sábado, 30 de noviembre de 2013

Dondequiera que vaya, Grecia me duele. Giorgos Seferis -Όπου και να ταξιδέψω η Ελλάδα με πληγώνει. Γιώργος Σεφέρης

La familia Seferis; Giorgos, posiblemente a la izquierda del padre, en Urla, la ciudad de la que procedía la madre. Pasaban el invierno en Esmirna y el verano en Urla.

La misma casa en la actualidad.

Giorgos Seferis nació en Esmirna –solar homérico por excelencia–, precisamente, el 29 de febrero de 1900, una característica, con la que el poeta solía bromear, diciendo que solo cumplía un año cada cuatro, a la que se unió otra, por la que perdió unos días más, cuando en 1923 Grecia adoptó finalmente el Calendario Gregoriano, pasando a ser su fecha de nacimiento el 13 de marzo.

Aunque el nuevo calendario se había impuesto en parte de la Europa católica desde 1582, en aplicación de la Reforma propuesta en el Concilio de Trento, que Gregorio XIII puso en marcha, tardó años en ser aceptada en el resto de mundo.

Desde el cómputo establecido en el Concilio de Nicea en 325 –tomando la Pascua como referencia–, a lo largo de 1257 años se había producido un desfase de 11 minutos anuales, lo que, para 1582 había acumulado alrededor de 10 días de retraso, que se subsanaron eliminándolos, de modo que, como sabemos, el día que siguió al 4 de octubre de aquel año, no fue el 5 sino el 15, en Italia, Portugal y España. Otros países lo fueron adoptando paulatinamente, siendo Grecia el último en hacerlo, en 1923; para entonces, el día siguiente del 15 de febrero, se convirtió en el 1º de marzo y, en consecuencia, la fecha de nacimiento de Seferis, pasó a ser el 13 de marzo.


Μυθιστόρημα –Mizistórima (*) 

Ε´–5
Δὲν τοὺς γνωρίσαμε ἦταν ἡ ἐλπίδα στὸ βάθος ποὺ ἔλεγε…

Nunca los conocimos; en el fondo, era la esperanza la que hablaba
y decía que los habíamos conocido en la infancia.
Los vimos dos veces, quizá, y luego volvieron a sus naves,
cargadas de carbón, cargadas de cereales, y nuestros amigos
desaparecieron por detrás del océano, para siempre.

El amanecer nos encontraba junto a la lámpara cansada
dibujando torpemente y con gran esfuerzo, en un papel,
naves, sirenas y caracolas,
al atardecer bajábamos al río
para que nos mostrara el camino del mar,
y pasábamos la noche en grutas que olían a brea.

Nuestros amigos se fueron; igual nunca los vimos, igual
los encontramos, cuando aún el sueño
nos mantenía muy cerca de la ola que respiraba,
igual los buscamos porque buscábamos otra vida,
más allá de las estatuas.

(*) Mizistórima es una palabra compuesta por Mito e Historia –en el sentido de relato-; fácil de comprender, pero sin equivalente en castellano. Elegí este título –escribió Seferis– en razón de sus dos componentes: Mito, porque decididamente me inspiré en una mitología precisa; Historia, porque traté de expresar con cierta continuidad, una situación tan ajena a mí, como los personajes de una novela.

Θ´–9
Εἶναι παλιὸ τὸ λιμάνι, δὲν μπορῶ πιὰ νὰ περιμένω…

El puerto está viejo, no puedo esperar más
ni al amigo que se fue a la isla de los pinos
ni al amigo que se fue a la isla de los plátanos
ni al amigo que se fue al mar abierto.

Acaricio los cañones oxidados, acaricio los remos
para que reviva mi cuerpo y decida.
Las velas ya solo conservan el olor
de la sal de otras tempestades.

Como quería estar sólo, busqué
la soledad, no busqué esta espera
este despedazamiento de mi alma en el horizonte
estas líneas, estos colores, este silencio.

Las estrellas de la noche me devuelven a la espera
de Ulises, por los muertos entre los asfódelos. (*)
Cuando anclamos aquí, entre los asfódelos, queríamos encontrar
los valles que vieron a Adonis herido.

(*) Gracias a sus profundas raíces, los asfódelos permiten que los muertos se comuniquen desde el inframundo, con los vivos, usando el lenguaje de las flores.


Ι´–10
Ὁ τόπος μας εἶναι κλειστός, ὅλο βουνὰ…

Nuestra tierra está cerrada, todo es montañas
que tienen por techo un cielo bajo, día y noche
No tenemos ríos no tenemos pozos no tenemos manantiales,
sólo algunas cisternas, también vacías, que resuenan y que veneramos.
Un sonido estancado y hueco, igual que nuestra soledad
igual que nuestro amor, igual que nuestro cuerpo.
Nos parece extraño que una vez pudiéramos construir 
nuestras casas, cabañas y rediles.
y nuestros matrimonios con sus coronas frescas y sus anillos
se han convertido en un enigma inexplicable para nuestras almas
¿Cómo nacieron y cómo pudieron crecer nuestros hijos?

Nuestra tierra está cerrada. La cierran
dos negras Simplégades.(*) En los puertos
el domingo, cuando bajamos a tomar el aire
vemos brillar al sol poniente
los destrozados restos de los viajes que nunca terminaron,
los cuerpos que ya no saben cómo amar.

