ODISEA • HOMERO • CANTO II • ASAMBLEA y PARTIDA DE TELÉMACO.


<CANTO I                                                                                                            > CANTO III 
Busto imaginario de Homero. Copia romana de un original helenístico.

Cuando apareció la Aurora de rosados dedos, el amado hijo de Ulises abandonó el lecho y se puso sus ropas. Tomó la acerada espada, se ató las bellas y relucientes botas, y, semejante a un dios, salió de su habitación.

Inmediatamente ordenó a los heraldos de sonora voz, que convocaran en asamblea a los aqueos de largas cabelleras. Los heraldos obedecieron y los ciudadanos se reunieron enseguida. Cuando cada uno estaba en su sitio, apareció Telémaco llevando en la mano la lanza de bronce. No estaba solo; dos ágiles perros le seguían los pasos. Atenea difundió a su alrededor una gracia divina y la multitud contemplaba con admiración al joven Telémaco que se adelantaba.

Se colocó en el sitial de su padre y los ancianos se alinearon a ambos lados DEL mismo. El héroe Egiptio habló el primero. Se mostraba inclinado bajo el peso de la vejez y había adquirido una larga experiencia. Un hijo al que amaba, el valiente Antifo, había partido antaño en las cóncavas naves para acompañar al divino Ulises hacía las playas de Ilión -Troya-, la ciudad fecunda en corceles, y fue a él a quien el cruel Cíclope cortó el cuello en un profundo antro, y sirvió de última cena a aquel monstruo. Egiptio tenía otros tres hijos; uno de ellos, Eurínomo, era uno de los pretendientes, y los otros dos cultivaban los campos paternos. El infortunado anciano no pudo consolarse de la pérdida de su hijo, y con los ojos bañados en lágrimas, pronunció las siguientes palabras:

-Itacenses, oíd lo que voy a deciros. No hemos tenido, ni asamblea, ni consejo, desde que el divino Ulises embarcó en las cóncavas naves. ¿Qué es pues, lo que hoy nos reúne aquí? ¿Qué importante asunto ha ocurrido, ya sea a los jóvenes o a los viejos? ¿Alguien ha oído decir que la flota vuelve, y quiere hacernos saber que él es el primero que ha sabido la noticia? ¿O quiere instruirnos o hablar de algo de interés público? En ese caso, lo consideraré como hombre probo y útil. ¡Ojalá Zeus cumpla favorablemente los designios que su espíritu haya concebido!

Así habló, y el amado hijo de Ulises se alegró por el buen presagio, e impaciente por hablar, no pudo permanecer más tiempo sentado. Avanzó hacia el centro de la asamblea; tomó entre sus manos el cetro que le presentó Pisenor –heraldo fértil en sabios consejos-, y contestó a Egiptio en estos términos:

-Anciano: no está lejos el hombre que ha reunido al pueblo, y ahora mismo vas a conocerlo, Soy yo, quien más que ningún otro, vivo abrumado por el dolor. Desde luego no he oído decir que la flota esté de vuelta, pero os haré saber la noticia si soy el primero en saberla. Tampoco deseo instruiros, ni hablar de algún interés público, pues se trata de mi propia angustia, porque una doble desgracia pesa sobre mi familia.

Primero perdí al benévolo autor de mis días, Ulises, que antaño reinaba sobre vosotros como el más tierno padre. Otro desastre, no menos terrible, destruirá pronto todos mis dominios y consumirá por completo mis riquezas; los pretendientes, amados hijos de los hombres más poderosos, pretenden, a pesar de ella, la mano de mi madre, pero no se atreven a ir a la casa de su padre, Íkaro, para que dote a su hija y la entregue al que ella elija y más le plazca. Así, pasan los días en nuestro palacio; matan a nuestros bueyes, nuestros corderos y nuestras cabras, los más lucidos; se entregan a la alegría de los festines, beben impunemente el vino de oscuros tintes y devoran toda mi fortuna. Ya no hay un héroe como Ulises para evitar la ruina de nuestro palacio. Por ahora yo no puedo defenderme, pero un día apareceré terrible, aunque ignoro el arte de combatir. ¡Oh, cómo los rechazaría si tuviera la fuerza necesaria! Tales excesos ya no se pueden tolerar, y mi casa se pierde sin honor. Tened pues, la vergüenza necesaria y temed los reproches de los pueblos vecinos que nos rodean. Temed también la ira de los dioses, no vaya a ser que, irritados, castiguen vuestros crímenes como merecéis.

