martes, 23 de mayo de 2023

Homero • Odisea • Canto XVII • La vuelta de Telémaco a Ítaka




El día siguiente, desde que empezó a brillar la matinal Aurora de los dedos rosados, Telémaco, el hijo amado de Ulises, ató a sus pies unas ricas botas, tomó una sólida lanza que manejaba con gracia, y dijo al jefe de los pastores:

-Eumeo, me voy a la ciudad para presentarme a mi madre, que no dejará de gemir hasta que haya vuelto a ver a su hijo. Te recomiendo que lleves a Ítaca a ese desgraciado extranjero para que mendigue su alimento, y para que cualquiera pueda darle un poco de pan y vino. Aunque le pese a mi corazón, no puedo calmar a todos los pobres extranjeros. Si este mendigo se ofende por mis palabras, se sentiría peor, porque me gusta hablar con franqueza.

El ingenioso Ulises respondió a su hijo: -Amigo, yo mismo no quisiera permanecer más tiempo en estos lugares; es mejor para un pobre, mendigar por la ciudad que permanecer en los campos; allí, cada uno me dará según sus deseos. No soy lo suficiente joven como para permanecer en este aprisco y para obedecer las órdenes del amo. Puedes marchar; este pastor será mi guía cuando haya calentado mis miembros en este fuego, y cuando el calor del sol se haga sentir. Puesto que solo me cubro de viejas vestiduras, temería helarme con el frío de la mañana, pues se dice que este establo está lejos de la ciudad.

Telémaco salió del aprisco y se alejó a grandes pasos, pensando en la muerte de los pretendientes. 

Al llegar junto a su bella morada, dejó la lanza apoyada en una alta columna y después entró bajo el pórtico y franqueo el dintel de piedra.

Euriclea, su venerable nodriza, que estaba cubriendo los asientos con magníficos tapices, fue la primera que vio al joven héroe; se puso a derramar lágrimas y las demás esclavas se apresuraron alrededor de Telémaco; le abrazaron con ternura y le besaron la cabeza y los hombros.

La sabia Penélope, semejante a Diana y a la rubia Venus, salió de sus habitaciones; se presentó a su hijo, lo rodeo con sus brazos y derramando abundantes lágrimas; cubrió de besos la cabeza y los hermosos ojos de Telémaco y, sin dejar de llorar, dejaba escapar de sus labios estas ligeras palabras: -¡Al fin estás aquí!, Telémaco, mi dulce luz. No esperaba volver a verte desde el día en que, a mi pesar, te fuiste a Pylos en secreto, para informarte sobre tu padre. Pero apresúrate, querido hijo, a decirme todo lo que has visto durante tu viaje.

-´¡Oh, madre! –respondió Telémaco-: no renueves las penas y no agites el alma del que acaba de escapar a la muerte. Entra en el tocador; ponte otras ropas; sube, seguida de tus damas, a las habitaciones superiores del palacio, y promete a todos los dioses inmolarles perfectas hecatombes, para que Zeus nos asegure la venganza. Voy a llevar a la asamblea del pueblo, al extranjero que me ha seguido en mi nave. Le hice volver con mis nobles compañeros, pero de inmediato, he recomendado a Pireo que le reciba en su casa, que le acoja con cuidados y que le de hospitalidad hasta mi vuelta.

Penélope volvió a su tocador, se puso vestimentas sin mácula y prometió a todos los dioses inmolarles hecatombes perfectas, para que Zeus cumpliese la obra de la venganza.

Telémaco, armado con su lanza, se alejó del palacio y los hábiles perros siguieron sus pasos. Atenea extendió sobre él una gracia divina, y todo el pueblo admiró al héroe que pasaba.

Los ilustres pretendientes le rodearon, deseándole mil felicidades, pero en el fondo, planeaban contra él funestos designios. 

Telémaco se acercó a Mentor. Antifus y Haliterse, que desde el principio fueron compañeros de su padre. Se sentó junto a ellos y le preguntaron sobre su viaje. –Pireo, ilustre por las hazañas de su lanza, apareció entonces llevando al extranjero; Telémaco se colocó de inmediato, a su lado, y Pireo, dirigiéndose al hijo de Ulises, le dijo:

-Telémaco, ordena a las mujeres que vayan a mi morada a buscar los regalos que te hizo Menelao.

