LA ODISEA ● HOMERO ● CANTO VI ● ULISES en la TIERRA DE LOS FEACIOS


<CANTO V                                                                              >CANTO VII

El divino e intrépido Ulises descansaba, sobrecargado por la fatiga y el sueño, cuando Atenea llegó a la ciudad de los Feacios*, pueblo que antaño habitaba las vastas llanuras de Yperea, cerca de las moradas de los Cíclopes, aquellos hombres orgullosos y temibles que los abrumaban de males, porque eran superiores a ellos en fuerza. Nausitoo, semejante a los dioses, después de convencer a los feacios de que abandonaran aquella tierra, los condujo a la isla de Esqueria, lejos de todos los mortales. Construyó una muralla para la ciudad, levantó palacios para los hombres, templos para los dioses y repartió las tierras. Pero este héroe, vencido ya por el destino, descendió a las sombrías moradas de Hades. 

Canal de amor en Sidari, Corfú; quizás, la antigua Esqueria 

* Los feacios -Φαίακες-, fueron un pueblo mítico de la Isla de Esqueria -Σχερίη o Σχερία-, probablemente, en la actual Corfú. Es una localización fundamental en la Odisea, pues allí acogieron a Ulises cuando intentaba volver a Ítaca y su estancia ocupa buena parte de la Odisea, porque Homero narra las desventuras sufridas hasta entonces. 


Alcinoo, instruido en la sabiduría por los dioses inmortales, reinaba en estos pueblos, y fue en su palacio donde se detuvo Atenea -la diosa de los ojos azules-, meditando en su alma el retorno del valiente Ulises.

Primero entró en la soberbia habitación en la que descansaba una joven virgen, cuya elegante figura y divinas formas la igualaban a los inmortales; Nausicaa, la hija del magnánimo Alcinoo. 

Dos servidoras que habían recibido su belleza en el reparto de las Gracias, dormían a la entrada de aquella habitación, cuyas magníficas puertas estaban estrechamente cerradas. 

Como un ligero soplo, Atenea se acercó al lecho de la joven virgen; se inclinó junto a su cabeza y le habló, mostrando una imagen similar a la de la hija del famoso barquero Dymante, compañera de la misma edad que ella y la más querida a su corazón, y le dijo:

-Nausicaa, cuando tu madre te trajo al mundo, te hizo muy negligente, pues tus hermosas ropas están tiradas aquí y allá sin ningún orden. Sin embargo, ya está próximo el día de tu boda, y ese día debes llevar ricas galas y ofrecérselas a los que te conduzcan ante tu esposo. Las vestiduras suntuosas hacen adquirir entre los humanos un renombre que hace felices a un padre y a una madre venerables. Nausica: en cuanto brille la Aurora, iremos juntas a lavar estas ropas en las aguas del río; y yo te acompañaré para ayudarte, a fin de que todo esté preparado cuanto antes, pues no serás virgen durante mucho más tiempo. Ya los más ilustres entre los feacios te buscan para casarse, porque tú eres también de noble origen. Así pues, cuando salga la Aurora matutina, pide a tu glorioso padre que mande preparar las mulas y el carro que han de transportar tus cinturones, mantos y ricas túnicas, pues conviene más a una hija de rey ir sobre un carro, y no andando, hasta el río, que está muy alejado de la ciudad.

Frederick Leighton, 1878: Nausicaa

Dicho esto, Atenea volvió al Olimpo, donde, se dice que está la inquebrantable morada de los dioses; una residencia que nunca es sacudida por los vientos, que jamás la inundan las lluvias y donde nunca cae la nieve, sino que allí corre siempre un aire puro y brilla constantemente una deslumbrante claridad. Atenea, después de haber ofrecido sus sabios consejos a Nausica, se dirigió, pues, a aquellas celestes moradas donde los afortunados dioses viven permanentemente felices.

