viernes, 27 de noviembre de 2015

Pericles– Περικλῆς– "Rodeado de Gloria".



Pericles. c. 495 a. C. 429 a. C.
Detalle de la copia romana de una escultura griega posterior al 429 dC. 
Altes Museum. Berlín.

Año 431 a.C. Los atenienses han vuelto a elegir General a Pericles por un año, como es habitual, aunque ya tiene más de sesenta. Desde 445, es la decimotercera vez que será estratego-στρατηγο, cargo que comparte con otros nueve miembros.

El Primer Ciudadano de Atenas, que ha contribuido al bienestar de sus ciudadanos, mejorando su flota o construyendo el conjunto de la Acrópolis, lo observa todo con satisfacción; casi dondequiera que ponga sus ojos, encuentra alguna muestra de su personal aportación al engrandecimiento de la ciudad. Tal vez piense que su vida no será mucho más larga, pero sin duda ignora las amargas horas que le esperan: algunos ciudadanos le acusarán ante los jueces; será destituido y verá cómo la peste diezma a su pueblo, termina con la vida de sus hijos, con la suya, y, finalmente, con la primacía de Atenas.

Se le supone amigo y discípulo de grandes filósofos, como Protágoras, Zenón de Elea o Anaxágoras, especialmente de este último, pero no es imposible que sus reconocidas dotes fueran, sin embargo, innatas y sólo perfeccionadas a través del trato amistoso e intelectual con aquellos sabios. Pericles sería, ante todo, y además de formidable estratega, un extraordinario orador, dueño de un envidiable equilibrio emocional, y dotado de una gran capacidad de convicción, por la cual fue capaz de transmitir con firmeza y tenacidad, su indestructible fe en la democracia.

Ya en 430 aC., tras la victoria de Naupacto - Ναύπακτος –que conocemos como Lepanto–, en plena Guerra del Peloponeso - Πελοποννησιακός Πόλεμος, la peste hace su aparición en Atenas y asolará la ciudad hasta el 427 aC. Pero antes de acabar con más de la tercera parte de la población, destruirá todos los principios que servían de base al sistema, a causa de la desesperación. Causó, en fin, daños que, muy pronto se mostraron irreparables. Atenas nunca volvería a ser la que fue durante el Siglo de Pericles.

El historiador Tucídides-Θουκυδίδης, también afectado por la peste, pero que por fortuna la superó, nos ha transmitido la crónica de aquella terrible situación en su Historia de la Guerra del Peloponeso-Ιστορία του Πελοποννησιακού Πολέμου.

Pericles estaba convencido de que si Atenas quería mantener su grandeza, tenía que detener el crecimiento de Esparta, su antigua aliada, y así lo afirmó ante sus conciudadanos: Debéis saber que la guerra es inevitable; que si la aceptamos con buen ánimo, con tanto menor ímpetu tendremos a nuestros enemigos prestos al ataque, y que de los máximos peligros sobrevienen los mayores honores, tanto para la ciudad como para el individuo. 

Esparta envió a Atenas mensajeros en calidad de embajadores, que debían intentar detener el conflicto, salvando así su responsabilidad cualesquiera que fueran los resultados, pero el Estratego convenció a la Asamblea de la amenaza que constituiría el predominio de Esparta, el cual sólo podía producirse en tiempo de paz, razón por la cual, la guerra se presentaba como la única vía aconsejable para evitarlo. 

Pero la peste, fiel y constante secuela de la guerra, terminó con todas las expectativas de un pueblo y una época, que había sido grandiosa en casi todos los aspectos.

La plaga de Atenas –primavera de 430 aC.–, de Michael Sweerts. siglo XVII. 
Museo de Arte del Condado de Los Ángeles.

Actualmente, tras la investigación llevada a cabo por un equipo de investigadores de la Universidad de Atenas, dirigidos por el doctor Papagrigorakis –Μ. Παπαγρηγοράκης, profesor de la Facultad de Odontología–, publicada en 2006, se ha llegado a la conclusión, prácticamente definitiva, de que se trató de una epidemia de tifus, al contrario de lo que se deducía del análisis de las informaciones aportadas por Tucídides, que habían conducido a la estimación de otras causas en el origen de la plaga, como peste bubónica, viruela, sarampión, etc. –The results of this study clearly implicate typhoid fever as a probable cause of the Plague of Athens–. Los resultados de este estudio claramente implican a las fiebres tifoideas como una probable causa de la Plaga de Atenas.

Manolis Papagrigorakis, publicó el estudio en la revista especializada International Journal of Infectious Diseases, en la que declaró que fue el descubrimiento y análisis dental de los restos hallados de ese período (430 AC) lo que permitió dar con la solución al misterio. Los restos estaban en fosas comunes en el cementerio Keramikos-Κεραμεικός, hoy en la ciudad de Atenas, donde se hallaron restos de unos 150 cuerpos.

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Aquel año, 431 a.C. Esparta invadió Atenas y sembró el pánico entre los ciudadanos, que, no obstante siguieron confiando en Pericles, quien, gran previsor y estratega, había elaborado un plan, basado en el hecho de que Esparta carecía de flota: Que el enemigo avance por el Ática; la población se refugiará en las inexpugnables fortalezas entre Atenas y el puerto del Pireo. De ese modo, impediremos que sean cortadas las vías de comunicación marítima y por el mar emprenderemos nuestro ataque.

Efectivamente, los espartanos avanzaban por el Ática, abandonada en su mayor parte, mientras la flota ateniense se dirigía al Peloponeso, atacando y saqueando ciudades aliadas de Esparta. El propio Pericles invadió Megara.

De acuerdo con las expectativas del estratego, todo parecía girar a favor de Atenas, hasta que la peste entró en la ciudad, por el puerto del Pireo, presumiblemente transportada por sus propias naves.

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Durante la primera fase de la guerra, la llamada Arquidámica, el rey de Esparta, Arquídamo, asedió Platea en 429. Atenas envió refuerzos allí y Pericles fue nombrado Estratego, actuando como general con plenos poderes. Atenas fue suficientemente abastecida para atender al ejército que debía defenderla, en tanto seguía la ofensiva por mar, atacando las costas de Élide, Acarnania, Mesenia y Argólida. Atenas obtuvo la victoria de Esfacteria frente a Pilos

Concluida esta primera fase de la guerra, Pericles pronunció en el cementerio Kerámiko, y en honor de los soldados muertos, un Discurso Fúnebre que conocemos a través de Tucídides y que ha pasado a la Historia como uno de los más brillantes ejemplos de oratoria castrense y política.

