HOMERO • ODISEA CANTO XII ● Οδύσσεια ιβ'● Caribdis y Escila



Cabeza de Ulises del grupo escultórico que representa al héroe atacando a Polifemo. Mármol griego, probablemente del Siglo I aC., procedente de la Villa de Tiberio en Sperlonga. Museo Arqueológico Nacional de Sperlonga.

Cuando nuestra nave abandonó la corriente del río Océano, volvió a las olas del ancho mar y tocó en la isla de Eea, donde se hallan los palacios y los coros de la divina Aurora y el amanecer del sol deslumbrante. Mis compañeros arrastraron el bajel hasta la arena y después se durmieron junto a la orilla, esperando al alba.

Por la mañana, cuando brilló la matinal Aurora de los dedos rosados, mandé a mis guerreros a las moradas de Circe para que trajeran el cadáver de Elpínor (1). Cortamos los árboles que coronan la parte más alta de la orilla, y procedimos a incinerarlo sin que pudiéramos contener el llanto.

Cuando el fuego consumió sus restos y sus armas, levantamos una tumba para nuestro desgraciado compañero, y sobre el monumento, levantamos una estela donde colocamos también su remo.

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(1) Elpínor / Ἐλπήνωρ, era el remero más joven de los compañeros de Ulises. En el Canto X, la noche anterior a la partida hacia la isla de Eea, bebió vino en exceso y se durmió en el tejado del palacio de Circe. A la mañana siguiente, al oír la llamada de Ulises para zarpar hacia el Hades. Elpínor, olvidando donde se encuentra, se lanza a correr, cae del tejado y muere. En el canto XI, cuando Ulises llega al Hades, la sombra de Elpínor le pide unos funerales dignos, razón por la cual, cuando este vuelve a la isla de Eea, busca el cuerpo y cumple lo prometido; incinera sus restos y levanta en su honor un túmulo, sobre el cual coloca el remo que aquel manejaba.

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Una vez cumplido nuestro deber, Circe, informada de que habíamos vuelto, llegó elegantemente ataviada; sus servidores nos trajeron pan, muchos alimentos y un vino chispeante de tonos rojos. La diosa se quedó de pie en medio de nosotros, y dijo:

-¡Desgraciados, que aún vivientes habéis descendido a las sombrías moradas de Plutón! Sois doblemente mortales, pues los demás hombres sólo mueren una vez. Ahora, tomad estos alimentos, bebed este vino y descansad el resto del día. Mañana, cuando amanezca, bogaréis de nuevo sobre las olas. Os indicaré la ruta y os mostraré todos sus peligros, para que podáis eludir las trampas y no sufráis ninguna desgracia, ni en la tierra, ni en el mar.

Dicho esto, aceptamos su consejo, y, durante el resto del día, hasta que se puso el sol, comimos y saboreamos aquel delicioso néctar.

Cuando cayó la noche y las tinieblas se extendieron sobre la tierra, mis compañeros se abandonaron al descanso, cerca de las amarras de nuestra nave. Entonces, la diosa, me tomó de la mano y alejándome de ellos, hizo que me sentara a su lado. Me preguntó sobre lo ocurrido durante el viaje y yo se lo expliqué todo con detalle.

-Ulises -me dijo-, todo eso ya ha pasado. Ahora, escúchame, y después, algún dios te recordará mis palabras. Primero, encontrarás a las Sirenas, seductoras de todos los hombres que se les acercan; aquél que, llevado por la imprudencia, escuche sus voces, no volverá a ver a su esposa ni a sus amados hijos, que, de otro modo estarán encantados de su vuelta. Las Sirenas, recostadas en una pradera, cautivarán al guerrero con sus armoniosas voces. A su alrededor permanecen las osamentas y los secos cuerpos de las víctimas que ya se han cobrado. Rehúye aquellas orillas y tapa los oídos de tus compañeros con cera blanda, para que no puedan oírlas. En cuanto a ti, si lo deseas, podrás escucharlas, pero haz que antes te aten de pies y manos al mástil de tu rápido navío; déjate cubrir de cuerdas para que puedas disfrutar oyendo las voces de tan encantadoras Sirenas, pero si entonces pides a tus compañeros que te desaten, entonces deberán sujetarte con cadenas.

