HOMERO ● ODISEA ● CANTO XIV ● ULISES Y EUMEO

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Newell Convers Wyeth: Eumeo

Entonces, el divino Ulises se alejó del puerto y siguió a través de las montañas cubiertas de bosque, el áspero sendero indicado por Atenea, hasta llegar junto al pastor que cuidaba atentamente todos los bienes de su señor.

Lo encontró sentado en el vestíbulo, en un bello patio, grande y de forma circular, en un lugar elevado, que había sido construido con grandes piedras por el pastor mismo, para sus rebaños, durante la ausencia de Ulises, y sin orden, ni de su señora, ni del viejo Laertes, y que además rodeó con un seto de espinos. En el exterior se elevaba una fuerte empalizada de montones apretados y cortados de troncos de pino y en el interior había doce establos muy juntos, donde dormían los puercos. Cincuenta hembras fecundas descansaban en cada uno de aquellos establos; los machos dormían fuera y eran menos numerosos, pues los pretendientes reducían su número cada día comiéndolos en sus banquetes; el pastor les enviaba sin cesar los mejores de aquellos puercos; sin embargo, todavía quedaban trescientos sesenta. Y allí, vigilando también, parecidos a bestias feroces, cuatro perros a los que alimentaba el jefe de los pastores. En aquel momento, este se preparaba unos zapatos que él mismo había fabricado con la piel de un buey. Los demás pastores estaban dispersos por aquí y por allá; sólo tres estaban entonces junto a los rebaños, y un cuarto había sido enviado a la ciudad para llevar el puerco que se había comprometido a entregar a los soberbios pretendientes, para que comiesen sus carnes deliciosas, después de hacer los sacrificios.

A penas los perros vieron a Ulises, se lanzaron sobre él, ladrando fuertemente, pero el héroe, con gran firmeza, se sentó en el suelo y dejó caer el bastón de las manos. Allí, en sus propios establos, habría sufrido un indigno ultraje, si el cuidador de los puercos, franqueando el pórtico, no hubiera acudido de inmediato. El pastor tiró el cuero que tenía en las manos, riñó a los perros y los echó con numerosas piedras que les lanzó, y después, dijo al héroe:

-Anciano; ha faltado poco para que estos dogos te destrozaran en un instante, y el oprobio habría caído sobre mí, a pesar de que los dioses ya me han causado bastantes penas. Me paso la vida gimiendo; lloro a mi divino señor; alimento a sus rebaños para que se los coman otros, mientras que él, privado de lo más necesario en la vida, vaga miserablemente por alguna lejana ciudad, entre pueblos extranjeros, si todavía respira y ve la brillante claridad del sol. Pero sígueme; vamos a mi cabaña, oh, venerable anciano, ven a saciarte de pan y vino; después me dirás quién eres y los males que has sufrido.

Al terminar estas palabras, el pastor condujo a Ulises a su morada y cuando hubieron entrado extendió espesas ramas que cubrió con piel de cabra salvaje, y preparó un ancho y cómodo lecho. Ulises, feliz por esta acogida, dijo al pastor:

- ¡Oh, mi anfitrión, que Zeus y todos los demás dioses concedan tus deseos, pues me has acogido con tanta benevolencia!

Y tú, pastor Eumeo, le respondiste en estos términos:

-No, no me está permitido despreciar a un viajero, aun cuando fuera mucho más miserable que tú, pues los extranjeros y los pobres son enviados por Zeus. Mi ofrenda es pequeña, pero te la doy de buen corazón. Tal es la costumbre de los servidores; siempre temerosos, sobre todo, cuando mandan los jóvenes amos. Los dioses obstaculizan el retorno del verdadero amo que me apreciaba, y que sin duda me habría dado una casa, un campo, una esposa, todos los bienes, en fin, que un héroe benefactor concede a sus fieles servidores, a los que una divinidad hace prosperar los trabajos. Mis labores y mis cuidados han fructificado; también mi amo me habría colmado de riquezas si hubiera envejecido en su palacio; pero ha muerto lejos de nosotros. ¡Ah! Pluguiera a los inmortales que la raza de Helena se extinguiera por completo, puesto que ha quebrado el día a tantos héroes. ¡Mi amo, para defender el honor de los Atridas, fue a las llanuras de Ilión, a combatir a los guerreros troyanos!

