miércoles, 29 de abril de 2020

Galdós ● “Santa Juana de Castilla” ● El último estreno



La actriz Margarita Xirgu (1888-1969), interpretó el papel de Juana de Castilla en su estreno, en 1918 (Fotógrafo desconocido).

La obra recrea los últimos meses de vida de la reina Juana I de Castilla, en Tordesillas y expone ante el espectador las innumerables vejaciones, abusos y menosprecios, a los que se vio sometida por parte de su guardián, el Marqués de Denia, -ascendiente del duque de Lerma-, y su familia. A pesar del duro e interminable encierro, doña Juana logrará eludir la vigilancia para recorrer los campos y encontrarse con sus gentes, que la reciben entre exclamaciones de alegría y fidelidad.

Teatro de la Princesa de Madrid, 8.5.1918



Margarita Xirgu representó en Madrid, en el Teatro de la Princesa Santa Juana de Castilla, drama en tres actos original de Benito Pérez Galdós, el ocho de mayo de 1918

El drama, el último que se representaría en vida del autor, presentaba a Juana I de Castilla en sus últimos días, fue un éxito rotundo tanto para el autor, como para la compañía.

El crítico Floridor en ABC, se refirió a la actriz en términos llenos de admiración: “Margarita Xirgu – escribió– merece las más efusivas alabanzas, pues acertó a vivir el personaje con la más intensa expresión, y bien puede disputar su triunfo de anoche como uno de los más grandes y legítimos de su carrera.” 

La crítica del drama, propiamente dicho, publicada en “La Vanguardia”, el día 28, de José Alsina, venía a ser un homenaje, cargado de admiración, hacia el autor y su obra. 


VIDA ESCÉNICA "Santa Juana de Castilla" 

El maestro nos ha llevado esta vez al castillo de Tordesillas, disfrazada prisión donde una excelsa anciana, madre de emperadores y de reyes, acababa lentamente sus días entre el abandono y la indiferencia de los hombres. Esta anciana había visto iluminada su vida por la más bella de las locuras: pero aquellas exaltaciones de amor que hubieran de precipitarla desde las cumbres de la dicha á las negras simas de una angustia desesperada, arrancaron también de sus trémulas manos de mujer el cetro de la estirpe. Y Doña Juana se nos aparecía en el momento que su hijo Carlos, dueño del mundo, podía imponer a Europa los dictados de su política triunfal. Grande, poderoso y soberbio el Imperio de Carlos V, la infeliz madre del César moría, sin embargo, poco menos que en la pobreza, rodeada de un grupo abnegado de servidores fidelísimos, a semejanza de su noble tierra de Castilla, sumida en la miseria bajo la planta del desdén, mientras paseaban orgullosamente por el mundo sus victorias los estandartes imperiales. 

Galdós quería unir el dolor de la hija de los Reyes Católicos con el dolor prolongado de la triste Castilla, cuya protesta legitima ya había sido ahogada sangrientamente en Villalar. De ahí los notables esfuerzos de reconstitución que avaloran el sencillo drama. Merced a ellos, la identificación de la decrépita Reina con su pueblo se muestra con meridiana evidencia. Son idénticas las tribulaciones o idénticos los deseos. Sobre Doña Juana y los castellanos gravitan tres palabras que la anciana repite y que son como el ananque de la producción: «Silencio, obscuridad, olvido». Una y otros recuerdan los gloriosos días fenecidos, que unánimemente quisieran una y oíros resucitar.

Los personajes y el ambiente parecen decirnos, en efecto, que el minuto de nuestra crisis histórica estuvo allí. El marqués de Denia, por su parte encargado de administrar la pensión de la Reina, es como una delegación deplorable que sólo procura lucrarse con lo que se puso en su poder para el bienestar ajeno, actuando contra la oposición de la administrada, que recela de él del mismo modo que recelara antes todo León y toda Castilla del gobierno del cardenal Adriano, y la fusión se muestra completamente perceptible en el segundo acto, cuando la Reina logra escapar de la estrecha vigilancia del de Denia y sale al campo, á la luz, á unirse con el pueblo á respirar con él, á oír de cerca sus lamentos, y á obtener el tónico del cariño y de unas aclamaciones que rememoran en su espíritu dormido, junto a las grandezas lejanas, el recio aldabonazo que diera últimamente en la puerta de su retiro el generoso patriotismo de los comuneros.

