HOMERO • ODISEA • CANTO VIII • ULISES y los FEACIOS

<CANTO VII                                                                                >CANTO IX

Ραψωδία η' / Rapsodia 8


En cuanto amaneció, el poderoso Alcinoo abandonó el lecho, al igual que el divino Ulises, destructor de ciudades. El rey de los Feacios salió delante para reunirse con sus vasallos en el lugar donde se celebraban las asambleas públicas. Cuando Ulises y Alcinoo llegaron, se sentaron juntos en los asientos de mármol. Atenea Palas, pensando en un retorno feliz para el magnánimo Ulises, recorrió la ciudad bajo los rasgos de un heraldo de Alcinoo, y dijo a todos aquellos a los que encontraba:

-Príncipes y jefes de los Feacios, acudid a la asamblea para oír hablar del viajero recién llegado al palacio real; ese extranjero, que por su estatura parece uno de los inmortales, ha errado largamente por el mar.

Y al hablar así, conmovió el corazón del pueblo. Pronto, todos los asientos fueron ocupados por hombres que se apresuraron a acudir, y cada uno de ellos contemplaba con admiración al prudente hijo de Laertes. Atenea, que había expandido una gracia divina sobre la cabeza y los hombros del héroe, le hizo aparecer más majestuoso y más fuerte, pues quería que recibiera el afecto de los Feacios, que les pareciera respetable y terrible y que triunfara en todos los juegos en los que aquellos pueblos demostraban su valor y su destreza. Cuando estuvieron todos reunidos, Alcinoo les dirigió la palabra.

-Oídme, príncipes y jefes de los Feacios: este extranjero, al que no conozco en absoluto, llegó a mi casa, después de haber errado mucho tiempo sobre las olas; ignoro si viene de visitar los pueblos de Occidente o los de Oriente, pero ahora quiere abandonar esta isla y nos suplica que le conduzcamos felizmente a su amada patria. Así pues, actuemos de acuerdo con nuestras costumbres y sirvámosle de guía. Nunca, ningún extranjero, incluso en mi casa, pasó el tiempo llorando en espera de su partida. Lanzad, pues, al mar uno de nuestros mejores oscuros navíos y elegid entre el pueblo a cincuenta y dos jóvenes, de los que siempre se hayan mostrado más hábiles; después, cuando hayáis atado los remos a los bancos de la nave, venid a mi palacio para preparar prontamente la espléndida comida que quiero ofreceros. Estas son las órdenes que doy a los jóvenes. En cuanto a vosotros, príncipes que lleváis cetro, venid a mi rica morada para que recibamos dignamente y con amistad a este noble viajero. Que ninguno de vosotros se niegue a ir. Llamad también al divino Demódoco, el haedo al que los dioses dieron una voz para encantarnos con sus tiernos acentos.

Tras pronunciar estas palabras, Alcinoo se levantó y abandonó la asamblea. Los príncipes siguieron sus pasos y un heraldo fue a buscar al divino cantor. De acuerdo con la orden del rey, los cincuenta y dos jóvenes se dirigieron a la playa, y cuando llegaron, botaron una oscura nave; izaron el mástil, llevaron las velas, pasaron los remos por sus anillas de cuero y lo dispusieron todo según su costumbre y después desplegaron las blancas velas. Dirigieron la nave a las húmedas llanuras e inmediatamente volvieron al palacio del sabio Alcinoo.

Los patios, los pórticos y las salas se llenaron de hombres (tanto jóvenes como ancianos, llegaron en multitud), y Alcinoo hizo preparar con atención, un delicioso festín.

En aquel momento, un heraldo entró acompañando al haedo bienamado, preferido por la musa: la diosa que le cubrió de males y de regalos; le privó de la luz y le dio loa voz más melodiosa. Pontónoo puso ante el haedo un asiento enriquecido con clavos de plata; lo apoyó en una alta columna e hizo que Demódoco se sentara en medio de los invitados. El heraldo colgó en un gancho, por encima de la cabeza del cantor, la armoniosa y sonora lira y le mostró cómo podía cogerla él mismo. También le llevó una bandeja que dejó sobre la magnífica mesa y añadió una copa llena de vino. Entonces, todos los convidados empezaron a comer.

Una vez que hubieron calmado el hambre y la sed, una musa incitó a Demódoco a celebrar la gloria del héroe por medio de un canto cuyo renombre ya había alcanzado los cielos; se trataba de la querella de Ulises, en la cual, el hijo de Laertes cambia duras palabras con Aquiles, durante el banquete de los dioses; Agamenón, rey de hombres, se alegró en el fondo de su corazón al oír a los ilustres jefes aqueos enfrentándose con palabras ofensivas, pues veía en ello el cumplimiento de las profecías que le había hecho el brillante Apolo en la divina Pytho cuando, al franquear el quicio del templo, fue a consultar al Oráculo de Delfos: de acuerdo con la voluntad del poderoso Zeus, males sin número iban a asaltar a griegos y troyanos, pues, ciertamente, antes de emprender la guerra en Troya, había ido a Delfos y Apolo le reveló que Troya caería después de que dos poderosos jefes se enfrentaran en una disputa durante un festín.

