miércoles, 25 de mayo de 2016

Rafael de Urbino • Giorgio Vasari • Galería (II)

Rafael Sanzio, autorretrato. Uffizi, Florencia.

“Volviendo a Rafael: en la bóveda de esa sala pintó cuatro motivos, que son la Aparición de Dios a Abraham, a quien promete la multiplicación de su linaje, el Sacrificio de Isaac, la Escala de Jacob y la Zarza Ardiente de Moisés, en que se ve tanto arte, invención, dibujo y gracia como en las demás cosas pintadas por él.


Mientras la felicidad de este artista daba de sí tan grandes maravillas, la envidia de la fortuna privó de la vida a Julio II, fomentador de tal talento y amador de toda cosa buena. Luego, proclamado León X, quiso que esa obra fuera continuada. Y Rafael vio crecer su talento hasta el cielo y fue objeto de agasajos infinitos por parte de ese príncipe tan grande que, por herencia de su familia, era muy inclinado al arte. Púsose, pues, Rafael animosamente a continuar la obra y en la otra pared hizo la llegada de Atila a Roma y su encuentro, al pie del monte Mario, con el Papa León III, quien lo echó de allí mediante bendiciones solamente.


En esta composición puso Rafael a San Pedro y San Pablo en el aire, con la espada en la mano, acudiendo a defender a la Iglesia. Pues si bien la historia de León III no menciona esto, por capricho suyo quiso representarlo así, pues ocurre a menudo que tanto la pintura como la poesía deriven un poco, para adorno de la obra, aunque sin alejarse inconvenientemente del sentido fundamental del tema. 


Atila, montado en un caballo negro, cuatralbo y estrellado en la frente, bellísimo, con actitud de espanto alza la cabeza y se vuelve, dándose a la fuga. 


Hay otros caballos muy hermosos, en particular un bereber manchado, montado por una figura que tiene todo el cuerpo cubierto de escamas que parecen de pescado. Este jinete ha sido copiado de la Columna Trajana, donde se ve a los hombres armados de esa manera, creyéndose que se cubrían con cueros de cocodrilo. 


También se ve el monte Mario incendiado, lo que muestra que cuando se alejan los soldados, sus acantonamientos siempre quedan presas de las llamas. 

Virgen del pez, 1913-14. Prado

En esa misma época hizo para Nápoles una tabla que se colocó en la capilla de Santo Domenico, en que se encuentra el crucifijo que habló a Santo Tomás de Aquino. Representó en ese cuadro a Nuestra Señora con San Jerónimo, vestido de cardenal, y un Ángel Rafael que acompaña a Tobías. 

Sagrada Familia Canigiani. Alte Pinakothek, Múnich

Hizo otro cuadro para Leonello da Carpi, señor de Meldola, quien aún vive y cuenta más de noventa años de edad. Dicha pintura es maravillosísima de colorido y de una belleza singular; está ejecutada con una fuerza y una galanura tales, que no pienso que se pueda hacer nada mejor. En el rostro de Nuestra Señora hay una divinidad, y en su actitud una modestia que no es posible mejorar: con las manos juntas adora a su Hijo, sentado en sus rodillas, que acaricia a San Juan mientras éste lo adora juntamente con Santa Isabel y José. 

Más tarde, cuando Lorenzo Pucci, cardenal de Santi Quattro, fue nombrado Sumo Penitenciario, favoreció a Rafael encargándole, para San Giovanni in Monte, en Bolonia, una tabla que hoy se encuentra en la capilla donde se hallan los restos de la beata Elena dall'Olio y en la cual mostró cuánto podía su arte unido a la gracia en sus delicadísimas manos. Representó a Santa Cecilia arrobada por un coro de Ángeles que cantan en el cielo: escucha el canto, completamente entregada a la armonía, y en su rostro se pinta ese rapto que se ve a lo vivo en quienes se hallan en éxtasis.


