domingo, 9 de junio de 2019

VELÁZQUEZ: "TEMAS VELAZQUINOS" (V)



José Ortega y Gasset: Introducción a Velázquez, en Velázquez, Berna 1993 y Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950. [En negrita].

Velázquez, 1599-600

Tintoretto, autorretratos: 15548 -30 años. Victoria y Alberto. Londres
1588 -70 años. Louvre.

Tintoretto quiere dar la ilusión de la profundidad. Velázquez, no. En nada se ve mejor la interpretación errónea que éste ha sufrido. Tómense casos bastante extremos: el ecuestre del Conde-Duque, el de Baltasar Carlos. 

C. Duque de Olivares, c. 1636. MNP / Ppe. Baltasar Carlos, 1634-35, MNP


[No hace falta dar un nombre concreto a la batalla que está teniendo lugar al fondo para entender su significado y su función. Velázquez, que era muy sutil a la hora de dotar sus obras de contenido y de describir a sus modelos, está representando en esta pintura no sólo al conde-duque de Olivares, sino también a un valido. MNP.]

[En este caso, Baltasar Carlos se sitúa en algún paraje del extremo septentrional de los montes del Pardo, y los accidentes geográficos del fondo son fácilmente identificables. A la izquierda aparece la sierra del Hoyo, y a la derecha, tras el cerro que protege Manzanares el Real por el sur, un fragmento de la sierra del Guadarrama, con la Maliciosa y Cabeza de Hierro como puntos más destacados. El verde tierno de la vegetación y la línea blanca que corona las cumbres sitúan la escena en los inicios de la primavera. MNP].

La figura entra o sale del lienzo en diagonal de penetración. Es el medio más clásico en Tintoretto para forzarnos a vivir lo profundo. Pero en Velázquez ese efecto ilusionista queda reducido a lo justo para «representar» la tercera dimensión, mas no para dar ilusión de ella. Sigue triunfando el plano que es el cuadro y en él –es decir, in modo poniendo tollens-, [“negando, afirma”]. la profundidad. Es exactamente lo mismo que hace con el volumen. El estar sin estar.

Los dos retratos son un caso extremo porque son los únicos casos de figuras que están oblicuas al plano; es decir, que penetran del primer plano a los interiores –característico de Tintoretto, Greco, Rubens, manieristas.

Los paisajes de Rubens con sus rayos de sol en claros del último término son profundos. No se parecen en nada a los de Velázquez.

Los fondos de Velázquez no son propiamente paisajes, sino formalmente fondos. Las formas, valores cromáticos, etcétera, están esquematizados casi excesivamente para no entrar en la emulación con las figuras. Son, pues, meros telones de fondo y no espacios, no ámbitos. Tienen un papel meramente funcional para el retrato: son contraste de la figura o aparejo de formas con el fin principal de monumentalizar la figura (sobre todo en las ecuestres) y amenizar el conjunto. 

Los paisajes de la Villa Médicis son inesperadamente poco profundos, a pesar de que uno de ellos, al buscar con sus arcos los escapes, hubiera impuesto lo contrario.

Vista del jardín de la Villa Medici en Roma. Hacia 1630. MNP

[Obra maestra de la historia del paisaje occidental en la que Velázquez plasmó su idea del paisaje sin una excusa narrativa que lo justifique. Esta vista romana y su compañera (a continuación), son dos de los cuadros más singulares de Velázquez. Ambos tienen como tema una combinación de arquitectura, vegetación, escultura y personajes vivos que se integran de manera natural en un ámbito ajardinado. La luz y el aire, como repiten incasablemente los críticos, son también protagonistas de estos cuadros. También se ha insistido secularmente en la voluntad que parece latir en ellos de plasmar un momento concreto, es decir, de describir unas circunstancias atmosféricas determinadas, lo que ha llevado a la teoría de que nos encontramos ante una representación de la "tarde" y el "mediodía", anticipando lo que haría Monet más de dos siglos más tarde con sus famosas series de la Catedral de Rouen. MNP].

