ODISEA • HOMERO CANTO X • Eolo, los Lestrigones y Circe

< CANTO IX                                                                                                           CANTO XI>

Jan van der Straet: Ulises en la Cueva de los Vientos.

Museum Boijmans Van Beuningen. Rotterdam

Llegamos a la isla de Eolia [¿Lípari?, ¿Pantelaria?] en la que habita Eolo, el hijo de Hipotas, amado por los dioses inmortales. Esta isla está rodeada por una indestructible muralla de bronce, y por una roca lisa y limpia.

Vista de la ciudad de Lipari con el Castello y la Catedral. Mar Tirreno, Norte de Sicilia.

Pantelaria. Trapani, Sicilia.

Eolo tenía seis hijos y seis hijas en la flor de la edad y quiso que sus hijas se casaran con sus hijos que, en torno a su amado padre y su augusta madre vivían en una fiesta permanente con abundantes manjares. Durante el día, las moradas de Eolo exhalaban los más dulces perfumes y se oían los sonidos más armoniosos. Por la noche, los hijos del dios de los vientos dormían en soberbias camas con suaves colchas, junto a sus castas esposas. Y fue a aquella ciudad y aquel palacio a donde llegamos.

Durante un mes, Eolo nos acogió hospitalario; me preguntó atentamente por el asedio de Ilión –Troya-, por la flota de los griegos y por el viaje de los aqueos, y yo le hablé con todo detalle de mis aventuras. Cuando le pedí que me devolviera a mi patria, no se opuso y preparó todo para mi partida y me dio un odre de piel en el que había encerrado los vientos, pues el hijo de Saturno le dio poder sobre ellos, y los puede calmar o alterar a su voluntad. 

Isaac Moillon (1614 - 1673): Eolo entrega los vientos a Ulises (Éole donnant les vents à Ulysse). Museo de Tessé. Le Mans.

El dios ató el odre con una cadena de plata y después lo colocó en mi nave, para que ninguno de aquellos vientos pudiera salir, dejando solamente el Céfiro, a nuestro favor, para que empujara nuestras naves hacia las playas de mi patria. Pero todo aquello no pudo hacerse realidad, porque la imprudencia de mis compañeros causó nuestra pérdida.

Durante nueve días y nueve noches navegamos sin descanso, y el décimo día, por fin, apareció la tierra de Ítaka ante nuestras miradas. Ya veíamos a los habitantes de nuestra patria encendiendo hogueras para guiar nuestras naves. En aquel momento, un suave sueño se adueñó de mi cansado cuerpo. Había dirigido constantemente el timón, porque no quise confiárselo a ninguno de mis compañeros a causa de lo impaciente que estaba por llegar cuanto antes a mi hogar. Pero los remeros empezaron a discurrir entre sí, imaginando que volvía a Ítaka cargado de oro y plata y con los regalos de Eolo. Se decían unos a otros:

-¡Oh, dioses! Ulises fue siempre amado y honrado por todos los hombres cuyas tierras visitó. Llevó de Ilión –Troya- ricos y hermosos despojos, y nosotros, que hemos compartido los mismos peligros, volvemos a nuestros hogares con las manos vacías. Ahora, el benevolente Eolo le ha hecho nuevos regalos, ¡Pues bien, apresurémonos, y veamos el oro y la plata que guarda ese odre!

Y, dicho esto, dejándose llevar por aquellos funestos pensamientos, desataron el odre, y todos los vientos escaparon a la vez. Repentinamente, la tempestad nos devolvió, a pesar de nuestros lamentos, al medio del océano, lejos de la tierra y de la patria.

Me desperté de repente y deliberé entre mí, si me precipitaría al mar en busca de la muerte, o permanecería entre los vivos, soportando con calma la nueva desgracia. Opté por seguir sufriendo y permanecer en la nave. Me volví a tapar y seguí durmiendo. 

