domingo, 24 de febrero de 2013

LA GRAN ARMADA (2) En qué paró el encanto.



 Plymouth

El día siguiente, sábado, treinta de julio, al atardecer, se produjo el primer avistamiento de la flota enemiga, que aparecía amainada –las velas recogidas-, a sotavento – el lado opuesto a aquel de donde viene el viento-. Al parecer, habían estado merodeando con objeto de espiar los movimientos de la escuadra española, motivo por el cual sufrieron los efectos del mismo temporal que hizo dispersarse a ésta, pero cuando vieron que las naves españolas aportaban en La Coruña y procedían a descargar -ellos no podían saber que se trataba de la reponer víveres-, creyeron que se abandonaba definitivamente el proyecto, por lo que decidieron retirarse.

Apenas entraban en Plymouth cuando divisaron las velas de la Gran Armada que, como aterradora pesadilla avanzaba lenta y majestuosa.

Estoy espantado de no haber tenido noticias del duque [de Parma] en todo este tiempo –escribió el mismo día Medina Sidonia al rey-. Mi determinación es llegar a la Isla de Wight y no pasar adelante hasta tener aviso, pues dirigirme a Flandes sin instrucciones, no habiendo en toda esa costa puerto ni abrigo ninguno para estas naves, sería perderlas sin remedio al primer temporal, que las echaría a los bancos de arena. En llegando a Wight –terminaba-, despacharé otra pinaza para avisar al duque de Parma acerca de mi situación exacta y me mantendré a la espera.

Wight

Aunque inquieto por la falta de noticias de Alejandro Farnesio, por el momento, Medina Sidonia no abrigaba otros temores. No existía flota tan grande ni tan osada como para soñar con enfrentarse a la ciudadela flotante que comandaba, cuya sola apariencia estaba destinada a causar temor, y lo causaba.

Los mismos vientos que unos días después impulsaban a las naves españolas, retenían a la flota inglesa al mando de Howard, en Plymouth, dando a los primeros una ocasión única para atacar en condiciones inmejorables, sin embargo Medina Sidonia se negó a tomar iniciativa alguna al respecto, aduciendo –como lo hizo siempre-, que sus órdenes eran no exponerse en ningún combate, sino seguir avanzando hasta su encuentro con Farnesio.


Pasó de largo, pues, el duque, frente a Plymouth, para descubrir, acto seguido, que las naves inglesas iban saliendo lentamente en su persecución. En la madrugada del domingo 31, cambió el viento y se despejó la niebla dejando paso a la luz de la luna, lo que permitió a los españoles observar que los ingleses se disponían a atacar. Efectivamente, poco después empezaron a disparar sus cañones sobre las naves más desprotegidas, produciendo algunos muertos y heridos. Medina Sidonia mandó izar el estandarte real y ordenó a su vez formación de ataque. Sólo necesitaron los ingleses observar las primeras maniobras para desaparecer del horizonte a toda vela. Hacia las diez de la mañana, ordenó el duque la vuelta a la formación en media luna y prosiguió su avance no pudiendo hacer otra cosa, puesto que las ligeras naves inglesas, se acercaban, disparaban y huían rápidamente.

Sin embargo, no precisaba la escuadra española de aquel hostigamiento para que las cosas empezaran a ir muy mal. A primeras horas de la tarde, el Nuestra Señora del Rosario de Valdés, chocó contra el Santa Catalina, produciéndose graves daños en ambas naves. A esto siguió un incendio con explosiones a bordo de la Santa María de la Rosa, la nave almiranta de Oquendo, se dijo que provocado por un artillero traidor, según algunos, inglés, según otros, holandés, lo que, para el caso, no suponía diferencia. Finalmente, un palo partido en el Nuestra Señora del Rosario, arrastraba consigo las velas, dejando la nave paralizada mientras el resto de la flota se alejaba. 

Unos testigos dijeron que Medina ordenó auxiliarla y, otros, que no; en cualquier caso, se oyeron cañonazos en la oscuridad y a la mañana siguiente, el Triumph y el Victory caían sobre la galera española exigiendo su rendición. Valdés fue hecho prisionero y conducido a Plymouth; doscientos barriles de pólvora y medio millón de ducados cayeron, como del cielo, en poder de los apurados ingleses. El Nuestra Señora del Rosario –1.150 toneladas, casi 50 cañones y más de 400 hombres entre tropa y marinería-, era conducido a Londres como trofeo. Sus banderas -no conquistadas, puesto que no llegaron a combatir-, pasaron a colgar de los muros de la Catedral de San Pablo -Saint Paul's Cathedral-. 

