DIARIO
DE A BORDO: HOMERO ● ODISEA ● CANTO XIV ● ULISES Y EUMEO
(atenas-diariodeabordo.blogspot.com)
Los feacios despiden a Ulises.
Llegada a Itaca.
Mosaico de la villa romana de La Olmeda en Pedrosa de la Vega, Palencia, Castilla y León, que representa a Ulises. Fines S. IV-V d.C.
Cuando Ulises terminó de hablar, todos los presentes, cautivados por el placer de oír su relato, quedaron en silencio en el sombrío palacio. Alcinoo, entonces se volvió hacia él y le dijo:
-Ulises, puesto que has llegado a mi morada de bronce, no volverás a vagar, empujado por las olas, porque ya has sufrido demasiado.
Y ahora, Feacios, me dirijo a cada uno de vosotros; los que siempre venís a compartir conmigo el vino de honor y a escuchar al divino Haedo. Todas las vestimentas destinadas al extranjero ya están guardadas en un cofre pulido, así como el oro ricamente trabajado y todos los regalos que los jefes de los Feacios trajeron para él. Ahora es preciso que entre todos le ofrezcamos un gran trípode con un caldero -después pediremos una contribución al pueblo reunido, pues no sería justo que solo uno se encargara de todos estos valiosos presentes-.
Las palabras de Alcinoo complacieron a todos los Feacios, y como como ya estaban deseosos de descansar, volvieron a sus moradas.
Al día siguiente, desde que apareció la luminosa Aurora, los Feacios volvieron a la nave llevando el bronce que honra a los hombres. El poderoso Alcinoo, que los acompañaba, colocó todos los presentes bajo los bancos, para que no molestaran a los remeros cuando agitaran sus largos remos. Después volvieron al palacio real para preparar el festín.
Alcinoo inmoló un buey en honor del hijo de Saturno/Cronos, Júpiter/Zeus, que manda en las nubes y reina en todos los dioses. Cuando todo estuvo preparado, los invitados hicieron una deliciosa comida y después se entregaron a la alegría. El divino cantor Demódoco, honrado por los pueblos, les hizo escuchar melodiosos sonidos.
Pero Ulises volvía constantemente la mirada hacia el sol deslumbrante, esperando su ocaso con divina impaciencia, pues deseaba partir desde hacía mucho tiempo. Igual que el campesino desea ardientemente la cena, cuando durante todo el día, sus bueyes han tirado del sólido arado, y ve con placer cómo se pone el sol, pues entonces puede volver al festín, y sus rodillas están débiles de fatiga, así fue la alegría de Ulises cuando vio que el sol declinaba. El héroe, entonces, volviéndose hacia Alcinoo, le habló ante los Feacios.
-Poderoso Alcinoo, tú, el más ilustre de esta isla, cuando hayas hecho las libaciones, devuélveme sin peligro a mi patria, y tú mismo, sé feliz. He obtenido todo lo que deseaba mi corazón; los preparativos de la partida y magníficos regalos. Ojalá que los dioses me sean favorables y pueda yo también, encontrar vivos en mis moradas a mi irreprochable esposa y a mis queridos amigos. Vosotros, Feacios, que permanecéis aquí, gustad de la alegría junto a vuestras esposas y vuestras hijas e hijos. ¡Qué los dioses os concedan todas las virtudes y que alejen de vosotros todos los males!
Todos los Feacios aprobaron sus palabras, pidiendo enseguida que se apresurara la partida del extranjero que acababa de hablar de forma tan conveniente. Inmediatamente, Alcinoo dio una orden a su heraldo.
-Pontono, mezcla en la crátera un vino puro y distribúyelo entre los convidados, para que después de implorar a Júpiter, podamos devolver a este noble extranjero a su patria.
Inmediatamente, Pontono mezcló en la crátera un vino tan dulce como la miel y lo distribuyó ente los convidados, que, sin abandonar sus asientos, hicieron libaciones a todos los dioses que habitan las vastas regiones celestes. El divino Ulises se levantó y poso entre las manos de Arete una doble copa y le dijo.
-¡Oh, reina! Sé feliz hasta que lleguen la vejez y la muerte, que son la herencia e todos los humanos. Yo me voy, pero tú, disfruta de la felicidad en este palacio, en medio de tu pueblo y alégrate con tus hijos y tu esposo, el poderoso Alcinoo.
