Sin una verdadera guía que organizara su intenso aprendizaje, la formación de London resultó desordenada y, en ocasiones incoherente. Sus planteamientos de carácter social se quebraban entre una especie de socialismo utópico y un fascismo idealizado, no exento de racismo, por ejemplo, así como de otras características que, en realidad se anulaban mutuamente; todo ello, sin duda, resultado de sus apasionadas y diversas lecturas y de su avidez por saber.
Sin embargo, hay un ser humano radiante de vida y ansioso de experiencia en sus relatos y esto es lo que finalmente sale a la luz y se impone por encima de su lucha por la vida, producto evidente, de una época de guerras, desastres económicos y hasta sismológicos, que arrastraron consigo a la mayor parte de la población.
No sorprende, pues, que London, en ocasiones presente la lucha por la supervivencia humana de forma tan descarnada, que, en ocasiones, y en cierto modo, la equipara con la del mundo animal, basándose en algunas de sus lecturas, todo lo cual le llevaría a deducir, no la realidad de que sobrevive el más fuerte, sino la conciencia clara, pero equívoca de que así es como debe ser.
Por otra parte, aquello de la supervivencia, está todavía por definir; London podría haber comprendido que la humanidad, sigue adelante, no gracias, sino a pesar de la ley del más fuerte, aunque no hay duda de que, en su época, aquellas ideas imperaban, y él, a pesar de su genialidad en otros aspectos, tampoco fue capaz de librarse de tal influencia. Aunque él mismo se propusiera como una especie de super-hombre capaz de superarse frente a cualquier revés, carecía, por ejemplo, de la posibilidad -carencia también acorde con la época-, de escapar a los efectos del escorbuto; tal es la grandeza y tal es la miseria: London vivió siempre enfermo.
Todo ello se uniría a la percepción de que el esfuerzo personal es suficiente para salir del desastre, por inmenso que este sea, y para saltar de la más absoluta falta de oportunidades, al triunfo personal, como aprendió en la infancia, leyendo la novela de Ouida.
De acuerdo con lo aprendido, London pasó a seleccionar una esposa, no por atracción, no por amor, no por ningún sentimiento compartido, sino en función de su apariencia, en el sentido de que la mujer elegida debía estar preparada para traer al mundo hijos sanos y fuertes; una especie de selección natural, acorde con su percepción de Darwin.
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London leyó a los principales autores franceses de la época, como Víctor Hugo, con especial mención de Los Miserables; Eugenio Sué en su obra social; Guy de Maupassant, cuyas obras, Boule de Suif y Bel Ami, alcanzaron un éxito casi universal, y Herman Melville, el celebérrimo autor de Moby Dick.
Su perfil científico se nutrió también, entre otras, con lecturas de Charles Darwin, cuyo Origen de las Especies, tanto influyó en el pensamiento de su tiempo, y Herbert Spencer, cuya obra ejerció asimismo una enorme influencia en las últimas décadas del siglo XIX.
Las influencias integradas en la escala de valores de London son múltiples, entre literatura, biología y lo que podríamos denominar sociología, y pueden completarse con otros autores de no menor entidad que los citados, de los cuales, algunos se siguen leyendo con gusto. Entre ellos, Rudyard Kipling, Robert Louis Stevenson, la citada Ouida, Friedrich Nietzsche, David Starr Jordan, Thomas Henry Huxley (Biólogo darwinista), John Tyndall (Físico), Ernst Haeckel, (Filósofo y Naturalista, creador del término “Ecología”), Karl Marx, Filósofo y Economista, y Scotty Allan, Criador de perros, hombre de negocios y político.
A su vez, London inspiró a diversos escritores, cuyos nombres también alcanzaron gran eco y fortuna literaria.
Robert E. Howard, 1906-1936. Publicó aventuras históricas y fantásticas, sobre todo, en la revista Weird Tales, durante la década de 1930. Se le considera como uno de los padres del subgénero popularizado como de «espada y brujería» y es famoso por la creación de personajes tan populares como Conan el Bárbaro. Con J. R. R. Tolkien, es el autor más representativo de la fantasía heroica moderna.
George Orwell, 1903-1950. Además de cronista, crítico literario y novelista, es uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados de los años treinta y cuarenta del siglo XX. Pero es conocido fundamentalmente por dos novelas muy críticas con el totalitarismo, publicadas después de la Segunda Guerra Mundial, Rebelión en la granja, de 1945, y 1984, del año 1949, en la que creó el concepto del Gran Hermano.
Richard Wright. 1908-1960. Autor de novela, relato, poesía y ensayo, cuyo trabajo despertó cierta polémica, a causa de su testimonio sobre la difícil situación de los afroamericanos a finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX.
