el sufrimiento.

Sentiría sus brazos, tan hermosos, dulces y fuertes,

Estrecharme y levantarme con su poderosa energía.

Sentiría correr entre mis nacientes alas,

El aire puro que eleva a las golondrinas libres.

Y mi madre, huyendo para no volver más

Me llevaría, viva, a través del porvenir.

Pero antes de abandonar los mortales campos

Iríamos a llamar a las almas amigas,

Más allá del fúnebre campo en el que puse tantas flores

Disfrutaríamos con los perfumes que nacieron de mis lágrimas.

Y tendremos voces, emoción y fuego

Para gritar: ¡Queréis venir? A esas almas dolientes.

¿Queréis venir hacia el verano que hace que todo florezca,

dónde vamos a amar, sin llorar y sin morir?

¡Venid, venid a ver a Dios!; somos sus palomas.

Tirad vuestros sudarios; los cielos ya no tienen tumbas.

El sepulcro se ha roto por el amor eterno.

¡Mi madre nos alumbra para una estancia eterna!


Aquí ya se me cae la pluma de la mano y ¡un agradable llanto moja mis “patitas de mosca”. Me siento impotente para seguir explorando a semejante ángel.

Y de forma pedante, puesto que tal es nuestra penosa tarea, proclamamos con voz alta e inteligible, que Marcelina Desbordes-Valmore, es, sencillamente -con Georges Sand, tan distinta, compleja, no sin encantadoras indulgencias, con enorme sentido común, orgullo y, por así decirlo-, aun con cierto atractivo masculino-, la única mujer de genio y de talento de este siglo y de todos los siglos, en compañía de Safo quizás, y de santa Teresa.

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Y, hasta aquí, la ponderadísima crítica de Paul Verlaine. La biografía de la escritora con numerosos detalles complementarios, y, por supuesto, contando con el trabajo biográfico de Saint-Beuve, así como importantes muestras de la poesía de la autora, llegará muy pronto. 

Sin embargo, no querría poner la palabra FIN, sin antes mostrar un retrato de Marceline, muy probablemente pintado por Goya.

Posible retrato de Marceline Desbordes-Valmore realizado por Francisco de Goya. 

La fotografía procede del tome 3 de "Demeures inspirées et sites romanesques"

El retrato está hoy desaparecido, pero, se sabe que Desbordes-Valmore y Goya se conocieron en Burdeos, entre 1824 y 1828. (Inst. Cervantes en Burdeos).

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martes, 12 de enero de 2021

HELVIA ● Carta de su hijo SÉNECA


Séneca, del taller de Rubens (fragmento).

Lucio Anneo Séneca nació en la Corduba, romana, el año 4 a. C. y falleció en Roma, el 65 d. C., conocido como Séneca el Joven para distinguirlo de su padre, Marco Anneo Séneca.

Filósofo, político, orador y escritor, célebre por sus obras de carácter moral fue orador, Cuestor, Pretor, Senador y Cónsul Suffectus durante los gobiernos de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, además de tutor y consejero de este último. 

Los caracteres de su época están descritos en la gran obra de teatro Britannicus, de Racine, en la que el genial dramaturgo se centra más en la exposición de las diversas y más que peculiares personalidades de los actores históricos de la tragedia, que en el momento histórico o político.

“Britannicus” de Racine, 1670. Gallica, BNF

Séneca fue, entre otras cosas, un gran intelectual y un extraordinario orador, pero también, un político, activo durante los reinados de Claudio y Nerón, si bien, fundamentalmente, lo fue entre los años 54 y 62, los primeros del reinado de su alumno, Nerón, durante los cuales gobernó el Imperio, junto con Sexto Afranio Burro, con poderes absolutos, que ambos asumieron personalmente, sin cumplir ninguna de las vías legítimas; electorales, etc., lo que les creó innumerables enemigos. 

El año 62, fue acusado, tal vez falsamente, de haber participado en la Conjura de Pisón, precisamente, contra Nerón, su antiguo alumno, quien le condenó a muerte, el año 65 sentencia que sería consumada por el propio filósofo.

Fue, sin embargo, en el año 41, cuando se produjo el motivo por el que Séneca envió una carta de consuelo a su madre, Helvia, tras serle conmutada una anterior pena de muerte, por el exilio en Córcega.

New York University

El año 37, Calígula sucedió a Tiberio. 

Tiberio (Capri) y Calígula (Roma)

Séneca era el orador más famoso del Senado, y eso desagradaba al megalómano César, quien, si creemos a Dión Casio, se las ingenió para justificar su ejecución. Dice Casio que una mujer próxima al círculo más íntimo de Calígula, consiguió que este revocara la sentencia, convenciéndole de que Séneca, enfermo de asma toda su vida y para entonces ya con evidente falta de salud, moriría pronto por sí mismo. Puede que fuera así; en todo caso, el proceso hizo que Séneca tomara la decisión de retirarse de la vida pública, si bien, tal vez, ya demasiado tarde.

Como hemos dicho, el año 41, tras la muerte de Calígula y la subsiguiente entronización de Claudio, Séneca, que no había perdido celebridad, fue de nuevo condenado a muerte, sin que sepamos exactamente, por qué, aunque, sí sabemos que la pena fue conmutada, por el destierro en Córcega. 

Claudio (Pontano), Nerón (Roma)

Las causas de esta condena se ignoran y, además, los libros de Tácito que probablemente hablaran del asunto, desaparecieron hace siglos. Al parecer, se le acusó de adulterio con Julia Livila, hermana de Calígula, algo muy, muy improbable. Podría ser más cierto, que la esposa de Claudio, la famosa Valeria Mesalina, lo considerase peligroso, aunque esto también es una suposición, posible, pero no documentada y, ciertamente, es también probable que Séneca -todavía muy influyente-, pudiera haber sido, sólo por eso, considerado un enemigo político en potencia para Claudio

La biografía de Séneca también tiene sus claroscuros, con cambios de actitud impensables y acciones no tan recomendables, como la inmensa fortuna que amasó durante su mandato junto a Burro, que causó, incluso la envidia del emperador. No obstante, vamos a atenernos por ahora, al contenido y la belleza de la carta enviada a su madre, con el fin de proporcionarle consuelo para la pena que iba a causarle su alejamiento, tras la reciente pérdida de su esposo. La duración de aquel exilio, por entonces, era imprevisible, pero se extendió a lo largo de ocho años.

En la carta a la madre, Séneca propone con gran sabiduría y afecto, actitudes estoicas que -para nuestra sorpresa-, nada tienen en común con el contenido de la Consolación a Polibio. carta de la misma época. Polibio gozaba de gran poder e influencia sobre el emperador, y en esta carta -que, casi sin duda, no estaba destinada a hacerse pública-, Séneca se muestra como un gran adulador, en busca el perdón imperial.