Dicho esto, franqueó el umbral del palacio. Inmediatamente, Alcinoo mandó a su heraldo para que le guiase hasta la orilla del mar. Arete mandó también con Ulises a las mujeres que la servían; una le llevaba un manto impecable y una soberbia túnica; otra, llevaba un valioso cofre, y la tercera iba cargada de pan y vino.
Cuando llegaron a la orilla del mar, los remeros recibieron y colocaron en el fondo de la nave los alimentos y la bebida; después, extendieron en la parte de atrás, tapices y lienzos de lino, para que Ulises, pudiera dormir hacia la popa, con un profundo sueño. El héroe subió hasta allí y descansó en silencio. Entonces, los marineros se colocaron en los bancos, soltaron los cables, e inclinándose hacia atrás, hicieron surgir las aguas del mar al batirlas con sus remos. En aquel momento, un sueño profundo y tranquilo, parecido a la muerte, se extendió sobre los párpados de Ulises.
Igual que sobre la arena, cuatro vigorosos corceles se lanzan a la vez, llevando la cabeza alta y franqueando el espacio, se elevó la popa hendiendo las aguas; sombrías olas se precipitaban ante la proa de la nave, con tal velocidad, que un halcón, el más ágil de los pájaros, no podría seguirla. Así se lanzó la nave, surcando las aguas y llevando un héroe, cuyos pensamientos se parecen a los de los dioses. Aquel que había soportado numerosos dolores, que afrontó los ataques de los hombres y de las crueles mareas, estaba ahora sumergido en un sueño profundo, olvidado de todos los males que había sufrido.
Cuando apareció la estrella de la mañana, la brillante mensajera de la divina Aurora, el bajel que atravesaba los mares, se acercaba a las orillas de la isla; Ítaka.
Allí está el puerto consagrado a Φόρκυνος -Fórkynos, Forcis, anciano del mar. Se distinguen dos promontorios escarpados, que se adelantan formando un puerto que sirve de abrigo a las naves contra la impetuosa fuerza de los vientos. Las naves permanecen inmóviles, aún desprovistas de amarras, cuando entran en este espacio.
Sobre el puerto, hay un olivo de tupido follaje y cerca del árbol, un recinto sombreado y delicioso consagrado a las Ninfas llamadas Náyades. En su interior hay cráteras y ánforas de piedra, en las que las abejas vienen a dejar su miel y más lejos, grandes telares de mármol, en los que las ninfas tejen unas telas resplandecientes de púrpura, trabajos admirables de ver, y también hay un manantial puro y transparente.
La gruta tiene dos entradas; una de ellas abierta a los hombres, que mira al Bóreas [Viento Norte], la otra, orientadas al Noto [Viento Sur], sólo se abre a los dioses, y los mortales no la franquean jamás.
Los Feacios se internaron en aquel puerto que ya conocían. La nave avanzó por la orilla hasta la mitad de la carena vigorosamente impulsada por los brazos de los remeros. Los marinos bajaron a tierra, llevando a Ulises lejos de la nave, con sus sábanas de lino y ricos tapices y colocaron al héroe en la playa, sumergido en un profundo sueño.
Los feacios dejan en la playa de Ítaca á Ulises dormido. Segalá [*]
Pero Neptuno, que no había olvidado las amenazas que antaño dirigió al divino hijo de Laertes, inmediatamente, quiso conocer los designios de Zeus.
-Padre de los dioses –dijo-, ya nunca seré honrado entre los inmortales, porque los humanos tampoco me respetan, ni aún los Feacios, aunque proceden de mí. Creía que Ulises no volvería a su patria, sino después de haber sufrido numerosos infortunios. Pero tampoco quería privarle del regreso, pues tú se lo habías prometido y confirmado con una señal de tu cabeza. Ahora los Feacios lo han llevado dormido a través de los mares y lo han dejado en la playa de Ítaka. Además, ha sido colmado de magníficos presentes; de bronce, de oro, y tantas ricas vestimentas, que él mismo, nunca las habría traído de Troya, ni aunque hubiera vuelto sano y salvo a su hogar, con su parte del botín.
El dios que manda en las nubes le respondió de inmediato.
-¡Ay, poderoso Neptuno! ¿Qué dices? No. Los inmortales no te despreciarán jamás; sería injusto ultrajarte, siendo el más antiguo y el más ilustre de todos nosotros. Si algún mortal, enardecido por su fuerza, se niega a honrarte, siempre podrás vengarte de él. Haz pues, lo que te plazca y lo que desee tu corazón.
