lunes, 19 de julio de 2021

Sor Juana Inés de la Cruz ● Respuesta a la Carta Atenagórica

Entre 1690 y 1691, Sor Juana Inés de la Cuz, escribió -no para su publicación-, y apoyándose en múltiples citas de textos canónicos, una respuesta a un sermón del muy conocido predicador jesuita António Vieira, en la que este declaraba la diferencia entre ausencia y muerte, otorgando más trascendencia a la primera.

Decía Vieira en el “Sermón del Mandato”:

Entrando, pues, en nuestra cuestión, ¿qué fineza de Cristo es hoy la mayor de las mayores? Sea la primera opinión de San Agustín, dice, que la mayor fineza del amor del amor de Cristo para con los hombres fue morir por ellos; y parece que el mismo Cristo quiso que lo entendiésemos así cuando dice [...] que el mayor acto de caridad, y la mayor valentía del amor es llegar a dar la vida por lo que se ama. Con licencia empero, de San Agustín y de todos los Santos que la siguen, que son muchos; yo digo, que el morir Cristo por los hombres no fue la mayor fineza de su amor, mayor fineza fue en Cristo el ausentarse que el morir; luego la fineza del morir no fue la mayor de las mayores; discurro así: Cristo Señor Nuestro amó más a los hombres que a su vida, pruébase, porque dio la vida por amor de los hombres; el morir era dejar la vida; el ausentarse era dejar los hombres; luego mucho más hizo en ausentarse, que en morir; porque muriendo dejaba la vida que amaba menos, ausentándose dejaba los hombres que amaba más, alumbrado el entendimiento con la razón.

Añadía que el Evangelio habla de la hora de “partir” y no la hora de “morir”. Y continuaba:

Que sea mayor la fineza de la ausencia, que la de la muerte, no lo pueden decir los que se van, porque mueren, solo lo pueden decir los que quedan, porque viven; y así en esta controversia de la muerte y la ausencia de Cristo, habemos de buscar un testigo vivo, será la Magdalena... ¿Por qué lloró la Magdalena, más en el Sepulcro que en la Cruz?.., porque era aquí mayor el dolor; ¿mayor dolor es considerar a Cristo robado que a Cristo difunto? Si, porque el dolor de ver a Cristo difunto, era dolor de muerte; el dolor de considerar a Cristo robado, era dolor de ausencia, y era mucho mayor dolor que el dolor de la muerte.

Sor Juana contrariaba este criterio con toda claridad: “Y así digo: que de llorar la Magdalena en el sepulcro y no llorar al pie de la Cruz, no se infiere que sea mayor dolor el de la ausencia que el de la muerte; antes lo contrario.”

Su “respuesta” completa fue publicada, como hemos dicho, sin su conocimiento, por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz bajo el título de Carta Atenagórica, que él mismo prologó con el seudónimo de Sor Filotea, recomendando a sor Juana que dejara las “humanas letras” y se dedicase a las divinas, de las cuales, según el obispo, sacaría mayor provecho.

Esto provocó la reacción de la poetisa, que contestó de nuevo, por medio de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, en la que defendía su labor intelectual y reclamaba el derecho de la mujer a la educación.

La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz fue escrita, pues, por Sor Juana Inés en marzo de 1691, como contestación a todas las recriminaciones que le hizo el obispo de Puebla, pero no fue publicada hasta 1700, en Fama y obras póstumas del Fénix de México; Madrid: Manuel Ruiz de Murga, gracias a que Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche reunió los escritos de Sor Juana, después de la condena pronunciada contra ella por la Inquisición; los trajo a España y los publicó.

Contiene la Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz

La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, no solo ofrece interesantes datos biográficos, con el nacimiento y desarrollo de la vocación literaria de Sor Juana, sino que, la propia carta, habla de su vida y su pensamiento, mostrando la evidencia del alcance de su formación; su agudeza de ingenio; su capacidad para organizar y presentar las ideas con extraordinaria claridad; libertad de criterio y, por supuesto, su excelente estilo literario.

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MUY ILUSTRE Señora, mi Señora –[Se refiere, claro está a la imaginaria “Sor Filotea”, aunque ella sabe exactamente a quien se dirige.]: No mi voluntad, mi poca salud y mi justo temor han suspendido tantos días mi respuesta. ¿Qué mucho si, al primer paso, encontraba para tropezar mi torpe pluma dos imposibles? El primero (y para mí el más riguroso) es saber responder a vuestra doctísima, discretísima, santísima y amorosísima carta. Y si veo que preguntado el Ángel de las Escuelas, Santo Tomás, de su silencio con Alberto Magno, su maestro, respondió que callaba porque nada sabía decir digno de Alberto, con cuánta mayor razón callaría, no como el Santo, de humildad, sino que en la realidad es no saber algo digno de vos. El segundo imposible es saber agradeceros tan excesivo como no esperado favor, de dar a las prensas mis borrones: merced tan sin medida que aún se le pasara por alto a la esperanza más ambiciosa y al deseo más fantástico; y que ni aun como ente de razón pudiera caber en mis pensamientos; y en fin, de tal magnitud que no sólo no se puede estrechar a lo limitado de las voces, pero excede a la capacidad del agradecimiento, tanto por grande como por no esperado, [...] Y tal que enmudecen al beneficiado.

Cuando la felizmente estéril para ser milagrosamente fecunda, madre del Bautista vio en su casa tan desproporcionada visita como la Madre del Verbo, se le entorpeció el entendimiento y se le suspendió el discurso; y así, en vez de agradecimientos, prorrumpió en dudas y preguntas: ¿De dónde a mí viene tal cosa? Lo mismo sucedió a Saúl cuando se vio electo y ungido rey de Israel. Así yo diré: ¿de dónde, venerable Señora, de dónde a mí tanto favor? ¿Por ventura soy más que una pobre monja, la más mínima criatura del mundo y la más indigna de ocupar vuestra atención? 

No es afectada modestia, Señora, sino ingenua verdad de toda mi alma, que al llegar a mis manos, impresa, la carta que vuestra propiedad llamó Atenagórica, prorrumpí (con no ser esto en mí muy fácil) en lágrimas de confusión, porque me pareció que vuestro favor no era más que una reconvención que Dios hace a lo mal que le correspondo; y que como a otros corrige con castigos, a mí me quiere reducir a fuerza de beneficios. 

Dice San Juan que si hubiera de escribir todas las maravillas que obró nuestro Redentor, no cupieran en todo el mundo los libros; y dice Vieyra, sobre este lugar, que en sola esta cláusula dijo más el Evangelista que en todo cuanto escribió; y dice muy bien el Fénix Lusitano (pero ¿cuándo no dice bien, aun cuando no dice bien?).

Pues así yo, Señora mía, ya no me parecen imposibles los que puse al principio, a vista de lo que me favorecéis; porque quien hizo imprimir la Carta tan sin noticia mía, quien la intituló, quien la costeó, quien la honró tanto (siendo de todo indigna por sí y por su autora), ¿qué no hará?, ¿qué no perdonará?, ¿qué dejará de hacer y qué dejará de perdonar? Y así, debajo del supuesto de que hablo con el salvoconducto de vuestros favores y debajo del seguro de vuestra benignidad... digo que recibo en mi alma vuestra santísima amonestación de aplicar el estudio a Libros Sagrados, que aunque viene en traje de consejo, tendrá para mí sustancia de precepto... el ver que aun a los varones doctos se prohibía el leer los Cantares hasta que pasaban de treinta años, y aun el Génesis: éste por su oscuridad, y aquéllos porque de la dulzura de aquellos epitalamios no tomase ocasión la imprudente juventud de mudar el sentido en carnales afectos. 