Tales eran los cantos del ilustre Demódoco. Ulises tomó con manos vigorosas su amplio manto de púrpura; se lo puso sobre la cabeza y se cubrió el rostro, pues entre los Feacios es vergonzoso dejarse ver llorando.

Cuando el divino cantor terminó, el héroe se secó las lágrimas; descubrió su cabeza, tomó una copa doble y ofreció libaciones a los dioses. Pero cuando el haedo, incitado por los feacios, encantados con sus canciones, retomó sus acordes, Ulises se cubrió de nuevo la cabeza y volvió a llorar, ocultando sus lágrimas a todos los invitados. Solo Alcinoo, sentado a su lado, le observaba atentamente y, al oír sus hondos suspiros, se dirigió de nuevo a la asamblea y dijo:

-Escuchadme, príncipes y jefes de los Feacios. Ya hemos probado sobradamente los placeres de la mesa y los encantos de la lira, compañera inseparable de todo suntuoso festín. Ahora salgamos para entrenarnos en los distintos juegos, para que este extranjero, cuando vuelva a su patria, cuente a sus amigos cómo superamos a los demás pueblos en los ejercicios del pugilato, de la lucha, del salto y de la carrera.

Tras estas palabras, Alcinoo salió el primero, y todos los invitados le siguieron. Un heraldo, volvió a colgar la lira sonora y armoniosa; tomó a Demódoco de la mano, lo condujo fuera de palacio y lo guió por el mismo camino que habían tomado los jefes de los Feacios, para ir a admirar los juegos. 

Muy pronto llegaron a la plaza pública [ágora], seguidos de una inmensa multitud. Ya estaban reunidos los bravos y nobles combatientes. Allí aparecieron, Akroneo, Okyalo, Eleatreo, Nauteo, Primneo, Ankialo, Eretmeo, Ponteo, Proreo, Zóon Anabesineo y Anfialo, hijo de Polineo, nacido entre los tectones; Eurialo, parecido a Ares, el cruel dios de la guerra, y Naubolide, que, por su estatura y su belleza, destacaba sobre todos los Feacios; tras el irreprochable Laodamante; se presentaron también los tres hijos de Alkinóo; Laodamante, Haliós y el divino Clytonio.

***
[Todos los nombres que preceden, original y literalmente, están relacionados con el mar y la navegación:

Ἀκρόνεώς- Akroneós: al extremo de la nave.
Ὠκύαλος-Okialos: rápido en el mar
Ἐλατρεύς- Elatreus: remero
Ναυτεύς-Navteus: navegante
Πρυμνεύς- Primneus: en la popa
Ἀγχίαλος-Anguíalos: cerca del mar
Ἐρετμεύς-Eretmeus: remero
Ποντεύς-Ponteus: del mar
Πρωρεύς-Proréus: de la proa
Θόων-Zoon: rápido
Ἀναβησίνεώς-Anabisineos: el que embarca
Ἀμφίαλός-Anfialos: rápido en el mar
Πολυνήου Τεκτονίδαο-Poliníu Tektonidao:·muchas naves
Εὐρύαλος -Eurialos: de amplio mar
ΝαυβολίδηςNaubolidis: apellido. como hijo de su padre
Λαοδάμαντα.
Y los tres hijos de Ἀλκινόοιο-Alkinooio: Alcinoo (Mente poderosa)
Λαοδάμας-Laodámas: Laodamante en este caso, nombre familiar.
Ἅλιός-Aliós: el mar
Κλυτόνηος-Klitónios: famoso por la nave].
***

En primer lugar, los héroes empezaron compitiendo por su velocidad en la carrera; las líneas se extendían ante ellos, e inmediatamente, se precipitaron todos volando a través de las pistas, entre torbellinos de polvo. El más ágil era el ilustre Clytoneo. Igual que las mulas adelantan a los bueyes al trazar un surco, Clytoneo adelantó a todos sus rivales y llegó el primero a la meta. Los demás Feacios midieron sus fuerzas en el penoso combate, y Eurialo adelantó a todos los valientes luchadores. Anfialo fue el primero en los ejercicios de salto, y Elatreo fue el más hábil al lanzar el disco. Finalmente, en el pugilato, Laodamas, hijo de Alcinoo, sobrepasó a todos sus rivales. Cuando aquellos simulados combates alegraron el corazón de los jóvenes Feacios, Laodamas dijo a sus compañeros:

-Amigos, preguntemos ahora a nuestro huésped si conoce nuestros juegos. Este extranjero no me parece despreciable; su gran estatura, sus vigorosas piernas, sus brazos y su cuello, anunciaban, por el contrario, un masculino vigor, y denotaban que la juventud no le había abandonado. sin embargo, estaba roto a causa de sus numerosos sufrimientos. No conozco nada más terrible que el mar para debilitar a un hombre, por muy fuerte que sea.