El año 49, tras la caída de Mesalina, la nueva esposa de Claudio, la también famosa, Agripina la Menor, consiguió su rehabilitación. Séneca fue llamado a Roma y, por deseo de Agripina, nombrado Pretor. Dos años después, en el 51, la misma Agripina, hizo que Séneca fuera nombrado tutor del futuro Nerón, hijo de un matrimonio anterior. 

Dice Tácito, que Agripina se proponía que la buena fama de Séneca, favoreciera de alguna manera a la familia imperial. Con el tiempo, el resultado de la supuesta educación de Nerón, constituirá otro gran interrogante en la biografía de Séneca.

En el año 54, moría Claudio -quizás envenenado por Agripina-, Nerón llegaba al poder. En todo caso, aunque no parece que Séneca hubiera tenido algo que ver con aquella muerte, se conocía su desprecio hacia Claudio, al que había satirizado cruelmente en su obra, Apocolocyntosis divi Claudii; es decir, “Calabacificación del divino Claudio”, cuyo título ya parece decirlo todo. 

Nerón tenía entonces 17 años, y Séneca fue nombrado, además, consejero político y ministro, que actuaría junto al austero oficial militar, Sexto Afranio Burro, siendo, además, nombrado por su alumno, Cónsul Suffectus, cargo que ejerció entre mayo y octubre del 55. 

Durante los ocho años siguientes, Séneca y Burro, las dos personas de mayor valía e ilustración del entorno de Nerón, gobernaron, de hecho, el imperio romano, con un resultado que, de acuerdo con Trajano, fue el “mejor y más justo gobierno de toda la época imperial”. 

Los dos eficientes colegas se centraron en frenar los excesos del joven Nerón, tratando, al mismo tiempo, de que Agripina no concentrara demasiado poder en sus apasionadas manos

Séneca y Burro se habían hecho ilegalmente con el poder, prácticamente absoluto, si bien lo emplearon en promover reformas legales y financieras, muy urgentes, como la reducción de los impuestos indirectos; persiguieron la corrupción de los gobernadores provinciales; llevaron a cabo, obteniendo la victoria, una guerra en Armenia. Se enviaron, a propuesta de Séneca, expediciones en busca de las famosas fuentes del Nilo, etc. Pero la realidad es, que ni Burro ni Séneca ostentaban más título para ejercer el poder, que el de Senadores, por lo que actuaron como lo harían posteriormente, algunos famosos Validos, en este caso, apoyados en el afecto del nuevo emperador.

Pero el tiempo pasó y Nerón empezó a querer mandar por sí mismo y, sea como fuere, el año 58, Publio Suilio Rufo, también consejero del emperador, acusó a Séneca de haberse acostado con Agripina, algo que, en opinión de Tácito, era poco menos que imposible, pero el desprestigio minó la imagen del filósofo y, en consecuencia empezaron a llover acusaciones contra él, ya fuera de delitos tan absurdos como el de deslegitimar el tiránico régimen imperial; de extravagancia en sus banquetes; de hipócrita y adulador en sus escritos –conviene recordar que, casualmente, fue entonces cuando apareció la ya citada carta al liberto Polibio–; de usura, y, por último, de haber acumulado demasiada riqueza; parece probado, que la fortuna de Séneca en aquel momento era tan llamativa y evidente -Juvenal hablaba con admiración de sus inmensos jardines-, que pudo servir de excusa a Nerón para deshacerse de él, con apariencia de ejercer justicia.

En el año 59, Agripina, la antaño incondicional valedora de Séneca, fue asesinada por su hijo Nerón, lo que constituyó, una especie de aviso para Séneca, que se apresuró a enviar una carta al Senado, justificando el asesinato, aduciendo que Agripina conspiraba contra su hijo. Esta carta también ha sido muy vituperada posteriormente, como base o justificación para acusar a Séneca de hipócrita. 

Así las cosas, Burro moría el año 62 y su desaparición hizo que la situación de Séneca se hiciera insostenible; en aquellos momentos, el que privaba al lado del emperador, entre otros, era, Petronio.

Agripina coronando a Nerón.

Nerón, el último emperador de la dinastía Julia-Claudia, contempla, junto con otros personajes, el cadáver de su madre, Agripina la Menor, cuya muerte ordenó él mismo. 59 d. C. Museo del Prado, en depósito en otra institución. Obra de Arturo Montero y Calvo.

Ante tan oscuro horizonte, el año 62 Séneca pidió a Nerón retirarse de la vida pública, no sin antes ofrecerle todos sus bienes, algo que Nerón rechazó, probablemente, porque sabía que pronto estarían en su poder de todos modos. Séneca decidió, entonces, realizar una serie de viajes, en compañía de su esposa -para entonces, Paulina, que era la segunda-, por el sur de Italia, y empezó a escribir las excelentes Cartas a su amigo Lucilio, Procurador en Sicilia, que, dicho sea de paso, inspiraron a Michel de Montaigne, sus famosísimos Ensayos.


Se diría que Nerón, el incoherente alumno de Séneca, no respiraba en paz, hasta que no mataba a cualquiera del que simplemente sospechara que se le había “atravesado”; así, dice también Tácito, que el Séneca sufrió un intento de envenenamiento que no surtió efecto. 

Sin embargo, en el año 65 se descubría la famosa, Conjura de Pisón, contra la vida del emperador, que, a pesar de resultar frustrada, sirvió a este para deshacerse de cuantos pudo por las menores sospechas, o sin ellas. Séneca fue acusado y, en consecuencia, condenado a muerte.

Escribió Tácito, que el Tribuno Silvano -quien sí formaba parte de la Conjura-, fue encargado de comunicar a Séneca su condena, lo cual le causaba tanta vergüenza, que encomendó el triste deber a otro Tribuno.

Séneca, después de oír la sentencia, pidió tiempo para hacer testamento, que le fue negado, ya que como dijimos arriba, el Emperador, sabía que, de todas formas, los bienes del filósofo serían confiscados a su favor, en cuanto este, al conocer su condena, procediera a suicidarse, como era de esperar.

No describiremos en detalle el proceso del obligado suicidio de Séneca, pues resultó largo y penosísimo, a pesar de su edad y su falta de salud. Aunque las fuentes no son del todo claras, parece que Paulina, su esposa -temiendo asimismo la venganza del hombre al que tan poco se le daba una vida humana, si se oponía o parecía oponerse a su capricho o interés momentáneo-, decidió morir junto a su esposo, pero algunos autores, entre ellos, Tácito, creen que sus servidores le salvaron la vida y que sobrevivió varios años.

De mulieribus claris de Giovanni Boccaccio, impreso por Johannes Zainer en Ulm ca. 1474

También se ha considerado, como muestra documental, en este sentido, la iluminación precedente, en la que, a Paulina, al parecer, en contra de su voluntad se le aplica un torniquete, que le salvaría la vida.

A la muerte de Séneca siguieron, inexorablemente, los de sus hermanos Galión y Mela, así como la del escritor Lucano -el celebrado autor de “La Farsalia”-, hijo de Mela, y sobrino, por tanto, de Séneca.

