Palais de Castille, Avenue Kléber, residencia de Isabel II en Paris.
El edificio, en el número 19 de la Avenue Kléber, cerca de la Place de l'Étoile, fue construido como Hôtel Basiliewski en 1864, en la zona más importante de la expansión urbana de París, afectada por el Plan Haussmann. Tras la Revolución "Gloriosa" de 1868, Isabel II fue acogida en Francia por Napoleón III y su esposa, la española Eugenia de Montijo. La ex reina adquirió el edificio y lo llamó Palacio de Castilla, convirtiéndolo en residencia oficial hasta su muerte.
El Palais de Castille convertido en el “Hotel Península”
Por su parte, aun después de restaurada la monarquía, Francisco de Asís de Borbón siguió residiendo en su palacio de la localidad de Épinay-sur-Seine, a 11 km. de París, hasta su fallecimiento, durante la madrugada del 17 de abril de 1902, siendo sus restos llevados al Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial.
El Château de Dom François d’Assise, –hoy sede del Ayuntamiento de Épinay-sur-Seine
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La mañana del 9 de abril de 1904, fallecía Isabel II en su residencia de París. Sus restos también fueron trasladados al Escorial, donde posteriormente recibirían sepultura en el Panteón de Reyes.
Benito Pérez Galdós, que la había entrevistado poco antes de su muerte, escribió sobre ella una reflexión llena de humanidad.
«El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y el embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano».
Pérez Galdós, B., «La Reina Isabel», en Memoranda, 1906, p. 33.
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Isabel II de España, “La de los Tristes Destinos” –definición que adoptó Galdós como título de uno de los Episodios Nacionales, publicado en 1907-, nació en Madrid, el 10 de octubre de 1830 y fue reina desde 1833 –a los tres años-, hasta 1868.
Isabel llegó al trono cuando su padre, Fernando VII, después de mostrar sorprendentes contradicciones, logró hacer anular la Ley Sálica, así llamada por su procedencia de los “francos salios”, que nunca había existido en Castilla pero que fue importada por el primer monarca Borbón de Francia en España; Felipe V, en 1713. Es bien sabido, que Fernando VII, como solía hacer, primero la aceptó, pero luego dijo que había sido engañado, hallándose enfermo, y la abolió por medio de la Pragmática Sanción (1833), en favor de su hija mayor, Isabel.
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A este respecto, cabe recordar la famosísima anécdota, según la cual, el ministro Calomarde, intentó arrancar el decreto recién firmado, de las manos de Luisa Carlota -hermana de Cristina, la reina madre, casada, a su vez con el hermano de Fernando VII, el Infante Francisco de Paula-. Calomarde no logró hacerse con el documento, pero sí recibió una sonora y escandalosa bofetada de la dama. En medio del profundo silencio creado por tan sorprendente reacción, como es bien conocido, el ministro distendió la situación, diciendo aquello de: “Manos blancas no ofenden”.
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El hecho dio lugar a las reclamaciones de Carlos María Isidro, otro hermano de Fernando VII, que alegaba mejor derecho por ser varón y, de ellas resultaron las llamadas Guerras Carlistas, o distintas fases de una misma guerra, civil en realidad, en la que se enfrentaron “tradicionalistas” o “carlistas”, contra “liberales” o “Isabelinos”, y que constituyó una infortunada herencia para Isabel II.
Isabel II era hija de Fernando VII y de su cuarta esposa, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, y tuvo una hermana, la infanta Luisa Fernanda, nacida en 1832.
Palacio Real de Riofrío. El bautizo de Infanta Isabel, Princesa de Asturias en la capilla real del Palacio Real de Madrid. Rafael Benjumea
María Cristina, de Vicente López Portaña. MNP.
Isabel II, de Madrazo y Küntz, R.A. BBAA San Fernando
Luisa Fernanda de Borbón, de Federico de Madrazo y Küntz. Museo Romanticismo.