...Y, a la verdad, yo nunca he escrito sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia, porque nunca he juzgado de mí que tenga el caudal de letras e ingenio que pide la obligación de quien escribe; y así, es la ordinaria respuesta a los que me instan, y más si es asunto sagrado: ¿Qué entendimiento tengo yo, qué estudio, qué materiales, ni qué noticias para eso, sino cuatro bachillerías superficiales? Dejen eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina inteligencia de algún lugar. Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos. Así lo respondo y así lo siento.

El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena... Lo que sí es verdad que no negaré (lo uno porque es notorio a todos, y lo otro porque, aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad) que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones --que he tenido muchas--, ni propias reflejas --que he hecho no pocas--, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aún hay quien diga que daña. Sabe también Su Majestad que no consiguiendo esto, he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad; y después, en ella, sabe el Señor, y lo sabe en el mundo quien sólo lo debió saber, lo que intenté en orden a esconder mi nombre, y que no me lo permitió, diciendo que era tentación; y sí sería. Si yo pudiera pagaros algo de lo que os debo, Señora mía, creo que sólo os pagara en contaros esto.

Prosiguiendo en la narración de mi inclinación, de que os quiero dar entera noticia, digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo.

Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.

Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres --y más en tan florida juventud-- es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno. 

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo.

Volví (mal dije, pues nunca cesé); proseguí, digo, a la estudiosa tarea (que para mí era descanso en todos los ratos que sobraban a mi obligación) de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros. Ya se ve cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro; pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de las letras. ¡Oh, si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido! Bien que yo procuraba elevarlo cuanto podía y dirigirlo a su servicio, porque el fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los divinos misterios; y que siendo monja y no seglar, debía, por el estado eclesiástico, profesar letras; y más siendo hija de un San Jerónimo y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija. Esto me proponía yo de mí misma y me parecía razón; si no es que era (y eso es lo más cierto) lisonjear y aplaudir a mi propia inclinación, proponiéndola como obligatorio su propio gusto.

Con esto proseguí, dirigiendo siempre, como he dicho, los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología; pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aun no sabe el de las ancilas? ¿Cómo sin Lógica sabría yo los métodos generales y particulares con que está escrita la Sagrada Escritura? ¿Cómo sin Retórica entendería sus figuras, tropos y locuciones? ¿Cómo sin Física, tantas cuestiones naturales de las naturalezas de los animales de los sacrificios, donde se simbolizan tantas cosas ya declaradas, y otras muchas que hay? ¿Cómo si el sanar Saúl al sonido del arpa de David fue virtud y fuerza natural de la música, o sobrenatural que Dios quiso poner en David? ¿Cómo sin Aritmética se podrán entender tantos cómputos de años, de días, de meses, de horas, de hebdómadas tan misteriosas como las de Daniel, y otras para cuya inteligencia es necesario saber las naturalezas, concordancias y propiedades de los números? ¿Cómo sin Geometría se podrán medir el Arca Santa del Testamento y la Ciudad Santa de Jerusalén, cuyas misteriosas mensuras hacen un cubo con todas sus dimensiones, y aquel repartimiento proporcional de todas sus partes tan maravilloso? ¿Cómo sin Arquitectura?, el gran Templo de Salomón, donde fue el mismo Dios el artífice que dio la disposición y la traza, y el Sabio Rey sólo fue sobrestante que la ejecutó; donde no había basa sin misterio, columna sin símbolo, cornisa sin alusión, arquitrabe sin significado; y así de otras sus partes, sin que el más mínimo filete estuviese sólo por el servicio y complemento del Arte, sino simbolizando cosas mayores. ¿Cómo sin grande conocimiento de reglas y partes de que consta la Historia se entenderán los libros historiales? Aquellas recapitulaciones en que muchas veces se pospone en la narración lo que en el hecho sucedió primero. ¿Cómo sin grande noticia de ambos Derechos podrán entenderse los libros legales? ¿Cómo sin grande erudición tantas cosas de historias profanas, de que hace mención la Sagrada Escritura; tantas costumbres de gentiles, tantos ritos, tantas maneras de hablar? ¿Cómo sin muchas reglas y lección de Santos Padres se podrá entender la oscura locución de los Profetas? Pues sin ser muy perito en la Música, ¿cómo se entenderán aquellas proporciones musicales y sus primores que hay en tantos lugares... sin noticia de Astrología

Y así por tener algunos principios granjeados, estudiaba continuamente diversas cosas, sin tener para alguna particular inclinación, sino para todas en general... Y como no tenía interés que me moviese, ni límite de tiempo que me estrechase el continuado estudio de una cosa por la necesidad de los grados, casi a un tiempo estudiaba diversas cosas o dejaba unas por otras; bien que en eso observaba orden, porque a unas llamaba estudio y a otras, diversión; y en éstas descansaba de las otras... Todas las cosas salen de Dios, que es el centro a un tiempo y la circunferencia de donde salen y donde paran todas las líneas criadas.

Yo de mí puedo asegurar que lo que no entiendo en un autor de una facultad, lo suelo entender en otro de otra que parece muy distante; ... pero van a un mismo punto los dos; y cuando dicen que los expositores son como la mano abierta y los escolásticos como el puño cerrado. 

Y así no es disculpa, ni por tal la doy, el haber estudiado diversas cosas, pues éstas antes se ayudan, sino que el no haber aprovechado ha sido ineptitud mía y debilidad de mi entendimiento, no culpa de la variedad. Lo que sí pudiera ser descargo mío es el sumo trabajo no sólo en carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible; y en vez de explicación y ejercicio muchos estorbos, no sólo los de mis religiosas obligaciones (que éstas ya se sabe cuán útil y provechosamente gastan el tiempo) sino de aquellas cosas accesorias de una comunidad: como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo, pero quedar agradecida del perjuicio. Y esto es continuamente, porque como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar...

[...]

Bien se deja en esto conocer cuál es la fuerza de mi inclinación. Bendito sea Dios que quiso fuese hacia las letras y no hacia otro vicio, ... Pues aún falta por referir lo más arduo de las dificultades; ... "No conviene a la santa ignorancia que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza". ¿Qué me habrá costado resistir esto? ¡Rara especie de martirio donde yo era el mártir y me era el verdugo!

Pues por la --en mí dos veces infeliz-- habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me han dejado de dar? Cierto, señora mía, que algunas veces me pongo a considerar que el que se señala --o le señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer-- es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen o que hace estanque de las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen.

Aquella ley políticamente bárbara de Atenas, por la cual salía desterrado de su república el que se señalaba en prendas y virtudes porque no tiranizase con ellas la libertad pública, todavía dura, todavía se observa en nuestros tiempos, aunque no hay ya aquel motivo de los atenienses; pero hay otro, no menos eficaz, aunque no tan bien fundado, pues parece máxima del impío Maquiavelo: que es aborrecer al que se señala porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió siempre.