Nerón y Séneca. De Eduardo Barrón González,1904. Museo de Zamora

La muerte de Séneca (detalle) 1871, de Manuel Domínguez Sánchez. Museo del Prado

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La Consolación a Helvia

Conviene aclarar, quizás, que sólo conocemos a la madre de Séneca gracias a esta Carta; incluso sabemos su nombre, por el título de la misma. 

Parece que Helvia perdió a su madre al nacer y fue educada de acuerdo con las severas costumbres de una familia tradicional. Se casó con Séneca el Rétor, nacido en Córboba, que ya había fallecido cuando su hijo escribió esta Consolación.

Conocemos del mismo modo, el nombre de sus otros dos hijos; el hermano mayor, Novatus, que por adopción recibió el nombre de L. Iunius Gallio Annaeanus; que fue Senador y Procónsul de Acaya durante los años 51 y 52 y el menor; M. Annaeus Mela, que pertenecía al orden ecuestre y se dedicó a los negocios. Fue padre, como hemos dicho, del poeta Lucano.

Lucano y La Farsalia, poema inacabado en diez Cantos sobre la guerra civil entre Julio César y Cneo Pompeyo Magno. El Canto VI es conocido por ser el documento más completo que hay sobre necromancia/nigromancia o adivinación, en la Antigüedad.

También conocemos por esta Carta, a la hermana mayor de Helvia; aunque su nombre no aparece en ella, se sabe que estuvo casada con C. Galerius, Prefecto en Egipto y que fue muy importante en la formación y educación de Helvia. También acompañó al joven Séneca a Roma y se ocupó de su crianza, formación y carrera, cuidándolo en sus enfermedades, y favoreciendo la posibilidad de que obtuviera su primera magistratura.

Helvia se dedicó al cultivo de las humanidades hasta que se casó, lo que queda patente, cuando Séneca le dice que vuelva a hacerlo en aquel momento de soledad y desgracia, tras diversas y dolorosas pérdidas, pues con ello enriquecerá su espíritu y distraerá su pena. 

La Carta, que muestra un cálido amor filial, presenta, a la vez un extraordinario contenido ético y filosófico.

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CONSOLATIO AD HELBIAM MATREM - CONSOLACIÓN A HELVIA

Versión reducida, con fragmentos de los originales; traducción de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y edición bilingüe con estudio previo, de C. Alonso del Real.

    Muchas veces, oh madre excelente, he sentido el impulso de consolarte, y muchas veces también me he contenido. Me movían varias cosas a atreverme: en primer lugar, me parecía que quedaría libre de todos mis disgustos si lograba, si no secar tus lágrimas, contenerlas al menos un momento; no dudaba que podría despertar tu alma, si sacudía mi propio letargo. Quería, en fin, con todas mis fuerzas, poniendo la mano sobre mi herida, acercarme a la tuya para cerrarla. 

    Pero otros pensamientos retrasaron mi propósito. Sabía, por ejemplo, que no se deben combatir los dolores en la violencia de su primer arrebato, porque solo se logra irritarlo y aumentarlo; igual que en todas las enfermedades, no hay nada hay tan pernicioso como un remedio prematuro. Esperaba, pues, que tu dolor empezara a agotarse por sí mismo, y así, hallarlo más dispuesto para soportar el medicamento, que permitiese aliviar la herida.

    Pero al revisar las lecciones que nos dejaron los grandes genios acerca de los medios para contener y corregir la tristeza, no encontré el ejemplo de ninguno que hubiese consolado a los suyos, sino que ellos mismos eran causa de más lágrimas para ellos. Así pues, temía herir tu alma más que consolarla. Necesitaba palabras nuevas, sabiendo que la intensidad de un dolor que excede de la medida común, priva de la elección correcta de las palabras. 

    Pero voy a intentar consolarte, como pueda, y no porque confíe en mi ingenio, sino porque siento que puedo ser para ti eficaz, pues nunca me has negado nada, y no me negarás ahora la esperanza de poner término a tu pesar.

    Ya ves cuánto me prometo de tu indulgencia en contra del dolor, aunque, lejos de enfrentarme bruscamente con él, voy a despertar sus causas y a abrir de nuevo todas las heridas. Ya sé que alguien dirá: «Extraña manera de consolar; colocar el corazón en presencia de todas sus amarguras, cuando apenas se puede soportar una sola». Pero hay males que aumentan a pesar de los remedios, y, sin embargo, se curan con los medicamentos contrarios. Rodearé, pues, tu dolor de todos sus lutos, no con calmantes, sino con hierro y fuego. Con ello lograré que te avergüences, si después de haber triunfado de tantas miserias, no sabes soportar una herida sola en un cuerpo cubierto de cicatrices. Aquellos cuyos años han trascurrido entre calamidades, soportan los dolores más intensos con inquebrantable y firme constancia. La asiduidad del infortunio tiene algo bueno, y es que, termina por fortalecer el ánimo. 

    La fortuna no te dio ni un solo día sin desgracia, sin exceptuar ni siquiera el de tu nacimiento, pues entonces perdiste a tu madre, y así, en cierta manera fuiste arrojada a la vida y creciste con una madrastra, a la que, con tu dulzura y cariño, convertiste en madre.

    A tu tío, que tanto te quería, lo perdiste, justamente, cuando esperabas la hora de su llegada. Y como la fortuna temiese herirte menos distanciando sus golpes, treinta días después llevaste al sepulcro un esposo al que amabas tiernamente y que te hizo madre de tres hijos, y aún llorosa como estabas, vinieron a anunciarte nuevos quebrantos con la ausencia de aquellos hijos: como si todos los males se hubieran puesto de acuerdo para caer a la vez sobre ti. Además de otros muchos peligros y temores, cuyos ataques has soportado sin interrupción, sobre el mismo seno que tus tres hijos acababan de dejar, recibías los huesos de tus tres nietos. Veinte días después de haber dado sepultura a mi propio hijo, muerto en tus brazos y entre tus besos, cuando ya sólo te faltaba llorar por los vivos, supiste que te era arrebatado yo mismo. 

    Pero igual que los soldados bisoños temen más al médico que a la herida, al contrario que los veteranos, que se prestan a sus cuidados, aun hallándose atravesados de parte a parte, así también debes prestarte tú hoy a la cura. Rechaza, pues, los sollozos y lamentos porque ya has aprendido a ser desgraciada. ¿Ves acaso que te trato con timidez? Nada he suprimido de tus males; todos te los he presentado ante los ojos, con resolución, porque pretendo triunfar de tu dolor y no solo atenuarlo, aunque creo que podré vencerlo, si, en primer lugar, te demuestro que no estoy sufriendo nada que pueda hacerme desgraciado, y muchos menos hacer desgraciados a los que me son más cercanos. 

