HOMERO • ODISEA • CANTO VII • ULISES EN CASA DE ALCINOO

<CANTO VI                                                                                >CANTO VIII

Detalle de la cabeza de Ulises en el «grupo Polifemo». Sperlonga. Villa de Tiberio.

Así suplicaba a la diosa Atenea el divino e intrépido Ulises.

Nausicáa llegó a la ciudad en el carro tirado por las fuertes mulas. Cuando la joven se halló ante la soberbia morada de su padre, se detuvo bajo los pórticos. Los hermanos de Nausicáa, semejantes a los dioses, corrieron a rodearla; unos desengancharon las mulas del carro y otros llevaron los ricos vestidos al interior de palacio, mientras Nausicáa se dirigía a sus habitaciones.

Una anciana mujer de Épiro, Eurimedusa, a la que antaño diez naves empujadas por el mar llevaron a aquella isla, encendía el fuego en el hogar. Los feacios la habían elegido como regalo para el rey Alcinóo, al que el pueblo escuchaba como a un dios. y ella era la que había criado en el palacio a la bella Nausicáa. Ahora, con el fuego encendido, se disponía a preparar la comida.

Fue en aquellos momentos cuando Ulises se levantó para ir a la ciudad. Atenea Palas, que quería bien al héroe, lo ocultó con un densa nube, a fin de que, durante el camino, los magnánimos feacios no pudieran, ni molestarle ni preguntarle. Cuando ya estaba a punto de entrar en la agradable ciudad, Atenea, la de los ojos azules, salió a su encuentro bajo los rasgos de una muchacha que llevaba un ánfora; se detuvo delante de él, y Ulises le dijo:


-¡Oh, hija mía, ¿podrías llevarme a la casa del héroe Alcinóo rey de los feacios? Soy un desgraciado viajero, vengo de un país lejano y no conozco a ninguno de los que habitan esta ciudad y cultivan sus campos.

La diosa Minerva contestó:

-Sí, por supuesto, venerable extranjero; te indicaré la morada por la que preguntas, pues el palacio de mi irreprochable padre está junto al de Alcinóo. Pero camina en silencio y te mostraré el camino, pero, sobre todo, no mires ni preguntes a nadie. Los feacios no son favorables a los viajeros, y acogen sin benevolencia a los que vienen de países lejanos. Esos pueblos, protegidos por Neptuno, confían en sus ligeras y rápidas naves para surcar continuamente la inmensa superficie del mar; pues sus naves son ligeras como alas y rápidas como el pensamiento.

Atenea, después de hablar así precedió al héroe, que siguió sus pasos. Los feacios, ilustres navegantes, no se percataron cuando atravesó la ciudad, pasando entre ellos: Atenea, por amor a Ulises, lo había envuelto en una nube. 

Según avanzaba, el héroe admiró el puerto lleno de navíos bien alineados; la plaza pública, donde se reunían los jefes del pueblo; las largas y altas murallas guarnecidas de grandes empalizadas; un espectáculo admirable a la vista. Cuando llegaron ante el magnífico palacio del rey, la diosa de los ojos azules, dijo a Ulises:

-He aquí, venerable extranjero, la morada por la que me preguntaste. Encontrarás en este palacio a los príncipes amados por Zeus, reunidos para un festín. Entra, pues, sin temor en la casa. El hombre intrépido siempre triunfa en sus empresas, incluso, cuando llega de un país lejano. Primero te dirigirás a la reina, cuyo nombre es Areté, y procede de los mismos ancestros de los que nació Alcinóo. Nausitoo nació del temible Poseidón y de Peribea, la más hermosa de las mujeres y la más joven de las hijas del magnánimo Eurimedón, que antaño reinó sobre los orgullosos gigantes; perdió para siempre a este criminal pueblo, y él mismo encontró la muerte en medio de la lucha. 

Neptuno se unió, pues, a Peribea y tuvo con ella al animoso Nausitoo, rey de los feacios y padre de Alcinóo y de Rexenor. Este último héroe, recientemente casado, no tuvo hijos y murió en su palacio, atravesado por las flechas de Apolo, el dios del arco de plata. Rexenor solo dejó una hija, Areté, a la que Alcinóo eligió por esposa, y a la que ahora honra como ninguna otra mujer es honrada sobre la tierra, incluso entre las que, sometidas a sus esposos, gobiernan con sabiduría sus suntuosos hogares. Así, la noble Areté es amada por sus hijos, por el propio rey Alcinóo, y por los feacios que la contemplan como una diosa y le dirigen numerosas bendiciones siempre que pasea por la ciudad. Nunca su espíritu careció de prudencia, y con sabios pensamientos termina las querellas que surgen entre los hombres. Si esta reina siente por ti alguna benevolencia, pronto volverás a ver a tus amigos y tu tierra natal.


