ODISEA ● HOMERO ● CANTO IX ● Recuerdos en casa de Alcinoo ● El Cíclope

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Ὁμήρου Ὀδύσσεια Ραψωδία θ' ● Rapsodia IX

El prudente Ulises se dispuso a contestar a Alcinoo:

-Verdaderamente, es agradable escuchar a un cantor que, con sus armonías se asemeja a los inmortales. Y nada es más bello que la alegría que reina entre todo un pueblo. También es agradable ver a los invitados, sentados en orden ante las mesas cubiertas de pan y alimentos, escuchando al cantor, mientras el escanciador vierte el vino en la crátera y lo sirve en las copas; todo esto forma parte, sin duda, de los más grandes atractivos de la vida.

[A Platón, en La República, le indigna mucho que Ulises, el más sabio de los hombres, piense que no hay nada más hermoso que las mesas repletas de pan y comidas, “¿Son estos -dice-, ejemplos para presentar a un joven al que se quiere habituar a la templanza?” También es cierto que Homero jamás predicó la templanza en sus poemas, y que se reduce a describir las costumbres de la época. (Trad. De Eugène Bareste. París, Lavigne, 1843. Ed. Ph. Remacle)]

Pero ahora quieres, poderoso Alcinoo, saber todo lo que he sufrido, aunque no puedo evitar los sollozos y aun vierto torrentes de lágrimas. ¿Qué contarte antes, y cómo terminar después mi relato, si las divinidades celestiales me han abrumado con innumerables sufrimientos? Pero está bien, Feacios, empezaré por deciros mi nombre, para que todos me conozcáis, porque si logro eludir mi triste destino, querría seguir siendo vuestro huésped, aunque viviera en tierras lejanas. Soy el hijo de Laertes, Ulises, que, por mis diversas astucias, me di a conocer a todos los hombres, y porque la gloria me elevó hasta los cielos. Vivo en Ítaka, la de las orillas elevadas. 

[Homero dice: Ἰθάκην ἐυδείελον·(verso 21), que significa, muy clara y distinta; visible desde lejos, y se aplica particularmente a Ítaka, porque las islas bien recortadas, o encuadradas por el mar, se distinguen muy bien desde la lejanía.] 

Norte de Ítaca, vista desde el monte Aetos

Ítaka, la que posee una alta montaña sombreada de árboles; Nérito, ciudadela que se aprecia desde la lejanía; Ítaka, que está rodeada por las islas DuliquioSame/Samos y la verdeante Zákintos/Zante; islas numerosas y muy próximas entre sí. Ítaka, muy avanzada dentro del mar y más próxima al Poniente -pues las demás están a levante o mediodía-; una tierra cubierta de roca, pero que nutre a una vigorosa juventud. ¡Nunca he visto en ninguna parte, un lugar más dulce que mi patria!

Fortificación de la antigua ciudad de Same.

Zákintos

Calipso, la más noble de las diosas, me retuvo mucho tiempo en su profunda gruta -deseando ardorosamente que me convirtiera en su esposo- y la astuta Circe, la reina de la isla de Ea, también me retuvo en su palacio, para que compartiera su lecho; aunque ninguna de ellas pudo conmover mi corazón. No. Nada es más querido al hombre, que su patria y sus parientes, incluso aunque viviera lejos de su familia, en una rica morada, en tierra extranjera. 

Pero ya que lo deseas, poderoso rey, te contaré todos los infortunios que por voluntad de Zeus soporté durante mi triste viaje, cuando abandoné la ciudad de Troya.

Al salir de Ilión/Troya, los vientos me impulsaron hacia el país de los Cicones, cerca de la ciudad de Ismare. Devasté aquella ciudad e hice morir a sus habitantes. Las mujeres jóvenes y las riquezas, fueron repartidas por igual entre todos nosotros, con el fin de que nadie quedara privado de botín. Después, animé a mis compañeros a huir con rapidez, pero los insensatos, no me escucharon. Aquellos guerreros, bebieron vino en abundancia e inmolaron en la playa numerosos corderos y bueyes de retorcidos cuernos y pesada marcha.