Santa Cecilia, 1516-17. Pinacoteca Nazionale, Bologna


Esparcidos por el suelo hay instrumentos musicales que no parecen pintados, sino reales. Lo mismo vale en cuanto a los velos y vestidos de tela de oro y seda de la Santa, o al cilicio maravilloso que lleva debajo de ellos. 


En el San Pablo que posa el codo derecho sobre la espada desnuda y apoya la cabeza en una mano, está expresada su ciencia así como su energía convertida en gravedad. Lleva un simple paño rojo a modo de capa y, debajo, una túnica verde; está apostólicamente descalzo. Santa María Magdalena tiene en la mano un vaso de piedra finísima; en actitud graciosísima vuelve la cabeza y parece muy contenta de su conversión: ciertamente, en este género no creo que pueda hacerse nada mejor. También son bellísimas las cabezas de San Agustín y San Juan Evangelista. 



A la verdad, las demás pinturas pueden calificarse de pinturas, pero las de Rafael son cosas vivientes, porque se estremece la carne, se ve el espíritu, vibran los sentidos en sus figuras y viven de veras. Por lo cual esto le dio más fama aún, aparte de las alabanzas que ya recibía.

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Visión de Ezequiel, 1518. Palacio Pitti, Florencia

Después hizo un cuadrito de figuras pequeñas, que hoy está en Bolonia también, en la casa del conde Vincenzio Arcolano: representa a Cristo en el cielo, a modo de Júpiter, rodeado por los cuatro Evangelistas, como lo describe Ezequiel: uno en forma de hombre y los otros en forma de león, de águila y de buey. Debajo hay un paisaje terrestre, no menos notable y bello en su pequeñez que las demás cosas en su grandeza. 

Envió un cuadro no menos bueno a los condes de Canossa, en Verona; representa la Natividad de Nuestro Señor, muy bella, con una aurora que ha sido muy alabada, lo mismo que la Santa Ana y el resto de la obra, que no se puede elogiar mejor que diciendo que es de la mano de Rafael de Urbino. De ahí que los condes tengan ese cuadro en suma veneración y nunca hayan querido venderlo, por alto precio que les ofrecieran muchos príncipes.

Luego hizo el retrato de Bindo Altoviti, en su juventud, que es considerado estupendo.

Bindo Altoviti, 1514. N.G.A. Washington D.C.

Y también pintó una Nuestra Señora, que envió a Florencia y se halla ahora en el palacio del duque Cosme, en la capilla de los departamentos nuevos construidos y decorados por mí. Sirve de tabla de altar y en ella está representada una Santa Ana muy anciana, sedente, que ofrece a la Virgen su Hijo desnudo, tan bello de figura y de rostro que con su risa alegra a todo el que lo ve. 

Madonna con ventana. 1514. Galería Palatina. Florencia

Además, al pintar a la Virgen, Rafael mostró toda la belleza que se puede poner en la expresión de la misma, pues sus ojos dicen la modestia, su frente, la dignidad, su nariz, la gracia, y su boca, la virtud. En cuanto a sus ropas, revelan una sencillez y una honestidad infinitas. Hay un San Juan sentado, desnudo, y otra Santa bellísima. El pintor fingió una ventana que ilumina una habitación.
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En Roma pintó un cuadro de buen tamaño, en que retrató al Papa León, al cardenal Julio de Médicis y al cardenal Rossi. Todas las figuras parecen en relieve, en vez de pintadas; el terciopelo es velludo, el damasco que viste el Papa cruje y brilla, las pieles del forro son vivas y suaves, y los oros y las sedas están hechos de tal modo que no parecen colores, sino las materias mismas. 


Hay un libro de pergamino miniado, que parece más real que la realidad, y una campanilla de plata labrada, de una belleza indecible. Y entre otras cosas una bola de oro bruñido en el respaldo del sillón, en la cual, como si fuera un espejo (tal es su claridad), se reflejan las luces de la ventana, la espalda del Papa y las corvadas paredes de la habitación. 