    Y te diré en primer lugar lo que tu cariño tiene prisa por saber: que no experimento ningún mal; y si no te convenzo, te repetiré hasta la saciedad, que no me resultan intolerables las penas con las que me imaginas agobiado. No creas lo que te digan de mí; yo mismo te aseguro que no soy desgraciado, y añadiré, para tranquilizarte más, que no llegaré a serlo más adelante.

    Todos hemos nacido para la felicidad, si no salimos de nuestra condición. La naturaleza ha querido que, para vivir felices no necesitemos grandes cosas y cada cual puede labrarse su felicidad. 

    Los sucesos accidentales tienen poco peso, y no pueden obrar con fuerza en ningún sentido: la prosperidad no eleva al sabio, ni la adversidad puede abatirlo, porque ha trabajado siempre para reunir cuanto ha podido dentro de sí mismo y para buscar en su interior toda su alegría. ¡Pero, cómo! ¿me estoy llamando sabio? No, porque si pretendiese serlo, no solamente negaría que puedo ser desgraciado, sino que me proclamaría el más feliz de todos, resultando casi igual a Dios. Hasta ahora, y esto ha bastado para dulcificar todos mis sufrimientos, no he hecho, sino ponerme en manos de los sabios; considerándome demasiado débil para defenderme por mí mismo, y estos son los que me han aconsejado permanecer constantemente en pie, como un centinela y esperar todas las empresas y ataques de la fortuna, antes de que sucedan. 

    La fortuna agobia a aquellos sobre quienes cae de improviso, pero el que vigila constantemente la vence sin trabajo. Nunca confié en la fortuna, incluso cuando parecía que hacía las paces conmigo. Todos los favores con que me colmaba; riquezas, honores, gloria, los he colocado en un lugar donde pudiese ella recobrarlos sin alterarme, porque los reveses solamente abaten al ánimo que vive engañado por los triunfos. Pero aquel a quien no engaña la prosperidad, no queda consternado por los reveses. Por esta razón, he creído siempre que no hay nada de verdadero en esas cosas que todos los hombres desean; las he encontrado vacías, seductoras y engañosas, sin tener nada en sí mismas que corresponda con su apariencia. Y, en cuanto a lo que llaman males, tampoco encuentro todo aquello tan espantoso y terrible con que me amenazaba la opinión vulgar. 

Así, una vez ignorado el juicio de la multitud, si analizamos lo que es el destierro en su última expresión, resulta que no es más que cambio de lugar. Te parecerá que suprimo sus angustias y que quito todo lo que tiene de más doloroso, porque acompañan a este cambio cosas muy desagradables, como la pobreza, el oprobio, o el desprecio, pero después hablaré de esos pretendidos males, porque ahora quiero examinar la amargura que encierra este cambio de lugar. 

    "Intolerable es carecer de la patria". Piensa en tanta gente que casi no cabe en la ciudad. Pues más de la mitad de ellos están fuera de su patria, ya que de todos los rincones del mundo afluyen aquí; unos por ambición, otros, por los deberes de un empleo público, o una embajada. Otros por el libertinaje que hallan en una ciudad opulenta; otros, por amor a los estudios liberales; por los espectáculos, por amistad, etc. Pregunta a cualquiera, y verás que casi todos han abandonado su morada voluntariamente, para venir a esta ciudad grande y bella sin duda, pero que no es la suya. 

    Ahora deja a un lado esta ciudad, que en cierta manera puede llamarse patria común y recorre otras; verás que no existe ni una, cuyos habitantes no sean, en su mayor parte, multitud extranjera. Después aléjate de esas orillas, cuyo encanto y delicia atrae también a la muchedumbre y ven a estas playas desiertas, a estas islas salvajes, Sciathum [Skiathos, que forma parte de Islas Espóradas; Egeo], Seriphum [Sérifos, en el Egeo; de las Cícladas], Gyarum [Giaros, también de las Cícladas; hoy despoblada] y Córcega, [La isla más grande del Mediterráneo] y no encontrarás ningún destierro donde no habite alguno por su gusto.

    No hay dónde hallar paraje más desolado, más abrupto, que en esta roca; más desprovisto de recursos; habitado por gentes más indómitas: erizado de asperezas más amenazadoras y bajo cielo más inclemente. Y, sin embargo, aquí también hay más extranjeros que ciudadanos, lo que demuestra que, el cambio de lugar nada tiene de penoso, pues se abandona la patria para venir a esta isla. Además, he conocido a algunos que dicen que existe en el hombre cierta necesidad natural de cambiar de sitio y trasladar sus penates. [Los dioses del hogar].

    Y si observas los astros que iluminan el mundo, verás que no hay ninguno que se detenga; girando con el universo, gravitan, aunque en sentido inverso; sucesivamente atraviesan todos los signos, pero siempre se mueven, siempre viajan. 

    Pues bien, considerando esto, no podrás creer que el alma humana, formada de la misma sustancia que las cosas divinas, soporta a disgusto los viajes y emigraciones, cuando la naturaleza de Dios encuentra en perpetuo y rápido cambio su placer y conservación. Pero dejando las cosas celestes, vuelvo a las de la tierra. 

    ¿Qué significan esas ciudades griegas en medio de países bárbaros? ¿qué significa esa lengua macedónica hablada entre la India y Persia? Scitia [entre el Danubio y la costa Norte del Mar Negro] y toda esa región de naciones feroces e indómitas nos muestran ciudades de Acaya [Norte del Peloponeso] construidas en los litorales del Ponto. Ni los rigores de perpetuo invierno, ni las costumbres de los habitantes, tan salvajes como su clima, han impedido que trasladen muchos allí su morada. 

Asia está llena de Atenienses; Mileto ha derramado ciudadanos en setenta y cinco ciudades diferentes. Toda la costa de Italia, bañada por el mar inferior, fue la Magna Grecia. Asia reivindica a los Toscanos; los Tirios habitan África; los Cartagineses, Hispania; los Griegos se han introducido en la Galia; los Galos, en Grecia; los Pirineos no cierran ya el paso a los Germanos y la movilidad humana ha paseado por soledades impracticables y desconocidas. 

    No todos estos pueblos, tenían las mismas razones para abandonar y buscar una patria. pero lo que es evidente, es que, por unos u otras causas, nada permanece en el punto en que nació y el género humano se mueve continuamente, y estos traslados de los pueblos ¿no son, en definitiva, semejantes a los destierros? 

Te preguntarás por qué te llevo por tan largo rodeo, pero he de recordarte aún a Diomedes y a todos los otros, a los que la guerra de Troya, tanto vencedores como vencidos, dispersó por ajenas tierras. El Imperio romano lo fundó un desterrado, que huyendo de su patria conquistada, y llevando consigo exiguos restos, en busca de lejano asilo, la necesidad y el temor al vencedor lo arrojaron a las costas de Italia, pero, más adelante, ¿cuantas colonias mandó este pueblo a todas las provincias? Donde el romano vence, habita, y para estos cambios de residencia, se alistaban voluntariamente sus hijos, a los que seguía después el anciano, convertido en colono.