La diosa Aurora de reluciente trono, apareció enseguida y despertó a Nausicaa la de las ricas joyas. La joven, sorprendida por el sueño que acababa de tener, se apresuró a atravesar las habitaciones para avisar a su madre y a su amado padre, a los que encontró retirados en el interior del palacio. La reina, sentada junto al hogar y rodeada de mujeres que le servían, hilaba con lanas teñidas de púrpura. Alcinoo, cerca de la puerta, se disponía, avisado por los nobles Feacios, a acudir al consejo de los ilustres jefes de la isla de Esqueria. Nausicaa se acercó a él y le dijo:

-Amado padre, ¿me harás preparar un alto carro, de hermosas ruedas, para que pueda lavar en el agua del río mis ricos vestidos, que ahora están cubiertos de polvo? Cuando deliberes en el consejo con los primeros de los Feacios, debes llevar mantos sin mácula. Además, padre mío, tienes cinco hijos en este palacio; dos están casados, pero los tres más jóvenes, todavía no; y quieren siempre, como sabes, túnicas de un blanco reluciente para ir a los coros y a la danza, y el cuidado de preparar esas túnicas corresponde a tu amada hija.

Así habló Nausicaa, por prudencia, pues no se atrevía a hablar a su padre de su próxima boda, pero Alcinoo comprendió su pensamiento y dijo:

-Hija mía, no te negaré mis mulas, ni nada de lo que me pides. Mis servidores te prepararán un elevado carro, y un cesto hábilmente trenzado. 

De inmediato dio las órdenes a los esclavos, que se apresuraron a obedecer. Unos sacaron el carro de hermosas ruedas; otros sacaron las mulas y las engancharon al carro. La joven llevó sus ricas vestiduras y las colocó en el elegante carro. Su madre puso en una cesa comidas de todas clases en deliciosos platos y llenó de vino un odre de piel de cabra. Después, la joven subió al carro y la reina de dio un aceite oleoso contenido en una vasija de oro, para que después del baño pudiera perfumarse, al igual que las mujeres que la acompañaban. Nausicaa cogió el látigo y las brillantes riendas para hacer correr a las mulas, e inmediatamente se oyó el sonido de su galope. Las mulas avanzaban rápidamente llevando los ricos vestidos de la joven princesa, seguida de las mujeres que la servían.

Pronto llegaron a la límpida corriente del río, que allí, en las cuencas inagotables, corre con abundancia un agua pura que rápidamente elimina toda suciedad. Las servidoras de Nausicaa soltaron a las mulas y las dirigieron hacia las orillas del río para que comieran los dulces pastos; después, las mujeres sacaron del carro los suntuosos vestidos de la joven, los sumergieron en el agua y los batieron en las rocas, compitiendo en rapidez unas con otras. Cuando acabaron con todas las manchas, extendieron los vestidos en la playa, en un lugar en el que el mar había blanqueado las piedras; después se bañaron, se perfumaron con olorosos aceites y tomaron el alimento a la orilla del río, mientras esperaban que los rayos del sol secaran las soberbias ropas de la bella Nausicaa. 

Lucien Simon, 1915: Nausicaa. Petit Palais. París.

Cuando calmaron su apetito, la joven y sus servidoras se quitaron los velos y jugaron a la pelota; en el centro, Nausicaa dirigía el juego con sus blancos brazos. Igual que Artemisa, armada con sus flechas se complace en perseguir en las montañas a los jabalíes y a los rápidos ciervos, ya sea en el árido Taigeto, ya sea en el Erimanto, y alrededor de la diosa juegan las ninfas de los campos, hijas de Zeus, que lleva a la égida, y Latona se alegra en su corazón, pues por encima de ellas se eleva su cabeza y su frente, y se la reconoce sin esfuerzo, pues es la más bella entre las bellas, tal era, entre sus servidoras Nausicaa, libre todavía del yugo del matrimonio.

Pero cuando las servidoras ya se disponían a volver al palacio y ya habían preparado las mulas y doblado las magníficas vestiduras, Atenea se preguntó cómo se despertaría Ulises y cómo podría descubrir a la virgen de los hermosos ojos que debía llevarle a la ciudad de los feacios. En aquel momento, Nausicaa lanzó a una de sus servidoras una pelota que se desvió y fue a caer en el profundo remolino del río. Todas las muchachas empezaron a gritar.

Despertó con esto el divinal Ulises y, sentándose, revolvía en su mente y en su corazón estos pensamientos:

-¡Ay! ¿Entre qué gentes he caído? ¿Serán bárbaros crueles e injustos, u hombres hospitalarios que en el fondo de su corazón respetan a los inmortales dioses? Voces de mujeres ha resonado en mi oído; quizás sean las ninfas que habitan las elevadas cumbres de las montañas, las fuentes de los ríos y las verdeantes praderas, o quizás estoy cerca de mortales con voz humana, pero, sea; levantémonos y tratemos de ver donde nos encontramos.