Y Eurialo le contestó:

-Laodamas, todo lo que acabas de decir, es justo. Ve pues, ahora, a animar al extranjero con tus palabras, y haz que participe en las lides.

Apenas el hijo de Alcinoo oyó estas palabras, se adelantó en medio de la asamblea y dijo a Ulises:

-Ven, noble viajero, ven y prueba nuestros juegos, pues sin duda los conoces; no hay nada más glorioso para el hombre que saber luchar en la carrera o el pugilato. Vamos; prueba tus fuerzas y destierra la tristeza de tu alma. La hora de tu partida no está lejos; ya un oscuro navío ha sido lanzado al mar, y todos los remeros que deben acompañarte, están preparados.

El prudente Ulises replicó:

-Laodamas, ¿por qué quieres que yo entre en la liza? Es la pena, mucho más que el deseo de jugar, lo que llena mi corazón. He sufrido mucho hasta hoy; he soportado numerosas pruebas, y ahora estoy sentado en la asamblea, implorando al poderoso Alcinoo y a todo el pueblo, para volver a ver mi amada patria.

Entonces, Enríalo se dirigió a Ulises y le ultrajó públicamente en estos términos:

-Extranjero, no te comparo con un mortal ejercitado en los combates que se libran entre los héroes, sino que te veo como un hombre que posee hermosos navíos, o como un jefe de navegantes que solo se ocupa del comercio. Viajero, solo piensas en tus cargas y solo sabes cuidar de tus mercancías reunidas con avidez. No; verdaderamente, no pareces un atleta.

El sabio Ulises, lanzándole una mirada amenazadora, le dijo:

-No hablas con sabiduría y me pareces un insensato. Es evidente que los dioses no dan, en absoluto, a todos los hombres, belleza, sabiduría y elocuencia. Algunos son inferiores en belleza, pero un inmortal les da el encanto en el discurso, ese divino encanto que embellece el rostro; todos ven con delicia al brillante orador, pues habla sin temor; se expresa con una dulce modestia, arrastra con su elocuencia a todos los hombres, y cuando atraviesa la ciudad, todos le siguen con la mirada, como a una divinidad. Otros, al contrario, son, por su belleza, parecidos a los inmortales, pero la gracia y la armonía no se hallan en sus discursos. Tú mismo, eres tan hermoso que los mismos dioses no podrían concebir nada más cumplido; pero tu espíritu es vano y grosero. Muchacho, has hecho nacer –con tus inconvenientes palabras-, la cólera en mi corazón. 
No; no ignoro en absoluto el arte de combatir, como tú lo pretendes, pues antaño estaba en las primeras filas, a causa de mi juventud y de la fuerza de mis brazos. Ahora soy presa de las más violentas penas, por haber combatido sin cesar y navegado largo tiempo sobre el triste mar. No obstante, a pesar de mis sufrimientos, lucharé con vosotros, pues tus mordaces palabras han excitado mi valor.

Ulises, sin quitarse el manto, se levantó y tomó el disco más grande, más grueso y más pesado que todos los que habían usado los Feacios; lo hizo girar con rapidez y lo lanzó con mano vigorosa. 


La piedra resonó inmediatamente, y todo el pueblo se inclinó hacia el suelo, cuando vio pasar el disco, que voló más allá de todas las marcas, tras escapar con ímpetu de la mano del héroe. Entonces Atenea, bajo los rasgos de un mortal, hizo una señal en el lugar donde cayó el disco, y después dijo a Ulises:

-Extranjero, un ciego, a tientas, distinguiría tu marca, pues no se confunde con las demás, a las que supera en mucho. Puedes estar seguro, pues, oh, noble viajero; ningún Feacio podrá superar ni alcanzar tu marca.

