HOMERO ● ODISEA ● CANTO XV ● Ραψωδία ιε' • LA LLEGADA DE TELÉMACO.

< Canto XIV                                                      CANTO XVI                      

Gonzalo Pérez, Secretario de Estado con Carlos I y Felipe II, padre del famoso Antonio Pérez y primer traductor de la Odisea al “Romance Castellano”.

La divina Atenea volvió a la vasta Lacedemonia para traer a la memoria del noble hijo de Ulises el recuerdo de su patria y para animarle a volver. Encontró a Telémaco y al ilustre Pisístrato, hijo de Néstor tumbados bajo los pórticos del glorioso Menelao. Pisístrato estaba sumergido en un profundo sueño, pero Telémaco no podía gustar el placer del descanso; durante la noche anterior, el pensamiento de su padre lo mantuvo despierto. La diosa se acercó al joven héroe y le habló en estos términos:

-Telémaco, no vagues más tiempo lejos de tu morada, tú que has abandonado las riquezas y dejado en tu palacio a hombres cargados de insolencia. Los pretendientes podrían devorar tu herencia y repartirse tus bienes, y tu viaje habrá sido inútil. Pide a Menelao que te envíe de vuelta prontamente, a fin de que encuentres todavía en tu casa a tu irreprochable madre. Ya su padre y sus hermanos la apresuran para que se case con Eurímaco, más importante que todos los demás pretendientes, por ser más rico y porque además promete el más bello regalo de bodas. Temo que, a tu pesar, algún tesoro sea robado de tu casa. Tú sabes cual es el pensamiento de una mujer: siempre quiere aumentar las riquezas de aquel con el que se casa, nunca se acuerda del marido al que amó en su juventud, y ya no se preocupa por sus hijos mayores. Cuando llegues, confía tus tesoros a la esclava a la que consideres más fiel, mientras esperas que los dioses te concedan una noble esposa. Graba bien mi consejo en tu alma.

Los más ilustres entre los pretendientes, te han preparado emboscadas en el estrecho de Ítaca y en la áspera Samos; quieren matarte antes de que llegues a tu patria, pero yo espero que sus designios no se cumplan, ¡antes la tierra se tragará a algunos de esos orgullosos pretendientes que devoran tu herencia! Dirige, pues, tu nave lejos de estas islas y navega solo durante la noche; la divinidad que te defiende y te protege, te enviará un viento propicio. Cuando alcances las orillas de Ítaca, lleva tu nave hasta el puerto, y después, ve tú mismo a encontrarte con el encargado de los cerdos, Eumeo, que te ama y vela con cuidados seguros tus rebaños. Pasarás la noche en su cabaña y después te harás anunciar por ese pastor, a la prudente Penélope, diciéndole que estás vivo y que has llegado de Pilos.

Dicho esto, la diosa voló hacia el Olimpo. Telémaco despertó al hijo de Néstor, dándole con un pie, y le dijo:

-¡Despierta, querido Pisístrato; engancha rápidamente a nuestro carro los veloces corredores, para que podamos ponernos en camino cuanto antes.

Pisístrato, el hijo de Néstor, le respondió:

-Amado Telémaco, a pesar de nuestra prisa, no conviene que viajemos durante la noche; pronto aparecerá la Aurora. Quédate aquí hasta que Menelao, hijo de Atreo, haya dispuesto sus regalos en nuestro carro, y se despida de nosotros con amables palabras. El forastero siempre recuerda al benévolo anfitrión que lo recibió con amistad.