El periodo terminaría, como sabemos, con la peste, favorecida por el excesivo número de refugiados, que huyendo de Ática, intentaban sobrevivir al amparo de los muros largos que protegían la ciudad desde la Acrópolis hasta el Pireo y que eran inexpugnables, aunque no para los transmisores de la plaga. Remitida la peste, ya sin Pericles, se reprodujeron los enfrentamientos, hasta que se acordó la Paz de Nicias, en 421.

La mayor parte de los habitantes del Ática se refugiaron en Atenas

Los Muros Largos

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El discurso de Pericles. Historia de las Guerras del Peloponeso. Tucídides.

El mismo invierno, los atenienses conforme a la tradición, celebraron, a costa del Estado, los funerales de las primeras víctimas de la guerra, y se hizo con el siguiente orden. Se levantó una tienda bajo la cual se expusieron durante tres días los restos de los difuntos. Cada uno llevó sus ofrendas a aquel al que había perdido. Un convoy de carros transportó los féretros de ciprés; uno por tribu, en los que se colocaron los restos de todos los miembros de cada tribu. Una litera vacía y cubierta fue llevada en honor de aquellos cuyos cuerpos nunca pudieron hallarse. Todos los que lo desearon, tanto ciudadanos como extranjeros, participaron en el cortejo. Las mujeres se colocaron cerca de la sepultura de sus parientes y dejaron oír sus lamentos. Después se colocaron los restos en el monumento público que se levantó en la mejor parte del barrio, donde se inhuman siempre los muertos en la guerra, con la única excepción de los que murieron en Maratón, pues en razón de su eminente valentía, fueron enterrados en el mismo lugar del combate.

Terminada la inhumación, un orador designado por la república entre los hombres más notables y considerados, hace el elogio fúnebre como está establecido y después todos se retiran. Tal es el ceremonial de los funerales. Durante toda la guerra, cada vez que la ocasión lo permite, se respeta esta tradición. Para hacer el elogio de las primeras víctimas fue elegido Pericles, hijo de Jantipo. Llegado el momento, se alejó del sepulcro y se situó en un lugar suficientemente elevado para que la multitud pudiera oírlo más fácilmente y pronunció el discurso que sigue.

La mayor parte de los que antes que yo tomaron aquí la palabra, han elogiado al legislador que añadió a los funerales previstos por la ley, la oración fúnebre en honor de los soldados muertos en la guerra. En mi opinión, a los hombres cuya valentía se ha manifestado por los hechos, bastaría que le fuesen rendidos por ello, honores tales como los que la República les ha ofrecido ante vuestros ojos, y que las virtudes de tantos guerreros no tuvieran que depender de la habilidad, más o menos grande de un orador, para obtener más o menos credibilidad.

Es difícil, en efecto, hablar como conviene, en una circunstancia en la que la verdad es tan difícil de establecer en los espíritus. El oyente informado y benévolo está tentado a creer que el elogio es insuficiente, dado lo que él desea y lo que sabe; el que no tiene experiencia querría creer, empujado por la envidia, que hay exageración en todo aquello que está por encima de su naturaleza. Las alabanzas dirigidas a otros no son soportables sino en la medida en que uno se estima a sí mismo susceptible de llevar a cabo las mismas acciones. Lo que nos supera, excita la envidia y la desconfianza. Pero ya que nuestros antepasados juzgaron excelente esta costumbre, debo, yo también, someterme y tratar de satisfacer lo mejor que pueda, el deseo y el sentimiento de cada uno de vosotros. 

Empezaré, pues, por nuestros antepasados, pues es justo y equitativo, en tales circunstancias, ofrecerles el homenaje de un recuerdo. Esta tierra, que sin interrupción han habitado gentes de la misma raza, ha pasado de mano en mano hasta hoy, salvaguardando, gracias a su valor, su libertad. Ellos merecen estos elogios, pero nuestros padres los merecen más todavía. A la herencia que recibieron, ellos añadieron y nos legaron, al precio de mil trabajos, el poder que poseemos. Nosotros lo hemos acrecentado; nosotros, que aún vivimos y que hemos llegado a la plena madurez. Somos nosotros quienes hemos puesto la ciudad en estado de ser suficiente para sí misma en todo, tanto en la guerra como en la paz. Las hazañas guerreras que nos han permitido adquirir estas ventajas, y el ardor con el cual nosotros mismos o nuestros padres hemos rechazado los ataques de los bárbaros o de los griegos, no quiero extenderme más. Todos vosotros lo sabéis y lo dejaré pasar en silencio.

Pero la formación que nos ha permitido alcanzar este resultado, la naturaleza de las instituciones políticas y las costumbres que nos han aportado estas ventajas, es lo que os mostraré primero. Continuaré con el elogio de los muertos, pues estimo que en las presentes circunstancias un asunto parecido está de actualidad y la multitud entera de ciudadanos y de extranjeros puede obtener un gran beneficio.

Discurso fúnebre de Pericles. Philipp Foltz

Nuestra constitución política no tiene nada que envidiar a las leyes que rigen a nuestros vecinos; lejos de imitar a los demás, nosotros somos quienes proveemos el ejemplo a seguir. De hecho, el Estado, entre nosotros, está administrado en interés de la mayoría y no de unos pocos; nuestro sistema ha tomado el nombre de democracia. En lo que concierne a las diferencias particulares, la igualdad está asegurada a todos por las leyes, pero en lo que concierne a la participación en la vida pública, cada cual obtiene la consideración en razón de su mérito, y la clase a la cual pertenece importa menos que su valor personal. En fin, nadie es molestado por la pobreza ni por la oscuridad de su condición social, si puede ofrecer algún servicio a la ciudad. La libertad es nuestra regla en el gobierno de la república y en nuestras relaciones cotidianas, en las que la desconfianza no tiene sitio; no nos enfadamos contra el vecino si actúa por su decisión. En fin, no usamos esas humillaciones que, aunque no provoquen ninguna pérdida material, no son menos dolorosas por el espectáculo que ofrecen. 

La obligación no interviene en nuestras relaciones particulares; un temor saludable nos impide transgredir las leyes de la república; obedecemos siempre a los magistrados y las leyes, y entre estas, sobre todo las que aseguran la defensa de los oprimidos y las que, aun no estando codificadas, imprimen en el que las viola, un desprecio universal.

<Estatua de Pericles en Atenas

Por otra parte, para disipar tantas fatigas, hemos creado para el alma numerosos entretenimientos; hemos instituido juegos y fiestas que se suceden de principio a fin de año con maravillosos entretenimientos particulares cuyo disfrute cotidiano destierra la tristeza. La importancia de la ciudad hace que afluyan los recursos de la tierra y disponemos tanto de ellos, como de los de nuestra tierra.