-Querido Pireo-, respondió de inmediato el prudente Telémaco. Aún no sabemos cómo acabara todo esto. Si los soberbios pretendientes me matan en mi casa y se reparten mi patrimonio, prefiero que esos tesoros permanezcan en tus manos. Pero, si al contrario, consigo llevar a cabo la justa venganza, tú mismo tendrás el placer de devolverme unos regalos que me colmarán de felicidad.


Dicho esto, llevó a su casa al desgraciado extranjero. Una vez llegados a las hermosas y acogedoras moradas de Ulises, dejaron sus vestimentas sobre los tronos y asientos, y después, pasaron a los magníficos baños donde las servidoras los lavaron y perfumaron, para después cubrirlos con esponjosas túnicas y ricos mantos. 

Abandonaron el baño y fueron a ocupar sus asientos. Una esclava que llevaba un bellísimo aguamanil de oro, echo el agua que contenía, en una fuente de plata, después colocó ante el hijo de Ulises una mesa pulida y brillante. La venerable intendente de palacio, puso sobre la mesa, pan y numerosos alimentos que preció con largueza. –Penélope, colocada frente a su hijo, estaba sentada cerca de la puerta y estaba hilando una delicada lana-. 

Telémaco y el extranjero pusieron rápidamente las manos sobre los alimentos que les habían servido y cuando hubieron calmado su hambre y su sed, Penélope dijo:

-Telémaco, voy a subir a mis habitaciones y a descansar sobre el lecho que se ha vuelto tan doloroso y que riego continuamente con mis lágrimas, desde el día en que mi esposo partió hacia Ilion-Troya, con los Atridas; puesto que no te has atrevido a decirme, antes de que llegaran los pretendientes, lo que has sabido, relativo a la vuelta de Ulises.

-Madre -respondió Telémaco-; te lo diré todo y con toda sinceridad. Fuimos a Pilos, con Néstor, pastor de pueblos. El héroe me recibió en su palacio, como un padre recibe a su hijo, que llega de un país extranjero después de una larga ausencia. Néstor y sus gloriosos hijos, me prodigaron todos los cuidados. En cuanto al intrépido Ulises, el pastor de pueblos no me dijo nada. Ignoraba si mi padre aún vivía o si ya había muerto. Me envió a la casa del ilustre Menelao, con rápidos corceles y un magnífico carro. Allí vi a la bella Elena, la que hizo sufrir a los Aqueos y a los Troyanos, males sin número. Menelao, el de la voz sonora, me preguntó qué me había llevado a la divina Lacedemonia. Le contesté con franqueza, y me dijo:

-¡Pobre de mí! Es, pues, en el lecho de este hombre valeroso, donde han querido descansar, ¡esos cobardes insensatos! Pero cuando Ulises vuelva, preparará una muerte cruel a todos los pretendientes. ¡Escuchadme, Zeus, Atenea y Apolo! –decía-. ¿Por qué el valiente Ulises no se muestra a esos jóvenes orgullosos, tal como era él antaño en la soberbia Lesbos, cunado, tras una querella, levantándose para luchar con Filoctetes, lo mató con brazo vigoroso y colmó de alegría a los Aqueos? Contestaré sin desviarme a las preguntas que me dirijas y no te engañaré en absoluto. Tampoco olvidaré las predicciones que me hizo el infalible Anciano del Mar; en fin, no te esconderé anda. He visto –añadió-, al héroe sufriendo mil dolores en las isla y las moradas de la Ninfa Calipso, la diosa que le retuvo a su pesar en estos lugares. Ulises no puede volver a ver su tierra natal, pues no tiene naves, ni remeros, ni compañeros, para franquear el ancho lomo del mar. -Ese fue el discurso del ilustre Menelao y después de oír estas palabras, abandoné Lacedemonia; los inmortales me enviaron un viento favorable y me devolvieron pronto a mi patria.

Así habló Telémaco, y Penélope se conmovió con su relato. Entonces Teoclimenes, semejante a los dioses, tomó la palabra y dijo:

-Venerable esposa de Ulises, hijo de Laertes, Menelao no sabía todo lo que había ocurrido al padre de Telémaco. Escúchame, pues, ya que voy a anunciarte el porvenir y no te ocultaré nada. 