María Cristina de Borbón-Dos Sicilias; asumió la regencia durante la niñez de Isabel, es decir, hasta el 17 de octubre de 1840, cuando estalló la Primera Guerra Carlista, momento en que la regencia pasó a manos del general Espartero, que la mantuvo, a su vez, hasta el 23 de julio de 1843, cuando, tras ordenar y llevar a cabo el bombardeo de Barcelona el año anterior, perdió numerosos apoyos políticos.
Un gobierno provisional, también con funciones de regencia, decidió adelantar la mayor edad de Isabel, decisión refrendada y publicada el 8 de noviembre de 1843. El día 10 siguiente, Isabel II juraba la Constitución ante las Cortes, reunidas en sesión solemne.
Isabel II jura la Constitución, José Castelaro, 1844, Museo de Historia de Madrid.
Tenía Isabel II 16 años, cuando se decidió que se casara con su primo, Francisco de Asís de Borbón, su primo hermanísimo, puesto que el padre del novio, Francisco de Paula, era hermano de Fernando VII, y su madre, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, era hermana de María Cristina, la madre de Isabel II. Resulta increíble, pero la práctica no era nueva; si ascendemos en el árbol genalógico, encontraremos matrimonios muy similares. Evidentemente, no se trataba –es evidente- de un matrimonio por amor, sino de estricto interés dinástico, y el asunto, hoy no requiere más comentarios.
La boda se celebró el 10 de octubre de 1846 en el Salón del Trono del Palacio Real de Madrid, el mismo día que Isabel cumplía 16 años. Fue una boda doble, pues al mismo tiempo su hermana, la infanta Luisa Fernanda de Borbón, se casó con el príncipe Antonio de Orleans, Duque de Montpensier e hijo menor de Luis Felipe I de Francia.
La boda de Isabel y Luisa Fernanda, de Karl Girardet
Isabel II de Borbón y Francisco de Asís de Borbón, de F. Madrazo
Luisa Fernanda y Antonio de Orleans, de Winterhalter
Oficialmente, y de acuerdo con los registros legales, Isabel II y Francisco de Asís tuvieron doce hijos, de los que sobrevivieron cinco.
1- María Isabel. 20.12.1851-23.4.1931, Condesa de Girgenti, casada con Cayetano de Borbón-Dos Sicilias.
Isabel II en 1852, retratada junto a su hija Isabel. Franz Xaver Winterhalter,
Palacio Real de Madrid.
2- Alfonso, príncipe de Asturias. 28.11.1857-25.11.1885. Rey, como Alfonso XII.
Alfonso XII de Antonio Cortina Farinós. Univ. de Valencia
3- María del Pilar Berenguela. 4.5.1861-5.8.1879. No se casó.
4- María de la Paz. 23.5.1862-4.12.1946. Casó con Luis Fernando de Baviera.
5- María Eulalia, 12.2.1864-8.3.1958. Duquesa de Galliera. Casó con Antonio de Orleans y Borbón.
Isabel II con sus hijas, Pilar, Paz y Eulalia. 1875
Y hasta aquí, los aspectos personales de la vida de la reina, que han sido exhaustivamente descritos y hasta dibujados, centrándose exclusivamente en su cariz más morboso, siendo muchos de ellos, inventados y, cuando menos, no documentados. Lo que intentamos aquí, es recordar su actividad como reina y, por tanto, rectora de los destinos de sus súbditos. Todo ello, considerando que, el hecho de que reinara una mujer, no fue aceptado por todos, hasta el punto de que se le hicieron reproches que nunca se lanzaron contra su padre, cuya actividad como monarca dejó tanto que desear. Nos atenemos pues, a las palabras de Benito Pérez Galdós, arriba citadas, en lo que respecta a su persona y nos centramos –lo más brevemente posible-, en los acontecimientos que jalonaron su estancia en el trono, hasta 1868, puesto que afectaron tanto a nuestra historia, como afectaron, contemporáneamente, a la vida de Galdós.