Pensando todo esto, el divino Ulises salió de los arbustos. Con su vigorosa mano arrancó una rama cargada de hojas tupidas para ocultar su cuerpo y su vergüenza. Avanzó como un león criado en las montañas, que, fiado en su fuerza, se enfrenta a las lluvias y a las tormentas; el fuego brilla en los ojos del león y se precipita sobre los animales del bosque, pero el hambre le excita todavía y ataca los rebaños, entrando hasta en los establos cerrados por todas partes; del mismo modo, Ulises caminó hacia las muchachas a pesar de hallarse desnudo, pues la necesidad le impelía. 

Todavía mojado por el agua salada, el héroe se les apareció tan horrible, que las jóvenes huyeron por todas partes, hacia las altas rocas que bordean el mar. Solo la hija de Alcinoo permaneció quieta; Atenea había dispuesto en el alma de Nausicaa una audacia nueva, desterrando todo temor de su corazón.

Jean Veber, 1888: Ulysses and Nausicaa

Mientras la joven virgen permanecía animosa frente al héroe, Ulises deliberaba entre sí, si se arrojaría a sus rodillas o se mantendría alejado, o le suplicaría con suaves palabras que le mostrara el camino de la ciudad y que le diera algunas ropas. Consideró preferible mantenerse alejado de ella e implorarle, por temor de que se irritara si abrazaba sus hermosas rodillas.

Inmediatamente, le dirigió este discurso insinuante y halagador:


-Te imploro, oh reina, seas diosa o mortal; si eres una de las divinidades del Olimpo, no puedo compararte con nadie mejor que con Artemisa, hija del poderoso Zeus, por tu estatura, tu belleza y los rasgos de tu cara. Si, por el contrario, perteneces a la raza de los mortales habitantes de la tierra, oh felices, tres veces felices, tu amado padre, tu venerable madre y tus hermanos bienamados, pues deben sentirse felices cuando te miran, tan joven y tan bella, atravesando graciosamente los grupos de danzantes. Pero el más feliz de todos será el que ofreciéndote un regalo de compromiso, te lleve a su morada. Pero jamás he visto con mis ojos un ser parecido a ti, ni entre los hombres, ni entre las mujeres; verte me llena de admiración.

En la ciudad de Delos, cerca del altar de Apolo, vi una vez levantarse en el aire un tallo nuevo, de la célebre y majestuosa palma –visité la isla acompañado de mucha gente y el viaje fue para mí, la fuente de numerosos males-; pero ante la vista de aquel árbol, el más hermoso de todos los que crecen en la tierra, permanecí mucho tiempo mudo de sorpresa. Del mismo modo, oh joven muchacha, te admiro sorprendido y temo incluso, abrazar tus rodillas. 

Pero un gran pesar me abruma, Después de veinte días de sufrimientos, solo ayer pude escapar de las olas del mar tenebroso. Hasta entonces, fui constantemente empujado por las olas impetuosas y por violentas tempestades, lejos de la isla de Ogygia. Ahora, un dios me ha lanzado a esta orilla, donde quizás me esperan nuevos infortunios, porque no creo que vayan a terminar pronto; los inmortales me reservan sin duda numerosos tormentos. Pero, oh, reina, apiádate de mí, puesto que eres la primera persona que he visto, y no conozco a nadie que habite por estos lugares. Muéstrame el camino de la ciudad, y dame algunos trozos de tela con que cubrir mi cuerpo, aunque sean los que hayas traído para envolver tus ricas vestiduras. Y que los dioses te concedan, oh joven doncella, lo que tu corazón desee. que te conceda un esposo, una familia y que reine entre vosotros una feliz concordia. Pues no existe alegría más grande y más deseable que la de dos esposos gobernando su casa, animados por un único y mismo pensamiento. Esa unidad hace la desesperación de los enemigos y la alegría de los amigos, y los propios casados aprecian todo el valor de esa alegría.

Nausicaa, la de los blancos hombros le contesto:

-Extranjero, tú no eres un hombre vulgar ni privado de raciocinio- Júpiter, el rey del Olimpo distribuye la felicidad a todos los mortales como le place, tanto a los buenos como a los malos; él es quien te ha enviado esas desgracias y debes soportarlas. Pero, dado que estás en esta isla, no te faltará, ni vestido, ni todos los socorros que debemos dar a los desgraciados viajeros que vienen a implorar nuestra piedad. Te mostraré el camino de la ciudad y te diré el nombre del pueblo que la habita; los Feacios poseen esta tierra y yo soy la hija del magnánimo Alcinoo que gobierna el reino de estos poderosos pueblos.