(*) Las Simplégades, eran dos rocas a la deriva, que chocaban entre sí y se separaban según les parecía, destrozando las naves que se encontraran entre ellas. Los Argonautas lograron salvarlas gracias al consejo de Eufemo, que soltó entre ellas una paloma, para calcular el tiempo que tardaban en chocar; la paloma sólo perdió algunas plumas de la cola. Después remaron con todas sus energías para pasar en el mismo tiempo que la paloma y, a su vez, solo recibieron pequeños daños. A partir de entonces, las Simplégades se quedaron quietas. Se dice que están en el Bósforo.

ΙΕ´-15
Ὁ ὕπνος σὲ τύλιξε, σὰν ἕνα δέντρο, μὲ πράσινα φύλλα,

El sueño te envolvió, como un árbol, entre hojas verdes, 
respirabas, como un árbol, en una luz sosegada,
en el claro manantial vi tu imagen
con los párpados cerrados, las pestañas arañando el agua.
Mis dedos, entre la hierba tierna, encontraron los tuyos,
sentí tu latido un instante
y sentí, también, el dolor de tu alma.

Bajo el plátano, cerca del agua, entre los laureles
el sueño te desplazaba y te convertía en partículas
a mi alrededor, a mi lado, sin que pudiera tocarte entera
unida a tu silencio;
viendo tu sombra crecer y reducirse,
perderse entre otras sombras, en otro mundo 
que te abandonaba y te envolvía otra vez.

La vida que nos dieron para vivir, la vivimos.
Ten piedad de los que esperan con tanta paciencia
perdidos entre los negros laureles bajo el peso de los plátanos,

y de los solitarios que hablan a los aljibes y a los pozos
y naufragan en las ondas de sus voces.
Ten piedad del compañero que compartió nuestras privaciones y penas
y se perdió en el sol como un cuervo al otro lado de los mármoles derruidos
sin esperar la gracia de una recompensa.

Danos, además del sueño, la serenidad.

ΙΖ´-17
Ἀστυάναξ -Astiánax
Τώρα ποὺ θὰ φύγεις πάρε μαζί σου καὶ τὸ παιδὶ

Ahora que te vas, lleva contigo al niño
que vio la luz bajo aquel plátano
un día en que resonaron las trompetas y destellaron las armas,
y los caballos sudorosos se inclinaban para rozar
la verde superficie del agua
con sus húmedas narices.

Los olivos con las arrugas de nuestros mayores
las rocas con la sabiduría de nuestros padres
y la sangre de nuestro hermano viva en la tierra
era una alegría poderosa, una valiosa norma
para las almas que sabían sus oraciones.

Ahora que te vas, ahora que amanece el día
de la recompensa, ahora que nadie sabe
a quién matará y cómo acabará,
lleva contigo al niño que vio la luz
bajo las hojas de aquel plátano
y enséñale el nombre de los árboles.

ΙΘ´-19
Κι ἂν ὁ ἀγέρας φυσᾶ δὲ μᾶς δροσίζει

Aunque el viento sople no nos refresca
la sombra se alarga bajo los cipreses
y todo alrededor las quebradas laderas de las montañas.

Nos pesan
los amigos que ya no saben cómo morir.



ΚΒ´-22
Γιατί περάσαν τόσα καὶ τόσα μπροστὰ στὰ μάτια μας

Porque pasaron tantísimas cosas ante nuestros ojos
los ojos mismos no veían nada, sino más lejos
detrás de la memoria, como esa tela blanca, una noche en un cercado
donde tuvimos visiones extrañas, más que tú misma,
que surgían y desaparecían entre las hojas quietas de un lentisco;
porque conocíamos muy bien este destino nuestro
errante, entre piedras despedazadas, tres o seis mil años,
buscando entre edificios destruidos que igual fueron nuestra propia casa
intentando recordar aniversarios y actos heroicos
¿podremos?
porque fuimos atados y luego separados
y superamos obstáculos inexistentes -decían,
y, perdidos, volvimos a encontrar un camino lleno de ciegos regimientos
naufragando en los pantanos y en el lago de Maratón,

¿No podríamos morir normalmente?

ΚΓ´-23
Λίγο ἀκόμα

Un poco más
y veremos florecer los almendros
los mármoles brillar al sol
y el mar en oleaje

Un poco más
para que ascendamos un poco más alto.

ΚΔ´-24
Ἐδῶ τελειώνουν τὰ ἔργα τῆς θάλασσας, τὰ ἔργα τῆς ἀγάπης.

Aquí terminan las obras del mar, las obras el amor.
Los que un día vivan aquí donde nosotros terminamos
si oscurece su memoria la sangre y se desborda
que no nos olviden, almas débiles, entre los asfódelos
que vuelvan hacia el Erebo (*) la cara de las víctimas:

Nosotros, que no teníamos nada, les enseñaremos la paz.

Δεκέμβρης –Diciembre, 1933-1934

(*) Lugar de sombras donde los muertos esperan su juicio para poder avanzar al otro mundo.
***

Seferis nació en una familia acomodada –su padre era abogado, profesor de Universidad, y reconocido traductor de Byron–. Cuando Esmirna pasó al dominio turco, se trasladaron a Atenas y después a París, donde el padre ejerció como abogado. Seferis llegó a París en el 1918, y allí estudio Derecho y Literatura en La Sorbonne hasta 1924, tras lo cual, viajó a Londres con el objetivo de perfeccionar su inglés. Muy pronto ingresó en el Cuerpo Diplomático; un mundo de viajes por naturaleza, que, en ocasiones, como ocurrió a tantos griegos, se transformó en el árido camino del exilio.