En nombre de Zeus Olímpico, en nombre de Temis, que reúne y dispersa las asambleas de los hombres, reprimidlos, oh, amigos míos, y dejad que me entregue en soledad a mi profundo dolor. Si alguna vez mi padre, el virtuoso Ulises, se hizo culpable de alguna injusticia hacia los Aqueos de hermosas grebas y los abrumó de males, hacéos también culpables y vengáos en mí; devolvedme todos esos infortunios animando a estos audaces.

Preferiría veros devorar mis provisiones y mis rebaños, pues pronto llegaría el día en que fuera compensado. Iría sin cesar por toda la ciudad a dirigiros mis ruegos, y os reclamaría mis bienes, hasta que me los devolviérais todos. Pero hoy abrumáis mi alma de dolor.

Así habló Telémaco irritado. Después tiró el cetro a tierra estallando en lágrimas y conmovió al pueblo de compasión. Todos los pretendientes guardaron silencio, no osando responder con duras palabras. Antinoo fue el único que se levantó y le dijo:

-Telémaco, temerario orador y espíritu impuetuoso, ¿por qué ultrajarnos con semejante discurso? ¿Quieres cubrirnos de oprobio? Los pretendientes aqueos no son la causa de tu ruina, sino tu amada madre, poseedora de todos los engaños. Lleva ya tres años, y pronto serán cuatro, engañando a los griegos. Halaga nuestras esperanzas; nos hace promesas a todos, pero tiene otros designios en su alma, y te voy a decir la nueva estratagema que le ha sugerido su espíritu. Se ha propuesto tejer un tapiz muy delicado y de un tamaño enorme, y después nos ha dicho:

“-Jóvenes que pretendéis mi mano, puesto que el divino Ulises ha muerto, retrasad mi boda hasta que termine este lienzo fúnebre que destino al héroe Laertes -¡ojalá que mi trabajo no se pierda completamente!, cuando el triste destino lo abandone al largo sueño de la muerte, para que ninguna mujer aquea se indigne contra mí, si permito que descanse sin mortaja el que poseía tantas riquezas.”

Así habló, y nuestras generosas almas se dejaron persuadir. Pero ella, durante el día tejía el gran lienzo, y por la noche, a la luz de las antorchas, destruía su obra. Y así durante tres años; ha ocultado su engaño, hasta que, llegado el cuarto, llegó también el día en el que una mujer muy instruida nos hizo esta confidencia, y encontramos a Penélope deshaciendo su magnífico tejido, que tuvo que terminar, a su pesar y por la fuerza.

Penélope deshace su trabajo por la noche. 
Dora Wheeler Keith. (1856-1940). MET. NY

Así pues, Telémaco, te diré lo que piensan los pretendientes, para que lo sepas y guardes en el fondo de tu alma lo que ningún aqueo ignora. Devuélvenos a tu madre. Ordénale que se case con aquel que designe su padre. Pero si ella desea seguir cansando a los griegos, siguiendo los consejos de Atenea, que la instruyó en espléndidos trabajos y prudentes pensamientos e inteligentes estratagemas, tales, que nuestros antepasados aqueos de hermosas cabelleras, no recuerdan nada parecido, incluso con respecto a mujeres que vivieron antaño, pues ninguna de ellas se sirvió de engaños como los de Penélope. Así pues, te digo; si ella persiste, lo que no está permitido, ni es conveniente, consumiremos tu herencia y tus bienes, mientras mantenga la actitud que los dioses han puesto en su alma. Ella obtendrá un enorme gloria, sin duda, pero tú perderás tus riquezas. Nosotros no volveremos, ni a nuestros campos, ni a nuestras residencias, hasta que se se case con el aqueo que ella misma elija.