    No necesito para mi propósito más ejemplos, pero añadiré uno porque salta a la vista. Esta misma isla ha cambiado muchas veces ya de habitantes. Griegos, Ligurios; Hispanos, que llegaron después, como demuestra la semejanza de costumbres, pues conservan hoy de los Cántabros (1), el gorro con que se cubren la cabeza, el calzado, y algunas palabras. Más adelante vinieron dos colonias de ciudadanos romanos; ¡ tantas veces ha cambiado la población de esta roca árida y espinosa! En fin, difícilmente encontrarás una tierra que esté habitada aún por sus indígenas.

 1 No queda claro qué entendía Séneca por cántabros, y otros autores latinos como Julio César los sitúan más al este que la mayoría de los geógrafos de la Antigüedad, pero hasta hoy solo está investigada la relación de los antiguos corsos [...] con los vascos [...], pero no con Cantabria. (R. Sordo: Foros de Montaña...).

   Para sobrellevar estos cambios de lugar, descartando los inconvenientes que conlleva el destierro, Varrón, el más docto de los Romanos, juzga que nos basta gozar, donde quiera que nos encontremos, de la naturaleza misma. Según M. Bruto, es suficiente para aquellos que parten para el destierro, poder llevar con ellos sus virtudes. ¡Qué poco vale lo que perdemos! Dos cosas excelentes nos seguirán a donde quiera que vayamos: la naturaleza que es común a todos, y la virtud que nos es propia. Así lo quiso, créeme; aquel, sea quien quiera, que dio la fortuna al universo; sea un Dios, señor de todas las cosas, sea una razón incorpórea, arquitecto de estas obras maravillosas, sea un espíritu divino repartido con igual energía en los cuerpos más grandes y en los más pequeños. 

Lo más excelente del hombre está fuera del poder humano la posibilidad de dárselo o de quitárselo: hablo del mundo, la creación más bella y brillante de la naturaleza; de esta alma hecha para contemplar y admirar el mundo, del que ella a su vez es la parte más magnífica; esta alma que nos pertenece en propiedad y para siempre y que debe durar tanto como duremos nosotros. Marchemos, pues, contentos, erguidos y con paso firme a donde nos lleva el hado.

Recorramos todas las tierras; ni una sola encontraremos en el mundo que sea extraña al hombre. Desde todas ellas se eleva nuestra mirada a igual distancia hacia el cielo; y el mismo intervalo separa las cosas divinas de las humanas. Mientras no se prive a mis ojos de este espectáculo de que no se sacian, con tal que se me permita contemplar la luna y el sol, sumergir mi vista en los demás astros, interrogar su salida y su ocaso, su distancia y las causas de su marcha, unas veces rápida, otras lenta; admirar durante las noches tantas brillantes estrellas, inmóviles unas, desviándose ligeramente otras, pero girando siempre en la órbita que tienen trazada, y en tanto que unas se lanzan de pronto, otras nos deslumbran con un rastro brillante como si fuesen a caer, o vuelan arrastrando tras de sí inflamada cabellera; con tal que viva en esta compañía, y me mezcle, en cuanto puede mezclarse el hombre, con las cosas del cielo; con tal de que mi alma, aspirando a contemplar los mundos que participan de su naturaleza, se mantenga en las regiones sublimes, ¿qué me importa el suelo que piso? 

    Cuanto más largos hayamos hecho nuestros pórticos, cuanto más hayamos elevado nuestras torres, extendido nuestros dominios, ahondado nuestras grutas de estío y más atrevida sea la techumbre que cubra nuestra sala de festines, más habremos hecho para ocultarnos el cielo. La suerte te ha arrojado a un país donde el edificio más grande es una cabaña. Débil será tu corazón y muy bajo buscarás consuelos, si para vivir animosamente en ese asilo necesitas pensar en la cabaña de Rómulo. Di más bien: Este humilde hogar es asilo de virtudes; y será superior en magnificencia a todos los templos, cuando se vea en él la justicia con la continencia, la sabiduría con la piedad, la ordenada observancia de todos los deberes con la ciencia de las cosas divinas y humanas. Ningún paraje es estrecho cuando puede contener esta multitud de grandes virtudes: no es penoso ningún destierro, cuando se puede ir a él con este acompañamiento. 

    Bruto, en el libro que escribió sobre la virtud, dice que vio a Marcelo en el destierro de Mitilene, viviendo con toda la felicidad compatible con la naturaleza del hombre, y entregado con más entusiasmo que nunca a los estudios elevados. Así añade que, cuando iba a separarse de él, le parecía partir él mismo al destierro, antes que dejar un desterrado. ¡Oh Marcelo, más dichoso cuando merecías las alabanzas de Bruto, que cuando tu consulado recibía las de la república! ¡Cuán grande fue aquel hombre a quien no se podía abandonar en el destierro sin creerse desterrado uno mismo; que se hizo admirar por un hombre que fue admirado hasta por el mismo Catón! Bruto refiere también que C. César no quiso detenerse en Mitilene, porque no podía soportar la presencia de aquel noble infortunio. El Senado reclamó la vuelta de Marcelo con preces públicas; no por Marcelo, sino por ellos mismos, desterrados, si habían de vivir lejos de él. César se avergonzó de volver sin Marcelo. Pero puedes creer que aquel grande hombre se animó con estas palabras, para soportar tranquilamente el destierro: 

    «Estar lejos de la patria no es una calamidad; ¿te has imbuido bastante en la filosofía para saber que el sabio en todas partes encuentra su patria? ¿Cómo no? ¿el mismo que te desterró, no estuvo diez años privado de su patria? Verdad es que fue por ensanchar el imperio, pero no por eso dejó de estar privado de la patria. Y míralo ahora atraído por el África, que nos amenaza con nueva guerra; por Hispania, que reaviva las partes vencidas y dominadas; por el pérfido Egipto, por el mundo entero, atento para aprovechar nuestras conmociones. ¿Adónde acudirá primero? ¿A qué partido se opondrá? La victoria le paseará por toda la tierra. Que todas las naciones se postren para adorarle: tú vive contento con la admiración de Bruto». 

    Marcelo soportó, pues, sabiamente su destierro, y el cambio de lugar no alteró nada en su alma, aunque tuviese por compañera la pobreza, en la que nada se encuentra penoso, cuando no se está cegado por esa locura que todo lo trastorna: la avaricia y el lujo. ¡Qué poco basta, en efecto, para la conservación del hombre! ¿y qué puede faltar al que posee algo de virtud? 

Por lo que a mí toca, observo que no he perdido riquezas sino cuidados. Limitados son los deseos del cuerpo; quiere preservarse del frío, saciar con alimentos el hambre y la sed: todo lo que se apetece fuera de esto, es un trabajo que se toma para los vicios y no para las necesidades. 

