ODISEA ● HOMERO ● CANTO I


                                                                                                                             > CANTO II
Homero y su guía. William Adolphe Bouguereau. Museo de Arte de Milwaukee

La Odisea -del siglo VIII aC. -, narra las dificultades que tuvo que vencer el héroe Ulises, durante diez años, para volver a su hogar, en Ítaka, una vez consumada la destrucción de Troya. Durante diez años de asedio a la ciudad, los atacantes de la liga aquea, se veían abocados al fracaso ante la imposibilidad de obtener su rendición, por hambre, ya que su asalto era imposible, gracias a sus altas y bien construidas murallas.

Por sugerencia de Ulises, seguramente inspirado por Atenea –los dioses olímpicos intervienen con frecuencia en las acciones de los mortales-, los aqueos construyeron el famoso Caballo de Troya, que dejaron ante las puertas de la ciudad, simulando que se retiraban con sus naves. 

Los sitiados, a pesar de ciertas advertencias, se dejaron engañar -Timeo Danaos et dona ferentes, escribiría Virgilio en La Eneida: “Temo a los dánaos -griegos-, incluso cuando ofrecen regalos”, -citando a Laocoonte, que pagaría la advertencia con su vida y la de sus hijos, mediando, claro está, algunas divinidades, en apoyo de los aqueos-. 

La asamblea de olímpicos, recibiendo a Psique 
Loggia di Psiche, 1518-19. Rafael Sanzio. Villa Farnesina, Roma.

Los infelices troyanos abrieron las puertas para dar paso al enorme caballo de madera, sin sospechar que en su interior se escondían docenas de soldados, que, una vez llegada la noche, salieron del mismo y procedieron a matar a todos los guardias y hombres que hallaban en su camino, incapaces de reaccionar después de la gran fiesta con la que celebraron el regalo, y el fin del asedio.

Tras seleccionar una buena parte de mujeres, a las que tomaron como esclavas -de cuya suerte sabremos por la tragedia Las Troyanas, de Eurípides, estrenada en el año 415 aC. -, los aqueos abandonaron la ciudad, no sin antes prenderle fuego.

En la pintura que sigue, Troya arde, iluminando la matanza de troyanos, mientras a la derecha, en la parte inferior, vemos a Eneas, que escapa, llevando a su padre cargado a la espalda, y a su hijo de la mano, todavía junto a la madre, que después desparecerá en el caos. Con la historia de Eneas, creará Virgilio su gran relato, La Eneida, que, en cierto modo constituye una tercera parte -en este caso, latina-, tras La Ilíada, que narra las causas que, se supone, provocaron la Guerra de Troya, y La Odisea, que relata lo sucedido durante el interminable viaje del retorno de Ulises, una vez arrasada la ciudad.

Francisco Collantes (1599-1656): Los griegos engañan a los troyanos con el Caballo de Troya. Primera mitad del XVII. Hecho para el Palacio del Buen Retiro, hoy en el Museo del Prado. 
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LA ODISEA • CANTO I



Canta, oh, Musa, al héroe, famoso por su prudencia, que tanto tiempo anduvo errante tras haber destruido la sagrada ciudad de Troya; que recorrió populosas ciudades, se instruyó en sus costumbres y recorrió los mares, soportando terribles sufrimientos, para salvar su vida y devolver a sus compañeros a la patria. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo hacerlo, porque murieron, víctimas de su imprudencia, pues los muy insensatos se atrevieron a comerse los rebaños consagrados al sol celestial y el dios les ocultó el camino de vuelta. Diosa, hija de Zeus, cuéntanos algunas de sus aventuras.

Cuando todos los soldados que se libraron del cruel azote, ya estaban en sus hogares, tras haber escapado de los peligros del mar y de los combates, sólo uno, aunque deseaba volver a ver a su esposa y su patria, había sido retenido en las profundas grutas de la ninfa Calipso, la más augusta de todas las diosas, que deseaba tomarlo como esposo. Pero cuando, con el transcurso de los años, llegó el tiempo señalado por los dioses para su vuelta a Ítaka, donde él y sus compañeros aún tendrían que soportar nuevas desgracias, todos los inmortales sintieron piedad por él, excepto Neptuno, que persiguió sin descanso, con su implacable odio al divino Ulises, hasta el momento en que este héroe alcanzó su tierra natal.