Tras estas palabras, se ciñó la túnica con un cinturón y corrió al establo donde los puercos estaban encerrados; tomó a dos, los preparó inmediatamente, y los colocó antes Ulises, y mezcló un vino más dulce que la miel. Después se sentó frente a su huésped y le dijo:

-Extranjero, come ahora esta carne, pues nosotros, pobres pastores, no podemos ofrecer nada mejor. Los pretendientes devoran los mejores animales, sin temer ninguna venganza y sin concebir ninguna piedad. Pero los afortunados dioses no aman las acciones impías; honran la justicia y las obras justas de los hombres. Los enemigos que devastan una tierra extranjera a los cuales Júpiter concede un rico botín, vuelven a su patria tras haber llenado sus naves, y temiendo la divina venganza. Esos pretendientes saben, sin duda, por alguna divinidad, que mi amo ha muerto, puesto que desean unirse, contrariamente a los usos, con la casta Penélope; no quieren volver a sus moradas, y devoran impunemente las riquezas de Ulises sin medida. Los días y las noches, no se contentan con inmolar una o dos víctimas, sino que beben sin medida y agotan todo el vino. 

Grandes bienes pertenecían antaño a mi señor; ningún hombre opulento, ya fuera de fértil continente, ya fuera de Ítaca, poseía tantas riquezas como él; era más rico que veinte de ellos juntos. Voy a darte el detalle de todos sus bienes. Doce rebaños de bueyes que pacen en la tierra, y doce de corderos, de puercos y cabras, que son conducidos por los mercenarios y por el pastor de este héroe. En la isla hay, además, once rebaños de cabras que pacen en el otro extremo de la orilla y que guardan fieles pastores, que llevan cada día a los pretendientes la cabra que les parece más hermosa. Yo mismo, que guardo y cuido a los puercos, elijo siempre el mejor para enviárselo a ellos.

Así habló Eumeo. Ulises comió las viandas que le presentó y bebió el vino guardando silencio, pues meditaba la muerte de los pretendientes. Cuando terminó y con su ánimo ya fortificado, Eumeo llenó su propia copa y se la ofreció a Ulises, que la tomó con alegría; la vació y después, dijo:

-Amigo, ¿quién es el hombre poderoso y afortunado que te compró antaño, y que, como acabas de decirme, murió por la gloria de Agamenón? Habla; es posible que yo haya conocido a ese héroe. Sólo Zeus y los demás dioses, saben si lo he visto y puedo darte noticias de él, puesto que he recorrido muchas tierras.

- ¡Oh, anciano!, Todos los viajeros que vienen a anunciar la vuelta de mi amo no podrán convencer a la esposa y al amado hijo de este héroe. Los extranjeros que piden nuestra ayuda mienten sin consideración; jamás dicen la verdad. Los viajeros que llegan a Ítaca son introducidos junto a la reina, y abusan sin cesar, de vanas palabras. Sin embargo, ella los recibe a todos con benevolencia y pasa días haciéndoles preguntas, pero después, las lágrimas escapan de sus párpados y llora, como toda mujer cuyo esposo muere lejos. Tú mismo, oh, anciano, inventarías cualquier fábula si alguien prometiera darte una túnica, un manto y ricos vestidos. En cuanto a mi amo, los perros y los buitres deben haber arrancado, hace mucho tiempo, la piel de sus huesos. La vida lo habrá abandonado. Los monstruos del Océano ya habrán devorado su cadáver y sus huesos yacen, sin duda, en la playa, bajo un montón de arena. Sí, es así como ha muerto. Sus amigos lo echan de menos, y yo, más todavía que cualquier otro, pues jamás encontraré mejor amo dondequiera que vaya, incluso si volviera a la mansión paterna, pues no es a mis padres a quien echo de menos, a pesar de mis deseos de volver a verlos, sino que lamento, sobre todo, la ausencia de Ulises desde hace ya tanto tiempo. Extranjero, apenas me atrevo a llamarlo por su nombre, aunque ya no esté entre nosotros, este héroe me quería tanto, que hablo de él en su ausencia, como si aún estuviera presente.