Neptuno, el dios que sacude la tierra, contestó:
-Yo habría actuado ya, tal como me aconsejas, oh, rey de las sombrías nubes, pero temo tu cólera e intento evitarla. Lo que quiero, es enviar a las profundidades del mar, la soberbia nave de los Feacios que han traído a Ulises, para que, en adelante, renuncien a devolver a su patria a los extranjeros que llegan a su isla. Y quiero, además, ocultar su ciudad con una alta montaña.
-Amigo –dijo Zeus-, te diré lo que me parece preferible. Cuando todos los Feacios acudan para ver la nave que vuelve a puerto, la convertirás en una roca que conserve la misma forma, para que todos se queden estupefactos por la sorpresa, y después, ocultas su ciudad tras una alta montaña.
Apenas oyó Neptuno estas palabras, cuando volvió a la isla Esqueria, habitada por los Feacios. La nave se acercaba a la orilla, cuando el dios llegó; se acercó, la tocó con la mano, y la convirtió en piedra. Después la sujetó a la tierra con profundas raíces y se alejó.
Los Feacios, ilustres marinos, reunidos en la orilla, profundamente sorprendidos, se decían:
-¿Quién puede encadenar así, en medio del mar, esta rápida nave que llegaba a nuestras costas, cuando ya estaba al alcance de nuestra vista?
Ellos ignoraban cómo se había producido aquel prodigio. Entonces Alcinoo pronunció el discurso que sigue.
-¡Ay! Ahora se cumplen las viejas profecías de mi padre. Aquel héroe me anunció que Neptuno estaba permanente irritado contra nosotros, porque desde siempre, somos guías seguros de todos los extranjeros. También dijo que algún día, la más hermosa nave de los Feacios, volviendo de llevar a su patria a un viajero, sería aniquilada en el profundo mar, y que Neptuno ocultaría después nuestra ciudad, tras una alta montaña. Esto es lo que dijo el anciano, y es hoy cuando esas cosas van a cumplirse. Pero ahora, oíd bien mis palabras y obedeced. En adelante, dejemos de guiar a los viajeros que lleguen a nuestra isla; inmolemos a Neptuno doce toros, para que, conmovido por la compasión, no rodee nuestra isla con una alta montaña.
Los Feacios, llenos de temor, prepararon inmediatamente los toros. Los príncipes y los jefes del pueblo imploraban al poderoso Neptuno, de pie en torno al altar, cuando el divino Ulises se despertó de pronto, pero no reconoció en absoluto su patria, pues hacía demasiado tiempo que la había abandonado.
Atenea, la hija de Zeus, expandió una nube divina en torno a él, para que no fuera reconocible, y para poder informarle de todo lo que debía saber. La diosa quería que ni su esposa, ni sus conciudadanos y amigos le pudieran reconocer antes de que los soberbios pretendientes hubieran sido castigados por su insolencia. Al mismo tiempo, todo lo que rodeaba a Ulises se le apareció bajo extrañas formas; los largos caminos, los protectores puertos, las escarpadas rocas y los árboles cargados de follaje. Se levantó, contempló los campos de su patria, pero, enseguida empezó a derramar ardientes lágrimas, y con las dos manos empezó a golpearse los muslos, gritando y lamentándose.
-¡Ah, desgraciado! ¿A qué país llegué? ¿Qué hombres lo habitan? ¿Son salvajes, crueles y sin justicia, o son hombres hospitalarios que temen y veneran a los inmortales? ¿Dónde ocultaré todas estas riquezas, y yo mismo, hacia donde dirigiré mis pasos? ¿Por qué los Feacios no se quedarían con sus tesoros? Yo habría ido en busca de un príncipe magnánimo, que me habría acogido ciertamente, con benevolencia y me devolvería a mi patria. Ahora no sé dónde ocultar todos estos bienes, y no puedo dejarlos aquí, pues temo que se conviertan en presa de extranjeros. ¡Grandes dioses! No tienen, pues, justicia, ni sabiduría, los príncipes y los jefes de los Feacios, que me han traído a estas tierras desconocidas. Sin embargo, me prometieron con certidumbre que me devolverían a la isla de Ítaka, y no han cumplido su promesa. Que Zeus, protector de los suplicantes, los castigue; él, que ve a todos los humanos y castiga a todos los culpables. Ahora voy a contar mis tesoros, y veré si los marineros, al escapar, se llevaron algo en su nave.
Dicho esto, examinó y contó con cuidados los soberbios trípodes, los calderos, el oro y las magníficas vestimentas; no faltaba nada. Después regó con sus lágrimas la tierra de su patria y caminó arrastrando los pies por la orilla del mar resonante, gimiendo con amargura.
