miércoles, 4 de mayo de 2016

Eurípides –Εὐριπίδης • MEDEA – Μήδεια


Fragmento –líneas 1087 a 1091–, de Medea. Códice de papel vitela del s. IV o V d. C., hallado en 1888 en Arsínoe –Egipto–. University College, de Londres. 

En la Tragedia de Eurípides titulada Medea –considerada su obra maestra–, se alude a ciertos personajes y hechos que el espectador heleno comprendía perfectamente, puesto que ya entonces formaban parte de una tradición asentada. Es el caso de la aventura de los Argonautas, una proeza que originó en buena parte los sucesos que se desencadenan en este drama. 

Jasón reclamó a Pelias, rey de Yolco, en Cólquide, el trono que este había arrebatado a su padre. Advertido por un oráculo, de que se cuidara de un hombre que llevaba un pie descalzo, Pelias intentó deshacerse de él, poniéndole como condición que conquistara el Vellocino de Oro que guardaba el rey Eates, padre de Medea.

Pelias, acompañado por sus hijas, reconoce a Jasón por su pie descalzo. 

Fresco del siglo I aC. Fragmento. Museo arqueológico Nacional de Nápoles

Eates, tratando de evitarlo a su vez, impone a Jasón, la condición de que antes debe vencer a los Toros de Hefesto y a un Dragón; dos combates muy desiguales de los que Eates, al igual que Pelias, pensaba que su aspirante no saldría con vida. Pero Medea, que se enamoró locamente de Jasón a primera vista, le ayudó a lograr su objetivo empleando en ocasiones oscuras artes mágicas.

Jasón somete al Dragón, con ayuda de Medea. Giovanni Battista Crosato. 1697- 1756

Tal vez por agradecimiento, o quizás porque se sientió obligado –aunque también pudo ser que se enamorara-, Jasón llevó consigo a Medea en su viaje de vuelta en la nave Argo. Cuando Eates se lanza en su persecución, Medea, ofreciendo una muestra de los límites que es capaz de traspasar, mata a su hermano menor –Apsirto–, al que llevaba como rehén; lo descuartiza y va lanzando sus restos al mar, para que su padre se detenga a recuperarlos, abandonando la persecución.

Friso de Jasón y Medea. Ludovico Carracci. Medea lanza al mar los restos de su hermano Apsirto. ca. 1584
Annibale, Agostino e Ludovico Carracci. Palazzo Fava, Bologna

Cuando los viajeros llegan a Yolcos, Medea ya tiene decididos los planes para vengarse de Pelias, por haber enviado a Jasón a una aventura presumiblemente mortal. De acuerdo con ellos convence a las hijas de Pelias de que devolverán la juventud a su padre, si hacen hervir su cuerpo despedazado en una especie de poción mágica, que, naturalmente, no funciona. 

Acasto, hermano de las crédulas hijas de Pelias, ordena entonces el destierro de Jasón y Medea, quienes a partir de entonces, se instalan en Corinto, invitados por el rey Creonte, que, andando el tiempo, ofrece a Jasón la mano de su hija y heredera, a la vez que ordena el destierro de Medea y sus hijos, todo lo cual, aunque es aceptado por Jasón, no lo es, sin duda, por ella.

En todo caso, Jasón ya sabe, igual que lo sabe Creonte, hasta donde es capaz de llegar Medea, que actúa sin considerar siquiera el daño que con sus acciones puede infligirse a sí misma, actitud que anula el posible efecto de cualquier amenaza, porque ella no teme a nada.

Parece que Jasón y Medea, habían acordado su matrimonio de palabra y en la intimidad, sin más ceremonia, tal vez, que estrecharse la mano derecha, lo que condicionaría en buena parte la percepción de los espectadores contemporáneos sobre la relación y el compromiso existente entre ambos.

En cuanto a la característica que se supone convertiría a Medea en personaje paradigmático, es difícil de definir, puesto que su personalidad ofrece muchas facetas, si bien, podemos destacar el odio, que a su vez, estaría amasado con diversos ingredientes, como celos, despecho, necesidad frustrada de recibir agradecimiento; egoísmo, sentimiento de abandono; venganza, y algunos más; todos ellos, a su vez, concentrados en un carácter tan violento y cruel, que en la propia obra, es calificado de feroz. 

Por último, las Simplégades, citadas al principio de la obra, eran dos grandes rocas móviles que solían acercarse entre sí al paso de las naves, destruyéndolas. Los Argonautas fueron, precisamente, los primeros que lograron eludirlas. Para ello, Eufemo soltó una paloma entre ellas y calculó el tiempo que las rocas tardaban en aproximarse. La paloma solo perdió alguna pluma de la cola. Acto seguido, se ordenó a los hombres que, una vez situados ante las rocas, remaran hasta el límite de sus fuerzas para intentar tardar el mismo tiempo que la paloma, con lo cual, lograron pasar y el barco apenas sufrió un ligero roce.
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PERSONAJES
NODRIZA de los hijos de Medea.
PRECEPTOR de los mismos.
MEDEA, esposa de Jasón.
CREONTE, rey de Corinto.
JASÓN, esposo de Medea.
EGEO, rey de Atenas.
MENSAJERO.
CORO DE ANCIANAS Y SERVIDORAS CORINTIAS.


-¡No! –gritaba la Nodriza de los hijos de Jasón, dirigiéndose al cielo-; la nave Argo no debió atravesar el sombrío azul de las Simplégades para alcanzar Cólquida. ¡No! Aquellos hombres excepcionales no debieron tomar los remos, cuando por deseo de Pelias partieron en busca del Toisón de Oro. ¡No! Porque de ese modo, Medea –Medea es mi señora-, no habría embarcado hacia la ciudad de Yolcos con el corazón devorado por el amor de Jasón. ¡No! Ni habría empujado a las hijas de Pelias a matar a su padre… ¡No! Tampoco viviría en esta tierra de Corinto con su marido y sus hijos. Pero he aquí que ahora todo se vuelve contra ella. Aquel al que más amaba, le ha hecho daño, porque él; sí, él, Jasón, ha traicionado a sus hijos y a mi señora, pues se ha casado, para compartir el lecho real con la hija de Creón, el señor de este reino.

Al oír gritos de niños jugando, la Nodriza se interrumpió brevemente y miró hacia la casa, pero no vio a nadie y reanudó su discurso.

-¡Pobre Medea!-continuó–. ¡qué ultraje! Ahora brama invocando sus juramentos y pone a los dioses por testigos del trato que recibe ahora de él, a cambio de su importante ayuda. Ya no come, y se abandona, gastando su vida en llorar sin término desde que conoció la ofensa de su marido. Mantiene los ojos fijos en el suelo, como una roca, y no escucha los consejos de sus amigos. A veces, vuelve en sí para llorar a su padre, tan amado, y su país y su casa a los que traicionó para seguir a este hombre que ahora le inflige tal desprecio. Con el sufrimiento ha aprendido lo que significa haber dejado tras de sí la tierra de sus mayores. Ahora sus hijos le horrorizan y no se deja enternecer por su vista. Temo que esté meditando alguna acción desesperada, porque su alma es temible y se negará a aceptar los hechos; la conozco y tengo miedo, porque es muy violenta. 

Oyó que llegaban los niños con el Preceptor.

-Pero, aquí están sus hijos –dijo sorprendida-; han terminado su entrenamiento para las carreras y no son conscientes de las desgracias de su madre. Los espíritus jóvenes no están hechos para sufrir.