Pintó igualmente al duque Lorenzo y al duque Julián, con perfección incomparable en la gracia del colorido. Esos retratos están en poder de los herederos de Ottaviano de'Medici, en Florencia. 

Lorenzo y Giuliano de Médici 

Esto acrecentó considerablemente la fama de Rafael y también su fortuna, de modo que para dejar recuerdo de sí se hizo construir un palacio en Roma, en el Borgo Nuovo, el cual fue ejecutado por Bramante.

Hizo luego Marco Antonio para Rafael buen número de estampas, que éste regaló al Baviera, su ayudante, quien servía a cierta dama amada por el artista hasta la muerte y de la cual pintó un retrato hermosísimo en que parece viva. Ese retrato se halla hoy en Florencia, en poder del gentilísimo Matteo Botti, mercader florentino, amigo íntimo de todas las personas de talento y, en especial, de los pintores.

Donna Velata, 1514-16. Pitti, Florencia

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Para el monasterio de Palermo llamado Santa Maria dello Spasimo, de los religiosos de Monte Oliveto, pintó Rafael un Cristo llevando la cruz

Ruinas de la iglesia de Santa Maria dello Spasimo, en Palermo

Esta obra, completamente terminada mas no colocada en su lugar, estuvo a punto de ser destruida, pues, según refieren, habiendo sido embarcada para ser conducida a Palermo, una horrible tempestad lanzó contra un escollo a la nave que la transportaba, de modo que se abrió toda y se perdieron los tripulantes y las mercancías, salvo esta tabla de Rafael que, dentro de la caja en que había sido encerrada, fue llevada por el mar a las aguas de Génova. La recogieron y condujeron a tierra, y se vio en el suceso un signo divino, por lo cual fue puesta en custodia, ya que estaba intacta, sin mancha o defecto alguno: hasta la furia de los vientos y de las ondas marinas habían respetado la belleza de esa obra. Difundiéndose luego la fama de la misma, los monjes trataron de recuperarla, pero sólo les fue devuelta por intervención del Papa, que favoreció ampliamente a quienes la habían salvado. Fue, pues, embarcada de nuevo la tabla, y llevada a Sicilia, donde la pusieron en Palermo.

1515-17. Museo del Prado

Mientras Rafael trabajaba en esas obras, que no podía dejar de ejecutar, pues debía servir a personajes grandes y notables, proseguía lo que había empezado en las cámaras del Papa, en que continuamente tenía en actividad a hombres que adelantaban la tarea, siguiendo sus bocetos. Y él mismo revisaba permanentemente lo hecho, suplía las faltas y ayudaba en todo lo que podía. No pasó, pues, mucho tiempo sin que dejara descubierta la cámara de la Torre Borgia, en cuyas paredes había hecho cuatro composiciones, dos sobre las ventanas y dos en los lienzos libres. 

Una de las pinturas representa el incendio del Borgo Viejo de Roma, cuando, no siendo posible apagar el fuego, el Papa San León IV se asoma a la galería de su palacio y lo extingue con su bendición. En esa composición se ve la representación de diversos peligros. De un lado hay mujeres con las cabelleras y las ropas agitadas con terrible furia por el viento tempestuoso, mientras llevan cacharros con agua, en las manos o puestos sobre la cabeza, para apagar el incendio. Otros personajes se empeñan en arrojar agua, enceguecidos por el humo, que les impide reconocerse.


Del otro lado está representado -tal como Virgilio describe a Anquises llevado en andas por Eneas- un anciano enfermo, desesperado por su invalidez y por las llamas. 


Allí se nota, en la figura del joven, el ánimo, la fuerza y el sufrimiento de todos los miembros bajo el peso del viejo que se abandona sobre sus espaldas. Los sigue una vieja descalza y a medio vestir, que viene huyendo del fuego, y delante de ellos está un niñito desnudo. 