Entre tanto, los Cicones, emprendiendo la huida, llamaron en su ayuda a otros Cicones, vecinos suyos, más numerosos y valientes que ellos, que vivían en el interior del país y sabían combatir desde lo alto de los carros, y esperar al enemigo a pie firme. Acudieron en cuanto amaneció; eran numerosos como las hojas y las flores que nacen en primavera. Entonces el destino fatal de Zeus se apegó a nosotros, desgraciados Aqueos, para hacernos sufrir muchos males más. Los Cicones, ordenados detrás de sus rápidos navíos, lanzaron sanguinarios combates, aunque una y otra vez, peleamos con nuestras espadas. Durante toda la mañana, mientras se elevaba el astro sagrado del día, resistimos, a pesar de la superioridad de su número, pero cuando el sol declinó, trayendo consigo la hora en la que se sueltan los bueyes, los Cicones hicieron replegarse al débil ejército de los Griegos. Cada bajel perdió seis combatientes, pero los demás escaparon a la muerte.

Volvimos a embarcar, felices por haber evitado la muerte, aunque con el corazón dolorido por la pérdida de los compañeros. Pero nuestras naves, rechazadas por los islotes, no avanzaron hasta que, tres veces, llamamos a los desgraciados guerreros que habían perecido en aquellas costas, derrotados por los Cicones. 

[Entre los griegos, cuando los guerreros se veían forzados a abandonar el cuerpo de sus compañeros en tierra extranjera, sin haberles dado sepultura, los llamaban tres veces, para que sus almas volvieran a la patria. Así lo menciona también Virgilio, entre otros autores, en la Eneida, como una antigua costumbre.]

Entonces Zeus, el dios que manda en las nubes, nos envió el Bóreas [Viento Norte], acompañado por una temible tempestad; ocultó con espesas nubes la tierra y las olas, y, de repente, una horrible noche cayó del cielo. Nuestras naves fueron empujadas a través de los mares, y muchas velas se hicieron pedazos con la violencia de los vientos. Temiendo perecer, plegamos las velas y dirigimos las naves de inmediato hacia el continente. Durante dos días y dos noches permanecimos en la playa, con los miembros rendidos por la fatiga y el corazón devorado por el dolor. Pero cuando la Aurora de hermosa cabellera, la hija de la mañana, trajo consigo el tercer día, izamos los mástiles, desplegamos las velas y nos ordenamos en nuestras naves, guiadas por los vientos y por nuestros pilotos.

Cabo Malea

Esperaba llegar, por fin, felizmente, a mi patria, cuando, al doblar el cabo Malea, me vi envuelto por el violento Bóreas, por las olas y por las rápidas corrientes que me empujaban hacia Kýthira -Cyterea-Kízira.

Grabado, 1688

Kýthira -Cyterea-Kízira.

Durante nueve días erré sobre el mar plagado de peces, empujado por el impetuoso soplo de los vientos, y al décimo día, alcancé, finalmente, el país de los Lotófagos, los pueblos que se alimentan de flores de loto. Entonces bajamos a tierra; cogimos agua de las fuentes y mis compañeros comieron cerca de sus veloces naves. Cuando terminaron de comer y de beber, escogí a dos de mis guerreros y los envié, acompañados de un heraldo, para que se informaran de quienes eran aquellos pueblos, cuyos habitantes se alimentan de frutos de la tierra. 

Llegaron muy pronto, y los Lotófagos, lejos de pensar en destruir a mis compañeros, les dieron lotos para comer, y los guerreros que comieron aquella excelente fruta, ya no quisieron volver para rendir cuentas de sus informes, sino que prefirieron quedarse entre los Lotófagos, cortar lotos y olvidar a su amada patria. Pero yo los traje por fuerza a las naves, y, a pesar de sus lágrimas, los até fuertemente a los bancos de los remeros. 


Después ordené a los demás griegos que volvieran de inmediato a las naves, temiendo que ellos también, comiendo lotos, olvidasen su tierra natal. Cada uno se colocó en su banco, y todos sentados en orden, golpearon con sus remos el mar espumoso. 

Con el corazón afligido, abandonamos aquellas playas y, muy pronto llegamos a la tierra de los orgullosos Cíclopes, esos hombres que viven sin leyes y que, confiados al cuidado de los dioses; no siembran nada y no trabajan la tierra. Allí todo crece sin semilla y sin cultivo. Zeus, con sus abundantes lluvias, hace crecer la cebada para aquellos gigantes; hace fermentar los viñedos, que, cargados de racimos, dan un vino delicioso. Los Cíclopes no celebran asambleas; ni para tener consejo, ni para administrar justicia; viven en las montañas, en profundas grutas, y gobiernan a sus hijos y a sus esposas, pero no tienen ningún poder unos sobre otros.