-¡Antigualla de la casa de mi señora! –dijo el Preceptor, que conocía a la nodriza desde hacía mucho tiempo, y acostumbraba a bromear con ella-. ¿Qué haces ahí, ante las puertas lamentándote, sólo para ti? ¿Te ha dado permiso Medea para que la dejes sola?
-Venerable compañero de los hijos de Jasón –contestó ella fingiendo un tono entre servil y lastimero-; a los buenos esclavos les afecta todo lo que les va mal a sus señores. Estoy tan preocupada que me han entrado ganas de venir aquí a confiar a la tierra y al cielo los infortunios de mi señora.
-¿La desgraciada sigue con sus lamentos?
-¡Cuánto me gustaría ser tan tranquila como tú! ¿Cómo va a dejar de quejarse si las desgracias no han hecho más que empezar?
-Quizás tienes razón –dijo él, e intentando mostrar que sabía más de lo que decía, añadió-; temo que aún desconoce sus últimas desgracias.
-¿Qué es lo que sabes, viejo?-preguntó la nodriza.
-¡Nada! –respondió él, mirando a otro lado-; ¡lamento lo que acabo de decir!
-No ocultes nada a tu compañera de servidumbre. No diré nada a nadie.
-Está bien –simuló ceder el Preceptor-. He oído decir a unos jugadores de dados -aunque simulé que no escuchaba-, que a los niños y a su madre… Creón, el tirano de esta tierra iba a expulsarlos de Corinto. Pero no sé si será cierta esta historia, aunque a mí me gustaría que no lo fuera.
-¿Y Jasón permitirá que sus hijos sufran esto, porque él tenga diferencias con la madre?
-Viejas alianzas se deshacen en favor de otras nuevas, y ese hombre ya no ve esta casa con buenos ojos. Por lo que a ti respecta –añadió acercándose a ella-, no es el momento de que la señora sepa esto, así que, conserva la tranquilidad y no digas ni una sola palabra de lo que acabas de oír.

La nodriza se dirigió a los niños, sin esperar que estos la oyeran, y, mucho menos, que intervinieran en la conversación.

-Oh, mis niños –dijo-, ¿oís cómo se porta vuestro padre con vosotros? Debería morirse –añadió, volviéndose hacia el Preceptor-; pero no, no, que de todos modos es mi amo.

-¿A quién no le ocurre? –añadió el Preceptor-. ¿Aún no has aprendido que toda persona se prefiere a sí misma antes que a su prójimo, y que el padre de estos, se ha olvidado de ellos, desde que disfruta de un nuevo lecho nupcial?

-Vamos, niños, entrad en casa –gritó la Nodriza, intentando dar a sus palabras un tono despreocupado, y, sin esperar a que se marcharan, se volvió hacia el Preceptor. -Mantenlos al margen cuanto te sea posible y no dejes que se acerquen a su madre. La he visto echarles miradas feroces, como si quisiera hacerles algo malo, y no se aplacará, lo sé muy bien, hasta que no se lance sobre alguien. Espero que, cuando ocurra, sea contra enemigos y no contra seres queridos.

Guardó silencio repentinamente, porque Medea salía de la casa lamentándose a gritos. 

-Oh, qué desgraciada soy! ¡Piedad! ¿Qué sufrimiento! ¡Ay de mí! ¡Cómo deseo morir!

Inmediatamente, la nodriza se volvió hacia los niños:

-Esto es, mis pequeños, lo que yo decía. Vuestra madre tiene el corazón encendido en cólera. 

Al ver a su madre, tanto los niños como el Preceptor, se quedaron paralizados, sin saber qué hacer ni qué decir. 

-¡Pero, daos prisa! ¡Vamos! Entrad en la casa –les animó la nodriza-, y no os pongáis ante su vista ni os acerquéis a ella, porque son temibles su crueldad y arrogancia.

-Es evidente –continuó entonces, dirigiéndose al preceptor, cuando los niños entraron en la casa-; que esta nube de lamentos que empieza a elevarse, culminará muy pronto de manera impetuosa. ¿Cómo actuará entonces un alma desesperada e insaciable que se siente herida por la desgracia?

Volvieron a oirse los gritos de Medea.

-¡Ay! He sufrido, infortunada de mí, lo suficiente para quejarme alto y fuerte. ¡Ah, hijos malditos de una madre odiosa, ojalá murierais con vuestro padre y que toda su casa se perdiera!

-¿Pero qué pasa aquí? ¿Qué es lo que se nos viene encima? –dijo la Nodriza-, dirigiéndose a ella-. ¿Por qué habían de ser estos niños tan culpables como su padre? ¿Por qué los tratas como a enemigos? ¡Oh mis pequeños, tiemblo sólo ante la idea de que os pase algo!

Las mujeres que habían servido en la casa, se habían ido reuniendo ante la puerta. La más anciana, como de costumbre, parecía ostentar la representación de las demás. 

-Hemos oído los gritos de Medea, siempre insatisfecha, Nodriza; nos preocupan los sufrimientos del hogar al que ya nos unen lazos de afecto.

-Aquí ya no hay un hogar; todo se ha perdido –dijo la Nodriza-. A Jasón le retiene el lecho real y ella, encerrada en la cámara conyugal, no acepta el consuelo ni la palabra de ningún ser querido.

-¡Que me atraviese la cabeza un rayo del cielo! –gritó de pronto Medea, desde la casa, al margen de la conversación que no había escuchado-. ¿De qué me sirve ya vivir? ¡Ay, si pudiera deshacerme de esta odiosa vida; abandonarme a la muerte!

-¿No habéis oído, oh Zeus, y tú, Tierra, y tú Luz, los gritos que en su desgracia hace resonar la esposa? –gritó la Anciana principal, levantando la mirada al cielo. Tras unos instantes de silencio, se volvió hacia la puerta, dirigiéndose a Medea. -¿Qué deseo te empuja –le dijo-, al horrible lecho mortuorio? ¿Te has vuelto loca? Adelantarás el fin de tu vida. No pidas una cosa así. Si tu esposo venera un nuevo lecho, no te lances así contra él. Zeus defenderá tu causa.

-¡Oh gran Zeus, y tú, augusta Artemisa -continuó Medea, ajena a las palabras de la Anciana-. ¿No veis como estoy sufriendo, yo, que con fuertes juramentos me uní a mi execrable esposo? ¡Ojalá pudiera verlos, a él y a su jovencita, hechos pedazos bajo las ruinas de su propia casa! ¿Cómo se han atrevido a injuriarme así? ¡Oh, padre mío; oh, mi ciudad, de la que me alejé con vergüenza después de matar a mi hermano…

-¿La estáis oyendo? –intervino de nuevo la Nodriza-; invoca a Artemisa, la benefactora y a Zeus, que garantiza los juramentos. Yo creo que ya falta poco para que mi señora ponga fin a su cólera.

-Debería venir con nosotras –respondió la Anciana-, y escucharnos para calmar el peso de su cólera y su obstinada alma, que, sin duda, mi afecto amistoso no le faltará. Entra en la casa, amiga, y haz que venga aquí recordándole los lazos de nuestra amistad. Apresúrate, antes de que haga daño a toda la casa, porque así suele expresar su dolor.

-Está bien –respondió la Nodriza-, aunque temo que no lograré que cambie; lo hago sólo por vosotras, porque he visto su mirada de leona enfurecida, cuando uno de los servidores se acercó demasiado para hablarle.

Después se alejó murmurando para sí: Los hombres de antaño, alegraban banquetes, festines y cenas con canciones, y así encontraban la alegría de vivir, pero nunca supieron poner fin a las penas lúgubres con ayuda de la música, cuando muertes y terribles infortunios hacen vacilar los hogares; sería mucho más provechoso para las gentes poder remediar el dolor con cantos. 

-Oigo palabras confusas -dijo la Anciana-, como si se lamentara, la infortunada. Pero sé que grita su dolor por la aflicción que le provoca el traidor que dormía en su lecho; ese hombre perjuro. Terriblemente ultrajada, invoca a Artemisa, valedora de los juramentos, que la trajo a esta tierra, a través de un mar oscuro y por el estrecho que se abre sobre la inmensidad salina de colosal extensión.

Medea apareció retadora ante la puerta de la casa.

-Mujeres de Corinto –empezó con tono firme-. Ciertamente, es necesario que el extranjero cree lazos en la ciudad que lo acoge, y yo nunca he dado la razón al ciudadano que en su arrogancia, se hace odioso a sus conciudadanos a los que prefiere no conocer. Pero ahora, este acontecimiento inesperado que ha caído sobre mí, me ha destruido completamente. Estoy perdida. Ya no siento el placer de vivir y, quiero que sepáis, amigos, que aquel que representaba todo para mí, se ha convertido en el más abyecto de los hombres… se trata de mi esposo…

Escuchadme bien –añadió, después de respirar hondo, con la mirada perdida-, porque quiero deciros algo muy importante: De todos los seres vivos dotados de pensamiento las mujeres somos la más desgraciada de las especies. En primer lugar, nos vemos obligadas –¡y a qué precio!-, a comprar un marido para hacerle dueño de nuestro cuerpo, y eso, sin saber si el comprado será un malvado o un hombre de bien. Además, es mal considerada la esposa a la que se repudia, siendo así que ellas no tienen ni la menor posibilidad de rechazar a un esposo. 