El prudente Telémaco respondió de inmediato:

-No, Antinoo; nunca contra su voluntad. No alejaré de este palacio a la que me dio la vida y me alimentó. Mi padre ha muerto en tierra extranjera, o quizás todavía esté vivo, pero, sea como fuere, contraería una gran deuda con el padre de mi madre, si voluntariamente se la devuelvo. Ulises, por otra parte, no dejaría de castigarme y los dioses aun añadirían otros castigos. Además, al abandonar así esta casa, Penélope invocaría a las Furias y la indignación de los hombres también caería sobre mí. No. Nunca lo haré. Si estáis indignados, salid de mi casa, disponed en otra parte vuestros festines y consumid vuestras propias riquezas invitando unos a otros en vuestros palacios. Pero si os parece mejor y preferible devorar impunemente la herencia de un solo hombre, continuad; yo invocaré a los dioses eternos para que Zeus os castigue de acuerdo con vuestros crímenes: ¡ojalá perezcáis en vuestras casas sin posible venganza!

Así habló Telémaco y, de pronto, Zeus, cuya voz resuena a lo lejos, hizo volar dos águilas desde la elevada cumbre de la montaña.


Durante unos instantes aquellas aves se dejaron llevar por el viento, manteniéndose una junto a otra y extendiendo sus alas, pero cuando planeaban por encima de la ruidosa asamblea, empezaron a volar en círculo, agitando sus pesadas alas y posaron sus ojos sobre las cabezas de los pretendientes, como si predijeran su muerte. Después las vieron destrozar con sus garras sus propias cabezas y cuellos y volar hacia la derecha, atravesando el palacio y la ciudad de los itacenses.

Todos los asistentes se admiraron con lo que vieron y meditaban en su alma sobre lo que podría significar. Entonces se adelantó el hijo de Mentor, el venerable héroe Haliterses, que superaba a todos los de su edad en el arte de conocer los augurios y predecir el futuro. Tomó la palabra y dijo con sabiduría:

-Pueblo de Ítaka, escucha lo que voy a decir, aunque es, sobre todo, a los pretendientes a los que me dirijo, pues una gran desgracia los amenaza. Ulises no estará mucho más tiempo alejado de los suyos. Ya cerca de esta tierra, medita la muerte sangrienta de todos sus enemigos, y esta desgracia causará la ruina de algunos de nosotros, que vivimos en la bella ciudad de Ítaka. Veamos ahora, el modo de reprimir a estos insensatos. Que ellos mismos cambien de conducta, sería lo más sabio. No soy, lo sabéis, un profeta sin experiencia, sino un sabio augur.

Todo se ha cumplido como lo predije antaño, cuando los aqueos se embarcaron hacia Ilión, llevando con ellos al prudente Ulises. Anuncié que este héroe sufriría males sin número, que perdería a sus compañeros, y que veinte años después, desconocido por todos, volvería a su patria. Es pues, ahora, cuando todo esto se va a cumplir.

-¡Retírate, anciano! –Le dijo Polibio, el hijo de Eurímaco-. Vete a tu casa a profetizar a tus hijos y a garantizarles los males con que los amenaza el porvenir. Que los pájaros revoloteen siempre bajo los rayos de sol, no significa que todos sean augures. 

Ciertamente, Ulises ha muerto lejos de su patria. Pluguiera a los dioses que tú hubieras muerto con él, y así no harías semejantes predicciones, ni excitarías la irá de Telémaco, con el deseo, sin duda, de recibir para tu familia el regalo que el hijo de Telémaco querrá hacerte. Pero lo que yo voy a decirte, también se cumplirá. Escúchame bien: si por medio de viejas artimañas pretendes irritar a este joven héroe, su destino será más funesto todavía, pues jamás podrá llevar a cabo sus propósitos, y a ti, anciano, te infligiremos un castigo que golpeará tu alma con un cruel dolor. 

Aconsejo, pues, a Telémaco, que ordene a su madre que se retire a la casa de sus padres, para que ellos le acuerden un matrimonio y preparen para ella una dote considerable, digna de una hija tan querida. Entonces, los hijos de los aqueos abandonarán su perseverante intento, pues ahora no temen a nadie, ni a Telémaco, aunque sea un gran orador. 

Anciano, nos preocupan muy poco los oráculos que nos anuncias en vano y que no consiguen sino hacerte más odioso. Los bienes de Ulises serán devastados, y el desorden durará mientras Penélope siga cansando a los griegos, retrasando su matrimonio. En cuanto a nosotros, seguiremos esperando, lucharemos con ella por su virtud, y no pretenderemos a otra mujer, aunque sea aconsejable para todos nosotros tomar una esposa.