No es indispensable registrar todos los Océanos, cargar el vientre con inmenso estrago de animales, ni arrancar conchas en las desconocidas orillas de los mares más remotos. Los dioses y las diosas confundan a aquellos cuyo desenfreno traspasa los límites de tan apetecido imperio. Quieren que se vaya a cazar más allá de Phaso para proveer a su ambiciosa cocina; se atreven a ir en busca de aves hasta entre los Parthos, de los que todavía no nos hemos vengado. De todas partes se hace venir lo que puede satisfacer las exigencias de su desdeñosa gula. De los últimos extremos del Océano se trae lo que apenas recibirá su estómago gastado por los placeres. Vomitan para comer; comen para vomitar: y desdeñan digerir los manjares que han pedido a toda la tierra. Al que desprecia todas estas cosas ¿qué daño le hace la pobreza? 

    C. César, al que creo dio vida la naturaleza para mostrar lo que pueden los grandes vicios en la gran fortuna, comió en una sola cena diez millones de sextercios; y a pesar del auxilio de tantos genios inventivos, apenas pudo gastar en una comida la renta de tres provincias. ¡Desgraciados aquellos cuyo paladar no despierta sino con platos delicados, y no se los hace preciosos su sabor exquisito, ni nada de lo que agrada a las fauces, sino la dificultad de adquirirlos! 

Si recobraran la sana razón, ¿qué necesidad tendrían de poner tantas industrias al servicio de su vientre? ¿Para qué ese comercio? ¿Para qué ese estrago de bosques? ¿Para qué esos sondeos en los abismos? A cada paso se encuentran alimentos que la naturaleza ha sembrado en todas partes; pero como ciegos pasan a su lado; errantes van por todas las comarcas; cruzan los mares, y cuando con tan poco podían calmar el hambre, la irritan con grandes gastos.

Desearía decirles: ¿Por qué lanzáis naves al mar? ¿por qué armáis vuestras manos contra los animales y contra los hombres?, ¿por qué amontonáis riquezas sobre riquezas? ¿No queréis pensar en lo pequeño que es vuestro cuerpo? ¿Por qué correr en pos de tantas cosas? Sin duda nuestros antepasados debían ser muy desgraciados, puesto que con sus propias manos preparaban sus alimentos, tenían por lecho el suelo, sus techos no brillaban aún con el oro, y no centelleaban en sus templos las piedras preciosas. Pero entonces se respetaban los juramentos hechos ante dioses de arcilla.

Menos dichoso vivió en nuestros días aquel Apicio [gastrónomo romano] que, en una ciudad de donde en otro tiempo se expulsaba a los filósofos como corruptores de la juventud, puso escuela de glotonería, infestando su siglo con vergonzosas doctrinas. Pero voy a referir su fin. Después de haber gastado en la cocina un millón de sextercios y disipado en comidas los regalos de los príncipes y la inmensa renta del Capitolio, agobiado de deudas, se vio obligado a examinar sus cuentas, y calculó que solamente la quedaban diez millones de sextercios, y creyendo que vivir con diez millones de sextercios era vivir en extrema miseria, puso fin a su vida con veneno. 

Consideremos, entonces, si es el estado de nuestro caudal y no el de nuestra alma el que importa para nuestra felicidad. Aquel hombre, en realidad se envenenaba, cuando, no solamente se deleitaba en sus inmensos festines, sino que se gloriaba de ellos, y cuanto más ostentaba sus desórdenes, más atraía toda la ciudad a la contemplación de su desenfreno, más invitaba a imitarle a una juventud naturalmente inclinada al vicio sin necesidad de malos ejemplos. 

Esto sucede a los que no ordenan las riquezas por la razón, que tiene límites fijos. No es, pues, desgracia la pobreza en el destierro; porque no hay paraje tan estéril que no produzca abundantemente lo necesario para la subsistencia del desterrado. 

La naturaleza, al imponer necesidades al hombre, no se las impuso onerosas, pero si lo que desea es tener vestidos teñidos de púrpura y tejidos con oro, no es a la fortuna sino a sí mismo a quien debe acusar de su pobreza. Si desea vasos de oro, vajilla de plata o platos de bronce, y un rebaño de esclavos, capaz de hacer estrecho el palacio más grande; bestias de carga, pedrerías de todas las naciones, etc. en vano reunirás todo esto para él, porque no conseguirá satisfacer su alma insaciable.

No acontece esto solamente con el dinero y los alimentos: igual carácter tienen todos los deseos que no proceden de la naturaleza, sino del vicio: por mucho que le deis, no pondréis fin a la avidez, sino que le daréis más aliciente. Cuando nos contenemos en los límites de la naturaleza se desconoce la miseria; cuando se traspasan, la pobreza nos sigue hasta en la cumbre de la riqueza. Nada importa la riqueza al alma que tiene presente su origen: ligera y libre de todo cuidado. Por lo tanto, nunca puede condenarse al destierro un alma libre. Este cuerpo, prisión y lazo del alma, va agitado de aquí para allá: sometido a suplicios, latrocinios y enfermedades, pero el alma es sagrada, es eterna, y no es posible que nadie ponga la mano sobre ella.

Pero volvamos a los ricos. ¡Cuántas veces en su vida se parecen a los pobres! En la guerra, por ejemplo, ¿qué tienen de todo cuanto poseen, si la disciplina militar prohíbe todo aparato? ¡Locos! ¡Qué ceguera! ¡qué ignorancia de la verdad! 

Por mi parte, cuando recuerdo los ejemplos antiguos, me avergüenzo de buscar consuelos contra la pobreza; porque en nuestro tiempo, de tal manera se ha exagerado el exceso del lujo, que hoy pesa más el equipaje de un desterrado que antes el patrimonio de un personaje. 

Homero solamente tuvo un siervo; tres Platón y ninguno Zenón, de quien procede la rígida y viril sabiduría de los estoicos; y sin embargo, ¿quién osará decir que vivieron miserablemente? ¿Despreciará alguien la pobreza que tan ilustres ejemplos tiene?

    “El cambio de lugar es tolerable, si efectivamente solo se cambia de lugar y la pobreza es tolerable si no lleva consigo la ignominia, que es la que puede abatir el ánimo”. Si pretenden asustarme con una multitud de males, contestaré que, si tienes bastante fuerza en ti mismo para rechazar un ataque de la fortuna, debes tenerla también para rechazarlos todos, pues una vez que la virtud ha endurecido el ánimo, le hace invulnerable. Si se ha liberado de la avaricia -el azote más pernicioso del género humano-, no tardará en abandonarle la ambición. Y, si no consideras el último día como castigo, sino como una ley de la naturaleza, cuando hayas lanzado de tu corazón el temor a la muerte, no dará entrada a ningún terror y verá todas las demás pasiones deslizarse ante él sin alcanzarle. La razón no rechaza separadamente cada vicio, sino todos a la vez, venciendo con un solo esfuerzo. 