-Amigo, -respondió Ulises-, tú no puedes creer que tu amo volverá, pero yo puedo afirmar bajo juramento, que volverás a ver a Ulises un día. Dame, pues, una túnica, un manto y soberbias vestimentas, porque el héroe volverá a su palacio. Pero, a pesar de mis necesidades, no quiero aceptar yo mismo nada, antes de ese día. Me resulta tan odioso como las puertas de infierno, el hombre que, obligado por la indigencia, pronuncia palabras engañosas. Que Zeus, el primero de los dioses, sea testigo de mi juramento, así como esta casa hospitalaria y este hogar del irreprochable Ulises, al que me acabo de acercar. Sí, te lo repito, todo se cumplirá tal como acabo de anunciártelo. Ulises volverá en el transcurso de este año. Volverá entre el mes que termina y el mes que empieza, y castigará a los que se atreven a ultrajar aquí a su esposa y a su ilustre hijo.

Y tú, Eumeo, dijiste entonces:

-Anciano, no te pagaré por esta noticia, pues Ulises no volverá a su casa. Bebamos en paz y liberémonos de otros pensamientos. No me traigas esos recuerdos, pues mi alma se entristece cuando pienso en tan buen amo. Olvida tu juramento, y que Ulises vuelva como deseamos todos; Penélope, el viejo Laertes y el divino Telémaco. Lloro hoy por la suerte de ese hijo que engendró el noble Ulises, al que los dioses hicieron crecer como un joven retoño. Yo esperaba que, entre tos los hombres, Telémaco no fuera inferior a su amado padre, ni por su ingenio, ni por su talle, ni por su belleza, pero un dios, o quizá un mortal, ha golpeado su ánimo, lleno de justicia, pues se ha ido a la divina Pilos para oír hablar de su padre. Los soberbios pretendientes, le tenderán trampas cuando vuelva a su patria, para aniquilar la posteridad del noble Arcesio; no hablemos pues, de él; Telémaco morirá quizás, o quizás escape a la muerte si le protege el hijo de Saturno. 

Pero tú, anciano, cuéntame tus propias desgracias; dime toda la verdad para que la sepa. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria y quienes son tus parientes? ¿En qué nave has llegado hasta estas tierras? ¿Qué marinos te han traído hasta Ítaca? ¡De qué raza se glorían de proceder? Porque pienso que no has llegado a pie a esta isla.

-Voy a contarte todas mis aventuras, pero, aun si tuviéramos alimentos y vino en abundancia, para tomar tranquilamente en esta cabaña, mientras otros se ocupaban de nuestro trabajo, un año no sería suficiente para contarte todos los sufrimientos que he soportado por deseo de los dioses.

Me enorgullezco de haber nacido en la vasta Creta, y de ser hijo de un hombre opulento. Mi padre tuvo de su legítima esposa otros hijos que nacieron y fueron criados en su casa. La madre que me trajo al mundo, era una cautiva comprada a alto precio; sin embargo, Castor, mi padre, hijo de Hylax, me amaba igual que sus hijos legítimos. Este héroe fue antaño respetado por el pueblo como un dios, a causa de sus riquezas y de sus gloriosos hijos, pero las Parcas lo llevaron a las sombrías moradas de Plutón. Entonces, sus nobles hijos dividieron la herencia, la echaron a suertes, y no me dieron sino una pequeña morada. 

Me casé, gracias a mi valía, con una mujer de una de las familias más ricas, porque yo no era un vil mortal, ni un guerrero cobarde en el combate. Ahora, la edad y la desgracia me lo han quitado todo. Pero si miras la paja, reconocerás la siega. Estoy, como ves, abrumado por males sin número. Antaño, Marte y Minerva me otorgaban fuerza y coraje. Cuando emboscaba a mis selectos guerreros, para destruir a nuestros enemigos, jamás se ofreció la imagen de la muerte a mi mirada, sino que, armado con mi lanza, avanzaba siempre el primero, para abatir, entre los enemigos combatientes, a cualquiera que quisiera huir delante de mí.

Así era yo en la guerra, pero el trabajo de los campos y los cuidados que se prodigan a los hijos para criarlos, no me gustaban. Prefería los bajeles y sus remos, los combates, los dardos y las tristes flechas que horrorizan a todos los hombres; aquello era lo que más me gustaba y lo que algún dios había puesto en mi pecho, porque cada mortal recibe del cielo sus gustos y sus inclinaciones.

Antes de que los hijos de los Aqueos se embarcaran hacia Ilión, ya había dirigido nueve veces sobre rápidos navíos a valientes guerreros hasta pueblos extranjeros, y siempre volvía con abundantes bienes. Primero tomaba lo mejor del botín, y, por surte, obtenía siempre algo más. Mi fortuna creció rápidamente, y me convertí, entre los cretenses, en un ciudadano poderoso y bien considerado. 