El César, no obstante, se ha acordado de su madre con el envío de Francisco de Borja, que lleva la misión de confortarla espiritualmente y de coadyuvar en los últimos instantes en el advenimiento de la gracia. Mas Doña Juana recibe la visita con indignada sorpresa. ¿Qué hijo es aquel que sólo se relaciona con ella para aumentar sus pesares, arrancando un día de su lado á la Princesa Catalina, que era todo su consuelo, a fin de casarla con el Rey de Portugal, y que ahora manda un confesor, muy virtuoso y muy sabio eso sí, pero que parece venir a hablarla de un fin próximo, precisamente a la hora que sus anhelos de vida iban a traducirse en la escapatoria al campo que tiene preparada? Irá hacia los campesinos, además, en busca del aura afectiva negada por aquel hijo, al que embriaga el delirante afán de los negocios del Estado. 

La madre como tal madre, la mujer en miseria y en pesadumbre, se yergue entonces, anteponiéndose a la propia Reina, y llora no por el Emperador sino por el hijo exclusivamente, por el único que pudo evitar el vacío do su existencia. ¿Por qué se llevó á Catalina primero, y por qué no es atendida por él más directamente? La anciana no comprende la necesidad de casar a la Princesa ni mucho menos las ansias conquistadoras del César. 

Y en el lecho de muerte, al sentirse invadida por una conveniencia absoluta de reposo, profetizará la fatiga y el desencanto del Emperador, que habrá de abdicar para refugiarse en un monasterio y morir en la paz rigidísima de los claustros... «¡Silencio, obscuridad, olvido!» Como veis. Galdós lograba la reconstrucción pretendida y la exposición de su pensamiento, apoyado en las indicaciones humanas, Doña Juana, libre de toda comunicación histórica y social, nos hubiera interesado intrínsecamente. Relacionada con la marcha de su patria y llevando en sí medio siglo de la historia universal, su figura adquiría la amplitud pretendida y se nimbaba con toda la grandeza apetecible. 

Amante apasionada de su marido don Felipe, amó á sus hijos y á los suyos y amando siempre, apenas obtuvo correspondencia. Tildada de loca y recluida según ello, la triste se deleitaba en su prisión de Tordesillas con El elogio de la locura de Erasmo. Aquel libro del filósofo de Rotterdam era acaso el único consuelo que le quedaba, puesto que advertía como la locura de que fue acusada no hubiera sido completamente estéril. No lo hubiera sido, no. Los comuneros y los campesinos se lo habían manifestado con elocuencia. Desde luego Castilla se hubiera regido por su cuenta, desligada de los intereses de países desconocidos y lejanos, con los que no tenía la menor concomitancia y que simplemente servían al presente para despoblarla y esquilmarla. 

Y este santo varón de Francisco de Borja que avanzaba hacia la Reina, un poco preocupado por la influencia que ejerciera en ella el inquieto e irrespetuoso Erasmo, no podía aportar allí otra cosa que el auxilio de una idealidad ultraterrena, notificado del desvío irremediable á que estaba sometida su egregia penitente.

De poema dramático califica Galdós esta su última obra, convincente y considerable. Lo es, en verdad, por su contenido poético y por su intensidad conmovedora, Aparentemente, asistimos tan sólo á la agonía de doña Juana, en el espacio de una Semana Santa, la de 1555, que subraya con sus evocaciones de redención y de dolor los últimos instantes de la verdadera Reina de Castilla. 

En realidad, nos hallamos frente a la síntesis del momento más decisivo de nuestra historia y frente a un hondo sufrimiento humano, espiritualizado y puro, ¿Quién podría lograrlo mejor que Galdós? Este artista excelso, ideólogo formidable, constructor prodigioso de Humanidad efectiva, nos decía cuanto quería decirnos y llegaba, a donde se proponía llegar. 