Una vez que tus compañeros hayan logrado abandonar aquellas orillas, no puedo decirte cual es la ruta que deberás seguir; tendrás que aconsejarte por ti mismo. No obstante, te indicaré dos posibilidades que se abrirán ante ti. Por un lado, agudas rocas salientes, en torno a las cuales braman las azules olas de Anfítrite, que los afortunados dioses llaman, rocas errantes.

El triunfo de Poseidón y Anfitrite. Detalle de un gran mosaico romano de Cirta, ca. 315–325 a.C., actualmente, en el Museo del Louvre.

Ni un pájaro puede franquearlas, ni las tímidas palomas que llevan la ambrosía al poderoso Júpiter, porque las rocas siempre le arrebatan alguna, aunque el hijo de Saturno, inmediatamente envía a otra para completar su número. Las naves que se acercan a aquellas inmensas rocas, naufragan, y sus restos, y los cuerpos de los marineros, son empujados por las olas y devorados por el fuego del cielo. La nave Argos, celebrada por todos los cantores, es la única que pudo franquear aquel paso y volver a las tierras de Aetes; se habría estrellado contra las rocas, si no hubiera sido guiada por la bella Juno, que porque amaba mucho a Jasón.

La aguda punta del otro arrecife, alcanza el ancho cielo; está envuelta en una sombría nube que jamás se disipa, y nunca brilla la calma en su altura; ni en verano, ni en otoño.

Ningún hombre podría subir ni bajar de allí, aunque tuviera veinte brazos y veinte pies, pues la roca es lisa y parece haber sido cuidadosamente pulida. En el centro hay una oscura caverna que mira hacia poniente; el lado del Érebo, y allí, noble Ulises, es donde debes dirigir tu nave. Si un hombre joven, desde el hueco navío, lanzara una flecha contra aquella gruta, nunca alcanzaría el fondo. Escila lanza angustiosos rugidos con un sonido parecido al de un joven león, y nadie se alegra con la vista de ese horrible monstruo, ¡ni un dios! Escila tiene doce garras horribles y seis cuellos de un largo desmesurado, y en cada uno de ellos, una cabeza espantosa, con tres filas de dientes, innumerables y muy apretados, en los cuales tiene su sede la negra muerte. La mitad de su cuerpo está oculto en la caverna, pues el monstruo sólo asoma sus horrorosas cabezas; las mueve en torno a su engañosa trampa, y caza y devora delfines, perros de mar y los miles de enormes ballenas que cría la ruidosa Anfítrite. Ningún marino ha podido gloriarse nunca de haber escapado sano y salvo de los furores de ese terrible monstruo, pues Escila, con alguna de sus cabezas, siempre arranca a un hombre de su nave de azulada proa.

La otra celada que verás, Ulises, está más abajo, muy cerca de la primera, al alcance de una flecha. En su cima crece una higuera cargada de hojas y, bajo la higuera, está la formidable Caribdis, que siempre está bebiendo en la negra corriente; tres veces al día la vomita, y tres veces más, la deglute, lanzando temibles mugidos. 


No se te ocurra pasar por aquel lugar mientras Caribdis absorbe el agua del mar, pues nadie podría evitar tu muerte, ni el poderoso Neptuno. Tú, acércate a Escila y dirige tu navío en torno al arrecife; es mejor perder seis compañeros, que verlos morir a todos.