En lo alto de una pared en ruinas, una mujer tiene en brazos a su hijito y lo arroja a un pariente que ha escapado a las llamas y está en la calle, sobre las puntas de los pies y con los brazos extendidos para recibir a la criatura en pañales. La mujer evidencia al mismo tiempo el deseo de salvar al niño y el sufrimiento y la sensación de peligro que le causa el fuego ardiente que la abrasa. No menos pasión se manifiesta en el pariente, preocupado por salvar a la criatura y, al mismo tiempo, presa de temor mortal. 


Y no es posible expresar el valor de la imaginación del ingeniosísimo y admirable artista que ideó a una madre descalza, con la ropa desprendida, desceñida, y los cabellos en desorden, llevando parte de sus prendas en la mano, que empuja hacia adelante a sus hijos y les pega para que huyan de las ruinas y del incendio. 


Además, se ve en ese fresco algunas mujeres arrodilladas que ruegan a Su Santidad que ponga fin al siniestro. 


La otra composición alude al mismo Papa San León IV. Allí representó Rafael el puerto de Ostia ocupado por una escuadra turca llegada para tomar prisionero al Pontífice. Se ve a los cristianos combatiendo al enemigo en el mar, y llegan al puerto una infinidad de prisioneros que salen de una barca: unos soldados de caras bellísimas y actitudes bravías los tiran de las barbas, y los llevan a la presencia de San León. Para la figura de éste tomó Rafael como modelo a León X, poniendo a Su Santidad, vestido de pontifical, entre los cardenales de Santa Maria in Portico, es decir Bernardo Divizio da Bibbiena, y Julio de Médicis, que luego fue el Papa Clemente. 

En una tercera composición, se ve al Papa León X consagrando al Rey Cristianísimo Francisco I de Francia, cantando la misa y bendiciendo los óleos para ungirlo y la corona real. 


Y en el cuarto fresco hizo la coronación de dicho rey, en que están el Papa y Francisco I retratados del natural, uno con armadura y el otro con sus hábitos pontificales. Por haber sido pintado el techo de esa sala por Perugino, su maestro, Rafael no quiso destruir las pinturas, en recuerdo suyo y por el cariño que le tenía, ya que había sido el principio del grado al que llegó el talento del discípulo. 

Prosiguiendo su tarea, Rafael hizo otra sala en que puso, en tabernáculos, algunas figuras de Santos y de Apóstoles, ejecutadas en grisalla. Por Giovanni de Udine, su discípulo, hizo representar allí todos los animales que poseía el Papa León: el camaleón, los gatos de algalia, los papagayos, los leones, los elefantes y otros animales más exóticos. 


Y además de embellecer con grotescos y varios pavimentos ese palacio, proyectó las escaleras y trazó las galerías, bien comenzadas por Bramante pero inconclusas a consecuencia de la muerte de éste y continuadas luego según los diseños de Rafael, quien hizo de ellas un modelo en madera, con mejor estilo y adorno que aquel arquitecto. Y como el Papa León quiso mostrar la grandeza de su magnificencia y generosidad, Rafael hizo los dibujos de los adornos en estuco y de las composiciones que en ellos se pintaron, así como de la compartimentación. En cuanto a los estucos y grotescos, hizo director de la obra a Giovanni da Udine, pero encargó las figuras a Julio Romano, aunque éste trabajó poco en ellas. Así, Giovan Francesco, el Bologna, Perino del Vaga, Pellegrino da Modona, Vincenzio da San Gimignano y Polidoro da Caravaggio, con muchos otros pintores ejecutaron escenas, figuras y otros adornos que presentaba aquella obra. 

Rafael la hizo terminar con tanta perfección, que desde Florencia mandó traer el pavimento de Luca della Robbia. También encargó a Gian Barile, en todas las puertas y los techos de madera, bastantes tallas, trabajadas y terminadas con fina gracia. Hizo proyectos arquitectónicos para la Viña del Papa y, en el Borgo, para varias casas, en particular para el palacio de Messer Giovan Battista dall'Aquila, que fue cosa bellísima. También proyectó un edificio para el obispo de Troya, que hizo hacer su palacio en Florencia, en la Via di San Gallo. 