Los impetuosos vientos llevaron mi flota hacia las costas de la isla de Eolia, y, a la vista de sus playas, mis compañeros se sintieron abrumados por la angustia. Bajamos a tierra para reponer el agua y después, mis guerreros comieron junto a los navíos. Cuando calmamos el hambre y la sed, me dirigí al palacio de Eolo, acompañado por un heraldo y un remero. Encontramos al rey entregado a los encantos de un festín con su esposa y sus amados hijos. Nos sentamos en el quicio de la puerta, y ellos, asombrados, nos preguntaron:

-¡Ulises! ¿De dónde vienes? ¿Qué funesta divinidad te sigue persiguiendo? Nosotros preparamos todo con cuidado y te dimos lo que necesitabas para que pudieras volver a tu patria, a tu palacio y a todos los lugares que más te complacen.

Yo contesté a aquellas palabras con el corazón profundamente afligido:

-¡Ay! ¡La imprudencia de mis compañeros y el pérfido sueño, me han traicionado! ¡Pero vosotros, amigos, que podéis hacerlo, socorredme!

Trataba así de inclinarlos a mi favor, con suaves palabras, pero todos permanecieron en silencio. Después habló Eolo:

-¡Sal inmediatamente de esta isla! ¡Eres el más miserable de los mortales! ¡No me está permitido socorrer ni favorecer el viaje de un hombre al que los afortunados dioses odian! ¡Huye, pues; has vuelto a esta tierra perseguido por la cólera de los inmortales!

Y dicho esto, a pesar de mis lamentos, me expulsó de su palacio. Todos nos alejamos de la isla, abrumados por el más terrible dolor. Aquel penoso viaje, causado por nuestra imprudencia, agotó las fuerzas de mis compañeros y el retorno a la patria se desvanecía ante nuestros ojos.

Durante seis días y seis noches erramos por el mar, pero el séptimo día, avistamos la ciudad de Telépilo de Lamos, en la espaciosa Lestrigonia. 

Un pastor que volvía con su rebaño, llamó a otro, que, respondiendo a la voz de su compañero, se apresuró a salir con el suyo, para llevarlo al campo, pues allí, un hombre que sepa vencer el sueño, puede ganar un doble salario, llevando a pastar alternativamente, a los bueyes y a los corderos; tan rápidamente se suceden el día y la noche –pues el sol se oculta muy brevemente tras el horizonte-.

Llegamos a un soberbio puerto, rodeado por todas partes por una roca escarpada, cuyos extremos avanzan hasta la embocadura y forman una estrecha entrada. Y allí fue donde entraron mis compañeros con los navíos sacudidos por las olas y los amarraron unos junto a otros. Jamás se levantaban olas en aquella zona en la que continuamente reina una tranquila serenidad. Me quedé sólo fuera; amarré mi nave en una roca situada al final del puerto, y me encaminé hacia un altozano para observar el territorio. 

Al principio no vi rastros de cultivo ni de trabajos humanos; sólo vi que, desde el seno de la tierra, se elevaban torbellinos de humo. Designé a dos de mis más valerosos compañeros y a un heraldo, para que intentaran saber qué clase de hombres eran los que se nutrían de los frutos de aquellas tierras. Tomaron un camino fácil; el mismo que siguen los carros cuando llevan a la ciudad la leña cortada en las altas montañas. Ya cerca de la ciudad, vieron a la hija de Antífates, el lestrigón; una joven virgen que iba a por agua, bajando hacia la límpida fuente Artacia, pues era allí donde cogían el agua para la ciudad. Mis compañeros se dirigieron a la muchacha, preguntándole quién era el rey de aquellas tierras y sobre qué pueblos reinaba. Ella les mostró las soberbias moradas de su padre y ellos se acercaron al palacio, donde hallaron a una mujer, alta como una montaña y se sintieron aterrorizados. Inmediatamente, la mujer hizo venir de la plaza pública al famoso Antífates, su esposo, que pronto tramó la muerte de mis valientes compañeros. De hecho, cogió a uno de ellos y lo preparó para comérselo; los otros dos huyeron a toda prisa para volver con la flota, pero Antífates empezó a dar gritos, e inmediatamente, los vigorosos lestrigones, que no parecían hombres, sino gigantes, acudieron en multitud de todas partes. Desde lo alto de las montañas lanzaron enormes piedras y, desde el interior de nuestras naves se elevó un angustiado tumulto causado por los gemidos de nuestros remeros y por el ruido de nuestros navíos destrozados. Los Lestrigones atravesaron a mis hombres como débiles peces. y se los llevaron para sus bárbaros festines.