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Durante el reinado de Isabel II empezaba a imponerse una actividad parlamentaria, a la que la Corona, apoyada en un entorno castrense y eclesiástico, se oponía una y otra vez, aun manteniendo una falsa imagen que aparentemente defendía el sistema participativo, aunque, en realidad, era una comedia en la que primaba la corrupción electoral. Así, los supuestos cambios producidos, fueron generalmente provocados por la interferencia del estamento militar, por medio de los famosos pronunciamientos, que, en realidad, no eran otra cosa que golpes de estado, de signo alternativo, con los que, dependiendo de sus protagonistas, la propia reina estuvo acorde en unas ocasiones, aunque fue prácticamente sometida, en otras.
En todo caso, parecería que cualquier asunto político en el que la reina interviniera –más bien por consejo de otros, que por decisión personal-, estaba condenado al fracaso. Las impopulares decisiones tomadas en relación con los tristes sucesos de “San Daniel” y “San Gil”, de los que hablaremos inmediatamente, entre otras de menor repercusión, se convertirían en los preliminares de la Revolución de 1868.
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En 1865, a los 22 años, Galdós fue testigo de la terrible Noche de San Daniel, cuyos sucesos le impresionaron vivamente:
Presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana, y en el año siguiente, el 22 de junio, memorable por la sublevación de los sargentos en el cuartel de San Gil, desde la casa de huéspedes, calle del Olivo, en que yo moraba con otros amigos, pude apreciar los tremendos lances de aquella luctuosa jornada. Los cañonazos atronaban el aire... Madrid era un infierno.
B. Pérez Galdós, Memorias de un desmemoriado, cap. II.
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La Noche de San Daniel, o Noche del Matadero, el 10 de abril de 1865. La Guardia Civil y soldados de Infantería y Caballería, cargaron de forma desmedida contra los estudiantes de la Universidad Central de Madrid cuando daban una serenata en la Puerta del Sol de apoyo de su rector, Juan Manuel Montalbán, cesado tres días antes, por orden del gobierno del general Narváez –del Partido Moderado-, por no haber destituido al catedrático Emilio Castelar, que había publicado en el periódico La Democracia, dos artículos muy críticos con la reina Isabel II, los días 21 y 22 de febrero de 1865.
El 27 de octubre de 1864, el Gobierno de Narváez prohibió que en las universidades o fuera de ellas, los catedráticos emitieran opiniones contrarias al Concordato de 1851 o defendieran, por ejemplo, el krausismo.
Emilio Castelar por José Nin y Tudó.
Emilio Castelar, Catedrático de Historia de la Universidad y miembro del Partido Demócrata, publicó, el 29 de octubre, un artículo, en el que criticaba una circular del Ministerio de Fomento, del 27 de octubre, en la que, en base a la Ley Moyano de 1857, recordaba la obligación de que la enseñanza se ajustara a la ortodoxia católica. Castelar consideró la orden como un ataque a la libertad de investigación y de docencia de los científicos, y, en definitiva, contrario a la libertad de cátedra.
En marzo de 1865 circulaban por la universidad varias obras de contenido krausista que habían sido incluidas en el romano Índice de libros prohibidos el año anterior, originando la protesta de los neocatólicos -del Partido Moderado-; radicalmente contrarios a las doctrinas liberales.
Por otra parte, el gobierno, enajenó bienes del Patrimonio Real; pero solo dedicó el 75 % de los ingresos obtenidos a la Hacienda Pública, reservando el 25% restante para la reina, provocando las protestas de los partidos Democrático y Progresista.
La “donación” fue presentada en las Cortes, por el moderado general Narváez, como un gesto grande, extraordinario, y sublime, obteniendo así el aplauso de los diputados, que declararon que Isabel II era una émula de Isabel la Católica.
