martes, 4 de julio de 2023

 HOMERO • ODISEA • CANTO XX

Acontecimientos que precedieron a la muerte de los Pretendientes


El divino Ulises se retiró al vestíbulo del palacio; preparó su lecho y se acostó, Eurínome colocó sobre él un ancho manto y allí permaneció despierto el intrépido héroe, meditando la muerte de los orgullosos pretendientes. 

— Las doncellas de Penélope, que desde hacía mucho tiempo se mezclaban con los jóvenes príncipes, salieron riendo de palacio y se entregaron a las más vivas alegrías. Ulises, que las oyó, se sintió violentamente enojado; se preguntó si debía golpearlas a todas a la vez, o permitir que se uniesen a los pretendientes por última vez, y su corazón latía con fuerza en su pecho.

Como la perra ladra en torno a sus crías, cuando presiente un extraño y arde en deseos de combatirlo, así Ulises rugía en su alma, indignado por su odiosa actitud, pero se golpeó en el pecho y reprimió su corazón en estos términos:

-Modérate, corazón mío. Has soportado cosas más terribles todavía cuando el despiadado Cíclope devoró a mis valientes compañeros; soportaste sin debilidad la cruel prueba hasta que la prudencia de dejó salir de aquel antro, en que creíste que ibas a morir.

Calmó así su corazón, que se contuvo y dejó de batir, pero no dejaba de dar vueltas en el lecho. Pensaba en los medios para luchar solo con los numerosos pretendientes. –Atenea descendió entonces de los cielos y se presentó a Ulises bajo los rasgos de una joven; situada sobre la cabeza del héroe, le dijo:

-Tú, el más infortunado de los mortales, ¿por qué velas? Estás en tu casa y tu esposa está cerca, igual que tu hijo, al que cualquiera desearía tener como hijo.

-¡Oh, diosa! Dijo Ulises, -todo lo que acabas de decir es justo, pero mi alma está cruelmente agitada. Me pregunto cómo golpearé con mi brazo a los orgullosos pretendientes, yo, que estoy sólo, mientras ellos están siempre en multitud en mi palacio. Y un obstáculo más grande se presenta todavía a mi mente; si por la voluntad de Zeus y la tuya, consigo inmolar a todos los jóvenes príncipes, ¿a dónde huiré para escapar de la venganza? Te lo suplico, diosa, te lo suplico, ¿qué debo considerar?

Y Atenea, la de los ojos azules, dijo:

-Desgraciado; ¿no sabes que los hombres se confían a menudo, a compañeros más débiles y menos experimentados que ellos? Pero yo soy una divinidad que te protege siempre y que ye ha socorrido en todas sus desgracias. Te declaro, pues, que si cincuenta batallones de guerreros nos rodearan por todas partes y quisieran herirnos con sus espadas, tú les quitarías todo. Entrégate, pues, al sueño; es horrible permanecer toda una noche sin dormir. Pronto saldrás de este abismo de sufrimientos.

Y dichas estas palabras, la más noble de las diosas expandió un dulce sueño sobre los ojos del héroe. Después se volvió al Olimpo. El descanso, que aleja las preocupaciones y relaja los miembros, no tardó en adueñarse  del cuerpo de Ulises. La casta Penélope se despertó; se sentó en su blando lecho y empezó a llorar. Cuando se le acabaron las lágrimas, dirigió  esta plegaria a la divina Diana.

-¡Oh, Diana!, diosa venerable, hija de Zeus; hiéreme con tus rápidas flechas para arrancarme la vida, o permite que las violentas tempestades me lleven por el aire y me lancen después sobre las olas del océano! –Así las tempestades se llevaron a las hijas de Pandora, después de que los dioses exterminaran a sus padres, y aquellas jóvenes quedaron huérfanas en el palacio de sus antepasados; la rubia Venus la alimentó con leche, miel y vino delicioso; la augusta Hera, les dio belleza y sabiduría; la casta Artemisa, un talle majestuoso, y la ilustre Atenea, todos los talentos. Cuando Artemisa se volvió al vasto Olimpo para pedir al poderoso Zeus que aquellas huérfanas gustasen por fin las dulzuras del himeneo –pues el dios que se complace en lanzar el rayo, conoce todas las cosas y regula a su manera la alegría y la desgracia de los humanos-, entonces, las Harpías secuestraron a las hijas de Pandora y las entregaron a las odiosas Furias para convertirlas en sus esclavas. –Que los dioses que habitan el Olimpo me lleven así, o que Artemisa, la de la hermosa cabellera, me hiera con sus dulces flechas, a fin de que pueda reunirme con mi esposo en el seno de la tierra, y que jamás llegue a ser la esposa de un hombre inferior al divino Ulises. 