Ernest Hemingway, 1899-1961. Corresponsal de prensa, y autor de célebres novelas, como, Por quien doblan las campanas, o Adios a las armas. Premio Nobel de Literatura en 1954.
Jack Kerouac, 1922-1969. De la llamada Beat Generation, junto con William S. Burroughs y Allen Ginsberg, Kerouac fue muy valorado por su prosa coloquial y espontánea. Escribió sobre la espiritualidad católica, del jazz, del budismo, de los efectos de las drogas, de la pobreza y de viajes.
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"Uno de los aspectos de los pobres que London sintió particularmente, fue la triste y trágica situación de los niños". Sobre la experiencia de Londres en el East End escribió un libro de no ficción en 1903, "La gente del abismo".
Fotografía de Jack London.
La calle de Whitechapel
“Pasando la noche”.
Otro tanto cabría decir de su percepción -sin que ello incluya una comparación, en su origen, aunque sí en las terribles consecuencias-, del trágico terremoto de San Francisco.
Santa Rosa, California, 1906.
La devastación causada por el terremoto en Kearny Street, 1906.
Edificios afectados en San Francisco, 1906.
“Cola de hambrientos ante los locales del Ejército de Salvación”.
Albergue de Whitechapel
Era un espectáculo de lo más triste; hombres y mujeres, en el frío y gris atardecer, esperaban un humilde cobijo que les protegiera de la noche, y confieso que casi me puso fuera de mí. Como el niño ante la puerta del dentista, descubrí de repente multitud de razones para estar en cualquier otra parte. Algo de esta lucha interior se debió reflejar en mi cara, pues uno de mis compañeros me dijo:
—No te arrugues; tú puedes hacerlo.
Claro que podía, pero me di cuenta de que incluso los tres peniques de mi bolsillo eran una fortuna para aquella caterva, y con objeto de hacer desaparecer cualquier posibilidad de envidia me desprendí de las monedas. Me despedí de mis amigos y, con el corazón saltándome en el pecho, avancé por la calle y me situé en la cola. Aquella pobre gente que se tambaleaba hacia la muerte tenía un aspecto calamitoso, más calamitoso de lo que pueda imaginarse.
Jack London
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Junto a mí había un hombre bajo y fornido. Fuerte y sano, aunque ya mayor, de facciones marcadas, con la dura y curtida piel proporcionada por años de exposición al sol y a los vientos, tenía los inconfundibles rostro y ojos del hombre de mar. Y al instante me vino a la memoria un fragmento del “Galeote” de Kipling:
Con el estigma de mis hombros, con las heridas de grilletes de acero;
Con las señales que me dejaron los látigos, con las heridas que nunca sanan;
Con los ojos envejecidos escrutando el soleado mar,
Estoy pagado por mis servicios. . .
Cuán acertado estuve en mi suposición y cuán apropiado era el poema lo sabrán enseguida.
—No lo aguantaré mucho tiempo, no señor —se quejaba a su vecino—. Destrozaré un escaparate, uno muy grande, y me meterán entre rejas catorce días. Entonces tendré dónde dormir y mejor comida que aquí. Aunque echaré de menos mi tabaco —dijo esto último con resignación—. He pasado dos noches al raso —continuó—; la noche pasada me empapé, y no estoy dispuesto a aguantarlo más. Me estoy haciendo viejo y cualquier mañana me encontrarán muerto.
Se volvió hacia mí con fiereza.
—No llegues a viejo, muchacho. Muérete siendo joven o acabarás como yo. Te lo aseguro. Tengo ochenta y siete años y he servido a mi país como un hombre. Tres galones por buena conducta y la Cruz Victoria, y esto es lo que recibo a cambio. Ojalá estuviera muerto, ojalá lo estuviera.
Se le humedecieron los ojos, pero antes de que el otro lo consolara se puso a tararear una canción de marineros como si en el mundo no existieran las penas.
Ante mi insistencia, me contó esta historia mientras esperaba en la cola del albergue, después de pasar dos noches a la intemperie:
De niño se había alistado en la marina británica, y durante más de dos enganches sirvió bien y fielmente. Nombres, fechas, comandantes, puertos, escaramuzas y batallas brotaban de sus labios como un río inagotable, pero me resulta imposible recordarlos y no podía tomar notas a la puerta de un albergue para pobres. Había estado en lo que él llamaba la Primera guerra de China; se alistó en la Compañía de las Indias Orientales y sirvió diez años en la India; regresó allí, con la armada inglesa, en la época de la insurrección; había tomado parte en las guerras de Birmania y de Crimea; y, además, había luchado y trabajado para la bandera inglesa en casi todo el planeta.