Más aún que la ignominia es la muerte ignominiosa. Y sin embargo, considera a Sócrates, con aquel sereno rostro que en otro tiempo contuvo la insolencia de más de treinta tiranos, entra en su prisión, a la que también debía purgar de ignominia, porque no podía haber cárcel allí donde se encontraba Sócrates. 

Bien sé que algunos consideran como lo peor de todo el desprecio, pareciéndoles preferible la muerte. A éstos diré que el mismo destierro está con frecuencia exento de todo desprecio. Si el hombre grande cae, es grande también caído, y no hay que considerarlo más despreciado que esas ruinas de sagrados templos, que se pisan, pero que las personas religiosas veneran como si todavía permaneciesen en pie.

Así pues, madre querida, como en lo que a mí respecta, nada hay que deba hacerte derramar lágrimas; son sólo tus propios sentimientos los te hacen llorar, y estos pueden reducirse a dos: o bien te afliges porque crees haber perdido un apoyo, o bien porque no puedes soportar el dolor de su ausencia. En cuanto a lo primero, muy poco he de decir: conozco tu corazón, y sé que no amas a los tuyos más que por ellos mismos. Tú te has regocijado profundamente de la fortuna de tus hijos, pero usando parcamente de ella: impusiste siempre límites a nuestra liberalidad, mientras que no los ponías a la tuya, pues, en patria potestad aún, aumentabas el caudal de tus hijos, que ya eran ricos; te mostraste en la administración de nuestro patrimonio tan activa como si hubiese sido tuyo; nada recibiste de todos nuestros honores más que regocijo y gasto; tu cariño no pensó jamás en el interés. No puedes, pues, en ausencia de tu hijo, desear lo que en presencia suya nunca consideraste como tuyo.

“Estoy privada de los abrazos de mi amado hijo; no gozo de su presencia, de su palabra: ¿dónde está aquel cuyo rostro disipaba la tristeza del mío, en el que depositaba todas mis penas? ¿dónde aquellos coloquios de los que me mostraba insaciable? ¿dónde aquellos estudios a los que asistía con más gusto que una mujer, con más familiaridad que una madre? ¿dónde aquellos encuentros y aquella alegría infantil al ver a la madre?”


No puedes olvidar las impresiones de nuestra reciente conversación, tan a propósito para oprimir tu alma, porque la fortuna te reservaba todavía esta pena cruel: la de hacerte regresar tranquila y sin sospechar tu desgracia tres días antes de que descargase el golpe. 

Si hubieses partido mucho tiempo antes, habrías sufrido menos; la distancia misma habría suavizado el sentimiento, Si no hubieses partido, habrías tenido al menos como último consuelo el placer de ver a tu hijo dos días más. Y hoy, gracias a la crueldad del destino, no has estado presente en mi infortunio y no has podido acostumbrarte a mi ausencia. Pero cuanto más terrible es esta desgracia, más indispensable te es reunir todo tu valor, más ánimo necesitas para combatir, hallándote al frente de un enemigo conocido y frecuentemente vencido. No brota tu sangre de cuerpo intacto; has sido herida en tus mismas cicatrices.

No necesitas buscar excusa en tu condición de mujer, a la que se permiten las lágrimas como por derecho, muy extenso sin duda, pero no ilimitado. Dejarse abatir por dolor infinito cuando se pierde una persona querida, es loco cariño; no experimentar ninguno, es inhumana dureza. El equilibrio mejor entre el cariño y la razón es experimentar el dolor y dominarlo. 

Nunca te sedujeron las perlas y piedras preciosas; ni brillaron ante tus ojos las riquezas: cuidadosamente educada en casa antigua y severa, no pudo influir en ti el ejemplo de los malvados, tan peligroso hasta para la virtud. Jamás gustaste de esos vestidos hechos de manera que todo lo dejen a la vista. Tu único adorno fue el más bello de todos, aquel que el tiempo no deteriora; tu único adorno fue la castidad. 

Cornelia fue madre de doce hijos; que el hado redujo a dos; fueron los Gracos. Y después de los funerales de su último hijo, nadie la vio llorar. En el destierro ostentó valor y en la muerte, prudencia. En el número de estas mujeres quiero verte colocada; y puesto que siempre viviste como ellas, bien harás en seguir su ejemplo para moderar y comprimir tu tristeza. Aunque sé que no se encuentra esto en nuestro poder y que ningún sentimiento se deja dominar; especialmente el que nace del dolor; porque este es enérgico y rebelde a todo remedio. Aunque algunas veces queremos contener y ahogar nuestros suspiros, por nuestro rostro compuesto y fingido se ve correr el llanto. 

No te indicaré los medios que han usado muchos, como buscar el alejamiento en la duración de un viaje; emplear mucho tiempo en el examen de cuentas y administración de tu patrimonio; no te diré, en fin, que te ocupes sin cesar en asuntos nuevos: todas estas cosas solamente sirven por breves momentos, porque no son remedios, sino aplazamientos al dolor: por mi parte, prefiero poner término a la aflicción, que engañarla. 

He aquí la razón por la que te llevo hacia el refugio de todos aquellos que huyen de la fortuna, los estudios liberales; éstos curarán tu herida y te librarán de toda tristeza. Aunque nunca hubieses tenido esta costumbre, hoy habrías de recurrir a ella; pero tú, en cuanto lo permitió la antigua severidad de mi padre, si no llegaste a poseer, al menos absorbiste los conocimientos nobles. ¡Ojalá, menos adherido a las costumbres de los antiguos, mi padre, varón tan virtuoso, te hubiese dejado profundizar, más bien que desflorar, las doctrinas de los sabios! No tendrías así que buscar auxilios contra la fortuna, sino que usarías tus armas. 

No alentó mi padre tu afición a los estudios: sin embargo, merced a un genio penetrante, conseguiste más de lo que parecían permitirte las circunstancias, poniendo en tu alma los cimientos de todas las ciencias. Vuelve a ellas ahora, y te darán seguridad, consuelo y alegría: si verdaderamente han penetrado en tu alma, jamás tendrá cabida en ella el dolor, la inquietud, el tormento inútil de vana aflicción: a nada de esto se abrirá tu pecho, porque desde muy antiguo está cerrado a todos los vicios. Ahí tienes seguros guardianes, los únicos que pueden ponerte al abrigo de la fortuna. 

Pero como antes de llegar al puerto que te prometen los estudios necesitas apoyos en que descansar, quiero mostrarte entre tanto los consuelos que te son propios. 

Mira a mis hermanos: mientras se encuentren en seguridad, no tienes derecho para acusar a la fortuna: en uno y en otro encontrarás encanto por sus diferentes virtudes: el uno ha conseguido los honores por sus conocimientos, y el otro, por su sabiduría, los ha despreciado. Goza de la grandeza del uno, de la paz del otro y del amor de los dos. 