Por Zeus, el más poderoso de los dioses, y por esta hospitalaria mesa, y el hogar del irreprochable Ulises, en el que he hallado asilo; que sí, que el divino Ulises está en su patria. El héroe se mantiene a distancia, o quizás se dirige secretamente hacia esta palacio para conocer los crímenes de los pretendientes y preparar a estos insensatos jóvenes una muerte angustiosa.

Esto es lo que me fue anunciado mediante el vuelo de un pájaro, cuando todavía me encontraba en la nave de Telémaco, y yo di a conocer el presagio al joven héroe.

La prudente Penélope, replicó: -Quieran los dioses, amado extranjero, que tal sea la verdad. Entonces conocerías mi amistad y yo te cubriría de tantos presentes, que, cualquiera que te viera, envidiaría tu suerte.

Entre tanto, los pretendientes, reunidos ante el palacio de Ulises, arrojaban el disco y la lanza en una arena en la que a menudo hacía oír sus insolencia.

Cuando llegó la hora de comer y llegaron de los campos los corderos conducidos por los pastores, Medón tomó la palabra. Era de todos los heraldos el que más gustaba a los pretendientes y compartía sus festines.

-Jóvenes príncipes, les dijo, ya que os habéis entregado a los encantos del juego, volved ahora al palacio para preparar la comida. Es necesario, amados pretendientes, gustar los placeres de los festines cuando es su hora.

Todos los jóvenes entraron en las bellas y cómodas moradas de Ulises, dejaron sus túnicas sobre tronos y sillas y procedieron al banquete. En aquel momento, Ulises y el noble pastor, abandonaron los campos y se dirigieron a la ciudad. Entonces, Eumeo dijo a su huésped:

-Extranjero, ya que deseas ir a Ítaca, como mi patrón lo ha ordenado, apresurémonos a partir. Ciertamente yo hubiera `referido dejarte aquí para proteger los establos, pero respeto las órdenes de Telémaco, y lamentaría que se irritara contra mí si no le obedezco hoy. Los reproches de los patronos son siempre sensibles para los servidores. Partamos; el día va a declinar y pronto se hará sentir el frío de la noche.

-Te comprendo, querido pastor –respondió Ulises-, no está hablando con un hombre desprovisto de juicio y razón. Partamos, pues, pero guíame durante el viaje. Si tienes una buena rama separada del tronco, dámela para sostenerme, pues me has dicho que el camino que conduce a la ciudad es resbaloso.


Ulises colocó sobre sus hombros una mochila muy estropeada y una cuerda le sirvió de bandolera. Eumeo le dio el bastón que el héroe deseaba y ambos se pusieron en camino. Los pastores y los perros se quedaron solos cuidando los establos. El patrón de los pastores condujo a la ciudad a su amo y su rey, ahora similar a un pobre y viejo mendigo, que se apoya en un bastón, cubierto de sucios harapos.

Caminaron mucho tiempo por difíciles senderos y alcanzaron finalmente un surtidor al que los vecinos acudían a sacar agua, y que había sido construido por Ítaco, Nerite y Polictor. En torno a la fuente se elevaban altos álamos que crecían desde el seno de sus ondas; su corriente, pura y helada, se precipitaba desde lo alto de unas rocas y en su cumbre se encontraba el altar de las Ninfas donde todos los viajeros ofrecían sacrificios. 

Junto a aquella fuente, Ulises y Eumeo fueron vistos por el hijo de Dolius Melantius, que conducía un rebaño para el servicio de los pretendientes y otros dos pastores seguían sus pasos. En cuanto Melantius vio a Eumeo y al extranjero, les habló con violencia y comenzó a injuriarlos.

-Ahora es cuando se puede decir –gritó-, que ¡un malvado es conducido por otro! Los dioses asocian siempre a los que se parecen. Miserable guardián de cerdos, ¿a dónde llevas a este hambriento, a este inoportuno mendigo, a esta plaga, a este que de puerta en puerta de los palacios va pidiendo los restos. Si al menos me lo confiaras para cuidar y limpiar los estables y llevar la hojarasca a los chivos, yo le haría beber algo de leche para que se robusteciera un poco. Pero no hace nada bueno; no quiere someterse a los trabajos del campo; prefiere, sin duda mendigar por las ciudades para llenar su insaciable vientre. Y escúchame aún, si alguna vez este vil extranjero entra en las moradas de Ulises, una granizada de escabeles se escaparán de las manos de los pretendientes, caerán sobre su cuerpo y le magullarán los miembros.