Después, una vez instalada en la casa del marido, la mujer descubre hábitos y costumbres que no sospechaba. Tendríamos que haber nacido adivinas, pues salimos de la casa de nuestros padres sin saber nada, para vivir con aquel con el que compartimos el lecho. Y si salimos airosas de esta tarea y el esposo vive con nosotras, llevando el yugo sin quejarse, entonces, nuestra existencia es envidiable. Pero de no ser así, no nos queda otra cosa que entregarnos a la muerte. Por otra parte, el hombre que ya no soporta a los que viven en su casa, sale fuera de ella y rápidamente pone fin a su desagrado, pero nosotras –no puede ser de otra manera-, sólo tenemos un ser al que dirigir la mirada. Se dice, también, que llevamos una vida sin riesgos dentro de nuestras casas, mientras que los hombres afrontan la lucha con las armas; ¡qué erróneo razonamiento! ¡Yo preferiría combatir tres veces antes que dar a luz, una sola!.

Guardó silencio unos instantes para recuperar el aliento, y después se dirigió a la anciana que hablaba en nombre de las demás mujeres. 

–La diferencia– le dijo –es que tú y yo no hablamos de lo mismo, aunque lo parezca. Tú vives en tu propia ciudad, donde también tienes la casa de tu padre y dispones de medios de existencia y amigos que frecuentar. Pero yo, que estoy sola, que soy apátrida, y que fui arrancada como un botín de mi tierra bárbara, sufro ahora el ultraje de un hombre, y no tengo madre, ni hermano, ni siquiera, padre, junto a los cuales echar el ancla en este marasmo. Debes saber que la mujer, en general, es muy miedosa y pierde sus posibilidades si debe enfrentarse a la violencia o a las armas. Pero si es atacada injustamente en su vida conyugal, no hay alma más mortífera. Así pues, amiga mía si descubriera un medio, una estratagema para hacer pagar a mi esposo la contrapartida de mis sufrimientos, ¿sabes qué sería lo único que querría obtener de ti? Tu silencio.

–Guardaré silencio, pues me parece justo que castigues a tu marido, Medea… ¡espera! –se interrumpió-; veo acercarse a Creón, por el camino.

Efectivamente, a grandes zancadas, Creón se aproximó a Medea.

–¡Tú -gritó sin mediar saludo, ni ninguna otra señal de reconocimiento,– con esa cara de entierro! Tú, la que desafías a tu marido! Lo he decidido; ¡vete! ¡Fuera de mi tierra! ¡Vete al exilio y llévate a tus hijos; sí, a los dos! ¡Y de inmediato! He venido hasta aquí para hacer ejecutar esta orden y no volveré a mi casa sin haberte visto fuera de los límites de mi territorio.

–¡Ay, dioses! ¡Me quieren destruir. ¡Qué miseria la mía; me matan! –gritó Medea, hasta quedarse sin aliento–. ¡Mis enemigos se mueven contra mí! ¿Dónde refugiarme para escapar a esta maldición? Pero –añadió en tono completamente sereno, volviéndose hacia Creón-; te lo preguntaré de todos modos, por muy afligida que me encuentre: ¿por qué me echas de tu tierra, Creón?

–Porque me das miedo… no tengo que buscar más pretextos… Temo que hagas a mi hija un daño del que nunca se repondría. Y tengo muchas razones para temerlo; eres hábil por naturaleza para cometer maldades. Sufres por haber sido excluida del lecho de tu marido y he oído decir que amenazas –sí, me lo han dicho-; que amenazas al padre, a la hija, y al marido. Me protejo, pues, antes de tener que sufrirlo. Prefiero ser detestado por ti, mujer, antes que ceder y luego tener que lamentarme.

–¡Ay, ay! –gimió Medea-. No es la primera vez ahora –dijo con la voz contenida–, sino que ha habido muchas, Creón, en que mi fama me ha hecho daño y me ha causado males irreparables. Es la suerte que me ha tocado, pues mi saber me hace odiosa para unos y hostil para otros. Pero ¿es tan grande el saber que poseo? Tú desconfías de mí y temes sufrir alguna maldad. Pero yo no tengo intención de… -no te pongas a temblar ante mí, Creón-, no tengo intención de enfrentarme a hombres poderosos. Porque, ¿qué daño me has causado tú? Has entregado a tu hija al que el corazón te ha indicado… pero… ¡es que es mi marido!, y es a él a quien odio. Pero permíteme vivir en esta tierra. Aunque soy víctima de prejuicios, guardaré silencio, porque los que tienen la fuerza, tienen la razón.

–¡Qué dulce me resulta oír esas palabras! –Dijo Creón muy sorpendido-. Aunque en mi fuero interno, temo que estés meditando algún mal, porque estás llena de odio.

Se produjo un inesperado y breve silencio, tras el cual, repentinamente, Creón, como si hubiera recapacitado, estalló: –Pero ¡vete de aquí inmediatamente! ¡Se acabaron los discursos! Está decidido de una vez por todas, y ningún artificio logrará que te quedes con nosotros, puesto que me eres hostil.

Medea cayó de rodillas, abrazándose a las piernas de Creón, que nerviosa e inútilmente, intentaba desprenderse de ella. 

–¡No! –gritó entre lágrimas–, te lo suplico en nombre de la recién casada… de tu hija…
–¡Hablas en vano, porque nunca podrás convencerme!
–¿Me echarás sin escuchar mis ruegos?
–Sí, porque amo a mi familia.
–Oh, Zeus, espero que no se libre el responsable de mis males…
–¡Vete ya, loca, y deja de inquietarme…
–Pero soy yo quien se inquieta y quien no deja de sufrir…
–¡Mi escolta se encargará de expulsarte por la fuerza! –añadió Creón haciendo un gesto a la guardia que lo acompañaba, que avanzó inmediatamente hacia Medea.
–¡No, eso no! Creón, te lo ruego...
–Quieres crearnos dificultades, ¿no es así, mujer?
– Iremos al exilio; mis súplicas no eran para evitarlo…
–Entonces –respondió Creón, muy nervioso–, ¿por qué te resistes y no abandonas ya el reino?
–¡Permite que me quede un solo día; sólo hoy! He de pensar en cómo organizar mi exilio y asegurar la subsistencia de mis hijos, ya que su padre no ha pensado en absoluto en remediar su suerte.
–Debes saber que mi poder no tiene nada que ver con una tiranía –respondió Creón ablandado por las palabras de Medea–, aunque la indulgencia me ha atraído muchos inconvenientes. Ahora también, veo que me voy a equivocar… y aun así, tendrás lo que deseas… ¡Pero te lo advierto, si cuando salga el sol el próximo amanecer, te ve dentro de los límites de mis territorios, morirás! ¡Te lo digo sin rodeos! –Y esto es tan cierto para ti como para tus hijos-, añadió mientras se alejaba.

Las mujeres vieron cómo Medea caía, abatida, sobre sus rodillas.

-¡Oh, tú, rendida por el sufrimiento, qué camino tomarás? –le dijo la anciana acercándose a ella-. ¿Quién te acogerá? ¿Hallarás una casa o una tierra que te libre de la desgracia? ¿En qué marea de males imparables te has enredado, Medea?
–Mi desgracia está en todas partes, ¿quién puede negarlo? –Guardó un largo silencio meditativo. Después, cuando levantó la cara hacia las mujeres; sus ojos aparecían encendidos de cólera: –¡Pero no! –gritó–; ¡en absoluto! ¡No creáis que esto se va a quedar así! Esos recién casados corren gran peligro; a esa familia le esperan sufrimientos, y no de los menores. ¿Crees tú que yo habría halagado a ése –señaló hacia el lugar por donde se ha ido Creón–, si no tuviera previsto sacar alguna ventaja de ello? Me ha concedido quedarme un día; justo el tiempo para matar ordenadamente a mis tres enemigos: al padre, a la jovencita y al marido… ¡el mío!-. Guardó silencio de nuevo para recuperar el aliento.