En aquel momento, Atenea se le presentó bajo los rasgos de un joven pastor, de talle tan suave y delicado, que parecía hijo de un rey, y llevaba sobre los hombros un largo manto y un rico calzado cubría sus relucientes pies, llevando también, una lanza en la mano.
Ulises se alegró ante la vista de aquel extranjero; se acercó a él y le dijo:
-Amigo: pues eres el primero al que encuentro en este país, te saludo. No me veas como un enemigo; cuida de mis riquezas y sé mi salvador. Te imploro como a un inmortal y abrazo tus rodillas. Pero háblame sinceramente, para que conozca la verdad; ¿qué país es este? ¿y este pueblo? y ¿qué gentes habitan estas tierras? ¿Estoy en una isla sobre elevadas rocas, o esta es una playa, bañada por el mar, y forma parte de un fértil continente?
Atenea, la de los ojos azules, respondió de inmediato:
-Extranjero; o has perdido la razón, o vienes desde muy lejos, puesto que me preguntas cual es este país. Esta isla es, sin embargo, muy famosa; numerosos pueblos la conocen, ya sean los que habitan en las regiones de la aurora y del Sol, ya sean los que residen en los territorios puestos, en el seno de las tinieblas. Esta tierra es áspera y poco favorable para los veloces caballos. No es muy extensa, pero es fecunda. Aquí, el trigo y la viña crecen en abundancia, pues las lluvias y el rocío fertilizan la tierra; hay ricos pastos para los corderos y las cabras, y tupidos y sombríos bosques; aquí manan abundantes fuentes que jamás se secan.
Debes saber, finalmente, noble extranjero, que el nombre de Ítaka ha llegado hasta la ciudad de Troya, que, dicen que está muy lejos de Acaya.
Ante aquellas palabras, el divino Ulises sintió una dulce alegría, pues acababa de oír hablar de su patria, y de inmediato se dispuso a contestar a la diosa, pero sin decirle la verdad, pues el héroe compuso su discurso, conservando siempre en su pecho un espíritu fértil en astucia y engaño.
-En ocasiones –dijo-, he oído hablar de Ítaka en la vasta Creta, situada más allá de los mares. Llego ahora con todas estas riquezas, y otras tantas he dejado a mis amados hijos. Escapé después de haber matado al bienamado hijo de Idomeneo, el ligero Orsíloco, que, en la vasta Creta, adelantaba a todos los cretenses por la rapidez de su carrera. Maté a aquel héroe, porque quiso robarme el botín de Troya, por el cual yo había tenido que afrontar combates con guerreros y el furor de las olas. Nunca quise servir bajo las órdenes de su padre en las llanuras de Troya, pues yo mismo mandaba a otros guerreros. Me embosqué con uno de mis compañeros y ataqué a Orsíloco con mi lanza reforzada de bronce. Cuando aquel héroe volvía de los campos; reinaba en los cielos una oscura noche y ningún mortal me vio matarlo. Después me embarqué en una nave fenicia; di a los marinos que se encontraban en ella, una rica recompensa y les pedí que me llevaran a Pilos, o a la divina Élide, gobernada por los buenos Epeos. La violencia de los vientos nos lanzó a estas orillas, a pesar de los esfuerzos de los remeros, pues los Fenicios no intentaron engañarme. Erramos mucho tiempo por el mar, y finalmente, llegamos a esta playa durante la noche. Entramos en el puerto a duras penas, y aunque nos atormentaba el hambre, no pensamos en comer y salimos de la nave para dormir. Un agradable sueño se adueñó de mis fatigados miembros.
Los fenicios sacaron mis riquezas del fondo de la nave y las dejaron en la arena, donde yo estaba tumbado; acto seguido, volvieron a embarcar y se hicieron a la vela hacia la populosa Sidón. Yo permanecí en la orilla con el corazón abrumado de dolor.