Dicho esto, Nausicaa se dirigió a las muchachas de hermosas cabelleras:

-¡Deteneos, compañeras! ¿Por qué escapáis a la vista de este extranjero? ¿Pensáis quizás que es uno de nuestros enemigos? No: aún no ha nacido ni nacerá jamás un mortal que se atreva a venir a la tierra de los feacios para traer la guerra, pues somos amados por los dioses inmortales. Habitamos, lejos de todos, una isla situada hacia los confines del mundo, en medio del rugiente mar, y ningún pueblo viene a visitarnos. Este extranjero es un infortunado al que debemos ayudar, pues vaga sobre las olas desde hace mucho tiempo. Zeus nos envía a todos los desgraciados y a todos los extranjeros perdidos a causa de las tempestades. Así pues, como los dones más pequeños son siempre agradables para los que sufren, ofreced a este hombre alimento y bebida, y después, se bañará en el río, en un sitio que este a resguardo de los vientos.

Las servidoras se detuvieron y se dieron ánimo unas a otras. Llevaron a Ulises a un lugar abrigado, como le había ordenado Nausicaa; pusieron a su alcance una túnica y un manto y le dieron aceites olorosos en un frasco de oro y le invitaron a bañarse en la corriente del río. Entonces, Ulises les dijo:

Odiseo y Nausicaa. 1655. Salvator Rosa. Hermitage

-Muchachas, alejaos mientras me lavo la sal que cubre mi espalda y me pongo los aceites perfumados, pues hace mucho tiempo que mi cuerpo no ha sido perfumado. No me atrevería a bañarme ante vosotras y, además, me da vergüenza permanecer desnudo ante vosotras.

Las servidoras se alejaron y fueron a contárselo todo a Nausicaa. El divino Ulises se quitó, con el agua del río, el fango que cubría su espalda y sus anchos hombros; después se lavó la cabeza, manchada por la espuma del mar estéril. Después del baño, se aplicó los aceites olorosos y se puso las ropas que le había dado la joven virgen.

De pronto, Atenea hizo que Ulises pareciera más grande y majestuoso; la larga cabellera del héroe caía desde su cabeza en suaves bucles, semejantes a la flor de jacinto.

Igual que un hábil orfebre, instruido en las artes por Hefesto y Atenea, envuelve en oro la espléndida plata para crear magníficas obras de arte, la diosa llenó de gracia y belleza, la cabeza y los hombros de Ulises, y el héroe, resplandeciendo con aquella nueva belleza, fue a sentarse a la orilla del mar. Nausicaa al verlo, se quedó admirada, y dijo a sus compañeras:

-Muchachas, oíd lo que voy a deciros. El hecho de que este extranjero haya venido a la tierra de los feacios, que están entre los pueblos que se parecen a los dioses, no ha sido contra la voluntad de todos los inmortales habitantes del Olimpo. Primero se me presento bajo una apariencia vulgar, pero ahora, por su gracia, se parece a las divinidades que residen en las vastas regiones celestiales. ¡Ojalá que el esposo que me elijan entre los jóvenes de esta isla se pareciera a este héroe! Y, ¡ojalá que a él le complazca quedarse entre nosotros! Ahora, compañeras, servidle alimentos y bebida.

Las servidoras se apresuraron a obedecer y llevaron al extranjero comida y bebida. El intrépido Ulises comió con avidez, pues hacía mucho tiempo que no había tomado ningún alimento.

Nausicaa, la de los blancos brazos meditó otro proyecto. Dobló los vestidos, los colocó sobre el carro, enganchó a las mulas, subió al carro, y dijo a Ulises:

-Extranjero, levántate y vamos a la ciudad. Te conduciré al palacio de mi padre, donde encontrarás reunidos a los más ilustres de los feacios. Pero haz lo que voy a decirte, pues no parece que crezcas de prudencia. Cuando atravesemos los campos labrados, seguirás con mis compañeras, al carro tirado por las mulas y yo te guiaré. 