En lo que concierne a la guerra, he aquí en lo que nos diferenciamos de nuestros adversarios. Nuestra ciudad está abierta a todos; jamás usamos ξενηλασίαις –expulsión de extranjeros-, para separar a nadie de un conocimiento o de un espectáculo, cuya revelación podría ser aprovechada por nuestros enemigos, porque fundamos menos nuestra confianza en los preparativos y las estratagemas de guerra, que en nuestro propio valor en el momento de la acción. 

En materia de educación, otros pueblos –Esparta- con penosos entrenamientos acostumbran a los niños desde muy pequeños al valor viril, pero nosotros, a pesar de llevar una vida cómoda, afrontamos con la misma bravura que ellos, peligros similares. Y, he aquí una prueba, los Lacedemonios, cuando entran en campaña contra nosotros, no operan solos, sino con todos sus aliados, pero nosotros, penetramos solos en el territorio de nuestros vecinos y con frecuencia nos cuesta mucho triunfar, en países extranjeros, frente a adversarios que defienden sus propios hogares.

Admitamos que afrontamos los peligros con más indolencia que trabajosa aplicación; que nuestro valor procede más de nuestro ánimo natural que de las obligaciones legales, pero tenemos al menos la ventaja de no inquietarnos por los daños posibles, ni por ser, a la hora del peligro, tan valerosos como los que no han dejado nunca de prepararse para ello.

Pero nuestra ciudad también tiene otros títulos para despertar la admiración general.

Sabemos conciliar el gusto de lo bello con la sencillez y el gusto por los estudios, con la fuerza. Usamos la riqueza para la acción y no para la vana demostración. Entre nosotros no es vergonzoso confesar la pobreza; ni se intenta evitarla a cualquier precio. 

Los mismos hombres pueden entregarse a sus asuntos particulares y a los del Estado; los sencillos artesanos pueden entender perfectamente cuestiones políticas. Nosotros mismos, decidimos en los asuntos, y de ellos hacemos un relato preciso; la palabra no es nociva para la acción, pero sí lo es el no informarse por medio de la palabra, antes de lanzarse a la acción. He aquí pues, en qué nos distinguimos; sabemos aportar a la vez audacia y reflexión a nuestras empresas. A los demás, la ignorancia los hace valientes y la reflexión, indecisos.

Así pues, deben ser juzgados más valerosos aquellos que conociendo exactamente las dificultades y los peligros de la vida, no se vuelven atrás ante los peligros.

En resumen, lo afirmo, nuestra ciudad en su conjunto es la escuela de Grecia. Y no se trata de una vana demostración de palabras obligadas por las circunstancias, sino la misma verdad os indica el poder que estas cualidades nos han permitido adquirir. Atenas es la única ciudad que, en la experiencia, se muestra superior a su reputación; es la única que no deja rencor a sus enemigos por las derrotas que ella les inflige, ni desprecio a los súbditos por la indignidad de sus jefes. Nos tendrán admiración, sin que tengamos necesidad de los elogios de un Homero o de otro poeta épico capaz de seducir momentáneamente, pero cuyas ficciones serán contradichas por la realidad de los hechos. Por todas partes hemos dejado monumentos eternos de las derrotas infligidas a nuestros enemigos y por nuestras victorias. Tal es la ciudad de la que con razón, estos hombres no han querido dejarse despojar y por la cual han muerto valerosamente en combate, en su defensa; nuestros descendientes consentirán en sufrirlo todo.

Me he extendido sobre los méritos de nuestra ciudad, pues con ello quería representar el elogio de los hombres que son objeto de este discurso. He terminado con la parte principal. La gloria de la república, que me ha inspirado, brilla en el valor de estos soldados y de sus iguales. Sus actos están a la altura de su reputación y hay pocos griegos de los que se puede decir otro tanto.

Ninguno de ellos se dejó ablandar por la riqueza hasta el punto de preferir sus satisfacciones al deber; y ninguno de ellos ha afrontado el peligro, por la esperanza de escapar a la pobreza. Mirando el riesgo como lo más hermoso, han querido, al afrontarlo, castigar al enemigo y aspirar a estos honores. Si la esperanza los sostenía en la incertidumbre del éxito, en el momento de actuar y a la vista del peligro, no pusieron su confianza sino en sí mismos. Prefirieron buscar su éxito en la derrota del enemigo y en la muerte misma, antes que en un cobarde abandono; así han escapado al deshonor, ha sido en lo más alto de la gloria y no en el miedo, como nos han dejado.

Y así es como se han mostrado dignos hijos de la ciudad. Sería perder el tiempo enumerar, ante gente perfectamente informada como lo sois vosotros, todos los bienes que van unidos a la defensa del país, antes bien, tened cada día ante los ojos el poder de la ciudad; servidla con pasión y cuando estéis convencidos de su grandeza, decíos a vosotros mismos, que la audacia, el sentimiento del deber y la observación del honor de estos guerreros, es lo que hemos de procurar todos.

Los hombres eminentes tienen la tierra entera por tumba. Lo que los señala a la atención, no está solamente en su patria, en las inscripciones funerarias grabadas en la piedra; incluso en las tierras más alejadas, su recuerdo persiste, en defecto de epitafios, conservado en el pensamiento y no en los monumentos. 

Tampoco me apiadaré por la suerte de los padres aquí presentes; me contentaré con reconfortarlos. Saben que han crecido en medio de las vicisitudes de la vida y que la satisfacción es para los que obtienen, como estos guerreros, el fin más glorioso; ven coincidir la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé, sin embargo, que es difícil compensaros, ante la felicidad de los demás, por la que vosotros mismos habéis perdido, porque os llegarán muchos momentos en que recordaréis a vuestros desaparecidos.

Se sufre menos por la privación de los bienes que no hemos disfrutado, que por la pérdida de aquellos a los cuales estábamos acostumbrados. Es preciso, sin embargo, recuperar el coraje; que aquellos de entre vosotros a los que la edad se lo permite, tengan otros hijos; los que nazcan harán olvidar a los que ya no están y la ciudad obtendrá una doble ventaja, porque su población no disminuirá y su seguridad estará garantizada. En cuanto a los que no tenéis esta esperanza, pensad en la ventaja que os ha conferido una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será breve; que la gloria de los muertos calme vuestra pena; sólo el amor de la gloria no envejece y en la vejez, no es el amor al dinero, como pretenden algunos, lo que más puede agradar, sino los honores que se nos hayan reconocido.

Y vosotros, hijos y hermanos de estos guerreros, aquí presentes, veo para vosotros, una gran lucha a sostener. Si tuviera que hacer también mención de las mujeres reducidas a la viudedad, expresaré todo mi pensamiento en una breve exhortación: toda su gloria consiste en no mostrarse inferiores a su naturaleza y que se hable de ellas lo menos posible entre los hombres, tanto para bien como para mal. 