Hablando así, se acercó a Ulises y, en su furor, le dio una patada en los riñones. El héroe permaneció firme y no vaciló; se preguntaba que si le pegaba con su bastón, le arrancaría la vida, o si levantándolo, le rompería el cráneo contra el sueño. Pero soportó pacientemente el ultraje y se retuvo. Entonces, el guardíán de puercos, lanzando sobre Melantius miradas irritadas, hizo estallar su cólera y después, elevó las manos al cielo y dijo esta plegaría:

-Ninfas de las fuentes, hijas de Júpiter, si alguna vez Ulises os ofreció sacrificios, haced que mis deseos se cumplan: haced que este héroe, llevado por una divinidad, vuelva a su patria. –Melantius, si el divino Ulises apareciera, qué pronto haría que te arrepintieras de tu jactancia y del orgullo que vas mostrando por las ciudades, mientras que malos pastores dejan perecer los rebaños confiados a tu cuidado. 

Melantius, el guarda de las cabras, le respondió en estos términos:

-¡Grandes dioses ! ¡Cómo habla este impúdico lleno de astucias! Debería mandarlo en un sombrío y sólido navío, lejos de Ítaca, para que pudiera procurarme un fuerte rescate. Ojalá muriera Telémaco hoy en su palacio, herido por las flechas d Apolo, o cayera bajo los golpes de los pretendientes, tan cierto como es que ya no habrá retorno posible para Ulises, su padre!

Después se alejó. Ulises y el pastor siguieron despacio al cuidados de las cabras, que pronto llegó a las moradas del rey. Melantius se sentó entre los pretendientes, frente a Eurímaco al que amaba; los servidores le presentaron las viandas y la venerable intendente le llevó pan, Sin embargo, Ulises y el pastor se aproximaron a la morada de Penélope y se detuvieron para escuchar los armoniosos sonidos de la sonora lira del divino Femio, que iniciaba sus acordes. Ulises tomó la mano de su compañero de viaje y le dijo:

-Este es, sin duda, el hermoso palacio de Ulises; es fácil de reconocer entre todos. El patio está rodeado de murallas y estrechas aperturas, y las puertas sólidamente afirmadas, son de dos batientes. Ningún hombre podría adueñarse de esta morada por la fuerza. Me parece que un gran número de invitados se entregan a la alegría de los festines; el olor de las viandas se extiende a mi alrededor y oigo los sonidos de la lira que los dioses crearon para embellecer y dar encanto a las comidas. 

Eumeo le contestó: -Has reconocido fácilmente el palacio; veo, querido mendigo, que no careces de juicio ni de razón. Veamos ahora lo que nos queda por hacer. Si entras el primero en estas bellas y cómodas moradas para presentarte a los pretendientes, yo me quedaré fuera; pero si quieres quedarte aquí, franquearé sólo el umbral de la puerta. No te detengas por temor de que alguno, al verte en estos lugares, te golpee o te expulse. Te animo a reflexionar sobre lo que te propongo.

El divino Ulises, respondió: -Te comprendo, querido pastor y adivino tu pensamiento. Entra, pues, el primero, yo esperaré aquí. Pero no soy inhábil en el arte de dar golpes, de cerca o de lejos; mi alma es paciente y yo ya he soportado numerosos infortunios en los combates y sobre las olas; ¡que pase lo que tenga que pasar! Es imposible, como sabes, domar el hambre cruel y devoradora, fuente de tantos males; por ella se arman tan fuertes naves que atraviesan el mar estéril, con el fin de llevar lejos la guerra, a los pueblos extranjeros.