–Dispongo de varios medios para matarlos –continuó-, aunque todavía no sé cómo proceder, amigas. No sé si quemar la morada nupcial, o si clavarles una afilada espada en el hígado, en su mismo lecho. Aunque creo que lo mejor será emplear un medio indirecto; uno en el que soy más experta: matarlos con veneno. Pero si la mala suerte viniera irremediablemente a evitarlo, yo misma cogeré el puñal y, aunque tenga que morir, los mataré empleando toda la fuerza que pueda sacar de mi audacia. –Subió el tono. –¡No, por la divinidad a la que venero por encima de todo y a la que he elegido para que me ayude; tú, Hékate –diosa de las encrucijadas–, que resides en la intimidad de mi hogar: ¡Que ninguno de ellos pueda alegrarse de haber afligido mi corazón! Convertiré esa boda en algo lamentable y amargo, tan amargo como mi exilio. ¡Adelante pues!, ¡no les ahorres nada de lo que sabes hacer, Medea!

Hékate. La Encrucijada. Kinsky, Praga

–Es evidente –respondió la anciana–, que, a pesar de que las divinas aguas sólo descienden por las pendientes, la Justicia y el Universo van arriba y abajo sin sentido. Los hombres no son más que inventos engañosos y la fe en los dioses se ha desvanecido, pero con el tiempo, las opiniones cambiarán y mejorará el concepto de las mujeres. ¡Nunca más nos afectarán las opiniones maldicientes sobre nosotras! 

Tú, Medea, abandonando el techo paterno, te embarcaste, con el corazón enloquecido, superaste los temibles arrecifes gemelos y hoy te encuentras en suelo extranjero. Tu esposo te ha abandonado, ¡desgraciada! y te vas al exilio deshonrada, porque se ha perdido el respeto a los juramentos en la vasta Hélade.

Por el extremo del camino apareció Jasón caminando muy deprisa. Con gesto furibundo se aproximó a Medea.

–¡No, no es la primera vez que me he dado cuenta de lo intratable que es tu temperamento, contra el cual no hay nada que hacer! Podías vivir en esta tierra bajo tu propio techo, si aceptaras las decisiones de los que son más poderosos que tú, en lugar de hacer que te expulsen del reino. A mí no me conmueven tus palabras, pero lo que has dicho del rey, merece que te castiguen con el exilio. Yo he tratado siempre de frenar la cólera de la familia real, porque mi propósito era que permanecieras aquí. Pero no has renunciado a tus locuras y has seguido denigrando a los soberanos. ¡Por eso es por lo que te echan del reino!- Guardó silencio unos instantes para observar a Medea, que permaneció en silencio–. De todas formas –continuó–, si estoy aquí, es porque no he renegado de mis seres queridos y porque me preocupo de tu suerte, mujer; intentando que no tengas que marcharte sin medios, y que nada os falte, ni a ti ni a los niños. El exilio arrastra consigo muchos males, y debes saber que, aunque tú me odies, yo nunca podría desearte mal alguno.

–¡Oh. dioses –interrumpió Medea inesperadamente–, eres el mal absoluto! ¡Es lo único que se me ocurre para calificar tu indignidad! ¡Y vienes a verme ahora, tú que te has convertido en mi peor enemigo! Has hecho bien en venir, pues mi corazón descansará despreciándote y va a ser duro para ti tener que escucharme. Pero me remontaré al principio… 

Jasón cambió de postura simulando que se disponía a esperar pacientemente. 

-Sí –continuó ella–, empezaré por recordar que yo te salvé la vida, y eso lo saben todos los helenos que navegaron en Argo. Te mandaron para poner bajo el yugo a los toros que lanzaban fuego, y matar al Dragón que retenía el Toisón de Oro. Yo misma lo maté, conquistando para ti la luz salvadora… Después, traicionando a mi padre y a mi casa partí a tu lado; ahora sé que estaba demasiado sometida a la pasión para reflexionar. Además hice morir a Pelias con la más dolorosa de las muertes que existe, por mano de su propias hijas, pero con mi acción alejé de ti el peligro. Y tú, por quien hice todo esto, tú, el más grande de los traidores, te regalas un nuevo lecho nupcial… ¡a pesar de que tenemos hijos!, porque si no los tuvieras, se te perdonaría el buscar un nuevo matrimonio a cualquier precio. Ahora ya no sé qué pensar, pero sé que conscientemente has incumplido tu juramento y eso no puede quedar impune.

Jasón y Medea – Ιάσων και Μήδεια, se dan la mano derecha –dextrarum junctio–, gesto que simboliza el matrimonio. Sarcógafo romano posterior al siglo II.

Lanzó un agudo gemido y miró su propia mano, como si quisiera retener el impulso de golpear con ella. –Oh, Dios!- gritó.-. Mi mano derecha, que tantas veces estrechaste! ¡Cuántas veces te he suplicado en vano y cuántas has decepcionado todas mis esperanzas!

Jasón se había quedado paralizado como una estatua de mármol. Medea lo miró y, de un instante al otro adoptó un gesto casi afable.

–En fin –continuó–, actuaré como si fueras un amigo. Me voy a poner de acuerdo contigo… Ante toda la Hélade me has presentado siempre como a una mujer satisfecha. ¡Qué admirable esposo tengo, y qué gran fidelidad a una mujer tan desgraciada como yo! Pero ahora voy a ser expulsada de este país, privada de amigos, sola, y con dos hijos que también quedan solos. ¡Qué hermoso título de gloria para ti, dejar errar como mendigos a tus hijos y a mí, que te salvé!-. Volvió el rostro hacia el cielo con un gesto que mostraba el colmo de la desesperación. –¡Oh, Zeus!, –exclamó como si le hubieran abandonado las fuerzas–, ¿por qué has dado a los hombres sabiduría para distinguir el oro verdadero del falso, mientras que en los hombres no has puesto ninguna señal que identifique su perversidad?

–Creo –empezó a decir Jasón como saliendo de su perplejidad–, creo que, ya no como buen orador, sino como buen piloto de nave, debo desplegar velas y escapar de la locuacidad que te ha atacado, mujer. Pero, no sin decirte que, a pesar de que tanto te envaneces de tus buenas acciones, fue Cyprys quien puso a salvo mi expedición marítima. Sí, sólo ella. Es cierto que posees un espíritu sutil, pero no quieres admitir que fue Eros quien te empujó a salvarme… Pero no me retrasaré con más precisiones sobre esto, aunque reconozco que, en cierto modo me fuiste útil, y eso no está mal. Pero al hacerlo sacaste muchas más ventajas de las que tú nunca me has proporcionado y me explicaré claramente. En primer lugar, vives en tierra helena y no en un país bárbaro, y aquí has descubierto el imperio de la justicia y la utilidad de las leyes, en lugar de la arbitrariedad y la fuerza. Cierto que todos los helenos reconocen tus virtudes y que te has forjado un halo de prestigio, pero si hubieras seguido viviendo en los confines del mundo, nadie habría hablado nunca de ti. Y esto es lo que yo tenía que decir sobre las pruebas que yo también he sufrido. 
Pero este debate lo has provocado tú, y acerca de los muchos reproches que me has hecho sobre mis bodas reales, te demostraré que al aceptarlas, en primer lugar, he sido hábil, pero además, he actuado con buen sentido, porque te amo y también amo a mis hijos. 

Medea hizo ademán de contenerse, como si no pudiera evitar saltar sobre Jasón. 

-¡Calma! –gritó él– y oye lo que quiero decirte. Cuando abandoné Yolcos y emigré hasta aquí, traía a la espalda muchas desgracias y carencias. ¿Qué mejor fortuna; sí, fortuna, para mí, el exiliado, que casarme con la hija del rey? No es –y eso es lo que te hiere–, por odio hacia ti. Yo no estaba ciego por el deseo de una nueva esposa ni tampoco quería satisfacer a cualquier precio la ambición de tener muchos hijos, pues es suficiente con los que ya han nacido. He hecho todo esto –y es lo que verdaderamente importa–, para que vivamos mejor, y no en la indigencia, porque he visto que los pobres son rechazados en todas partes. Quería educar a mis hijos de una forma digna de mi casa, dándoles a otros como hermanos, para que todos estén a la misma altura. Mi proyecto era asegurarme una vida feliz, reuniendo a toda mi familia. Sé que habrá alguien que diga que es una mala decisión; pero tú no lo dirías, si la cuestión del lecho nupcial no te importara tanto –sonrió con ironía–, pero las mujeres estáis dispuestas a no sentiros nunca satisfechas y consideráis las disposiciones más ventajosas y apropiadas como las más hostiles. Estoy convencido de que los mortales deberían disponer de otro medio para tener hijos sin necesidad de que hubiera mujeres en la humanidad.