He terminado. De acuerdo con la ley, mis palabras han expresado lo que creía útil y en cuanto a los honores reales, ya una parte ha sido rendida a los que han sido enterrados, pero además, sus hijos, hasta la adolescencia, serán educados a costa del Estado; es una corona que ofrece la ciudad para recompensar a las víctimas de estos combates y sus supervivientes; pues los pueblos que proponen a la virtud magníficas recompensas, tienen también los mejores ciudadanos. 

Y ahora, tras haber derramado el llanto por los que se han ido, podéis marcharos.

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Vidas paralelas. Plutarco. Ulrich Han, 1470.

Adquirió Pericles –asegura Plutarco-, como era natural, un ánimo elevado y un modo de decir sublime, puro de toda vulgaridad y acorde con su apariencia, inaccesible a la risa, con su modo grave de andar, con toda la disposición de su persona, imperturbable en el decir, sucediera lo que sucediese, además del tono inalterable de su voz. Con todas estas cosas sorprendía maravillosamente a todos. 

Aunque el poeta Ion dice que el trato de Pericles era arrogante y soberbio, y que a lo jactancioso se unía en él cierta altivez y desprecio hacia los demás, pero, de su trato con Anaxágoras, Pericles, ya desde joven, iba con mucho tiento con el pueblo, porque en la conformación del rostro era muy parecido a Pisístrato el tirano, y los más ancianos admiraban en él, cuando le oían hablar, lo dulce de la voz y la volubilidad y prontitud de su lengua. Así se fue aproximando al pueblo, con tal arte que tomó la causa de la muchedumbre y de los pobres, en vez de la de los pocos y los ricos, no obstante que su carácter nada tenía de popular. 

En todo el tiempo que mandó, que fue muy largo, no se le vio concurrir a convite alguno en casa de ningún ciudadano, sino únicamente en la boda de su primo Euriptólemo, en la que estuvo hasta las libaciones, y luego se levantó. Porque las concurrencias llevan mal todo lo que es altivez, y es muy difícil en la familiaridad conservar aquella gravedad que da prestigio. Rehuía, respecto del pueblo la relación continua y no se le presentaba sino como escatimándose, ni hablaba en todo negocio, ni siempre se mostraba al público, sino que, reservándose para los casos de importancia, las demás cosas las ejecutaba por medio de sus amigos o de oradores de su partido. A este orden de vida y a la elevación de su ánimo procuraba acomodar, como órgano conveniente, su lenguaje, para lo que consultaba frecuentemente a Anaxágoras.

Pero las comedias de sus contemporáneos lanzaron por entonces muchas voces serias o ridículas contra él; de su modo de decir muestran habérsele originado principalmente el sobrenombre de Olímpico, porque decían de él que tronaba, que lanzaba centellas, y que llevaba en la lengua un tremendo rayo.

Pericles era tímido y circunspecto en el decir; y así, al subir a la tribuna, pedía siempre a los Dioses que no se le escapase, sin advertirlo, ni una sola palabra que no fuese acomodada a su intento y a lo que pedía. Pero no dejó nada escrito, a excepción de los decretos; aunque se conservan en la memoria unos cuantos dichos suyos notables, muy pocos; cual es haber dispuesto que se separase a Egina del Pireo, y aquello de decir: Me parece que veo ya la guerra venir del Peloponeso. Tucídides tacha de aristocrático el gobierno de Pericles, diciendo que, aunque en las palabras era democrático, en la realidad era mando de uno solo.

Si no fue del todo irreprensible, tuvo un espíritu generoso y un alma apasionada por la gloria, con los que no es compatible una pasión cruel y feroz, por lo que aflojando las riendas a la plebe, gobernaba a gusto de ésta, disponiendo que continuamente hubiese en la ciudad, o un espectáculo público, o un banquete solemne, o una ceremonia importante, ofreciéndole diversiones del mejor gusto. 

Hacía, además, salir cada año sesenta galeras, en las que navegaban muchos ciudadanos, asalariados por espacio de ocho meses, de modo que, al mismo tiempo se ejercitaban y aprendían la ciencia náutica. Enviaba asimismo mil sorteados al Quersoneso; a Naxo, quinientos; a Andro, la mitad de éstos; otros mil a la Tracia, y otros, a Italia. Todo esto lo hacía para aliviar a la ciudad de una muchedumbre holgazana e inquieta con el mismo ocio; para remediar a la miseria del pueblo, y también para que impusieran miedo y sirvieran de guardia a los aliados, habitando entre ellos, para que no intentaran novedades.

Lo que mayor placer y ornato produjo a Atenas, y más dio que admirar a todos los demás hombres, fue el aparato de las obras públicas, que aún atestiguan que la Grecia no usurpó la fama de su poder y opulencia antigua. Pero, no obstante, esta disposición, era la de que más murmuraban sus enemigos, y la que más calumniaban en las juntas públicas, diciendo que con lo que se obligaba a las ciudades para contribuir a la guerra, doraba y engalanaba la ciudad con estatuas y templos costosos, como una mujer vana que se carga de piedras preciosas. Mas Pericles persuadía al pueblo que de aquellos caudales ninguna cuenta tenían que dar a los aliados, pues los Atenienses combatían en su favor y rechazaban a los bárbaros, sin que aquellos pusiesen ni un caballo, ni una nave, ni un soldado, sino solamente aquel dinero, que ya no era de los que lo daban, sino de los que lo recibían, y puesto que la ciudad proveía abundantemente de lo necesario para la guerra, era muy justo que su opulencia se emplease en tales obras, que, después de hechas, le aportarían una gloria eterna, y que se daba de comer a todos mientras se hacían, proporcionando toda especie de trabajo y una infinidad de ocupaciones, las cuales, despertando todas las artes, y poniendo en movimiento todas las manos, asalariaran -digámoslo así-, toda la ciudad, que a un mismo tiempo se embellecía y se mantenía a sí misma, pues no queriendo que dejase de participar de aquellos fondos, ni que los percibiese descansada y ociosa, introdujo con ardor en el pueblo gran diferencia de trabajos y obras, que hubiesen de emplear muchas artes y consumir mucho tiempo, para que no menos que los que navegaban, o militaban, o estaban en guarnición, tuvieran motivo los que quedaban en casa de participar y recibir auxilio de los caudales públicos. 

Adelantábanse, pues, unas obras insignes en grandeza, e inimitables en su belleza y elegancia, y era mayor la admiración, porque siendo las obras de Pericles para durar largo tiempo, en tan breve espacio se hubiesen concluido; porque cada una de ellas en la belleza fue como antigua, y en la solidez, todavía es reciente y nueva y tanto brilla en ellas su lustre, que conserva su aspecto intacto a pesar del tiempo, como si las tales obras tuviesen un aliento siempre floreciente y un espíritu exento de vejez. 