-Diosa -dije entonces a Circe-; dime toda la verdad. ¿Si evito a la funesta Caribdis, podré combatir al otro monstruo, cuando ataque a mis guerreros? Y ella, la más noble de las diosas, me respondió: 

- ¡Desgraciado! ¡Sigues pensando, pues, en las fatigas y los peligros de la guerra! ¡No quieres ceder, ni ante los mismos dioses! Debes saber que Escila no puede ser privada de la vida, porque es inmortal; es un monstruo terrible, salvaje, cruel, a quien no se puede combatir y es imposible defenderse de ella; lo más seguro es huir. Si permaneces junto a Escila para luchar con ella, se lanzará de nuevo y devorará tantos guerreros como cabezas tiene. Navega, pues, velozmente, e implora a su madre, Cratais, que fue quien concibió a esa plaga; ella impedirá, quizás, que el monstruo se lance sobre todos vosotros.

Después llegaréis a la isla de Trinacia. Allí pacen siete rebaños, cada uno de cincuenta vaquillas, más otros siete rebaños, cada uno de cincuenta corderos consagrados al dios del día. Estos animales no se reproducen, pero nunca mueren, y dos diosas cuidan de ellos; dos ninfas de hermosas cabelleras: Faetusa y Lampetia, a quien concibió del Sol, la divina Neera. Cuando su venerable madre las terminó de criar, las envió a la isla de Trinacia y les confió los corderos de su padre y sus bueyes de retorcidos cuernos. Si, pensando en el retorno, respetas aquellos rebaños, después de muchos sufrimientos, volver a ver tu patria, pero si, al contrario, atacas a aquellos animales, te predigo la destrucción de tu nave y la muerte de todos tus compañeros y, aun si tú mismo eludes la trampa, volverás desgraciado a Ítaka, después de haber errado mucho tiempo por el mar y haber perdido a todos tus guerreros.

Cuando ella terminó de hablar, aparecía ya la Aurora en su divino trono de oro. La más noble de las diosas se alejó atravesando su isla y yo volví a la orilla. Ordené a mis compañeros que subieran a la nave y soltaran las amarras; obedecieron de inmediato y se colocaron en los bancos. Cuando ya estaban todos sentados en orden, empezaron a golpear con sus remos el blanqueante mar. Circe, la fuerte diosa de melódica voz y los cabellos ondulados, nos mandó un viento favorable que impulsó nuestra nave de azulada proa e hinchió nuestras velas. Cuando todo estuvo en orden, nos sentamos, confiados en el piloto y en los vientos. Entonces, todavía afligido, hablé a mis compañeros.

-Amigos, os daré a conocer las predicciones de la divina Circe, para que todos sepáis si moriremos, o escaparemos a la muerte que nos amenaza. Circe nos ha prohibido escuchar los armoniosos tonos de las sirenas, y nos ordenas alejarnos de sus prados esmaltados de flores. Sólo permite que yo escuche esos cantos, pero para ello, debéis atarme con cuerdas y cadenas al pie del mástil más alto para que permanezca inmóvil, y si entonces os ordeno que me desatéis, debéis sujetarme con más fuerza.

Y mientras decía esto, ya vimos la isla de las sirenas, pues nuestra nave avanzaba con viento favorable. Pero, de pronto, el viento se calmó, se disolvió en el aire, y las olas se durmieron como por orden divina. Los remeros se levantaron; plegaron las velas y las colocaron en el hueco de la nave. Después se sentaron en los bancos e hicieron surgir la espuma de las olas con sus remos pulidos y brillantes. Inmediatamente, tomé mi espada de acero y corté en pedazos una gran masa de cera que amasé fuertemente entre las manos y, cediendo a mis esfuerzos y a la viva luz del sol, hijo de Hiperión, se ablandó. Entonces la introduje en los oídos de todos mis guerreros y ellos me ataron de pies y manos al mástil, con fuertes cuerdas. Después, siguieron hendiendo el blanco mar con sus remos. 

Cuando, a pesar de su rápido avance, vimos que el navío no se alejaba más de la orilla que el alcance de un grito, no pudimos ya eludir la mirada de las sirenas, que empezaron a entonar un melodioso canto.