Casa di via Graziosa, scena dell'Odissea (attacco dei lestrigoni), I secolo aC. Bibl. Vaticana

Mientras aquellos gigantes masacraban a mis compañeros en el interior del puerto, yo empuñé mi afilada espada y corté las amarras de mi nave. De inmediato, animando a los guerreros, les ordené inclinarse sobre los remos para escapar a la desgracia. Entonces, como todos temían la muerte, remaron con velocidad y la nave encontró finalmente la salvación en medio de los mares, lejos de las elevadas rocas, pero todos los demás bajeles se hundieron en el puerto.

Volvimos a navegar, dichosos por haber escapado de la muerte, pero afligidos por haber perdido a nuestros amados compañeros. 

Muy pronto llegamos a la isla de Ea, donde habita Circe, la de la hermosa cabellera, la venerable divinidad de melodiosa voz, hermana del poderoso Eetes; los dos nacidos del sol que ilumina a la humanidad, y de Perse, hija del Océano. Dirigimos nuestra nave hasta un puerto cómodo; ¡sin duda un dios nos guiaba en aquel momento! Bajamos a tierra y permanecimos allí dos días y dos noches, abrumados por la fatiga y con el alma afligida por la pena.

Cuando la brillante Aurora trajo el tercer día, tomé una lanza y una espada afilada y subí a una roca para ver si descubría vestigios humanos, o escuchaba la voz de algún mortal.

Desde la cima de aquella montaña, vi que salía humo del seno de la tierra, en el palacio de Circe, entre los tupidos árboles del bosque. Mi primera idea fue acercarme al lugar del que salía aquel denso humo, pero después me pareció preferible volver a la playa para comer con mis compañeros y enviarlos después a explorar. Ya estaba llegando a la nave, cuando un dios, apiadándose de mí en aquella soledad, puso en mi camino un hermoso ciervo de alta cornamenta; salía de entre los pastos del bosque y se dirigía al río para refrescarse, pues estaba agobiado por el ardiente calor del sol. Lo maté con la jabalina, lo llevé a la nave y se lo ofrecí a mis compañeros, con amables palabras.

-No, amigos: a pesar de nuestros sufrimientos, no bajaremos, a las sombrías moradas de Plutón hasta que llegue el día fatal de la muerte. ¡Mientras tengamos alimento y vino, pensemos en comer y no dejarnos rendir por el hambre!

Se apresuraron a obedecer; soltaron los mantos con los que se cubrían y miraron con sorpresa la caza. Cuando se quedaron satisfechos de verlo, se lavaron las manos y se dispusieron a preparar la comida. Durante todo el día, hasta que se puso el sol, estuvimos comiendo y saboreando un deleitoso vino. Cuando el astro del día terminó su curso y las tinieblas rodearon la tierra, nos acostamos a la orilla del mar, pero en cuanto la Aurora de los dedos rosados, hija de la mañana, brilló en los cielos, reuní a mis guerreros y les dije:

-¡Oh, compañeros de infortunio, oídme! Ya no sabemos reconocer, ni el ocaso ni el amanecer; incluso, ignoramos por dónde discurre el sol, antorcha de los humanos, sobre la tierra; veamos, pues, qué partido deberemos tomar. En cuanto a mí, creo que ya no existe, pues he subido a una escarpada montaña y he visto la isla, rodeada por la inmensa superficie de las aguas; la tierra en la que estamos, es baja y, en su centro exhala torbellinos de humo a través de los espesos bosques.

Al oírme, se les rompió el alma por el dolor: recordaron las funestas acciones del Lestrigón Antífates y las crueldades del terrible Cíclope que devoraba humanos. Lanzaron gemidos que me atravesaban, dejando correr torrentes de lágrimas de sus ojos. Peo el llanto no proporciona ningún consuelo a tan desgraciada aflicción.