Tales fueron las palabras que pronunció Atenea la de los ojos azules; después, lanzándose al estéril mar, abandonó la alegre Esqueria. Atravesó las llanuras de Maratón, la ciudad de las anchas calles de los atenienses, y se dirigió al soberbio palacio de Erecteo.



Erectéion -Ἐρέχθειον-. En el lado norte de la Akrópolis de Atenas. Atribuido al arquitecto Menesicles es uno de los más bellos monumentos arquitectónicos griegos. De mármol pentélico, construido entre 421 y 406 a.C. El pórtico sur, con las Kariátides, indicaba la tumba del mítico rey Kécrope – Κέκρωψ (Kékrops). 

Erectéion -Ἐρέχθειον-. Pótico de las Kariátides. Akrópolis de Atenas.

Las kariátides de Erectéion, antes del ocaso. 

El Erectéion desde el lado oeste, al atardecer.

Ulises avanzó hacia el rico palacio de Alcinóo con el corazón sacudido por mil pensamientos, y se detuvo antes de franquear el umbral de bronce. La alta morada del magnánimo Alcinóo brillaba con la espléndida claridad de la luna y con la centelleante luz del sol. Los muros estaban por todas puertas, revestidos de bronce, desde la entrada del palacio hasta el fondo de las habitaciones y todo alrededor de las murallas reinaba una cornisa de lapislázuli. El interior de aquella morada indestructible estaba cerrado por puertas de oro; jambas de plata descansaban sobre el umbral de bronce; el dintel de las puertas también era de plata y los tiradores de oro. A los lados de las puertas se veían perros de oro y de plata que había forjado Hefesto con maravilloso arte para guardar la morada del magnánimo Alcinóo; aquellos perros son inmortales y para siempre exentos de vejez.

En el interior de palacio, desde el umbral hasta el extremo de las vastas salas, había asientos alineados a los muros; estaban recubiertos de paños finamente trabajados por las manos de las mujeres: allí se sentaban los jefes de los feacios para gustar las dulzuras de la comida, pues tenía cada día nuevas fiestas. 

Sobre magníficos pedestales se elevaban estatuas de oro que representaban a hombres aún jóvenes, que tenían entre las manos antorchas encendidas que servían para iluminar durante la noche, la sala de los banquetes. 

Cincuenta esclavas servían en el palacio; unas molían en la muela el trigo dorado; otras tejían la lana con la que hilaban la tela, y las manos de aquellas mujeres eran tan rápidas como las hojas de un alto álamo agitadas por el viento: Un aceite brillante parecía fluir de aquellas magníficas telas tejidas con tanta habilidad.

Lo mismo que los feacios superan a todos los hombres en el arte de dirigir los rápidos navíos sobre el tenebroso mar, las feacias destacan sobre las demás mujeres por su habilidad y por la excelencia de sus tejidos, pues Atenea les concedió el arte de producir obras maravillosas y el de tener sabios pensamientos.

Fuera del patio y muy cerca de las puertas se encuentra un jardín de cuatro acres, cerrado por un muro. Allí crecen árboles altos y verdeantes, perales, granados, manzanos, higueras y olivos siempre verdes; están cargaos de fruta todo el año, tanto en invierno como en verano, el soplo del céfiro, lo mismo hace nacer que hace madurar los otros. La pera madura junto a la pera, la manzana junto a la manzana, el racimo con el racimo y el higo junto al higo. También hay allí plantada una viña cuyos racimos recoge el labrador, o se prensan en cubas, y a cualquier distancia se distinguen nuevos racimos; unos en flor y otros que empiezan a oscurecerse. 

En un extremo del jardín, unos espacios regulares están llenos de diversas legumbres que también florecen continuamente. También corren dos fuentes; la primera extiende su transparente curso a través del jardín y la segunda serpentea a la entrada del patio elevado; es allí donde los feacios van a coger agua. Tales son los espléndidos presentes con los que los dioses embellecieron la morada de Alcinóo. 