-Ven, Ulises, ven, famoso héroe, tú, la gloria de los Aqueos: detén aquí tu navío y presta oídos a nuestros cantos. Jamás ningún mortal que haya llegado a esta orilla, ha dejado de escuchar los armoniosos conciertos que escapan de nuestros labios. Y todo el que abandona esta playa ha vuelto a su patria encantado y enriquecido con su nuevo conocimiento. Sabemos bien cuánto han sufrido, Aqueos y Troyanos, en las anchas llanuras de Ilión, por voluntad de los dioses. Y conocemos bien todo lo que ocurre en la fecunda tierra.

Mi corazón deseaba escuchar aquel melodioso canto de las Sirenas. Con el ceño fruncido, ordené a mis hombres que me desataran, pero en lugar de obedecer, se inclinaban y remaban con más energía, mientras que Euríloco y Perimedes, levantándose, me sujetaban con nuevas cuerdas, cada vez más apretadas.

Cuando al fin dejamos atrás aquellas orillas y ya no se oía la voz de las Sirenas, ni su melodioso acento, mis compañeros se quitaron la cera que obstruía sus oídos, y me desataron.

Ya estábamos a cierta distancia de la isla, cuando percibí un denso vapor en olas inmensas que ascendían; oí un terrible bramido que procedía del mar; los remos cayeron de las manos de los hombres espantados y cayeron ruidosamente sobre las olas rugientes. 

La nave se detuvo cuando los compañeros dejaron de agitar los largos remos y entonces, la recorrí, animándolos con suaves palabras que dirigí a cada uno de ellos.

-Amigos: nosotros conocemos bien el peligro; el que nos amenaza ahora, no puede ser peor que los que ya afrontamos cuando el Cíclope nos encerró en su profunda caverna, pues mi valor, mis consejos y mi prudencia, os salvaron; espero que no lo hayáis olvidado. Obedeced ahora cuanto os diga: permaneced firmes en los bancos; golpead con vuestros remos las inmensas olas y Zeus nos permitirá, quizás, escapar de la muerte. En cuanto a ti, piloto, estas son mis órdenes, puesto que tienes el gobernalle. Dirige la nave manteniéndola siempre alejada de esta densa bruma y de las agitadas olas, y observa atentamente cualquier peligro, no sea que, por un descuido, el navío, al alejarse, no se aproxime a las otras rocas y nos precipitemos todos en el abismo.

Obedecieron de inmediato. Sin embargo, no les dije nada de Escila y de la desgracia que nos amenazaba a todos, por temor a que los remeros, asustados, abandonasen de nuevo los remos para refugiarse en el fondo de la nave. Y yo mismo, ignorando la terrible orden que me había dado Circe de no defenderme; me puse la reluciente armadura y empuñando dos grandes lanzas, subí al castillo de proa. Allí esperaba ver a Escila escondida entre las rocas, pues podía ser fatal para mis compañeros, pero no pude descubrirla y mis ojos se cansaron inútilmente observando aquellos tenebrosos peñascos.

Finalmente, enfilamos el estrecho entre lamentos. Por un lado, Escila, y por el otro, la temible Caribdis, que deglutía ruidosamente las amargas olas, que después las vomitaba, haciendo que el mar hirviera como el agua de un caldero sobre el ardiente fuego; la espuma se elevaba por los aires hasta las elevadas cumbres de los dos farallones.

Pero cuando Caribdis absorbía la oleada, el mar se ahuecaba ruidosamente y las olas se rompían, bramando contra las rocas, mientras en el fondo del abismo, la tierra dejaba ver una arena oscura; mis compañeros se llenaron de espanto.

Cuando, para escapar de la muerte, nuestros ojos se fijaban en Caribdis, Escila sacó de la nave a seis marinos de los más renombrados por la fuerza de sus brazos y por su varonil coraje. 


Entonces, volviendo el rostro hacia la nave, ya no vi de los compañeros, sino los pies y las manos agitándose en el aire. Aquellos guerreros gritaban mi nombre por última vez.