Dice la Santa Madre y madre mía Teresa, que después que vio la hermosura de Cristo quedó libre de poderse inclinar a criatura alguna, porque ninguna cosa veía que no fuese fealdad, comparada con aquella hermosura. Pues ¿cómo en los hombres hizo tan contrarios efectos? 

... cuando se apasionan los hombres doctos prorrumpen en semejantes inconsecuencias. En verdad que sólo por eso salió determinado que Cristo muriese. Hombres, si es que así se os puede llamar, siendo tan brutos, ¿por qué es esa tan cruel determinación? ... la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve... ¿No va Cristo a hacer un milagro? Pues ¿qué mayor peligro? Menos intolerable es para la soberbia oír las reprensiones, que para la envidia ver los milagros. 

En todo lo dicho, venerable señora, no quiero (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro.

...

Yo confieso que me hallo muy distante de los términos de la sabiduría y que la he deseado seguir, aunque a longe. Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohiba el estudio.

Una vez lo consiguieron una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal. 

Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo, y apenas yo vi el movimiento y la figura, cuando empecé, con esta mi locura, a considerar el fácil moto de la forma esférica, y cómo duraba el impulso ya impreso e independiente de su causa, pues distante la mano de la niña, que era la causa motiva, bailaba el trompillo; y no contenta con esto, hice traer harina y cernerla para que, en bailando el trompo encima, se conociese si eran círculos perfectos o no los que describía con su movimiento; y hallé que no eran sino unas líneas espirales que iban perdiendo lo circular cuanto se iba remitiendo el impulso. 

Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? ... pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. 

Si éstos, Señora, fueran méritos (como los veo por tales celebrar en los hombres), no lo hubieran sido en mí, porque obro necesariamente. Si son culpa, por la misma razón creo que no la he tenido; mas, con todo, vivo siempre tan desconfiada de mí, que ni en esto ni en otra cosa me fío de mi juicio; y así remito la decisión a ese soberano talento, sometiéndome luego a lo que sentenciare, sin contradición ni repugnancia, pues esto no ha sido más de una simple narración de mi inclinación a las letras.

Si revuelvo a los gentiles, lo primero que encuentro es con las Sibilas, elegidas de Dios para profetizar los principales misterios de nuestra Fe; y en tan doctos y elegantes versos que suspenden la admiración. Veo adorar por diosa de las ciencias a una mujer como Minerva, hija del primer Júpiter y maestra de toda la sabiduría de Atenas. Veo una Pola Argentaria, que ayudó a Lucano, su marido, a escribir la gran Batalla Farsálica. Veo a la hija del divino Tiresias, más docta que su padre. Veo a una Cenobia, reina de los Palmirenos, tan sabia como valerosa. A una Arete, hija de Aristipo, doctísima. A una Nicostrata, inventora de las letras latinas y eruditísima en las griegas. A una Aspasia Milesia que enseñó filosofía y retórica y fue maestra del filósofo Pericles. A una Hipasia que enseñó astrología y leyó mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que escribió contra el filósofo Teofrasto y le convenció. A una Jucia, a una Corina, a una Cornelia; y en fin a toda la gran turba de las que merecieron nombres, ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas de la antigüedad por tales. Sin otras infinitas, de que están los libros llenos, pues veo aquella egipcíaca Catarina, leyendo y convenciendo todas las sabidurías de los sabios de Egipto. Veo una Gertrudis leer, escribir y enseñar. Y para no buscar ejemplos fuera de casa, veo una santísima madre mía, Paula, docta en las lenguas hebrea, griega y latina y aptísima para interpretar las Escrituras. ¿Y qué más que siendo su cronista un Máximo Jerónimo, apenas se hallaba el Santo digno de serlo, pues con aquella viva ponderación y enérgica eficacia con que sabe explicarse dice: Si todos los miembros de mi cuerpo fuesen lenguas, no bastarían a publicar la sabiduría y virtud de Paula? Las mismas alabanzas le mereció Blesila, viuda; y las mismas la esclarecida virgen Eustoquio, hijas ambas de la misma Santa; y la segunda, tal, que por su ciencia era llamada Prodigio del Mundo. Fabiola, romana, fue también doctísima en la Sagrada Escritura. Proba Falconia, mujer romana, escribió un elegante libro con centones de Virgilio, de los misterios de Nuestra Santa Fe. Nuestra reina Doña Isabel, mujer del décimo Alfonso, es corriente que escribió de astrología. Sin otras que omito por no trasladar lo que otros han dicho (que es vicio que siempre he abominado), pues en nuestros tiempos está floreciendo la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima, y las Excelentísimas señoras Duquesa de Aveyro y Condesa de Villaumbrosa.

Cristina de Suecia y la Duquesa de Aveiro

“Ego Maria Petronila Niño Enrriquez de Guzman Comitissa Ville Umbrose hunc legi librum à prima usque ad ultimam paginam”. Nota de lectura, RAH-UCM.

El venerable Doctor Arce resuelve, con su prudencia, que el leer públicamente en las cátedras y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero que el estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, pero muy provechoso y útil; claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial virtud y prudencia y que fueren muy provectas y eruditas y tuvieren el talento y requisitos necesarios para tan sagrado empleo. Y esto es tan justo que no sólo a las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres, que con sólo serlo piensan que son sabios... Dijo un discreto que no es necio entero el que no sabe latín, pero el que lo sabe está calificado. Y añado yo que le perfecciona (si es perfección la necedad) el haber estudiado su poco de filosofía y teología y el tener alguna noticia de lenguas, que con eso es necio en muchas ciencias y lenguas: porque un necio grande no cabe en sólo la lengua materna.

A éstos, vuelvo a decir, hace daño el estudiar, porque es poner espada en manos del furioso; que siendo instrumento nobilísimo para la defensa, en sus manos es muerte suya y de muchos. Tales fueron las Divinas Letras en poder del malvado Pelagio y del protervo Arrio, del malvado Lutero y de los demás heresiarcas, como lo fue nuestro Doctor (nunca fue nuestro ni doctor) Cazalla; a los cuales hizo daño la sabiduría porque, aunque es el mejor alimento y vida del alma, a la manera que en el estómago mal acomplexionado y de viciado calor, mientras mejores los alimentos que recibe, más áridos, fermentados y perversos son los humores que cría, así estos malévolos, mientras más estudian, peores opiniones engendran; obstrúyeseles el entendimiento con lo mismo que había de alimentarse, y es que estudian mucho y digieren poco, sin proporcionarse al vaso limitado de sus entendimientos. 

Y en verdad no lo dijo el Apóstol [Pablo] a las mujeres, sino a los hombres; y que no es sólo para ellas el taceant, [callen] sino para todos los que no fueren muy aptos. Querer yo saber tanto o más que Aristóteles o que San Agustín, si no tengo la aptitud de San Agustín o de Aristóteles, aunque estudie más que los dos, no sólo no lo conseguiré sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi flaco entendimiento con la desproporción del objeto.

Y volviendo a nuestro Arce, digo que trae en confirmación de su sentir aquellas palabras de mi Padre San Jerónimo ... quería el Santo que se educase una niña que apenas empezaba a hablar, ¿qué querrá en sus monjas y en sus hijas espirituales? Bien se conoce en las referidas Eustoquio y Fabiola y en Marcela, su hermana Pacátula y otras a quienes el Santo honra en sus epístolas, exhortándolas a este sagrado ejercicio.