Cuando terminó de hablar, la Aurora no tardó en brillar sobre su magnífico carro de oro. Menelao, el de la voz resonante, abandonó el lecho de Helena, la de los hermosos cabellos y fue a reunirse con los jóvenes héroes. Cuando Telémaco lo vio, se apresuró a cubrir su cuerpo con una rica túnica y sus hombros con un ancho manto; después salió, se detuvo ante el Atrida y le dijo:

-¡Oh, Menelao, amado hijo de Zeus y pastor de pueblos, devuélveme a mi patria, pues mi único deseo es volver a ver mi hogar! Y el valeroso Menelao, replicó:

-Telémaco, no te retendré más tiempo, ya que deseas marchar; tan malo me parece el anfitrión que no es capaz de mesura, ya sea en el afecto, como en el desdén, pues en todo hay que guardar los justos límites. Es tan culpable rechazar al viajero que quiere permanecer, como retener al que quiere marcharse. Tratemos siempre con amistad al extranjero, mientras quiera quedarse, y despidámosle cuando desee. Pero en lo que a ti respecta, debes quedarte para ver los ricos presentes que voy a cargar en tu carro. Voy a ordenar a las mujeres que preparen la comida con las provisiones que abundan en mi palacio. Vuestra gloria, el brillo de vuestro rango, y vuestra propia necesidad, exige que participéis en nuestros festines, antes de emprender tan largo camino. Telémaco, si deseas recorrer Grecia y visitar Argos, yo mismo te acompañaré; engancharé mis caballos y te llevaré a las ciudades habitadas. Nadie te retirará sus regalos, sino que, bien al contrario, te entregará bellísimos trípodes de bronce, cuencos, mulas o copas de oro.

Y el prudente Telémaco, le contestó:

-Menelao: deseo volver a mi patria, pues no he dejado a nadie al cuidado de mis bienes. Temo sucumbir buscando a mi noble padre, y temo también que me roben algún preciado tesoro.

Menelao el de la voz sonora, ordenó a su esposa, así como a las mujeres que la servían, que preparasen la comida. 

En aquel momento, Eteoneo, hijo de Boeto, se acercó al Atrida, pues vivía no lejos de su señor. Menelao le ordenó que prendiera la leña en el hogar y que asara las viandas; el servidor obedeció de inmediato. El rey, seguido por Helena y Megapentes, se dirigió a una sala llena de perfumes. Cuando todos entraron en la sala donde estaban los regalos, el Atrida tomó una doble copa y dijo a su hijo que tomara una crátera de plata. Helena se detuvo ante los cofres preciosos que guardaban los soberbios velos que ella misma había tejido; eligió el más grande, más bello y más rico en colores, que brillaba como un astro deslumbrante, y estaba debajo de todos los demás.


Menelao, Helena y Megapente, atravesaron el palacio y se reunieron con Telémaco, y el rey se dirigió al hijo de Ulises:

-¡Ojalá Zeus, el formidable esposo de Hera, te devuelva felizmente a tu patria! De todos los dones que encierra mi palacio, elegiré el más preciado y más hermoso. Te daré una crátera de plata coronada de oro, cuidadosamente trabajada por Vulcano que recibí del valeroso Fédimo, rey de los sidonios, quien me acogió a la vuelta de Troya, tal es el rico presente que deseo ofrecerte.

A estas palabras, el hijo de Atreo le entregó la doble copa, y Megapente colocó junto a Telémaco la espléndida cratera de plata. Helena, la de las hermosas mejillas, se adelantó, llevando el velo entre sus manos y se dirigió a Telémaco con ligeras palabras.

-Hijo amado de Ulises, quiero darte este velo como recuerdo de los trabajos de Helena y para que tu esposa lo lleve el día de tu boda. Que permanezca hasta entonces en tu casa, guardado por tu madre bienamada. Vuelve ahora, oh, Telémaco, a tu bella patria. 

Cuando terminó de hablar, Telémaco recibió el velo con gusto. Inmediatamente, el noble Pisístrato colocó todos los presentes en la cesta del carro y los contempló con admiración. El rubio Menelao condujo a los jóvenes héroes a su palacio y les hizo sentarse en sus asientos y tronos. 

Una sirviente, llevando un bello aguamanil de oro, vertió el agua que contenía, en un recipiente de plata para que Telémaco y Pisístrato se lavaran las manos y después, colocó ante ellos una mesa limpia y brillante, sobre la cual, la venerable intendente del palacio, colocó el pan, así como numerosos platos que ofreció con largueza. Eteoneo troceó las viandas, distribuyó las partes, y el hijo del ilustre Menelao, sirvió el vino. Entonces, los invitados extendieron las manos hacia los platos que les habían servido y preparado.