Para los Monjes Negros de San Sixto, en Piacenza, pintó la tabla del altar mayor que representa a Nuestra Señora con San Sixto y Santa Bárbara; es una obra verdaderamente rarísima y singular. 

Madonna Sixtina

Para Francia ejecutó muchos cuadros, y particularmente, para el Rey, un San Miguel luchando con el diablo que es considerado maravilloso. En este cuadro puso una roca ardiente como centro de la tierra; por grietas de la misma salen llamaradas de fuego y azufre, y Lucifer, cocinados y ardidos sus miembros en encarnaciones de diversas tintas, expresa todos los efectos de la cólera que la soberbia envenenada y henchida suscita contra quien oprime la grandeza de aquel que, privado de un reino de paz, está seguro de sufrir continua pena. Lo contrario se manifiesta en San Miguel; éste tiene apariencia celestial, revestido de armadura de hierro y oro, pero muestra bravura y fuerza terribles, pues ya ha hecho caer a Lucifer, derribándolo con una azagaya. 


En suma, está tan bien hecha esta obra, que mereció recompensa honrosísima de aquel rey. 


Retrató Rafael a Beatriz de Ferrara y otras damas y, particularmente, a la de su corazón. 

Fue el pintor individuo muy amoroso y aficionado a las mujeres, siempre dispuesto a ponerse a su servicio. En sus placeres carnales fue respetado y complacido por sus amigos, más de lo conveniente quizá. Así, cuando Agostin Chigi, su entrañable amigo, le encargó la decoración de la primera galería de su palacio, viendo que Rafael no atendía mucho a su trabajo a causa de sus amores con una mujer, se desesperó tanto, que mediante intermediarios y personalmente consiguió instalar a aquella dama en su casa, para que estuviera continuamente en las habitaciones en que Rafael trabajaba. Y de este modo logró que el artista terminara la obra, para la cual ejecutó todos los cartones y pintó al fresco con su propia mano muchas figuras. 


En la bóveda hizo la Asamblea de los dioses en el cielo, y allí se ven muchos trajes y elementos tomados de la Antigüedad y ejecutados con bellísima gracia y diseño. Pintó las bodas de Psiquis, con los servidores que atienden a Júpiter, y las Gracias esparciendo flores sobre la mesa. 

En los arranques de la bóveda pintó muchos motivos, entre ellos a un Mercurio con su flauta, volando como si bajara del cielo, y a Júpiter besando a Ganimedes con celeste gravedad. En otro lugar, debajo, hizo el carro de Venus con las Gracias y Mercurio, que suben al cielo a Psiquis. Y representó muchos motivos poéticos en los demás espacios. También pintó una cantidad de niños en escorzo, muy hermosos, que vuelan llevando los emblemas de los dioses: el rayo y las saetas de Júpiter, los yelmos, las espadas y los escudos de Marte, los martillos de Vulcano, la maza y la piel de león de Hércules, el caduceo de Mercurio, la zampoña de Pan, las herramientas agrícolas de Vertumno. Y todos están acompañados por animales apropiados a su naturaleza: pintura y poesía verdaderamente bellísimas. 

Loggia di Psiche de la Villa Farnesina de Roma

Por Giovanni da Udine hizo hacer Rafael para todas las composiciones marcos de flores, hojas y frutas en guirnaldas, que no pueden ser más hermosos. También proyectó el orden arquitectónico de las caballerizas de los Chigi y, en la iglesia de Santa Maria del Popolo, el orden de la capilla de Agostino, de la cual ya se habló. 