Mientras Ulises y Eumeo hablaban así, de pronto, un perro acostado cerca de ellos, levantó la cabeza y estiró las orejas; era Argos, a quien había criado el valiente Ulises mismo; pero el héroe no pudo ver el resultado de sus cuidados, por haber marchado tan pronto a la ciudad de Ilión y desde que él se fue, apenas se movía. Cuando sintió a Ulises, agitó el rabo en señal de alegría y dejó caer las orejas, pero la debilidad le impidió correr hacia su amo. Ulises, al verlo, se secó una lágrima que ocultó al pastor, y después dijo:

-Eumeo, me sorprende que este perro permanezca así tumbado, pues es de una gran belleza, aunque no sé si con esa bella imagen, será bueno para correr, o si no es más que un perro casero que los dueños educan sólo para su placer.

-¡Pobre de mí! –Exclamó Eumeo; este es el perro del héroe que ha muerto lejos de nosotros. Si aún fuera como Ulises lo dejó cuando se fue a Troya, te sorprenderías de su fuerza y su agilidad. Ahora languidece cubierto de dolores; su amo ha perecido lejos de su patria y los esclavos, negligentes, no le prestan ningún cuidado a este pobre animal. Así son los servidores; cuando el amo deja de darles órdenes, olvidan sus deberes.

Después, Eumeo entró en la morada y fue directamente a la sala donde se encontraban los soberbios pretendientes. Pero el fiel Argos, había salido de las sombras de la muerte desde que vio a su amo después de veinte años de ausencia.

Telémaco, cuando vio a Eumeo, le hizo una seña y le llamó. Eumeo miró a su alrededor y tomó el asiento que solía usar el que cortaba las viandas; lo adelantó hacia la mesa, lo colocó frente a Telémaco y se sentó. Un heraldo le sirvió comida y pan en una cesta.

Entonces, Ulises franqueó la entrada del palacio bajo la imagen de un pobre y viejo mendigo ; se apoyaba en un bastón y se cubría de miserables ropas. Se sentó cerca de la puerta en el umbral de fresno, y se apoyó en el artesonado de ciprés que una vez un hábil artesano había alineado y pulido con arte.

Telémaco, al verlo, tomó un magnífica cesta y la llenó de tanto pan y viandas como sus manos pudieron contener, y después dijo al encargado de los pastores: 

--Lleva estos alimentos al extranjero y dile que recorra, mendigando, el grupo de los pretendientes; la vergüenza no afecta a los pobres.

Al oírlo, el pastor se levantó; se acercó a Ulises y le dijo:


-Extranjero, esto es lo que te da Telémaco y te ordena que recorras mendigando, el grupo de los pretendientes, pues dice que la vergüenza no afecta al pobre.

El intrépìdo Ulises, gritó de inmediato: .¡Poderoso Zeus, haz que Telémaco sea feliz entre todos los mortales y dale lo que su corazón desea! Después cogió los alimentos y los colocó sobre su sucia bolsa y se puso a comer mientras Femius cantaba en el palacio. Cuando terminó de comer, el cantor también se detuvo y entonces, los pretendientes llenaron el palacio con sus ardientes clamores. 

En aquel momento, Atenea se acercó a Ulises; le hizo tender la mano a los jóvenes príncipes, para que reconociera por sí mismo a los que eran justos y a los que no. ¡Pero ninguno de los  pretendientes debía escapar a la muerte! Ulises avanzo entre ellos, empezando por la derecha; imploró a todos los jóvenes y les tendió la mano como si fuera un pobre desde siempre. Ellos, conmovidos por la piedad le daban en abundancia, le miraban con sorpresa y se preguntaban quién era aquel hombre y de donde venía. 

De pronto, Melantius, cuidados de las cabras, les dijo:

-Pretendientes de una ilustre reina, oídme. Yo he visto antes a este extranjero, pero no sé exactamente de qué nación se gloría de proceder.

Antinoo entonces injurió al encargado de los pastores :

-¡Oh, pastor, tan conocido por tus maldades! ¿Por qué nos has traído a este hombre? ¿No tenemos bastantes mendigos y vagabundos de estos viles flagelos de las fiestas? ¿No son nada para ti los que aquí consumen los bienes de tu señor, que vas a buscar fuera a este miserable anciano?