Cuando todos hubieron comido y bebido según los deseos de su corazón, Telémaco y Pisístrato, engancharon los caballos, subieron al carro pintando de diversos colores y se alejaron del resonante pórtico. Menelao, el hijo de Atreo, los siguió con una copa de oro llena de un vino más dulce que la miel, para que hiciesen las libaciones; el héroe se detuvo ante los caballos, y presentando la copa a sus huéspedes, les dijo:

-Salud, jóvenes príncipes, saludad también a Néstor, pastor de pueblos, pues siempre me amó como un padre, mientras combatíamos bajo los muros de Troya, con los hijos de los Aqueos.

El prudente Telémaco, le respondió:

-Amado hijo de Zeus, repetiremos tus palabras cuando lleguemos a Pilos, tal como acabas de ordenarnos. ¡Ojalá pueda yo encontrar a mi padre en Ítaca y decirle que he sido recibido por ti con benevolencia, y que le llevo numerosos y magníficos presentes!

Apenas dijo esto Telémaco, cuando un águila se alzó a su derecha llevando entre sus garras una oca blanca y domesticada que había robado en un corral; hombres y mujeres la miraban, dando altísimos gritos, pero el águila siguió aproximándose y volando a la derecha de los héroes, pasó ante los caballos. A su vista, Telémaco y Pisístrato se alegraron, y la esperanza renació en todos los corazones. De inmediato, el hijo de Néstor hizo oír estas palabras:

-Menelao, un dios nos muestra un prodigio, o bien, lo envía para ti, noble pastor de pueblos.

Y el hijo de Atreo, amado por Marte, pensó cómo podría contestarle de forma conveniente. Pero Helena, la del largo velo, se adelantó, diciendo:

-Escuchadme, jóvenes héroes, con la inspiración de los dioses, voy a interpretaros estos oráculos y espero que así se cumplan. Igual que esta águila acaba de tomar una oca blanca, nutrida en el establo, alejándose de las montañas, su lugar de nacimiento y el de sus aguiluchos; igual que Ulises tras haber sufrido mucho y errado mucho tiempo, volverá a su morada para vengarse de esos audaces jóvenes. Quizás, incluso, este ya en Ítaca y planee la muerte de los pretendientes.

-¡Que Zeus, el formidable esposo de la bella Hera cumpla este oráculo, y yo juro, oh, Helena, que te adoraré en mi patria como a una divinidad! -Respondió Telémaco-. Después arreó a sus caballos que atravesaron rápidamente la ciudad, se lanzaron a los campos y durante todo el día agitaron el yugo que los unía.

El sol se ponía y las sombras cubrían todos los caminos cuando llegaron a Feras en la morada de Diocles, hijo de Ortíloco, surgido del río Alfeo. Telémaco y Pisístrato recibieron en aquellos lugares los dones de la hospitalidad.

El día siguiente, desde que brilló la matinal Aurora de los dedos rosados, engancharon los caballos que volaron sin esfuerzo por las inmensas llanuras y muy pronto llegaron a la elevada ciudad de Pilos. Telémaco dirigió entonces el siguiente discurso al hijo de Néstor.

-Pisístrato, ¿quieres prometerme que harás lo que voy a pedirte? Los dos nos gloriamos de reconocer una hospitalidad formada por la antigua amistad de nuestros padres, y somos de la misma edad; este viaje nos reunirá, pues, una vez más en una dulce amistad. Amigo, no me lleves más allá del lugar en que se encuentra mi nave. Detengámonos aquí, ante el temor de que tu noble padre, queriendo acogerme, me retenga a mi pesar en su palacio, pues tú sabes que deseo alejarme lo más rápido posible.