Seferis con Μαρία Ζάννου

El 10 de abril de 1941 se casó con Μαρία Ζάννου -María Zannos y, con ella, dos semanas después de la boda, abandonó Grecia acompañando a la princesa heredera, Federica con sus hijos Sofía y Constantino, con los que, sucesivamente pasó por Janiá, en Creta, -Χανιά, Κρήτη, Egipto, Sudáfrica e Italia.

En marzo de 1943, pronunció sendas conferencias sobre los poetas Palamás y Makrigiannis – Παλαμά y Μακρυγιάννη en Alejandría y El Cairo, a las que asistieron algunos oyentes que informaron al gobierno griego, entonces encabezado por Giorgos Papandreu, –abril 44– que había expresado ideas poco convenientes, a pesar de lo cual, fue mantenido en su destino oficial.

Terminada la guerra, Seferis volvió al camino, en esta ocasión, a Oriente Próximo, residiendo en Líbano, Siria, Jordania e Irak… pero cuando en el otoño del 45 se planteó de nuevo la cuestión de Chipre con respecto a Grecia, Seferis intervino dando su opinión y, parece que el espinoso asunto, afectó a su promoción profesional.

                                                 Fotografías tomadas por el poeta:

Istambul -Constantinopla, 1950 

Éfeso, 1950

Jordania 1953.

Krak de los Caballeros, Siria. 1954

En 1947, en plena guerra civil, recibía el premio Palamás y, a finales de 1950 volvió a Atenas, donde, un año después fue nombrado Consejero de la Embajada Griega en Londres, donde mantuvo sus planteamientos con respecto a la presencia británica en Chipre. No obstante, terminó siendo nombrado embajador, aunque provocando cierto rechazo: El Ministro británico de Asuntos Exteriores, dijo claramente: el cambio de embajador, es más bien poco grato para nosotros, algo no demasiado expresivo si lo comparamos con lo dicho por otro Secretario de Estado: El Señor Seferiadis nos resulta bastante molesto…

En el otoño de 1960 conoció a Mikis Theodorakis –Μίκη Θεοδωράκη, en Londres, quien compuso un oratorio sobre su poema Επιφάνεια –Epifánia; Superficie. Aquel encuentro marcó un hito, porque a partir de entonces, la poesía de Seferis, pasó al conjunto del alma helénica a través de la música. 

En junio fue nombrado doctor Honoris Causa por la Universidad de Cambridge y, finalmente, en el verano del 62, abandonó la embajada en Londres.

***

Επιφάνεια 1937 / Epifánia
Τ' ανθισμένο πέλαγο και τα βουνά στη χάση του φεγγαριού

El mar florecido y las montañas en la luna nueva
la piedra grande cerca de las higueras y los asfódelos
el jarro que no quiere secarse al final del día
y la cama cerrada junto a los cipreses y tu pelo
dorado -las estrellas del Cisne y esa estrella, Aldebarán.

Me abracé a la vida
me abracé a la vida viajando 
entre árboles amarillos inclinados bajo la lluvia
en silenciosas pendientes cubiertas de hojas de haya
ninguna luz  en su cumbre –anochece.

Me abracé a la vida - en una línea de tu mano izquierda 
en un pliegue de tu rodilla, quizás aparezcan 
en la arena del verano pasado, quizás 
permanezcan allí donde sopló el viento del norte igual 
que oigo la extraña voz en torno al lago helado.

Los rostros que veo no preguntan, tampoco la mujer
que camina inclinada, amamantando al hijo.

Asciendo a las montañas -barrancos oscuros -al campo nevado; 
hasta el final el campo nevado, no preguntan nada
ni el tiempo detenido en mudos ermitaños 
ni las manos que se extienden para pedir, ni los caminos.

Me abracé a la vida, susurrada en el silencio interminable,
no sé qué más decir, ni reflejar -susurros 
como el hálito del ciprés aquella noche
como la humana voz del mar anochecido en las piedras 
como el recuerdo de tu voz diciendo "felicidad".

Cierro los ojos buscando el secreto encuentro del agua
bajo el hielo, la sonrisa del mar, los pozos cerrados
tanteando con mis venas esas venas que me rehúyen
allí donde terminan las flores del agua, y este hombre
que camina ciego sobre la nieve del silencio

Me abracé a la vida, a tu lado, buscando el agua que te roza
pesadas gotas sobre las hojas verdes, sobre tu cara,
en el jardin vacío, gotas en el aljibe inmóvil
encuentran un cisne muerto entre sus blancas alas 
árboles vivos y tus ojos atentos.

Este camino no termina, no cambia, mientras buscas
recordar tus años infantiles, aquellos que se fueron, aquellos
que se perdieron en su sueño -en tumbas marinas
mientras buscas los cuerpos que amaste inclinados
bajo las fuertes ramas de los plátanos, allí
donde quedó un rayo del sol desnudo
y saltó un perro y tu corazón batió las alas,
el camino no cambia –me abracé a la vida.

La nieve y el agua helada en las huellas de los caballos.

Suecia, 1963

En 1963 recibe el Premio Nobel de Literatura, -Por su obra eminentemente lírica, inspirada por un profundo amor al mundo y a la cultura helénica-.