Todas las obras las dirigía y de todas, con Pericles, era superintendente Fidias, a pesar de que las ejecutaban los mejores arquitectos y artistas; porque el Partenón, que era de cien pies, lo edificaron Calícrates e Ictino; el purificatorio de Eleusis empezó a construirlo Corebo, y él fue quien puso las columnas sobre el pavimento y las enlazó con el chapitel, pero tras su muerte, Metágenes Xipecio hizo la cornisa y puso las columnas altas y la linterna sobre el santuario la cerró Xenocles Colargeo. El muro prolongado, cuya idea dice Sócrates había oído explicar al mismo Pericles, fue obra de Calícrates. 

La Acrópolis desde la colina Filopapu.

El Odeón, que en su disposición interior tiene muchos asientos y muchas columnas, y cuyo techo es redondeado y pendiente y termina en punta, dicen que se hizo a semejanza del pabellón del rey de Persia, disponiéndolo también Pericles. Decretó que en las Fiestas Panateneas hubiese certamen de música, y elegido por director del certamen, él mismo señaló qué era lo que los contendientes habían de tañer con la flauta y lo que habían de cantar o tocar en la cítara; en el Odeón hubo desde entonces y después, certámenes y espectáculos de música. 

Los soportales del alcázar o ciudadela se hicieron en cinco años, siendo el arquitecto Mnesicles. Un caso maravilloso ocurrido mientras se construían dio indicio de que la Diosa, lejos de repugnar la obra, tomaba parte en ella y concurría a su perfección. El más laborioso y activo de los artistas tropezó y cayó de lo alto, quedando tan maltratado que le desahuciaron los médicos. Se apesadumbró Pericles, y la Diosa, apareciéndosele entre sueños, le indicó una medicina con la cual muy pronta y fácilmente le puso bueno. Por este suceso colocó en la ciudadela la estatua de bronce de Atenea saludable junto al ara, que se dice estaba allí antes. Fidias hizo además la estatua de oro de la diosa, y en la base se lee la inscripción que le designa autor de ella. 

Clamaban contra Pericles los oradores del partido de Tucídides –el político-, diciendo que dilapidaba el tesoro y disipaba las rentas. Él preguntó en junta al pueblo si le parecía que gastaba mucho. Le respondieron que muchísimo. -Pues no se gaste- dijo- de vuestra cuenta, sino de la mía; pero las obras han de llevar sólo mi nombre-. Al decir esto Pericles, ya fuese por que se maravillaran de su magnanimidad, ya por que ambicionaran la gloria de tales obras, gritaron a coro, ordenándole que gastase sin excusar nada. 

Planteó un gobierno aristocrático, y, en cierta manera, regio; y empleándole siempre con rectitud e integridad para lo mejor, unas veces con la persuasión y con instruir al pueblo y otras con la firmeza y la violencia si le hallaba reacio, puso mano en todo lo que le parecía útil; imitando en esto al médico que en la curación de una enfermedad complicada y habitual, se vale tanto de lo dulce y agradable, como de remedios desabridos, conducentes a la salud. 

Aunque la causa no fue precisamente el poder de su palabra, sino, como dice Tucídides, la opinión y confianza en la conducta de aquel hombre admirable, que claramente se veía ser incorruptible y muy superior a los atractivos del oro, el cual, con haber hecho a la ciudad de grande, más grande todavía y más rica, y con haber tenido un poder que excedía al de muchos reyes y tiranos, aun de aquellos que legaron el poder a sus hijos, no aumentó ni en un maravedí la hacienda que le dejó su padre.

Vendía cada año los frutos de su cosecha, y después se surtía de la plaza a la menuda de las cosas necesarias para la casa y para el sustento: no dejaba por tanto, lugar a que se regalasen sus hijos ya crecidos: ni era dispensador pródigo con las mujeres de la familia; antes le censuraban este método de la compra diaria, reducido rigurosamente a no gastar más que lo preciso, sin que en una casa tan grande y de tanto tráfago se desperdiciara nada; llevándose, así lo relativo al gasto como a la renta, con mucha cuenta y medida.

Algunos son de opinión que Pericles se inclinó a Aspasia –su compañera- por ser mujer sabia y de gran disposición para el gobierno, pues el mismo Sócrates, con sujetos bien conocidos, frecuentó su casa, y varios de los que la trataron llevaban sus mujeres a que la oyesen, a pesar de que se decía que su modo de ganar la vida no era brillante ni decente, porque vivía de mantener esclavas para mal tráfico. Esquines dice que Lisicles el vendedor de carneros, de hombre bajo y ruin por naturaleza, se hizo el primero de los Atenienses con haberse unido a Aspasia después de la muerte de Pericles. En el Menéxeno, de Platón, aunque cuanto se dice al principio es jocoso, hay esta parte de historia, que esta mujer tenía opinión de que para la oratoria era buscada de muchos Atenienses. Con todo, es lo más probable que la afición de Pericles a Aspasia fue una pasión amorosa. Tenía Pericles una mujer correspondiente a él en linaje, la cual antes había estado casada con Hiponico, y de éste había tenido a Calias, conocido por rico, y del mismo Pericles tuvo a Jantipo y a Páralo. Más tarde, no haciendo entre sí buena vida, la entregó a otro con consentimiento de ella misma; y él, casándose con Aspasia, la trató con grande aprecio; pues, según dicen, todos los días la saludaba con ósculo de ida y vuelta a la plaza pública. 

Y dan a entender que tuvo de ella un hijo espurio. Llegó Aspasia a ser tan nombrada y tan célebre, según cuentan, que Ciro, el que disputó con el rey el imperio de los Persas, a la más querida de sus concubinas le dio el nombre de Aspasia, llamándose antes Milto. Desechar o pasar en silencio estas cosas que al escribir se han ofrecido a la memoria, parecería quizá poco conforme a la naturaleza humana. Achácase a Pericles que la guerra contra los de Samo la hizo decretar en favor de los Milesios, a ruegos de Aspasia. 

Después de esto, como estuviese ya fraguando la guerra del Peloponeso, persuadió al pueblo que enviaran auxilio a los de Corcira -Kerkyra-, molestados con guerra por los de Corinto, y que se anticiparan a tomar una isla poderosa en fuerzas marítimas, mientras todavía los del Peloponeso no se les acababan de declarar enemigos. 