¡Oh cuántos daños se excusaran en nuestra república si las ancianas fueran doctas como Leta [su madre], y que supieran enseñar como manda San Pablo y mi Padre San Jerónimo! Y no que por defecto de esto y la suma flojedad en que han dado en dejar a las pobres mujeres, si algunos padres desean doctrinar más de lo ordinario a sus hijas, les fuerza la necesidad y falta de ancianas sabias, a llevar maestros hombres a enseñar a leer, escribir y contar, a tocar y otras habilidades, de que no pocos daños resultan, como se experimentan cada día en lastimosos ejemplos de desiguales consorcios, porque con la inmediación del trato y la comunicación del tiempo, suele hacerse fácil lo que no se pensó ser posible. Por lo cual, muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, lo cual se excusara si hubiera ancianas doctas, como quiere San Pablo, y de unas en otras fuese sucediendo el magisterio como sucede en el de hacer labores y lo demás que es costumbre.

Porque ¿qué inconveniente tiene que una mujer anciana, docta en letras y de santa conversación y costumbres, tuviese a su cargo la educación de las doncellas? Y no que éstas o se pierden por falta de doctrina o por querérsela aplicar por tan peligrosos medios cuales son los maestros hombres, que cuando no hubiera más riesgo que la indecencia de sentarse al lado de una mujer verecunda (que aun se sonrosea de que la mire a la cara su propio padre) un hombre tan extraño, a tratarla con casera familiaridad y a tratarla con magistral llaneza, el pudor del trato con los hombres y de su conversación basta para que no se permitiese. Y no hallo yo que este modo de enseñar de hombres a mujeres pueda ser sin peligro, si no es en el severo tribunal de un confesonario o en la distante docencia de los púlpitos o en el remoto conocimiento de los libros, pero no en el manoseo de la inmediación. Y todos conocen que esto es verdad; y con todo, se permite sólo por el defecto de no haber ancianas sabias; luego es grande daño el no haberlas. Esto debían considerar los que blasfeman de que las mujeres sepan y enseñen; como que no fuera el mismo Apóstol el que dijo: bene docentes. Demás de que aquella prohibición cayó sobre lo historial que refiere Eusebio, y es que en la Iglesia primitiva se ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras en los templos; y este rumor confundía cuando predicaban los apóstoles y por eso se les mandó callar; como ahora sucede, que mientras predica el predicador no se reza en alta voz.

No hay duda de que para inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres, ceremonias, proverbios y aun maneras de hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las divinas letras.

Todo esto pide más lección de lo que piensan algunos que, de meros gramáticos, o cuando mucho con cuatro términos de Súmulas, quieren interpretar las Escrituras y se aferran del Mulieres in Ecclesiis taceant, [La mujeres guarden silencio en la asamblea] sin saber cómo se ha de entender. Y de otro lugar: Mulier in silentio discat; siendo este lugar más en favor que en contra de las mujeres, pues manda que aprendan, y mientras aprenden claro está que es necesario que callen. Y también está escrito: Audi Israel, et tace; donde se habla con toda la colección de los hombres y mujeres, y a todos se manda callar, porque quien oye y aprende es mucha razón que atienda y calle. Y si no, yo quisiera que estos intérpretes y expositores de San Pablo me explicaran cómo entienden aquel lugar: Mulieres in Ecclesia taceant. Porque o lo han de entender de lo material de los púlpitos y cátedras, o de lo formal de la universalidad de los fieles, que es la Iglesia. Si lo entienden de lo primero (que es, en mi sentir, su verdadero sentido, pues vemos que, con efecto, no se permite en la Iglesia que las mujeres lean públicamente ni prediquen), ¿por qué reprenden a las que privadamente estudian? Y si lo entienden de lo segundo y quieren que la prohibición del Apóstol sea trascendentalmente, que ni en lo secreto se permita escribir ni estudiar a las mujeres, ¿cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriba una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja de Ágreda y otras muchas? Y si me dicen que éstas eran santas, es verdad, pero no obsta a mi argumento; lo primero, porque la proposición de San Pablo es absoluta y comprende a todas las mujeres sin excepción de santas, pues también en su tiempo lo eran Marta y María, Marcela, María madre de Jacob, y Salomé, y otras muchas que había en el fervor de la primitiva Iglesia, y no las exceptúa; y ahora vemos que la Iglesia permite escribir a las mujeres santas y no santas, pues la de Ágreda y María de la Antigua no están canonizadas y corren sus escritos; y ni cuando Santa Teresa y las demás escribieron, lo estaban: luego la prohibición de San Pablo sólo miró a la publicidad de los púlpitos, pues si el Apóstol prohibiera el escribir, no lo permitiera la Iglesia. Pues ahora, yo no me atrevo a enseñar --que fuera en mí muy desmedida presunción--; y el escribir, mayor talento que el mío requiere y muy grande consideración. 

Lo que sólo he deseado es estudiar para ignorar menos: que, según San Agustín, unas cosas se aprenden para hacer y otras para sólo saber.

Si el crimen está en la Carta Atenagórica, ¿fue aquélla más que referir sencillamente mi sentir con todas las venias que debo a nuestra Santa Madre Iglesia? Pues si ella, con su santísima autoridad, no me lo prohibe, ¿por qué me lo han de prohibir otros? ¿Llevar una opinión contraria de Vieyra fue en mí atrevimiento, y no lo fue en su Paternidad llevarla contra los tres Santos Padres de la Iglesia? Mi entendimiento tal cual ¿no es tan libre como el suyo, pues viene de un solar? ¿Es alguno de los principios de la Santa Fe, revelados, su opinión, para que la hayamos de creer a ojos cerrados? Demás que yo ni falté al decoro que a tanto varón se debe, como acá ha faltado su defensor... ni toqué a la Sagrada Compañía en el pelo de la ropa; ni escribí más que para el juicio de quien me lo insinuó... Que si creyera se había de publicar, no fuera con tanto desaliño como fue. Si es, como dice el censor, herética, ¿por qué no la delata? y con eso él quedará vengado y yo contenta, que aprecio, como debo, más el nombre de católica y de obediente hija de mi Santa Madre Iglesia, que todos los aplausos de docta. Si está bárbara --que en eso dice bien--, ríase, aunque sea con la risa que dicen del conejo, que yo no le digo que me aplauda, pues como yo fui libre para disentir de Vieyra, lo será cualquiera para disentir de mi dictamen.

Y así, volviendo a nuestro Arce, dice que conoció en esta ciudad dos monjas: la una en el convento de Regina, que tenía el Breviario de tal manera en la memoria, que aplicaba con grandísima prontitud y propiedad sus versos, salmos y sentencias de homilías de los santos, en las conversaciones. La otra, en el convento de la Concepción, tan acostumbrada a leer las Epístolas de mi Padre San Jerónimo, y locuciones del Santo...Y de ésta dice que supo, después de su muerte, había traducido dichas Epístolas en romance; y se duele de que tales talentos no se hubieran empleado en mayores estudios con principios científicos, sin decir los nombres de la una ni de la otra, aunque las trae para confirmación de su sentencia, que es que no sólo es lícito, pero utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las sagradas letras, y mucho más a las monjas, que es lo mismo a que vuestra discreción me exhorta y a que concurren tantas razones.