El 21 de febrero, Emilio Castelar, publicó un artículo titulado ¿De quién es el Patrimonio Real? y, al día siguiente, otro, titulado, El Rasgo, en los que declaraba, que la supuesta sublimidad de la reina, había consistido en apropiarse del 25% de un patrimonio que era "del país... La casa real devuelve al país una propiedad que es del país", en definitiva, un “engaño, y desde todos los puntos de vista, uno de esos amaños de que el partido moderado se vale para sostenerse en el poder y que la voluntad de la nación maldice”.
Desenmascaraba así la falsa generosidad de la reina, ya que, Isabel II,"cargada de deudas, no hacía sino apropiarse de un 25 por 100 del producto de la venta de unos bienes que, en su mayor parte, no eran de su patrimonio, sino de la nación”.
El artículo, naturalmente, fue censurado, pero circuló por Madrid en pasquines, causando una sonada polémica, que, en todo caso, no impidió que el 3 de marzo se presentara el proyecto en el Congreso, al tiempo que, el Ministro de Fomento, Antonio Alcalá Galiano exigió al rector de la Universidad Central, Juan Manuel Montalbán, el cese inmediato de Emilio Castelar, contra el cual, cinco días después, se dictó auto de prisión.
Ante la negativa del Rector Montalbán a obedecer la orden, Alcalá Galiano publicó su cese en La Gaceta de Madrid, junto con el Castelar y, finalmente, previendo que el asunto, provocaría protestas, el ministro de la Gobernación Luis González Bravo, decidió adelantarse, declarando, sencillamente, el estado de guerra.
El hecho, produjo la inmediata reacción de profesores y alumnos, en solidaridad con Castelar y Montalbán; por propia iniciativa, dimitieron los catedráticos Nicolás Salmerón y Miguel Morayta y los estudiantes anunciaron que celebrarían una "serenata" en apoyo de los cesados.
González Bravo, no considerando suficiente el estado de guerra, decretó la suspensión de derechos constitucionales; la deportación de personas no afines y la censura de prensa.
Nicolás Salmerón, por Federico Madrazo Küntz
El día 7, el gobernador civil de Madrid, José Gutiérrez de la Vega, había autorizado la serenata que, inmediatamente fue prohibida por González Bravo. La Guardia Civil disolvió a los asistentes y cerró el acceso al centro de Madrid durante dos días.
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El 10 de abril, lunes, un nuevo Rector tomó posesión y juró fidelidad a la reina, provocando protestas estudiantiles y movilizó al Partido Progresista. Aquella misma tarde, estudiantes, obreros y representantes de los Partidos Demócrata y Progresista se dirigieron a la Puerta del Sol, con la intención de ofrecer otra serenata. Pero desde la mañana, una unidad de Infantería y otra de Caballería –en total, unos mil hombres-, se concentraron en las proximidades de la plaza y antes de que los manifestantes llegaran a la Puerta del Sol, González Bravo ordenó a la Guardia Civil que cargara contra ellos.
De acuerdo con un testigo, "Sin que mediase intimación ni advertencia de ningún género, principiaron con un coraje ciego a hacer uso de las armas y a cazar a la multitud descuidada". Se produjeron cargas, con disparos y bayoneta calada, y los manifestantes se dispersaron por los alrededores, tratando de colocar barricadas, sin poder conseguirlo.
Resultaron catorce muertos y ciento noventa y tres heridos, la mayoría de los cuales, al parecer, eran transeúntes, que nada tenían que ver con la manifestación, incluyendo ancianos, mujeres y niños.
Un guardia civil resultó herido de una pedrada y, González Bravo declaró ante las Cortes, que se había "derramado la sangre de nuestros soldados".
Los trágicos sucesos se debieron, según el profesor Josep Fontana, "a un ataque de furor de Narváez y González Bravo, que se consideraban desafiados por los manifestantes".