Néstor deliberó en su alma como cumplir lo que le pedía Telémaco, y esta fue la solución que encontró más razonable: dirigió sus corceles hacia la nave que permanecía a la orilla del mar; dejó junto a la popa el oro y las ropas que le había dado Menelao y después dijo:

-Sube rápidamente a la nave y haz que se embarquen tus compañeros antes de que yo vuelva a mi morada para anunciar esta noticia al anciano. Conozco bien los violentos sentimientos de mi padre y no permitiría que te fueras. Néstor no querría volver sin ti y si te niegas, se irritaría muchísimo.

Al terminar de hablar, Pisístrato dirigió sus caballos de hermosas crines hacia la ciudad de Pilos y después volvió a su morada. Telémaco entonces, se dirigió a sus compañeros y les dijo:

Telémaco, de Jan Styka, 1858-1925

-Amigos, disponed la nave; embarquemos de inmediato y salgamos.

Los compañeros de Telémaco se apresuraron a obedecer sus órdenes; entraron en la nave y se sentaron en los bancos de remos. El hijo de Ulises, una vez terminados los preparativos, ofreció sacrificios a la divina Atenea. En aquel momento, un adivino extranjero, que había huido de Argos por haber cometido un crimen mortal, se presentó a Telémaco. Descendía de la familia de Melampo, el héroe que antaño vivió en Pilos, fecunda en corderos. Melampo era rico y vivía entre los de Pilos, en un magnífico palacio, pero abandonó su patria huyendo de Neleo, que le deleitó con grandes regalos y lo retuvo por la fuerza en su casa, durante un año. Melampo, a causa de la hija de Neles y de un sentimiento culpable que le inspiró la terrible diosa Erinia, tenía fuertes lazos en las moradas de Filaco; sin embargo, huyendo evitó la muerte.

Melampo llevó de Fílaca a Pilos a los mugientes bueyes, se vengó del cruel trato de Neles, y llevó al palacio de su hermano a una mujer joven. Se retiró después a pueblos extranjeros y llegó a Argos, fértil en caballos corredores; su destino era habitar aquellos lugares para reinar sobre los numerosos Argivos. Allí eligió una esposa; se hizo construir una soberbia morada y tuvo dos hijos valerosos, Antifate y Mantio. Antifate engendró al magnánimo Oícles, y de este nació Anfiarao, agitador de pueblos, que fue tiernamente amado por Apolo y Zeus; pero no alcanzó al término de una larga vejez, a causa de ciertos regalos que aceptó. De él nacieron dos hijos, Alcmeon y Anfíloco. Mantio engendró también a Polifides y Clito; la Aurora se llevó a Clito por su belleza, con objeto de que viviera entre los inmortales; Apolo hizo de Polifides el más célebre de todos los divinos tras la muerte de Anfiarao. Polifides, irritado contra su padre, se retiró a Hiperesia, donde se dedicó a hacer predicciones a todos los hombres.

El hijo de este divino, llamado Teoclímeno, se acercó en aquel momento a Telémaco. Encontró al joven héroe haciendo libaciones en su veloz navío y le dijo:

-Amigo, ya que te encuentro ofreciendo sacrificios a los dioses, te conjuro por estos holocaustos, por las divinidades a las que imploras, y más aún por tu propia salvación y por la de tus compañeros, que sinceramente me digas la verdad, ¿Quién eres? ¿Qué pueblo has abandonado? ¿Cuál es tu ciudad y la de tus padres?

-Extranjero, -respondió Telémaco-; te hablaré con franqueza. Soy de Ítaca; mi padre es Ulises; o antaño lo fue, al menos, pues ahora habrá sufrido una muerte deplorable. Vine en esta nave, con mis compañeros, para conocer su suerte, pues lleva ausente mucho tiempo.

Y el divino Teoclímeno le dijo:

-Yo también; abandoné mi patria por haber matado a uno de mis conciudadanos, pues sus hermanos y amigos tienen mucho poder sobre los Aqueos en la fértil Argos, y me alejé de ellos para evitar una muerte funesta. Mi destino ahora es vagar entre los hombres. Acéptame en tu nave, pues me persiguen y yo te lo imploro

-No te rechazaré –le dijo Telémaco-. Sígueme, pues. Quiero acogerte con amistad y ofrecerte todo lo que poseo.