Además de decorar esta capilla, dio orden de que se hiciera allí una maravillosa sepultura y encargó a Lorenzetto, escultor florentino,132 dos figuras que aún están en su casa, en el Macello de'Corbi, en Roma. Pero la muerte de Rafael, y luego la de Agostino, motivaron la transmisión de esa obra a Sebastián Viniziano. 

Había alcanzado tal grandeza Rafael, que León X le ordenó comenzar la sala grande de arriba, donde están las victorias de Constantino. El artista empezó la obra. También quiso el Papa que se hicieran riquísimos tapices de oro y seda, para los cuales pintó Rafael, en apropiada forma y tamaño de ejecución, los cartones, que fueron enviados a Flandes para que allí se tejieran las composiciones. Terminados los paños, volvieron a Roma. 

Estancia de Constantino. Visión de la Cruz

La donación de Roma. c 1523 Vaticano, sala de Constantino

Esta obra fue realizada tan milagrosamente, que causa maravilla verla, si se piensa cómo fue posible tejer los cabellos y las barbas y dar morbidez a las carnes con el hilo. Es obra más bien del milagro que del artificio humano, porque hay allí aguas, animales, edificios tan bien hechos, que no parecen tejidos sino realmente trazados con pincel. Costó este trabajo setenta mil escudos, y se conserva en la capilla pontificia.

San Juan Bautista en el desierto.

Para el cardenal Colonna, pintó en tela un San Juan, por el cual, a causa de su hermosura, sentía el prelado un amor profundo. Afectado por una enfermedad, lo atendió Messer Iacopo da Carpi, y este médico le pidió el cuadro. Y porque lo deseaba mucho, se quedó con él, considerando que el cardenal le tenía infinita obligación. Ahora, ese San Juan se encuentra en Florencia, en poder de Francesco Benintendi.

Transfiguración. Museos Vaticanos

Para el cardenal y vicecanciller Julio de Médicis hizo una tabla de la Transfiguración de Cristo, destinada a ser enviada a Francia; la trabajó personalmente y la llevó a su última perfección. Allí representó a Cristo transfigurado en el monte Tabor, al pie del cual lo aguardan sus once discípulos. Entre éstos está un joven endemoniado, a la espera de que Cristo descienda del monte y lo libere: se retuerce y se yergue gritando y revolviendo los ojos. Muestra el padecimiento de su carne, de sus venas y de su pulso contaminados por la malignidad del espíritu, y con sus pálidos miembros hace aquel gesto forzado y temeroso. Esta figura es sostenida por un viejo que la abraza, cobra ánimo, con los ojos redondos iluminados en el centro, y revela, al alzar las cejas y arrugar la frente, fuerza y miedo simultáneamente. Mira fijamente a los Apóstoles y parece esperar en ellos y darse coraje. 


La figura principal, entre muchas, del cuadro es una mujer arrodillada ante los Apóstoles y con la cabeza vuelta hacia ellos, que con los brazos tendidos hacia el endemoniado muestra su miseria. En cuanto a los Apóstoles, sentados unos, de rodillas o de pie los demás, muestran sentir gran compasión ante tanta desgracia. A la verdad, Rafael hizo figuras y cabezas de belleza extraordinaria y tan nuevas, diversas y expresivas, que según consenso de los artistas, esta obra, entre tantas que pintó, es la más loable, la más hermosa y la más divina. 

Transfiguración. Detalle

Quien quiera conocer y mostrar en pintura a Cristo transfigurado en su Divinidad, lo contemple en esta obra en que Rafael lo representó en lo alto del monte, reducida su figura por la distancia, en el aire lúcido, con Moisés y Elías que, iluminados por un claror esplendoroso, cobran vida bajo su luz. En tierra, postrados, están Pedro, Santiago y Juan, en varias y bellas actitudes. Uno apoya la cabeza en el suelo, otro hace sombra a sus ojos con la mano, protegiéndose de los rayos y la inmensa luz del esplendor de Cristo, el cual, vestido de color de nieve, parece mostrar, abriendo los brazos y alzando la cabeza, la Esencia y la Divinidad de las Tres Personas, estrechamente reunidas en la perfección del arte de Rafael. Éste parece haberse concentrado tanto con su talento para expresar la fuerza y el valor de su arte en el rostro de Cristo que, cuando lo terminó, como última obra que debiera hacer, no tocó más los pinceles, sobreviniendo luego su muerte.