Cuando Zeus de la voz tonante, decretó esta expedición fatal, que hizo morir a tantos héroes, recibimos la orden; Idomeneo y yo, de comandar los bajeles que debían ir a Ilión. Nos fue imposible oponernos a la orden, pues, como sabes, la voz del pueblo es terrible en la deshonra. Combatimos durante nueve años, y el décimo, destruimos la ciudad de Príamo, y ya en nuestras naves, nos dirigíamos a nuestra patria, pero un dios dispersó a los guerreros aqueos. Entonces Zeus me reservaba nuevas desgracias. Sólo durante un mes permanecía en mi morada, disfrutando junto a mis hijos y a mi legítima esposa, con mis numerosos tesoros. E inmediatamente, mi efervescente ardor, me impulsó hacia Egipto. Reuní las naves y a los valientes compañeros, los equipé y en poco tiempo, la armada estaba preparada.

Durante seis días, mis fieles amigos se entregaron a la alegría de los festines; yo les había dado numerosas víctimas para sacrificar a los dioses y preparar su comida. El séptimo día, nos embarcamos, abandonando las orillas de Creta y navegamos fácilmente, empujados por el Bóreas, como una corriente. Ningún bajel sufrió accidente, y todos nosotros, llenos de fuerza y de salud, permanecidos sentados en las naves dirigidas por los vientos y el piloto.

El quinto día llegamos a la boca del Egiptus -Nilo- de las bellas aguas; detuve en el río mis naves golpeadas por las olas; ordené a algunos de mis compañeros que se quedaran junto a la orilla para cuidar de la flota y envié a otros a las alturas, para observar y conocer el país. Y ellos, obedeciendo a su audacia y a su impetuosidad, estragaron los fértiles campos de los egipcios; robaron a las mujeres; degollaron a todos los habitantes, y los gritos de las víctimas llegaban hasta la ciudad, donde los ciudadanos, atraídos por los gritos, de las víctimas, corrieron al amanecer: toda la llanura estaba llena de infantes y caballeros, y desde todas partes se veía brillar el reflejo del bronce. 

Zeus, que se complace en sembrar la locura, hizo huir a mis compañeros; ninguno de ellos pudo sostener el choque de los asaltantes, y la desgracia los rodeó por todas partes. Un gran número de ellos murió bajo el afilado bronce, y otros fueron llevados vivos, para ser sometidos a trabajos de esclavitud.

De pronto, Zeus me sugirió este pensamiento: - ¿por qué no morí antes de cumplirlo, y por qué no acabó mi vida a las orillas del Egiptus, ya que sólo nuevos infortunios me estaban reservados? Me quité el casco, solté el escudo y tiré al suelo la lanza que llevaba. Después corrí ante el carro del rey; abracé las rodillas del héroe y las besé. El rey sintió piedad y me perdonó la vida; me hizo subir a su carro y me llevó, bañado en lágrimas, a su palacio.

Algunos egipcios armados de jabalinas se lanzaron contra mí y quisieron quitarme la vida, pues estaban terriblemente irritados, pero el rey, temiendo la venganza de Zeus, que castiga las acciones impías, me libró de sus furores. 

Permanecí siete años en este país y adquirí bienes inmensos entre los egipcios: todos me cubrieron de presentes. Cuando el octavo año pasó, vino de Egipto un fenicio hábil para engañar a los mortales, una trampa odiosa que ya por sus trucos había atraído muchos males a los humanos; me persuadió tanto que me arrastró con él a Fenicia, donde se encontraban sus palacios y sus riquezas. Permanecí a su lado durante un año entero. Cuando los meses y los días se cumplieron, y el curso del tiempo trajo un nuevo año, el odioso fenicio, meditando nuevos designios, me colocó en un bajel que iba a Libia, para velar sobre su carga; pero quería venderme en aquellas tierras y obtener de mí un gran precio. A pesar de mis sospechas, me vi obligado a seguirle en su nave, que, empujado por el violento soplo del Bóreas, bogaba en pleno mar, en dirección a la isla de Creta: Zeus había resuelto nuestra pérdida.

Apenas sobrepasamos la isla de Creta, cuando, lejos de divisar la tierra, no veíamos más que el cielo y las olas.