Ante estas palabras, Ulises se alegró, feliz de encontrar en la asamblea un amigo benevolente y con voz más suave, se expresó en estos términos:

-Jóvenes, alcanzad ahora, este objetivo; espero lanzar pronto a esta distancia un segundo disco, que quizás llegue más lejos todavía. Que venga pues, a medirse conmigo el que tenga el corazón y el valor de hacerlo, puesto que me habéis irritado; ya sea en el pugilato, en la lucha, o en la carrera; yo no rechazo a nadie, excepto a Laodamas, porque es mi anfitrión, ¿quién querría enfrentarse con el amigo que le recibe en su palacio? Insensato y vil sería el que se atreviera, en tierra extranjera, a desafiar a un anfitrión benevolente; pues destruiría su propia felicidad. 
No rechazo, ni temo, a ninguno de los Feacios; quiero, al contrario, conocerlos y comprobar sus fuerzas en presencia de todos. No soy, en absoluto, cobarde, e incluso entre los más valientes, no retrocedo jamás, cualesquiera que sean los combates que me propongan. Sé manejar con destreza el cimbreante arco, y sería el primero en herir a un héroe, lanzando una flecha entre la multitud de enemigos, incluso cuando numerosos compañeros estuvieran a mi lado y lanzaran las suyas contra sus adversarios. 
Solo Filoctete me superaba por su habilidad al servirse del arco, cuando los griegos hacían revolotear sus dardos en medio del pueblo troyano. Pero yo, en estas luchas, me glorío de adelantar a todos los hombres que se alimentan de los frutos de la tierra. 
Sin embargo, no querría medirme con los héroes que nos han precedido, tales como Hércules, ni con el Eurito ecaliense, que contendieron con el arco, con los inmortales, y así, el gran Eurito murió súbitamente sin alcanzar la vejez en su palacio, pues Apolo irritado al haber sido provocado por él con el arco, lo mató con sus propias manos. 
Yo lanzo la jabalina más lejos de lo que cualquier otro podría lanzar sus flechas. Sin embargo, solo en la carrera temería ser vencido por vosotros, pues las olas y las tempestades agotaron mis fuerzas. Frecuentemente faltaron víveres en mi nave y las privaciones agotaron mis miembros.

Cuando terminó de hablar, todos los asistentes guardaron silencio; sólo Alcínoo le contestó, diciendo:

-Extranjero, nos complace todo lo que acabas de decir. Quieres mostrar tu fuerza, pues estás indignado por el ultraje que este hombre te acaba de infligir; ahora, ningún mortal que sepa hablar con justicia desde el fondo del alma, discutirá tu valor. Noble viajero, escucha mis palabras, para que puedas decírselas a otros héroes, cuando, de vuelta en tu palacio, y sentado a la mesa al lado de tu esposa y tus hijos, te acuerdes de nuestras acciones valerosas y de nuestra habilidad: preciados dones que recibimos, nosotros y nuestros antepasados, del poderoso Zeus. Extranjero, nosotros no brillamos en el pugilato ni en la lucha, pero somos ágiles en la carrera y somos excelentes marinos. Nos gustan los banquetes suntuosos, los sonidos de la lira, los coros de danzantes, los suaves calores de los baños y los placeres del amor. 
¡Vamos, jóvenes Feacios, los más hábiles danzantes de esta isla, comenzad los juegos, para que este extranjero, cuando vuelva a su patria, pueda decir a sus amigos cuánto superamos a todos los demás pueblos en el arte de navegar, de correr, de bailar y de cantar. Y, después, apresuraos a traer la armoniosa lira que ha quedado colgada en una de las salas de palacio.

Así habló el divino Alcinoo. Inmediatamente un heraldo se alejó para tomar en la morada real la lira hueca y armoniosa. También se levantaron nueve jueces elegidos por el pueblo y dispusieron todo para los juegos; alisaron el suelo de la pista y dejaron más espacio libre en la magnífica arena. El heraldo volvió y entregó a Demódoco su sonora lira, y el Haedo se colocó en medio de la asamblea. A su alrededor se colocaron los jóvenes en la flor de la edad y los más célebres danzantes, que inmediatamente, golpearon en cadencia la divina arena con los pies. Ulises contemplaba, sorprendido y admirado, la deslumbrante rapidez de sus movimientos.

Démodoco hizo vibrar las cuerdas de su lira y cantó los amores de Afrodita y Ares, la diosa de la bella diadema. Primero contó cómo aquellos inmortales se habían unido en secreto en el palacio de Hefesto: 

Venus y Marte. [Afrodita y Ares] Sandro Botticelli (c. 1483). Nat. Gallery. Londres

Ares había hecho muchos regalos a Afrodita y llegó a ocupar el lecho del divino artesano. Pero el sol, testigo de la amorosa unión, fue a avisar al esposo, que, ante tan desagradable noticia, se dirigió a su fragua, meditando siniestros designios.