Neptuno estaba con los etíopes -habitantes de tierras lejanas, en el extremo del mundo, que están separados en dos naciones; una que mira a Occidente y otra hacia Oriente-, allí, entre hecatombes de toros y de carneros, asistía feliz a los festines, mientras las otras divinidades estaban reunidas en las cumbres del Olimpo, en los palacios de Zeus. El padre de los hombres y de los dioses, fue el primero en hacer oír su voz. Pensaba en el hermoso Egisto, a quien acababa de inmolar el ilustre Orestes, el hijo de Agamenón, y, abrumado por este recuerdo, dirigió estas palabras a los inmortales:

- ¡Ay! ¡Los hombres se atreven a acusar a los dioses! Dicen que sus males proceden de nosotros, cuando lo cierto es que, a pesar del destino, sufren por su propia locura tan amargos dolores. Como Egisto, que, oponiéndose al destino, se unió a la esposa del Atrida, y mató al héroe a su vuelta. No ignoraba, sin embargo, su triste final; para anunciárselo, le enviamos a Mercurio, el prudente asesino de Argos, que le dijo que no inmolara a Agamenón, y que respetara a su esposa, pues Orestes le vengaría un día, cuando, ya adolescente, deseara entrar en posesión de la herencia de sus padres. 


Así hablo Hermes, pero sus sabios consejos no llegaron al alma de Egisto, y ahora expía todos sus crímenes.

Atenea, la de los ojos luminosos, le contestó inmediatamente:

- ¡Oh, hijo de Saturno, nuestro padre, el más poderoso de los reyes! Sí, sin duda, este hombre tuvo una muerte justamente merecida. Así muere todo mortal culpable de tales atentados. Pero mi corazón está atravesado por la pena, pensando en el sabio Ulises, en ese infortunado, que, desde hace tanto tiempo, sufre cruelmente, lejos de sus amigos, en una isla lejana, rodeada por las aguas del mar. En esa isla, sombreada de árboles que habita una diosa, la hija del malevolente Atlas, el que conoce toda la profundidad de los mares y lleva las altas columnas que sostienen la torre y los cielos. Su hija retiene a este desgraciado, derramando amargas lágrimas; le halaga sin descanso con dulces y engañosas palabras, para hacerle olvidar Ítaka, pero Ulises, cuyo único deseo es ver elevarse en el aire el humo de su tierra natal, desea la muerte. Y tu corazón no se conmueve, ¡oh, poderoso rey del Olimpo! Ulises, cerca de los bajeles argivos, y en las costas de Troya, ¿ha descuidado alguna vez alguno de tus sacrificios? ¿Por qué pues, estás ahora tan terriblemente irritado contra él, oh, Zeus?

El dios que reúne las nubes desde lejos, le dijo:

-Hija mía ¿Qué palabras escapan de tus labios? ¿Podría yo olvidar al divino Ulises cuya sabiduría es superior a la de los demás hombres; Ulises, que siempre ofrece suntuosos sacrificios a los inmortales habitantes del Olimpo? Pero el dios que manda en el elemento terrestre, Poseidón, sigue irritado contra él desde el día que privó de la vida a Polifemo, igual a los dioses, y que, por su gran fuerza, sobrepasa a todos los Cíclopes. Fue la ninfa Toosa, hija de Forcys, uno de los divinos del mar, la que, habiéndose unido a Neptuno en las profundas grutas, dio a luz a este gigante. Desde entonces, el dios que golpea la tierra no ha querido matar a Ulises, pero le deja errar lejos de su patria. Todos nosotros pensamos en los medios para asegurar su retorno; Poseidón calmará su cólera; pues solo y a pesar de nosotros, no podrá oponerse a la voluntad de todos los inmortales.

Atenea, la diosa de los ojos chispeantes, contestó a su vez:

-Hijo de Saturno, oh, padre mío, tú, el más poderoso del Olimpo, si es agradable a los dioses afortunados, que el sabio Ulises vuelva a ver su hogar, ordena al mensajero Hermes que vaya inmediatamente a la isla de Ogigia, y que anuncie a esa diosa de la hermosa cabellera, que nuestra inmutable resolución respecto al magnánimo Ulises, es que vuelva a su patria.

Yo misma iré a Ítaka para animar a su hijo; henchiré su corazón con una nueva fuerza para que convoque en asamblea a los griegos de largos cabellos y prohíba la entrada en su palacio a todos los pretendientes; ésos que, sin cesar, devoran sus numerosos rebaños de bueyes de pesada marcha y retorcidos cuernos. Después le enviaré a Esparta y a la arenosa Pilos para que se informe, de oídas, del retorno de su amado padre, y que obtenga una gloria insigne entre todos los hombres.