Aquella misma noche, González Bravo habló en el Senado de las medidas que había empleado contra los manifestantes, pero precisamente expulsó a la prensa de la sesión, y después emitió la orden de censurar todo lo que al día siguiente se publicara en los periódicos respecto a lo sucedido, por lo que, algunos salieron con la primera página en blanco.
El 11 de abril, Narváez convocó un Consejo de Ministros extraordinario, en el que Alcalá Galiano y González Bravo se enfrentaron por la brutalidad de la represión; Alcalá Galiano sufrió una angina de pecho, de la que murió poco después.
Alcalá Galiano, de Vicente Palmaroli
Se produjeron algunas reacciones en el Senado, aunque muy atenuadas ante las desmedidas amenazas de Narváez, pero Salustiano Olózaga, Cánovas del Castillo y Antonio de los Ríos Rosas fueron los más críticos con González Bravo, llegando este último a retarse en duelo con Ríos Rosas, cuando este declaró: "esa sangre pesa sobre vuestras cabezas"-.
Salustiano Olózaga, de Gisbert. Congreso.
Cánovas del Castillo, de Ricardo Madrazo. Senado
Antonio de los Ríos Rosas, de Sans Cabot. Congreso
La "Noche de San Daniel" acabaría, a la larga, con el gobierno Narváez, ya que la reina, aunque tardó en decidirse, determinó destituirlo, y el 21 de junio de 1865, volvió a llamar a O'Donnell.
Al parecer, María Cristina, había aconsejado a Isabel II –infructuosamente-, que llamara a los progresistas para que se integraran en la Monarquía, de modo que andando el tiempo, la reina logró concitar el rechazo general contra su persona, tanto en la calle, como entre personajes opuestos ideológicamente como Salmerón y Castelar, por un lado, y Cánovas y Olózaga, por otro. En definitiva, todo parecía anunciar el agotamiento del reinado de Isabel II.
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Un año después de los sucesos de la Noche de San Daniel, el 22 de junio de 1866, -Galdós tenía 23- se produjo la sublevación del Cuartel de Artillería de San Gil.
"Los movimientos revolucionarios hasta 1866 no habían puesto en duda la legitimidad de Isabel II, limitándose a pedir una política o un texto más liberales, otra Regencia, o un cambio de gobierno", y en cambio "a partir de aquella fecha la revolución añadía a sus aspiraciones el destronamiento de los Borbones".
Como hemos visto, después de la Noche de San Daniel, el general Leopoldo O'Donnell sustituyó al moderado general Narváez al frente del gobierno y ofreció al general Prim un amplio grupo parlamentario para los progresistas en las futuras elecciones, pero en la junta general del partido de Prim, celebrada en noviembre de 1865 su propuesta de participación en las elecciones salió derrotada, obteniendo solo 12 votos de los 83 emitidos. Prim optó entonces por el pronunciamiento, para que la reina lo nombrara presidente del gobierno. Así el 3 de enero de 1866 Prim encabezó el pronunciamiento de Villarejo de Salvanés, que resultó un total fracaso, lo que le obligó a volver a la línea mayoritaria de su partido, basada en la alianza con los demócratas, y desde la primavera, empezó a organizar la acción para acabar con el reinado de Isabel II.
Él mismo se puso al frente de la organización militar desde el exilio, a pesar de la condena a muerte que pesaba sobre su persona desde el pronunciamiento de Villarejo de Salvanés. Entre sus apoyos civiles se encontraba Sagasta.
Prim, de E. Valdeperas.
Sagasta, de Suárez Llanos. Congreso
Se planeó la sublevación, cuya fecha quedó fijada para el 26 de junio, bajo el mando de los generales Blas Pierrard y Juan Contreras, mandados por Prim, que debía entrar por la frontera francesa y hacer una proclama en Guipúzcoa.
La primera unidad en sublevarse debía ser el cuartel de artillería de San Gil, de Madrid, próximo al Palacio Real, cuyos suboficiales ya tenían motivos previos de queja contra el gobierno, que solo les permitía acceder al grado de capitán, al no haber pasado por la Academia de Artillería de Segovia.