Pues si vuelvo los ojos a la tan perseguida habilidad de hacer versos —que en mí es tan natural, que aun me violento para que esta carta no lo sean, viéndola condenar a tantos tanto y acriminar, he buscado muy de propósito cuál sea el daño que puedan tener, y no le he hallado... 

Pues si está el mal en que los use una mujer, ya se ve cuántas los han usado loablemente; pues ¿en qué está el serlo yo? Confieso desde luego mi ruindad y vileza; pero no juzgo que se habrá visto una copla mía indecente. Demás, que yo nunca he escrito cosa alguna por mi voluntad, sino por ruegos y preceptos ajenos; de tal manera, que no me acuerdo haber escrito por mi gusto sino es un papelillo que llaman El Sueño. Esa carta que vos, Señora mía, honrasteis tanto, la escribí con más repugnancia que otra cosa; y así porque era de cosas sagradas a quienes (como he dicho) tengo reverente temor, como porque parecía querer impugnar, cosa a que tengo aversión natural. Y creo que si pudiera haber prevenido el dichoso destino a que nacía --pues, como a otro Moisés, la arrojé expósita a las aguas del Nilo del silencio, donde la halló y acarició una princesa como vos--; creo, vuelvo a decir, que si yo tal pensara, la ahogara antes entre las mismas manos en que nacía, de miedo de que pareciesen a la luz de vuestro saber los torpes borrones de mi ignorancia. 

Si algunas otras cosillas escribiere, siempre irán a buscar el sagrado de vuestras plantas y el seguro de vuestra corrección, pues no tengo otra alhaja con que pagaros, y en sentir de Séneca, el que empezó a hacer beneficios se obligó a continuarlos; y así os pagará a vos vuestra propia liberalidad, que sólo así puedo yo quedar dignamente desempeñada.

Si el estilo, venerable Señora mía, de esta carta, no hubiere sido como a vos es debido, os pido perdón de la casera familiaridad o menos autoridad de que tratándoos como a una religiosa de velo, hermana mía, se me ha olvidado la distancia de vuestra ilustrísima persona, que a veros yo sin velo, no sucediera así; pero vos, con vuestra cordura y benignidad, supliréis o enmendaréis los términos, y si os pareciere incongruo el Vos de que yo he usado por parecerme que para la reverencia que os debo es muy poca reverencia la Reverencia, mudadlo en el que os pareciere decente a lo que vos merecéis, que yo no me he atrevido a exceder de los límites de vuestro estilo ni a romper el margen de vuestra modestia.

Y mantenedme en vuestra gracia, para impetrarme la divina, de que os conceda el Señor muchos aumentos y os guarde, como le suplico y he menester. De este convento de N. Padre San Jerónimo de Méjico, a primero día del mes de marzo de mil seiscientos y noventa y un años. B. V. M. vuestra más favorecida

Juana Inés de la Cruz

(Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz, 1691).

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sábado, 17 de julio de 2021

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ ● Estudiar para ignorar menos.

 

Sor Juana Inés de la Cruz, de Miguel Cabrera, ca. 1750. Castillo de Chapultepec. Ciudad de México

Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillana. Nacida en San Miguel Nepantla, Nueva España, el 12 de noviembre de 1648, es conocida como sor Juana Inés de la Cruz; su nombre como religiosa jerónima. Fue escritora y se encuadra en el Siglo de Oro de la literatura en español. Ha sido definida como la Décima musa, por su obra lírica, aunque también escribió en prosa, autos sacramentales y teatro. 

Vivió en la corte de Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar, marqués de Mancera y XXV virrey novohispano y aprendió a leer y escribir siendo muy pequeña. A los veintiún años, su deseo de aprender, la llevó a elegir la vida monástica, como única posibilidad de hacerlo.

Tuvo varios importantes mecenas, como los citados virreyes de Mancera, el arzobispo Payo Enríquez de Rivera, también virrey, y los marqueses de la Laguna de Camero Viejo, virreyes, a su vez, de la Nueva España. Estos últimos fueron los que se ocuparon de publicar los dos primeros tomos de sus obras en la España peninsular, y Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche, obispo de Yucatán, se hizo cargo de su obra inédita -cuando sor Juana fue condenada a destruir sus escritos-, para después publicarlos en España.

Junto con Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y Carlos de Sigüenza y Góngora, sor Juana es considerada como una gran autora en la literatura novohispana. 

Bernardo de Balbuena: Reino de Toledo, 1562 - Puerto Rico, 1627. Poeta y obispo de Puerto Rico.

Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza: Taxco, 1572/1581? - Madrid, 1639.) Escritor: cultivó diversas variantes de la dramaturgia, pero en su obra, destaca considerablemente, La verdad sospechosa, una comedia que se convirtió en una de las obras clave del teatro barroco hispanoamericano, comparable con las mejores creaciones de Lope de Vega o Tirso de Molina.

Carlos de Sigüenza y Góngora: México, 1645 – 1700. Polímata, historiador y escritor, desempeñó diversos puestos académicos y gubernamentales en Nueva España, siendo, asimismo, cosmógrafo y profesor de matemáticas en la Academia Mexicana. Dirigió las excavaciones arqueológicas de Teotihuacán; las primeras emprendidas en México en el período virreinal.

En el terreno de la lírica -prácticamente, la mitad de su obra-, se sitúa en el barroco español de última hora, cuando brillaban, el culteranismo de Góngora y la obra conceptista de Quevedo y Calderón.

Sus obras más destacadas para la escena teatral, son, Amor es más laberinto, Los empeños de una casa y varios autos sacramentales, que serían representados en la corte.

Amor es más laberinto y Portada del segundo tomo de las obras de Sor Juana, donde se incluye Los empeños de una casa.

Sor Juana Inés de la Cruz, por Juan de Miranda. Convento de Santa Paula, Sevilla.

Hasta casi mediados del siglo XX, la crítica aceptaba como válido el testimonio de Diego Calleja, el primer biógrafo de sor Juana -Biografía de sor Juana escrita por el jesuita Diego Calleja y publicada en el tercer volumen de las obras de sor Juana: Fama y obras póstumas, Madrid, 1700-. sobre su fecha de nacimiento; que se produciría el 13 de noviembre de 1651 en San Miguel de Nepantla.  Sin embargo, pudo haber nacido ya en 1648, pero los datos de las inscripciones en la época, son, en ocasiones, muy dudosos, dependiendo, esencialmente, de la fecha del bautismo, para el cual, no había plazos fijos.

Además, se sabe muy poco de su familia. Es posible que fuera la segunda de tres hijas de Pedro de Asuaje y Vargas Machuca, pues así lo escribió ella misma en el Libro de Profesiones del Convento de San Jerónimo, con ocasión de su ingreso en el mismo. Parece que el padre procedía de Guipúzcoa, en España, pero no está documentado, aunque sí parece haber cierto acuerdo sobre el hecho de que él y la madre de Juana, nunca se casaron.