–Un discurso bien hilado, Jasón –intervino la Anciana–. Sin embargo, yo considero –aunque te contradiga–, que no pareces actuar conforme a la justicia traicionando a tu esposa.

–¿Verdaderamente –interrumpió Medea–, estoy tan en desacuerdo con la mayor parte de la gente? Porque para mí, cualquiera que siendo injusto, aunque sepa manejar las palabras a su favor, merece el castigo supremo. Imaginando que disimula la injusticia con palabras, se atreve a actuar mal, cuando, a pesar de todo, eso no es lo más inteligente. No vengas ahora –dijo mirando a Jasón–, a mostrarte ante mí bajo tu mejor imagen y como si fueras hábil para discurrir. Si no fueras en realidad, un malvado, ya antes, y no después de acordar ese matrimonio, habrías venido a convencerme de que tiene buen fundamento para ti, ya que no lo tiene para los que te aman.
-¿Cómo ibas a reaccionar bien, si te hubiera hablado del matrimonio, tú, que ahora mismo no eres capaz de calmar tu resentimiento?
-¡Oh, no! Nada te habría impedido actuar igual, porque el lecho de una bárbara no te aportaría más que una vejez sin gloria.
-Entérate bien, de una vez por todas: no ha sido por el deseo de una mujer por lo que he entrado en el lecho nupcial que ahora tengo, sino, como acabo de decirte, lo hice porque quería salvarte, a ti y a mis hijos, y darles a príncipes como hermanos para reforzar mi familia.
-¿A mí? ¿Una vida feliz que me aflige y una prosperidad que me destroza el corazón?
-Si quisieras, sabrías mostrarte más sensata. 
-¡Vete, insolente! Tú eres el que está protegido, pero yo, abandonada a mi suerte, abandonaré de este país.
-Tú misma eliges esa suerte, no intentes a acusar a nadie más.
-¿Qué te he hecho? ¿He tomado yo una mujer? ¿Te he traicionado?
-Has lanzado imprecaciones sacrílegas contra los soberanos.
-¡Exactamente! ¡Es tu nuevo hogar el que maldigo!
-¡Se acabó! No proseguiré esta discusión. Si quieres disponer de mis bienes para tu mantenimiento y el de tus hijos, o para el exilio, dilo ya. Has de saber que estoy dispuesto a dar sin medida y hacer llegar muestras de agradecimiento a los que te van a acoger, para que te traten bien. Si rehúsas, actuarás como una loca, pero si renuncias a tu resentimiento, disfrutarás de las mejores condiciones.
-No, no podría volver con esos anfitriones, que son de los tuyos, ni recibir nada. No me des nada. Las dádivas de un hombre deshonesto no tienen utilidad.
-Yo, al menos, pongo a los dioses por testigos de que quiero hacer todo lo posible para ayudaros, a ti y a los niños, pero a ti, lo que es bueno, no te basta; con tu arrogancia apartas a tus amigos y por todo eso sufrirás mucho más.
-¡Vete! Es el deseo de tu nueva esposa lo que te reclama. Ve a hacer de recién casado. Puede que –y creo que esto lo digo bajo inspiración divina-, esta forma de casarte, te lleve a rechazar el matrimonio.

Sin decir una palabra más, Jasón se alejó con un profundo sentimiento de impotencia.

-Cuando la pasión amorosa interviene en exceso, no aporta ni juicio recto, ni virtud a los hombres. –Dijo la Anciana a modo de conclusión-.¿Hay una prueba peor que ser exiliada? Medea, te hemos visto y no hace falta que nadie nos cuente la historia de tu vida. No han tenido piedad de tu sufrimiento; del más indigno de los sufrimientos. 

Medea, que miraba al vacío sobre el camino por donde se había marchado Jasón, mostró un gesto inesperadamente ilusionado. 

-¡No es posible!- exclamó, Egeo viene a visitarme!

-Alégrate, mujer, que es la forma más hermosa de recibir a los amigos.
-Alégrate tú también, Egeo –respondió Medea-. ¿De dónde vienes? ¿A qué se debe tu venida?
-Vengo del santuario del oráculo de Apolo.
-¿Y a qué fuiste al ombligo profético de la tierra?
-Por los hijos que me gustaría tener.
-¡Por los dioses! ¿Todavía no tienes hijos?
-No, algún dios lo habrá decidido.
-¿Tienes esposa? ¿O quizás aún no has conocido la vida del matrimonio?
-Sí, comparto un lecho conyugal.
-Y ¿qué ha dicho Apolo sobre el asunto de los niños?
-Palabras demasiado sabias para que un hombre como yo pueda interpretarlas.
-¿Sería una impiedad que me dieras a conocer el oráculo?
-No, no, estoy seguro. Pero hace falta un espíritu verdaderamente sabio para descifrarlo.
-Pero ¿ entonces qué ha dicho? Dilo, si es que yo puedo escucharlo.
-Que no saque el pie del odre…
-¿Antes de hacer qué o de entrar en qué país?
-Antes de volver al hogar de mis antepasados. 
-Y qué necesidad tenías de venir aquí?
-Un cierto Piteo príncipe del país de los trecenos… Un hombre de los más piadosos…
-Ciertamente es un sabio en este género de enigmas. ¡Muy bien! ¡Ojalá puedas conocer una suerte feliz y obtener de ella lo que deseas tan ardientemente!

Sólo entonces, Egeo se dio cuenta del lastimero aspecto que mostraba Medea.- Pero, le preguntó preocupado- ¿por qué tienes esa mirada y ese rostro tan tristes?-,.
-Porque tengo el más inicuo de los maridos.
-Pero ¿qué dices? Explícame claramente lo que te aflige.
-Jasón me ha hecho mucho daño… sin que yo le haya dado el menor motivo.
-¿Qué es lo que ha hecho exactamente?
-Tiene una mujer a la que trata como dueña de la casa, ocupando mi lugar.
-No. No es posible que se haya atrevido a realizar un acto tan vergonzoso.
-Debes saberlo; yo, que antaño le fui tan querida, ya no valgo nada,.
-¿Se ha enamorado, o es que detesta tu amor?
-Se ha enamorado, y se ha mostrado incapaz de mantenerse digno de mi confianza.
-¡Qué mal asunto!
-Se ha enamorado para sellar una alianza con el tirano Creón, el amo de la tierra de Corinto.
-¡Oh, comprendo la razón de tu pena, mujer…
-No podré soportarlo. Y eso no es todo; Creón me ha expulsado del país.
-¿Y Jasón está de acuerdo? 
-Si le oyes hablar no lo parece, pero lo acepta sin declararlo. Egeo –dijo acercándose a su amigo-, como una suplicante, apiádate de esta infortunada. No permitas que me vea como una exiliada entregada a la soledad. Acógeme como huésped en tu país y tu casa y yo procuraré que los dioses concedan tu ardiente deseo de tener hijos, porque conozco el remedio que necesitas.
-Por muchas razones, estoy dispuesto, mujer, a concederte lo que me pides. Primero, por cumplir las leyes de los dioses y después, por los hijos que me prometes que voy a tener. En cuanto a ti, si vienes a mi país, haré cunto sea necesario para protegerte. Es todo lo que tengo que anunciarte, mujer. No me atrevo a sacarte de esta tierra yo mismo, pues no quisiera desairar a mis anfitriones, pero si tú te presentas en mi casa, permanecerás allí, inviolable, y no te entregaré a nadie.
-Así sea. Pero si me das alguna garantía de este compromiso, me sentiría mucho más asegura.
-¿No confías en mí?
-¡Sí confío! Pero la casa de Pelias me es hostil y también Creón. Si se proponen sacarme de tu casa y tú estás ligado por un juramento, no les permitirás hacerlo. En cambio, si sólo te comprometes con palabras, sin poner a los dioses por testigos, te convencerán fácilmente. Yo me encuentro en una posición débil, mientras que ellos están colmados de bienes y pertenecen a familias reales.
-¡Cuánta previsión en tus palabras, mujer! Si eso es lo que quieres, no me negaré a cumplir tu deseo. Dime sobre qué dioses quieres que jure.
-Jura por Gea, la Tierra, y por Helios, el Sol, padre de mi padre, asociando a ellos a toda la familia de los dioses.
-Pero ¿qué juro; hacer o no hacer, qué?
-Que nunca me expulsarás de tu tierra y que si alguno de mis enemigos pretende sacarme de allí, no podrá hacerlo.
-Juro por Gea y por la brillante luz de Helios y por todos los dioses, que cumpliré lo que me dices.
-Bien, y si no mantuvieras tu juramento, ¿qué castigo soportarías?
-El que reciben todos los mortales perjuros.
-Vuelve feliz a tu camino; todo está bien así. Yo llegaré a tu ciudad lo antes posible, en cuanto haya llevado a cabo algo que me he propuesto hacer.
-Me voy con tu beneplácito –dijo Egeo, dirigiéndose al camino por el que había llegado.