Los sargentos debían reducir a los oficiales el día 26, pero ante la posibilidad de ser descubiertos -O'Donnell y el gobierno estaban informados-, la acción se adelantó al día 22, logrando su primer objetivo.
Sobre lo ocurrido en el interior del cuartel de San Gil de Madrid aquel 22 de junio de 1866, hay diversas versiones, hasta el punto de que incluso sus protagonistas se contradicen entre sí.
"El caso es que los artilleros del cuartel de San Gil, que habían planeado sorprender a sus oficiales de guardia para encerrarles, se encontraron con que uno de ellos se resistía y les disparaba, lo que dio lugar a una carnicería y desconcertó los planes de actuación previstos. Saliendo en desorden del cuartel, unos 1.200 hombres vagaron por las calles de Madrid con 30 piezas de artillería, mientras los dos mil paisanos [progresistas y demócratas] que se habían sublevado luchaban con heroísmo en las barricadas".
Los tres regimientos de artillería se dirigieron hacia la Puerta del Sol al tiempo que animaban a sublevarse al Cuartel de infantería de la Montaña. Durante el trayecto se enfrentaron victoriosos con unidades de la Guardia Civil.
Al mismo tiempo, O'Donnell, Narváez, Serrano, Isidoro de Hoyos y Zabala, así como otros generales destinados en Madrid se distribuyeron por la capital ocupando las unidades de artillería que no se habían sublevado, así como posiciones defensivas en el Palacio Real.
En la Puerta del Sol, las fuerzas leales al gobierno mantuvieron la posición con duros combates durante la noche, mientras algunas unidades artilleras sublevadas trataron de entrar en el Palacio Real con más de mil milicianos, sin conseguirlo, pues los dispararon desde el interior de la plaza y del propio edificio.
Ataque y defensa de los artilleros pronunciados en el cuartel de San Gil el día 22 de junio de 1866. Grabado de Marcelo París. de un dibujo de Alfredo Perea: Carlos Rubio, Historia filosófica de la revolución española de 1868, Madrid, 1868.
Las tropas de Serrano y O'Donnell efectuaron un plan para ir reduciendo las barricadas que se habían instalado en varias calles de la ciudad hasta cercar a los sublevados en el propio cuartel del que habían partido. Así, al día siguiente, tras ser cercado con éxito, se combatió piso por piso hasta tomarlo por completo la misma tarde.
La sublevación fracasó, pero O'Donnell se encontró en una difícil situación pues varios oficiales habían resultado muertos durante la acción, aunque la versión oficial fue que los sargentos sublevados habían "asesinado a sus jefes"—, pero ello obligaba a O’Donnell a aplicar una dura represión. Explicando que los sargentos habían "repartido fusiles a los paisanos proletarios que acudían a recibirlos", lo que le llevó a afirmar en las Cortes poco después, que "los horrores de la revolución francesa no se hubieran parecido en nada a lo que habría pasado aquí... aquí no existían más principios ni otro objeto que el saqueo, el asesinato y la desaparición de los fundamentos sociales", lo que le llevó a instar a los diputados a olvidar “nuestras disensiones pequeñas... para hacer frente a la revolución social”; Opinión compartida por Narváez.
La represión subsiguiente fue muy dura. Fueron fusiladas 66 personas, la mayor parte, sargentos de artillería, y algunos soldados. El 7 de julio se produjeron los últimos fusilamientos, a pesar de lo cual, la reina insistió ante O'Donnell para que fueran fusilados inmediatamente todos los detenidos, alrededor de unos mil. Al parecer, este se negó, argumentando: “¿Pues no ve esa señora que, si se fusila a todos los soldados cogidos, va a derramarse tanta sangre que llegará hasta su alcoba y se ahogará en ella?”.
Los fusilamientos se produjeron ante los muros de la plaza de toros, entonces situada cerca de la Puerta de Alcalá.