Habiendo hablado así, ató a sus pies las magníficas e inmortales sandalias de oro, que la llevan sobre las olas y sobre la inmensa tierra, con tanta rapidez como el soplo del viento; después tomó una fuerte lanza, cuya punta es de bronce; arma pesada, larga y terrible, destinada a derrocar batallones de héroes contra los que se irrita la hija del dios poderoso.

Atenea. Mármol romano, época imperial, ss. I-II. Louvre. 

Partió lanzándose desde las cumbres del Olimpo y se detuvo en medio de la población de Ítaka, ante el palacio de Ulises, en el umbral del patio. 

La diosa, bajo los rasgos del extranjero Mentor, rey de los Tafios, tiene entre las manos su temible lanza. Encuentra a los soberbios pretendientes entregados al juego de los dados, echados sobre pieles de bueyes que habían inmolado ellos mismos. Heraldos y activos servidores se apresuraban; unos para mezclar el vino y el agua en las cráteras, otros, para limpiar las mesas con esponjas blandas y porosas; colocarlas en su sitio y cortar las carnes en trozos. 

Al primero que ve la diosa a los lejos, es Telémaco, parecido a un dios, sentado entre los pretendientes, de la mano de su madre; su corazón está devorado por el dolor y medita en su espíritu, que, si su valeroso padre volviera, echaría del palacio a aquella multitud de pretendientes, recobraría su honor y gobernaría a su gusto sus ricos dominios. Todos estos pensamientos le agitaban, cuando percibió a Atenea. Fue directamente al vestíbulo, y se indignó en el fondo se su alma, por el hecho de que un extranjero permaneciera tanto tiempo a la puerta. Se acercó a la diosa, tomó su mano derecha, tomó también la lanza de bronce y le dirigió estas breves palabras:

-Salud, extranjero, recibe de nosotros una amistosa acogida. Cuando los alimentos hayan reparado tus fuerzas, nos dirás qué asunto te trae.

Tras estas palabras avanzó, y Atenea le seguía los pasos. Cuando entraron en el espléndido palacio del esposo de Penélope, Telémaco dejó la lanza sobre una alta columna en el brillante lugar en el que se encontraban reunidas las numerosas lanzas del intrépido Ulises. Condujo a la diosa hacia un trono que recubría un tapiz ricamente bordado, junto al cual había un estrado para descansar los pies. Telémaco se sentó a su lado, lejos de los pretendientes sobre una silla pintada de diversos colores. Temía que su huésped, importunado por el ruido, fuera molestado mientras comía, si se mezclaba con aquellos audaces. Deseaba mucho preguntarle sobre la ausencia de su padre. Entonces, una sirviente, llevando un bello aguamanil, vertió el agua que contenía en un cuenco de plata donde se lavan sus manos. Después colocó ante ellos una mesa bien construida y brillante. Un venerable intendente sirvió pan y numerosos platos que presentó de inmediato, con elegancia (otro servidor llevó platos cargados de diferentes viandas y soberbias copas de oro); finalmente, un heraldo se apresuró a servirles el vino.

Los soberbios pretendientes se acercaron y se sentaron en orden en sillas y tronos; los heraldos vertieron agua muy pura sobre sus manos; los servidores les ofrecieron pan en sus cestas, y los invitados se aprovecharon de las viandas que se les habían servido y preparado. Los jóvenes coronaron las cráteras con un brebaje y lo distribuyeron, empezando por la derecha. 

Cuando calman su hambre y su sed, los pretendientes ya no piensan sino en entregarse a los placeres del canto y de la danza, ornamentos obligados de los festines. Un heraldo pone una soberbia lira entre las manos de Femio, que canta, a su pesar, en medio de los convidados. Con sus acordes, preludia con gracia y hace oír armoniosos cantos. 