Ante estas palabras, la diosa de los ojos de azur sonrió y acarició con su mano al divino Ulises. De pronto ella apareció bajo los rasgos de una hermosa mujer, majestuosa y sabia en los trabajos más delicados; después, le dijo al héroe:
-Ciertamente, debía ser un hombre hábil e ingenioso el que con esa astucia actuara sobre ti; cuando menos, sería un dios. ¡Hombre incorregible, siempre fértil en estratagemas, ¿es que nunca renunciarás a tus trucos? ¿Nunca dejarás, incluso estando en tu patria, de recurrir a esas engañosas palabras que tanto te gustan desde la infancia? Pero dejemos ahora tales discursos, puesto que el uno y el otro conocemos nuestros subterfugios; tú entre los hombres, y yo entre los dioses, de los que soy honrada por mi ingenio y mis argucias. ¿Cómo es, divino Ulises, que no has sabido reconocer a Palas Atenea, la hija de Zeus?, si soy yo quien te asiste y quien vela por ti, y hace que seas amado por todos los feacios. Ahora he venido para darte los medios de ocultar tus riquezas, y para decirte todo lo que el destino te reserva en tu soberbio palacio. Ulises, tendrás que soportar males sin número, pues la necesidad te obliga. No harás saber a ningún hombre, a ninguna mujer, ni a nadie, en fin, que has llegado a estos lugares como un fugitivo. Sufre en silencio los numerosos dolores y soporta pacientemente los ultrajes de los hombres.
El prudente Ulises respondió de inmediato.
-¡Oh, diosa! Sería difícil para un mortal reconocerte de inmediato, incluso aunque fuera el más hábil de los hombres, puesto que puedes tomar todas las formas que quieras. Yo sé cuánto me has favorecido, cuando nosotros, los hijos de los aqueos, combatíamos en los campos de Ilión. Pero cuando destruimos la alta ciudad de Príamo, al volver a nuestras naves, un dios dispersó a los aqueos, y dejé de verte, ¡oh, Hija de Zeus!, y ya no te vi entrar en mi nave, para alejar de mí todo peligro. Triste y dolorido, erré sobre el mar, esperando que los inmortales me libraran de tantos males. Cierto es, que hace poco tiempo, en medio del afortunado pueblo de los feacios, me fortaleciste con tus palabras, y me dirigiste a su ciudad. Abrazo, pues, tus rodillas, oh, diosa, y te suplico, en nombre de tu padre -pues temo no hallarme todavía en Ítaka, sino en una tierra extranjera, y que me hablas así para burlarte y seducirme-, que me digas si realmente estoy en mi amada patria.
-Tu pecho no deja nunca de esconder los mismos pensamientos, respondió Atenea. -Pero no por eso puedo abandonarte al infortunio, porque sé que eres, a la vez, benevolente, ingenioso y sabio. Cualquier otro, sin dudar, se habría dirigido a su casa, a la vuelta de tan largos viajes, para reencontrarse con su esposa y sus hijos, pero tú no quieres informarte ni saber nada de tu esposa, antes de verla tú mismo; esa mujer que descansa tristemente en su morada y pasa los días y las noches en lágrimas. Ulises; yo estaba convencida de que un día volverías a estos lugares, después de haber perdido a todos tus compañeros, pero no quería enfrentarme a Neptuno/Poseidón, el hermano de mi padre; el mismo Neptuno que te persigue sin tregua, furioso por vengarse de que antaño privaste de la vista a su amado hijo. Pero ahora, para convencerte del todo, vengo a mostrarte el país de Ítaka.
Ahí tienes el puerto de Forcis, el viejo del mar; en su altura se eleva el olivo de anchas hojas, y muy cerca la agradable y profunda cueva, recinto sagrado de las Ninfas a las que llaman Náyades; es la misma sombría gruta, en la que, con frecuencia, tú mismo sacrificabas para las Ninfas perfectas hecatombes. Y, finalmente, ahí tienes el monte Nérito, tan sombreado de bosques.
Cuando terminó de hablar, la diosa disipó la nube y, de pronto, toda la tierra apareció ante los ojos de Ulises.
Segalá.El intrépido héroe, al volver a ver su patria, sitió una dulce alegría; besó la fecunda tierra y después, elevando las manos, invocó a las Ninfas:
Theodor van Thulden, 1633
-¡Ninfas Náyades, hijas de Zeus, ya no esperaba volver a veros! Ahora os saludo porque mis deseos han sido concedidos. Os colmaré, como antaño, de magníficos presentes, si la benefactora Atenea, la protectora de los guerreros, me permite vivir entre mortales y vela por los días de mi amado hijo.
Y Atenea añadió de inmediato:
-Puedes estar seguro, valiente héroe de que ninguna de esas preocupaciones atormentará tus pensamientos. Ocultemos rápidamente tus riquezas en el fondo de esa caverna, para que puedas conservarlas, y después, pensaremos qué decisión debemos tomar.