Con todo, se enviaron embajadores a Atenas y el rey de los Lacedemonios, Arquidamo, procuraba traer a concierto los capítulos de acusación, templando también a los aliados, y por los demás motivos no se hubiera roto la guerra con los Atenienses, si se les hubiera podido persuadir que abolieran el decreto contra los de Megara y se reconciliasen con ellos; y como Pericles, obstinado en su oposición a los Megarenses, hubiese sido el que más resistencia hizo y el que más acaloró al pueblo, de aquí es que a él sólo se le hizo causa de esta guerra.

Dícese que habiendo venido a Atenas los embajadores de Lacedemonia, y alegando Pericles una ley que prohibía quitar la tabla donde el decreto se hallaba escrito, había replicado Polialces, uno de los embajadores: -Pues bien: no quites la tabla, vuélvela sólo al revés, porque esto no hay ley que lo prohíba-. Pareció graciosa la respuesta, mas no por eso Pericles cedió un punto. A lo que parece, tenía alguna particular enemistad con los de Megara; mas dando como causa pública contra ellos el que habían talado una parte de la selva sagrada, escribió un decreto, por el que se envió un heraldo a los de Mégara y a los Lacedemonios para acusar a aquellos, aunque parece que este decreto de Pericles estaba concebido en términos muy equitativos y humanos.

Cuál, pues, hubiera sido el origen de la guerra, es difícil de averiguar; pero de que no se hubiese revocado el decreto, todos hacen autor a Pericles.

Pero la causa que le hace menos favor entre todas, y que tiene más testigos que la comprueban, es la que sigue. El escultor Fidias fue el ejecutor de la estatua -de Atenea-, como tenemos dicho, pero siendo amigo de Pericles, y teniendo con él gran influjo, se atrajo mucha envidia, y tuvo a unos por enemigos, y otros, queriendo en su persona juzgar a Pericles. 

Sobornaron a uno de sus oficiales, llamado Menón, y le hicieron presentarse en la plaza en calidad de suplicante, pidiendo protección para denunciar y acusar a Fidias. Le recibió bien el pueblo, y habiéndosele seguido a éste causa en la junta pública, nada resultó de robo, porque el oro lo colocó desde el principio en la estatua por consejo de Pericles, con tal arte, que cuando quisieran separarlo pudiera comprobarse el peso; que fue lo que entonces ordenó Pericles ejecutasen los acusadores: así sola la gloria y fama de sus obras dio asidero a la envidia contra Fidias. 

También porque, representando en el escudo la guerra de las Amazonas, había esculpido su retrato en la persona de un anciano calvo, que tenía cogida una gran piedra con ambas manos, y además había puesto un hermoso retrato de Pericles en actitud de combatir con una Amazona. Estaba ésta colocada con tal artificio, que la mano que tendía la lanza venía a caer ante el rostro de Pericles, como para ocultar la semejanza, que estaba bien visible por uno y otro lado. 

Conducido, con todo, Fidias a la cárcel, murió en ella de enfermedad, o, como dicen algunos, con veneno, que para mover sospechas contra Pericles le dieron sus enemigos, y al denunciador Menón, a propuesta de Glicón, le concedió el pueblo inmunidad, encargando a los generales que cuidaran de que no se le hiciese agravio.

Por aquel mismo tiempo, Aspasia fue acusada del crimen de irreligión, siendo el poeta cómico Hermipo quien la perseguía,  y la acusaba, además, de que daba puerta a mujeres libres, que por mal fin buscaban a Pericles. 

Diopites hizo también decreto para que denunciase a los que no creían en las cosas divinas, o hablaban en su enseñanza de los fenómenos celestes; en lo que, a causa de Anaxágoras, se procuraba sembrar sospechas contra Pericles. Habiendo el pueblo admitido y dado curso a las calumnias, a propuesta de Dracóntides se sancionó decreto para que Pericles rindiese las cuentas de caudales ante los Pritanes, y los jueces dando su voto desde el tribunal, pronunciasen su sentencia en público. Agnón hizo suprimir esta parte en el decreto, sustituyendo que la causa fuese oída por mil quinientos jueces, bien quisieran titularla de robo o soborno, o bien de daño al Estado. 

Intercedió por Aspasia, y en el juicio, como dice Esquines, vertió por ella muchas lágrimas, haciendo súplicas a los jueces; pero temiendo por Anaxágoras, antes del proceso le hizo salir y alejarse de la ciudad. Mas viendo Pericles que en la causa de Fidias había decaído del favor del pueblo, reanimó  la guerra inminente, con esperanza de disipar las acusaciones y acabar con la envidia. Dominando los negocios y peligros graves la ciudad, por su dignidad y poder esperaba que la ciudad se pusiese por sí misma en sus manos. Éstas son las causas por las que se dice no permitió que el pueblo aceptara la paz con los Lacedemonios; mas cuál sea la cierta es bien oscuro.

Convencidos los Lacedemonios de que, si lograban derribarle, encontrarían más dóciles a los Atenienses, requerían a éstos sobre que echaran de la ciudad la abominación, a que por la madre estaba sujeto el hijo de Pericles, según refiere Tucídides; pero la tentativa les salió muy al contrario a los enviados; porque Pericles, en vez de la sospecha y de la difamación, ganó todavía mayor crédito y estima con sus ciudadanos, viendo que tanto le aborrecían y temían los enemigos. 

Así, aunque los enemigos habían causado gran daño a los Atenienses, como ellos no le hubiesen recibido menor de éstos por la parte del mar, era bien claro que no habrían prolongado tanto la guerra, y antes habrían tenido que ceder, como desde el principio lo había predicho Pericles, si algún genio malo no se hubiera declarado contra los cálculos humanos; entonces sobrevino la calamidad de la peste, y se ensañó con los más jóvenes y fuertes. 

Afligidos por ella en el cuerpo y en el espíritu, se irritaron los ciudadanos contra Pericles, y enfurecidos contra él como contra el médico o el padre, intentaron ofenderle a persuasión de sus enemigos, que decían que se había producido aquel contagio por la introducción en la ciudad de tanta gente del campo, que había precisado en medio del verano apiñarse en casas estrechas y en tiendas ahogadas, teniendo que hacer una vida casera y ociosa, en vez de la libre y ventilada que llevaban antes; de lo cual era causa quien recogiendo dentro de los muros durante la guerra toda la muchedumbre que ocupaba la región, y no empleando en nada aquellos hombres, los tenía encerrados como reses, dando lugar a que se inficionaran unos a otros, sin proporcionarles respiración o alivio alguno.

Queriendo poner remedio a estas quejas, y causar algún daño a los enemigos, armó Pericles ciento cincuenta naves, y poniendo e ellas muchas y buenas tropas de infantería y caballería, estaba para hacerse a la vela, infundiendo grande esperanza a sus ciudadanos, y no menor miedo a los enemigos con tan respetable fuerza. Cuando ya todo estaba a punto, y el mismo Pericles a bordo en su galera, ocurrió el accidente de eclipsarse el sol y sobrevenir tinieblas, con lo que se asustaron todos, teniéndolo a muy funesto presagio. 