En este momento siento que hay una contradicción en mí. Quería honrar a mi lengua, y sin embargo, debo expresar mi agradecimiento en un idioma extranjero. (*) 

Pertenezco a un país pequeño. Un promontorio rocoso en el Mediterráneo, que no tiene otro bien, a pesar de la lucha de su pueblo, que el mar, la luz del sol y la lengua griega, que nunca dejó de ser hablada. 

Otra característica de nuestra tradición es el amor a la humanidad, cuya norma es la justicia. En la tragedia antigua, el hombre que traspasa la norma debe ser castigado por las Furias.

La poesía tiene sus raíces en la respiración humana.

Recordemos a Shelley, a quien consideramos el inspirador de Alfred Nobel; este hombre fue capaz de redimir la violencia inevitable con la grandeza de su corazón. Tenemos que mirar al hombre, dondequiera que esté. 

Cuando, en el camino hacia Tebas, Edipo encontró a la Esfinge y esta le planteó el enigma, la respuesta fue, el hombre. Esta simple palabra destruyó al monstruo. 

Tenemos muchos monstruos que destruir. Reflexionemos, pues, sobre la respuesta de Edipo.

(*) Pronunció su discurso en francés.

***

A finales de los años sesenta, los Coroneles asumían el poder en Grecia. Seferis hizo público su rechazo por la abolición de la Constitución y la supresión de las libertades civiles–, y volvió a partir; esta vez, refugiándose en la vieja, gloriosa historia del pueblo helénico; una historia de grandes poetas, de los cuales, él mismo ya formaba parte. 

El 28 de marzo de 1969 habló sobre la Junta a través de la BBC para Francia y Alemania. Le costó la destitución como Embajador y la retirada del pasaporte diplomático, porque a juicio del coronel Pipinellis –componente de la Junta, con Zoitakis, Patakos y Papadopulos-, había hecho propaganda antinacional en una emisora comunista.

28 de marzo de 1969

Hace mucho tiempo que tomé la decisión de mantenerme fuera de la política de mi país. Como he tratado de explicar en otras ocasiones, esto no significa en absoluto que sea indiferente a nuestra vida política. Desde aquel momento, hasta ahora, me he abstenido, por regla general, de tratar sobre asuntos de ese tipo. Además, todo lo que he publicado hasta el comienzo de 1967 y mi postura a partir de entonces (no he publicado nada en Grecia ya que allí la libertad está amordazada) han demostrado con suficiente claridad, creo, mi forma de pensar.

Sin embargo, desde hace meses he sentido, dentro de mí y a mi alrededor, con creciente intensidad, la obligación de hablar sobre nuestra situación actual. Con la mayor brevedad posible, esto es lo que quiero decir:

Han pasado casi dos años desde que se nos impuso este régimen completamente hostil a los ideales por los que nuestro mundo –y nuestro pueblo de forma tan brillante– lucharon durante la última Guerra Mundial.

Es un estado de letargo forzado en el que todos los valores intelectuales que hemos conseguido mantener con vida, con lucha y trabajo, están a punto de hundirse en cenagosas aguas estancadas, pero, por desgracia, este no es el único peligro de que se trata.

Todo el mundo ha aprendido y sabe ahora que en los regímenes dictatoriales el principio puede parecer fácil, pero la tragedia espera, inevitablemente, al final. El drama de este final nos atormenta, consciente e inconscientemente –como en los imperecederos coros de Esquilo. Cuanto más tiempo persista esta anomalía, más grandes serán los daños.

Soy un hombre sin ningún tipo de afiliación política, y por lo tanto puedo hablar sin temor ni apasionamiento. Veo ante mí el precipicio hacia el que nos está llevando la opresión que ha envuelto a mi país. Esta anomalía debe acabar. Es un imperativo nacional.

Ahora vuelvo al silencio. Ruego a Dios que no me vea obligado a hablar de nuevo, por una causa similar.
***

Seferis no vivió el fin de la Junta Militar, que se mantuvo hasta el 24 de julio de 1974, pero su entierro, en septiembre de 1971, fue una auténtica demostración de duelo y reivindicación. Su poema Άρνηση –Árnisi –Negación, de nuevo con música de Theodorakis –que en aquel momento estaba prohibida en Grecia-, se convirtió en un himno por el que todos los asistentes unieron su voz en los versos del poeta para reivindicar el restablecimiento del Estado de Derecho y de la Constitución.

Kοντά στο Σεφέρη όταν έφυγε / Junto a Seferis cuando se fue.

***
Antes de terminar, quiero destacar una hermosa e interesante coincidencia, que tal vez no lo es tanto, entre Seferis y Cervantes.

–Doquiera que estamos lloramos por España–

dice el morisco Ricote, en la pura –lengua– castellana, en el capítulo LIV de la Segunda Parte de El Ingenioso Caballero… 

-A partir de 1609, Felipe III ordenó la expulsión de todos los moriscos de la Monarquía Hispánica, teniendo la deferencia de trasladarlos por mar hasta el norte de África, donde fueron desembarcados sin más trámites, a su suerte. Una operación gigante y muy costosa, que afectó alrededor de 300.000 personas, –Bien sabes, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros–, añadía Ricote. Una vez concluida la operación -transcribe el historiador Domínguez Ortiz-, el 25 de marzo de 1611, se celebró una misa de acción de gracias a la que asistió S.M. vestido de blanco, muy galán-. 