Su vejez gloriosa llamaba á nuestra memoria y á nuestro corazón. Había encontrado, á la vez, una interprete digna de animar su concepción, Margarita Xirgu, la más entusiasta y apta de nuestras actrices contemporáneas. 

Y así Santa Juana de Castilla recorrerá solemnemente los escenarios es pañoles, para lanzar desde ellos un ardoroso canto á una nacionalidad que estuvo a punto de morir en el supremo instante de su afirmación, y, sobre todo, para emitir un agudo grito de madre abandonada, mortalmente herida en sus inclinaciones sacratísimas, apartada de Carlos y apartada del grato calor de sus siervos de Castilla. 
José Alsina. Madrid.
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Margarita Xirgu visita a Galdós

Santa Juana de Castilla se estrenó en Madrid, el 8 de mayo de1918
Benito Pérez Galdós falleció el 4 de enero de 1920
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Juana de Castilla; seguramente, no fue, ni Loca, ni Santa, pero sí, tal vez, víctima de la ambición familiar más próxima y despiadada. Ella era la única reina, como heredera, absolutamente legítima, de su madre y no existe, que se sepa, ningún documento que testifique su locura y, por tanto, que justifique su apartamiento del trono.


Su “encierro” presentado por su padre, como medida de protección, se hizo efectivo y definitivo en 1509, tres años después de la muerte de Felipe el Hermoso.

Felipe de Habsburgo murió en 1506. Fernando de Aragón fallecía en 1516. Juana muere en 1555. Carlos V Abdica en 1556 y Felipe II, participa de la responsabilidad y las condiciones de su encierro, pues, habiendo nacido en 1527, siempre supo, a través de emisarios, donde estaba su abuela y en qué condiciones se encontraba.

De hecho, habría que distinguir varios períodos diferentes o fases de este drama histórico, basándonos, fundamentalmente, en Cronistas e Historiadores de la época:

1º) Desde la boda de Juana, -20 de octubre de 1496-, hasta el fallecimiento de Isabel I -26 de noviembre de 1504-, que la nombra heredera.

2º) Desde la llegada de los Archiduques -jurados en Toledo, el 22 de mayo de 1502-, hasta la inesperada muerte de Felipe I -25 de septiembre de 1506-.

3º) Desde el encierro de Juana –febrero de 1509-, hasta la muerte de Fernando, su padre, -23 de enero de 1516-.

4º) El reinado de Carlos I en nombre de su madre, reducida a figurar en los encabezamientos de edictos y órdenes, desde mediados de 1516, hasta su propia abdicación, en 1556, tras la muerte de la reina, el 12 de abril de 1555.

Isabel y Fernando. Academia Historia         Juana I y Felipe I
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La reina Isabel la Católica, presidiendo la educación de sus hijos. 
S. Lozano Sirgo. MNP

Espectáculo de marionetas en la corte de Margarita de Austria (1892). 
Willem Geets (1838-1919)
-Se trata de los hijos de Juana y Felipe, excepto Fernando y Catalina-. 
Museo Hof van Busleyden Malinas

Juana de Castilla se vio obligada a adoptar un estilo de vida muy diferente, por no decir, opuesto, al que su madre había impuesto en Castilla. Verdaderamente preocupada por el hecho de que sus hijos accedieran a la mejor formación posible; sin lujos excesivos, ni ostentación de riqueza, ni distancia en el trato. 

Los reyes, en Castilla, siempre fueron Señores, pero a partir de Carlos I, educado en Malinas, fueron Majestades; algo que desagradó profundamente a los castellanos. Sin obviar que el propio nombre del que sería emperador, Charles/Carlos, aunque parezca anecdótico, era absolutamente extraño y desconocido, hasta entonces en estas tierras de Fernandos, Juanes, Enriques, Alfonsos, Pedros, Sanchos, etc. Bien pues doña Juana hubo de afrontar todos aquellos contrastes, prácticamente sola, si bien, gracias precisamente a su educación, con el auxilio de sus conocimientos de latín y francés. Recordemos, por otra parte, que cuando su hijo vino a “hacerse cargo de su herencia”, no sabía ni una palabra en castellano.