Jardín de la Villa Médicis en Roma, Pabellón de Ariadna. 1630. MNP

[Al fondo (izq.), un hombre con capa observa el espléndido paisaje de cipreses, cielo y edificios y anticipa algunas de las tan delicadas figuras contemplativas que ha popularizado el Romanticismo nórdico. A su derecha duerme Ariadna convertida en mármol.

El paisaje en sí mismo no se consideraba un tema digno de ser representado a no ser que estuviera arropado por una excusa narrativa o fuera una vista urbana o monumental. Velázquez, por tanto, transmite una visión más directa de la naturaleza. A ello contribuye el segundo de los factores que otorgan a estas vistas un estatus pictórico singular: aunque se sabe de artistas como Claudio de Lorena, que salían al campo a tomar apuntes directos del paisaje en sus cuadernos, son rarísimos los casos en los que el pintor se plantaba con sus útiles de pintar delante del motivo y atacaba directamente el lienzo, como hizo el pintor sevillano en estos dos casos. También resulta muy singular en estas obras el tipo de impresión que se trata de transmisor de la naturaleza: no es una visión inmutable e intemporal de un fragmento de jardín, sino que parece existir la voluntad de reflejar la experiencia de un momento. MNP]

En general, pienso que convendría revisar lo que suele repetirse sobre la espaciosidad de los cuadros de nuestro pintor.

En muchos cuadros de Velázquez hay una presencia de lo atmosférico. Se ha dicho que pintaba el aire. Pero este efecto no tiene nada que ver con su modo de tratar el espacio. Ese «aire en torno» lo tienen sus cuadros incluso estos no tienen espacio en torno a la figura e incluso, como en el Pablillos, donde ni siquiera tienen fondo. 

Pablo de Valladolid, c. 1635 MNP

[Se trata de uno de los retratos en que Velázquez hace un mayor alarde de su voluntaria restricción de medios pictóricos: la gama cromática es muy limitada, aunque muy rica en matices, el personaje sólo se vale de su propia expresión y su gesto, sin ningún tipo de adminículo que la apoye, y se alza sobre un espacio indeterminado apenas sugerido por la tenue sombra que arroja su cuerpo. 

Tanta sobriedad, lejos de restar contenido y expresión a la obra, los multiplica, y obliga al espectador a enfrentarse directamente, sin intermediarios que le distraigan, con el sujeto que tiene delante. Pero conseguir tal efecto no depende de la sola voluntad del pintor, quien debe estar dotado además de unos recursos técnicos que le permitan sacar partido de tan parcos medios y fundir al personaje con el espacio en que está inmerso. 

Esta retórica de lo esencial fue muy valorada por los pintores del siglo XIX, como Edouard Manet, quien comentó que esta obra es quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás, y se basó en ella para construir su famoso Pífano

Se ha fechado en torno a 1635, aunque hay disparidad, y algunos creen que formó parte de un grupo de cuadros que en 1634 se pagaron a Velázquez para decorar el Buen Retiro.]
El ambiente aéreo proviene en Velázquez de las figuras mismas y no de su contorno, espacio o ámbito.

El “naturalismo” de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más de lo que son, en renunciar a repujarlas y perfeccionarlas; en suma, a precisarlas. La precisión de las cosas es una idealización de ellas que el deseo del hombre produce. En su realidad son imprecisas. Esta es la formidable paradoja que irrumpe en la mente de Velázquez, iniciada ya en Tiziano. 

Las cosas son en su realidad poco más o menos, son sólo aproximadamente ellas mismas, no terminan en un perfil rigoroso, no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en el margen de imprecisión que es su verdadero ser. La precisión de las cosas es precisamente lo irreal, lo legendario en ellas.