El lunes, primero de agosto, Medina Sidonia mandó otro correo a Farnesio informándole de su situación. Aquel día no hubo viento, lo que dotaba de cierta ventaja a las galeras españolas, que disponían de remos, de modo que los ingleses decidieron mantenerse a distancia y así, las dos escuadras, como dos buenas amigas, una en pos de otra, iban surcando tranquilamente el Canal

Los ingleses se reúnen en consejo. La mayoría de los jefes proponen atacar con más vigor, pero Howard se opone, fijando la táctica empezada, que es la que en definitiva les dará la victoria: “Importa a Inglaterra conservar la escuadra, su única defensa, sin comprometerla en un combate, que, perdido, entregaría el país y sus familias al enemigo, al paso que, continuando como hemos empezado, hostigando la retaguardia, recogiendo los rezagados y manteniendo a los otros en la intranquilidad, irá disminuyendo su fuerza, en tanto se presenta oportunidad de obrar sin riesgo. Nuestra regla de conducta ha de ser: cañonear a prudente distancia, evitando cuidadosamente el abordaje, y retroceder, conservándonos a barlovento así que el enemigo intente generalizar combate.

Aquella noche, el White Bear y el Mary Rose confundieron el farol del San Martín con el del Ark Royal de Drake; se acercaron, pues, confiadamente, para descubrir, con las primeras luces del día, que navegaban codo a codo con la capitana de Medina Sidonia. Pero no pasó nada; Medina-Sidonia se mantenía firme en su decisión de no combatir.

Martes, dos de agosto, cerca de Portland. Las naves: San Marcos, San Mateo, San Luis, San Lucas, San Felipe, Santa Ana, San Juan de Sicilia, Santiago, San Juan Bautista, etc. se enfrentan a las naves: Triumph, Tiger, Griffin, Golden Lion, White Bear, Revenge, Victory, Bull, Dreadnought, etc., con objeto de abordarlas, que era lo más que permitían las instrucciones del rey –al menos, en la interpretación del duque-, pero nunca alcanzaron la distancia apropiada, ni para lanzar sus garfios de abordaje, ni para hacer efectivo el uso de mosquetes, de modo que, después de tres horas de escaramuzas, sin resultados notables, ni para los santos, ni para los profanos, un cañonazo del San Martín, daba la señal de retreta.

Miércoles, tres de agosto: al amanecer, los ingleses continuaron hostigando la retaguardia, hasta que un cambio en la dirección del viento, permitió a Recalde y a Leyva encararlos con sus temibles galeones. Aprovecharon los ingleses la misma brisa para desaparecer rápidamente. Por la tarde, las ciento veinte velas españolas entraban en aguas de la Isla de Wight. Medina Sidonia envió un correo más a Farnesio y se dispuso a fondear por aquel lado mientras esperaba sus noticias. 

Los ingleses, cuya principal estrategia consistía –como se ha visto- en acercarse, efectuar algunos disparos y escabullirse, amainaron igualmente y se dispusieron a esperar a su vez.

Jueves, cuatro de agosto: Los ingleses requisan la pólvora de sus fortalezas costeras dejándolas indefensas y cañonean el Santa Ana. Era el día de Santo Domingo de Guzmán, el patrón de Medina Sidonia –Alonso Pérez de Guzmán- quien, animado por la coincidencia, decide combatir. Su galeón San Martín fue duramente atacado y sufrió daños notables; Recalde, Oquendo y otros, procedieron contra el Ark Royal, dejándolo medio destruido. Para general sorpresa, Medina se negó a permitir el abordaje, viendo los hombres cómo se les escapaba la presa de entre los dedos. Enésimo despacho a Farnesio comunicando la situación y la urgencia.

Alejandro Farnesio, Duque de Parma y sobrino de Felipe II. Otto Van Been

Viernes, cinco de agosto: Aprovechando la calma que mantiene parados a los ingleses, las naves españolas rezagadas logran reunirse con el grueso de la flota. Cunde la alarma por toda la costa inglesa. Nueva carta a Farnesio pidiendo munición y naves ligeras con que intentar la aproximación que no podían llevar a cabo los grandes galeones. Es urgente que Farnesio esté preparado para embarcar sus tropas, en cuanto la armada se aproxime a Dunkerque. La media luna avanza hacia Calais.

Sábado, seis de agosto: Ingleses y españoles se abstienen de combatir por hallarse ambas flotas en parecido riesgo. Graves dudas se le plantean a Medina ante la desesperante falta de noticias de Farnesio; si continúa avanzando, las corrientes del estrecho arrastrarán las naves hacia el Mar del Norte, sin posibilidad de cumplir su misión, ni de volver atrás. Se impone amainar y permanecer a la espera. No queda otra salida sino internarse en la rada de Calais, lo que se efectúa entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde.