Dondequiera que vaya, Grecia me duele–, 
Όπου και να ταξιδέψω η Ελλάδα με πληγώνει.

escribió Giorgos Seferis en el poema Με τον τρόπο του Γ.Σ. –Al modo de G.S. en su poemario Τετράδιο Γυμνασμάτων –Cuaderno de ejercicios. 

El doloroso sentimiento del exilio es idéntico en cualquier época 
y en cualquier latitud.



sábado, 23 de noviembre de 2013

EL CID DE GUILLÉM DE CASTRO - HONOR Y ERROR EN EL SIGLO DE ORO

La primera hazaña del Cid. Óleo de Vicens Cots. 
Rodrigo presenta a su ofendido padre, Diego Láinez –mientras está comiendo–, la cabeza del Conde Lozano, el ofensor. Museo del Prado.


La teoría de Cicerón según la cual: Todos los hombres pueden equivocarse, pero sólo el insensato persevera en el error, fue asumida por la ética cristiana a través de la obra de algunos de sus autores más destacados, aunque con pequeñas variantes -por ejemplo, San Jerónimo, aseguraba: así como es humano equivocarse, es de prudentes reconocer el error, y San Agustín, que insistía más en la negatividad de la persistencia en el error, calificándola de diabólica-; en todo caso, fue siempre sancionada como criterio ético y filosófico válido en cualquier circunstancia, excepto en épocas en que otros cánones de carácter social, como el de la honra, alcanzaban situaciones en las que daba igual actuar como un insensato, perseverar en el error, o mantenerlo con una actitud diabólica, porque el evidente fondo ético de aquel paradigma que, no obstante se mostraba benévolo con el primer error, había sufrido una transformación radical, a causa de un concepto mantenido por la nobleza, según el cual, la honra es la única fuente de la virtud -inaccesible, por tanto, para los que no tienen, o no pueden demostrar, orígenes impecables-, cuya defensa llegaba a provocar situaciones absurdas, exentas de verdadera ética, carentes de sentido cristiano y, sobre todo, trágicas.

Veamos pues, una asombrosa variante de la que hemos denominado Teoría de Cicerón, en un autor valenciano que vivió los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, es decir, desde 1569 hasta 1631; una época grande para la creación literaria y, quizás no tan grande en otros aspectos:

                              Procure siempre acertalla
                              el honrado y principal;
                              pero si la acierta mal,
                              defendella, y no emendalla.

Se trata de un fragmento de Las Mocedades del Cid, de Guillem de Castro, obra en la que el autor, plantea las supuestas vivencias del héroe medieval, casi cinco siglos después, cuando aquellos falsos conceptos asociados a la nobleza -aunque no sólo, sino también-, habían eclosionado, provocando actitudes incoherentes, que hoy se entenderían, a más de diabólicas, como de carácter criminal.

Escrita por Guillén de Castro en 1605, Las Mocedades del Cid, –cosas de la fortuna– alcanzó fama internacional a través de la especie de versión que de la misma realizó Pierre Corneille en 1636, cuyo éxito, prácticamente se ha extendido hasta la actualidad.

Estamos en el reinado de Fernando I, padre de doña Urraca, que acaba de armar caballero a Rodrigo, hijo mayor de Diego Lainez y futuro Cid Campeador, a quien entrega una espada con la que el nuevo caballero promete ganar cinco batallas campales, algo que al Conde Lozano –padre de la prometida de Rodrigo– le parece atrevido y no se priva de comentarlo ante la corte.

Terminada la ceremonia, el rey comunica al Consejo, del que tanto Lainez como Lozano forman parte, que ha decidido que Lainez sea, en adelante el Ayo de su hijo y heredero, don Sancho, lo que ofende a Lozano:

                              habiendo yo pretendido
                              el servir en este cargo…
                                        …el viejo Lainez
                             ¿cómo puede
                             siendo caduco ser sabio?

A lo que Lainez responde:

                              que estoy caduco, confieso
                              …mas, caducando, durmiendo,
                              puedo enseñar yo
                              lo que muchos ignoraron.

Y el Conde Lozano, furibundo, remata:

                              Dirá la mano
                              lo que ha callado la lengua. 

Tras lo cual, le encaja una bofetada al anciano Lainez y se marcha. La tragedia está servida.
Edición de 1796. Valencia.

–¿Qué haré, amigos? –pregunta el rey al Consejo; ¿Prenderé al Conde Loçano?

–No, Señor –responde Arias–; porque es poderoso, arrogante, rico y bravo. Además, no conviene dar escándalo, y: –el prender al delinqüente, es publicar el agravio.

–Pues tienes razón, piensa el rey; hay que mantener el secreto; –Arias, ve y dile a Lainez  que su honor tomo a mi cargo y, en cuanto a Lozano, ya veré cómo lo arreglamos.

Entre tanto, Lainez habla con su hijo Rodrigo, pidiéndole que ejecute la venganza en su lugar:

                              esta mancha de mi honor
                              que al tuyo se estiende, lava
                              con sangre; que sangre sola
                              quita semejantes manchas!...

Rodrigo no puede sino tomar a su cargo el duelo, aunque sabe lo que le va a costar:

                                                  –Fortuna,
                              ¿Posible pudo ser que permitiese
                              tu inclemencia que fuese
                              mi padre el ofendido... ¡estraña pena!
                              y el ofensor el padre de Ximena?