Frente al puerto, y, a cierta distancia de la tierra de los Cíclopes, se extiende una fértil isla cubierta de bosque, donde nacen muchísimas cabras silvestres, pues el paso de los hombres, no las hace escapar. Los cazadores, que soportan tan grandes fatigas y exploran las sombreadas cumbres de las montañas, no visitan esta isla, que tampoco es frecuentada por pastores ni campesinos, sino que permanece siempre sin cultivar y sin habitantes; sólo las cabras pacen allí, emitiendo largos balidos.

Los Cíclopes tampoco construyen naves, ni barcos pintados de rojo, para viajar a las ciudades (pues muchos pueblos atraviesan los mares en sus naves, para visitarse unos a otros), y para abordar en esta tierra con el fin de cultivarla y hacerla habitable. Pero esta isla, lejos de ser estéril; puede producir frutos en todas las estaciones. Se ven húmedas praderas que se extienden cerca de la orilla del espumoso mar. Si plantaran viñedos en esas zonas, serían imperecederas; su laboreo sería fácil y cada año se recogerían abundantes cosechas, porque el suelo es blando y fértil. 

También tienen un cómodo puerto, en el que no hacen falta, ni cuerdas, ni anclas para sujetar las naves. Cuando los bajeles abordan allí, pueden quedarse los navegantes tanto tiempo como deseen, o hasta que los vientos lleguen para soplar sus velas. 

Al final del puerto surge una corriente límpida, desde una gruta rodeada de magníficos álamos. Allí fue donde llegamos, cuando un dios nos condujo en la oscuridad de la noche. No veíamos nada, porque nuestras naves estaban envueltas en densas tinieblas, y, oculto por las nubes, no brillaba nada en el cielo. Ni siquiera habíamos visto la isla, ni nos percatamos de las enormes olas que rodaban avanzando hacia la orilla, antes de que las naves tocaran la playa. Finalmente, pudimos aportar; plegamos las velas y bajamos a las orillas del mar, donde nos quedamos dormidos, esperando la vuelta de la divina Aurora.

Al día siguiente, a los primeros rayos de sol, recorrimos, admirados, aquella fértil y agradable isla. Entonces, las Ninfas, hijas de Zeus, nos trajeron cabras de la montaña, para poder alimentarnos. Después fuimos a las naves a coger nuestros arcos y lanzas puntiagudas y nos dividimos en tres grupos; lanzamos las flechas, y los dioses nos concedieron, en un momento, abundante caza.

Doce naves me habían seguido; cada uno obtuvo nueve cabras, pero yo llevé diez. Durante todo el día y hasta la puesta del sol, estuvimos comiendo y saboreando un dulce néctar, pues el vino de las naves aún no se había agotado, ya que, cuando saqueamos la isla de Cicones, habíamos llenado todas las ánforas. Desde allí, vimos elevarse a lo lejos, el humo de la tierra de los Cíclopes y oímos sus voces, mezcladas con el balido de las cabras y los corderos.

Cuando el sol terminó su recorrido y las tinieblas de la noche se extendieron sobre la tierra, nos acostamos en la playa, y cuando volvió la Aurora, reuní a todos mis guerreros y les dije:

-Ahora permaneceréis aquí, mientras yo, con los remeros de mi nave, iré a visitar esos pueblos para saber si son crueles, salvajes y sin justicia, o bien son hospitalarios y su alma respeta a los dioses. 

Me embarqué y ordené a mis compañeros que me siguieran y que soltaran las amarras. Obedecieron inmediatamente, se colocaron en sus bancos y, ya sentados y en orden, golpearon con los remos el espumoso mar. 

Cuando llegamos a la tierra de los Cíclopes, vimos, a la entrada del puerto, muy cerca del mar, una enorme caverna cubierta de laureles. Allí pacían numerosos rebaños de cabras y corderos. En torno a la caverna se extiende un aprisco construido con piedras incrustadas en el suelo y rodeadas de enormes pinos y álamos. Allí vivía también un hombre gigantesco, que él sólo, pastoreaba de lejos los rebaños. No se mezclaba con los demás Cíclopes, sino que se mantenía separado, guardando en su corazón la injusticia y la crueldad. Aquel horrible monstruo no era semejante a los demás humanos, que se alimentan de los dulces frutos de la tierra, sino que, más bien, parecía un alto monte coronado de árboles, cuya cima se elevaba por encima de todas las demás montañas.