Y dichas estas palabras, tomó la lanza de Teoclímeno y la dejo en la cubierta de la nave; se sentó cerca de la proa, el extranjero se colocó a su lado y los remeros soltaron las amarras. Telémaco animó a sus compañeros, les ordenó ponerse en marcha y ellos se apresuraron a obedecer. Izaron el mástil, lo colocaron en el grueso agujero que le servía de base, atándolo con cables, y desplegaron las blancas velas que tensaban con correas. 

Atenea, la de los ojos azules, le envió un viento favorable, que sopló con violencia desde lo alto de los cielos y empujó rápidamente la nave a través de las saladas olas. En su deriva, pasaron ante los parajes de Crunos y del límpido Calcis.

Muy pronto se puso el sol y las sombras cubrieron todos los caminos. La nave empujada por Zeus, costeó las playas de Pheas y de la divina Élide, donde trabajan la tierra los epeos. Telémaco dirigió entonces su camino hacia las islas Picudas, sembradas de trampas, no sabiendo si evitaría la muerte, o si caería en manos de sus enemigos.

Entre tanto, Ulises y el encargado de los rebaños, estaban cenando con otros pastores.


Cuando calmaron el hambre y la sed, Ulises, deseando saber si el pastor le acogería y le invitaría a quedarse en al aprisco, o bien la enviaría a la ciudad, dijo:

-Querido Eumeo y todos vosotros, oídme: mañana al amanecer, quiero ir a la ciudad como mendigo, para no ser una carga para vosotros. Aconsejadme, pues, y decidme cómo debo conducirme allí. Como me veo obligado a errar en esa ciudad, ¿alguien me dará, quizás, una copa y un poco de pan? Iré al palacio de Ulises para llevar las novedades de este héroe a la casta Penélope. También quiero mezclarme entre los pretendientes; me darán algo de comer, pues lo tienen en abundancia. Ejecutaré celosamente todo cuanto me pidan, pues quiero deciros -escuchadme atentamente-, que, por voluntad de Mercurio, que otorga gloria y gracia a las obras de los hombres, ningún mortal podrá superarme en los trabajos domésticos, ya sea preparar el fuego, trocear la leña seca, dividir las viandas, asarlas, servir el vino... en fin, cualquier servicio de los que ofrecen los pobres a los ricos.

El pastor Eumeo se preocupó al oír esto, y le dijo a Ulises:

-¡Ay, querido extranjero! ¿Qué pensamiento ha entrado en tu alma? ¡Deseas morir, puesto que quieres formar parte de la multitud de pretendientes cuya insolencia y audacia han llegado hasta el cielo! Sus servidores no se te parecen, son jóvenes vestidos de túnica y ricos mantos, esclavos cuyos cabellos y rostro están perfumados con esencias; y sus mesas, limpias y brillantes, están llenas de pan, de viandas y de vino. Quédate aquí, pobre viajero, donde tu presencia no importuna a nadie; ni a mí, ni a los pastores que me asisten. Cuando el amado hijo de Ulises haya vuelto, te dará una túnica, un manto, ricas vestimentas y te devolverá a la tierra a la que desees volver.

Pero el noble e intrépido Ulises, replicó:

-Eumeo, ojalá Zeus te valore como lo hago yo mismo. Tú has terminado con mis recorridos errantes y mis horribles desgracias. No hay nada más penoso que una existencia vagabunda. El que se hunde en la miseria y la tristeza, sufre mil dolores por calmar su hambre devoradora. Pero ya que me retienes y me animas a quedarme, háblame de la madre de Ulises y de su padre, a los que dejó en el umbral de la vejez cuando se fue; dime si todavía viven y disfrutan de la luz del sol, o si han muerto y descendido a las sombrías moradas de Hades.