La Fragua de Vulcano (Hefesto). Velázquez, 1630. MNP

Hefesto colocó sobre la piedra un enorme yunque e hizo unas cadenas indestructibles e indisolubles, hechas para durar eternamente. Cuando terminó su artificiosa obra, se fue, llenó de cólera, al dormitorio donde estaba su cama. Rodeó de ataduras los soportes del lecho y ató a los zócalos superiores otras cadenas de una finura igual a las patas de una araña, que no se podían ver, pues estaban forjadas con maestría. Después de colocar todos aquellos lazos en torno a la cama, fingió que se iba a Lemnos, la soberbia ciudad, que él más amaba entre todas las de la tierra.

En cuanto Marte, el inmortal de las riendas de oro, vio alejarse al célebre artesano, no se durmió; se fue a la casa de Vulcano, ardiendo de amor por la hermosa Venus. La diosa acababa de despedirse de su padre, el poderoso Zeus, y descansaba más lejos. Marte entró en el palacio, tomó la mano de Venus y le dijo:

-Diosa amada: vamos al lecho para entregarnos a los placeres del amor, pues Vulcano ya no está aquí; acaba de irse a Lemnos, a visitar a los Sintios, que hablan con salvaje acento.

Entonces Venus, al oírlo, deseó también gustar del descanso junto al invencible Marte. Los dos se fueron al lecho nupcial y se durmieron. En el mismo instante, los lazos forjados por el prudente Vulcano, los rodearon, y sus miembros no podían, ni moverse, ni desatarse. Entonces, las dos divinidades reconocieron que no había huida posible para ellos. Vulcano llegó inmediatamente, volviendo sobre sus pasos antes de haber tocado la tierra de Lemnos, pues el sol, que velaba, le tenía prevenido. Entró en su morada con el corazón abrumado por el dolor; se detuvo bajo los pórticos y le sobrevino una violenta cólera. Para ser oído por los dioses, gritó con formidable voz:

-¡Poderoso Zeus, y vosotros, Inmortales afortunados, ¡corred todos para ser testigos de una placentera escena que nadie podría tolerar! Porque padezco una cojera, la hija de Zeus me castiga sin cesar con nuevos ultrajes; ahora se une con el pernicioso dios de la guerra, porque es hermoso y ágil, mientras que yo soy feo y cojeo.  Mis padres son la única causa de esta desgracia, porque jamás debieron traerme al mundo. Mirad, pues, cómo Ares y Afrodita permanecen en mi cama, y cómo disfrutan los placeres del amor. Ante este espectáculo, estoy profundamente triste, pero, a pesar de su ardor, no creo que sigan mucho tiempo así, pues muy pronto, ya no podrán dormir el uno junto al otro; los lazos que he forjado para ellos, los retendrán hasta el día en que el padre de Afrodita me devuelva todos los regalos que le ofrecí para que me diera a su impúdica hija. Afrodita es bella, sin duda, pero no puede controlar sus pasiones.

Así habló Hefesto y todos los inmortales se volvieron a sus moradas de bronce. En cuanto llegaron, Poseidón, el que agita la tierra, y Hermes el benefactor de los humanos, y Apolo, que dispara sus dardos desde lejos, porque las diosas, por pudor, permanecieron en sus palacios. Los dioses, dispensadores de bienes, se detuvieron ante los pórticos; inmediatamente, una risa interminable estalló dentro del grupo inmortal cuando los habitantes del Olimpo vieron las cadenas forjadas por Hefesto, y entonces, se dijeron entre ellos:

-Las malas acciones nunca ofrecen provecho, y la lentitud triunfa repetidamente frente a la rapidez. Hoy el pesado Hefesto ha cazado a Ares, el más ágil de todos los inmortales. Hefesto, aunque cojeando, ha triunfado con sus trampas, sobre el dios de la guerra, y Ares vs s tener que pagarle el rescate que le debe por su adulterio.

Así hablaban los del Olimpo, cuando el poderoso Apolo, dijo a Hermes:

-Mensajero celeste, tú, hijo de Zeus y dispensador de todos los bienes, ¿querrías ser encadenado como Ares y descansar como él en este lecho junto a la rubia Afrodita?


Hermes le dijo inmediatamente:

-¡Oh, poderoso Apolo, ¡me habría gustado mucho si así fuera! Rodeadme de ataduras sin número, e incluso tres veces más fuertes, y, mirad, dioses y diosas, consiento en dormir, como Ares, junto a la rubia Afrodita.

Cuando oyeron esto, la risa estalló de nuevo entre los inmortales. Solo Poseidón, lejos de abandonarse a la alegría, suplicó en estos términos al famoso artesano:

-Hefesto, líbrale de esas ataduras, y yo te prometo que te pagará, como deseas, la deuda que reclamas con justicia, en presencia de todos los inmortales.