Al ver todo esto, el divino Ulises se detuvo sorprendido. El héroe, después de admirar todas aquellas maravillas, franqueó rápidamente el umbral y penetró en el interior del palacio, donde encontró a los príncipes y a los jefes de los feacios ofreciendo libaciones a Hermes en sus copas, pues en honor de este dios se hacen los últimos sacrificios cuando ya se piensa en recogerse a dormir.

El intrépido Ulises, todavía envuelto en la densa nube, atravesó la casa y se acercó a Alcinóo y a la bella Areté. Rodeó con sus brazos las rodillas de las reina, y, de pronto, la celeste nube se disipó. 

Todos los feacios enmudecieron al ver al extranjero y lo observaron con admiración. Entonces Ulises pronunció estas palabras de súplica:

Ulises en la corte de Alcínoo, por François Hayez (1813–1815). G. N. Capodimonte, Nápoles

-Areté, hija del divino Rexenor, escúchame. Después de haber sufrido mucho, vengo a postrarme a tus pies y a implorar a tu esposo y a sus invitados. ¡Quieran los dioses daros a todos días felices y que cada uno de vosotros podáis dejar a vuestros hijos las riquezas de vuestros palacios y los honores que recibís del pueblo! Pero ayudadme a abandonar esta isla para que pueda volver pronto a mi patria, porque hace ya mucho tiempo que soporto, lejos de mis amigos, amargos sufrimientos.

Dichas estas palabras, el héroe fue a sentarse junto al fuego, y todos los asistentes guardaron profundo silencio. De pronto, se levantó el anciano guerrero Equeneo, el más veterano de los feacios. Equeneo solía brillar por sus palabras y por su conocimiento del pasado. El héroe lleno de benevolencia, se expresó en los siguientes términos:

-Alcinóo, no es generoso ni conveniente dejar que un extranjero se siente junto a la ceniza del hogar. Ahí lo tienes, y todos los invitados están en silencio esperando tus órdenes. Ordena, pues, que tome asiento en una de esas magníficas sedes adornadas  con clavos de plata y manda a tus heraldos que sirvan vino para que ofrezcamos libaciones al dios que lanza el rayo; a Zeus, que siempre acompaña a los suplicantes que se encuentran bajo la protección divina y que tu venerable intendente sirva a este extranjero algunos de los alimentos que guardas en tu palacio.

Al oír esto, Alcinóo tendió la mano al prudente e ingenioso Ulises, para que se levantara, e hizo que se sentara en una silla reluciente, justo la que acababa de dejar  su bien amado hijo Laodamas, sentado a su lado, Después, una esclava que traía un bello aguamanil, echó agua en una fuente de plata para que Ulises lavara sus vigorosas manos. Después puso ante el extranjero una pulida mesa y un venerable intendente colocó sobre ella pan y otros muchos alimentos que le presentó. Mientras el divino Ulises bebía y comía según sus deseos, el poderoso Alcinóo, dijo a uno de los heraldos:

-Pontónoo, mezcla el vino en la crátera y ofrece las copas llenas a tos los convidados, para que ofrezcamos libaciones a Júpiter, que siempre acompaña a los suplicantes que se ponen bajo la protección divina.

Pontónoo  mezcló el dulce néctar en la crátera, después lo sirvió en las copas hasta el borde y las distribuyó entre los invitados.


Cuando bebieron e hicieron las libaciones, Alcinóo se levantó y habló así:

-Príncipes y jefes de los feacios, oídme, para que os diga todo lo que el alma me inspira. Ahora que la comida ha terminado, retiraos a vuestras casas para disfrutar del descanso. Mañana nos reuniremos en mayor número los ancianos del pueblo; trataremos suntuosamente a nuestro huésped; ofreceremos a los dioses solemnes sacrificios y nos ocuparemos del viaje de este extranjero. Deseo que sin tormentos y sin penas, llegue pronto y felizmente con nuestra ayuda, a su amada patria; por muy alejada que esté de esta isla. 

Velemos para que en su trayecto no sufra ninguna desgracia antes de llegar a su tierra natal. Una vez allí, sufrirá la suerte que le reservaron las implacables Parcas cuando su madre lo trajo al mundo. Pero si este viajero es un inmortal venido del Olimpo, los dioses tendrán otros designios. Hasta ahora, las divinidades se han manifestado a nosotros cuando les hemos ofrecido ilustres hecatombes; ellas mismas han participado en nuestros festines, sentadas entre nosotros. Y si alguna vez un feacio viajando solo, se encuentra con los inmortales, ellos no se le ocultan, pues por nuestro origen nos aproximamos tanto a ellos, como los Cíclopes y la raza silvestre de los Gigantes.