La desgracia es soportable, cuando el corazón, abrumado de tristeza, llora todo el día y durante la noche disfruta el dulce sueño que nos hace olvidar la alegría y el dolor, una vez que ha cerrado nuestros párpados; pero una divinidad funesta me persigue, incluso en mis sueños. Incluso esta noche, se me ha aparecido un héroe parecido a mi esposo cuando salió para Ilión con sus guerreros; al verlo, mi corazón se llenó de alegría, pues pensaba que no era un sueño, sino Ulises mismo.

Cuando Penélope dijo esto. La Aurora apareció en su trono reluciente. El divino Ulises, que oyó la voz y los llantos de Penélope, creyó que su casta esposa le había reconocido. Se levantó de inmediato, recogió sus cobertores y, levantando las manos, imploró a Zeus en estos términos:

-¡Zeus! Ya que me trajiste a mi patria después de cubrirme de males sin número, después de haberme hecho errar por la tierra y el mar, permite ahora que algún mortal al despertarse, haga oír en palacio una voz profética, y que en el cielo aparezca un signo que aclare mi destino.


Y el previsor Zeus accedió a sus deseos. De pronto, el hijo de Cronos hizo resonar un trueno en el espléndido Olimpo y el divino Ulises se alegró de ellos. Al mismo tiempo, una mujer que molía grano donde estaban las muelas de Ulises, pronunció algunas palabras. En torno a aquellas muelas trabajaban doce mujeres moliendo cebada, trigo y alimentos nutritivos; pero entonces dormían todas junto a lo que ya habían molido; solo una, sin embargo, no había dejado de trabajar, aunque era muy débil; esta, detuvo su muela y pronunció unas palabras proféticas que eran un augurio favorable para el rey su amo.

-Poderoso Zeus -dijo-, tú que gobiernas a los dioses y a los hombres, acabas de hacer sonar un trueno en los cielos estrellados, y sin embargo, no veo ninguna nube. Sin duda, mostrabas a algún mortal un signo celeste. ¡Oh, hijo de Cronos!, escucha la plegaria de una mujer infortunada; haz que los pretendientes gusten hoy por última vez, en el palacio de Ulises, los encantos del festín. Estos orgullosos jóvenes, destruyen mis miembros forzándome a moler el grano que les alimenta. ¡Ojalá tomen hoy su última comida!

El divino Ulises, feliz por haber oído la voz profética de aquella mujer y el trueno del poderoso dios del Olimpo, porque ahora pensaba que podría vengarse.

Las mujeres del palacio de Ulises corrieron desde todas partes y encendieron grandes fuegos en los hogares. Telémaco, parecido a un dios, abandonó su lecho y se cubrió de ropas magníficas; colgó una espada en sus hombros, ató a sus pies brillantes y soberbios botines y tomó una fuerte lanza que remataba en punta de bronce. Se detuvo en el quicio de la puerta y dijo a Euriclea:

-Querida nodriza ¿has dado lecho y alimento al extranjero, o ha permanecido en palacio sin recibir ningún cuidado? Mi madre, a pesar de su prudencia, acoge a menudo con honores a los hombres más oscuros, y rechaza a veces vergonzosamente a los mortales más ilustres.

-Hijo mío -respondió Euriclea-, no acuses a tu madre; es inocente. El extranjero que está en palacio, ha bebido tanto vino como ha querido, pero no ha comido nada. Penélope tu madre, le ha preguntado, y como él sólo pensaba en descansar, la noble hija de Ícaro ha dicho a sus esclavas que le prepararan un lecho, aunque el extranjero, como hombre devorado por el dolor, no ha querido descansar en un lecho, ni sobre mullidas mantas; se echó en el vestíbulo, sobre pieles de cordero y nosotras mismas le abrigamos después.

Telémaco, llevando su lanza en la mano, salió de palacio seguido de sus ágiles perros y se dirigió a la asamblea de los Aqueos de hermosas grebas. –La venerable Euriclea, hija de Ops, nacida de Pisenor, exhortó a las esclavas, diciendo:

-Apresuraos a regar y limpiar esta morada; extended tapices de púrpura sobre esos magníficos asientos; lavad todas las mesas con esponjas; id a la fuente a por agua y traedla pronto, pues los pretendientes no se harán esperar mucho tiempo. Este día es para todos un día de fiesta y los jóvenes príncipes llegarán a palacio muy temprano por la mañana.


Y las esclavas obedecieron. Veinte mujeres fueron a  buscar el agua de las profundas fuentes y las demás servidoras se apresuraron a prepararlo todo en el interior de palacio.