Entonces Telémaco dirigió la palabra a Atenea, inclinándose hacia la cabeza de la diosa, para que los asistentes no pudieran oírle:

-Querido extranjero, ¿te molestaré si te hablo? He aquí, la única ocupación de estos hombres: la lira y el canto. Les resulta fácil, porque devoran impunemente los bienes de un héroe, cuyos huesos blanqueados se consumen, sin duda, por los fuegos del cielo, en cualquier continente, o son quizás empujados por las olas en el fondo del mar. Si le vieran volver a Ítaka, cómo desearían todos ser ligeros en la carrera, mejor que estar cargados de oro y pesadas vestimentas. Pero él habrá muerto, víctima de un destino funesto; para nosotros ya no hay esperanza, incluso aunque un habitante de esta tierra me anunciara que iba a volver, pues el día de la vuelta se ha perdido para siempre para mí.

Pero, háblame con franqueza. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu nación? ¿Qué ciudad te vio nacer? ¿Quiénes son tus padres? Dime en qué navíos llegaste, qué navegantes te trajeron a Ítaka y de qué patria proceden, porque no has llegado a pie a estas orillas. Dime, pues, todo esto, con franqueza, a fin de que yo lo sepa. ¿Es la primera vez que vienes? ¿O eres un extranjero conocido por mi padre? Porque muchos viajeros han venido a nuestra morada y Ulises siempre los recibió bondadosamente.

Atenea, la de los ojos fulgurantes, le respondió inmediatamente:

-Todo lo sabrás. Me honro de ser Mentor, hijo del belicoso Anquialo, y reino sobre los tafios, pueblos que continuamente recorren los mares. Llegué a estas tierras en uno de mis navíos con mis compañeros, surcando el negro océano. Llegué a Támesa, para intercambiar bronce por hierro brillante. He dejado mis naves no lejos de la ciudad, en el puerto de Retro, al pie del monte Neyo, sombreado de bosques. Nos alegramos de haber sido desde hace mucho tiempo huéspedes de nuestras familias mutuamente; lo sabrás preguntando al viejo Laertes, aunque dicen que este héroe ya no viene a la ciudad, sino que, entregado al dolor, vive solitario en sus campos con una anciana sirviente que le prepara sus alimentos y brebajes, cuando recorre lentamente, con los miembros rotos por la fatiga, sus fecundas viñas.

Telémaco y Mentor. J. B. Tiépolo. Rijksmuseum Amsterdam

Desembarqué hoy en esta isla porque se me dijo que tu padre estaba entre los suyos, pero los dioses le ocultan todavía el camino. Pero, no, el divino Ulises no ha abandonado la tierra; está retenido, vivo, en una isla lejana, en medio del mar. Hombres crueles le mantienen quizás cautivo, y los bárbaros le retienen en contra de sus deseos. Sin embargo, te voy a anunciar lo que los inmortales han puesto en mi alma, y creo que se cumplirá, aunque yo no sea ni un profeta ni un sabio augur. Ulises no estará mucho más tiempo alejado de su amada patria, aunque esté sujeto por hierros, siempre encontrará loss medios de volver a estos lugares, pues sigue siendo muy hábil. 

Y ahora, a tu vez, dime si eres realmente el hijo de Ulises; aunque, ciertamente, por tu cabeza y hermosos ojos, eres muy parecido al héroe. Estuvimos juntos muchas veces antes de que se embarcara para Troya en las cóncavas naves, con los más nobles de los argivos, pero, desde entonces, Ulises y yo no hemos vuelto a vernos.

El prudente Telémaco le dijo a su vez: 

-Extranjero, te contestaré sin tardanza. Mi madre me dijo que soy el hijo de Ulises, pero yo lo ignoro, pues nadie sabe quién es su padre. ¡Ah! si hubiera nacido de un hombre afortunado, al que la vejez le llegara en medio de sus riquezas, pero es, según se dice, al más desgraciado de los mortales, a quien debo la vida. Esta es la respuesta a lo que me has preguntado.

La diosa Atenea, de los ojos chispeantes, le contestó en estos términos:

-No. Los dioses no han querido que su estirpe desaparezca para la posteridad, puesto que Penélope ha alumbrado un hijo como tú. Pero, dime, y háblame con franqueza: ¿a qué se debe este festín? ¿Qué significa esta numerosa asamblea? ¿Deseas tú estas cosas? ¿Esto es una fiesta o una boda? Porque no es en absoluto una de esas comidas en las que cada uno aporta su tributo. Estos audaces convidados parecen insultarte, incluso en tu propio palacio. Cualquier hombre sabio que entrara aquí, se indignaría a la vista de tanta indignidad. 