Y es entonces cuando el Conde Lozano, desoyendo los consejos de todos, mantiene una conversación que no tiene desperdicio:

–Conde, es tu condición estraña.
–Tengo condición de honrado.
–Y con ella ¿has de querer perderte?
–¿Perderme? No, que los hombres como yo, tienen mucho que perder, y ha de perderse  Castilla antes que yo.
-¿Y no es razón el dar tú...?
–¿Satisfacción? ¡Ni dalla ni recebilla!
–¿Por qué no? No digas tal. ¿Qué duelo en su ley lo escrive?
–El que la da y la recibe, es muy cierto quedar mal, porque el uno pierde honor, y el otro no cobra nada; el remitir á la espada los agravios, es mejor.
–Y ¿no hay otros medios buenos?
–No dizen con mi opinión. Al dalle satisfación ¿no he de dezir, por lo menos, que sin mí y conmigo estava al hazer tal desatino, o porque sobrava el vino, o porque el seso faltava?
–Es assí.
–Y ¿no es desvarío el no advertir, que en rigor pondré un remiendo en su honor, quitando un girón del mío? Y en haviendo sucedido, havremos los dos quedado, él, con honor remendado, y yo, con honor perdido. Y será más en su daño. No ha de quedar satisfecho de essa suerte, cosa es clara; si sangre llamé a su cara, saque sangre de mi pecho, que manos tendré y espada para defenderme dél.
–Essa opinión es cruel. 
-Esta opinión es honrada. Procure siempre acertalla el honrado y principal; pero si la acierta mal, defendella, y no emendalla.

Rodrigo va a retar al Conde Lozano tras informarle de que el viejo al que ha abofeteado, es su padre.

–Y el saberlo –dice el Conde–, ¿qué ha de importar?
–Si vamos a otro lugar, sabrás lo mucho que importa.
–Quita, rapaz; ¿puede ser? Vete, novel Cavallero, vete, y aprende primero a pelear y a vencer; y podrás después honrarte de verte por mí vencido, Dexa agora tus agravios, porque nunca acierta bien venganças con sangre, quien tiene la leche en los labios. 
–En ti quiero començar a pelear, y aprender; y verás si sé vencer, veré si sabes matar.

Finalmente, como era de esperar, Rodrigo, acaba con el Conde, cuya cabeza, muestra a su padre en la imagen de la cabecera. Lógicamente, Jimena , hija del Conde y prometida de Rodrigoreclama venganza una y otra vez ante el rey, a pesar de que Rodrigo le propone que el mejor remedio es que ella misma le mate a él, siguiendo así la absurda cadena de desvaríos.

Pero pasado el tiempo, Rodrigo vuelve a la amistad del rey tras ganar las cinco batallas prometidas y después de otros eventos, Jimena termina por aceptarlo y… como sabemos, se casan y son felices… pero no mucho tiempo, porque las traiciones y las venganzas siempre acompañaron al héroe, a través, incluso, de sus hijas. Pero esto ya es otra historia.

***

En la época real de Guillem de Castro, no había tantas obligaciones de honor, pero sí había duelos, demasiadas espadas, venganzas, y muertos en la calle, sin necesidad de reto y, a veces, sin consecuencias, como fue el caso del Caballero Ezpeleta, muerto ante la casa de Cervantes en Valladolid. Tras un simulacro de interrogatorio, conocidas las causas y, por tanto los responsables, se cerró la causa sin consecuencias, porque se trataba de gente con honra; algo que, al parecer, no tenía Cervantes, ni su familia, que sí fueron, como sospechosos, llevados a prisión. Había pues, en el reino, dos clases de súbditos; los que podían morir y los que podían matar; los que podían ofender y los que podían ser ofendidos, etc. Pero no todos estaban de acuerdo con semejante vacación de la justicia.
Imagen de Gillem de Castro, Grabado para un sello postal de una Peseta. 1970

Joan Guillem de Castro y Bellvís, que nació en Valencia –1569– y falleció en Madrid en 1631, es considerado como el mejor representante literario de la Escuela Valenciana y uno de los más brillantes seguidores de Lope de Vega. Tenemos 35 comedias suyas de las cuales 9, sólo son atribuidas, pero indudablemente, la que le proporcionó más fama, así como un puesto en la historia de la literatura, fue esta de Las Mocedades del Cid, escrita entre 1605 y 1615.

Hijo del Illustre Cavaller Francisco Castro Palafox y de la noble señora doña Castellana de Bellvís, pronto ingresó en la célebre Academia de los Nocturnos de Valencia, a la que asistía con el seudónimo de Secreto. Aparte de sus afanes literarios, fue  Capitán de Caballería.

Se casó en tres ocasiones; la primera –1593– con Helena Fenollar, de la que se separó muy pronto. En 1595, con la Marquesa Girón de Rebolledo, con la que tuvo una hija, pero madre e hija murieron al cabo de dos años. De la tercera boda hablaremos ya en el ocaso de su vida.

Por alguna razón desconocida -es casi un misterio-, durante su estancia en Valencia y, a pesar de que la Academia de los Nocturnos sí participó, él no figura en las fiestas de las bodas de Felipe III con Margarita de Austria y de Isabel Clara Eugenia con el Archiduque Alberto de Austria esplendorosamente organizadas por el Duque de Lerma; algo muy sorprendente, siendo Castro gran amigo de Lope de Vega y dado que participaron todos aquellos que en Valencia tuvieran alguna relación con el mundo de las letras.