-Ojalá que el hijo de Maya, señor de los viajeros, te ayude a llegar a tu casa y te otorgue pronto lo que tanto deseas, Egeo, porque has mostrado tener un noble corazón –dijo la Anciana, a modo de colofón. Medea se acercó a ella.

-Ha llegado la hora de exponerte mis planes –Dijo Medea a la Anciana-; prepárate a no escuchar nada que signifique alegría.  Enviaré a uno de mis servidores a casa de Jasón para pedirle que venga a visitarme. Le diré que lo apruebo todo y que tiene derecho a contraer un matrimonio real y que quiero que mis hijos se queden aquí con él. ¡No! –añadió al ver el gesto sorprendido de la anciana-. No tengo la menor intención de abandonarlos en un país hostil; no es más que una trampa, porque yo… voy a matar a la hija del rey. –Hizo una pausa para observar la reacción de la anciana, y después continuó-: Los mandaré a casa de esa mujer con algunos regalos; un velo y de una maravillosa corona de oro; si la coge y se la pone, morirá de forma atroz, igual que todo aquel que la toque a ella, porque en unos instantes quedará impregnada de venenos mortíferos. 

Guardó un breve silencio y su cruel sonrisa se borró, dando lugar a una intensa tristeza.

-A los niños, los mataré yo misma. Es el medio del que dispongo para arruinar la casa de Jasón para siempre–. De nuevo cambió el gesto, asumiendo una mirada entre cruel y afligida-. ¡No permitiré que mis enemigos se burlen de mí! Yo no tengo patria, ni hogar, ni refugio contra la desgracia… Me equivoqué el día que abandoné la casa de mis antepasados, confundida por el amor de este hombre; ¡por un heleno!. Él debe ser castigado para que yo sea vengada, con la ayuda del dios. ¡Juro que no volverá a ver a los hijos que tuvo de mí; nunca más… con vida! Y tampoco engendrará otros de su joven esposa, porque ya la muerte va a apoderarse de su destino.

-Ahora que me desvelas tus designios –dijo la Anciana, reponiéndose de su asombro-, cumpliendo las leyes humanas, debo impedirte que los lleves a cabo.

-Ya no podrás evitarlo –contestó Medea mientras se alejaba-. Tú tienes razones para hablar así, porque no has sido maltratada como yo.
-Pero ¿Te atreverás a matar a los que has llevado en tu seno? –gritó la Anciana en un último intento-. ¡Serás la más desgraciada de las mujeres!
-¡Hemos terminado de hablar! –Respondió Medea, con un tono que ya no admitía réplica. Después se volvió hacia la Nodriza, que había salido de la casa alarmada por los gritos: ¡Vamos –le gritó-, ve a buscar a Jasón!
-¡Con todas mis fuerzas te suplico que no asesines a tus hijos! –Rogó la Anciana una vez más-. ¿Cómo pòdrías seguir viviendo después?


Sonoras pisadas se acercaban por el camino, por el que apareció Jasón, que, sin más preámbulos se acercó a Medea.

-Escucharé lo que todavía quieras pedirme, mujer. -Dijo secamente.

-Sólo te pido que seas indulgente con mis deseos –dijo Medea con tono muy humilde, pero Jasón guardó silencio y ella continuó: -Después de reflexionar, he vuelto en mí, y me he reprochado haberme comportado como una enemiga con los soberanos y contra ti. Al enfrentarme a vosotros he comprendido que estaba actuando con mucha imprudencia y que me enfurecía en vano. Sí, ahora te comprendo y pienso que has dado prueba de sentido común al optar por esa alianza. ¡Soy una insensata! Pero tú no deberías imitar mis maldades ni responder a mis infantilismos con más infantilismos. Cedo y afirmo que estaba loca, pero ahora he tomado la mejor resolución. 

Después se volvió hacia la casa y gritó:

 -¡Oh, pequeños, pequeños, vamos! No permanezcáis ahí dentro; salid. 
-Besad a vuestro padre-, les dijo, cuando salieron en compañía del preceptor.-Ha llegado el momento, para mí, de hacer la paz, y mi cólera se ha calmado en el momento en que he renunciado finalmente a las diferencias con vuestro padre.

-Estoy de acuerdo, mujer –dijo Jasón, condescendiente-, y no te guardo rencor por tu anterior reacción, porque acabas de reconocer –aunque has tardado mucho-, la causa de mi decisión. Tal es la actitud de una mujer con buen sentido. –Se volvió hacia los niños. -En cuanto a vosotros, hijos míos, no ha sido sin reflexión como vuestro padre, con ayuda de los dioses, ha asegurado ampliamente vuestra protección. Así pues, ¡creced!, que de todo lo demás se ocupará vuestro padre y los dioses que le son favorables. ¡Ah! ¡Cómo quisiera veros llegar al término de la juventud resplandecientes y más fuertes que mis enemigos!

De nuevo se dirigió a Medea.

-Pero ¿por qué se humedecen así tus ojos? ¿Por qué no acoges con más alegría lo que digo?
-Estoy preocupada por los niños.
-Ya te he dicho que tomaré buenas disposiciones para ellos.
-No pongo en duda tus proyectos, es que las mujeres lloramos por naturaleza.
-¿Y por qué te lamentas tanto por ellos ahora?
-Los señores de este reino han decidió exiliarme y es lo mejor; lo reconozco, para que mi presencia no os moleste, ni a ti ni a ellos. Abandonaré este país, pero mis hijos… pide a Creón que no los expulse del reino,  para que se eduquen bajo tu autoridad.
-No estoy seguro de convencerle, pero lo intentaré.
-Si tú no puedes, ordena a tu esposa que se lo pida a tu padre.
-Desde luego. Aunque creo que podré convencerle yo mismo.
-Para apoyar su decisión, yo también tomaré parte en este negocio; le enviaré regalos que, desde lejos serán considerados como los más bellos que existen en el mundo; y serán los niños quienes se los llevarán. ¡Vamos! –gritó inesperadamente, mirando hacia la casa-, ¡que alguien traiga los regalos ahora mismo! –Y de nuevo se volvió hacia Jasón-: Ella poseerá el adorno que un día Helios, el Sol, el padre de mi padre regaló a sus descendientes. 

Apareció una esclava llevando los regalos. Medea se dirigió a los niños:
-Tomad estos regalos de boda, hijos míos, id a llevárselos a la feliz joven princesa; son regalos que no podrá desdeñar en absoluto.
-Es una locura –dijo Jasón-, que te deshagas de esos recuerdos familiares. Mi esposa ya tiene todo lo que desea.
-Se dice que los regalos convencen incluso a los dioses y el oro es más poderoso que una infinidad de palabras para los mortales. Y además, a cambio del exilio de mis hijos, yo daría mi vida, no solamente estos valiosos objetos. 
De nuevo se dirigió a los niños.
-Hijos, cuando le ofrezcáis los regalos, suplicad a la nueva esposa de vuestro padre, que no os expulsen del país. Pero, ante todo, es preciso que se los deis en sus propias manos. Marchad, deprisa y traed a vuestra madre la feliz noticia que ella ha logrado vuestro perdón.

Acompañados por el preceptor, los niños desaparecieron por el camino. Jasón se fue tras ellos.

-Ahora ya no hay esperanzas de que los niños sobrevivan. –Se lamentó la Anciana saliendo de la casa-. Se dirigen a su muerte. Ella, aceptará los regalos, y con ellos –infortunada-, su desgracia. Y tú, Jasón, funesto esposo; inconscientemente has atraido la muerte sobre tus hijos y sobre tu nueva mujer, ¡y será una muerte horrorosa!