Y Hefesto contestó:

-Formidable Poseidón, no exijas eso de mí. Los miserables no tenemos sino una miserable garantía; ¿cómo podría yo obligarte, incluso en presencia de los dioses, a mantener tu promesa, si Ares, al huir, se desprende a la vez, de la deuda y de las ataduras?

Pero Poseidón añadió de inmediato:

-Hefesto: si Ares escapa y elude su rescate, yo mismo pagaré la deuda.

Y dijo Hefesto:

-Ahora no sería justo ni conveniente, negarme a tu petición. -Y tras decir esto, rompió las ataduras. 

Cuando las dos divinidades se liberaron de sus fuertes ataduras, se levantaron bruscamente; Ares se lanzó hacia las tierras de Tracia y Afrodita, la de la dulce sonrisa se fue a Chipre, a la ciudad Pafos, donde poseía un bosque sagrado y altares cargados de perfumes. Allí iban las Gracias a bañar a la diosa y a ponerle óleos divinos que realzan los encantos de los dioses eternos. Después la cubrieron con suntuosos vestidos: Afrodita, así preparada, era admirable a la vista.
Tales fueron los cantos del ilustre Demódoco; Ulises los escuchó con admiración, y con los acentos del cantor se alegraron los Feacios, esos hábiles navegantes, cuyos largos remos surcan los mares.

Alcinoo ordenó a Halius y a Laodamas que bailaran solos, porque nadie podía competir con ellos. Los danzantes, tomaron una soberbia bola teñida de púrpura que les había hecho el prudente Polibo, y uno de ellos, retrocediendo, la lanzó hasta las sombrías nubes, mientras el otro, elevando en un rápido salto, la recogió con gran dominio y la volvió a lanzar rápidamente, antes de que sus pies volvieran a tocar el suelo. Después de lanzar así varias veces la bola por los aires, danzaron rítmicamente, rozando con sus ligeros pasos la fértil tierra. Los jóvenes, de pie en el circo, aplaudieron a los danzantes con emoción y un gran ruido se elevó por todas partes. Entonces, el divino Ulises, dirigiéndose a Alcinoo, le dijo:

-Poderoso Alcinoo, tú, el más ilustre entre los feacios, te precias a justo título, de tener los mejores danzantes¸ pues yo, ciertamente, al verlos saltar con tanta ligereza, estoy profundamente admirado.

Alcinoo, sintiendo una agradable satisfacción, se dirigió a la asamblea, diciendo:

-Oídme, jefes y príncipes de los feacios. Como este extranjero me parece lleno de prudencia, ofrezcámosle, según la costumbre, los dones de la hospitalidad. Doce jefes ilustres reinan sobre este pueblo; yo soy el decimotercero; pues bien, que cada uno de vosotros dé a este viajero un manto sin tacha, una túnica y un talento de oro preciado y reunamos pronto aquí todas esas riquezas; pongámoslas en sus manos a fin de que vuelva a la hora de la cena con el corazón satisfecho. En cuanto a Eurialo, serenará a nuestro huésped con palabras y regalos, pues su discurso no ha sido ni justo ni conveniente.

Tras estas palabras, todos aprobaron a aplaudieron al rey. Cada uno de los jefes envió a un heraldo a buscar los presentes, y Enríalo, dirigiéndose a Alcinoo, dijo:

-Poderoso rey, tú, el primero entre los feacios, calmaré al noble viajero como acabas de ordenarme; una espada de hierro cuyo puño es de plata, y cuya vaina está cubierta de marfil recientemente pulido. Este regalo será, sin duda, de un gran precio para este venerable héroe.

Inmediatamente, Enríalo puso en las manos de Ulises una espada enriquecida con clavos de plata y le dijo:

-Alégrate, pues, venerable extranjero. Si unas palabras ofensivas han sido temerariamente pronunciadas por mí, que se vayan volando sobre las alas de la tempestad, y ahora, que quieran los dioses devolverte a tu esposa y a tu patria, porque ya has sufrido muchos males lejos de los que más amas.

El prudente Ulises le respondió:

-Amigo, alégrate tú también, y que los dioses te concedan la felicidad compartida. Ojalá que, de ahora en adelante, no vuelvas a necesitar la espada que acabas de ofrecerme, tú, que me has calmado con tus suaves palabras.

Dicho esto, colgó de su hombro la rica espada. El sol ya se ponía cuando los ricos presentes llevados por los heraldos fueron colocados en el palacio de Alcinoo. Los hijos del irreprochable monarca colocaron aquellos magníficos dones cerca de su venerable madre. Entonces, el poderoso rey se puso en marcha a la cabeza de sus invitados y todos se sentaron en los altos sitiales. Alcinoo dijo a la noble Areté:

-Amada esposa, ordena que te traigan un reluciente cofre, el más hermoso de todos los que haya en este palacio. Colocarás en él un rico manto y una túnica sin tacha. Ordena también que pongan sobre la ardiente llama un caldero de bronce para calentar el agua, a fin de que nuestro huésped se bañe y pueda disfrutar viendo los presentes que le destinan los feacios, y escuchando, durante la comida, los melodiosos acentos de los sublimes cantos. Yo voy a entregarle esta hermosa copa de oro para que se acuerde de mí cuando en su palacio haga libaciones en honor de Júpiter y todos los demás dioses.