Ordené a mis compañeros que se quedaran cerca de la nave para cuidarla y después elegí doce de mis más valerosos guerreros. Cogí un odre de piel de cabra, lleno de un delicioso vino que me regaló Marón, hijo de Evaticeo, sacerdote de Apolo. -Marón reinaba en la ciudad de Ismare, en un bosque sagrado del luminoso dios del día-; nosotros, llenos de veneración por aquel sacerdote, le protegimos, a él, a su esposa y a sus hijos, y, en recompensa, me cubrió de magníficos regalos: me dio siete talentos de oro bellamente trabajados; una crátera de plata, y llenó doce ánforas de un vino suave y puro, verdadera bebida de los dioses. Además de Marón, su esposa y el intendente, nadie en la casa, ni los esclavos, creían que existiera un vino más deleitable que el que nos regalaron. Cuando se mezclaba en una copa aquel delicioso néctar con veinte medidas de agua, la crátera exhalaba un perfume suave y divino, al que nadie se podía resistir. Llevé conmigo, pues, un gran odre lleno de aquel vino, y puse provisiones en una bolsa de cuero; no imaginaba, en el fondo de mi corazón, que encontraría un hombre, dotado de una fuerza inmensa, lleno de ferocidad y que desconocía la justicia y las leyes.

Enseguida llegamos a aquel antro, pero no nos apercibimos de la presencia del gigante, pues formaba parte de sus magníficos rebaños. Entramos en la caverna y encontramos cestos llenos de queso. Cabritos y corderos llenaban el aprisco y estaban guardados en diferentes espacios; en unos, estaban los corderos que nacieron los primeros, en otro, los más recientes, y en un tercero, los que acababan de nacer. Encontramos también jarros de todas clases en los cuales, el Cíclope ordeñaba a los rebaños, y estaban llenos de leche y muy bien ordenados. 

Mis compañeros me aconsejaron que tomara algunos quesos y que nos fuéramos inmediatamente y también me rogaron que cogiera cabras y corderos para llevarlos a nuestra nave y mantenernos en el viaje. Sin embargo, no los escuché -mucho mejor hubiera hecho, siguiendo sus consejos-, pero yo quería ver al Cíclope y saber si me ofrecía hospitalidad. Pero ¡ay!; aquel encuentro iba a ser fatal para mis valientes compañeros. 

Prendimos unos leños para ofrecer sacrificios a los dioses inmortales y después comimos algunos quesos, esperando al Cíclope, que llegó pronto, trayendo una pesada carga de leña seca para preparar su comida, que descargó a la entrada de su caverna, haciendo un ruido terrible. 

Asustados, nos recogimos al fondo de la caverna. El Cíclope hizo entrar en la enorme gruta a todas las cabras que quería ordeñar, dejando fuera a los cabritos y carneros, y después hizo rodar una enorme roca, que colocó en la entrada; veintidós carros de cuatro ruedas, no habrían podido mover aquella piedra. Después, una vez sentado, ordeñó, de acuerdo con su costumbre, a las ovejas y a las cabras que no dejaban de balar, y devolvió las crías a sus madres. Dejo la mitad de la leche para cuajar en cestas, cuidadosamente trenzadas; puso la otra mitad en jarros, para que la leche le sirviera de bebida durante su cena. Cuando terminó todos estos preparativos, prendió la leña que acababa de traer y, de repente, nos vio, y dijo:

-Extranjeros, ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís, atravesando las inmensas llanuras del océano? ¿Venís con algún proyecto, o vais errantes, sin destino, como los piratas que recorren los mares, exponiendo su vida, para llevar la devastación a otros pueblos?

Ante el terrible tono de aquella formidable voz y el temible aspecto del coloso, nos quedamos paralizados por el temor, pero yo me atreví a contestarle.

-Somo Aqueos y venimos de Troya, pero vientos contrarios nos dispersaron sobre las olas cuando volvíamos a nuestra patria, y estamos perdidos en caminos desconocidos. Nos honramos de ser guerreros de Agamenón, hijo de Atreo; de Agamenón, cuya gloria es inmensa bajo el cielo, pues abatió a una poderosa ciudad y venció a numerosos pueblos. Ahora venimos a abrazar tus rodillas, a fin de que nos des, como es costumbre, hospitalidad, o, al menos, algunos presentes. Valeroso héroe, respeta a los dioses, puesto que solicitamos tu piedad. Zeus hospitalario, venga a los suplicantes de sus anfitriones y acompaña siempre a los extranjeros venerables.