Una vez aseguradas las naves con las dos anclas que requería la fuerza de las corrientes, Medina envió a su secretario en busca de Farnesio. Entre tanto, él se ponía en comunicación con el gobernador de Calais; Mr. Guiraud de Mauleon -un viejo combatiente católico con pata de palo, práctico en colgar hugonotes que, en 1558 había contribuido a arrancar Calais a la Corona inglesa-, quien se puso inmediatamente a su disposición, ofreciéndose a proteger la flota con sus cañones y a proporcionar alimento fresco a la tropa y la marinería.

Al mismo tiempo que los ingleses se detenían, sospechando que la locura de anclar la flota en lugar tan inseguro no podía deberse más que a alguna amenazadora estrategia, una escuadra tripulada por Gueux de Mer o Mendigos del Mar –holandeses, rebeldes a la Corona de España-, al mando de Justino de Nassau, tomaba posiciones cerca de Dunkerque.

Domingo, siete de agosto: Llegan noticias, buenas y malísimas. La buena: había aparecido Farnesio, aunque no en Dunkerque, donde se le creía, sino en Brujas. Las malas: no había hombres, ni naves, ni munición, ni nada.

-¿Qué puedo yo hacer?- había respondido el duque de Parma al mensajero boquiabierto, como si aquella guerra no fuera con él y, sin hacer mención alguna a los múltiples y desesperados mensajes de Medina Sidonia, quien esperaba inútilmente, encerrado en Calais y, con las salidas bloqueadas; al oeste por la armada inglesa y al norte por la holandesa.


Por la noche se observaron ciertos movimientos sospechosos en la flota inglesa. Muchos de los hombres que navegaban con el duque habían participado en el asedio de Amberes, donde vivieron, aterrorizados, las explosiones provocadas por el ingeniero Gianivelli quien, en la actualidad estaba al servicio de la reina inglesa. Pensaban en las temibles brulottes; naves sin tripulación, cargadas con enormes cantidades de pólvora, cubierta con lonas, madera embreada y algunos productos químicos, tóxicos y explosivos. Después de prenderles fuego y, calculando con cierta exactitud el tiempo que tardaría el fuego en alcanzar la pólvora, las remolcaban hasta ponerlas a favor del viento, con cuyo empuje avanzaban inexorablemente hacia su objetivo. Ante su aparición, no había más defensa que la huída, en el caso de que ello fuera posible. En Amberes, para cerrar el paso a los españoles, Gianivelli había hecho volar por los aires un puente de barcas, segando vidas y haciendo desaparecer hogares, diques, puentes y edificios públicos.

Las presentes circunstancias hicieron evocar a muchos el suceso transformando la tensión de la espera en comprensible temor, ante la más que probable eventualidad de que el invento se repitiera. Las circunstancias eran perfectas para la flota enemiga, ya que el viento apuntaba hacia una escuadra paralizada y sin más alternativa que navegar hacia el norte, afrontando un riesgo probable, o quedarse allí en espera de otro seguro.

Medina Sidonia ordenó que todo el mundo permaneciera en guardia, y que nadie se separara del grueso de la flota intentando huir, cualquiera que fuese la inminencia del peligro. 

Después de las doce horas de aquella noche sin luna y, haciendo ciertas sus peores sospechas, los españoles vieron aterrorizados, como el infierno se acercaba a ellos a bordo de ocho naves incendiadas.

El duque ordenó que los galeones que se hallaban en el rumbo de las brulottes levaran anclas y se alejaran momentáneamente. Oquendo, en cambio, aconsejó que se botaran algunas embarcaciones menores y que intentaran remolcar las naves incendiadas hasta una zona sin peligro. Pero había poco tiempo. Sea como fuere, las explosiones comenzaron y el temor actuó sembrando el desorden. Tampoco había tiempo para levar anclas ni desamarrar, de modo que, a algunos capitanes les pareció más fácil y rápido cortar los cables a hachazos. Los galeones se pusieron así en movimiento y chocaron unos contra otros, quedando algunos varados en la rada y, saliendo otros a mar abierto, justo en dirección al grueso de la flota enemiga. 

Sólo la nave capitana –que intentando evitar un bajel que se le venía encima, había chocado contra el San Juan de Sicilia, perdiendo palos y aparejos-, y algunas de las galeras más próximas que conservaban sus anclas, volvieron a la formación. Se efectuó un detonación de aviso para que todos recuperaran sus posiciones, pero muchas de las naves ni siquiera pudieron oírla; empujadas por la corriente navegaban sin control hacia el norte. Al final las brulottes se consumieron en la playa sin producir daños mayores, pero con aquella dispersión empezaban las verdaderas adversidades para la Gran Armada. 

Sobre la flota inglesa se cernían otras no menos graves, como la escasez de pólvora, pero, sobre todo, y aunque los españoles no lo sabían, un enemigo superior; la epidemia, provocada por el mal estado de los víveres y del agua, estaba diezmando a sus hombres de forma mucho más efectiva que cualquier enemigo humano. 