Pronto llegaron los servidores de los pretendientes; se pusieron a cortar leña, y las mujeres volvieron de la fuente. Entonces, el pastor Eumeo, apareció llevando tres puercos a los que dejó pastando, y se dirigió a Ulises:

-Extranjero ¿los pretendientes de respetan ahora, o te desprecian todavía en el palacio de Ulises, como hicieron ayer?

-Querido Eumeo –respondió Ulises-, que los dioses castiguen por fin la insolencia de esos hombres orgullosos y sin pudor, de estos príncipes que no temen ultrajarme en una casa extraña.

Así hablaron Ulises y el pastor. Melantio, que llevaba cabras de su rebaño, entró en palacio seguido de dos pastores. Después de atar a las cabras, le dirigió a Ulises estos amargos reproches.

-¿Cómo, vil extranjero, sigues en esta casa, importunando a los pretendientes? ¿Nunca desaparecerás de esa puerta? Creo que no nos separaremos antes de llegar a las manos. ¿Por qué sigues aquí, en contra de las conveniencias, para pedir sobras a estos jóvenes príncipes? Vete a mendigar a otros aqueos.

El ingenioso Ulises no se dignó a contestarle; sacudió un poco la cabeza, y continuó meditando en el fondo de su corazón, una terrible venganza.

El tercero que franqueó el umbral del palacio, fue Filetio, jefe de pastores, que también llevaba alimentos, se dirigió a Eumeo.

-Pastor, ¿quién es este extranjero? ¿Quiénes sus padres y cuál su patria? ¡Cómo se parece al rey, nuestro viajo señor, este infortunado! Ciertamente, los dioses pueden ahora cubrir de males a los simples mortales, puesto que reservan tantos infortunios a los mismos reyes.

Después, se acercó a Ulises, le tomó la mano y le dijo:

-Salud, venerable extranjero, Que la prosperidad d acompañe en adelante, pues en este momento, me pareces cubierto por la desgracia. ¡Poderoso Zeus, ninguna divinidad es tan cruel como tú! No tienes piedad con los débiles humanos; cuando les has dado la vida, los hundes en abismos de dolor. Extranjero –continuó-, al verte, he pensado en Ulises, en mi divino amo; el sudor ha corrido a lo largo de mi cuerpo, y los ojos se me han llenado d lágrimas. Si este héroe aún vive; si ve la luz dl sol, errará, quizás, cubierto d harapos parecidos a los tuyos, por las ciudades. Pero si el irreprochable Ulises ya no existe, si ha descendido a las sombrías moradas de Hades, ¡qué desgracia para mí! Antaño me confió la guarda de sus rebaños en la tierra de los cefalonios, cuando todavía era un niño. Sus rebaños son innumerables hoy, y jamás un pastor vio una raza tan fecunda. Sin embargo, los príncipes extranjeros me obligan a traer aquí mis mejores ejemplares para esos jóvenes soberbios, que menosprecian a Telémaco en su propio palacio, que no temen la ira de los dioses y están impacientes por repartirse los bienes de Ulises, su rey y su amo, ausente desde hace tantos años. 

Una multitud de pensamientos agita e inquieta mi espíritu. Estaría mal, sin duda, mientras el hijo de Ulises existe, irme a otro país, y llevar los rebaños de mi señor a pueblos extranjeros, pero es duro también ser maltratado por los pretendientes mientras cuidas de los rebaños del hijo de Laertes. 

Hace mucho tiempo que deseo abandonar la isla de Ítaka y recogerme en la casa de algún rey poderoso, pues los excesos de estos jóvenes no son soportables. Pero todavía pienso en mi malhadado amo, que volverá quizá un día, para expulsar de su palacio a la insolente tropa de los pretendientes.

Y Ulises le dijo: -Pastor, me pareces un hombre justo e inteligente; veo, incluso que tu espíritu está lleno de prudencia. Pues bien, yo te atestiguo, por el más grande de los juramentos; te juro por Zeus, el más poderoso de los dioses; por esta mesa hospitalaria y por el hogar al que me he acercado, que el hijo de Laertes volverá a su morada, cuando tú todavía estés aquí. Verás masacrar, con tus propios ojos, si tal es tu deseo, a todos los pretendientes, a  todos esos jóvenes príncipes que dan órdenes como dueños en este palacio.

Y el cuidador del rebaño, replicó:

-Querido extranjero, que el hijo de Saturno cumpla esta promesa, y entonces juzgarás de mi valor y de la fuerza de mi brazo.

Eumeo imploró también a los dioses y les pidió  la vuelta del intrépido Ulises a su patria.