La niña nacería en San Miguel Nepantla, en la región de Chalco, en un lugar llamado “la celda” y poco después, la madre, ya separada, tendría tres hijos con Diego Ruiz Lozano, con el que tampoco llegó a casarse. Sor Juana, en todo caso –no se sabe si voluntariamente, o no, parece desconocer este origen, cuando hace constar en 1669 en su testamento, que es “hija legítima de don Pedro de Asuaje y Vargas, difunto, y de doña Isabel Ramírez”, del mismo modo que lo pasa por alto su biógrafo, Calleja, si bien, la madre, en la relación de sus últimas voluntades, declara, sencillamente, que todos sus hijos habían nacido fuera del matrimonio.

Hacienda Panoaya, en Amecameca, Estado de México, donde sor Juana vivió entre 1648 y 1656.

Juana Inés pasó su infancia entre Amecameca, Yecapixtla, Panoayan —en una hacienda de su abuelo, donde aprendió náhuatl con los indios que allí trabajaban en la producción de trigo y maíz-, y en Nepantla. Cuando el abuelo murió, en 1656, la madre se dedicó a administrar aquellas tierras y, entre tanto, a los tres años, Juana ya había aprendido a leer y escribir, oyendo las lecciones de su hermana mayor, sin que su madre se apercibiera de ello.

Consecuentemente, muy pronto se aficionó a la lectura, sirviéndose de los libros que conservaba la biblioteca del abuelo, y así, aprendió todo cuanto otros aprendían con los estudios reglados; en especial, autores clásicos griegos y romanos, y Teología. Sin embargo, aquello no le satisfizo suficientemente, sino todo lo contrario, por lo que, se armó de energías y pidió a su madre claramente, que le permitiera vestirse con ropas de hombre, para poder acceder a la Universidad.

Y así fue como a los ocho años, compuso una loa al santísimo Sacramento, que fue premiada con un libro; lo que nos consta por información de su biógrafo, el citado Diego Calleja; un dato que, por otra parte, indicaría que a esa edad ya vivía en la ciudad de México, aunque no hay ninguna información más en este sentido, hasta que tuvo trece o quince años.

Posteriormente, Juana Inés pasó a vivir con María Ramírez, hermana de su madre, y con el esposo de esta, Juan de Mata, con quienes permanecería alrededor de ocho años, es decir, desde 1656 hasta 1664, año en el que ya está documentada su presencia en la corte, donde permanecería, como dama de la Virreina, hasta su ingreso en el convento.


La posibilidad de vivir en la corte del virrey Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera y la virreina, Leonor de Carreto, que se convirtió en su mecenas, es un hecho que marcaría decisivamente la carrera literaria de Juana Inés, ya desde el primer momento, pues allí se valoró su inteligencia y su sagacidad. Parece que, por iniciativa del virrey, fue evaluada por un grupo de sabios humanistas y que ella sorprendió a todos al mostrar sus extraordinarias condiciones intelectuales y sus, ya entonces, amplios conocimientos.

La corte virreinal era, de hecho, uno de los lugares más cultos e ilustrados del virreinato, donde se celebraban fastuosas y distinguidísimas tertulias a las que acudían teólogos, filósofos, matemáticos, historiadores y humanistas en general, casi todos titulados o profesores de la Real y Pontificia Universidad de México; el lugar, en resumen, no podía ser más parecido al ideal soñado por Juana Inés, que allí, siempre al lado de la virreina, completó en buena parte su formación y desarrolló su capacidad literaria, componiendo sonetos, poemas y elegías fúnebres, que siempre fueron muy bien consideradas. 

Sin duda, el testimonio más valioso para nuestro conocimiento de esta parte de su biografía es lo que ella misma escribió, en su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, que veremos en detalle, y que, por otra parte, es casi el único de que disponemos. 

Fachada de la iglesia de San Jerónimo de la Ciudad de México, donde sor Juana pasó la mayor parte de su vida.

A finales de 1666, el sacerdote Núñez de Miranda, confesor de los virreyes, supo que Juana Inés no deseaba casarse, y le propuso entrar en una orden religiosa. Al efecto, aprendió latín en veinte lecciones impartidas por Martín de Olivas y probablemente pagadas por el mismo Núñez de Miranda. Poco después ingresó en las carmelitas, pero la extrema de la rigidez de la regla, provocó que Juana Inés se pusiera enferma y optara por la Orden de San Jerónimo, en la que la disciplina era más relajada. Allí, efectivamente, pudo disfrutar de una celda de dos pisos, y disponer de sirvientas, además de que podía estudiar, escribir, recibir visitas y organizar tertulias, por lo que decidió quedarse definitivamente; de hecho, hasta el último día de su vida. 

Retrato de sor Juana, por fray Miguel de Herrera. (Copia).

Y en su celda recibía habitualmente la visita de su protectora Leonor de Carreto, que siempre estuvo a su lado. Por otra parte, tuvo allí la posibilidad de “ganarse la vida” componiendo villancicos para la iglesia y loas para la Corte.

En 1674, el virrey de Mancera y su esposa eran relevados de su cargo y durante el trayecto a Veracruz, fallecía Leonor de Carreto, en Tepeaca. Sor Juana le dedicó varias elegías, entre las que destaca “De la beldad de Laura enamorados”, siendo Laura, evidentemente, el seudónimo de la virreina. En este soneto demuestra su conocimiento y dominio de las pautas y tópicos petrarquistas, todavía muy empleados en aquel momento.

En 1680 se produjo la sustitución de fray Payo Enríquez de Rivera por Tomás de la Cerda y Aragón al frente del virreinato. A sor Juana se le encomendó la confección del arco triunfal que adornaría la entrada de los virreyes a la capital, para lo que escribió su famoso Neptuno alegórico. Impresionó gratamente a los virreyes, quienes le ofrecieron su protección y amistad, especialmente la virreina, María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes, quien fue muy cercana a ella: la virreina poseía un retrato de la monja y un anillo que esta le había regalado, y a su partida llevó los textos de sor Juana a España para que fueran publicados.

Su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, reprochaba a la monja que se ocupara tanto de temas mundanos, lo que, junto con el frecuente contacto con las más altas personalidades de la época, debido a su gran fama como intelectual, provocó las reconvenciones de este, pero sor Juana, contando con la protección de la marquesa de la Laguna, decidió rechazarlo como confesor.

El gobierno del marqués de la Laguna (1680-1686) coincide con la mejor época de la producción literaria de sor Juana Inés. Escribió versos sacros y profanos, villancicos para festividades religiosas, autos sacramentales, como El divino Narciso, El cetro de José o El mártir del sacramento- y sus dos famosas comedias: Los empeños de una casa y Amor es más laberinto. También sirvió como administradora del convento, con acierto, y llevó a cabo algunos experimentos científicos.

Entre 1690 y 1691 se vio envuelta en una sonada disputa teológica a raíz de una crítica que escribió, con carácter privado, sobre un sermón muy conocido del predicador jesuita Antonio Vieira, publicada, a pesar de su privacidad, por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, con el título de, Carta Atenagórica. Él mismo la prologó con el seudónimo de Sor Filotea, y en ella, finalmente, recomendaba a sor Juana que dejara de dedicarse a las “humanas letras” y se ocupase de las divinas, de las cuales, según él obispo, obtendría mayor provecho. 

Esto provocó una decidida reacción de la poetisa, que expresó por medio de un escrito, titulado: Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, en el que hizo una cumplidísima defensa de su trabajo intelectual, a la vez que reclamaba, una vez más, el derecho de la mujer a la educación. Una respuesta completa, documentada y bien justificada, que contiene, además, diversos toques de agudo ingenio, y que, como hemos dicho, veremos posteriormente en detalle.