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Rafael estaba unido por vínculos de amistad con Bernardo Divizio, cardenal de Bibbiena, el cual durante muchos años lo importunó pidiéndole que tomara esposa. Si bien Rafael no rehusó expresamente cumplir el deseo del cardenal, postergó su decisión diciendo que quería dejar pasar tres o cuatro años. Al cabo de ese plazo, cuando Rafael no se lo esperaba, el cardenal le recordó su promesa y, viéndose comprometido, no quiso faltar a su palabra, como hombre cortés que era. Y así aceptó por esposa a una sobrina de ese prelado. 

Pero como siempre se sintió muy descontento de este lazo, fue poniendo tiempo de por medio y pasaron muchos meses sin que se consumara el matrimonio. Mas no hizo esto el artista sin honorable propósito, pues como había servido durante tantos años a la Corte, y León X le adeudaba una buena suma, tenía entendido que cuando concluyera la sala que decoraba para el Papa recibiría, en recompensa de sus esfuerzos y su talento, un capelo rojo. Pues el Sumo Pontífice había decidido crear cierto número de nuevos cardenales, entre los cuales alguno tenía menos mérito que el pintor. Entre tanto, Rafael seguía dedicado a sus amores en forma oculta y entregándose sin medida a los placeres. 

Ocurrió que una vez se desordenó más que de costumbre y volvió a su casa con una fiebre intensa. Creyeron los médicos que se había acalorado y como Rafael tuvo la imprudencia de no confesarles los excesos que había cometido, le hicieron una sangría cuando estaba debilitado y lo que necesitaba era algo que lo restaurara. Sintiéndose desfallecer, hizo testamento y ante todo, como buen cristiano, hizo salir a su amada de su casa, dejándole lo necesario para que viviese honestamente.

Luego repartió sus cosas entre sus discípulos -Julio Romano, a quien siempre amó mucho, Giovan Francesco Fiorentino, llamado el Fattore-, y no sé qué sacerdote de Urbino, su pariente. 

Confeso y contrito terminó el curso de su vida el mismo día en que nació, o sea el Viernes Santo, a la edad de treinta y siete años. Y es de creer que como con su talento embelleció el mundo, su alma habrá adornado el Cielo. 

Cuando murió, en la sala en que trabajaba, pusieron a su cabecera la tabla de la Transfiguración que había pintado para el cardenal de Médicis, y al ver su cuerpo muerto y su obra viva, se les partía de dolor el alma a todos los que lo contemplaban.
¡Oh alma feliz y bienaventurada, pues todo el mundo habla de ti y celebra tus actos y admira todo dibujo que has dejado! Bien podía la pintura, muriendo este noble artista, morir ella también, pues cuando él cerró los ojos, ella quedó casi ciega. Ahora nos toca a nosotros, los que hemos quedado, imitar el bueno, el óptimo estilo que nos ha dejado como ejemplo y, como lo merecen su talento y nuestra gratitud, guardar de él gratísimo recuerdo y siempre honrarlo con la palabra. Pues, en verdad, nos encontramos con que, gracias a él, los colores y la invención unidos han alcanzado esa meta de perfección que apenas podía esperarse. Y que jamás imagine espíritu alguno poder superarlo. Además de este beneficio que le hizo al arte, como amigo de él, no descuidó durante su vida mostrarnos cómo se trata a los hombres, grandes, mediocres o ínfimos.