El prudente Ulises le contestó:

-Alcinóo, aleja semejantes pensamientos de tu espíritu. No, yo no soy, ni por mi estatura, ni por mis rasgos, parecido a los dioses que habitan las vastas regiones celestes, sino que me parezco a los débiles mortales y puedo igualarme al hombre que más haya sufrido. Podría incluso contarte los mayores infortunios si te dijera todo los que he soportado sobre la tierra y sobre el mar por la voluntad de los inmortales; pero permite que a pesar de mi tristeza termine de comer; nada es más horrible, en efecto, que el hambre, que vuelve imperiosamente y sin fin a la memoria de los hombres, de los afligidos y de los que sufren los más grandes males. Así, yo he sido devorado por la pena, y sin embargo, el hambre me obliga a comer y a beber; me hace olvidar todos los males que he padecido y me pide ser satisfecha. Mañana, al amanecer, apresúrate, poderoso Alcinóo, a devolver a su patria a un infortunado que ha soportado tantos males. Y que la vida me abandone, solo cuando haya vuelto a ver mi tierra natal, a mis servidores y mi soberbio palacio.

Cuando terminó de hablar, los feacios le aplaudieron. Todos aquellos héroes quería que fuera llevado a su patria el que acababa de hablar con tanta sabiduría. Cuando los invitados terminaron las libaciones y bebieron según sus deseos, volvieron a sus casas para disfrutar del descanso. El divino Ulises permaneció en el palacio y junto a él  se sentaron, la reina Arete y el poderoso Alcinóo, parecido a un dios. Inmediatamente, los esclavos recogieron los aprestos del festín y entonces, Areté la de los blancos hombros, habiendo reconocido el manto, la túnica y las ricas prendas que ella misma había tejido con sus mujeres, dirigió al viajero unas breves palabras.

-Extranjero, ¿quién eres? ¿Cuáles son los pueblos que acabas de abandonar? ¿Quién te ha dado esas ricas vestimentas? ¿No has dicho que después de haber errado largo tiempo sobre el mar, fuiste arrojado por las tempestades a estas playas?

Y el prudente Ulises, le contestó:

-¡Oh, reina: me sería difícil contarte todos mis infortunios, pues los inmortales me han afligido con males sin fin; sin embargo, voy a contestarte. Muy lejos, en el mar, se alza la isla de Ogigia, en la que habita la hija de Atlas, la artificiosa Calypso, poderosa diosa de hermosos cabellos, de la que huyen los hombres y los dioses. Una divinidad me llevó a mí solo a su morada para convertirme en su infortunado huésped, cuando Zeus lanzando desde la altura su brillante rayo, destruyó mi nave, en medio del tenebroso mar. Todos mis valientes compañeros perdieron la vida, pero yo, agarrándome a la carena de mi nave, sacudida por las olas, fui llevado durante nueve día sobre las olas. El décimo día, durante una oscura noche, los dioses me empujaron a las orillas de la isla de Ogygia, habitada por Calipso, la de la ondulada cabellera. La diosa me acogió inmediatamente, y me colmó de caricias, me cuidó y me dijo que me haría inmortal evitándome para siempre la vejez, pero aun así, no me alcanzó el corazón. Permanecía siete años completos en aquella isla, regando con mis lágrimas las sagradas vestimentas que me había dado la divina Calipso. 

Cuando llegó el octavo año, la diosa me ordenó que preparara todo para mi partida. Ya fuera porque Zeus le diera esa orden, ya porque ella misma había cambiado de idea, me despidió en una débil balsa atada con cuerdas; me hizo muchos regalos, me dio pan y un vino delicioso, me ofreció magníficas vestiduras y después hizo soplar un viento suave y propicio. 

Durante diecisiete días vagué por el mar, y, el décimo octavo, aparecieron ante mí las montañas sombreadas de árboles de vuestra tierra. Al verlas, me invadió la alegría, pero aún me quedaba sufrir nuevas desgracias. Neptuno desencadenó los vientos, me cerró el camino y revolucionó el mar; el furor de las olas no me permitió seguir en la balsa, que inmediatamente, a pesar de mis lamentos, fe destruida por la tempestad. Después, nadando con grandes esfuerzos, atravesé las olas, hasta el momento en que los vientos y las corrientes me lanzaron a estas playas.