Juana de Castilla. Juan de Flandes, 1496 (el año de su boda, 17 de edad). 
Kunsthistorisches, Viena

Don Fernando acordó la boda de su hija Juana -Toledo, 6-11-1479 – Tordesillas, 12-4-1555-, con Felipe -Brujas, 22-7-1478 - Burgos, 25.9.1506-, dentro de lo contenido en el marco de la llamada Liga Santa que, desde 1495 unía los intereses de la monarquía castellano-aragonesa, con los de Inglaterra, Portugal, Nápoles, la República de Génova y el Ducado de Milán, todos ellos, contra las pretensiones de Francia en Italia. Tal fue la causa real de que la dinastía Habsburgo, se asentara en los territorios de la actual España. Como es sabido, la voluntad de los contrayentes, era lo de menos en semejantes casos. Sin embargo, para entonces, Juana no era, ni parecía que fuera a ser heredera de los reinos de sus padres.

La boda se celebró el 20 de octubre de 1496, en Lierre, en Bélgica.

-Dicho sea de paso, el apelativo de El Hermoso, procede de la exclamación, al parecer, de Luis XII de Francia al serle presentado don Felipe, a su paso por Blois, cuando él y Juana se dirigían a Castilla: Voici un Beau Prince!

De hecho, aunque frecuentemente suele pasar desapercibido, al mismo tiempo, y en la misma ceremonia, se casaba el heredero de los Católicos, el Príncipe Juan -segundo hijo, pero primer varón-, con Margarita, la hermana de Felipe. Pero el Príncipe Juan murió en 1497, se dice que, de una especie de locura de amor hacia Margarita, que no le permitía sino pensar en ella, olvidándose de comer o dormir, además de que, al parecer era de constitución débil.

Pasó entonces Isabel, la primogénita, a convertirse en Princesa de Asturias. Casada con el Infante Alfonso de Portugal, en 1490, volvió a casar, en 1495 con Manuel el Afortunado, rey como Manuel I, y tío del fallecido Alfonso. 

Pero Isabel también murió de forma prematura en 1498, así como su único hijo, el prometedor Miguel de la Paz, en 1500, hallándose bajo la custodia de su abuela, doña Isabel.

Juana pasó así a convertirse en heredera de lo que, para entonces ya constituía un imperio, con las Coronas de Castilla y Aragón, con sus posesiones italianas; las tierras descubiertas, etc.; una inmensa dote que se haría efectiva tras el fallecimiento de doña Isabel, su madre, pero que, de hecho, Juana nunca rigió, a pesar de ser proclamada en 1504.

Dos llamadas “Concordias” se firmaron entre Fernando de Aragón y Felipe el Hermoso; la de Salamanca, en 1505, y la de Villafáfila, el año siguiente, para dirimir sus derechos, sin contar, por supuesto, con la participación de Juana, que veía su corazón partido, entre los dos hombres a los que más amó, en distinta manera, pero con la misma intensidad, siempre en discordia. Felipe el Hermoso sería finalmente proclamado Rey de Castilla en las Cortes de Valladolid, mientras que don Fernando se retiraba a sus tierras de Aragón, para pasar a Italia, donde esperó la marcha de los acontecimientos.

Y los acontecimientos no tardaron en precipitarse, de forma terrible, inesperada y turbulenta, especialmente, en lo que se refiere a sus efectos en nuestra protagonista. 

El día 16 de septiembre de 1506, el nuevo rey se encontraba felizmente en Burgos, jugando a la pelota. Después de la partida, bebió agua fría, o tal vez pasó a un lugar frío a pesar de hallarse sudoroso, o... ¿quién sabe? Al día siguiente aparecía gravemente enfermo, y nunca se recuperó. Tenía veintiocho años cuando de esta forma inesperada, falleció durante la noche del 24 al 25 de septiembre de 1506.

No se puede decir que Juana hubiera disfrutado de una feliz existencia a su lado, pero todas las vejaciones sufridas por las continuas y no ocultas infidelidades de su esposo, no le sirvieron de consuelo ante tan imprevista desaparición.