Lunes, ocho de agosto: De acuerdo con la información de los correos, Farnesio ya estaba en Dunkerque, donde algunos movimientos de tropas, parecían dar a entender que, definitivamente se procedería a su embarque. Pero nada era seguro. Con las primeras luces de la mañana se avistaron las naves dispersas en dirección a Gravelines; la zona de los bancos de arena.


Optó entonces Medina Sidonia por la única alternativa posible, volver sus naves hacia el enemigo y presentar batalla, a pesar de la desventaja que significaba para él la distancia entre ambas flotas, que impedía el empleo de sus pesados cañones y, a la vez, favorecía la idoneidad de las ligeras armas inglesas. El choque se prolongó hasta las tres de la tarde, hora en que algunas de las naves dispersas pudieron emprender la vuelta gracias a las velas y aparecieron amenazadoras en el horizonte, provocando la retirada de los ingleses. -¡Gallinas luteranas, venid a las manos!- Gritaban inútilmente los españoles.

El San Lorenzo, de Moncada, dañado en el desorden de la víspera, ante la imposibilidad de seguir a Medina Sidonia, optó por volver para recogerse en Calais, siendo perseguido por el Ark Royal y el Margaret and Jones, que no dejaron de cañonearlo hasta que varó, quedando indefenso a la entrada del puerto. Envió Moncada un mensaje urgente pidiendo ayuda al gobernador de Calais y permaneció a bordo hasta que cayó muerto de un disparo de arcabuz. Algunos hombres alcanzaron la playa a nado y en botes, y allí fueron recogidos por Mr. Guiraud, mientras los ingleses procedían al saqueo de los restos de la nave.

Quedamos muy mal parados –escribió Medina Sidonia en su Diario, expresando su desánimo por los resultados de aquella jornada que la historia conoce como Batalla de Gravelinas-; casi sin poder hacer más resistencia, y los más ya sin balas que tirar.

¿Dónde estaba, a todo esto Farnesio, en cuya espera se vio la armada sometida a aquella aterradora contingencia?

Quedaron medio destruidos el San Mateo y el San Felipe, por lo que ordenó el duque que fuera evacuada la tripulación de ambos. Se negó el capitán del San Mateo, Diego de Córdoba a abandonarlo, en un vano intento de hacerlo llegar a la costa, para intentar allí su reparación, pero la corriente, más efectiva que sus averiados instrumentos, empujó la nave hacia Zelanda, poniéndola a merced de la artillería holandesa de Nassau. En cuanto al San Felipe, igualmente llevado por el viento y las corrientes, alcanzó el puerto de Flessinga, bajo la autoridad de Farnesio. Hubo apenas tiempo para desembarcar a la gente, pero antes de que pudieran intentar salvar los cañones, volvieron los holandeses y se llevaron el galeón ante la perplejidad general. 

Se dice que llevaba el San Felipe gran cantidad de vino en sus bodegas y que, una vez descubierto por aquella chusma con fama de borrachos, se dieron a los barriles con tanto entusiasmo, que no se percataron de que la nave hacía agua. En consecuencia, trescientos holandeses se irían alegremente al fondo del mar, junto con su presa.

Martes, nueve de agosto: En medio de la madrugada se desató un temporal que arrastró al San Martín hacia la costa de Zelanda; más al norte de la zona en la que presumiblemente se encontraba Farnesio. Pensó el duque en volver al Canal, pero al amanecer vio como se dibujaba a popa la eterna pesadilla inglesa. Entre los bajíos holandeses y sus defensores, los gueux, al norte, los ingleses detrás y, el temporal en todas partes, si no cambiaba el viento, la armada iba a su completa destrucción.

-Puesto que seguimos sin noticias del duque de Parma -expuso discretamente Medina Sidonia al Consejo, aunque seguramente ya estaba convencido de que nunca llegaría-; tenemos dos opciones: volver al Canal, o regresar a España, en cuyo caso, tendremos que navegar por el Mar del Norte, para descender después rodeando Escocia e Irlanda.

Miércoles, diez de agosto: Se navega hacia el norte con los ingleses en la retaguardia, cuando llegan –al fin- noticias de Farnesio: Puesto que habéis perdido el Canal y no parece que haya posibilidades de volver allí, no conviene que toméis ahora la vía del Mar del Norte para regresar a España, por ser harto larga y peligrosa, especialmente para una flota que ha perdido sus mejores galeones y tiene medio destruidos los que le quedan. Enviaré pilotos que os guíen hasta puertos asegurados al servicio de España; haremos reparar las naves y aprovecharemos el invierno para reducir a los rebeldes holandeses del norte. Más adelante y, en mejores condiciones, podremos intentar de nuevo la jornada contra Inglaterra.  