-Querido extranjero -respondió Eumeo-, te lo diré todo con sinceridad. Laertes aún respira, pero todos los días suplica a Zeus que le prive de la vida; llora a su hijo ausente y a su legítima esposa, cuya muerte lo abrumó de dolor y lo lanzó a una vejez prematura. La madre de Ulises, sucumbiendo a la tristeza que le causaba la ausencia de su glorioso hijo, murió tristemente. ¡Ojalá nunca muriera así quien me amó en esta morada y me colmó de bendiciones! Mientras vivió, me era muy dulce, a pesar de sus penas, charlaba con ella y le hacía preguntas; ella me educó, con la bella Climene, su irreprochable hija, y la menor de sus hijos, Nos alimentamos juntos, y ella me mimaba casi tanto como a su hija. Pero cuando los dos alcanzamos la edad de la adolescencia, sus padres la hicieron casarse con un habitante de Sama, que les aportó grandes bienes. A mí me regaló una túnica, un manto y hermosas sandalias; me envió a estos campos y me siguió amando. Ahora, yo he perdido todos esos bienes, pero los dioses hacen prosperar los trabajos que me son confiados; con ellos he bebido, he comido y he dado hospitalidad a venerables extranjeros que necesitaban mi ayuda. En cuanto a la reina Penélope, no me está permitido escuchar sus dulces palabras, ni recibir ayuda alguna, desde que esos hombres audaces han arruinado la casa. Los servidores, a veces, necesitan hablar a su ama, escuchar sus órdenes, comer y beber en su palacio, y traer a los campos las provisiones que nos llenan de alegría, puesto que somos servidores fieles.

Ulises le dijo:

-¡Ay! Aunque eres joven todavía, fuiste forzado a errar lejos de tu patria y de tus padres. Háblame con franqueza; dime si la ciudad que habitaban tu padre y tu madre, fue destruida por enemigos, o si piratas crueles te metieron en su nave cuando estabas solo con tus rebaños y te vendieron al dueño de esta morada, que daría, sin duda, un precio conveniente para obtenerte.

Y el encargado de los pastores, respondió:

-Extranjero, ya que preguntas por mis aventuras, escúchame pues, en silencio y alégrate bebiendo este vino, sentado a mi lado. Las noches son largas; todavía nos queda mucho tiempo para descansar y para tener agradables conversaciones. No es conveniente que te acuestes antes de la hora, pues demasiado sueño, se dice que no es bueno. El que de vosotros desee disfrutar del sueño, que se retire; mañana al amanecer y después de la primera comida, como de costumbre, habrá que conducir los rebaños a los campos de nuestros amos. Entre tanto, comamos, bebamos en esta cabaña, y aliviemos nuestros corazones con el triste relato de nuestras desgracias. El hombre que ha sufrido mucho y mucho tiempo ha errado por el mundo, gusta de acordarse de sus dolores pasados. Querido extranjero, te diré, pues, mis infortunios, puesto que me preguntas con el deseo de conocerlos.

Existe una isla llamada Siría, quizás hayas oído hablar de ella; está más allá de Ortigia, en aquellas tierras donde da la vuelta el sol; su extensión es muy pequeña, pero es fértil, rica en bueyes y corderos, y fecunda en viñas y trigo. El hambre jamás se hace sentir en aquellos pueblos, y no les ataca ninguna enfermedad funesta. Cuando los habitantes de esta isla alcanzan la vejez, Apolo, con el arco de plata, corre seguido por Diana, y ambos les lanzan sus flechas, que proporcionan una dulce partida. Allí hay dos ciudades en las que toda la riqueza está repartida por igual. Mi padre, el Orménida Tesio, reinó antaño sobre estas dos ciudades.

Los navegantes fenicios, marinos famosos y hábiles embaucadores, abordaron un día en esta isla llevando consigo mil deslumbrantes adornos. En la casa de mi padre se encontraba una fenicia, alta, bella, esbelta y sabiendo ejecutar magníficos trabajos; los artificiosos fenicios la sedujeron.