Viendo Pericles al piloto muy sobresaltado y perplejo, le echó su capa ante los ojos, y tapándoselos con ella, le preguntó si tenía aquello por presagio de algún acontecimiento adverso. Habiendo aquel respondido que no, le dijo:  -¿Pues en qué se diferencia esto de aquello sino en que es mayor que la capa lo que ha causado aquella oscuridad? Estas cosas se enseñan en las escuelas de los filósofos.

Habiendo, pues, Pericles salido al mar, no se halla que hubiese ejecutado otra cosa digna de aquel aparato que haber puesto sitio a la sagrada Epidauro, que daba ya esperanzas de que iba a tomarse; pero por la peste se malogró, porque habiéndose manifestado en la escuadra, no sólo los afligió a ellos, sino a cuantos con esta tuvieron relación. Como de este peligro estaban mal con él, procuraba consolarlos e infundirles aliento, mas no logró templarlos o aplacar su ira sin que primero la desahogasen yendo a votar contra él en la junta pública, en la que prevalecieron, y, además de despojarle del mando, le impusieron una multa. 

Mas su disfavor en las cosas públicas iba a durar breve tiempo, habiendo la muchedumbre depuesto con aquella demostración el encono, en las cosas domésticas es en las que tuvo más padecimiento, ya a causa de la peste, por la que perdió a muchos de sus familiares, ya a causa de la indisposición y discordia de los propios, que venía de más atrás. Porque el mayor de sus hijos legítimos, Jantipo, que por índole era gastador, y se había casado con una mujer joven y amante del lujo, llevaba a mal el arreglo del padre, que no le daba sino cortas asistencias y por plazos. Dirigiéndose, por tanto, a uno de sus amigos, tomó de él dinero como de orden de Pericles; mas éste, cuando aquel lo reclamó después, hasta le movió pleito; y Jantipo, indignado todavía más con este suceso, desacreditaba a su padre;  primero, divulgando con irrisión sus ocupaciones domésticas y las conversaciones que tenía con los sofistas, diciendo que con ocasión de que uno de los combatientes en los juegos había herido y muerto involuntariamente con un dardo a un caballo, había malgastado todo un día con Protágoras en examinar si habría que culpar de aquel accidente, al dardo, al que lo disparó, o a los jueces del combate. Además de esto, dice Estesímbroto que hasta la muerte le duró a este mozo la disensión irreconciliable con su padre, porque murió Jantipo habiendo enfermado de la epidemia. 

Perdió también entonces Pericles a su hermana, y a los más de los parientes y amigos que le eran de gran auxilio para el gobierno. Con todo, no desmayó, ni decayó de ánimo con estas desgracias, ni se le vio lamentarse, ocuparse en las exequias o asistir al entierro de alguno de sus deudos antes de la pérdida de su otro hijo legítimo, Páralo. Consternado con tal golpe, procuró, sin embargo, sufrirlo como de costumbre y conservar su grandeza de ánimo: pero al ir a poner al muerto una corona, a su vista se dejó vencer del dolor hasta hacer exclamaciones y derramar muchas lágrimas, no habiendo hecho cosa semejante en toda su vida.

La ciudad puesta la atención en la guerra, había tanteado a los demás generales y oradores, y como en ninguno hallase ni la autoridad ni la dignidad correspondiente a lo arduo del mando, deseosa ya de Pericles, le llamó para la tribuna y para el mando de las tropas; mas hallábase desalentado y encerrado en su casa por el duelo, y fue preciso que Alcibíades y otros amigos le convencieran para que se presentase. 

Dio excusas el pueblo de su ingratitud y olvido, y él volvió a encargarse de los negocios; se le nombró general, e hizo proposición para que se abrogase la ley sobre los bastardos, que él mismo había introducido antes, para que por falta de sucesión no se acabase su casa y se extinguiera su nombre y su linaje. Sin embargo, pues, de que era muy duro que una ley de tan gran poder contra tal muchedumbre fuese abrogada por el mismo que antes la había propuesto, el infortunio presente, venido sobre la casa de Pericles como castigo de aquel orgullo y vanagloria, quebrantó los ánimos de los Atenienses, y accedieron a que su hijo bastardo fuese escrito en su propia curia y tomase su nombre. A éste, más adelante, habiendo vencido a los Peloponesios en la batalla de Arginusas, el pueblo le hizo dar muerte, juntamente con los otros sus colegas de mando.

A este tiempo la peste acometió a Pericles, no con gran rigor y violencia como a los demás, sino produciendo una enfermedad lenta, que con varias alternativas, poco a poco, consumía su cuerpo y debilitaba la entereza de su espíritu. Estando ya para morir, le hacían compañía los primeros entre los ciudadanos y los amigos que le quedaban, y todos hablaban de su virtud y de su poder, diciendo cuán grande había sido; medían sus acciones, y contaban sus muchos trofeos. Se decían esto unos a otros creyendo que no lo oía y que ya había perdido enteramente el conocimiento; mas él lo había escuchado todo con atención, y, esforzándose por hablar, les dijo que se maravillaba de que hubiesen mencionado y alabado entre sus cosas aquellas que dependen en parte la fortuna, y que habían sucedido a otros generales, y que ninguno le hablase de la mayor y más excelente, que es, dijo, el que por mi causa ningún Ateniense ha tenido que vestir luto.

¡Admirable hombre, en verdad! por su gran prudencia, pues que entre sus buenas acciones reputó por la mejor el no haber dado causa, con tanto poder ni a la envidia ni a la ira, ni haber mirado a ninguno de sus enemigos como irreconciliable; y yo entiendo que sólo su conducta bondadosa y su vida pura y sin mancha, en medio de tan grande autoridad, pudo hacer exenta de envidia y apropiado rigurosamente para él el honor, al parecer pueril y chocante, que se le dio llamándole Olímpico, si tenemos por digno de la naturaleza de los dioses que, siendo autores de todos los bienes y no causando nunca ningún mal, por este admirable orden gobiernen y rijan todo lo criado: no como los poetas, que nos inculcan opiniones absurdas, llamando al lugar en que se dice habitan los dioses una residencia estable y segura, con una serenidad suave, cuando a los dioses mismos nos los representan llenos de rencillas, de discordia, de ira y de otras pasiones, que aun en hombres de razón estarían muy mal. 