No consta la reacción del duque de Medina Sidonia -aunque podemos sospecharla- al ser informado de aquel radical e inesperado cambio de propósito que, tal vez favorecía los planes de Farnesio, pero era radicalmente contrario a sus órdenes. Tal vez hubiera una explicación para aquella actitud aparentemente tan próxima a la traición y que tanto daño había causado a la flota. En todo caso, el duque no aceptó la alternativa y, continuó su fatídica singladura hacia la catástrofe.

Jueves, once de agosto: la escuadra avanza hacia el norte bajo la atenta mirada de los ingleses que siguen tras ella, guardando las distancias convenientes.

Viernes, doce de agosto: Algunas de las naves dispersas logran reunirse con el grueso de la flota. El conjunto parece recuperar su antiguo imponente aspecto. Howard y los suyos, cuando ven que la escuadra se dirige al norte, entienden que navega hacia su pérdida definitiva, por lo que ellos abandonan discretamente la persecución y emprenden el retorno.

Gráfico: La Armada Invencible de Francisco Tormo

Sábado, veinte de agosto: Todos los demás días se ha ido navegando siempre con el mismo viento, hasta salir del Canal del Mar de Noruega, sin ser posible volver a la Canal de Inglaterra, hasta hoy, a los XX de agosto, que habiendo doblado las islas últimas de Escocia, al Norte, se va navegando la vuelta de España, escribió el duque en la última anotación de su Diario y, aquí hallamos una de sus principales incoherencias: ¿cómo es que él no podía volver atrás hacia el Canal de Inglaterra, y los ingleses sí pudieron hacerlo una semana antes y con las mismas corrientes?

Se dice que para entonces Medina Sidonia ya había decidido abandonar y huír, definitivamente desmoralizado y que Oquendo, furioso por su actitud, gritó dirigiéndose al San Martín: -¡Gallinas, a las almadrabas! en evidente referencia a las pesquerías de atún que el duque explotaba en Cádiz, que era lo más que sabía del mar y que le valdrían asimismo el sobrenombre de “Rey de los atunes”.

El día veintiuno, Baltasar de Zúñiga se hacía cargo de un despacho del duque para el rey, en el que detallaba lo sucedido hasta la misma fecha en que terminaban las anotaciones en su Diario. Zúñiga se separó entonces de la flota, adelantando su vuelta a España. 

Poco antes de que llegara al Monasterio de El Escorial, donde debía entregar el despacho al monarca, había recibido este una carta del Archiduque Alberto –su lugarteniente en Portugal-, en la que escribía, sorprendido por la falta de noticias de la flota: 

Parece encanto no saberse nada de la Armada.

La carta de respuesta del rey, contenía una copia del informe de Zúñiga y sólo una nota:

Por la relación que va con esta, que me envió el duque de Medina, veréis en qué paró el encanto.

* * *

lunes, 18 de febrero de 2013

LA GRAN ARMADA-The Invincible Fleet (1) EL SUEÑO DE FELIPE II



Felipe II. Sofonisba Anguissola
(Centro Virtual Cervantes)

Felipe II dijo que no había mandado sus naves a luchar contra los elementos. Efectivamente, nadie haría algo semejante; las había mandado a invadir Inglaterra y, aquellos elementos que, realmente contribuyeron a la destrucción de la flota, sólo se produjeron cuando las naves intentaban volver a España, una vez frustrado su objetivo.

De todas formas, no tenemos por qué creer que algunas frases hechas, por muy célebres que sean, hayan sido alguna vez pronunciadas, ni que lo fueran por aquellos a quienes se les atribuyen, ni aún que se correspondan con el momento histórico que se supone las propició.

Dicho esto, si Felipe II manifestó algo, no sería aquello de: no envié yo mis naves a luchar contra los elementos; en todo caso habría dicho: no conté yo con la posibilidad de que mis naves tuvieran que luchar contra los elementos, lo cual se ajustaría mucho más a los hechos, siempre que aceptáramos la posibilidad de que este monarca hubiera pensado siquiera en dar una explicación, lo cual no era su costumbre. De todos modos, es bien probable que no dijera nada y, casi seguro que aquella eventualidad no fue prevista, como no lo fueron muchas otras.

El plan, que se basaba en una gran ostentación de fuerza y debía actuar de forma disuasoria frente a una potencia evidentemente inferior, no parecía ofrecer grandes complicaciones. Una monumental flota se dirigiría desde Lisboa a Calais. Allí esperaría al duque de Parma, Alejandro Farnesio, que se embarcaría con dieciséis mil hombres y asumiría el mando de la expedición. A continuación y, protegido por la misma escuadra, debía cruzar el Canal de La Mancha English Channel, hasta la desembocadura del Támesis Thames; punto de partida desde el cual procedería a la invasión inmediata de toda la Isla. 