El prudente Telémaco respondió a su vez:

-Eurímaco y todos los nobles pretendientes: no os suplicaré más, ni volveré a interrumpir vuestra asamblea, porque los dioses y todos los aqueos conocen mi causa. Pero concededme al menos un navío rápido y veinte compañeros para recorrer por todas partes el vasto mar. Quiero ir Esparta y a la arenosa Pylos, para informarme sobre el retorno de mi padre, lejos desde hace ya tanto tiempo. Algún mortal me informará, sin duda, de estas cosas, o quizá escucharé la voz de Zeus, que otorga la fama a los hombres. Si me dicen que Ulises todavía existe y que va a volver, lo esperaré, a pesar de mis sufrimientos, durante un año entero. Si, por el contrario me dicen que ha muerto y que ya no hay esperanza, volveré a mi amada patria para erigirle una tumba. Celebraré en honor de Ulises solemnes funerales y daré un esposo a mi madre.

Tras estas palabras, volvió a tomar asiento. De pronto, se levantó Mentor, compañero del valeroso Ulises, a quien este había confiado el cuidado de su casa, el de su anciano padre y la administración de sus bienes. Mentor, lleno de sabiduría, tomó la palabra y dijo:

-Escuchadme, itacenses. Que ningún rey que empuñe un cetro, vuelva a ser, ni justo, ni clemente, y que no conserve en su alma nobles pensamientos, y que además, se vuelva cruel y no realice sino acciones impías, puesto que ya nadie se acuerda del divino Ulises, incluso en este pueblo que él gobernó como el más tierno padre. Y no estoy acusando a los orgullosos pretendientes de cometer actos de violencia malvadamente inspirados por su espíritu, pues arriesgan su propia cabeza al devorar por fuerza los bienes de Ulises, porque no esperan volver a ver al héroe de vuelta. Es con el pueblo con quien estoy indignado, porque se queda sentado y silencioso, y, a pesar de su enorme número, no se atreve a reprimir, con sus discursos, a esta débil pandilla de pretendientes.

Leócrito, hijo de Evenor, le contestó inmediatamente:

-¡Peligroso Mentor, débil e insensato! ¿Te atreves a excitar al pueblo contra nosotros, cuando sería difícil, incluso para una multitud, combatirnos en medio de una fiesta! Si Ulises, rey de Ítaka, volviera a estas tierras y quisiera echar de su palacio a los ilustres pretendientes mientras comen, su esposa estaría lejos de alegrarse, aunque desee su vuelta con ardor, porque él mismo recibiría aquí la muerte si decidiera atacar a tan gran número de enemigos. Hablas, pues, sin razón. 

Ahora, pues, ciudadanos, dispersáos, y que cada cual vuelva a sus tareas. Mentor y Haliterses, los antiguos compañeros de Ulises, se ocuparán de la partida de Telémaco, aunque pienso que este joven permanecerá aquí mucho tiempo, pues es en Ìtaka donde debe recibir las noticias de su padre y nunca emprenderá ese viaje.

Terminó de hablar e inmediatamente se terminó la asamblea. Cada cual se dispersó y volvió a su casa, mientras que los pretendientes volvieron al palacio del divino Ulises. Telémaco se fue solo a la orilla del mar y después de lavar sus manos entre las blancas olas, dirigió esta plegaria a Atenea:

-Escucha mi voz, oh, diosa, tú que viniste ayer a nuestro palacio; tú que me ordenaste recorrer los oscuros mares para informarme de la vuelta de mi padre ausente desde hace tantos años. Los aqueos se oponen a la ejecución de tus órdenes; sobre todo, los pretendientes, cuya culpable osadía no tiene freno.

Así rogaba Telémaco, cuando Atenea se acercó a él bajo los rasgos y la voz de Mentor, y le dirigió estas breves palabras:

-Telémaco, en adelante no te faltará ni prudencia ni valor. Si posees el alma valerosa de tu padre, que ejecutaba fielmente sus actos y promesas, este viaje no será en vano. Si por el contrario, no eres hijo de este héroe y de Penélope, no llevarás a cabo tu resolución.