-Antinoo –dijo Eumeo-: Por muy noble que seas, tus palabras no lo son en absoluto. ¿quién querría ir a buscar un extranjero, a menos que fuera un útil artesano, un profeta, un descendiente de Esculapio, un sabio carpintero, o bien uno de esos mortales inspirados por los dioses, cuyos cantos hacen nuestras delicias? Tales son los hombres a los que se invita en todas partes en la tierra, pero nadie querría llamar a un mendigo que no hace otra cosa que importunar. Tú, Antinoo, fuiste, de todos los pretendientes, el más cruel para los servidores de Ulises, y sobre todo, para mí; pero el trato riguroso que me haces sufrir, no me afecta en absoluto, pues la casta Penélope vive todavía, igual que su divino hijo.

El prudente Telémaco tomó la palabra y dijo:

-Silencio, Eumeo, no le contestes. Antinoo acostumbra a injuriarnos sin tasa con sus discursos y a excitar a los demás pretendientes.

Después, volviéndose hacia Antinoo, añadió: -Ciertamente, tienes conmigo los mismos cuidados que un padre tendría para su hijo, y ahora quieres que expulse al mendigo; ¡no lo quieran los dioses! Dale alimentos y no temas que mi corazón se ofenda, porque yo mismo te lo ordeno. No sospechan, ni mi madre, ni los servidores que viven en este palacio, pero sé muy bien que ése no es tu pensamiento; tú prefieres devorarlo todo tú mismo, antes que dar algo a otro.

Antinoo le respondió de inmediato:

-Parlanchín, altivo y fogoso Telémaco, ¿qué acabas de decirme? Si todos los pretendientes le dieran tanto como yo, este mendigo podría permanecer tres meses completos en su casa, sin necesidad de tender la mano.



Dicho esto, cogió el escabel sobre el que descansaba los pues durante la comida y lo mostró amenazante. Todos los demás pretendientes se apresuraron a llenar el morral del pobre mendigo, con pan y otros alimentos. Ulises, volviendo a su sitio para comer lo que acababan de darle, se detuvo cerca de Alcinoo y le dijo:

-Amigo, dame algo, pues no pareces el último de los Aqueos, sino que pareces, bien al contrario, un rey. Dame pues, más pan que los otros y celebraré tu gloria por toda la tierra. –antaño yo era rico y habitaba un suntuoso palacio, y daba siempre a los viajeros, fueran quienes fueran, cuando los veía en la miseria. Yo tenía mis servidores; inmensos tesoros, y, en fin, todo lo que hace la alegría de los que se llaman afortunados. Pero Zeus, por su propia voluntad, me tomó aquellos bienes, al inspirarme el deseo de ir a Egipto, con piratas vagabundos, buscando mi propia pérdida. Detuve mis naves empujadas por las olas en el río Egiptus y di orden a mis compañeros de que permanecieran junto a la orilla y proteger las naves; después envié a otros guerreros a las alturas, para observar y conocer el país. Ellos, obedeciendo a su audacia y su impetuosidad, devastaron las fértiles campiñas de los egipcios, secuestraron a las mujeres y los niños; degollaron a todos los habitantes, y los gritos de los víctimas llegaron hasta la ciudad, donde los ciudadanos, atraídos por el clamor, acudieron al amanecer. Toda la llanura se llenó de infantería y caballería, y por todas partes se vio brillar el destello del bronce. Zeus, que se complace en lanzar rayos, hizo huir a mis compañeros; ninguno de ellos fue capaz de resistir el choque del asalto y la desgracia los rodeó por todas partes. Muchos de mis guerreros murieron por el hiriente bronce; otros fueron llevados vivos para ser sometidos a trabajos de esclavitud, y yo mismo fui entregado a su señor, Denetor, hijo de Iasus, que reinaba en Chipre. – Vengo ahora de aquella isla, después de haber sufrido enormes daños.

Antinoo tomó entonces la palabra y dijo a Ulises: 

-¿Qué dios nos ha enviado esta peste, este tormento de los huéspedes? No eres más que un miserable mendigo audaz y descarado. Quieres que todos los pretendientes te den sin dudar y esos jóvenes no poseen ninguna riqueza, sino que dan los bienes ajenos; porque aquí los hay en abundancia.

El ingenioso Ulises dio un paso atrás y dijo:

-Ciertamente, tu corazón no responde a tu belleza. Antinoo, en tu casa tú no darías ni un grano de sal a un mendigo, puesto que en una casa extraña, en la que todo es abundancia, no me das ni un trozo de pan.