Y el Cíclope me contesto:

-Extranjero: sin duda has perdido la razón, o vienes de un país muy lejano, puesto que me ordenas que respete y tema a los dioses. Debes saber que a los Cíclopes les importa poco Zeus y todos sus afortunados inmortales, pues son más poderosos que ellos. Por evitar la ira de Zeus, no os perdonaré, ni a ti, ni a tus compañeros, a no ser que yo mismo lo desee. Pero dime antes, dónde has dejado tu nave; dime, para que yo lo sepa, si está en el confín de la isla, o cerca de mi gruta.

Eso me dijo para sonsacarme, pero mi gran experiencia ya no se dejaba engañar por esas trampas, y le contesté a mi vez, con palabras mentirosas.

-Neptuno, el dios que sacude la tierra, destruyó mi nave lanzándola contra las rocas, en el momento en que iba a llegar al promontorio que se eleva a la orilla de tu isla, y el viento ha dispersado los restos de mi frágil esquife sobre las olas. Sólo yo y estos guerreros, pudimos escapar a tan triste muerte.

Ante estas palabras, el Cíclope guardó silencio. Se levantó bruscamente; cogió a dos de mis compañeros y los estrelló, como si fueran crías recién nacidas, contra la piedra de la gruta. Después, como un león de las montañas, se los comió, hasta los huesos. 

Ante tan indigna crueldad, levantamos, entre lamentos, las manos hacia Zeus, y la desesperación se apoderó de nuestras almas. 

El Cíclope, después de saciarse con su horrible comida, bebió leche y se acostó entre sus rebaños. Quise acercarme a él; sacar mi aguda espada y hundírsela en el tronco, justo donde los músculos protegen el hígado, pero otro pensamiento me retuvo: moriríamos en aquella cueva, porque nunca podríamos mover la enorme roca que el gigante había colocado a la entrada. Así pues, esperamos, sollozando, la vuelta de la divina Aurora.

Por la mañana, a las primeras luces del día, el Cíclope volvió a encender su leña seca; ordeñó a sus rebaños y lo dispuso todo con orden, devolviendo enseguida las crías a sus madres. Cuando terminó, cogió a otros dos de mis compañeros y se los comió. Después hizo salir a sus gruesos corderos; levantó sin esfuerzo la inmensa roca de la puerta y rápidamente la volvió a colocar, como quien maneja una aljaba. Haciendo oír ruidosos resoplidos, llevó los corderos a las montañas, y yo permanecí sólo en la cueva, meditando mi venganza, si acaso Atenea todavía quería protegerme. Entre todos los proyectos que se me ocurrieron, uno me pareció el mejor.

El Cíclope había dejado en el establo un enorme tronco de un olivo aún verde, cortado, para que le sirviera de bastón cuando se secara; podríamos compararlo con el mástil de un navío, pesado y oscuro, de unos veinte remos, de los que surcan la inmensidad de los mares; tan grueso y largo era. Corté de él una braza [-es decir, una parte igual a la extensión del espacio comprendido ente los brazos extendidos, aunque este pasaje, no se suele incluir literalmente, excepto por los traductores latinos y alemanes-,] y se la entregué a mis compañeros, ordenándoles que lo devastaran. Después le tallé la punta y la endurecí exponiéndola a las brasas, y finalmente, la escondí con cuidado bajo el estiércol amontonado en la cueva. 

Acto seguido, ordené a mis compañeros, que echaran a suertes cual sería el que, junto conmigo, hundiría aquella estaca en el ojo del Cíclope, mientras disfrutaba de los encantos del sueño. Los cuatro guerreros que designó la suerte fueron los mismos que yo habría elegido, y yo fui el quinto.

Al caer la tarde, el gigante volvió conduciendo sus rebaños de hermosa lana y los empujó al interior de la cueva. Levantó la enorme roca y la volvió a colocar a la entrada; ordeñó, devolvió las crías a sus madres; cogió a otros dos de mis compañeros y los devoró. Después me acerqué a él llevando una copa llena de vino y le dije:

"Vestíbulo de Polifemo" en Villa Romana del Cassale, Sicilia

-Toma, Cíclope, bebe de este vino, puesto que acabas de comer carne humana. Quiero que conozcas el brebaje que tenía escondido en mi nave, y te lo ofrezco con la esperanza de que, apiadándote de mí, me devolverás pronto a mi patria. Y añadí. -Cíclope, tus furores son intolerables; eres un hombre cruel y sin justicia ¿cómo esperas que los mortales vengan a este lugar?