Telémaco respondió a estas palabras:

-Extranjero. ya que me preguntas, y parece que te interesas por nuestra situación, debes saber que esta morada seguiría siendo opulenta y considerada, si Ulises hubiera permanecido entre nosotros; pero los dioses, meditando crueles males, decidieron otra cosa: decididos a perseguirle, quisieron que, entre todos los hombres, él terminara sus días en una muerte ignorada. Lloraría menos su pérdida, si hubiera sucumbido con sus compañeros entre el pueblo de los troyanos, o en brazos de sus amigos, una vez terminada la guerra. Ahora, todos los griegos le habrían levantado una tumba, y hubiera sido para su hijo un gran honor en el porvenir, pero las arpías se lo han llevado sin gloria. Ha muerto sin que nadie lo viera, sin que se oyera su voz, sin dejarme más que el dolor y el luto. Y no solo lloro por él, ya que los dioses me han reservado otros males. Todos los dirigentes poderosos que reinan en las islas de Dulíjion/Δουλίχιον-Dolicha, de Samos; de la verde Zakintos y todos los que gobiernan la áspera Ítaka, aspiran a la mano de mi madre, destruyen mi palacio. Ella no se atreve a negarse a esta odiosa unión, pero no puede resolverse a cumplirla. Todos los pretendientes devoran mi herencia en festines, y pronto me perderán a mí mismo.

Palas Atenea, conmovida por la compasión, gritó:

-¡Ay! ¡Cuánto debes lamentar la ausencia de Ulises!; el héroe que, con su brazo, aplastaría a esos desvergonzados pretendientes. Si apareciera ahora, bajo el pórtico de su palacio, con su casco, su escudo y sus dos lanzas, tal, en fin, como era cuando le vi por primera vez, bebiendo y alegrándose en nuestra casa, cuando llegaba desde Éfira, del palacio de Ilus Mermérida. Ulises, en un rápido navío, había ido a casa del rey para pedirle un veneno mortal con que impregnar sus flechas; Illus se lo negó porque temía ofender a los dioses eternos, y fue mi padre quien se lo dio; tanto apreciaba al héroe. Tal como era Ulises entonces, ¡cómo sería en medio de los pretendientes! ¡Que rápida muerte y qué amargas desgracias para ellos! Pero ignoro si los dioses, que tienen nuestros destinos sobre sus rodillas querrán que este héroe vuelva, o no, para vengarse en su palacio. Ahora te insto a pensar en los medios de expulsar a los pretendientes de esta casa. Escúchame atentamente, y guarda mis palabras cuidadosamente. Mañana, convocas en asamblea a los más ilustres aqueos; háblales tomando a los dioses por testigos, y después, ordena a los pretendientes que vuelvan a sus residencias. Si tu madre desea contraer un nuevo himeneo, que vaya junto a su padre que es todopoderoso: sus padres concluirán su matrimonio y le harán magníficos regalos, dignos de una hija tan tiernamente amada. Y te daré aún un prudente consejo, pero debes obedecer: arma una nave con veinte remeros elegidos con cuidado y corre a informarte de tu padre ausente desde hace tanto tiempo. Quizás seas instruido en estas cosas por un mortal, o escucharás la poderosa y renombrada voz de Júpiter, que resuena en todas partes, en los oídos de los hombres.

Primero irás a Pilos y preguntarás al ilustre Néstor. Después irás a Esparta, junto al rubio Menelao, el que llegó el último de todos los griegos con la coraza de acero. Si te dicen que tu padre todavía respira y que se prepara para la vuelta, espérale, a pesar de tu pena, durante un año entero. Si, por el contrario, oyes decir que ya no existe, volverás a tu amada patria, erigirás una tumba a Ulises, celebrarás en su honor solemnes funerales y darás un esposo a tu madre. Cuando hayas cumplido esos deberes, piensa, en el fondo de tu alma, por qué medios podrás exterminar en tu palacio, ya sea abiertamente, ya sea con engaños, a todos los pretendientes.

No debes entregarte a juegos pueriles, porque ya no eres un niño. ¿Has oído hablar del renombre que ganó entre los hombres el ilustre Orestes, inmolando al infame y parricida Egisto, que mató al célebre padre de este héroe?

Amigo, -yo te veo alto y hermoso-, se pues, fuerte también, para que la posteridad hable de ti con gloria. Pero es hora de que vuelva a mi rápida nave, junto a mis compañeros que, sin duda se impacientarán por mi ausencia. En cuanto a ti, conserva bien mis palabras y aprovecha mis consejos.