Mientras el héroe hablaba así con sus pastores, los pretendientes meditaban la muerte de Telémaco. Pero de pronto se elevó a la izquierda de aquellos jóvenes príncipes, un águila de rápido vuelo, que llevaba entre sus garras una tímida paloma.

Anfínomo, dirigiéndose a los pretendientes, les dijo:

-Amigos, el complot que tramamos contra Telémaco no triunfará. No pensemos, pues, más que en la alegría de los festines.

Así habló Anfínomo, y su discurso complació a los pretendientes. Entraron todos en el palacio del divino Ulises, dejando sus mantos en sillas y tronos y procedieron a comer y a beber. Eumeo les presentó las copas; Fileto les distribuyó el pan en bellos cestos y Melantio les sirvió el vino. Todos los invitados estiraron los brazos hacia las mesas.

Telémaco, que siempre meditaba nuevas trampas, hizo que Ulises se sentara allí, en un sencillo asiento cerca de la puerta de piedra y ante una pequeña mesa; le sirvió comida y vino y le dijo:

-Quédate ahora entre los huéspedes para beber con nosotros el dulce néctar; yo impediré que los pretendientes te injurien; esto no es un lugar público, sino el palacio de Ulises, que este héroe adquirió para mí. En cuanto a vosotros, jóvenes príncipes, absteneos de toda acción violenta y de toda palabra injuriosa, a fin de que no se produzca ninguna querella en este entorno.

Todos los pretendientes, indignados, se mordieron los labios y admiraron la audacia con la cual, Telémaco acababa de hablarles. Antinoo, hijo de Eupiteo, dirigiéndose a los jóvenes príncipes, pronunció estas palabras:

-Aqueos, aprobemos este discurso por violento que sea, pues Telémaco nos ha hablado con amenazas. Si Zeus no se hubiera opuesto a nuestros designios, ya habríamos domado a este ardiente orador.

Pero Telémaco no prestó atención a lo que acababa de oír y no contestó nada. 


Todos los aqueos de largas cabelleras estaban reunidos en el tupido bosque de Apolo. Los pretendientes hicieron su festín y los que servían en palacio, llevaron a Ulises una parte de los alimentos igual a la de los demás huéspedes, tal como había ordenado Telémaco.

Pero Atenea no dispuso que los pretendientes cejaran en sus insultos; quería que el dolor y la cólera penetraran más profundamente en el corazón de Ulises. Entre los pretendientes había un hombre cuya alma era injusta; se llamaba Ctesipo y vivía en Samé. Este hombre, lleno de confianza en las inmensas riquezas, deseaba unirse a la esposa del divino Ulises, ausente desde hacía tantos años, y dijo a sus compañeros:

-Ilustres pretendientes, escuchad todos lo que voy a decir. Este vil extranjero ya ha recibido una parte igual que la nuestra; esto es conveniente, pues no sería, ni justo, ni honesto, despreciar a los huéspedes de Telémaco, cuando vienen a palacio. Pero yo también quiero hacerle el presente de la hospitalidad, para que lo ofrezca a la mujer que le ha bañado, o a otras esclavas de Ulises. 

Y dicho esto, tomo una pata de buey de la fuente, y la arrojó con mano vigorosa. Ulises evitó el golpe, inclinando suavemente la cabeza, pero desde el fondo de su alma, dejó escapar una risa sardónica. La pata fue a golpear contra el muro y entonces, Telémaco, dijo al audaz joven:

-Cierto, Ctesipo, tienes suerte de no haber golpeado a mi huésped; aunque fue él mismo quien evitó el golpe, pero si le hubieras alcanzado, yo mismo te habría hundido mi lanza en el pecho, y tu padre, en lugar de alegrarse por tu himeneo, habría tenido que celebrar tus funerales. ¡que en adelante nadie vuelva a cometer aquí esos ultrajes!

Ahora tengo experiencia y puedo distinguir el bien y el mal. Hasta ahora he soportado muchas injurias; os he visto abusar de mis rebaños, de mi vino y robar mi trigo, pero es imposible  para un solo hombre cazar en tan gran número; no obstante, dejad de devastar. Si queréis matarme con las armas, hacedlo, yo mismo lo deseo. Ciertamente, es mejor morir, que ver cometer ante los ojos semejantes hazañas, ver a los huéspedes ultrajados y a sus servidoras vergonzosamente violadas.