El monstruo tomó la copa y mostró un placer tan vivo al saborear su dulce brebaje, que me dijo:

-Sírveme más de este deleitable vino, y dime cuál es tu nombre, para que yo te ofrezca, como extranjero, un regalo que te agrade. Nuestra fecunda tierra también produce vino de las hermosas vides que hace crecer la lluvia de Zeus, pero el delicado brebaje que me has servido, emana néctar y ambrosía.

Tres veces serví el chispeante licor al Cíclope y tres veces se lo bebió sin comedimiento. En cuanto vi que se adormecían sus sentidos, le dije estas amables palabras:

-Cíclope, ya que preguntas ni nombre, te lo diré; pero debes hacerme el regalo de la hospitalidad como has prometido. Mi nombre es Nadie, y así me llaman, mi padre, mi madre, y todos los fieles compañeros. Y me dijo:

-Nadie, cuando me haya comido a todos tus compañeros, te devoraré a ti el último; ésa será la prenda de mi hospitalidad. 

Después se dio la vuelta y el sueño, que doma a todos los seres, se adueñó de él, mientras de su boca se escapaba el vino y restos de carne humana a causa de su ebriedad. Entonces, introduje la estaca en la brasa, para que estuviera ardiente, y con mi discurso, animé a mis compañeros, temiendo que me abandonaran por temor. Cuando el tronco de olivo estuvo bastante ardiente, y ya, aunque verde, si iba a inflamar, lo retiré, resplandeciente, del fuego y mis valerosos compañeros se quedaron a mi alrededor; ¡un dios me inspiró, sin duda, aquella enorme audacia!

Mis fieles amigos, tomaron la estaca ardiente y la hundieron en el ojo del Cíclope, mientras yo, desde el extremo, la hice girar enérgicamente. Y así, como cuando un artesano agujerea con un barreno la viga de un navío, mientras por encima de él, otros obreros tirando a uno y otro lado con una correa, hacen que el instrumento gire continuamente, igual hicimos nosotros girar el tronco en el ojo del Cíclope.

Ulises y sus compañeros ciegan al Cíclope

Alrededor de la punta inflamada fluyó la sangre; un ardiente vapor devoró los párpados y las pestañas del gigante; su pupila se consumió y las raíces del ojo relucieron, quemadas por la llama. Igual que un forjador sumerge en agua helada un hacha enrojecida por el fuego para templarla –pues el templado constituye la fuerza del hierro-, [Se traduce así, pero las armas eran de cobre o de bronce; no se conocía el hierro.] y los instrumentos vibran con gran ruido, del mismo modo, crujió el ojo del Cíclope atravesado por el tronco ardiente.

El monstruo lanzó angustiosos aullidos que hacían resonar la caverna, y nosotros, llenos de terror, nos propusimos escapar. El Cíclope arrancó de su ojo la estaca cubierta de sangre y, en su furor, la lanzó muy lejos. Empezó a llamar a gritos a otros Cíclopes que habitaban en las grutas próximas, bajo las montañas expuestas a los vientos. 

Cabeza de Ulises de un grupo escultórico en el que aparece cegando Polifemo. 
Mármol, griego, probablemente del siglo I d. C. De la villa de Tiberio en Sperlonga. 
Museo Archeologico Nazionale en Sperlonga.

Los gigantes oyeron la voz de Polifemo y acudieron de todas partes; rodearon la caverna y le preguntaron la causa de su aflicción.

-¿Por qué lanzas tristes clamores durante la noche divina, arrancándonos del sueño? ¿Algún mortal te ha robado a tu pesar un cordero o una cabra? ¿Temes que alguien te degüelle usando trampas o violencia?

-Amigos –respondió Polifemo desde el fondo de su antro-, Nadie me mata - Οὖτίς με κτείνει-; no usando la fuerza, sino el engaño. 

-Pues si nadie te hace violencia en tu soledad –respondieron ellos-, ¿qué es lo que nos quieres? Es imposible escapar a los grandes males que nos envía el gran Zeus. Dirígete, pues, a tu padre, el poderoso Neptuno.

Los Cíclopes se alejaron y yo me reí al ver cómo Polifemo había sido engañado por mi falso nombre y por mi excelente astucia. Entre tanto, sufría atroces dolores y lanzaba largos gemidos. Dio unos pasos buscando la piedra que cerraba la entrada y la encontró de inmediato; la cogió, la desplazó, y, sentándose ante la entrada de la gruta, extendió las manos a fin de coger a cualquiera que intentara escapar, confundido entre sus rebaños; creía que yo iba a ser tan insensato. 