Mientras aquella mujer lavaba la ropa cerca de la nave, uno de los fenicios se enamoró de ella y compartieron la cama. Los poderosos encantos del amor cautivan siempre a las mujeres, incluso a las más virtuosas. El fenicio le preguntó enseguida quién era y de dónde venía; ella le mostró de inmediato el elevado palacio de mi padre, y le dijo:

-Me enorgullezco de haber nacido en Sidón, donde abunda el bronce. Soy la hija del rico Aribante, pero los piratas tafios me secuestraron cuando volvía de los campos. Me trajeron a estos lugares y me vendieron al dueño del palacio, que dio para obtenerme, un precio conveniente.

Y aquel que se había unido en secreto con la bella fenicia, le dijo:

-¿Quieres seguirme ahora a tu patria para volver a ver a tu padre, tu madre y sus elevadas mansiones? Tus padres aún existen y viven en la opulencia.

-Consentiría con gusto –dijo la fenicia-, en seguiros, oh, marinos, si me prometéis, con juramento, llevarme felizmente a mi patria.

Los fenicios prestaron el juramento que se les pedía, y cuando lo hubieron hecho, la fenicia continuó:

-Ahora, guardad silencio y que ninguno de vosotros me dirija la palabra si me encuentra en las calles, o sacando agua de la fuente. Que ninguno de vosotros al volver a palacio, diga nada a mi viejo amo, pues si sospecha la verdad, me cargaría de cuerdas y a vosotros os mataría. Grabaos mis palabras en el fondo del corazón, y apresuraos a comprar las provisiones para el viaje. Cuando vuestra nave esté cargada, enviadme un mensajero que me dé a conocer el instante de la partida. Llevaré todo el oro que esté en mi mano y os daré mil cosas más para pagar mi pasaje. Estoy criando al hijo de mi amo, un niño muy inteligente que vendrá conmigo, yo lo llevaré a la nave y él os procurará considerables sumas si lo vendéis a pueblos extranjeros.

Después volvió a los soberbios palacios de mi padre. Los fenicios permanecieron con nosotros durante un año y compraron gran cantidad de mercaderías que colocaron en su nave y cuando esta estuvo preparada para la partida, enviaron un mensajero a anunciarlo a la fenicia. El muy astuto vino a la casa de mi padre; llevaba un collar en el que el oro estaba hábilmente encajado en ámbar. Mientras mi venerable madre y sus servidores tocaban el collar, lo examinaban atentamente y le ofrecían un precio; el mensajero hizo una seña secreta a la fenicia, y después volvió a su cóncava nave. Entonces, la mujer me tomó de la mano y me condujo fuera de palacio. Encontró bajo el pórtico las copas colocadas sobre las mesas de los invitados al festín, y que acababan de volver de la asamblea del pueblo. Cogió tres de aquellas copas y las ocultó en su seno, y yo la seguí sin sospechas- -El sol se puso y todos los caminos quedaron sumidos en la oscuridad-. Caminamos con rapidez y llegamos al magnífico puerto en el que se encontraban los fenicios. Subimos a la nave y bogamos a través de las húmedas llanuras, empujados por un viento favorable enviado por Zeus. 

Durante seis días y seis noches, navegamos sin descanso, pero al séptimo, Artemisa, que se complace en lanzar sus flechas, golpeó a la fenicia, que cayó ruidosamente al fondo de la nave, como un cuervo marino. Los marineros lanzaron enseguida su cadáver al mar, para que se convirtiera en pasto de las focas y los monstruos marinos. Yo me quedé sólo, con el corazón abrumado por el dolor. Los vientos y las olas llevaron muy pronto a los fenicios hasta las playas de Ítaka, donde yo fui comprado por el venerable Laertes. Fue entonces cuando vi por primera vez esta tierra extranjera.

-Querido Eumeo, dijo Ulises, -me has conmovido profundamente, contándome tus aventuras y tus desgracias. Pero, al menos, Zeus, hace que el bien suceda al mal, ya que, después de las innumerables penas, llegaste a la morada de un amo clemente que te ofrece en abundancia, alimento y vino. Noble pastor; llevas una vida feliz, mientras que yo llego a estos lugares, tras haber errado mucho tiempo, por tierra y por mar.