El preceptor y los niños volvían felices después de cumplir el encargo de Medea.

-¡Señora! –gritó el hombre apenas se aproximaron a la casa-: ¡Han liberado del exilio a tus hijos! Y en cuanto a los regalos, la joven princesa los ha tomado encantada de sus manos. Pero –añadió al observar la torva mirada de Medea-, ¿por qué te muestras confusa ahora que te llega la suerte? Tu reacción no tiene nada que ver con nuestras buenas noticias. ¿Te he anunciado alguna desgracia? 
-Has anunciado lo que has anunciado y no te lo reprocho.
-Pero, entonces ¿por qué  te pones triste y lloras gruesas lágrimas?
-Por la fuerza de las cosas que los dioses y yo hemos maquinado.
-Ten valor. Tú también, gracias a los niños, volverás un día a estas tierras.
-Antes haré descender a otros bajo la tierra, desgraciada de mí. Pero entra en la casa y prepara todo lo que los niños vayan a necesitar hoy.

El preceptor entró en la casa y Medea se puso a hablar alternativamente, a los niños y a la Anciana. La perplejidad era evidente en el rostro de los pequeños.

-Oh, mis niños; yo debo irme a otra tierra; al exilio. No podré preparar vuestras bodas y vuestro lecho nupcial blandiendo la antorcha. Ha sido en vano, pequeños, haberos criado, y en vano fue cuanto sufrí al alumbraros. ¡Cuántas esperanzas puse entonces, en que os vería acompañar mi vejez y mi muerte, y en que me enterraríais con vuestras manos, tal como lo desean todos los humanos, más que nada en la vida. Huérfana de vosotros dos, pasaré una vida que no será para mí, sino tristeza y sufrimiento. No volveréis a ver a vuestra madre con vuestros amantes ojos, vosotros, que vais a un lugar mejor. ¡Oh, dioses! ¿Por qué me miráis con esos ojos, hijos míos? ¿Por qué no sonreís una última vez?

–¿Qué puedo a hacer? –le dijo a la Anciana-. Me falta corazón, mujer, cuando veo la brillante mirada de mis hijos. ¡No! No podré. Lo olvidaré todo. Pero… ¿por qué, para que sufra su padre, he de sufrir yo dos veces más? ¿Qué me ocurre? ¿Me voy someter a sus burlas, dejando impunes a mis enemigos? ¡Que cobardía la mía, permitir que tan frágiles propósitos invadan mi espíritu! ¡Entrad en la casa, niños!

Paralizados por el temor, los niños no se movieron, pero Medea, ignorándolos, se dirigió de nuevo a la Anciana con tono muy arrogante.

–¡Por los genios vengadores del Hades bajo la Tierra, esto no quedará así! No permitiré que mis enemigos humillen a mis hijos. Ya no hay forma de volverse atrás, ni es posible escapar a todo esto. Ahora mismo, con la diadema en la cabeza, la joven princesa se consume entre los velos; lo sé muy bien. Yo voy a emprender el peor de los caminos y a ellos los enviaré a otro mucho más desgraciado… pero… quiero hablarles una vez más…

Como volviendo en sí, se dio cuenta de que los niños aún no se habían ido.

–Hijos míos –les dijo-, dad la mano derecha a vuestra madre, que desea estrecharos. ¡Cuánto amo vuestras manos, vuestra boca, cuánto! ¡Qué nobles rostros! ¡Qué hermosa presencia tenéis, hijos míos! Vuestro padre os ha robado la alegría. ¡Qué suave piel y qué dulce aliento tienen mis pequeños! Pero ¡marchaos, marchaos! –Ya no tengo fuerzas para mirarlos –se dijo-; he sido vencida por las desgracias. Soy consciente y lamento el daño que voy a hacer, pero mi furor es superior a mi voluntad y a mi amor herido.

-Creo –dijo la Anciana, como para sí misma-, que entre los humanos, aquellos que no han tenido hijos tienen mejor suerte que los que son padres. Los que no tienen hijos ni siquiera saben si sería mejor para ellos tenerlos o no; pero se ahorran muchos sufrimientos. Primero hay que educarlos convenientemente y después legarles medios para vivir. Además, ¿serán viles o valerosos? He aquí la incertidumbre. En cuanto a estos pequeños, ciertamente, sus padres han tenido medios para criarlos, han crecido, han alcanzado la juventud y se han mostrado muy valerosos. Pero aun cuando su destino se prometiera bueno, ahora, la Muerte los los espera camino del Hades; ¿para qué ha servido todo? 

-Estoy deseando saber lo que ha podido pasar–le dijo Medea. … pero, mira: veo acercarse a un Mensajero de la casa de Jasón. Su rostro demuestran que se trata de malas noticias.

–¡Has sido tú, Medea! –Gritó el hombre-. ¡Huye! ¡Huye! No rechaces carro ni navío! 
-¿Qué es lo que ha ocurrido que me obliga a escapar? –respondió Medea con gesto impasible.
-Ha muerto la princesa… ¡Acaba de morir! ¡Tan Joven! Y Creón, su padre, también ha muerto… ¡y todo a causa de tus venenos!
- Qué maravillosa noticia acabas de darme! ¡En adelante, te contaré entre mis bienhechores y mis amigos!
-Pero, ¿qué dices? ¿Estás loca, mujer? ¿te alegras con esta noticia? Lo que ha ocurrido ¿no te da miedo?
-¡Vamos! Supongo que no te vas a enfadar, puesto que eres un amigo. Dime, pues: ¿cómo han muerto?
-Cuando tus hijos llegaron con su padre a la residencia nupcial, estalló nuestra alegría, porque llevábamos mal tu desgracia. De boca en boca hicimos correr la noticia de que tú y tu esposo habías resuelto vuestras querellas. Besaban a los niños en las manos y en sus rubias cabezas. Y yo, sí, yo mismo, los seguí hasta el gineceo. La señora a la que ahora honramos en tu lugar, se dio la vuelta del horror que sintió al verlos, pero tu esposo acabó inmediatamente con la cólera y el mal humor de la muchacha, diciéndole: –“¡No, nada de hostilidad hacia los que amo! Dale una tregua al resentimiento. Considera como queridos a los que lo son para tu esposo; acepta los regalos y pide a tu padre que levante el exilio a los niños, por amor hacia mí.” 

Cuando ella vio los regalos, no se contuvo más y se puso de acuerdo con su esposo, y antes, incluso, de que el padre y los niños hubiesen salido del palacio, ella ya se había envuelto en el velo y se había puesto la corona de oro. Ante su brillante espejo se arregló el pelo y sonrió a la bella imagen inanimada de sí misma. Después se levantó y empezó a ir y venir caminando con gracia; no podía ser más feliz con aquellos regalos. Pero, de repente, algo atroz sucedió. Cambió de color; se dobló y volvió a atravesar la habitación en sentido inverso. Temblaba con todo su cuerpo y, a duras penas, se dejó caer en un sillón, faltando poco para que cayera al suelo. Entonces, una vieja sirvienta, creyendo ver la furia de Pan o de cualquier otro dios, decía a gritos una plegaria, hasta que vio que una espuma blanca salía de su boca, sus ojos se volvían y la sangre desaparecía de su cuerpo.

Al grito de la plegaria sucedió un inmenso lamento. Inmediatamente, uno corrió a las habitaciones del padre y otro a las del marido, para avisarles de la desgracia de la muchacha. Toda la casa resonó de idas y venidas. Poco después, la desgraciada recuperó la voz y abrió los ojos; se despertaba entre angustiosos gemidos. El dolor le atacaba doblemente; la diadema que ceñía su cabeza, lanzaba un increíble chorro de fuego que lo devoraba todo, mientras que el ligero velo, carcomía su blanca carne. Se levantó del sillón y huyó en llamas, sacudiendo su pelo e intentando quitarse la diadema, que permanecía fija en su cabeza, y cuando intentaba sacudirse el pelo, ardía doblemente. Después cayó al suelo, vencida por el dolor, ya completamente irreconocible, excepto para su padre, que, ignorante de la catástrofe, entró en las habitaciones y se lanzó sobre la muerta, estallando en lamentos y cubriendo su cuerpo de besos.

–“¡Oh, desventurada hija– dijo-: ¿qué dios es el que te ha matado de manera tan infame? ¿Quién ha dejado a un anciano camino de la tumba, huérfano de ti? ¡Oh, si pudiera morir contigo, hija mía!”