Sor Juana (ca. 1680), por Juan de Miranda. UNAM. México

Los años 1692 y 1693 constituyen ya el prólogo del último período de su vida. Sus viejos amigos y protectores habían muerto, entre ellos, el conde de Paredes, Juan de Guevara y diez monjas del Convento de San Jerónimo. Las fechas coinciden también con las primeras rebeliones en el norte del virreinato de Nueva España; la muchedumbre asaltó el Real Palacio y las epidemias diezmaron a la población novohispana.

Hacia 1693, sor Juana dejó de escribir y pareció concentrarse en labores conventuales. No se sabe con precisión el motivo de este cambio de actividad; si bien los críticos piensan en una orientación más mística, fundamentalmente, a partir de la renovación de los votos en 1694. Otros autores, hablan de una posible orden superior, o tal vez, una condena, para que dejara de escribir, dada su condición de mujer. De hecho, cuando se conoció la polémica creada tras la aparición de la Carta Atenagórica, esta actitud frente a su condición, pareció confirmarse. En todo caso, parece ser que fue entonces, cuando, aparentando aceptarlo, firmó en el libro del convento: “yo, la peor del mundo”, que, paradójicamente, se convirtió en una expresión muy celebrada. 

En la misma línea, se ha dicho que, poco antes de su muerte, fue obligada por su confesor, Núñez de Miranda -con quien se había reconciliado-, a deshacerse de su biblioteca y de su colección de instrumentos musicales y científicos. Sin embargo, de acuerdo con el testamento del sacerdote José de Lombeyda, antiguo amigo de sor Juana, fue ella misma quien decidió y le encargó vender los libros, con el objetivo de aportar los fondos obtenidos por ellos, al arzobispo Francisco de Aguiar, para socorro de pobres.

A principios de 1695 se declaró una fatídica epidemia que afectó a toda la capital, y, especialmente al Convento de San Jerónimo. Murieron nueve de cada diez religiosas enfermas. El 17 de febrero falleció Núñez de Miranda y Sor Juana se contagió poco después, cuando cuidaba a las monjas enfermas. A las cuatro de la mañana del 17 de abril, a los cuarenta y seis años, fallecía Juana Inés de Asbaje Ramírez.

Dejaba 180 volúmenes de obras selectas, muebles, una imagen de la Santísima Trinidad y un Niño Jesús, todo lo cual fue entregado a su familia, con excepción de las imágenes, que ella misma había legado al arzobispo. 

Fue enterrada el mismo día, con asistencia del cabildo de la catedral. El funeral fue presidido por el canónigo Francisco de Aguilar, y, en su transcurso, Carlos de Sigüenza y Góngora leyó la Oración Fúnebre escrita por él mismo.

En la lápida se grabó la inscripción: En este recinto que es el coro bajo y entierro de las monjas de San Jerónimo fue sepultada Sor Juana Inés de la Cruz el 17 de abril de 1695.

Retrato de sor Juana Inés de la Cruz realizado en 1772 por Andrés de Islas. Museo de América, Madrid.

Sor Juana escribió varias obras teatrales. Su comedia más famosa, Los empeños de una casa, que, en ciertos pasos, puede recordar a Lope de Vega, mientras que Amor es más laberinto, ha sido muy valorada por su creación de caracteres, como Teseo, el héroe principal.

Tres autos sacramentales, escritos para ser representados en la corte de Madrid, revelan el lado teológico de su pensamiento: El mártir del sacramento —donde mitifica a San Hermenegildo—, El cetro de José y El divino Narciso.

También destaca su lírica, que aproximadamente compone la mitad de su producción; se trata de poemas amorosos en los que la decepción es un recurso muy frecuente, aunque también escribió poemas de temas diversos y algunas composiciones ocasionales en honor a personajes de la época. Otras obras destacadas de Sor Juana son sus Villancicos y el Tocotín, dentro del mismo género, pero que intercala pasajes en lenguas originarias americanas. 

Decía Sor Juana, que casi todo lo que había escrito lo hizo por encargo y que la única obra que redactó por deseo personal, fue el Primero sueño. También escribió —por encargo de la condesa de Paredes— unos poemas que ponían a prueba el ingenio de sus lectores —conocidos como “enigmas”—. Estaban pensadas para un grupo de monjas portuguesas, aficionadas a la lectura y grandes admiradoras de su obra, que intercambiaban cartas y formaban una sociedad a la que dieron el nombre de Casa del placer. Estas monjas hicieron copias manuscritas, que no fueron descubiertas hasta 1968 por Enrique Martínez López, en la Biblioteca de Lisboa.

Segundo tomo de las obras de sóror Juana Inés de la Cruz, monja profesa en el monasterio del señor San Jerónimo de la Ciudad de México, dedicado por la autora a D. Juan de Orúe y Orbieto, caballero de la Orden de Santiago. Sevilla, Tomás López de Haro, 1692.

Su comedia se basa habitualmente en el desarrollo minucioso de una intriga compleja, de un enredo inteligente; ofrece equívocos, malentendidos, y giros en la peripecia que, generalmente, son solucionados con premio a la virtud de los protagonistas. 

Plantea los problemas privados de las familias -Los empeños de una casa-, cuyos antecedentes en el teatro barroco español van desde Guillén de Castro, hasta las comedias de Calderón, como La dama duende, o Casa con dos puertas mala es de guardar, además de otras obras que abordan la misma temática.

Uno de sus grandes asuntos es el análisis del amor verdadero y la integridad del valor y la virtud, como podemos leer en una de sus obras maestras, Amor es más laberinto. También propone -y lo ejemplifican todas sus obras-, el tratamiento de la mujer como personaje fuerte, capaz de manejar la voluntad de los distintos personajes y los hilos del propio destino.

Se observa también, tal como declaró ella misma, el sello de la poesía de Luis de Góngora y de sus Soledades, aunque en una atmósfera distinta de la del llamado Apolo andaluz. El ambiente en Sor Juana siempre es nocturno, onírico, y a veces, bastante complejo. En este sentido, Primero sueño y toda su obra lírica, abordan la mayor parte de las formas de expresión, clásicas e ideales, que, de un modo u otro, aparecen en toda su producción lírica.

En la Carta Atenagórica, Sor Juana rebate, punto por punto, las que consideraba tesis erróneas del jesuita Vieira. Acorde con el espíritu de los pensadores del Siglo de Oro, especialmente Francisco Suárez; emplea silogismos y aplica la casuística, pero con una prosa enérgica y precisa, tan elocuente como el de aquellos primeros clásicos del Siglo de Oro español. 

Ante la recriminación hecha por el obispo de Puebla a raíz de su crítica a Vieira, Sor Juana decidió contestar, redactando la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, en la que queda evidenciada su libertad de criterio, su agudeza y su obsesión por lograr un estilo personal, dinámico y libre de imposiciones.

Podemos decir que su obra se encuadra en el Barroco, pues tenía gran habilidad para introducir alteraciones gramaticales, como el retruécano; verbalización de sustantivos; sustantivación de verbos; acumulación de tres adjetivos sobre un mismo sustantivo y otras libertades, siempre con gran acierto y excelentes resultados. Fue magistral en el empleo del Soneto.