Entonces, separé en dos grupos a mis guerreros de hermosas grebas y nombré un jefe para cada uno de ellos. Yo mandaría el primero y el divino Euríloco encabezaría el segundo. Eché a suertes nuestros nombres en un casco para saber quién iría primero a la descubierta, y salió el magnánimo Euríloco, que se alejó de inmediato, seguido por veintidós aqueos que nos dejaron con los ojos bañados en lágrimas, lanzando hondos gemidos. Descubrieron al fondo de un valle el palacio de Circe, construido con piedras pulimentadas, situado sobre un altozano. 


A su alrededor aparecían lobos salvajes y leones que la diosa había domado dándoles funestos brebajes. Aquellos animales, lejos de precipitarse sobre mis compañeros, se acercaron para acariciarlos con sus largas colas. Como los perros fieles halagan a sus dueños cuando vuelven de un festín, del que sin duda les traerán algunos ricos manjares, así los leones y lobos de agudas garras acariciaban a nuestros guerreros, que, no obstante, estaban espantados ante la vista de aquellos terribles monstruos.

Circe, de Edward Burne-Jones, 1899

El grupo de Euríloco se detuvo ante los pórticos de la diosa de hermosa cabellera y escuchó a Circe, que en el interior del palacio cantaba con voz melodiosa, mientras tejía una tela inmensa y divina, parecida a los magníficos, delicados y deslumbrantes trabajos de las divinidades celestes. Polites, uno de los jefes, y uno de mis compañeros a los que yo más honraba, dijo:

-¡Oh, amigos, oigo a una mujer, diosa o mortal, cantar deliciosamente en el interior de este palacio, y hace resonar los muros mientras teje una gran tela; apresurémonos a llamarla.

Todos mis compañeros gritaron y Circe acudió de inmediato. Abrió sus brillantes puertas, nos invitó a seguirla y mis guerreros entraron imprudentemente en el palacio. Pero Euríloco, sospechando alguna trampa, permaneció sólo junto a los pórticos. Circe los introdujo e hizo que se sentaran en tronos y asientos; después mezcló queso, harina de cebada y miel nueva, con vino de Pramnio, y añadió a esta preparación unas funestas plantas, para que mis compañeros perdieran completamente los recuerdos de su patria. Después de darles el brebaje –que ellos bebieron con avidez-, los golpeó con su vara y los encerró en el establo.


Mis compañeros parecieron entonces cerdos, por la cabeza, la voz, los pelos y el cuerpo, pero su espíritu siguió conservando la misma energía y, a pesar de sus lamentos, quedaron encerrados en el establo, donde Circe les daba para comer frutos de haya y cornejos, que es lo que comen los cerdos que se revuelcan en la tierra.

De inmediato, Euríloco corrió hacía el oscuro navío para anunciarnos el triste destino de nuestros desgraciados compañeros. Quería hablar, pero no pudo proferir una sola palabra; tanto le había conmovido el dolor que había en su alma. Tenía los ojos anegados en lágrimas y su corazón se ahogaba en la tristeza. Después de preguntarle varias veces, finalmente, nos contó la desgracia de nuestros compañeros.

-Cruzamos el bosque –dijo-, como nos ordenaste; pronto descubrimos, al fondo del valle, hermosos palacios construidos con piedras talladas y situados sobre una colina. Una mujer, diosa o mortal, cantaba con voz melodiosa, mientras tejía una gran tela. Mis compañeros la llamaron gritando, ella salió rápidamente y nos invitó a seguirla. Todos los aqueos entraron imprudentemente en su morada, pero yo, temiendo alguna trampa, permanecí en el pórtico. Ahora, todos mis compañeros han desaparecido; ninguno de ellos ha salido del palacio, aunque he esperado mucho tiempo con la mirada fija en su pórtico.

Al oírle, me colgué a los hombros una larga espada de bronce enriquecida con clavos de plata; tomé mi arco y mi carcaj y ordené a Euríloco que me llevara por aquel mismo camino. Pero el héroe, abrazando mis rodillas, dejó escapar estas pocas palabras:

-Hijo de Júpiter, no me obligues, a mi pesar, a volver a ese palacio; déjame permanecer en esta playa. Sé que no volverás nunca más.

-Eurícolo –le respondí-: puedes quedarte aquí para comer y beber; pero yo me voy, porque una dura necesidad me obliga a hacerlo. Y me alejé del navío y de la orilla del mar. 