Pasó algún tiempo viajando y buscando una salida a su vida, hasta que en 1601 obtuvo un empleo con don Carlos de Borja, Duque de Gandía y en 1606, otro en Nápoles, con el Conde de Benavente, como Entretenido por su Magestad cerca de la persona del Virrey

Desde allí, volvió a Valencia con la orden de colaborar en el embarque de los moriscos expulsados por Felipe III, con destino al norte de África. Posteriormente, se cree que volvió a Nápoles durante el Virreinato del Conde de Lemos, pero tampoco figura en la Accademia degli Oziosi, fundada por el Virrey.

Una larga enfermedad le obligó a volver a Valencia, donde, ya recuperado, decidió reanudar la actividad poética, fundando otra Academia a la que llamó Los Montañeses del Parnaso, en 1616. Tres años después se instalaba en Madrid al servicio del Marqués de Peñafiel –hijo del Duque de Osuna–; en la Corte se integró, ya de forma muy activa, en la vida literaria. Obtuvo una gran acogida la obra de la que estamos tratando, y el autor asentó buenas amistades con Góngora, Calderón, Tirso de Molina y, sobre todo, Lope de Vega, del que se mostró incondicional admirador.

Admitido en la Orden de Santiago en 1623, no pudo vestir el hábito, al haber sido denunciado como inductor de un asesinato. Al parecer, Felipe IV ordenó que se le investigara con mucho recato; por si la acusación fuera falsa, como ocurrió, porque Castro fue absuelto.

En 1625 –56 años de edad–, se casaba con Ángela María Salgado, una dama de la esposa de su protector el Duque de Osuna, que tenía una buena dote y vivió seis años más, según parece, con bastante holgura.

Hay, sin embargo un nuevo dato muy sorprendente, que aparece en la edición de sus Obras Completas -introducción de Juan de Oleza, ed. Fund. J.A. Castro-Akal. Tomo I, 1997- según el cual, en el Dietario de D. Diego de Vich aparece la siguiente información: 

Lunes a 4  -de agosto de 1631- se supo por la estafeta como murió en Madrid, lunes, a 28 de julio, D. Guillén de Castro y Belvís, edad 62, cómico poeta famoso. Murió tan pobre que le enterraron de limosna en el hospital de la Corona de Aragón. 

Lo que constituye una enigma más en la biografía del autor de Las Mocedades, y abre la puerta a múltiples deducciones.

Guillem de Castro eligió tratar asuntos que tuvieran que ver con el derecho de los súbditos frente a los excesos de los monarcas, aunque en su siglo, y a causa del reconocimiento de la elección divina de aquellos, Castro lo plantea refiriéndose a reyes medievales; en Las Mocedades del Cid, aparece también Sancho II de Castilla, quien tras contrariar abiertamente el testamento de su padre, Fernando I el Magno, fue asesinado por Vellido Dolfos, que venía a ser el instrumento divino por el castigo del mal rey. 

Ataca asimismo Castro, el concepto de la honra, tal como se entendía entonces; él creía que los códigos del honor eran contrarios a la legitimidad que él situaba por encima de aquellas convenciones, que tan frecuentemente provocaban muertes absurdas. Refleja pues, un sistema de valores, no del todo acorde con el implantado desde los días de Carlos V y Felipe II, y que, aparentemente, fue asumido y aceptado sin discusión en todos sus territorios, lo cual no es en absoluto cierto, a pesar de que sea comúnmente admitido, hasta el punto de que se suele presentar a los más brillantes autores del Siglo de Oro como portadores de un pensamiento uniforme, apuntando que sólo se enfrentaban por cuestiones de carácter literario. Evidentemente, no es así; a poco que se profundice, se advierten grandes e irreconciliables diferencias ideológicas entre ellos. Avellaneda no insulta a Cervantes por haber escrito el Quijote contra las Novelas de Caballería, puesto que él mismo dice que su propio Quijote persigue idéntico objetivo; 

No podrá –dice–, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin que es desterrar la pernisiosa lición de los vanos libros de caballería, tan ordinaria en gente rústica y ociosa.

Está claro que aquella no era la verdadera pretensión de ninguno de los dos autores y que ambos la emplearon como excusa a la letra, que debía servir para evitar que alguien quisiera pensar que intentaban decir otras cosas, quizá de carácter realmente crítico. Lo que sí se deduce es que Cervantes se sitúa ideológicamente en una orilla opuesta a la de aquel que se escondía bajo el nombre de Avellaneda. 

Góngora. Velázquez. Fine Arts. Boston.
Quevedo. Velázquez, atrib. Intto. Valencia de Don Juan. Madrid.

Algo similar ocurre entre Góngora y Quevedo, que, cuando hablan de letras, hablan de letras, pero entre ellos se interponen otras apreciaciones sobre la vida y la sociedad, que sí los enfrentó hasta la sangre. Y, del mismo modo, Cervantes Lope de Vega, aunque este último no fuera tan violento como Quevedo, pero aún desde lejos se observan con claridad las diferencias vitales entre ellos.

Cervantes. Supuesto, de Jáuregui –también supuesto-.
Lope de Vega. 

Bajo la decadencia del final del reinado de Felipe II y la incompetencia de su hijo y su nieto, estas mentes privilegiadas asumieron una postura: unos eran críticos y otros aduladores, pero la Inquisición estaba en todas partes –aunque ni siquiera todos los eclesiásticos pensaran igual con respeto a esta institución; pues los hubo, por ejemplo, a favor y los hubo en contra del Arzobispo Carranza cuando fue arrestado–. 