Cuando se agotaron sus lamentos y Creón quiso ponerse en pie, igual que la tierra  sujeta las raíces del laurel, estaba adherido a los ligeros velos. Fue una lucha espantosa; por más que intentó despegarse, fue inútil. Finalmente exhaló el espíritu, y allí yacen los dos; padre e hija juntos, provocando el llanto en toda la casa. 

Dicho esto, sin esperar respuesta, el mensajero abandonó la casa, sobre la que se hizo un pesado silencio.

-Amiga, -dijo Medea a la Anciana, rompiendo, como un rayo, el denso silencio-: mis planes están en marcha… mataré a mis hijos y huiré de esta tierra. No voy a permitir que mueran por una mano hostil, pero no tienen más alternativa que la muerte y ya que esto es así, yo misma lo haré, yo, que los traje al mundo.

¡Ánimo, corazón! –Continuó, como hablando para sí misma-. ¿Qué espero para realizar la horrible e inevitable tarea? Vamos, pobre mano mía, ¡toma el cuchillo! Atrévete a avanzar hacia esa lúgubre vida sin debilidad. No pienses en los niños a los que amas por encima de todo y a los que has traído al mundo; al menos en estos momentos; más tarde te abandonarás al llanto. Sí, aunque vayas a arrancarles la vida, han sido muy queridos, pero yo, ¡qué mujer más desgraciada soy! 

Dicho esto, entró en la casa y cerró las puertas.

La Anciana oyó gritos infantiles que procedían de la casa. -¡Oh, –exclamó–, desgraciada mujer de maldito destino!-, ¿entraré en la casa para impedir la matanza?

Mientras ella se debatía en la duda, apareció Jasón, corriendo por el camino.

-¡Dime, mujer, -gritó-, ¿está ella dentro de la casa? Dímelo. ¿Está dentro todavía Medea? ¿O ha escapado ya?, ¿se ha escondido bajo tierra?, ¿o ha volado por los aires para no pagar los crímenes que ha infligido a la familia real? ¿Cree acaso que ella, que ha matado al rey va a quedar impune en esta casa?

De pronto bajó la voz, muy inquieto, como si volviera en sí. 

–Pero no es ella la que me preocupa, sino los niños. Los que ha matado se ocuparán de ella, pero yo vengo por mis hijos, para salvarles la vida, para que la familia entera no se vuelva contra ellos, haciéndoles pagar el abominable crimen de su madre.

¡Pobre hombre! –Exclamó la anciana entre lágrimas-. No sabes en qué desgracia estás sumido, Jasón; porque si lo supieras, no habrías hablado como lo has hecho.

-¿Qué pasa? ¿Es que me quiere matar a mí también?
-No. Son tus hijos los que han muerto… a manos de su madre…
-¡Oh, cielos, ¿qué me dices? ¿Los ha matado…?
-Tus hijos ya no existen; es la verdad. Haz que te abran las puertas y lo verás tú mismo.

Jasón corrió a la casa, y se lanzó sobre las puertas, pero no podía abrirlas.

-¡Abrid inmediatamente! ¡Quiero ver mi doble desgracia; a ellos, que ya han muerto, y a ella, a la que castigaré.

Aún golpeaba la puerta, cuando apareció Medea sobre un carro tirado por un dragón alado. Se detuvo sobre la casa y Jasón pudo ver que llevaba consigo los cuerpos inertes de los niños.

Medea huye en el Carro de Helios. C. van Loo

-¿Por qué empujas esas puertas? –Preguntó Medea, sonriendo  con malignidad e ironía-. ¿Buscas a los muertos y a mí, que los maté? Si es a mí a quien buscas, habla, a no ser que quieras otra cosa, pero has de saber que tu mano no volverá tocarme, porque Helios, el Sol, padre de mi padre, me ha dado este carro para librarme de cualquier ataque.

-¡Oh mujer odiosa, la más execrada por todos los dioses, por mí, y por todo el género humano…! Te has atrevido a usar el hierro contra los hijos que tú misma trajiste al mundo… Me has matado, privándome de ellos… Y pensar que después de todo esto, aún contemplas el sol y la tierra, ¡tú, que has cometido el acto más impío!

Ahora lo comprendo todo; cuando permití que abandonaras tu palacio y tu bárbara tierra por un hogar heleno; tú, esa plaga, tú que traicionaste a tu padre y a la tierra que te alimentó! Los dioses han lanzado contra mí al genio que debía castigar tus crímenes, pues también mataste a tu hermano en la huida, embarcada en la nave Argo… Sí, así fue como empezaste. Te uniste a mí y trajiste dos hijos al mundo, a los que ahora has matado en venganza. Ninguna mujer helena se habría atrevido a hacer algo así. Esas mujeres a las cuales te preferí… pero me uní a una enemiga que ha causado mi perdición; con una leona, no con una mujer, pues eres más feroz que Escila la tirrena… 
Sé que no podré hacerte daño con reproches; ¡cuánta indecencia hay en ti! Pero corre a tu perdición, ¡infame asesina, manchada con la sangre de tus hijos! Yo no podré sino llorar mi destino, habiendo perdido a mi esposa y a mis hijos, a los que ya no podré hablar nunca…

-Tendría mucho que alegar a todo eso –respondió ella con tono casi frívolo-, si Zeus, padre del Universo, no supiera ya todo lo que obtuviste gracias a mí y cómo me has tratado después. No podía permitir que llevaras una vida agradable después de haberme deshonrado y haberme cubierto de vergüenza; ni tu princesa, tampoco, ni Creón, que te propuso ese matrimonio e iba a expulsarme impunemente de esta tierra. Siendo así las cosas, trátame de leona, o de Escila la tirrena, si eso te complace, pues te he destrozado el corazón, como era mi deber, y eso es lo único que deseaba.
-Tú también sufrirás tu parte en estas desgracias.
-Que esto quede muy claro para ti; acepto el sufrimiento, con tal de que tú no vuelvas a reír.
-Oh, mis pequeños, habéis tenido una madre perversa.
-Oh, mis pequeños, habéis muerto por culpa de vuestro padre.
-¡No he sido yo quien los ha matado!
-¡Pero sí tu desmesura y tu nuevo matrimonio! Están muertos y eso te perseguirá.
-Vivirán como demonios vengadores y crueles en tu mente.
-Los dioses saben quién ha causado este mal.
-Los dioses saben que tu alma es despreciable.
-Odio incluso tus amargas palabras.
-Y yo las tuyas; acabemos con esto.
-¿Cómo? ¿Qué tengo que hacer? Lo único que quiero es acabar con todo.
-Déjame enterrar sus cuerpos y llorarlos.
-¡Absolutamente, no! Yo los enterraré con mis manos y los llevaré al santuario de Hera, protectora de las cumbres, para que ninguno de mis enemigos se atreva a ultrajar sus tumbas. En cuanto a mí, iré a la tierra de Erecteo, donde viviré con Egeo, hijo de Pandión, mientras que tú, tal como es de esperar, morirás miserablemente, tras haber sufrido el doloroso fin de tus bodas.
-¡Infame criatura, asesina de niños!
-¡Vete a tu casa y entierra a tu amada esposa!
-Oh, mis amados hijos!
-¡Amados por su madre; no por ti!
-¡Pero si los matado tú!
-Por tu causa. 
-¡Quiero besarlos una vez más!
-¿Ahora quieres besarlos? Antes los ignorabas.
-¡Por los dioses! ¡Deja que los acaricie!
-¡No! Tus palabras ya no significan nada –dijo Medea y, dando por terminada la charla, se alejó en su carro.

-¡Oh, Zeus! -exclamó Jasón con impotencia-, ¿la has oído? ¡Cuánto sufrimiento me ha causado esa infame criatura, esta leona asesina de niños! Lo único que puedo hacer, es llorar; llorar y apelar a los dioses. ¡Ojalá nunca los hubiera engendrado para después verlos asesinados por ella! –exclamó sumido en llanto, antes de caer sobre sus rodillas.

Muchas circunstancias son ordenadas por Zeus Olímpico y hay muchos acontecimientos inesperados, que los dioses realizan. Lo que estaba previsto, no se cumple y la divinidad abre el camino a lo imprevisto. Así ha ocurrido en este caso.






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