Ya llegaba al gran palacio de la maga Circe, cuando en mi camino, se presentó Mercurio, con el cetro de oro, bajo los rasgos de un joven en la flor de la edad y reluciente de gracia y frescura. El dios me tomó la mano y me dijo:

-Infeliz ¿Por qué asciendes tú sólo por estas montañas, si no conoces la tierra? Todos tus compañeros, retenidos por Circe, están, como viles rebaños encerrados en establos; ¿vienes para liberarlos? En ese caso, temo que tú mismo no podrás volver y que te quedarás allí como ellos. Pero, escucha: quiero preservarte de esos males y salvarte. Toma esta planta salutífera, que alejará de ti el día siniestro, y ve al palacio de Circe. Y ahora voy a explicarte los perniciosos designios de la diosa. 

Circe te preparará primero un brebaje en el que echará funestos encantamientos, que serán impotentes, pues esta planta salutífera te preservará de todo mal. Pero escucha algo más; cuando Circe te toque con su larga varita, saca tu espada y levántala sobre ella como si fueras a matarla. Circe, temblorosa, deseará unirse a ti. Entonces no te niegues a compartir su lecho para que libere a tus amigos y te acoja favorablemente. Haz que te jure, con palabra de diosa, que no tramará ningún engaño en tu contra, para después de desarmarte, y robarte a la vez, las fuerzas y el valor.

Después me dio una planta que acababa de arrancar de la tierra y me explicó su naturaleza; la raíz era negra, pero su color era blanco como la leche y los dioses la llaman moly. Los hombres no pueden arrancarla, pero todo es posible a los inmortales. Después, Mercurio abandonó la isla sombreada de árboles y dirigió sus pasos hacia el Olimpo. 

Yo me dirigí a la morada de la diosa, con mil pensamientos agitando mi alma. Me detuve ante los pórticos y llamé a la encantadora, que oyó mi voz y acudió enseguida. Abrió las brillantes puertas, me invitó a seguirla y yo entré en el palacio con el corazón anegado de tristeza. Me introdujo e hizo que me sentara en un magnífico trono adornado con clavos de plata; colocó un escabel bajo mis pies y preparó un brebaje en una copa de oro en la que mezcló sus funestas plantas, meditando en el fondo de su alma terribles designios; después me ofreció la copa. Bebí sin que me hiciera efecto y ella, tocándome con su varita, me dijo: 

-¡Ve ahora al establo a reunirte con tus compañeros!

En cuanto dijo estas palabras, tomé mi aguda espada y me precipité sobre la diosa como si fuera a matarla. De repente, Circe, dando un terrible grito, se agachó, abrazó mis piernas, y me dijo con palabras entrecortadas por sollozos:

-¿Quién, pues, eres tú? ¿Cuál es tu ciudad y quienes son tus padres? Estoy verdaderamente sorprendida de que hayas bebido mi filtro y no hayas sufrido el encantamiento, a pesar de que ningún hombre, hasta hoy, ha podido resistir los efectos de este brebaje, bien al beberlo, bien por haber acercado los labios a la copa. ¿Se encierra en tu pecho un corazón indomable? ¿No serás ese ingenioso Ulises, que tenía que venir a esta isla a su vuelta de Troya, como me anunció Mercurio, el dios del cetro de oro? Si es así, guarda tu espada en su vaina, y compartamos el lecho. Unámonos y expulsemos la desconfianza de nuestras almas.

-Circe –le respondí-: ¿Cómo te atreves a ordenar que calme mi cólera? Has convertido a mis compañeros en cerdos y ahora quieres que permanezca en tu casa, y que comparta tu lecho, para robarme a la vez el valor y mis fuerzas, una vez que me hayas desarmado. ¡No! ¡No quiero unirme a ti, pérfida diosa, a menos que me jures que no meditas cualquier maligno designio contra mí!

Ella juró lo que le pedí y entonces, consentí en compartir su hermoso lecho.

Cuatro Ninfas vivían en aquel palacio y servían a la diosa con celo; son hijas e las fuentes, de los bosques y de los ríos que se precipitan al mar. Una de ellas extendía sobre soberbios asientos, tapices de púrpura y los recubría con un rico tejido de lino; otra preparaba ante los asientos mesas de plata sobre las cuales colocaba bandejas de oro; la tercera mezclaba en una crátera de plata un suave vino, tan dulce como la miel y distribuía copas de oro; la cuarta, en fin, encendía madera seca bajo el ancho trípode para calentar el agua. 