Y entonces sucedió. Algo casi sin importancia en un principio: tal vez al teniente no le había sentado bien el desayuno; o acaso se acostara tarde la noche anterior; o sus deudas le tenían preocupado; o el comandante le había hablado con brusquedad. Lo cierto es que aquel día el teniente estaba irritable. El marinero, junto con otros, estaba preparando el aparejo de proa.
No olvidemos que el marinero llevaba cuarenta años en la armada, tenía tres galones por buena conducta y poseía la Cruz Victoria por servicios distinguidos en combate; es decir, que no podía ser un mal marinero. Pero el teniente estaba irritable, le insultó; fue un insulto desagradable. Se refería a la madre del marinero. Cuando yo era pequeño teníamos por norma pelear como demonios si se dedicaba tal insulto a nuestras madres; y en mi país muchos hombres han muerto al insultar con esas palabras a las madres de otros hombres.
Sea como fuere, el teniente insultó a la madre del marinero. Éste, en aquel momento, tenía en las manos una barra de hierro. Sin dudarlo, golpeó con ella la cabeza del teniente, haciéndolo caer por la borda. Entonces, según palabras del propio marinero:
—Me di cuenta de lo que había hecho. Conocía las ordenanzas y me dije: “Estás acabado, Jack, muchacho; así es que allá voy”. Y salté, decidido a ahogarme con él. Y lo hubiese conseguido de no haber sido porque se nos acercó la barcaza del buque insignia. Al emerger a la superficie yo lo tenía sujeto y le estaba dando puñetazos. Esto es lo que me perdió. De no haber estado golpeándolo podía haber dicho que, al ver lo que había hecho, salté por la borda para salvarle.
Hubo consejo de guerra, o como quiera que se llame en la marina. Me recitó la sentencia, letra por letra, como si se la hubiese aprendido de memoria y repetido amargamente muchas veces. Y éste es, en aras de la disciplina y del respeto a oficiales que no siempre son caballeros, el castigo recibido por un hombre culpable de haberse portado con hombría. Ser degradado a marinero raso; perder las pagas que se le debían; privársele del derecho a pensión; renunciar a la Cruz Victoria; ser expulsado de la marina por su carácter (ésta era su mayor ofensa); recibir cincuenta latigazos; y pasar dos años en prisión.
—Ojalá me hubiese ahogado aquel día, ojalá Dios lo hubiese querido —terminó, al tiempo que la cola avanzaba y doblábamos la esquina.
Al fin pudimos ver la puerta, por la que los indigentes eran admitidos por grupos. Y entonces me enteré de algo sorprendente: siendo miércoles, ninguno de nosotros podría salir hasta el viernes por la mañana. Y lo que era peor —tomen nota los fumadores—: no se nos permitiría entrar con tabaco. Había que entregarlo en la puerta. A veces, me dijeron, lo devolvían al salir, y otras veces era destruido.
El viejo guerrero me dio una lección. Abriendo su bolsa, vació el tabaco (una cantidad exigua) en un pedazo de papel. Lo envolvió de cualquier manera y lo escondió en el calcetín. Yo hice lo mismo, ya que cuarenta horas sin tabaco es una prueba demasiado dura para cualquier fumador.
La cola avanzó una y otra vez y nos fuimos acercando a la puerta, lenta pero inexorablemente. En un momento en el que estuvimos sobre unas rejas, bajo nosotros apareció un individuo al que el viejo marino preguntó:
—¿Cuántos más caben?
—Veinticuatro —respondió.
Miramos con ansiedad hacia delante y contamos. Había treinta y cuatro delante de nosotros. En los consternados rostros que me rodeaban se reflejaba el desencanto. No es nada agradable, cuando se está hambriento y sin blanca, enfrentarse con la perspectiva de pasar la noche en la calle. Pero no perdimos la esperanza, hasta que, cuando todavía nos precedían diez hasta la entrada, el portero nos echó.
—Completo —fue todo lo que dijo mientras cerraba la puerta.
Como un rayo, pese a sus ochenta y siete años, el viejo marinero salió disparado con la improbable esperanza de encontrar cobijo en otra parte. Yo me quedé a discutir con otros dos tipos, expertos en alojamientos circunstanciales, sobre dónde era más conveniente dirigirse. Decidieron probar en el albergue de Poplar, a unas tres millas, y hacia allí nos encaminamos.
Al doblar la esquina uno de ellos comentó:
—Hoy no había manera de entrar. Vine a la una y ya había cola… mimados como gatitos, eso es lo que son. Siempre dejan entrar a los mismos, noche tras noche.
Jack London
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London en su despacho, 1916
1916. Dos semanas antes de su fallecimiento
Jack London murió el 22 noviembre 1916, a los 40 años, en su casa de Glen Ellen, California. Fue uno de los primeros americanos que hicieron fortuna con la literatura.
Brown Wolf, el perro de Jack London
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