Los sucesos mismos hicieron después a los Atenienses reconocer su error y echarle de menos, pues aun con los que mientras vivía llevaban mal su poder por parecerles que los oscurecía, luego que faltó y experimentaron a otros oradores y demagogos, confesaban que ni en el fasto podía darse genio más dulce, ni en la afabilidad más majestuoso; y se echó de ver que aquella autoridad, un poco incómoda, a la que antes daban los nombres de monarquía y tiranía, había venido a ser la salvaguardia del gobierno: tanta fue la corrupción y perversidad que se advirtió después en los negocios, la cual él había debilitado y apocado, no dejándola comparecer, y menos que se hiciera insufrible por su insolencia.

***

Por último, resulta imprescindible referirse a la mujer que pasó a la historia junto al gran estratego heleno; Aspasia de Mileto.

Aspasia y Pericles. José Santiago Garnelo y Alda (1866-1944)

Aspasia de Mileto - Ασπασία  (c. 470-400). Su imagen aparece siempre unida a la de Pericles, al menos, desde el 450 0 440, hasta la muerte del estratego en 429. Fue maestra de retórica e historiadora o cronista, con gran influencia cultural en la Atenas de su tiempo. Sabemos de ella a través de Platón, Aristófanes, Jenofonte y Plutarco, que la cita en relación con la biografía de Pericles.

Aspasia –como hemos visto en Plutarco –, tuvo un hijo con Pericles, que siendo general, fue ejecutado tras la batalla de Arginusas, en 406. En aquella ocasión, a pesar de obtener una victoria para Atenas, los comandantes griegos optaron por abandonar a los náufragos y ahogados para salvar el resto de la flota ante un terrible temporal –el hecho de dejar a los muertos sin sepultura ni exequias, suponía condenarlos a vagar eternamente-, por lo que seis de los ocho hombres que tenían el mando fueron condenados a muerte; entre ellos, el hijo de Pericles.

Nacida en Mileto, hoy en Turquía, procedía de una familia adinerada, y recibió una educación excelente. Se cree que Pericles pudo conocerla a través de la familia de Alcibíades.

Según Plutarco, Aspasia estaba capacitada para participar en la vida pública de la ciudad. Según Esquines, Sócrates frecuentaba su casa y parece que los amigos y compañeros de Pericles llevaban consigo a sus esposas para que asistieran a sus tertulias.

Su relación con Pericles y la influencia política que parecía ejercer sobre él, provocó algunos ataques hacia su persona. Antes de la Guerra del Peloponeso, ella y Pericles se vieron sometidos a diversos ataques personales y judiciales promovidos por los enemigos políticos del estratego; Aspasia fue acusada de corromper a las mujeres atenienses para satisfacer ciertas perversiones de Pericles y como hemos visto en Plutarco, junto con otros amigos de Pericles fue acusada de impiedad por un poeta llamado Hermipo. A pesar de que fue declarada inocente, el trance resultó muy duro tanto para ella como para Pericles, cuyo amigo, el gran Fidias sí fue condenado a prisión, de donde no volvió a salir con vida. Su gran amigo, Anaxágoras, fue asimismo acusado por motivos religiosos.

Aspasia fue muy atacada, seguramente por el hecho de tener tanta influencia sobre Pericles, entre otros por su propio hijo, quien atacó al general a través de ella, para favorecer su propia carrera.

Sin embargo, Aspasia no fue capaz de contener el dolor de Pericles, cuando a causa de la peste, vio morir a los dos hijos de su matrimonio. Posteriormente, un forzado cambio en la ley, permitió que el hijo de Aspasia se convirtiera en heredero legítimo del estratego.

Siempre según Plutarco, Aspasia tenía gran capacidad para la Retórica, por lo que su casa se convirtió en un centro intelectual al que acudían los más célebres pensadores y escritores. Se supone que pudo haberse formado en Mileto, donde niños y niñas compartían escuela en igualdad, a la vez que, de acuerdo con la tradición jónica, las mujeres formaban parte de los círculos culturales y políticos, algo que no ocurría en Atenas.

Ahora, puesto que se cree que tomó la decisión de enfrentarse a Samos para contentar a Aspasia, parece el momento de preguntar qué artes o qué poder tenía esta mujer, puesto que era capaz de dirigir a su antojo a los principales hombres del estado y ofrecía a los filósofos la ocasión de discutir con ella en términos exaltados y durante mucho tiempo.

Sócrates atribuye la autoría del famoso discurso fúnebre de Pericles a la propia Aspasia, a la vez que ataca a sus contemporáneos por su excesiva admiración hacia Pericles.

De lo escrito por Antístenes, lo poco que queda, contiene una gran cantidad de difamaciones sobre el personaje, a la vez que anécdotas referidas a la biografía de Pericles. Parece ser que no solo atacó a Aspasia, sino a toda la familia de Pericles, incluyendo a sus hijos. El filósofo opinaba que el gran político había elegido una vida de placer sobre una virtuosa y, presenta a Aspasia como la responsable. 

Plutarco acepta que Aspasia fue una figura significativa, tanto política como intelectualmente, y expresa su admiración por ella.

Luciano de Samosata, la define como modelo de sabiduría, la admirada del admirable Olímpico y alaba su sabiduría política y su visión, su agilidad de mente y su sagacidad.

Kagan describe a Aspasia como una bella, independiente, brillante y lista joven, capaz de mantener su propia conversación con las mejores mentes de Grecia y de discutir y arrojar luz sobre cualquier tipo de cuestión con su marido. Pericles of Athens and the Birth of Democracy.

El problema con respecto a Aspasia, es que la mayor parte de lo que sabemos puede tener un origen legendario, mítico, o basado en hipótesis, siendo utilizada su persona como arma política. Tucídides no la menciona, y las únicas fuentes conocidas, son de carácter literario, no necesariamente histórico. Por otra parte, la imagen de la mujer representada teóricamente por ella, sería contraria a los planteamientos del propio Pericles al respecto, si observamos lo que aconseja a las viudas en su discurso fúnebre; que su único objetivo debe ser lograr: que se hable de ellas lo menos posible entre los hombres, tanto para bien como para mal.

Es cierto, en todo caso, que Aspasia existió y tuvo gran influencia sobre el Estratego, aunque debió soportar las acerbas críticas de los enemigos conservadores del estratego, como Aristófanes y si el gobernante no se casó con ella, pudo ser a causa de la ley de ciudadanía, puesto que Aspasia no dejaba de ser una extranjera.

Con todo, pues, y, a pesar de todo, sigue habiendo estudiosos que creen, como los profesores Charles W. Fornara y Loren J. Samons II, especialistas en el Siglo de Pericles, que podría perfectamente ocurrir, por lo que sabemos, que la Aspasia real fuese mejor incluso que su contrapartida de la ficción.

Pericles y Aspasia. Museo Pio-Clementino. Museos Vaticanos.




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