Cuando la límpida onda tembló en el brillante acero, la ninfa me llevó a un magnífico baño; lo llenó de un agua tibia y pura que vertió sobre mi cabeza y mis hombros para relajar mi cuerpo de la fatiga que lo abrumaba. Después de bañarme en la onda perfumada de esencias, la Ninfa me vistió una túnica y un manto, me coloco en un asiento enriquecido con clavos de plata y puso un escabel bajo mis pies. Una esclava, llevando un hermoso aguamanil de oro, echó el agua que llevaba en un cuenco de plata, para que me lavara las manos, después, colocó ante mí una pulida mesa sobre la cual, el intendente de palacio colocó numerosos manjares que ella me ofreció con largueza. Después, la diosa me invitó a gustar los encantos de la comida, pero mi corazón se negó a aceptarlo. Permanecí sentado pensando en otras cosas, pues aún presentía nuevas desgracias.

-Ulises -me dijo-, ¿por qué permanecer así, como un hombre privado de la palabra? ¿Por qué romperte el corazón con la pena y rechazar estos alimentos y bebidas? ¿Temes todavía alguna nueva trampa? No temas nada, divino héroe, porque yo he hecho el más terrible de los juramentos.

Y yo le respondí: 

-Circe, ¿qué hombre justo y ecuánime comería con placer estos alimentos y bebidas, antes de liberar a sus valientes compañeros y de haberlos visto con sus propios ojos? Si me mandas sinceramente, ¡oh, diosa!, que beba y coma, libéralos para que yo pueda verlos.

Circe atravesó la sala llevando su varita en la mano; abrió las puertas del establo e hizo salir a todos mis compañeros, que parecían cerdos de unos nueve años. Los roció, uno tras otro, con una nueva esencia y de inmediato se desprendieron de sus miembros las cerdas que les habían hecho crecer los funestos encantamientos de la poderosa Circe. Aparecieron más jóvenes de lo que eran antes, y los vi más hermosos y más grandes de lo que los había visto nunca. Me reconocieron enseguida; me estrecharon las manos lanzando gritos de felicidad que hacían vibrar el palacio, moviendo la compasión de la misma diosa, que entonces se acercó a mí de nuevo.

-Noble hijo de Laertes -me dijo-, ingenioso Ulises; vuelve ahora a tu ligero navío y tráelo a tierra. Guarda después en grutas tus riquezas y los aparejos de tu nave y vuelve trayendo aquí a todos tus amados compañeros.

Me dejé persuadir por sus palabras, pero cuando llegué a la playa, encontré junto a mi nave a los compañeros que suspiraban derramando abundantes lágrimas. 


Y así como las terneras que se guardan en el campo, ven volver al aprisco a las vacas saciadas de hierba, se precipitan a su encuentro apretándose contra sus madres y balando a su lado, sin que ninguna barrera las pueda retener, así cuando mis compañeros me vieron, me rodearon derramando torrentes de lágrimas; estaban tan felices como si hubieran vuelto a ver su patria, la áspera Ítaka, donde antaño vieron la luz y pasaron su infancia. Después exclamaron con la voz entrecortada por los gemidos:

-Sí, amado hijo de Júpiter, tu vuelta nos causa tanta alegría como si hubiéramos vuelto a Ítaka. Pero cuéntanos ahora qué fue de nuestros compañeros.

-Amigos -les dije de inmediato: -Empecemos por llevar la nave a tierra y llevemos nuestras riquezas y aparejos a una gruta. Disponeos todos a seguirme, si queréis ver a vuestros compañeros comiendo y bebiendo en las divinas moradas de Circe, donde no carecen de ninguno de sus deseos.