Cabeza de un compañero de Ulises, del grupo de Sperlonga

Busqué un medio para evitar la muerte de mis compañeros y la mía. Imaginé mil astucias y estratagemas, pues nuestra vida peligraba, y estábamos amenazados por una enorme desgracia. La mejor idea que se me ocurrió, es como sigue.

Había en la gruta gruesos carneros con espesa lana negra, grandes y hermosos. Até en secreto tres de estos carneros con los mimbres flexibles sobre los cuales dormía el cruel monstruo; el carnero del centro escondía a un hombre y a cada lado se mantenían los otros dos, para proteger la huida de mis compañeros; así, cada tres animales estaban preparados para llevar un guerrero. Como aún quedaba el mejor carnero del rebaño, lo cogí por el lomo, y deslizándome bajo su vientre, me agarré a su lana fuertemente y permanecí suspendido con una constancia inquebrantable. Y así, suspirando, esperamos la vuelta de la divina Aurora.

Cuando la hija de la mañana brilló en los cielos, todos los corderos salieron hacia los pastos. Las ovejas que el Cíclope no pudo llevar, balaban en el interior de la gruta, pues sus ubres estaban rebosantes de leche. El monstruo, afligido por su enorme dolor, pasó la mano por el lomo de los corderos sin sospechar que, bajo sus vientres lanosos, estaban atados mis valerosos compañeros. Finalmente, el último de todos, el mejor carnero del rebaño, salió de la caverna; iba cargado con su espesa lana, y conmigo, agitado por mil pensamientos. Entonces, el poderoso Polifemo, acariciando al animal, le dijo:


-Querido carnero ¿por qué sales hoy el último de mi cueva? Antes, lejos de quedarte detrás de las ovejas, salías el primero, y siempre eras el primero pastando en las praderas y comiendo las tiernas flores que allí crecen; también llegabas el primero a la orilla del río, y volvías el primero al establo, cuando caían las sombras de la noche. Sin embargo, hoy, te quedas el último. ¿Te apena el ojo de tu amo? Nadie, ese vil mortal, ayudado por sus odiosos compañeros, me ha privado de la vista, después de dominar mis sentidos por la fuerza del vino; pero confío en que no escapará a su perdición. Querido carnero, puesto que compartes mis penas, ¡qué lástima que no estés dotado de palabra para decirme donde se esconde ese hombre a mi furor!, si lo supiera, le rompería el cráneo contra el suelo; su cerebro se expandiría por todas partes en mi caverna, y mi corazón descansaría de todos los males que me ha causado ese Nadie; ¡ese hombre sin valor! 

Al terminar estas palabras, dejó salir al animal y cuando estábamos a cierta distancia de la gruta, solté la lana del carnero y me apresuré a desatar a mis compañeros. Enseguida empujamos ante nosotros a los animales más gruesos y los corderos de patas ligeras, hasta que llegamos junto a la nave. Felices, al fin, nos presentamos ante nuestros amados compañeros, ¡acabábamos de escapar de la muerte!

Pero aquellos guerreros, lamentando las víctimas del Cíclope, exhalaron largos gemidos. Yo, con la mirada, no les permití que lloraran más, y les ordené llevar aquellos soberbios y numerosos rebaños a nuestra nave y salir inmediatamente. Se embarcaron, se colocaron en sus bancos y sentados en orden, hendieron con los remos el espumoso mar. Cuando estuvimos ya lejos de la isla, pero mi voz todavía podía oírse desde allí, dirigí al Cíclope estas palabras ultrajantes:

-¡No eran compañeros de un cobarde aquellos que devoraste con violencia en tu profunda gruta! ¡Hombre cruel; tus horribles crímenes tenían que ser expiados, puesto que no has temido devorar a tus propios huéspedes! ¡Zeus y los demás dioses te han castigado!

Al oírlo, el Cíclope sintió redoblar su ira; arrancó la cima de una montaña y la lanzó hacia mi nave de azulada proa –la roca casi se estrella contra el timón-. El mar se alteró por su caída; las olas se trastornaron y volvieron a fluir violentamente, empujando mi nave, que levantada por su empuje, estuvo a punto de volver a la orilla. 

Inmediatamente, cogí un fuerte remo, y alejé la nave de la playa; después animé de nuevo a mis compañeros y les ordené, con una señal de la cabeza, que se agacharan sobre los remos para evitar una desgracia y obedecieron haciendo un esfuerzo. Cuando estábamos en el mar, ya dos veces más lejos que antes, quise volver a hablar con el Cíclope, pero los guerreros que me acompañaban, querían que abandonara el proyecto;

-¡Temerario! –me decían-, ¿por qué seguir irritando a ese monstruo cruel? Es él, quien, lanzando una roca al mar, ha devuelto nuestra nave a la costa y hemos podido morir. ¡Si vuelve a oír tu voz y tus amenazas, nos romperá las cabezas y destrozará los palos de la nave bajo el peso de una enorme roca que nos lanzará violentamente!