Y, por cierto, entre sus dotes singulares encuentro una de tal valor, que me deja estupefacto: y es que el cielo le dio fuerza para mostrar en nuestro oficio una actitud tan contraria a nuestros temperamentos de pintores. Porque nuestros artistas -y no digo solamente los inferiores, sino los que tienen la pretensión de ser grandes (que con tal humor el arte los produce en número infinito)- cuando trabajaban en colaboración con Rafael se sentían unidos y en una concordia tal, que todo mal humor desaparecía al verle, y todo pensamiento vil y bajo se borraba de la mente. Y esa unión nunca existió, salvo en su tiempo. Ello ocurría porque los artistas eran vencidos por la cortesía y el arte de Rafael, pero más que todo por el genio de su natural tan bueno. Pues estaba tan lleno de gentileza y caridad, que hasta los animales, y no sólo los hombres, lo honraban. Dicen que dejaba su trabajo para ayudar a cualquier pintor conocido de él, y también a los desconocidos, cuando le pedían un dibujo que necesitaban, y siempre empleó a una infinidad de artistas, prestándoles ayuda y enseñándoles con tal amor, que más parecía tratar con sus hijos que con colegas. Por ese motivo, nunca salía de su casa para dirigirse a la Corte sin verse rodeado de cincuenta pintores, todos buenos y de valor, que lo acompañaban como homenaje. En suma, no vivió como un pintor, sino como un príncipe.

¡Bienaventurado, realmente, podías decirte, ya que por las huellas de semejante hombre han visto luego tus alumnos cómo se debe vivir y lo que significa poseer a la vez el arte y la virtud! Uno y otra, unidos en Rafael, pudieron impulsar a la grandeza de Julio II y la generosidad de León X, en la suma jerarquía y dignidad que poseían, a hacerlo familiarísimo suyo y brindarle toda suerte de liberalidades, de modo que, con el favor y las riquezas que le ofrecieron, logró hacer gran honor al arte y a sí mismo. 
Y bienaventurado puede decirse también aquel que, estando a su servicio, trabajó bajo su dirección. Porque advierto que todos los que lo imitaron llegaron a buen puerto, y así, quienes emularon sus esfuerzos en el arte serán honrados por el mundo, y los que se le parezcan por las santas costumbres serán recompensados en el cielo. Bembo dedicó a Rafael el siguiente epitafio: 

«D. O. M. A Rafael Sanzio de Urbino, Juan Francisco, pintor eminentísimo, émulo de los antiguos, en cuyas imágenes animadas, si las contemplas, fácilmente advertirás la alianza de la naturaleza y del arte. Acrecentó la gloria de Julio II y de León X, Pontífices Máximos, con sus obras de pintura y arquitectura. Vivió treinta y siete años, íntegro entre los íntegros, y dejó de existir el mismo día en que nació, el 8 de abril de 1520. »Éste es Rafael. Mientras vivió, la gran Madre de las cosas temió ser vencida por él, y cuando murió, temió morir con él».


Henry Nelson O'Neil: The last moments of Raphael. 1866.  Bristol Museum.

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Baldasare Castiglione. Rafael. (Atrib.) Louvre

Y el conde Baldassarre Castiglione, con motivo de su fallecimiento, escribió un poema que dice así: 

"Porque con su arte médica curó el cuerpo lacerado de Hipólito y lo salvó de las aguas del Estix, Epidaurio se vio arrebatado por las mismas ondas estigias: así, la muerte fue el precio de su vida de artífice. También tú, Rafael, que con tu ingenio admirable restauraste el cuerpo destrozado de Roma y devolviste la vida al cadáver de la Urbe lacerado por el hierro, el fuego y los años, devolviéndole su antiguo esplendor, concitaste la envidia de los dioses; y la muerte se indignó porque eras capaz de devolver el alma a los muertos. Pero lo que poco a poco, en largos días fue abolido, esa desdeñada ley de los mortales, a tu vez debiste obedecerla. Así, ¡oh desdichado!, primero caes en plena juventud, y de tal modo nos adviertes nuestros deberes y la inminencia de nuestra muerte."

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