El hijo de Saturno envolvió la cóncava nave en una espesa bruma, y, de pronto, el mar se sumergió en las tinieblas; después hizo bramar sus truenos y lanzó su rayo sobre nuestra nave, que se tambaleó golpeada por los impulsos del poderoso dios del Olimpo; nuestro esquife estaba lleno de azufre, y todos los marinos cayeron al mar. Igual que cornejas marinas, los remeros flotaban alrededor de la nave, y un dios les arrebató para siempre la esperanza del retorno. 

Zeus, conmovido por mi sufrimiento, hizo caer entre mis manos el largo mástil del navío, para que yo pudiera escapar de la muerte, lo abracé con fuerza y enseguida fui empujado por los impetuosos vientos. Permanecí aferrado al mismo durante nueve días, pero a la décima noche, una enorme ola me arrojó a la orilla de Thesprotes.

Fido, héroe poderoso y rey de aquellas tierras, me recibió con benevolencia y no me pidió ningún rescate. Su amado hijo, al verme abrumado por el frío y la fatiga, me condujo a su morada y me ayudó a llegar a la casa de su padre; además, me dio una túnica, un manto y ricas vestiduras.

Fue allí donde oí hablar de Ulises. Fido me dijo que le había dado hospitalidad y acogida con benevolencia, cuando se disponía a volver a su patria. Me mostró todas las riquezas que Ulises había adquirido; bronce, oro y hierro difícil de trabajar. Todos los tesoros reunidos en el palacio que llegarían hasta la décima generación. Fedón me dijo, además, que Ulises había ido al bosque de Dodona a consultar el roble de altas hojas, y saber si volvería abiertamente, o en secreto a la isla de Ítaca, después de tan larga ausencia. Finalmente, Fido me hizo saber, cuando hacíamos las libaciones, que acababa de equipar un navío, y que ya los marinos estaban dispuestos a llevar para Ulises a su amada patria

Me envió a mí primero, porque un bajel de Thesprotes se dirigía a Duliquium, país fértil en trigo; recomendó a los remeros que me llevaran cuidadosamente junto al rey Acasto; pero ellos fraguaron contra mí los más terribles destinos, y yo, seguí siendo el más desgraciado de los hombres.

Cuando nuestra nave se alejó de la tierra, los Thesprotes me amenazaron de inmediato con hacerme un esclavo; me quitaron el manto, las ricas vestiduras y echaron sobre mi cuerpo estos viles trapos, esta túnica destrozada, que todavía sorprende a tu mirada. Hacia la noche, alcanzaron la elevada isla de Ítaca, me ataron con fuertes cuerdas en el interior de la nave, y después, descendieron a la orilla para tomar su comida. Pero los dioses rompieron fácilmente mis ataduras. Rápidamente, envolví mi cabeza con estos harapos, me deslicé a lo largo del gobernalle; hasta poner el pecho sobre las olas, nadé con las dos manos, y con esfuerzo, me alejé de Thesprotes. Nadando alcancé la tierra, y me oculté bajo los arbustos de un espeso bosque. Los Thesprotes corrieron por todas partes, pero pronto vieron que era inútil buscarme más, y volvieron a su cóncava nave. Los dioses me ocultaron a todas las miradas. y me condujeron a la humilde cabaña de un hombre prudente. Así pues, querido pastor, debo seguir viviendo.

-Desgraciado extranjero, has conmovido mi alma al contarme con detalle todo lo que has sufrido al describir con detalle todo lo que has sufrido y cuánto has errado. Pero no has sido sincero y no me ha convencido cuanto has hablado de Ulises. ¿Qué necesidad tiene un hombre como tú, de mentir con tal descaro? Sé muy bien lo que debo pensar de la vuelta de mi amo. Los dioses cogieron odio a Ulises, y no le hicieron morir en medio de los troyanos ni en brazos de sus amigos, cuando terminó la guerra, pues todos los Aqueos le hubiesen levantado una tumba y su hijo hubiera obtenido en el porvenir una gloria inmensa.