Los fusilamientos del 25 de junio de 1866, por Juan de Alaminos (1892).
Se informó que los progresistas se habían puesto fuera del sistema al optar por la "vía revolucionaria", a pesar de que O'Donnell les había ofrecido integrarlos asumiendo muchas de sus propuestas, con el fin de crear un partido liberal que alternaría con el conservador.
Se considera que O'Donnell debía haber quedado ante la reina como el hombre que la salvó en un momento realmente grave, pero en cambio, Isabel II forzó la caída del gobierno: el 10 de julio; cuando el general presentó un decreto nombrando nuevos senadores, ella se negó a firmarlo, provocando una nueva crisis. Finalmente, lo destituyó, considerando –se dice-, que había sido demasiado blando en la represión de los sublevados, y llamó de nuevo a Narváez para que formara gobierno. Sería la última vez.
Se ha dicho que aquélla "fue la peor decisión política tomada por la reina a lo largo de su reinado, tras la cual muchos vieron la influencia de su confesor, el padre Claret, decidido partidario de una política autoritaria y ultramontana... [y que nunca perdonó] a O'Donnell el reconocimiento del reino de Italia".
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Muy aficionado al teatro, a Galdós le impresionó mucho, por entonces, la obra Venganza catalana, de Antonio García Gutiérrez. Cronistas y biógrafos cuentan que ese mismo año empezó a escribir como redactor meritorio en los periódicos La Nación y El Debate, así como en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa. En calidad de periodista, Galdós Había asistido al pronunciamiento de los sargentos del cuartel de San Gil y al drama de los numerosos fusilamientos.
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El buen pueblo de Madrid quería ver, poniendo en ello todo su gusto y su compasión, a los sargentos de San Gil (22 de Junio) sentenciados a muerte por el Consejo de Guerra. La primera tanda de aquellos tristes mártires sin gloria se componía de diez y seis nombres, que fueron brevemente despachados de Consejo, Sentencia y Capilla en el cuartel de Ingenieros, y en la mañana de referencia salían ya para el lugar donde habían de morir a tiros; heroica medicina contra las enfermedades del Principio de Autoridad, que por aquellos días y en otros muchos días de la historia patria padecía crónicos achaques y terribles accesos agudos... Pues los pobres salieron de dos en dos, y conforme traspasaban la puerta eran metidos en simones. Tranquilamente desfilaban estos uno tras otro, como si llevaran convidados a una fiesta. Y verdaderamente convidados eran a morir... y en lugar próximo a la Plaza de Toros, centro de todo bullicio y alegría.
Casi todos los reos iban serenos y resignados; algunos esquivando las miradas de la multitud, otros requiriéndola con melancólica expresión de un adiós postrero a Madrid y a la existencia. Era en verdad un espectáculo de los más lúgubres y congojosos que se podrían imaginar...
Seguían pasando coches... pasó el último. La multitud no pudo escoltar la fúnebre procesión, porque los civiles impidieron el paso por la Puerta de Alcalá...
Yo confiaba... ¿verdad, Generosa?, confiábamos en que la Isabel perdonaría... Para perdonar la tenemos... ¡Bien la perdonamos a ella, Cristo! ¡Y ahora nos sale con esta!... Pues esta no te la pasa Dios, ¡mal rayo!... A un general sublevado le das cruces, y a un pobre sargento, pum... Tu justicia me da asco».
En este punto rasgó el aire un formidable estruendo, un tronicio graneado de tiros sin concierto.
El ruido desgranado de la descarga daba la visión del temblor de manos de los pobres soldados en el acto terrible de matar a sus compañeros...
Las maldiciones que echó por aquella boca no pueden ser reproducidas por el punzón de esta Clío familiar, que escribe en la calle, sentada en un banco, o donde se tercia, apoyando sus tabletas en la rodilla...
La de los tristes destinos. B. Pérez Galdós
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