Ante sus palabras, todos los pretendientes guardaron profundo silencio, pero Agelao, hijo de Damastor, tomó la palabra y dijo:

-¡Oh, amigos! Que nadie se indigne ni conteste con agrias palabras a estos justos reproches. No castiguemos más a este mendigo y guardémonos de insultar a los servidores de Ulises. Voy a dar un consejo a Telémaco, así como a su madre, y deseo que les resulte agradable. 

Mientras que con el corazón lleno de deseo, conservabais los dos la esperanza de que el prudente Ulises volvería a su morada, ¿no era irresponsable dejar aquí a los aqueos? Hubiera  sido mejor que los dioses hubieran permitido a Ulises volver a su palacio, pero ahora, tono prueba que este héroe no volverá a ver su patria. Telémaco, ve pues, a encontrar a tu madre, y dile que debe elegir por esposo, entre los griegos, al que parezca más ilustre, y que le hará los mejores regalos. En cuanto a ti, podrás beber y comer según tus deseos y disfrutar en paz de la herencia de tu padre. Entonces tu madre, la casta Penélope, velará sobre los bienes de su nuevo esposo.

Y el prudente Telémaco, le respondió:

-Agelao, yo te juro, por Zeus y por los sufrimientos de mi glorioso padre, que haya muerto lejos de Ítaka, o que vaya errante todavía de país en país, que yo no me opongo a la boda de mi madre. Cada día, por el contrario, exhorto a Penélope a que tome por esposo al que su corazón desee. Sin embargo, temo forzarla a salir de esta morada. Espero que los dioses no permitan nunca que ella se aleje.

Así habló Telémaco. Los pretendientes, excitados por Atenea, estallaron en una gran risa que conmovió su razón, y reían de forma extraña, ajena; seguían comiendo, sus ojos se llenaban de lágrimas, y sus almas parecían presagiar una gran desgracia. En ese momento, Teoclimenes, semejante a los dioses, gritó en la asamblea:

-¡Desgraciados! ¿Qué males son los que sufrís? Una noche profunda os rodea y cubre vuestras cabezas, vuestros rostros y vuestras rodillas. Sordos gemidos se hacen oír y vuestros rostros están bañados de lágrimas. La sangre gotea en grandes oleadas sobre las paredes y sobre las altas columnas; los pórticos y los patios están llenos de fantasmas que se precipitan en las sombrías tinieblas eternas; el sol ha desaparecido de los cielos y las tinieblas de la muerte os rodean por todas partes.

Cuando terminó, los pretendientes se pusieron a reír. Entonces Eurímaco, hijo de Polibio, tomó la palabra y dijo:

-Este extranjero recién llegado a estos lugares, sin duda ha perdido la razón. Jóvenes, hacedle abandonar el palacio al instante y conducidlo a la plaza pública, porque aquí confunde el día y la noche.

Teoclímenes se apresuró a contestar en estos términos al orgulloso pretendiente:

-Eurímaco, yo no necesito guías para conducirme; mis ojos, mis oídos, mis pies, todavía están bien, y mi espíritu no se ha degradado vergonzosamente. Abandono voluntariamente este palacio, pues preveo desgracias que os amenazan. Pretendientes orgullosos, que insultáis a los extranjeros en las moradas de Ulises y tramáis sin cesar odiosos complots, ¡ninguno de vosotros podrá escapar a la muerte!

Dicho esto, se alejó del palacio y se fue junto a Pireo, que le recibió con alegría. –Entonces, todos los pretendientes se miraron entre sí y aumentó más la ira de Telémaco riéndose de sus huéspedes. Así, uno de estos jóvenes insensatos, le dijo:

-Telémaco, nadie es más desgraciado que tú en la elección de los viajeros que acoges. Ese al que proteges aquí es un miserable mendigo, sin pan, sin fuerza, incapaz de trabajar; un vil fardo. Y el otro sólo viene a palacio para profetizar. Telémaco, si tú me crees –y es lo mejor que puedes hacer-, expulsaremos a estos dos extranjeros en un buen navío de remos, y los enviaremos a los sicilianos  por un pecio conveniente.

Y fue así como habló el joven príncipe, pero Telémaco, poco conmovido por lo que acababa de oír, no contestó nada. Miró en secreto a su padre y esperó con impaciencia el instante en que pudiera golpear a sus enemigos.

La hija de Ícaro, la prudente Penélope, sentada frente a la puerta, en un magnífico asiento, escuchaba atentamente todo lo que los pretendientes decían en el palacio. Estos jóvenes príncipes, tras haber inmolado numerosas víctimas, prepararon entre risas un agradable y delicioso festín. Sin embargo, una poderosa diosa y un valiente guerrero iban a menudo a convidar a la más triste de las comidas, aquellos que meditaban proyectos injustos y odiosos.

Continuará...

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