A estas palabras, Antinoo se enojó violentamente; lanzó una mirada amenazante a Ulises y gritó:

-¡Ahora que me has cubierto de injurias, ya no saldrás sano y salvo de este palacio! –E inmediatamente, cogió un escabel y lo lanzó con fuerza, alcanzando a Ulises en el hombro derecho. El héroe permaneció inmóvil como una roca, sin tambalearse en absoluto; sólo movió la cabeza en silencio, mientras pensaba en la muerte de los pretendientes. Después fue a sentarse junto a la puerta y colocó a los pies su morral con alimentos, y dijo a los huéspedes:

-Escuchadme, pretendientes de una reina ilustre, os voy a descubrir mi pensamiento. Ningún dolor, ninguna pena puede agachar el corazón de un hombre, que combatiendo por sus riquezas y sus rebaños, es herido por el enemigo; pero Antinoo me ha golpeado a mí, porque vivo atormentado por el hambre cruel y devoradora, fuente de males sin número. Si los dioses y las Furias protegen a los pobres y a los mendigos, que Antinoo reciba la muerte antes de celebrar su matrimonio.

Antinoo entonces, tomó de nuevo la palabra y dijo a Ulises: -¡Viejo: siéntate y come en silencio o vete rápidamente de aquí. Los jóvenes, para castigar tus palabras, podrían arrastrarte fuera de palacio por los pies o por las manos y romperte los miembros.

Los pretendientes estaban muy indignados y uno de ellos dejó escapar estas palabras:

-Antinoo, no deberías golpear a este desgraciado viajero, que tal vez sea una divinidad celeste. A veces, los dioses, parecidos a huéspedes extranjeros, recorren las ciudades para ser testigos, tanto de la injusticia, como de la piedad de los hombres. –Pero Antinoo menospreció la idea del pretendiente. 

Telémaco sintió un vivo dolor, pero no dejó escapar ni una lágrima; pero sacudió la cabeza en silencio y también pensó en la muerte de los pretendientes.

Cuando la prudente Penélope supo que un mendigo había sido golpeado en su palacio, dijo a las mujeres que le servían:

-¡Ojalá que apolo, famoso por su arco, golpeara así al soberbio Antinoo!

Y Eurynome, la intendente del palacio, le contestó:

-¡Ah, si nuestros deseos se cumplieran, ninguno de estos pretendientes volvería a ver a la hija de la mañana brillar en su trono de oro!

Y la prudente Penélope, replicó de inmediato:

-Sí, mi querida nodriza, todos estos pretendientes me son odiosos; sólo piensan en hazañas malignas, Antinoo, sobre todo, es para mí la imagen de la muerte. –Un desgraciado extranjero, abrumado por la miseria, viene a mendigar a este palacio; todos los pretendientes llenan su bolsa, pero Antinoo le lanza su escabel y le da un golpe en el hombro derecho.

Penélope estaba sentada entre sus damas, que la servían, mientras Ulises tomaba su comida. Llamó al jefe de los pastores y le dijo:

.Noble Eumeo, ve a buscar al mendigo para que pueda preguntarle si ha oído hablar del intrépido Ulises y si ha visto al héroe con sus propios ojos, pues este pobre extranjero parece haber viajado mucho.

-¡Oh reina! –dijo Eumeo: -quieran los cielos que todos los Aqueos reunidos aquí, fueran reducidos al silencio, para que pudieras oír al mendigo; sus relatos encantarían a tu corazón. Yo lo he alojado en mi cabaña durante tres días y tres noches, pues es a mi casa a donde vino, cuando escapó de su nave: sin embargo, aún no me ha contado todos sus infortunios. Igual que se escucha a un cantor que, antaño instruido por los dioses, encanta a los mortales con la armonía de su acento; igual yo escuchaba encantado sus relatos. Me dijo que sus padres estaban unidos a la casa de Ulises por los lazos de la hospitalidad, y que antaño vivía en la isla de Creta, conde nació Minos.

Llegó tras haber sufrido males sin número y después de haberse arrastrado, como mendigo, de pueblo en pueblo. Sostiene que Ulises está ahora en el afortunado pueblo de los Thesprotes, y que volverá pronto, trayendo preciosas riquezas.