En cuanto a su modo de tratar el espacio, es decir, su profundidad, habría que decir, aun arrostrando la paradoja, que es un modo más bien torpe. No obtiene la dimensión profunda mediante una continuidad, como Tintoretto o Rubens, sino, al revés, merced a planos discontinuos. En general emplea tres: el primero y el último luminosos, sobre todo éste último buscando pretexto para «rompientes» de luz. Entre ambos intercala un tercer plano oscuro, hecho con siluetas sombrías, que entristece sus cuadros y en que, por cierto, se ha cebado más la faena mordiente del tiempo.

En “Las Lanzas” sorprende ese telón intermedio de figuras arbitrariamente oscuras y sordas de color. 

Las Lanzas o La Rendición de Breda, c. 1635. “telón intermedio”. MNP

Las Lanzas o La Rendición de Breda, c. 1635. MNP

El 5 de junio de 1625 Justino de Nassau, gobernador holandés de Breda, entregaba las llaves de la ciudad a Ambrosio Spínola, general genovés al mando de los tercios de Flandes. Su toma tras un largo asedio se consideró un acontecimiento militar de primer orden, y como tal dio lugar a una copiosa producción escrita y figurativa, que tuvo por objeto enaltecer a los vencedores. Cuando se decidió la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro con pinturas de victorias obtenidas durante el reinado de Felipe IV se incluyó ésta y para representarla se recurrió a Velázquez. También lo propició el contexto competitivo que se creó en el Salón de Reinos, donde concurrieron los artistas más destacados de la corte. Velázquez respondió al reto creando una obra maestra, en la que da prueba no sólo de sus extraordinarias dotes descriptivas o de su dominio de la perspectiva aérea sino también de su habilidad para la narración y de su capacidad para poner todos los elementos de un cuadro al servicio de un contenido concreto.

No hay generales triunfantes y ejércitos humillados. El pintor no soslaya la realidad bélica, y presenta un fondo humeante que habla de destrucción, guerra y muerte. El general vencedor recibe, casi afectuosamente, la llave del enemigo vencido, en un gesto que es casi más anuncio del principio de la paz que del final de una guerra. Toda la composición tiene como objetivo subrayar ese gesto. 

En el drama El sitio de Breda, de Calderón, de 1625, se describe el mismo acto que representa el cuadro, y en términos muy parecidos, como un acontecimiento casi amistoso. Pero ese contenido no responde sólo a un capricho del pintor o de quien decidió la decoración pictórica del salón, pues está directamente relacionado con la imagen que la monarquía quería proyectar de sí misma como una institución justa, que respetaba las leyes de la guerra y que, llegado el caso, era capaz de tratar con clemencia y magnanimidad al vencido. De hecho, un contenido parecido se transmite en La recuperación de Bahía de Maíno (P885). 

La genialidad de Velázquez estriba en haber encontrado la fórmula ideal para transmitir ese contenido; y lo ha hecho prescindiendo de cualquier retórica, y utilizando los medios más sencillos y, por tanto, más eficaces: el simple gesto de los dos generales encierra en sí mismo una teoría del Estado y una visión de la historia. De manera genérica, puede fecharse entre 1634-1635, pues se sabe que la decoración del Salón de Reinos se inició en 1634 y estaba acabada en la primavera de 1635.]
En “Las hilanderas” hace el mismo servicio la criada que en medio recoge ovillos o copos y todo lo que hay en su plano. 

Las hilanderas o la fábula de Aracne. 1655 - 1660. MNP

En “Las meninas” representan esta función de ensombrecer la dueña y el guardadamas.

Las Meninas, 1656 “La dama de honor, doña Marcela de Ulloa, junto a un guardadamas”. MNP

Está, pues, obtenido el espacio en profundidad mediante una serie de bastidores como en el escenario de un teatro.

Cuando se compara el arte del XVII, y especialmente la idea de Velázquez, con lo que fue para Miguel Ángel y Rafael, se percibe la enorme disminución de sus pretensiones. En Miguel Ángel es escultura y pintura –como la música en Wagner- la disciplina superior humana: el arte plástico quiere serlo todo o por lo menos imperar sobre todo –es ciencia, es religión, es suprema revelación de los destinos humanos. En las bóvedas de la Sextina hace Miguel Ángel retumbar el trueno de lo eterno y trascendente. Frente a esto el arte del XVII no es sino… arte, modesta ocupación humana, mueble cotidiano, distracción, documento.