Son pocos los hijos que se parecen a sus padres; la mayor parte son peores, y raramente mejoran a sus antepasados. Pero como tú no careces, ni de porvenir, ni de prudencia, ni de valor -si la sabiduría de Ulises no te ha abandonado-, espero que tus proyectos se cumplan. Desprecia, pues, los complots y designios de estos insensatos pretendientes, que no tienen consigo ni la razón ni la justicia: no saben que un triste destino los amenaza y que todos morirán el mismo día. El viaje que tú meditas, no puede ser retrasado mucho tiempo, pues yo, el viejo amigo de tu padre, te prepararé un navío rápido y te acompañaré. 

Ahora vuelve a tu palacio y mézclate con la multitud de los pretendientes. Prepara las provisiones para el camino y guárdalas en vasijas; deposita el vino en ánforas, así como el harina, esencia de los hombres, en resistentes odres. Yo reuniré por la ciudad compañeros de buena voluntad. Algunos navíos, viejos y nuevos están en la isla de Ítaka; examinaré los que me parezcan mejor, y en cuanto estén equipados, los lanzaremos al vasto mar.

Así habló Atenea, hija de Zeus, y Telémaco no se detuvo mucho más tiempo después de haberla escuchado. Volvió al palacio con el corazón afligido, y encontró a los soberbios pretendientes preparando cabras y asando cerdos en el interior de los patios. Antinoo avanzó yendo hacia Telémaco, lo tomó de la mano y le dirigió estas palabras.

-Telémaco, sublime orador, pero de insuperable violencia, no sigas forjando en tu interior ningún otro funesto proyecto, ya sea por acción, ya sea por palabras; comamos y bebamos juntos como antes. Los aqueos te prepararán todo lo que necesites; un navío y hábiles remeros, a fin de que vayas cuanto antes a la divina Pylos para oír hablar de tu ilustre padre.

El prudente Telémaco respondió:

-Antinoo, ya no es conveniente que coma con insolentes como vosotros, ni que me entregue tranquilamente a las fiestas. ¿No tenéis, pretendientes, bastante, con haber consumido hasta ahora mis riquezas y devastado mis bienes cuando todavía era un niño? Pero ahora soy un hombre; he recibido sabios consejos y siento crecer el valor en mi corazón. Lo intentaré todo para atraer sobre vosotros un espantoso destino, tanto si me voy a Pylos, como si permanezca aquí. Pero me iré –no anuncié en vano este viaje-, me iré como un pasajero, ya que no poseo ni naves ni remeros, puesto que eso os parece preferible.

Y, dicho esto, retiró inmediatamente su mano de la de Antinoo. 

Entre tanto, los pretendientes se preparaban para la comida en el palacio, ultrajando a Telémaco con mordaces palabras. Uno de aquellos orgullosos jóvenes, dijo:

-Telémaco medita piensa ciertamente en nuestra muerte; traerá, sin duda, algún vengador de Esparta o de la arenosa Pylos; es su más ardiente deseo. Quizá quiera ir a Éfeso, a la tierra fértil, para traer venenos mortales que echará en nuestras copas para matarnos.

Otro de los arrogantes jóvenes dijo:

-¿Quién sabe si no morirá con su cóncava nave, lejos de sus amigos, o si andará errante como Ulises? Y entonces, ¡que desgracia para nosotros! Tendremos que repartirnos todas sus riquezas y dejar a su madre en este palacio con el esposo que ella elija.

Así hablaban los pretendientes. Telémaco bajó a las amplias bodegas donde guardaba, bajo altas bóvedas, oro, hierro, cofres llenos de ricos paños y abundantes aceites perfumados. Allí se encontraban también, ordenados a lo largo del muro, toneles de un viejo y deleitoso vino y un brebaje puro y divino; destinados a Ulises, si alguna vez volvía a su palacio después de sus numerosas desgracias. Aquella bodega estaba cerrada por grandes puertas de dos batientes estrechamente unidos. Una mujer nombrada intendente, pasaba allí los días y las noches, y guardaba todos aquellos tesoros con un espíritu lleno de prudencia; se llamaba Euriclea y descendía de Ops, nacido de Pisenor. Telémaco la llamó y le habló en estos términos:

-Nodriza, vierte en las ánforas un vino de exquisita suavidad, el mejor que tengas, esperando la vuelta del divino Ulises, si acaso el desgraciado héroe escapa a la muerte. Llena doce odres con ese brebaje y cúbrelas con sus tapaderas. llena de harina odres bien cosidos y añade veinte medidas de ese grano molido por la piedra. Solo tú conocerás mi proyecto, pero prepara esas cosas con mucho cuidado, pues esta noche las tomaré, cuando mi madre se retire a sus habitaciones para entregarse al sueño. Corro a Esparta y a la arenosa Pylos, para informarme de cualquier cosa que se sepa sobre la vuelta de mi bien amado padre.