Igual que sobre una roca elevada, el pescador, armado con su larga caña, prepara el falso pasto para los débiles habitantes de las olas, y lo lanza al mar, y pronto eleva un pez palpitante, que enseguida arroja sobre la arena, así mis amados compañeros eran levantados palpitantes y después arrojados contra las rocas. Y cuando aquellos infortunados todavía tendían los brazos hacia mí, lanzando angustiosos gritos, el monstruo los devoraba ante su caverna.

Nunca, recorriendo las húmedas llanuras del Océano, se había ofrecido a mis ojos un espectáculo tan doloroso.

Cuando al fin nos libramos de los despeñaderos de Caribdis y Escila, vimos ante nosotros la soberbia isla del dios del día, Zeus, donde se encuentran las hermosas novillas de ancha frente y los numerosos corderos del Sol, hijo de Hiperión. 

Aún permanecía en mi nave, vagando en medio de las aguas, y ya oía el mugido de las novillas y el balido de los corderos. Entonces, recordé las palabras del adivino ciego, el tebano Tiresias, y las de Circe, hija de Eea. Tiresias y Circe me habían recomendado que me alejara de aquella isla del Sol; del dios que aporta alegría al corazón de los humanos, y dije a mis guerreros:

-Amigos, oíd mi consejo, vosotros, que ya habéis sufrido tanto, y os haré conocer los oráculos de Tiresias y de Circe. Debéis saber que tenemos que alejarnos de la isla del Sol, del dios que alegra a los mortales, porque ellos me dijeron que nos amenazarán las mayores desgracias en estos lugares. Alejad, pues, la oscura nave de esta isla.

Pero al oírme, su alma se partió de dolor y Euríloco, me lanzó estos amargos reproches:

-Cruel Ulises; tu fuerza es inmensa y tus miembros no se fatigan, pues tu cuerpo es de hierro, y no permites a tus compañeros, rendidos por el cansancio y el sueño, abandonar la nave para preparar en esta isla, una deliciosa cena. Nos ordenas, al contrario, seguir navegando durante la noche, y vagar lejos de esta isla, sobre el tenebroso mar. Sin embargo, no ignoras que es durante la noche cuando se levantan los vientos más tempestuosos, que son los que destruyen las naves. ¿Cómo evitaremos la muerte, si de pronto sobrevienen violentas tempestades, excitadas por el Noto y el Céfiro, que destrozan las naves, incluso a pesar de los dioses? Obedezcamos, pues, a la oscuridad de la noche, y preparemos la cena permaneciendo en esta orilla, y, mañana, cuando amanezca la divina Aurora, navegaremos sobre el ancho mar.

Todos mis compañeros le aplaudieron y entonces, estuve seguro de que una divinidad nos preparaba nuevas desgracias. Y le dije:

-Me obligas a acceder, porque soy el único que mantengo una opinión distinta. Pero bien, Aqueos, antes debéis hacerme un terrible juramento; que si encontráis bueyes o corderos, no cometeréis la imprudencia de degollar uno solo de ellos, y que os contentaréis con las provisiones que nos entregó la inmortal Circe.

Todos juraron como les ordené. Atracaron en el ancho puerto, situado cerca de una fuente de agua pura. Luego desembarcaron y prepararon la cena. Una vez que vieron aplacadas el hambre y la sed, empezaron a llorar, pensando en los desgraciados compañeros, secuestrados y devorados por la terrible Escila; todavía lloraban cuando el sueño se apoderó de ellos.

Habrían transcurrido dos tercios de la noche y los astros ya se ocultaban, cuando Zeus, enviando impetuosos vientos, acompañados de una horrible tempestad, cubrió de nubes el mar y la tierra, e inmediatamente, la oscuridad se precipitó desde el cielo.

Ya al amanecer, cuando brilló la Aurora, pusimos la nave al abrigo, acercándola a una profunda gruta, en la que viven y danzan las Ninfas. Inmediatamente, convoqué la asamblea y les dije:

-Amigos: aún nos queda en la nave, alimento y vino; respetemos, pues, estos rebaños, para que no nos ocurran desgracias peores, pues son novillas y gruesos corderos que pertenecen a un dios temible; el Sol, que todo lo ve y todo lo oye.