Entre la pintura de cúpulas (como en Correggio) y el cuadro de Velázquez, la distancia de función de la pintura es radical. Allí ornamentación –aquí un tête-a-tête del espectador con el lienzo. Una pintura de cúpula no está hecha para mirarla de verdad, en su detalle. Razones fisiológicas se oponen a ello: tortícolis, mareo, pérdida del equilibrio. Esa pintura es como un discurso de mitín –para ser oído como burundun-burundun, no para ser entendido.

Pero algo aún más hondo: esa pintura es “decorativa” porque se incorpora a la arquitectura y esta incorporación es tanto mayor cuando la pintura, como en estas cúpulas, anula la arquitectura insertando en ella espacios imaginarios. El cuadro, el propio y puro cuadro de caballete, por el contrario, reclama el muro para pender de él como tal muro y sin pretender incorporarse a él ni menos anularlo, sino ser un área nueva respecto al muro, una nueva superficie que nada tiene que ver con él.

Cúpula de la Asunción de la Virgen, de Correggio, en el Duomo di Parma.
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El careo del espectador con el cuadro produce a veces ante los de Velázquez, por ejemplo, ante sus retratos de enanos, [Ver: Galería, La Corte, VI.] un efecto azorante. Porque en algún instante casi llegamos a dudar de si somos nosotros quienes miramos la figura o si no es más bien la figura quien nos está observando a nosotros. Las causas de ello están en toda la manera de pintar velazqueña, pero aíslo aquí sólo dos que son rápidas de enunciar. La renuncia a todo manierismo trae consigo que el pintor esté ausente del cuadro. La “maniera”, el “estilismo” es un gesto personal y donde se halla, está presente el sujeto cuyo es el gesto. Velázquez nos deja solos con sus personajes para que nos las arreglemos con ellos como podamos.

La otra causa es de pura técnica en la perspectiva. Ya Curtius notó que el punto de vista de Velázquez al pintar sus figuras –sobre todo sus retratos, pero también sus composiciones- es rarísimo: es de arriba abajo. El ojo del pintor está dominando un poco las figuras que, por esto, aparecen: primero, como sumergidas en el cuadro: segundo, dominando ellas a su vez al contemplador. Esto, sea dicho de paso, contribuye a su aspecto aéreo. Es como si se viera algo de su detrás.
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En Velázquez, la pintura se libera, por fin, radicalmente de la escultura, que desde Giotto se había tragado y protuberizaba los cuadros, dando a todo la hinchazón del volumen, la plasticidad. No sé si se ha advertido que la técnica de Giotto –por ejemplo “Adoración de los Reyes”- parece indicar como si hubiese aprendido a dibujar copiando bajorrelieves. 

Giotto. Adoración de los Magos,1303. Capilla Scrovegni, Padua

Venecia hubiera libertado antes la pintura, pero tropezó con la roca gigantesca de Miguel Ángel, que inyecta aún más dosis de escultura en el cuadro. La plasticidad, el volumen procede de la visión próxima. Velázquez hace triunfar la visión lejana que hace a la figura incorpórea y en este sentido plana –plana, no como una superficie, sino como un fantasma.

Autorretrato, 1543

Importa mucho hacer ver que Velázquez apenas llega a Madrid –es decir, a los veintiún años- abandona la disciplina caravaggista de su adolescencia para tomar una dirección en todos sentidos opuesta. Más aún: mientras todo el siglo, lo mismo en Italia que en los Países Bajos prosigue inscrito en unas u otras dimensiones de Caravaggio, es el único que descubre otro continente al cual, la verdad es que nadie le seguirá hasta bien dentro del siglo XIX. Hay, pues que verlo desde luego frente a Caravaggio, y lo que interesa más, frente a Ribalta, Zurbarán y Ribera.