Cuando terminó de hablar, su amada nodriza se puso a llorar y, con los ojos bañados en lágrimas, le dijo estas breves palabras:

-¿Por qué, tierno hijo mío, ha entrado semejante designio en tu alma? ¿Por qué quieres recorrer tan numerosas tierras, tú, hijo único y amado? El divino Ulises ha muerto lejos de su patria, en cualquier tierra extranjera. Pero tú, en el momento en que te hayas ido, los pretendientes prepararán mil trampas para matarte, y se repartirán todos tus bienes. Quédate aquí, en el seno de tu familia y no te expongas a los peligros del mar y a los de la vida errante.

El prudente Telémaco, le respondió a su vez:

-Tranquilízate, nodriza; no he tomado esta resolución sin la voluntad de un dios. Júrame, pues, que no revelaras nada a mi madre antes del undécimo o duodécimo día, a menos, claro está, que ella desee verme o se entere de mi partida; temo que llorando, pierda la belleza.

Ante estas palabras, la anciana Euriclea, tomando a los dioses por testigos, hizo el más grande de los juramentos. Después, se apresuró a llenar de vino las ánforas y a poner el harina en los odres cosidos y Telémaco volvió al palacio para mezclarse entre la multitud de los pretendientes.

Atenea, la diosa de los ojos relucientes, concibió un plan nuevo. Bajo los rasgos de Telémaco, ella misma recorrió la ciudad entera, y a todos los hombres que encontró, les ordenó que al anochecer, se dirigieran al ligero navío que ella había pedido a Neamón y que este le había entregado de inmediato.

Cuando el sol se puso y todas las calles estaban envueltas en sombras, lanzó la rápida nave al mar, después de depositar en un edificio todos los aparejos necesarios para las naves de largo recorrido. Al final del puerto, reunió a su alrededor a todos los valerosos compañeros de Telémaco, a los que llenó de ánimo.

Después, para la realización de un nuevo designio, voló al palacio del divino Ulises, donde encontró a los pretendientes haciendo sus libaciones; puso un agradable sueño sobre sus párpados, e inmediatamente, las copas se les cayeron de las manos, de modo que, finamente, se dispersaron por la ciudad para irse a dormir. Entonces, Atenea, tomando el aspecto y la voz de Mentor, llamó al hijo de Penélope.

-Telémaco, tus compañeros de hermosas cabelleras están sentados en los bancos de los remeros y esperan tus órdenes. Vamos, pues, y no retrasemos nuestra partida.

Y, dicho esto, Atenea Palas precedió rápidamente a Telémaco, y el héroe la siguió. Cuando llegaron junto al bajel, encontraron allí a los compañeros de largos cabellos, a los que Telémaco dijo:

-Apresurémonos, amigos, a llevar las provisiones que ya están preparadas en el palacio. Mi madre y sus servidores no saben nada de esto, excepto una persona.

Ellos se apresuraron a seguirle. Llevaron las provisiones y las depositaron en el navío, tal como les ordenó el amado hijo de Ulises. Telémaco se embarcó, y Atenea, que le guiaba, se sentó cerca de la popa, y el joven héroe, a su lado. Soltaron las amarras, y los remeros se ordenaron en los bancos.

Inmediatamente, Atenea provocó un viento favorable; el Céfiro, que sopló impetuosamente sobre el mar oscuro y sonoro. Telémaco les ordenó ponerse en marcha y ellos obedecieron; izaron el mástil, lo afirmaron con las cuerdas, así como las blancas velas sujetas con fuertes correas. El viento sopló sobre ellas. El mar azul resonaba por todos los lados en torno a la carena del navío, que avanzaba surcando las líquidas llanuras.

Después, llenaron las copas de vino; ofrecieron libaciones a los eternos dioses, y sobre todo a la hija de Zeus, la diosa de los ojos chispeantes. A lo largo de toda la noche, hasta el amanecer, el navío siguió bogando sobre las olas.


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