En todo caso, el temor frenaba las mentes críticas, de modo que a casi nada se referían por su nombre. Quevedo puede llamar judío a Góngora, empleando, claro está, el término, como un insulto, y eso entraba en lo generalmente aceptable; no así el caso contrario, ya que nadie insultaría a un cristiano viejo, a no ser que aparentara serlo, o hubiera adquirido semejante condición.

Se podía ser cristiano viejo, siendo rico y siendo pobre, pero en ambos extremos se asumía la misma actitud frente a los que no lo eran; el menosprecio hacia aquellos, era el único elemento igualador entre ellos.

Conviene aclarar aquí que, en esta época, sólo la Iglesia actuaba –digámoslo así–, de forma democrática, pues era el único estamento en el que un pobre podía hacer carrera, o un converso llegar a cardenal, algo que, ni se podía soñar en una sociedad civil, en la que si bien, desde el punto de vista sociológico, había muchos “déclassés”–venidos a menos, pero muy pocos “parvenus” –venidos a más, aunque este último caso se producía en ocasiones por medio de un buen matrimonio, contra el que las críticas solían ser acerbas y la literatura, muy sarcástica.

El hecho es que nadie puede creer que aquellos grandes escritores compartieran totalmente el pensamiento impuesto por Felipe II que, por otra parte, a veces, no compartían ni los Papas; no hace falta recordar su prohibición de que los estudiantes acudieran a Universidades extranjeras, o de que los extranjeros estudiaran en España, con el fin de que nadie se contaminara con alguna opinión

Hablamos, a pesar de todo, de un elenco de autores de gran calidad, que viven un enfrentamiento radical entre sí y cuesta creer que solo fuera a causa de la poesía, aunque también influyera.

Entre los escritores, también los había con cierto tipo de sangre en el ojo, como marca de limpieza y legitimidad, ya fuera en la sangre, propiamente, ya fuera en la opinión, y los había sin ella. El personaje Rodrigo, dice en esta pieza teatral, para explicar al Conde ofensor que tiene el deber de vengar a su padre: ¿No sabes [ ] que es sangre suya y mía la que yo tengo en el ojo? 

Me veo en la necesidad de recordar aquí lo que opinaba Quevedo de esta expresión, que coloca entre las más vulgares en su época, pues, de acuerdo con su costumbre al referirse a ciertos asuntos, emplea una comparación harto desagradable: –Y el blasón tan presumido de tener sangre en el ojo, más denota almorranas, que honra–, pero viene muy bien al caso para destacar, precisamente, la profusión de su empleo en la conversación y las obligaciones que teóricamente implicaba.  

Sabemos que Quevedo era Caballero de Santiago, honor que exigía limpieza; que era de espada fácil; valiente; antijudío furibundo, y que no le gustaba nada que Santa Teresa se convirtiera en compatrona de España junto al Caballero Santiago, -a pesar de las dotrinas y dotores, que aunque sean verdaderas y decentes güelen a comuneras y sediciosas-, pero ignoramos lo que pensaba en realidad sobre aspectos menos transcendentes y más humanos, así como la verdadera causa de su prisión en San Marcos, aunque se diga que fue porque puso un Memorial contra el Conde Duque de Olivares bajo la servilleta del rey.

Junto a las diferencias sociales e ideológicas, está la que Cervantes expresa por boca de Sancho: Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, –pero casi siempre van todas las calidades juntas; es anexo al ser rico el ser honrado, con una excepción: se puede tener honra y ser pobre, pero no ser pobre y tener honra; es cuestión de orden de factores y de matiz. El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre–, dice también Cervantes en El Quijote, refiriéndose, naturalmente a la honra social.

Guillem de Castro era de la nobleza sin mácula y sin dinero, y tuvo que pasarse la vida buscando mecenas, aunque al final lo solucionó, casándose –como sabemos– con la dote de una muchacha treinta años menor que él, algo que había ridiculizado en su teatro; pero la necesidad obliga y más veces, doblega.

Lope de Vega admitió francamente que él escribía por dinero, aunque para ello tuviera que rebajar la calidad literaria de su obra y en cuanto a Quevedo, lo obtuvo en ocasiones por medios poco claros, de su poco claro patrón, el Duque de Osuna, muerto en prisión, bajo tampoco sabemos qué acusaciones. No es necesario añadir nada respecto al propio Cervantes, porque ya habló él mismo de su pobreza y de sus insalvables dificultades para obtener un empleo digno, aunque, propiamente, tampoco sabemos por qué. Aunque lo sepamos…

Guillem de Castro, en fin, traslada a su época unos sucesos de carácter medieval, para ridiculizarlos, algo que no podía hacer señalando a un contempráneo, sin correr graves riesgos e incluso poner en peligro su vida. Es pues, archiconocido el recurso de hablar sin señalar; tanto Avellaneda como Cervantes se refieren sin nombrarlo, a alguien: con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo oficio se debe esperar; es evidente que ambos saben bien de quien hablan, pero nosotros, no. Aunque lo sepamos… No tengo yo –le respondería Cervantes– de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio.

Aunque parece que sabemos algo, lo verdaderamente cierto, es que prácticamente lo ignoramos casi todo en relación con nuestros mejores autores, de los cuales, en la mayoría de los casos, ignoramos incluso donde descansan sus huesos.

Firma de Don Guillem de Castro