Apenas me oyeron, se dispusieron a ejecutar mis órdenes, pero Euríloco los retuvo, diciéndoles:

-¡Ah, desgraciados! ¿A dónde corréis? ¿Tenéis sed de nuevas desgracias, puesto que tanto deseáis volver a las moradas d Circe? ¡Esa diosa os convertirá en cerdos, en lobos, o en leones, y quedaréis obligados a guardar su gran palacio, como el Cíclope devoró a nuestros amigos cuando entraron en su gruta para acompañar al audaz Ulises, por cuya imprudencia murieron!

Al oírle, me pregunté si no debería echar la cabeza de Euríloco al agua, a pesar de que era un próximo pariente mío, pero los compañeros me retuvieron, diciendo:

-Ilustre hijo de Júpiter, dejemos aquí a Euríloco para que guarde la nave, pero tú llévanos a la sacra morada de la divina Circe.

Al mismo tiempo se alejaron todos de la orilla del mar, y Euríloco también me siguió, pues temía mis terribles amenazas.

Durante aquel mismo tiempo, Circe bañaba a mis compañeros y los perfumaba con olorosos aceites. Después les ofreció soberbios mantos y ricas túnicas, y al entrar en palacio, volvimos a ver a nuestros fieles amigos, ocupados en comer. Cuando se vieron unos y otros, se contaron sus aventuras lanzando gemidos que hacía retumbar los muros, y entonces, Circe, la más noble de las diosas, me dijo:

-Hijo de Laertes, ingenioso Ulises, y vosotros, valerosos guerreros, no habléis más de vuestros sufrimientos; conozco todos los males que habéis soportado sobre el mar lleno de peces, y todos los sufrimientos que enemigos crueles os han causado. Ahora, tomad estos alimentos y bebed este vino, hasta que hayáis recobrado el valor que os animaba cuando, por primera vez abandonasteis la áspera Ítaka, vuestra amada patria. Estáis abatidos y sin fuerzas; recordáis siempre vuestros penosos viajes y vuestra alma no se entrega a la alegría, porque, indudablemente, habéis sufrido mucho. 

Nos dejamos persuadir por la diosa y nos quedamos allí durante un año, gustando con placer los abundantes alimentos y los deliciosos vinos. Pero cuando, pasando el tiempo, se completó el año y los meses se sucedieron unos a otros, y las largas jornadas se terminaron, mis amados compañeros, me llamaron para decirme:

-¡Desgraciado, acuérdate de la patria, ya que los dioses han resuelto salvarte y llevarte al amado lugar donde naciste.

Escuché favorablemente sus palabras. Durante aquel día aún comimos deliciosas y suculentas viandas y bebimos con alegría el deleitoso néctar, pero cuando el sol terminó su recorrido y las tinieblas se fueron expandiendo sobre la tierra, mis valientes y fieles compañeros, fueron a dormir en el sombrío palacio.

Yo subí entonces al magnífico dormitorio de la divina Circe y, abrazando sus rodillas, le dije:

-Dígnate cumplir la promesa que me hiciste; devuélveme a mi hogar, porque tal es mi deseo y el de mis bravos compañeros, que, continuamente me rompen el corazón con ese deseo, gimiendo cada vez que te alejas de nosotros. 

-Generoso hijo de Laertes -me respondió-, ingenioso Ulises, tú y tus guerreros no permaneceréis aquí a vuestro pesar, pero todavía os queda un viaje por hacer. Debéis descender a las sombrías moradas de Plutón y de la terrible Proserpina, para consultar el alma del tebano Tiresias, el divino ciego cuya inteligencia es superior a su fuerza. Proserpina concedió a Tiresias -aunque estuviera muerto-, un espíritu conocedor de todo, aunque los demás habitantes de aquel imperio no son más que sombras errantes.

Estatua que representa a Isis-Perséfone-Proserpina, con un sistro, hallada en el templo de los dioses egipcios de Gortina y conservada en el Museo Arqueológico de Heraclión. 180-190 d. C.

Aquellas palabras me rompieron el corazón. Lloré tumbado en mi lecho y ya no quería vivir ni volver a ver la luz del sol. Pero después de haber desahogado mi alma con abundantes lágrimas, acercándome al lecho de la diosa, le dije:

-¡Oh, Circe! ¿Quién me enseñará el camino, si nadie, hasta ahora, ha llegado en una nave hasta la tenebrosa morada de Plutón?