Se dejaron convencer, y durante un mes, el Noto no dejó de soplar, y ningún otro viento se levantaba, si no era el Euro; el viento del Sur. Mientras duró el alimento y el vino, no tocaron los rebaños del Sol, pues solo requerían lo necesario para sobrevivir, pero cuando faltaron las provisiones del navío, empezaron a vagar, por necesidad, buscando alguna presa. Trataban de coger peces con sus curvos ganchos, o pájaros, o, en fin, todo lo que hubiera al alcance de su mano, pues el hambre devoraba sus entrañas. 

Yo recorrí en solitario el interior de la isla, implorando a los inmortales para que uno de los dos me indicara el camino, y así, errando lejos de mis compañeros, me lavé las manos en un lugar abrigado contra los vientos y dirigí mis plegarias a todos los dioses del Olimpo, cuando un dulce sueño cubrió mis párpados. Justo entonces, Euríloco dio a mis compañeros un consejo nefasto.

-Oídme, vosotros, que ya habéis sufrido tantos males. La muerte, bajo cualquier forma que se presente, es odiosa y desgraciada para los mortales, pero morir de hambre, es la más horrible de todas. Vamos, pues, a elegir los más hermosos animales consagrados al Sol y sacrifiquemos a los inmortales que habitan las anchas regiones celestes. Si volvemos a ver Ítaka, nuestra amada patria, levantaremos al dios del día un soberbio templo, que enriqueceremos con preciosas y magníficas ofrendas. Pero si el hijo de Hiperión, irritado por la pérdida de sus novillas de altos cuernos, se propone destruir nuestra nave, y los demás dioses se unen a su venganza, prefiero, por esta vez, perder la vida en medio de las olas, que morir lentamente en esta isla desierta.


Todos mis compañeros le aplaudieron de nuevo y eligieron las más hermosas novillas del Sol -que no estaban lejos de nuestra nave de azulada proa-, y después, colocados alrededor de las víctimas, hicieron sus plegarias y cortaron las hojas más tiernas de una frondosa encina, pues ya no quedaba cebada en nuestra nave de hermosa cubierta. Cuando terminaron de orar, mataron a las reses. Como ya no quedaba vino para las libaciones sobre el ardiente holocausto, las hicieron con agua. Después de comer, asaron los restos troceados, en espetos.


Fue entonces cuando me abandonó el dulce sueño y volví a la nave en la orilla del mar. Cuando ya estaba cerca, me alcanzó el agradable olor de aquellas viandas y, entre lamentos, rogué a los inmortales.

- ¡Poderoso Zeus, y todos vosotros, dioses eternos y afortunados! Solo para perderme, sin duda, me enviasteis el funesto sueño; para que, en mi ausencia, mis compañeros acometieran una perversa hazaña.

Había sido Lampetia, la del largo velo, quien rápidamente informó al Sol, que habíamos inmolado parte de los rebaños consagrados a aquel dios, y el Sol, encolerizado contra mis fieles amigos, dijo a los Inmortales:

- ¡Poderoso Zeus, y todos vosotros, eternos y afortunados dioses!, vengadme de los compañeros de Ulises, hijo de Laertes, que, con audacia, han degollado mis novillas, a las que me gustaba contemplar cuando me elevaba hacia los cielos estrellados, y cuando desde la alta bóveda celeste, volvía a la tierra. Si no obtengo la expiación que se me debe, por la pérdida de mis novillas, descenderé a las tenebrosas moradas de Plutón e iluminaré las sombras de los muertos. 

Y Zeus, el dios que manda en las nubes, le respondió de inmediato.

- ¡Oh, Sol!: Ilumina siempre a los dioses del Olimpo y a los débiles mortales en la fecunda tierra. Lanzaré mi rayo ardiente sobre la nave de Ulises, y la romperé en mil pedazos en medio del tenebroso mar.

Esto lo supe gracias a la divina Calipso, que se lo oyó a Mercurio, el inmortal mensajero del Olimpo.