Así habló Alcinoo. Areté ordenó a las mujeres que colocaran sobre el fuego ardiente un ancho trípode y ellas se apresuraron a obedecer. Echaron agua en el caldero e inmediatamente encendieron la leña que habían preparado. Pronto las llamas rodearon los lados del trípode y el agua se calentó. Areté trajo de su cámara un magnífico cofre y colocó dentro los valiosos presentes, las ropas y el oro que los feacios habían dado a Ulises, y puso también la túnica y el manto. Después, se dirigió al extranjero:

-Noble viajero, examina esta tapadera y ciérrala tú mismo con una cadena para que no te roben nada durante el viaje, cuando estés disfrutando de los placeres del sueño en tu oscura nave.

El divino Ulises ajustó la tapadera y la ató con nudos secretos que le había antaño le había enseñado la venerable Circe. El intendente de palacio llevó al baño al héroe, que se sumergió en el agua, notando que estaba bien templada. Disfrutó en el fondo de su corazón, pues desde que abandonó la morada de Calipso, aquella diosa de la hermosa cabellera, que le cuidaba como a un dios, no había vuelto a disfrutar de aquellas cosas necesarias a la vida. Una vez que las sirvientes le bañaron, le perfumaron con esencias y lo vistieron con una túnica y un soberbio manto. Entonces Ulises volvió con los demás invitados. Nausica, con la que los dioses habían compartido la belleza, se encontraba de pie junto a las puertas de la elegante morada, cuando vio a Ulises; se sintió admirada y le dijo:

-Saludos, noble extranjero; cuando hayas vuelto a tu patria, no me olvides, pues fui la primera que te salvó la vida.

El sabio Ulises le contestó:

-Nausicaa, hija del magnánimo Alcinoo, escúchame: si algún día Zeus, el formidable esposo de Hera, me permite volver a mi casa y a mi patria, todos los días te invocaré como a una divinidad, puesto que fuiste tú, joven doncella, quien me salvó la vida.

Ulises y Nausicaa, de Pieter Lastman. 1619

Después se sentó en el trono junto a Alcinoo, e inmediatamente se sirvieron las comidas y se mezcló el vino en las crateras. Un heraldo condujo al melodioso haedo venerado por los pueblos; le hizo sentarse entre los convidados y acercó su sitial a una alta columna. El prudente Ulises cortó los alimentos y dijo:

-Heraldo, lleva estos platos a Demódoco para que coma y di al cantor que le amo a pesar de mi tristeza. Entre todos los habitantes de la tierra, los heraldos son honrados y respetados, pues las musas los inspiran con divinos acentos y las diosas aman la raza de los cantores.

El heraldo llevó el plato destinado a Demódoco y lo colocó ante él, que lo recibió con gusto. Después, todos los invitados extendieron las manos hacia los alimentos que les había servido. Una vez calmaron el hambre y la sed, el prudente Ulises, volviéndose hacia Demódoco, le dijo:

-Demódoco: te pongo por encima de todos los mortales. Sin duda, has sido instruido por una musa, hija de Júpiter, o por el mismo Apolo, pues cantas admirablemente el triste destino de los aqueos. Tú nos cuentas todo lo que ellos emprendieron y sufrieron; todas las fatigas que han soportado como si tú mismo hubieras sido testigo y como si lo hubieras oído tú mismo, de algunos de aquellos guerreros. Ahora, prosigue tu relato y cántanos la historia del caballo de madera que construyó Epeus con la ayuda de Atenea, y que Ulises, con sus astucias, llevó a la ciudad de Ilión. Si nos cuentas fielmente estos hechos, yo proclamaré ante todos los hombres, que un dios benevolente te ha dado tus sublimes y divinos cantos.

De inmediato, Demódoco, inspirado por una divinidad, empezó su relato, cantando, primero, cómo parte de los aqueos, [simularon] embarcarse en sus naves de hermosas cubiertas, tras haber quemado sus tiendas, y cómo otra parte de aquellos guerreros, dirigidos por el valiente Ulises, fueron hasta la plaza pública, ocultos en el caballo que los mismos troyanos había arrastrado al interior de la ciudad. Mientras el caballo estuvo allí, los habitantes de Ilión tuvieron distintas opiniones: unos querían romper con el hierro las cavidades del caballo, mientras que otros propusieron precipitarlo desde lo alto de las rocas, y otros aun, proponían convertirlo en ofrenda expiatoria destinada a calmar a los dioses. Esta última resolución era la que iba a cumplirse, pues los inmortales habían decretado que Ilión sería destruida cuando sus muros recibieran el inmenso caballo donde se escondían los más ilustres aqueos, para llevar a sus enemigos masacre y muerte. 