Así hablaron mis compañeros, pero no lograron hacerme ceder, y entonces, lleno de cólera, grite:

-Cíclope, si alguno entre los débiles mortales te pregunta por la vergonzosa herida que ha causado la pérdida de tu ojo, dile que lo hizo el hijo de LaertesUlises, el destructor de ciudades; Ulises el que posee soberbios palacios en Ítaka.

Y el monstruo respondió entre gemidos: 

-¡Ah!, se cumple una vieja predicción. Antaño hubo en esta isla un adivino fuerte y poderoso que se llamaba Telemo; era hijo de Eurymo y excelente en el arte de la adivinación. Telemo envejeció entre los Cíclopes anunciándoles el porvenir, y a mí me predijo todo lo que debía cumplirse más tarde: me dijo que Ulises me robaría la vista y siempre creí que llegaría a mi cueva un héroe grande, soberbio y dotado de inmensa fuerza, y, sin embargo, hoy veo que es un hombre pequeño, débil y cobarde, el que me ha arrancado el ojo, después de haberme debilitado con el vino. ¡Ven ahora, Ulises, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad y para que suplique a Neptuno que te conceda un feliz viaje, pues yo soy su hijo y él se gloría, ¡él!, de ser mi padre. Pero si ese inmortal lo quiere, me curará, porque sólo él, entre los hombres y los dioses, tiene poder para hacerlo.

-Neptuno te devolverá el ojo, cuando yo, monstruo cruel, te quite la vida y te envíe a las oscuras moradas de Plutón. -Le respondí.

Y entonces, el Cíclope imploró a Neptuno, elevando las manos hacia el cielo estrellado:

-¡Óyeme, poderoso Neptuno inmortal, con la cabellera azulada, tú que envuelves la tierra entre las aguas! si verdaderamente soy tu hijo, y si te glorías de ser mi padre, haz que este destructor de ciudades, este hijo de Laertes de Ítaka, no pueda volver a su casa. Pero si el destino quiere que vuelva a ver a sus amigos, su patria y sus ricos palacios, haz al menos que, sobre una nave extranjera, no vuelva a su hogar sino después de largos años de sufrimientos, y haz, además, Neptuno, que después de que haya perdido a todos sus compañeros, no encuentre de su casa más que infortunadas ruinas.

Esto fue lo que dijo y Neptuno respondió a su plegaria. El Cíclope, cogiendo de nuevo una roca, más pesada que la anterior, la balanceó en el aire, y la lanzó con fuerza lejos de sí.


Aquella roca cayó detrás de mi navío. El mar se revolvió con su caída; las olas conmovidas, empujaron la nave, llevándola hacia la orilla. Cuando alcanzamos la isla donde las otras naves se habían quedado, encontramos a nuestros compañeros entregados al dolor, esperándonos, bañados en torrentes de lágrimas. Arrastramos la nave a la arena y bajamos a la playa. 

Mis fieles amigos desembarcaron los rebaños robados al Cíclope y los repartimos entre todos, para que cada uno tuviera una parte igual del botín. Cuando los rebaños estuvieron repartidos, mis guerreros me regalaron el carnero bajo el cual me había escondido; lo inmolé inmediatamente en la orilla, en honor del hijo de Saturno, que impera en las sombrías nubes y reina sobre todos los inmortales, pero Zeus, lejos de acoger favorablemente mi ofrenda, deliberaba cómo destruiría mis navíos de hermosos remos, y haría morir a mis fieles compañeros.

Durante todo el día y hasta la puesta de sol, permanecimos sentados en la playa, comiendo en abundancia y saboreando el deleitable vino y cuando el astro del día terminó de recorrer su camino y las tinieblas se expandieron sobre la tierra, nos quedamos dormidos. 

Al día siguiente, cuando la aurora de rosados dedos, brilló, desperté a mis compañeros y les ordené que se embarcaran y soltaran las amarras. Inmediatamente subieron a las naves, y, ordenados en sus bancos, empezaron a remar y así, vagamos lejos de aquellas orillas, felices por haber escapado a la muerte, pero con el corazón entristecido por la pérdida de nuestros amados compañeros.
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