El traslado del cadáver de Felipe I a Granada, tal como él mismo había dispuesto, se convertiría en una de las supuestas pruebas de la locura de doña Juana.
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Benito Pérez Galdós crea un desenlace que pone algo de luz en los últimos días de la reina, empleando toda su capacidad de idealización. Así, describe lo que le habría gustado que sucediera. Y esto es algo muy lícito; cuando los poderosos ocultan los verdaderos móviles de sus actos, los súbditos tienen el derecho y la necesidad de interpretarlos.

Después de ver a la reina Juana -que nunca dejó de serlo-, durante tantos años, en la espléndida obra de Pradilla, contemplando el féretro de su marido, con gesto extraviado, ¿qué podemos pensar? 

Francisco Pradilla y Ortiz, 1877 (3,40 x 5,00). Museo del Prado

Casi siempre es esta la imagen, u otras similares, ya en su encierro, la que acude a la mente al pensar en ella, como si aquí estuviera representada toda su existencia. Pero hay que preguntarse, ¿por qué su madre la declaró heredera, si sabía que estaba enferma?; -sólo un año antes, se había producido el episodio del Castillo de La Mota, como veremos-. ¿Por qué la retratan tantas veces con el féretro a su lado, y en ocasiones, abrazada a él -como veremos -insisto-, en una próxima “galería”-, si ella estuvo siempre en el Palacio de Tordesillas, mientras que el féretro se hallaba en el Convento de Santa Clara desde el principio?

Doña Juana llevaba el féretro a Granada, porque tal fue el deseo de su marido, expreso en su testamento, del mismo modo que pidió que su corazón fuera enterrado en Flandes, tal como se hizo.

Urna en la que se llevó de Burgos a Brujas el corazón de Felipe el Hermoso, rey de Castilla. Iglesia de Nuestra Señora (Brujas, Bélgica).

¿Cuánto tiempo pasó doña Juana en el transporte del féretro? Pues, en total, no llegaría a ocho meses, interrumpidos por el nacimiento de su hija Catalina y la correspondiente cuarentena, más los continuos obstáculos que interpuso su padre, hasta que se le ocurrió la idea de "protegerla" en Tordesillas, con la falsa promesa de que sería una reclusión temporal. 

El hecho de estar sometida a la insidiosa custodia de los Denia, desde febrero de 1509 hasta abril de 1555, en condiciones a menudo infrahumanas -como denunciaría su hija Catalina-, ¿no sería un período suficiente para acabar con la razón de cualquiera?

Por otra parte, esa misma hija, Catalina, que a su vez sería reina de Portugal, fue educada exclusivamente por la reina “loca”, y, sin embargo, de tal educación resultó una personalidad absolutamente irreprochable, como es sabido, y una persona muy querida por toda su familia.

¿Demostraría esto que Juana no estaba loca? ¿Qué fue una “santa”? Ni una cosa, ni otra, sino más bien, una víctima, como ya apuntamos y próximamente comprobaremos con la documentación que justifica, o, al menos explica esta conclusión.

En cierta ocasión -todo esto lo veremos también en sus fuentes correspondientes-, don Carlos, su hijo, desde la distancia, ordenaría que Juana fuera obligada a comer, aunque hubiera que recurrir a la fuerza. ¿Porque temía por su vida? Quizás; no olvidemos que él reinó siempre en su nombre, pero, singularmente, comparada con los personajes de su entorno familiar, doña Juana resultó más longeva que todos ellos, al alcanzar los 75 años. Fue Felipe II el que más se le aproximó, con 71, pero habida cuenta, de que, sabiendo este de los problemas de salud de su padre y suyos, se preocupó enormemente por su cuidado médico personal y sus costumbres alimenticias, lo cual también está muy bien documentado... pero doña Juana nunca tuvo tales atenciones, es decir, que actuaba de acuerdo con su lógica personal. Se escribe, sin embargo, que cuando se negaba a comer, se debía a un acceso de locura. ¿Llamaríamos locura al ansia desmedida y enfermiza de comer y beber de don Carlos, incluso durante su retiro en Yuste?

La reina doña Juana la Loca, de Gabriel Maureta y Aracil, 1858
Museo del Prado. No expuesto.

No se vio llorar a la reina; he aquí otra de las razones para deducir la persistencia de su locura.
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