Y así, hablando, Ulises y Eumeo no durmieron mucho tiempo, pues muy pronto, la divina Aurora, apareció en su dorado trono. –Entre tanto, los compañeros de Telémaco tocaban tierra; plegaban las velas; bajaban el mástil y llevaban, a fuerza de remos, la nave hasta el puerto. Lanzaron las anclas, la aseguraron con los cables y bajaron ellos mismos a la orilla del mar. Prepararon la comida y mezclaron en la crátera un vino de oscuros colores. Cuando clamaron el hambre, el prudente Telémaco, le dijo: 

-Amigos, conducid la nave cerca de la ciudad. Iré a visitar los campos y los pastos. Esta noche, después de examinar todos los trabajos, volveré a la ciudad. Mañana, al amanecer, os ofreceré un espléndido festín, en el que habrá viandas y vino en abundancia.

Y el divino Teoclímeno le respondió de inmediato:

-Querido hijo ¿a dónde debo ir? ¿Iré a la morada de los que reinan en Ítaca, o bien, volveré directamente a tu palacio, junto a tu madre?

El sabio Telémaco le dijo:

-En cualquier otro momento, te invitaría a venir a mi casa, y los dones de la hospitalidad no te faltarían en absoluto. Pero ahora, esta decisión no sería prudente. No estoy en mi casa, y mi madre no podría recibirte, porque ella no comparece jamás ante los pretendientes: la noble Penélope teje paño en las salas más altas del palacio. Eurímaco, ilustre hijo de Pólibo, al que todos los ciudadanos de Ítaca honran como a un dios, podrá darte hospitalidad; es el más valeroso de todos los pretendientes, y desea, sobre todo, casarse con mi madre y disfrutar de las dignidades de Ulises. Pero Zeus, que habita en las regiones etéreas, sabrá si este himeneo debe celebrarse antes de que el día fatal los alcance a todos.

Cuando guardó silencio, vio volar a su derecha un veloz halcón, mensajero de Apolo; tenía entre sus garras una cría de paloma; le arrancó las plumas y las dejó caer entre Telémaco y la nave. Teoclímeno, llevando aparte al joven héroe, le tomó de la mano y le dijo:

-Telémaco, esta ave no ha volado a nuestra derecha sin la voluntad de los dioses; al observarlo atentamente, de inmediato he comprendido que se trata de un presagio favorable. No; no hay en absoluto en Ítaca, una raza más real que la vuestra, y seréis siempre los más poderosos.

Y Telémaco añadió:

-Amado extranjero, ¡que se cumplan tus palabras! Entonces conocerás mi amistad por los numerosos dones que recibirás de mí, y todos los hombres que encuentres, envidiarán tu suerte.

Y después dirigiéndose a Pireo, su fiel amigo, le dijo: -Pireo, hijo de Clito; de todos los compañeros que me siguieron a Pilos, tú eres el que has mostrado el mayor celo. Lleva, pues, ahora a Teoclímeno a tu casa, y dale hospitalidad hasta que yo vuelva.

Y Pireo, ilustre por las hazañas de su lanza, añadió al instante:

-Querido Telémaco, incluso aunque permanezcas mucho tiempo fuera de tu morada, cuidaré siempre de este viajero; ciertamente no echará de menos los dones de la hospitalidad.

Pireo subió a la nave y ordenó a los compañeros que soltaran las amarras; todos se embarcaron de inmediato y se colocaron en los bancos. –Telémaco ató a sus pies unas ricas sandalias, y tomó del puente una fuerte lanza rematada con punta de bronce. 

Los marineros alcanzaron altamar y se dirigieron a la ciudad, como había ordenado el amado hijo de Ulises. 

Telémaco se alejó a grandes pasos hasta que alcanzó el corral en el que se encontraban los numerosos cerdos, cerca de los cuales dormía el noble pastor, lleno de celo por sus amos.

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