El prudente Telémaco le respondió de inmediato:

-Extranjero, me has dirigido desde el fondo de tu alma palabras amigas, como las de un padre a un hijo; nunca las olvidaré. Pero, aunque tengas prisa por partir, quédate un poco más para gustar las dulzuras del baño y alegrarte el corazón. Llevarás a tu nave un don precioso y magnífico, que te colmará de alegría y será para ti una prenda de mi recuerdo, como las que ofrecen a los extranjeros los huéspedes atentos.

Atenea, la diosa de los ojos luminosos, le dijo:

-No me retengas más tiempo, pues deseo seguir mi camino. En cuanto al regalo que me ofrece tu corazón, me lo darás cuando vuelva, para que pueda llevarlo a mi casa; entonces aceptaré ese soberbio don, y, en recompensa, obtendrás otro digno de ti.

Dichas estas palabras, Atenea, la de los ojos fulgurantes, se alejó volando como un pájaro que se pierde en las nubes. Había llenado el corazón de Telémaco de valor y audacia y el recuerdo de Ulises se despertó en él con una fuerza nueva. Aún dentro de su asombro, reconoció en su huésped a una divinidad olímpica. Repentinamente el héroe avanzó con la majestad de un dios y se detuvo cerca de los pretendientes.

En medio de ellos actuaba un ilustre cantor y todos sentados escuchaban en silencio. Cantaba la desgracia de los Aqueos y el triste retorno que les había impuesto Atenea, lejos de Troya.

Retirada en una sala superior, la buena Penélope, hija de Ícaro, retiene en su alma los sagrados cánticos. Después baja la escalera de su palacio, no sola, sino acompañada por dos sirvientes. Cuando esta noble mujer llega cerca de los pretendientes, se detiene bajo el quicio de la puerta. Un ligero velo cubre su rostro y dos sirvientes de conducta irreprochable, se mantienen a su lado. Entonces, con los ojos llenos de lágrimas, dirige la palabra al divino cantor.

-Femio: conoces muchos otros relatos que entusiasman a los mortales, tales como las hazañas de los héroes y de los dioses a los que celebran los poetas. Canta, pues, alguna de esas acciones memorables mientras los hombres beben vino en silencio, pero deja ese lúgubre canto que me aflige y desespera en el fondo de mi corazón roto por el más grande dolor. Lloro sobre su alma cuando pienso en mi esposo, cuya gloria ha resonado en toda Grecia, desde la Hélade hasta Argos.

El prudente Telémaco añadió:

-Madre, ¿por qué te niegas a que este armonioso poeta nos ofrezca el encanto de su inspiración y su espíritu? No son los poetas los que causan nuestro infortunio, sino Zeus, que distribuye como le place sus dones a los ingeniosos mortales. No reproches a Femio que celebre las desgracias de los aqueos; los cantos que más se admiran son siempre los más nuevos. Debes ordenar a tu corazón que le escuche, madre, pues Ulises no es el único, en la ciudad de Troya, que ha perdido para siempre el camino de vuelta; muchos otros héroes como él, han bajado a la tumba. Vuelve, pues, a tus habitaciones y a tu trabajo de bordado, y ordena a las mujeres que se apresuren en sus tareas. El cuidado de hablar corresponde a los hombres, y especialmente, a mí, que reino en este palacio. 

Los pretendientes de Penélope. John William Waterhouse. Aberdeen Art Gallery & Museums. RU

Penélope, admirada, se retiró reflexionando en las sabias palabras de su hijo. Se dirigió a las salas superiores del palacio acompañada por sus servidoras y allí lloró a Ulises, su bienamado esposo, hasta el momento en que Atenea puso un dulce sueño en sus párpados.

Los pretendientes, entre tanto, se inquietaban en las salas ya oscuras por las sombras de la noche y todos deseaban compartir el lecho de Penélope. Entonces Telémaco les dirigió estas palabras:

-Pretendientes de mi madre, hombres audaces, entreguémonos al placer del festín y que cese el tumulto. Es honorable escuchar a este cantor que, por su voz se asemeja a los dioses. Mañana, al amanecer, nos reuniremos en asamblea, y os daré públicamente la orden de abandonar este palacio. Estableced en otro sitio el centro de vuestros placeres; consumid vuestras riquezas y reuníos en vuestras propias casas. Pero, si os parece mejor y más provechoso, robar impunemente las riquezas de un solo hombre, seguid así. Yo invocaré a los dioses eternos, para que Zeus os castigue de acuerdo con vuestros delitos: ¡ojalá murierais aquí mismo!