Ya iba a tocar la tierra, cuando una ola me arrojó contra un inmenso roquedal; un lugar estéril, y allí hubiera sido destruido sin piedad, si dando la vuelta rápidamente, no hubiera nadado hasta las orillas de esta isla, donde una playa favorable se abría a mis ojos, sin rocas y al abrigo de los vientos. Ascendí por la costa y pronto caí en la arena, ya sin fuerzas e incapaz de moverme más. 

La divina noche descendió sobre la tierra, y yo, alejándome del río formado por las aguas del cielo, me tumbé entre los arbustos; me cubrí con hojas secas, y un dios me hundió en el más profundo sueño. Allí, aunque afligido por la pena, dormí toda la noche y hasta el mediodía siguiente, bajo las hojas. 

El sol estaba a punto de terminar su recorrido, cuando el dulce sueño me abandonó. Fue entonces cuando vi a las servidoras de tu hija jugando en la playa: Nausicáa, entre ellas, parecía una divinidad. Imploré su auxilio, y ella me dijo, con un espíritu de sabiduría, que uno no espera nunca encontrar en una edad tan tierna, pues los jóvenes carecen de toda prudencia. Me ofreció pan en abundancia; vino de oscuros tonos, y, después de hacer que me bañara en el río, me dio ricos vestidos. –Con esto, oh reina, a pesar de mi aflicción, te he contado todo con sinceridad.

Entonces Alcinóo, dijo a Ulises:

-Aun así, extranjero, mi hija ha faltado a un importante deber, puesto que no te trajo a mi palacio ella misma, a pesar de que fue la primera a quien se lo pediste en primer lugar.

El prudente Ulises, replicó:

-Valiente héroe, no culpes en mi presencia a tu irreprochable hija; ella me ordenó que la siguiera con sus mujeres, pero yo no quise hacerlo por respeto, temiendo que al verlo se encendiera tu cólera, pues todos somos sospechosos, nosotros, débiles habitantes de esta tierra.

Y dijo Alcinóo:

-Mi pecho no encierra un corazón que se irrite sin motivo, aunque sé que la honestidad y la decencia son preferibles a todo. Que Zeus, Atenea y Apolo me concedan el favor de que un hombre como tú, que piensa como yo mismo, despose a mi hija y permanezca en estas tierras. –Extranjero, yo te daría un palacio y enormes riquezas, solo por quedarte a vivir en esta tierra, pero ningún feacio te retendrá en contra de tus deseos; semejante pensamiento sería odioso. 

Mañana ordenaré todo para tu partida, pero hasta ese momento, disfruta en paz la dulzura del sueño. Cualquiera que sea la tierra a la que deseas llegar, mañana, los feacios surcarán el mar tranquilo para llevarte a tu patria, aunque esté más allá de Eubea, pues dicen que está muy lejos, los feacios que la visitaron cuando llevaron al rubio Radamante al lado de Tityus el hijo de la tierra; los compañeros de Radamante hicieron, sin cansancio, el recorrido, en un día. Extranjero, juzga tú mismo de la excelencia de nuestras naves y la habilidad de nuestros jóvenes marinos, para batir el mar con los remos.


Al oír estas palabras, el divino Ulises, transportado de alegría, gritó , implorando a los dioses:

-¡Ojalá puedas cumplir todo lo que acabas de decir, Alcinóo! Obtendrías así la gloria inmortal en la tierra, y yo podría volver a ver, al fin, el amado sol de mi patria.

Mientras Ulises y Alcinóo discurrían así, Areté, la de los blancos brazos, ordenó a sus mujeres que prepararan un magnífico lecho con bellas mantas de púrpura y que en ella pusieran también coberturas de fino tisú. Las mujeres salieron inmediatamente, llevando brillantes antorchas. Una vez que prepararon el mullido lecho, se presentaron ante Ulises, para decirle que su lecho estaba preparado. 

El héroe se sentía feliz por poder al fin descansar sus fatigados miembros. Se durmió en la soberbia cama colocada bajo el sonoro pórtico. 

Alcinóo se retiró a las habitaciones más interiores de su palacio y se acostó. La reina, su esposa, descansó a su lado.


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