Su lírica es, en definitiva, un dignísimo testigo del final del barroco hispano, mostrando un profundo conocimiento de todos los recursos que los grandes poetas del Siglo de Oro habían empleado, a pesar de que, para dotar de un aspecto novedoso a su poesía, introdujo algunas innovaciones técnicas, que, en todo caso, muestran un aspecto muy personal. Su poesía se basa en tres grandes pilares: la versificación, las alusiones mitológicas y el hipérbaton.

El Retruécano es una contraposición de dos frases formadas por las mismas palabras con el orden invertido en una de ellas, con el fin de que presenten un significado contradictorio o antitético. En su reconocido, “Hombres necios que acusáis”, un bello poema-denuncia contra los dobles parámetros, se lee:

“…la que peca por la paga / o el que paga por pecar?”

En el Hipérbaton se altera la sintaxis habitual de una oración para enfatizar su sentido, conformando la rima.

“Primero sueño”:

y al reposo los miembros convidaba / -el silencio intimando a los vivientes,

Algunos eruditos, entre ellos, fundamentalmente, Tomás Navarro Tomás, ven en Sor Juana un innovador dominio del verso, aun cuando recuerde a Lope de Vega o a Quevedo. 

En el campo de la poesía, Sor Juana también recurrió a la mitología como fuente, igual que muchos poetas renacentistas y barrocos. El conocimiento profundo que poseía la escritora de algunos mitos, hace que algunos de sus poemas ofrezcan numerosas referencias a sus temas. En algunas de sus composiciones más culteranas, se nota más este aspecto, pues la mitología era una de las vías que todo poeta erudito, al estilo de Góngora, solía emplear.

El citado hipérbaton fue un recurso muy empleado en la época, Sor Juana lo aplica a la perfección en El sueño, obra llena de sintaxis forzadas y formulaciones combinatorias. Como característica de la ideología barroca, plantea problemas existenciales con una clara intención aleccionadora, pero también, ciertos tópicos bien conocidos, como el “desengaño” barroco, que emplea elementos como el carpe diem; el triunfo de la razón frente a la hermosura física, o la limitación intelectual del ser humano. Sus obras, prácticamente no recurren a temas del romancero popular.

Primera parte de Inundación Castálida, obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz (Madrid, 1689).

En su emulación de los mejores autores del Siglo de Oro, sor Juana llega a presentar a la Virgen María como Don Quijote de la Mancha, siempre ayudando a personas que se encuentran en dificultades. 

Don Quijote y Dorotea -Cap. XXIX, I Parte. Univ. de Sevilla. “—No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.” “La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió, antes la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento... Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor; el cual, viéndose armado, dijo: —Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.”

Su admiración por Góngora es evidente en la mayoría de sus sonetos y, sobre todo, en Primero sueño.

Y, por último, la enorme influencia de Calderón de la Barca puede resumirse en los títulos de dos de sus conocidísimas obras: Los empeños de una casa, emulación de: Los empeños de un ocaso, y El divino Narciso, título similar a El divino Orfeo de este autor.

Góngora, de Velázquez. Calderón de la Barca.

Su sentido del valor ejemplarizante de la dramaturgia y su defensa del mundo indígena, la llevaron a integrar este asunto en sus autos sacramentales. Empleó temas de la mitología griega; de las leyendas religiosas prehispánicas y de la Biblia, aunque no hay que descartar su clarividente observación de las costumbres contemporáneas, tan presente en obras como Los empeños de una casa.

En su obra destaca la caracterización psicológica de los personajes femeninos, muchas veces protagonistas, siempre inteligentes y, finalmente capaces de conducir su destino, pese a las dificultades con que la condición de la mujer en la estructura de la sociedad barroca frena sus posibilidades de actuación y decisión.

Los autos sacramentales de Sor Juana, como El cetro de José, incluyen gran cantidad de personajes bíblicos —José y sus hermanos— e imaginarios, como personificación de diversas virtudes.

Además de las dos comedias; Los empeños de una casa, y, Amor es más laberinto, escrita en colaboración con Juan de Guevara, algunos autores, no todos, atribuyen a Sor Juana la autoría de un posible final de la comedia de Agustín de Salazar: La segunda Celestina. 

Entre los estudiosos de Sor Juana se ha discutido el presunto feminismo que un sector de la crítica le atribuye, extemporáneamente, a la monja. Cierto que la Respuesta a Sor Filotea y la redondilla, Hombres necios, contienen, o son en sí mismos, auténticos documentos de reivindicación de la mujer, pero parece más probable que se trate de una cuestión de carácter moral, contra la hipocresía de los hombres seductores de la época, tal como se encuentra, por ejemplo, en Juan Ruiz de Alarcón. Prácticamente lo mismo se puede aplicar a la Respuesta a sor Filotea, cuando sor Juana reivindica o exige el derecho a la educación para las mujeres, es decir, que sería, además de una crítica, una reclamación del derecho al aprendizaje y al conocimiento. De acuerdo con la mayoría de los filólogos, sor Juana abogó por la igualdad de derechos; especialmente, en lo relativo al de la mujer a adquirir conocimientos. 

Probablemente, su pensamiento resulte más claro mediante la lectura de sus propias palabras, extremadamente claras, en la Respuesta a Sor Filotea, que veremos -algo extractada-, en la segunda parte de esta entrada. 


Firma de sor Juana

Algunos personajes históricos relacionados con Juana Inés

Antonio Sebastián Álvarez de Toledo, XXV Virrey de Nueva España, II Marqués de Mancera y Grande de España. Museo Nal. Historia. MNH, México

Payo Enríquez de Rivera (1622-1684). Museo Nal. Historia. MNH, México

Tomás de la Cerda, III Marqués de La laguna y Conde de Paredes (1638-1692), MNH Méx

Juan Urzúa

Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche. Zacatecas, Nueva España, 31 de julio de 1668 - Mérida, Capitanía General de Yucatán, 13 de julio de 1733. Era un sacerdote católico novohispano, al que se considera como el primer periodista de Hispanoamérica, por haber fundado la Gaceta de México. Fue canónigo, chantre, inquisidor ordinario, capellán, predicador real y abad de San Pedro. 

Como amigo de Sor Juana Inés de la Cruz, editó algunas de sus obras y defendió su derecho a dedicarse a la literatura. En respuesta a este apoyo, ella le dedicó una décima:

Favores que son tan llenos,

no sabré servir jamás

pues debo estimarlos más

cuanto los merezco menos.

Cuando Urzúa supo de la muerte de Sor Juana, publicó Fama y Obras Póstumas del Fénix de México, en 1700, cuyo Prólogo escribió él mismo.

En 1721 fundó en su ciudad natal el colegio de niñas Los Mil Ángeles Custodios de María Santísima, que instaló en su casa paterna.

A partir de enero de 1722 publicó la citada Gazeta de México y noticias de Nueva España; con ocho hojas y de periodicidad mensual, que, a partir del cuarto número cambió su nombre por el de: Gazeta de México y florilogio historial de las noticias de Nueva España

Desde el 6 de julio de 1729, fue obispo de Yucatán, diócesis que ocupó hasta su fallecimiento, en Mérida, el día 13 de julio de 1733, a los 65 años.

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