Y diciendo esto, Atenea entraba en la profunda gruta y buscaba un rincón oculto. Ulises le acercaba sus tesoros; oro, bronce sólido y duradero; las soberbias vestimentas que le dieron los Feacios, y todo lo colocaba ordenadamente, al fondo del antro. Después, la hija del dios colocó una piedra en la entrada y, más tarde, sentados al pie del olivo sagrado, meditaron la muerte de los orgullosos pretendientes. La diosa fue la primer que dijo:
-Noble hijo de Laertes, ingenioso Ulises, veamos ahora cómo harás sentir la fuerza de tu brazo a esos pretendientes, que, desde hace tres años, reinan en tu palacio y desean obtener a tu noble esposa con ricos presentes, y Penélope, suspirando desde tu partida, los llena de esperanzas y promesas y enviándoles mensajes, pero su alma ha concebido otros pensamientos.
El prudente Ulises la interrumpió exclamando:
-¡Ah! Yo habría muerto como Agamenón, el hijo de Atreo, en mi propio palacio, si tú, oh, diosa, no me hubieras informado de todo con sinceridad. Dame ahora los medios para castigar a esos insensatos pretendientes. Permanece conmigo y llena mi corazón del mismo valor con el que me animabas antaño, cuando derribamos las murallas de Ilión. Si aún quisieras socorrerme con el mismo celo, yo podría luchar contra trescientos guerreros, siempre que me supiera protegido por ti, venerable diosa.
Y ella respondió:
-Permaneceré a tu lado y velaré por ti, noble héroe. Los orgullosos pretendientes que devoran tu herencia, regarán con su sangre y su cerebro el inmenso suelo de tu palacio. Te haré irreconocible para todos; arrugaré la delicada piel de tus flexibles miembros; despojaré tu cabeza de su rubia cabellera y te cubriré de tan horribles jirones, que todo el que te vea, se sentirá atemorizado; borraré el brillo de tus ojos, tan luminosos, para que sólo inspires repulsión a los orgullosos pretendientes, a tu esposa y al amado hijo que un día dejaste en tu morada.
Busca primero al hombre que cuida tus piaras; te sigue siendo fiel y ama a tu hijo y a la prudente Penélope; lo encontrarás sentado entre los rebaños que pacen en la peña del Corax, cerca de la fuente de Aretusa, donde comen nutritivas bellotas y beben límpidas aguas que los ayudan a mantener si próspera gordura. Permanece en aquellos lugares para informarte de todo lo que te interesa. Entre tanto, yo iré a Esparta, patria de las hermosas mujeres, a buscar a Telémaco, tu amado hijo. Ese joven héroe viajó a la vasta Lacedemonia, junto a Menelao, para informarse de tu destino, y saber en qué lugar respiras todavía.
-¿Por qué no le dijiste todo lo que sabías?-, preguntó Ulises: -¿Era necesario que siguiera vagando por un mar estéril y que sufriera desgracias sin número, mientras que unos extraños devoran su herencia?
-Ulises, -replicó la diosa-; que su suerte no te inquiete. Yo misma lo conduje a Esparta para que alcanzara la gloria. En este momento, tu hijo no sufre ningún mal; es feliz y descansa en el palacio del Atrida, donde para él, hay abundancia de todo. Cierto que hay hombres atrevidos que se mantienen emboscados en sus naves, deseando matar a tu hijo antes de que toque la tierra de su patria, pero no lograrán este funesto proyecto, pues, antes de que eso ocurra, la tierra cubrirá gran número de esos orgullosos pretendientes que devoran su herencia.
Dicho esto, Atenea le tocó con una varita, y se arrugó la delicada piel de Ulises sobre sus flexibles miembros; despojó la cabeza del héroe de su rubia cabellera y dio al hijo de Laertes toda la apariencia de un anciano consumido por la edad. Después deslustró sus ojos, antes tan vivaces y brillantes y colocó sobre sus hombros un manto harapiento y una mala túnica sucia, rota y ennegrecida de espeso hollín. Le regaló una piel ya gastada, de ciervo; un bastón y una pobre mochila agujereada, con una correa que le servía de bandolera.
Giuseppe Bottani (1717-1784): Atenea transforma a Ulises en un anciano.
Terminada la conversación, se separaron y Atenea se dirigió hacia la divina Esparta/Lacedemonia, done se encontraba el hijo de Ulises.
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[*] La mayor parte de los grabados corresponden a la edición en griego de Philippe Remacle, excepto las imágenes que aparecen con nombre de autor, o como, Segalá: Homero--La Odisea--Traducción de Luis Segalá y Estalella. 1910.
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