Ante aquellas palabras, todos fruncieron el ceño con desprecio, sorprendidos por el audaz lenguaje de Telémaco.


Antinoo, descendiente de Eupiteo, dijo al hijo de Penélope:

-Telémaco, han sido los dioses, sin duda, los que te han enseñado a tratarnos de forma tan altanera y con tanta seguridad. ¡Ojalá que el hijo de Saturno no te haga jamás rey de Ítaka, a pesar de los derechos que tienes por tu padre!

El prudente Telémaco replicó de inmediato:

-Antinoo ¿te irritarás por lo que voy a decirte? Si tal es la voluntad de Júpiter, aceptaré el cetro. ¿Crees tú que entre los hombres este es un don funesto? No; no es una desgracia ser rey, pues inmediatamente, los palacios de un rey se llenan de riquezas y él mismo es colmado de honores. Cierto que en la isla de Ítaka hay un gran número de jefes aqueos, jóvenes y ancianos, de los que cualquiera puede obtener el poder supremo, puesto que el divino Ulises ya no existe. Pero en mi palacio yo seré el rey y gobernaré a los esclavos que mi noble padre ganó para mí.

Eurímaco, hijo de Polibio, rompió de pronto el silencio con estas palabras:

-Telémaco: nuestros destinos descansan en las rodillas de los dioses y nosotros ignoramos, cual será entre los aqueos, el que reinará en Ítaka. En cuanto a ti, conserva tus bienes y gobierna en tu palacio. No hay un solo hombre que, a tu pesar y con violencia, quiera despojarte de tus riquezas, mientras en Ítaka haya habitantes. Pero, habla, tú, el mejor de todos; pues quiero preguntarte sobre el extranjero al que acabas de recibir. ¿De dónde procede ese hombre? ¿En qué país se honra de haber visto la luz del día? ¿Quiénes son sus padres? ¿Su patria? ¿Te ha anunciado la vuelta de tu padre, o ha venido de algún lejano país para reclamar una antigua deuda? Ha escapado súbitamente sin esperar a que le reconociéramos, pero sus rasgos, no obstante, no son los de un hombre despreciable.

-Eurímaco –respondió Telémaco-, ya no puedo contar con la vuelta de mi padre, e incluso si alguien viniera a traerme esa noticia, no le creería. Tampoco concedo el menor valor a las predicciones que recoge mi madre cuando llama a los adivinos a este palacio. Ese extranjero es un huésped paterno que vive en Tafos; se honra de ser Mentes, hijo del sabio Anquialo y reina entre los Tafios, pueblos que siempre recorren los mares.

Así habló Telémaco, aunque, en su espíritu había reconocido a la inmortal diosa. Los pretendientes siguieron gustando las delicias del canto y la danza hasta que llegó la oscuridad; la sombría noche los sorprendió cuando todavía estaban en plena diversión. Entonces, cada uno se dirigió a su palacio para entregarse al sueño. Telémaco se retiró también a sus habitaciones construidas sobre un magnífico patio, visible desde todas partes en una inmensa llanura. Allí, absorbido por un sinnúmero de proyectos, intentaba buscar el descanso.

Tras él, una virtuosa mujer llevaba las brillantes luces; era Euriclea, hija de Ope, descendiente de Pisenor. Antaño, cuando estaba en la primavera de su edad, Laertes la compró y entregó veinte toros para obtenerla, pero siempre la honró en su palacio, como mujer casta y jamás se propuso compartir su lecho, pues temía la ira de su esposa; era ella la que en aquel momento llevaba la brillante antorcha. Euriclea amaba a Telémaco más que todos los demás sirvientes del palacio, puesto que ella misma había criado al joven príncipe desde su más tierna infancia. 

Euriclea abre las puertas de la rica morada y Telémaco se sienta en su lecho, se quita la suave túnica y la pone entre las manos de esta venerable mujer, que alisa sus pliegues con cuidado y la cuelga cerca de la cama. Después abandona las habitaciones, tira de la puerta por medio de una anilla de plata y echa el cierre con una correa. Allí, durante toda la noche, Telémaco, cubierto por una fina piel de cordero, piensa en el viaje que le ha aconsejado Atenea.


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