Lo decisivo, lo profundamente nuevo es la descorporización, la espectralización del objeto.

Como el maestro italiano, los tres españoles siguen agarrados al cuerpo, por eso funden las tintas, empastan, pulen. Sus figuras son corpóreas, compactas y en este sentido, pesadas. Velázquez comienza: primero: Por reducir radicalmente lo que del objeto transcribe: es una abreviatura de sus valores cromáticos. 

Segundo: reduce al extremo el modelado. Las manchas no se juntan y al no juntarse es indecisa su mutua relación espacial –que es lo visual frente a lo táctil. El tacto es inequívoco –procede por continuidades.

Tercero: Apenas pone pasta –es casi “acuarela”. De aquí su dosis de “sequedad”. Si a la precisión de su color añadiese la modelación, sería terrible, pesadísimo y asqueroso [¡!] su “realismo”. Pero el arte de Velázquez es la gran paradoja: idealiza la realidad misma, desde ella misma, simplemente por convertirla en puro vocabulario de color, de relaciones de color –no de forma- es decir, ni línea ni modelado. Qué sea esta pesadez, puede verse en alguna de sus primeras obras: en la “Adoración”, en algunos de los bodegones, en el “Retrato de desconocido”, del Prado.

Retrato de hombre. Hacia 1623. Óleo sobre lienzo, 55,5 x 38 cm.

[La pragmática de enero de 1623 sobre reforma de los trajes, que sirve para fechar el supuesto retrato de Pacheco, también se puede utilizar como guía para éste, por cuanto el modelo viste el tipo de cuello que se haría habitual a partir de entonces. Su estilo, con una pincelada todavía prieta y detallista, un modelado algo duro, y una luz muy dirigida, también concuerda con el que practicaba Velázquez en torno a esa fecha, en el momento de transición entre sus últimos años sevillanos y su asentamiento definitivo en la Corte. 

También muy habitual de los retratos que hizo durante los años veinte fue la utilización de una gama de color muy restringida, apoyada en los negros que integraban mayoritariamente la indumentaria masculina, los tostados y rosas del rostro y los grises y pardos de los fondos. Al igual que ocurre respecto al Retrato de caballero, se ha especulado mucho acerca de la identidad del personaje aquí representado, y han sido varios los autores que han querido buscarla entre el entorno familiar del pintor. 

La edad que representa el modelo, el giro de su cabeza hacia el espectador, su mirada fija y el parecido de sus rasgos con los del protagonista de San Juan Evangelista en Patmos (Londres, National Gallery) han llevado a algunos a pensar incluso en un autorretrato, mientras que otros han apuntado la posibilidad de que se trate del hermano del pintor, Juan. Sin embargo, no existe ninguna prueba realmente fiable que avale cualquiera de estas hipótesis. El misterio que rodea la identidad del retratado es extensible también a la procedencia del cuadro, que no se ha podido localizar en ninguno de los numerosos inventarios de los Sitios Reales realizados en los siglos XVII y XVIII, pero que sin duda estuvo en las Colecciones Reales, por cuanto desde 1819 se expuso en el Museo del Prado. MNP]

La pintura de Velázquez –desde que llega a su propia manera- ha sido llamada pintura plana. La denominación puede valer en cuanto se denuncia con ella el abandono de la preocupación por reproducir el «relieve», el «bulto», la «rotundidad» -esto es, el volumen lleno. Pero por otro lado es absurda. Con ese nombra habría que denominar la pintura bizantina o la china, Gauguin o Matisse. [¡!] 