Una vez sometida Inglaterra England, un primer equipo de clérigos e inquisidores que viajaban en las mismas naves, procedería a realizar su tarea de devolver a los súbditos de la reina hereje al seno de la Iglesia Católica. El plan requería una larga preparación y un más que considerable gasto.

D. Álvaro de Bazán. 1828 Museo Naval. Madrid. 
Copia de un retrato anónimo propiedad de los Marqueses de Santa Cruz.

A mediados de enero de 1586, don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz (1526–1588) ofrecía sus servicios al rey, asegurándole que le urgía a ello el servicio de Dios y de Su Majestad, y no la ambición de nuevas victorias, de las que ya había cosechado más de las necesarias para avalar su cualificación –algo sobradamente cierto y conocido–. Insistía  Bazán en la viabilidad de su proyecto, asegurando que era el momento más idóneo para llevarlo a cabo, dada la obligada inactividad de turcos y franceses en aquel momento.

Pocos días después, recibía una carta del monarca en la que le notificaba que su plan contenía muchas cosas muy bien consideradas y otra adjunta de Idiáquez en la que le pedía que remitiera al monarca, brevemente y en secreto, una memoria precisa del modo en que entendía que habían de realizarse sus planes.

A finales de marzo llegaba una nueva carta de Bazán en la que, comunicaba que, dado su conocimiento de la disposición y número de las defensas inglesas, podía asegurar que no se hallaba aquel reino en condiciones de enfrentarse, desde ningún punto de vista, a la armada cuya formación proponía y que consistía en lo siguiente:

                                                    - 150 naves grandes
                                                    - 40 urcas de carga
                                                    - 320 navíos 
                                                    - 40 galeras
                                                    - 6 galeazas
                                                    - 40 fragatas
                                                    - 200 barcazas para el desembarco.

Cerca de cien mil hombres, contando señores, soldados, tripulación, servidumbre y remeros, se emplearían, parte en el servicio de la flota y, parte en la invasión propiamente dicha. El costo total, casi cuatro millones de ducados, serían aportados en su mayor parte por Castilla y, otras cantidades menores, por Nápoles, Milán y Sicilia.

A principios de abril, hallándose por un lado el monarca todavía indeciso ante la necesidad de distraer las fuerzas desplegadas en Flandes, pensaba, por otra parte, si tal vez necesitaría enviar a don Álvaro a las Indias para acabar con la impunidad de Drake, de modo que, manteniendo en todo caso el secreto sobre sus designios, respondía a su almirante en términos muy vagos y poco prometedores: Todo está muy bien apuntado; se irá mirando en ello.

Al tiempo que el monarca, asistido por sus fieles colaboradores Idiáquez y Moura, miraba en ello, se producían dos acontecimientos de la mayor trascendencia, que contribuyeron a acelerar la decisión tanto tiempo aplazada.

El dieciocho de febrero de 1587 la ejecución de María Estuardo Mary Stuart, provocaba el llanto y la indignación de todo el orbe católico.

Un mes después, el diecinueve de abril, Francis Drake caía sobre Cádiz al mando de una flotilla compuesta por veinticinco o treinta naves sin bandera, que es lo mismo que decir, piratas. Tras someter la ciudad a un duro cañoneo, ancló sus naves y, con gran rapidez y desenvoltura procedió al incendio o saqueo –según los casos-, de los navíos que, ya en reparación, ya a medio construir, halló en el puerto.

Sir Francis Drake en Buckland Abbey. Marcus Gheeraerts the Younger

Álvaro de Bazán recibió la orden de organizar una flota para perseguir al inglés, al que pensaba dar alcance con facilidad, suponiendo que navegaba lastrado por el producto de la razzia. Sin embargo, cuando el marqués estuvo preparado para darse a la vela, Drake ya se encontraba en Londres haciendo cuentas con la reina sobre los porcentajes del reparto de los beneficios del corso.

Es probable, sin embargo, que, aún siendo enorme el perjuicio causado por aquel ataque, no se redujera sólo a las pérdidas materiales. Habida cuenta de que en el puerto de Cádiz, no sólo se almacenaban víveres para la armada, sino que también se construían parte de las naves que debían formarla y, sabiendo asimismo, que Francis Drake era hombre de bien probada inteligencia, podemos intuir que también era observador y que nada le impidió llevar a la reina Tudor algo más que su parte material del botín. Ni siquiera un satélite espía actual, hubiera podido recoger información más detallada sobre la potencia naval del reino enemigo.