Conozco los afectos íntimos de mis hermanos: el uno ha apetecido las dignidades para honrarte; el otro se ha recogido en vida de tranquilidad y reposo para dedicarse por completo a ti. La fortuna ha dispuesto admirablemente tus hijos para proporcionarte apoyo y deleite; puedes descansar en el favor del uno y gozar de los ocios del otro. Ambos rivalizarán en cariño hacia ti, y el amor de dos hijos compensará la pérdida de uno. Puedo asegurarlo con audacia: lo único que te faltará es el número. 


Ruego a los dioses les concedan sobrevivirnos. ¡Que la crueldad del destino se agote y termine en mí! ¡Que caigan sobre mí todos los dolores de la madre, y sean para mí también todos los de la abuela! Que todos los demás de la familia sean felices cada uno en su condición, y no me quejaré de mi soledad ni de mi suerte. Que sea yo la única víctima expiatoria de la casa que ya no tendrá que gemir. 

Abraza estrechamente contra tu seno a Novatila [la esposa de su hermano Novato, conocido como Galión], que muy pronto debe darte biznietos: ámala también por mí. Hace muy poco que la fortuna le arrebató su madre; tu cariño puede hacer, si no que se consuele de esta pérdida, al menos que no la lamente. Que se alimente con tu enseñanza, que se conforme a tu modelo: le darás mucho, aunque no la des más que tu ejemplo. 

Si tu padre no se encontrase ya ausente, también lo contaría entre tus grandes consuelos; considera sin embargo ahora según tu afecto qué es lo más importante, y comprenderás cuánto más justo es conservarte para él que sacrificarte para mí. Siempre que en sus violentos accesos se apodere de ti el dolor queriendo dominarte, piensa en tu padre: sin duda que, dándole nietos y biznietos has cesado de ser su hija única; pero a ti sola pertenece conceder el último galardón a esa existencia tan felizmente llevada. Mientras viva él, es un crimen quejarte de vivir tú.

Hasta ahora he callado tu consuelo más grande; tu hermana, ese pecho fidelísimo en el que depositas todas tus penas como en el tuyo; esa alma maternal para todos nosotros. Con ella has confundido tus lágrimas; sobre su corazón has recobrado la vida. En tus afectos se inspiró siempre, pero cuando se trata de mí, no se aflige únicamente por ti. 

En sus brazos fui a Roma; en su maternal seno convalecí de larga enfermedad; ella fue la que puso en juego su favor para conseguirme la cuestura; y la que no podía sostener sin timidez una conversación o saludo en voz alta, por su cariño hacia mí triunfó de su modestia. Ni su vida retirada, ni su cortedad, que podría llamarse campesina si se considera la petulancia de muchas mujeres, ni su quietud, ni la tranquilidad de sus costumbres apacibles y solitarias la impidieron mostrarse hasta ambiciosa por mí. He ahí, querida madre, el consuelo que puede confortarte: únete cuanto puedas a esa hermana y retenla en estrecho abrazo. 

Los entristecidos suelen huir de lo que más aman, para que nada turbe su dolor: tú debes refugiarte en ella y con todos tus pensamientos: ya quieras conservar el luto de tu alma, ya quieras despojarte de él, en ella encontrarás fin o compañía a tu dolor. Pero si conozco bien la prudencia de esa mujer perfectísima, no consentirá que te consumas en inútil aflicción, y te citará su propio ejemplo, del que yo fui testigo. 

En medio de peligrosa navegación perdió a su amado esposo, nuestro tío, al que se había unido siendo virgen: sin embargo, pudo soportar a la vez el dolor y el temor, y triunfando de la tempestad, náufraga valerosa, recuperó su cuerpo. ¡Oh, cuántas mujeres hay cuyas bellas acciones se pierden en la oscuridad! Si hubiese vivido en aquellas edades antiguas en que la sencillez sabía admirar las virtudes, ¡cuántos ingenios se hubiesen disputado la gloria de celebrar una esposa que, olvidando su debilidad, despreciando el mar, tan temible hasta para los más intrépidos, entrega su cabeza a los peligros por una sepultura, y ocupada completamente en los funerales de su espeso, no piensa en los suyos! 

Los poetas han ensalzado en sus versos a la que se ofreció a la muerte en lugar de su esposo; sin embargo, mayor mérito existe en buscar la sepultura con peligro de la vida: el amor es más grande cuando con igual peligro consigue menos. Que nadie se admire ahora por qué durante diez y seis años que su esposo gobernó en Egipto, jamás se presentase en público, jamás recibiese en su casa a nadie de la provincia, jamás solicitase nada de su marido, ni consintiera que la pidiesen nada a ella misma. Así aquella provincia locuaz e ingeniosa para ultrajar a sus prefectos, en la que aquellos mismos que evitaron las faltas no pudieron escapar a la difamación, le celebra como único modelo de perfección; y, lo que era más difícil aún para hombres que se complacen en los sarcasmos, hasta con peligro de la vida, reprimieran la intemperancia de su lengua, y hoy mismo deseen alguno que se lo parezca, aunque no se atreven a esperarlo. Mucho es haber obtenido durante diez y seis años la aprobación de aquella provincia; pero es mucho más haber sido ignorada. No refiero estos detalles para celebrar todos sus méritos, porque sería aminorarlos mencionarlos tan ligeramente; sino para hacerte apreciar la grandeza de alma de una mujer a la que, ni la ambición ni la avaricia, compañeras y azote de todo poder, consiguieron dominar; de una mujer a la que el temor de la muerte, cuando esperaba el naufragio en su desamparada nave, no impidió abrazarse al cadáver de su esposo y cuidar, no de cómo le salvaría, sino de cómo lo llevaría al sepulcro. Necesario es que muestres igual valor, sustraigas tu ánimo al dolor y obres de modo que nadie te suponga arrepentida de tu maternidad. 

Sin embargo, como a pesar de lo que hagas, tu pensamiento se dirigirá siempre hacia mí y ningún hijo tuyo se presenta con tanta frecuencia a tu memoria, no porque les ames menos, sino porque es natural llevar más veces la mano a la parte dolorida, he aquí cómo debes pensar de mí: me encuentro alegre y contento como en los mejores días: nuestros mejores días son aquellos en que el ánimo, libre de todo cuidado, emprende cómodamente los trabajos, y en tanto, encuentra placer en los estudios ligeros, en tanto ávido de verdad se eleva para contemplar su naturaleza y la del universo. 

Primero examina las tierras y su posición; después, las leyes del mar que las rodea, sus flujos y reflujos alternos; contempla el intervalo que media entre el cielo y la tierra, lleno de asombros, y ese espacio en el que estallan con fragor los truenos, los rayos, el soplo de los vientos y las nubes que lanzan la nieve y el granizo. 

Después de pasear por las regiones inferiores, se eleva a las superiores, goza del magnífico espectáculo de las cosas divinas, y recordando su eternidad, camina en medio de lo que fue y de lo que será en todos los siglos.

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Platón, Séneca, y Aristóteles. Devotional and Philosophical Writings, London, c. 1325–1335.

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