Demódoco continuó cantando cómo los hijos de los aqueos habían salido del caballo, devastando la ciudad de Troya. Celebró el valor de todos los héroes que destruyeron aquella amada ciudad, pero glorificó sobre todo a Ulises, quien, parecido al dios Ares, marchaba hacia los palacios de Deifobo; Ulises, que participó en los más terribles enfrentamientos y que se alzó con la victoria, ayudado por Atenea, la magnánima diosa.


Ante los cantos de Demódoco, Ulises quedó profundamente emocionado; las lágrimas se escapaban de entre sus párpados y surcaban sus mejillas. 


Del mismo modo que una mujer se lanza sobre su esposo, que caído ante la ciudad, ha intentado alejar de sus hijos y de su patria el fatal día de la servidumbre; tal mujer, viéndolo luchar contra la muerte, le rodea con sus brazos y lanza agudos gritos: sin embargo tras ella los enemigos la golpean con sus hojas de hierro la espalda y los hombros, y la arrastran para convertirla en una esclava y en su cruel dolor, su hermoso rostro queda marchito por el llanto, así el divino Ulises dejaba correr el llanto por su rostro. El héroe ocultaba su dolor a los invitados, pero Alcinoo, sentado cerca de él, fue el único que se percató de la aflicción de su huésped, le oyó suspirar con amargura, e inmediatamente, dirigiéndose a la asamblea, habló en estos términos:

-Oídme, príncipes y jefes de los feacios: que Demódoco suspenda los armoniosos sones de su sonora lira; sus cantos no complacen a todos de la misma manera.


Será preferible que Demódoco calle a fin de que todos podamos disfrutar por igual. Todo cuanto hacemos es para nuestro huésped, así como el navío y los presentes que le ofrecemos con amistad. 

El extranjero o el suplicante-continuó, dirigiéndose a Ulises-, es como un hermano para todo hombre que posea un corazón compasivo. Pero tú, noble viajero, no me ocultes con engañosas palabras lo que voy a preguntarse: las conveniencias exigen que me contestes fielmente: Dime con que nombre te llamaba, tu padre, tu madre y los que vivían en tu ciudad y en las tierras más cercanas, pues ninguno entre los hombres, ni el fuerte ni el débil, carece de un nombre desde el momento en que nace, ya que los padres dan uno a todos los hijos que traen al mundo. Dime, pues, cuál es tu país y tu ciudad y a qué pueblo perteneces, para que nuestras naves se dirijan siempre hacia un solo y mismo fin, y te devuelvan prontamente a tu hogar. 

Extranjero -añadió-: las naves de los feacios no tienen pilotos ni timones como las demás, pero conocen los pensamientos y los deseos de los hombres, y las ciudades, villas y campos fértiles de todos los pueblos. Estos navíos surcan con rapidez las olas y siempre están envueltas en sombra y nubes, por lo que nunca temen el peligro. Sin embargo, oí decir a mi padre, Nausitoo, que Neptuno estaba irritado contra nosotros porque siempre fuimos guías de ciertos extranjeros; y también decía que una de nuestras naves se perdería, al volver, sobre el mar tenebroso, y que el dios de las olas ocultaría nuestra ciudad con una alta montaña; eso decía el anciano. Ahora bien, si Poseidón cumplió o no, su voluntad, depende de él. Pero tú, dime sinceramente por donde has vagado; que opulentas ciudades has visitado; háblame de todos esos pueblos, si son crueles, salvajes, sin justicia, o si son hospitalarios y respetan a los dioses en su alma.

Y dime también, oh, noble viajero, por qué llorabas; por qué gemías oyendo cantar las desgracias de los argivos y los dánaos, y la ruina de la elevada ciudad de Troya. Los dioses dieron lugar a esos desastres y decidieron la muerte de un gran número de héroes, para dejar a la posteridad estos maravillosos cantos. ¿Perdiste, quizá, ante Troya a algún pariente; el marido de tu hija, el padre de tu esposa, alguna de esas personas, en fin, que nos son tan queridas, ya sea por sangre, ya sea por familia? ¿O lamentas la muerte de un valiente compañero, generoso e incondicional, ya que, por encima de un hermano, no hay nada, excepto un compañero fiel y prudente?

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