Las Arpías secuestraron vergonzosamente a mi querido amo. Desde entonces, vivo solitario, entre mis rebaños; no voy a la ciudad a menos que la casta Penélope me obligue a volver allí cuando llega un extranjero. Todos los habitantes de Ítaca se apresuran en torno al mensajero para preguntarle. Unos se lamentan por la ausencia de Ulises, y otros se alegran, mientras devoran su herencia. Pero yo ya no quiero saber nada; no puedo preguntar a nadie desde que un Etolio me engañó con su discurso. Aquel etolio, culpable de un asesinato, vino a mi morada tras haber errado largo tiempo; yo le acogí amistosamente; después me dijo que había visto en Creta, junto a Idomeneo, a Ulises, reparando sus naves, que la tempestad había dañado; añadió que, hacia el fin del verano, o durante el otoño, mi amo volvería a su patria, trayendo numerosas riquezas y con todos sus valerosos compañeros. Así pues, desgraciado anciano, ya que un dios te ha traído a mi lado, no busques obtener mi benevolencia con mentiras. Extranjero, aunque quisieras aliviar mi dolor, no te acogeré mejor por ello, pues respeto a Zeus hospitalario y ya tengo compasión de ti.

El prudente Ulises le contestó de inmediato:

-Ciertamente, tu alma es incrédula, pues a pesar de mis juramentos, no logro persuadirte. Pero, está bien; hagamos ahora un trato y pongamos a los dioses por testigos. Si tu amo vuelve a su palacio, me darás una túnica, un manto, ricos vestidos, y me devolverás a Duliquio, donde si dirigen todos mis deseos. Pero si el héroe no vuelve, como predigo, ordenarás a tus pastores que me arrojen desde lo alto de esta roca, para que, en adelante, todo mendigo se guarde de engañarte.

Jan Styka: Eumeo, jefe de los pastores

Y el divino pastor, respondió:

-Extranjero, ganaría una hermosa reputación de gloria y virtud entre los hombres, si yo, que en este momento te recibo en mi cabaña, y que te ofrezco los dones de la hospitalidad, fuera a arrancarte la vida, lanzando alegremente mis plegarias al hijo de Saturno. Pero, mira, es la hora de la comida; pronto mis compañeros volverán para preparar en mi morada un delicioso festín.

Y esto fue lo que hablaron los dos. Los pastores llevaron los rebaños de vuelta al aprisco; encerraron en los establos a los puercos que lanzan gritos que te atraviesan, y entonces el divino pastor, dijo a sus compañeros:

-Traed aquí el puerco más blanco para inmolarlo en honor de este venerable extranjero que llega de un país lejano. Nosotros participaremos en la comida, nosotros, que sufrimos tantos males para cuidar estos magníficos rebaños de blancos dientes, mientras otros devoran impunemente el fruto de nuestro trabajo.

Después, cortó leña con su bronce y empezó el sacrificio. Queriendo honrar sobre todo a Ulises, le reservó la mejor parte y así colmó de alegría a su amo, que le habló en estos términos:

-Eumeo, que Zeus te ame como yo mismo te amo, ya que en el estado en que me encuentro me honras con tus beneficios.

Y tú, noble jefe de los pastores, le respondiste de inmediato:

-Extranjero, toma tus viandas; tú, el más extraño de los hombres, recibe con alegría todo lo que se te ofrece. Dios da o niega a los mortales los bienes, según su voluntad, pues su poder no tiene límites.

Tras estas palabras, ofreció a las divinidades del Olimpo las primicias de la comida; hizo las libaciones con un vino de oscuros tonos y puso la copa en manos de Ulises, sentado cerca de él. Mesaulio distribuyó el pan- Mesaulio había sido adquirido por Eumeo durante la ausencia del rey, sin ayuda de Penélope, ni del viejo Laertes; el jefe de los pastores lo compró a los Tafios y lo pagó con su propio dinero. Los comensales extendieron las manos hacia los platos que les habían servido y preparado, y cuando calmaron el hambre y la sed, Mesaulio recogió el pan; los pastores, abundantemente saciados, se fueron a descansar.