-Noble hijo de Laertes, no te molestes en buscar un guía. Iza tú mismo el mástil de tu nave; despliega las blancas velas y siéntate; el soplo del Bóreas dirigirá tu nave. Cuando hayas atravesado el océano, encontrarás una pequeña isla y el bosque de Proserpina, en el que crecen altos álamos y sauces que dejan perder sus frutos. Entonces, acercarás tu navío a la playa bañada por las aguas del mar y entrarás en las fangosas moradas de Plutón. 

Allí donde van a desembocar en el Aqueronte, el Piriflegéton y el Cocito, que también lleva sus aguas hasta la Estigia. Una enorme roca se alza en el lugar en que estos sonoros ríos se reúnen. Noble héroe. Cuando estés cerca de aquellas riberas, cavarás una fosa de un codo por cada lado. En torno a esa fosa ofrecerás libaciones a todos los muertos; la primera debe ser de vino y miel, la segunda de un dulce néctar, y la tercera, con agua, y finalmente, echarás harina blanca sobre las libaciones. A continuación, invoca las ligeras sombras de los muertos, prometiéndoles que cuando vuelvas a Ítaka, les inmolarás una novilla estéril, la más hermosa que tengas en tus palacios, y que quemarás en una hoguera preciadas ofrendas. Sacrificarás, además, solo para Tiresias, un carnero completamente negro, el más valioso de todos tus rebaños. 

Cuando hayas dirigido tus plegarias a la famosa multitud de los muertos, inmola allí mismo, un cordero y una oveja negra, volviendo sus cabezas hacia el lado del Érebo. Después vuelve tu mirada y dirígete hacia la corriente del río; allí es donde llegarán en multitud las almas de los muertos. Ordena a tus compañeros que despojen y quemen víctimas inmoladas con el cruel bronce y que imploren al formidable Plutón y a la terrible Proserpina. 

En cuanto a ti, debes desenvainar la aguda espada que llevas a la cadera e impedir que los muertos se acerquen a la sangre, antes de que hayas consultado a Tiresias. Cuando este divino llegue, oh, Ulises, él te indicará el camino, te dirá la duración del viaje y cómo podrás volver a tu patria a través de la mar llena de peces.

Apenas terminó de decir estas palabras, cuando brilló en los cielos la Aurora en su trono de oro. Circe me puso una túnica y un manto y ella se puso un hermoso vestido blanco, de elegante apariencia, hecho de un tejido muy delicado. Rodeó sus caderas con un magnífico cinturón de oro y se puso un velo en la cabeza. Yo recorrí el palacio y desperté a mis compañeros diciendo a cada uno de ellos con suaves palabras:

-No os rindáis al sueño, y partamos, amigos; la venerable Circe así lo ha ordenado.

Inmediatamente se apresuraron a obedecer mis órdenes, pero no todos vinieron conmigo, pues Elpénor, el más joven de todos, que no era, ni valiente en la guerra, ni sano de espíritu, se había alejado de sus amigos para respirar aire fresco y se durmió con la cabeza pesada por los vapores del vino. Cuando oyó el ruido que hacían mis compañeros, se despertó sobresaltado, y, en la confusión de su espíritu, en lugar de bajar por la escalera, se precipitó desde la altura. A causa de la caída se le rompieron las vértebras del cuello y su alma voló hacia las sombrías moradas.

Cuando todos los guerreros se reunieron, les dirigí el siguiente discurso.

-Sin duda, estáis pensando que salimos hacia la amada patria, pero Circe nos ha designado otro camino, y debemos dirigirnos al tenebroso imperio de Plutón y de la terrible Proserpina, para consultar el espíritu del tebano Tiresias.

Al oír mis palabras se rompieron de dolor; se sentaron gimiendo y se arrancaban el pelo de sus hermosas cabelleras, pero las lágrimas, no sirvieron de ayuda a aquellos desgraciados en esta ocasión.

Tristes y llorosos, volvimos todos a la nave, que permanecía a la orilla del mar. La divina Circe, que se había acercado hasta allí, ató en la cubierta un carnero y una oveja negra, pasando fácilmente desapercibida ante nuestros ojos, porque, ¿quién puede seguir con la mirada a un inmortal que no desea ser visto?

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