Al llegar a la playa, inculpé a cada uno de mis compañeros con los más violentos reproches, pero ya no podíamos encontrar un remedio, pues los animales estaban muertos. Y, de repente, los dioses nos mostraron escalofriantes prodigios; las pieles de los animales se levantaron, y sus carnes, tanto las crudas como las asadas, empezaron a mugir imitando el sonido de las reses degolladas.

Durante seis días completos mis compañeros se entregaron a festines, inmolando las más hermosas novillas del Sol, pero cuando llegó el séptimo día impulsado por Zeus, los vientos y las tempestades se calmaron. Entonces nos embarcamos e izamos el mástil, desplegamos las velas y lanzamos la nave al mar.

Cuando ya estábamos a cierta distancia de la isla y, lejos de descubrir tierra, pues no veíamos más que el cielo y las olas, el hijo de Saturno envolvió nuestra nave en una sombría nube, y el mar se sumergió en las tinieblas. De pronto, el ruidoso Céfiro se precipitó, levantando una horrible tempestad; la impetuosidad del viento rompió las dos cuerdas del mástil, que cayó hacia atrás, y con él, todas las jarcias cayeron al fondo del navío. El mástil, en su caída, golpeó y rompió el cráneo de nuestro piloto. El desgraciado guerrero se precipitó en las aguas, como un buceador, y, empezando por la cabeza, la vida lo abandonó. Al mismo tiempo, Zeus hizo resonar su terrible trueno y lanzó un rayo sobre la nave, que giró de inmediato; la nave se llenó de nubes de azufre y mis compañeros cayeron al mar. Aquellos infortunados, como cornejas marinas, flotaron en torno a la nave; nunca disfrutarían del retorno a su patria.

Cuando me quedé solo, recorría la nave en todos los sentidos, cuando un torbellino arrancó los flancos de la quilla, que fue arrastrada por las olas. El mástil también fue arrancado, pero como una ancha correa de cuero pendía del mismo, volví a unirlo a la quilla; me senté sobre los restos del esquife y me dejé llevar por los perniciosos vientos.

Entonces cesó el Céfiro –Poniente-, pero de inmediato llegó el Noto –Austral-, que trajo la amargura a mi espíritu, haciéndome temer que pronto tendría que luchar con la horrible Caribdis. Durante toda la noche fui juguete de las olas, y a los primeros rayos del día, me hallé junto a los peñascos de Caribdis y Escila. La horrible Caribdis devoraba en ese momento la salada marea. Entonces me encaramé en una alta higuera y permanecí allí fuertemente asido, como si fuera un murciélago. 


No tenía donde apoyar los pies, ni podía trepar más arriba, pues las raíces de aquel árbol estaban muy separadas y las largas ramas, que daban sombra al abismo, eran de gran altura.

Permanecí allí colgado, hasta que el monstruo devolviera de nuevo la quilla y el mástil de mi nave y esperé mucho tiempo, con gran impaciencia, hasta que, finalmente, reaparecieron. 

A la hora en que el juez abandona la asamblea para tomar la cena, tras haber terminado con las disputas de una ardiente juventud, Caribdis, hizo reaparecer las maderas de mi nave. Extendí pies y manos y caí al mar con gran ruido, muy cerca de mis palos. Volví a asentarme sobre aquellos restos y remé con gran esfuerzo. –El padre de los dioses y de los hombres, no permitió que Escila me viera, porque, de lo contrario, no habría podido evitar una terrible muerte-.

Durante nueve días avancé errante sobre las aguas, pero cuando llegó la décima noche, los vientos me empujaron a la Isla de Ogigia, la isla en la que vive Calipso, la de la voz melodiosa y los cabellos ondulados. la diosa me acogió favorablemente y me cuidó. 

Pero, ¿por qué volver a contar ahora todas estas aventuras? Ayer mismo las conté ante ti en este palacio, poderoso Alcinoo, y ante tu casta esposa. Me resulta penoso volver sobre estos sucesos, de los que ya os hice el relato.

Odisea. Manuscrito, c. 1480

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