Pero entonces, sobrevino, de repente, una noche horrible y tenebrosa; la lluvia caía a torrentes; el céfiro, cargado de vapores, sopló con violencia. Ulises, queriendo saber si el jefe de los pastores le daría su manto para pasar la noche, o invitaría a alguno de sus compañeros a despojarse del suyo, se dirigió a los pastores, y les dijo:

-Escuchadme ahora, Eumeo, y vosotros, fieles pastores. Quizás voy a hablar alabándome, pero el vino, como sabéis, hace nacer la locura; incita, incluso al sabio, hace cantar y reír con deleite; lo empuja a danzar y le insta a pronunciar palabras que, sin duda, habría sido mejor que no dijera. Pero ya que he sido el primero en romper el silencio, no quiero ocultaros nada. Bien sé que ya no estoy en la flor de la edad; ojalá tuviera toda la fuerza de aquel día en que preparamos una emboscada bajo las murallas de Ilión. Los jefes eran Ulises y Menelao; yo era el tercero, como ellos mismos había decidido. Cuando legamos cerca de la ciudad de las altas murallas, nos metimos entre densas malezas que había alrededor de la ciudad; allí cubiertos con nuestras armas, nos tumbamos entre los juncos de un pantano. Pronto llegó una noche angustiosa y glacial; desde las alturas del aire, una densa nieve caía como escarcha, y los escudos estaban cubiertos de un duro vidrio.

Todos los demás guerreros, envueltos en sus túnicas y mantos, dormían apaciblemente, con los hombros protegidos por sus escudos. Sólo yo, al salir con mis compañeros, había dejado imprudentemente mi manto, sin pensar que sufriría tanto frío. Salí sin llevar nada más que mi escudo y la túnica. Pero cuando dos tercios de la noche habían transcurrido y los astros empezaron a inclinarse hacia el poniente, me acerqué a Ulises, le empujé con el codo, e inmediatamente, puso atención a mi voz.

“-Noble hijo de Laertes, ingenioso Ulises, -le dije-: dentro de poco ya no estaré entre los vivos, pues el frío me abruma y no tengo manto. Un dios me ha confundido, sin duda, al dejarme venir aquí cubierto con una sencilla túnica. Ahora ya no puedo escapar a los rigores del invierno.”

A estas palabras, Ulises, que sabía a la vez, aconsejar y combatir, me dijo en voz baja: “-Calla, que los demás Aqueos podrían oírte.”

Después, apoyando la cabeza en el brazo, con el codo en tierra, nos dirigió este discurso:

“-Amigos, escuchadme. Un sueño divino me ha sobresaltado mientras dormía. Como estamos tan lejos de las naves, que uno de vosotros vaya a decir al pastor de pueblos, al divino Agamenón, hijo de Atreo, que reúna el mayor número posible de guerreros para traerlos aquí.

A estas palabras, Thoas, hijo de Andremon, se levantó; tiró al suelo su manto de púrpura y corrió hacia las naves. Yo cogí el manto rápidamente y me lo puse y hasta que amaneció la divina Aurora, permanecí acostado entre mis compañeros.

¡Ah!, ya no tengo la misma juventud, ni toda mi fuerza. Sin duda, alguno de vosotros daría su manto, por amistad o por respeto a un valiente guerrero, pero ahora, estos pastores me desprecian, porque cubro mi cuerpo con viles trapos.

Y tú, Eumeo, jefe de los pastores, le respondiste:

- ¡Oh!, anciano, tu historia es ingeniosa, y no habrás pronunciado vanas palabras. No te faltarán vestidos, ni nada de lo que nos reclames suplicando, extranjero. Pero, mañana, cuando amanezca la brillante Aurora, recogerás tus pobres ropas, pues nosotros no tenemos otros mantos ni podemos cambiar de túnica; cada pastor no posee más que un manto. Cuando vuelva el amado hijo de Ulises, te dará magníficas vestimentas y hará que te lleven a las tierras a las que deseas volver.

Dichas estas palabras, se levantó y, cerca del fuego, preparó un lecho sobre el cual extendió pieles de cabra; Ulises se acostó allí y Eumeo lo cubrió con un amplio manto muy espeso, que el pastor usaba en los inviernos rigurosos.

Ulises disfrutó del sueño en aquella cabaña, y cerca de él durmieron los jóvenes pastores. Pero Eumeo, a quien no le gustaba dormir lejos de sus rebaños, tomó sus armas y se alejó de la morada. Ulises se complació de los cuidados que le prodigaba Eumeo en el aprisco, incluso en ausencia de su amo. El pastor colgó una espada de sus fuertes hombros y se puso una gruesa túnica para preservarse del viento; se cubrió la piel con una capa de grasa de cabra, y después tomó una aguda lanza, espanto de perros y de ladrones. Fue a acostarse donde descansaban los rebaños, en una profunda gruta, que quedaba al abrigo del soplo del Bóreas.


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