Al evitar el bulto Velázquez no convierte el cuadro en un plano sino en un hueco, en una profundidad. Por eso, cada figura no es, en rigor, plana, sin ser, por ello, de bulto. Cada elemento de ella está en su lugar de profundidad. Sólo esto explica que evitando el bulto tenga, sin embargo, tercera dimensión –es tercera dimensión hacia dentro del cuadro. O dicho de otro modo, el Mundo no es un bulto, sino un hueco- un hueco dentro del cual hay bultos. Pero al hallarse estos en aquel participan de su oquedad. En puros ingredientes visuales, todo cuerpo es la vez hueco y bulto por estar en un lugar del gran hueco, ser elemento de éste.
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El pintor crea su fauna, suscita un pueblo aparte. Y como es un pueblo, habla un lenguaje peculiar. Nadie es gran pintor si no es en un idioma. Por eso un gran artista no se entiende con nadie. ¿Cómo se va a entender si su misión es ser otro lenguaje? Por eso la historia de las artes es la torre de Babel. No se entienden entre sí –se excluyen. El gran artista edifica en torno a si su propia soledad y se asfixia dentro. Tal es su destino.

Pero pasamos junto a unos hombres que hablan chistando, y decimos: son chinos. Y pasamos junto a un muro desde el cual nos llegan ciertas insinuaciones, y decimos: se oye Velázquez. Por lo mismo que éste reduce al extremo la estilización y se adscribe tanto al objeto, sería de sumo interés el ensayo de definir con rigor la especie zoológica que constituyen sus figuras.
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No vemos con precisión cómo era la fama de Velázquez dentro y fuera de España en su tiempo. Como no podía menos, sorprende a la gente de entonces su inaudita capacidad para copiar lo que se ve –pero no saben en qué región del Arte y menos aún en que rango situar esa producción. Faltaba en la mente de la época el alvéolo, el «marco» donde colocar un artista como Velázquez, y por eso la sorpresa admirativa ante sus obras no puede terminar en una apoteosis, en una fama precisa y sólida. Es un extemporáneo.
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El autor de Noticias de Madrid desde el año 1636 hasta el 1838, dice (ed. Rodríguez Villa, 27-28): «A Diego Velázquez han hecho ayuda de guardarropa de S. M. que tira a querer ser un día ayuda de cámara y ponerse un hábito a ejemplo de Tiziano».

Esta noticia tiene suma importancia. En primer lugar, la profecía es egregia, lo que revela que el autor –como en toda su obra se evidencia- era muy inteligente.

Segundo: que no son mercedes dadas al buen tun tun, sino que son un “cursus honorum”, la carrera del noble.

Tercero: que el autor está ya alerta y en la pista de que lo que Velázquez quiere es ser noble.

Autorretrato, fragmento.

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El trabajo de Ortega y Gasset se distingue por un sinnúmero de brillantes propuestas y acertadas consideraciones, sin embargo, no compartimos todas sus apreciaciones. No se trata, generalmente, de las que proceden del análisis crítico, sino de las relativas a sus preferencias estéticas y/o artísticas, muchas de las cuales se refieren, sin duda a Velázquez, pero sobre todo, las que dedica a El Greco, ya que en este terreno, todos conservamos el derecho a contradecir los gustos de los más expertos. 

Justamente en el último texto citado por él: -tira a querer ser un día ayuda de cámara y ponerse un hábito a ejemplo de Tiziano-, Ortega parece dispuesto a aceptar la vanidad aristocrática del pintor, empleando para ello un comentario que solo puede proceder de un envidioso, pero que él parece aceptar, aunque no con palabras propias, y emplea como broche de oro de su exposición: lo que Velázquez quiere es ser noble.

Además de que parece arriesgado considerar opiniones como si fueran hechos, se puede deducir, en este caso, que, hallándose el pintor posiblemente enfermo -murió solo un año después-, intentaba asegurar el futuro de su familia, la cual, sin él, se vería, no solo obligada a abandonar las piezas palaciegas que habían constituido su hogar, sino a hacerlo sin ninguna fuente de ingresos. 

Al parecer Velázquez, no tenía más propiedades que sus libros. Su entrada en la restringida Orden, al convertirlos a todos en hidalgos y nobles, les abriría caminos que, de otra forma, permanecerían cerrados para ellos, y para siempre, a causa de las reiteradas acusaciones de falta de limpieza ancestral del artista, por parte de unos “informadores” que -nunca mejor aplicada la expresión-, eran más papistas que el papa..
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