Cuando estemos a punto de entrar en la ciudad, a la que rodea una alta muralla -debes saber que esta ciudad tiene a cada lado un bello puerto, cuya entrada es estrecha, pero que puede albergar numerosas naves bien ordenadas, y todos los feacios tienen un sitio propio para su nave; que en torno al magnífico templo de Poseidón se extiende una plaza pavimentada con gruesas piedras profundamente incrustadas en el suelo, y que aquí es donde se preparan los aparejos de las sombrías naves; las cuerdas, los cables, y donde se limpian y pulen los remos, pues los feacios no fabrican ni arcos ni aljabas, pero sí mástiles, remos y naves sobre las cuales atraviesan felizmente los espumosos mares-, pues bien, como he dicho, cuando nos aproximemos a la ciudad, hemos de evitar los comentarios maliciosos; alguien podría seguirnos y burlarse, pues hay muchos insolentes entre la gentes y si cualquier hombre de baja cuna, se encuentra con nosotros, no se quedará con las ganas de decir: “¿Quién será ese extranjero tan alto y guapo que sigue a Nausicaa? ¿Dónde lo habrá encontrado? ¿Será su futuro esposo? Seguramente lo habrá recogido, empujado hacia nuestras costas por violentas tempestades, puesto que no hay ningún pueblo cerca de nuestra isla. Seguro que, al oír las plegarias de esta doncella, un dios ardientemente deseado ha descendido del cielo, y ahora, ella quiere retenerlo para siempre a su lado. Ciertamente, ha hecho bien, yendo ella misma a buscar esposo en otra parte, pues se dice que desprecia a los feacios, a pesar de que entre ellos hay muchos hombres nobles que querrían casarse con ella. Así es como hablarían, y sus palabras serían ultrajantes para mí. Yo misma culparía a la que actuara de ese modo, y que, sin la aprobación de sus padres, tratara con hombres antes de haber celebrado públicamente su unión. 

Así pues, extranjero, escucha bien mis palabras, a fin de que mi padre de conceda cuanto antes todo lo que necesites para abandonar esta isla y volver a tu patria. Encontrarás a los lados del camino, un magnífico bosque consagrado a Atenea, poblado de altos álamos. Allí corre, en medio de una verde pradera, un límpido manantial y allí se encuentra el campo de mi padre, un florido vergel, que ya no está lejos del alcance la de voz. 

Descansa allí, hasta que estas jóvenes y yo hayamos entrado en la ciudad y lleguemos al palacio de mi padre. Entonces, te dirigirás allí y preguntarás por la casa del magnánimo Alcinoo. La casa es fácil de encontrar, incluso un niño podría llevarte, pues entre los palacios de los feacios no hay ninguno comparable al de Alcinoo. 

Cuando hayas franqueado el patio y ya estés bajo los pórticos, cruza las habitaciones para llegar al lugar donde está mi madre; la hallarás sentada junto al hogar, hilando, apoyada en una columna, junto al fuego, lanas teñidas de púrpura de admirable belleza y tras ella, verás a las mujeres que la sirven. Y allí también, sentado en su trono junto al fuego, se estará sirviendo vino y descansará como un inmortal. No te detengas junto a él, sino abraza las rodillas de mi madre, a fin de que puedas volver pronto y felizmente a tu amada patria, por lejana que se encuentre. Sí, si la reina es benévola hacia ti, volverás a ver a tus amigos, tu patria y tus magníficos palacios.

Dicho esto, Nausicaa picó a las mulas, que abandonaron las orillas del río, avanzando rápidamente a través de las llanuras y golpeando rítmicamente la tierra con sus ágiles patas. La joven virgen sostenía las riendas y manejaba el látigo con firmeza, para que las muchachas y Ulises pudieran seguirla.

El sol ya se ponía cuando llegaron al sagrado bosque de Atenea. El divino Ulises descansó, y enseguida dirigió este ruego a la hija del poderoso Zeus:

-Escucha mi voz, invicta hija del dios que tiene la égida. Oye la voz de aquel al que nunca escuchabas, cuando, golpeado por las tempestades, se vio convertido en juguete del temible Poseidón. Haz que los feacios me reciban con amistad y que tengan piedad de mí.

Y fue así, que Atenea le oyó, pero la diosa no quería aparecer ante Ulises, pues temía a Poseidón, el hermano de su padre. El poderoso dios de las olas mantuvo su resentimiento contra el divino hijo de Laertes, hasta el día en que el héroe volvió a su patria.


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