-Pues haz venir al extranjero, para que me cuente a mí sus infortunios. –Dijo Penélope-, En cuanto a los pretendientes, que se diviertan bajo los pórticos o en el palacio, pues si alma se ha abandonado a la alegría. Mientras sus riquezas, su vino y su trigo permanecen intactos en sus residencias, vienen cada día a divertirse aquí; se abandonan a las delicias de los festines y beben impunemente mi vino de oscuros colores; y así es como consumen mis bienes. Necesitaríamos un héroe parecido a Ulises, para impedir la ruina de mi casa. ¡Ah, si volviera mi esposo a su patria, qué pronto castigaría, junto con su hijo, la insolencia de estos hombres!.

Apenas había terminado de hablar, cuando Telémaco estornudó con tal fuerza que resonó en todo el palacio. Penélope  sonrió y dijo a Eumeo: -Apresúrate a traer aquí al viajero; ¿no ves que mi hijo acaba de estornudar después de oír mis últimas palabras? ¡Ojalá que la muerte este detrás de este augurio; inevitable destino de todos los pretendientes, y que ninguno de ellos escape! Recuerda estas palabras; si este extranjero me dice la verdad, le daré un manto, una túnica y ricas vestimentas.

El encargado de los pastores se alejó después de oír esta orden: se acercó a Ulises y le dijo:

-Querido extranjero, la madre de Telémaco, la prudente Penélope, quiere pedirte noticias de su esposo, por el cual sufre tantos males. Si le dices la verdad, te dará una túnica, un manto y las ropas que necesites. Después podrás ir a mendigar a la ciudad para calmar tu hambre, y cada cual te dará limosna según su voluntad.

El divino e intrépido Ulises, dijo:

-Querido Eumeo, iría con gusto a decir toda la verdad a la reina, pero he conocido mucho al divino Ulises y he sufrido con él los mismos males; si no temiera a la multitud de los pretendientes, cuyas violentas injurias suben hasta el cielo. Cuando Antinoo me golpeó tan violentamente, sin que yo hiciera ningún daño, ni Telémaco ni nadie se atrevieron a socorrerme. Convence a Penélope para que me espere, a pesar de su impaciencia, hasta que se ponga el sol; entonces podrá interrogarme sobre el regreso tan deseado de su esposo, haciéndome sentar junto al fuego; pues no tengo sino ropas destrozadas, bien lo sabes, querido pastor, puesto que fuiste el primero a quien pedí limosna.

Eumeo se alejó y Penélope, que le vio cruzar el umbral, le dijo:

-¿No traes al extranjero? ¿Qué piensa ese vagabundo? ¿Teme nuevos insultos, o es que la vergüenza le impide cruzar mi palacio? Un mendigo tímido es un ser bien desgraciado.

Y el encargado de los pastores, dijo: -Este extranjero habla con sabiduría; cualquiera en su lugar, pensaría como él; quiere evitar la violencia de los pretendientes. Os pide, pues, que esperéis a la puesta de sol, porque, en efecto la noche será más conveniente para preguntarle sobre su historia.

La prudente Penélope, replicó: -Ciertamente, este extranjero no me parece privado de razón. Nunca, en ningún lugar, en ninguna época, se ha visto a unos pretendientes cometer semejantes injusticias.

El pastor volvió entonces con los jóvenes príncipes; se acercó a Telémaco, inclinó la cabeza hacia él, para no ser oído por nadie, y le dijo:

-Vuelvo ahora a mi establo, para cuidar los rebaños; vuestra fortuna y la mía. Cuida de tus riquezas, pero, sobre todo, piensa en tu propia existencia y trata de que no te sobrevenga ningún mal; muchos Aqueos meditan tu muerte. Que Zeus los extermine, pues, antes de que nos alcance la desgracia.

Y el prudente Telémaco, dijo: -Todo se cumplirá según tus deseos, buen anciano. Parte después de la cena y mañana, cuando salga la Aurora, dejarás todo a mi cuidado y el de los dioses inmortales.

Entonces, Eumeo tomó asiento en una sede magnífica y cenó. Cuando bebió y comió según sus deseos, se dispuso a volver junto a sus rebaños.

Se alejó de palacio y miró a todos los huéspedes, que se entregaban a los placeres de la danza y el canto, pues el fin de la jornada había llegado.

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