En todo caso, fue la sensación de ridículo provocada ante propios y extraños –como dijo el pontífice-, y no la muerte de María Estuardo, la que puso en marcha, definitivamente, los mecanismos necesarios para arrancar el gran proyecto. Pero, sin duda, con Felipe II, definitivamente, no significaba inmediatamente.

El monarca hizo anular todas las audiencias y se encerró para dedicarse plena y exclusivamente a preparar sus planes de invasión de acuerdo con miles de consultas escritas, ya que de lo hablado se le quedaba poco en la cabeza, según confesión propia a su secretario, previa orden de que le guardara el secreto.

-En el otoño será el golpe –dijo el rey.
-Mejor en primavera –respondió Bazán.
-Necesitamos un puerto seguro en Holanda –terciaba Farnesio-, acabemos antes con el problema de las Provincias rebeldes.
-Aportaré un millón de Escudos de oro –prometió el papa. Aunque más tarde, el gusto que mostraba Su Santidad, se ha enfriado con el dolor del dinero –comunicaba el embajador español en Roma, después de intentar que aquel hiciera efectiva su promesa.
-Alonso de Leyva es el hombre indicado para comandar la flota –decían los consejeros-, porque Bazán no quiere someterse a las órdenes de Farnesio quien, a su vez, no tiene más miras que las destinadas a engrandecerse en Flandes.
-Don Álvaro dice que no se puede salir en octubre, porque quiere que Su Majestad le haga duque, para no estar por debajo de Farnesio, pero yo estoy dispuesto a hacerme a la mar en cuanto Su Majestad lo ordene –proponía Leyva, con la esperanza de obtener el mando.

Al fin, señaló el monarca el mes de enero de  1588 como fecha límite, pero antes había que reunir los víveres necesarios por medio de expropiaciones, parte de las cuales le fueron encomendadas a Miguel de Cervantes, quien, en su desempeño, se vio abocado a la cárcel y hasta la excomunión, aunque también le aportó una valiosa experiencia que contribuyó a afirmar su filosófica visión de la existencia humana. Nada más enriquecedor, sin duda, que vivir tan de cerca la inquietante situación que se estaba gestando.

Pero llegó enero y la armada permaneció anclada en Lisboa. Cierto es que los subordinados no se ponían de acuerdo, pero era igualmente real la manía del monarca de prestar toda su atención a los detalles menores en perjuicio de las decisiones más trascendentes y necesarias. Estando los planes secretos de invasión tan avanzados que, en Londres ya se tomaban medidas para la defensa, recibió el rey una carta en la que se informaba de los recursos allegados por aquella Corona, en cifras relativas a hombres, armamento y municiones. Como dato casual, añadía el informante un cotilleo según el cual, había visto nidos de piojos en las ventanas del salón del trono de la reina Isabel.

Es evidente que la noticia llamó poderosamente la atención de un rey, que, en tiempos había reinado en aquellos salones, porque, dejando a un lado otras futilidades contenidas en la carta, escribió al margen de la misma: Es posible que no sean piojos, sino pulgas.

Siguiendo instrucciones reales muy precisas, a primeros de enero, el archiduque Alberto, entonces cardenal, había viajado a Lisboa con el fin de celebrar una entrevista con Álvaro de Bazán.

-Absténgase Vuestra Señoría –le dijo–, de escribir más cartas a Su Majestad sobre el asunto de Inglaterra y acepte el encargo que se le ha hecho, o rechácelo definitivamente, sin condiciones. 

Se apresuró entonces el marqués de Santa Cruz a escribir una última carta al rey en la que, olvidando todas sus antiguas objeciones, le comunicaba que lo tenía todo preparado y que estaba dispuesto a ponerse en marcha en cuanto se le comunicaran las órdenes pertinentes.

De esta manera, se había ahorrado el archiduque la última parte de su embajada, de acuerdo con la cual; a la menor contradicción debía informar al almirante de que ya se le había designado un sucesor. 

Ante las seguridades dadas por Bazán, escribió Felipe a Farnesio, diciéndole que esperara la llegada de la flota a primeros de febrero.

Me llega vuestra carta cuando ya esperaba a Santa Cruz –respondía aquel-, más, si por el contrario, se me ordena pasar sin él, lo intentaré, aunque todos dejemos la vida en el intento.

La necesidad de aparentar que mantenía su confianza en Bazán, no había impedido al rey tener prevenido al duque de Medina Sidonia, a quien ordenó el día once de febrero, que se hiciera cargo de la Armada, al mismo tiempo que preguntaba a Farnesio si sería capaz de llevar a cabo la empresa en solitario, lo que demuestra que lo único que tenía seguro era el proyecto de invasión y la seguridad de que lo llevaría a cabo de todas formas. En cuanto a los preparativos, todo lo que puede leerse al respecto, ofrece una penosa sensación de desorden, pero el rey sólo veía el proyecto de su sueño, y en él, todo era perfecto.

Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz fallecía el nueve de febrero, según se dijo, del pesar que le produjeron algunas palabras poco meditadas del rey. Parece casi seguro que llegó a conocer la designación de Medina Sidonia, si bien, por vías extraoficiales. El hecho de que el rey hubiera actuado a sus espaldas, era signo más que evidente de su caída en desgracia.

El dieciséis de febrero, escribía el involuntario sustituto, Alonso Pérez de Guzmán, VII duque de Medina Sidonia, una carta llena de lamentos y objeciones dirigida al rey:
No tengo salud para embarcarme. No sé nada del mar. Me mareo. Tengo muchas reúmas. Además, no es justo que me encargue de este servicio,  porque es empresa importante y carezco de experiencia de mar y guerra. No sé nada de Inglaterra ni de sus puertos y navegaría a ciegas. 

Alonso Pérez de Guzmán y Zúñiga, Palacio de Medina-Sidonia.

Antes de que Felipe II recibiera la carta de Medina Sidonia, tuvo noticia de la muerte de Bazán, lo que le llevó a reclamar la presencia inmediata del duque en Lisboa, haciendo las mayores jornadas que le sea posible y, el día veinte, ya conocedor de las quejas de Medina Sidonia, le escribía mezclando halagos relativos y amenazas veladas.

He leído vuestra carta del 16 que atribuyo a vuestra mucha modestia, pero de vuestra suficiencia y partes he de juzgar yo. En lo que decís de la salud, es de creer que Dios os la dará en jornada tan a su servicio. Ya habréis recibido mi carta de 14 y por lo tanto, conocéis mi resolución y estoy cierto de que ya os encontráis camino de Lisboa, como os obliga el tiempo y mi confianza.
En cómo se ha de guiar la empresa  y lo que en ella corresponde al duque de Parma, mi sobrino, recibiréis en Lisboa instrucciones y advertencia muy particulares. Disponeos pues, como espero, para hacerme este servicio.

Por si las cosas no quedaban suficientemente claras, añadía el monarca de su puño y letra una post data: No puedo pensar que esta carta no os haya de tomar más cerca de Lisboa que de Sanlúcar, pues no os obliga a menos mi confianza.

Aquella confianza, que no era sino una orden apremiante, exculparía al duque de Medina Sidonia, de buena parte de la responsabilidad que tradicionalmente se le ha atribuido en los hechos que siguen. 

El día veintidós llegaban finalmente las instrucciones que, se supone, debían poner al duque en conocimiento de todos los detalles relativos a una empresa, de cuya preparación, planes y estrategias, lo ignoraba todo, pero contenían, en realidad, pocas órdenes, aunque muy concretas: Había que reducir las raciones de vino asignadas a los soldados y la marinería; todos aquellos que fueran a partir con la armada, deberían confesar y comulgar antes de embarcarse y no debía el duque consentir a bordo, ni blasfemias, ni juramentos, ni mujeres, públicas o privadas. 

En cuanto a las cifras definitivas sobre la composición y dotación de la flota, eran notablemente inferiores a las del proyecto de Bazán: 130 naves desplazarían 57.868 toneladas, 2.431 piezas de artillería y 30.656 hombres.

Medina Sidonia navegaría a bordo del buque insignia San Martín, en el centro de la formación y a cargo de doce galeones de la escuadra de Portugal. Completaban el conjunto las escuadras de Vizcaya, Castilla, Andalucía, Guipúzcoa, Levante, Nápoles, Sicilia, Flandes y la formada por los galeones de Indias, todas ellas comandadas por capitanes de la talla de Recalde, Oquendo, Bertendona o Moncada.


San Martín, São Martinho de la escuadra de Portugal. Primer navío, 48 cañones.
(Maqueta: Hobmodel).

Navegarían en formación de media luna y, ninguna nave, bajo ninguna excusa, debía separarse jamás del conjunto. La armada avanzaría, pues, siempre unida y se enviarían continuos avisos a Farnesio, sobre su situación, evitando a toda costa cualquier variación de los planes previstos, aún cuando el enemigo intentara provocarla. Su objetivo era servir de transporte al ejército de Farnesio y proteger la seguridad del Canal durante su travesía.

La Armada en Formación. Grabado inglés. (The Shakespeare Code)

Todo parecía dispuesto para el gran viaje, pero antes de que levaran anclas y soltaran amarras, por alguna razón que sólo podemos intuir, Farnesio seguía sugiriendo al monarca que suspendiera la salida de Lisboa. Escribe el historiador Cabrera que el rey no admitió el consejo y que él mismo le advirtió de que era casi imposible que se reunieran la flota de Medina con la de Farnesio a causa del gran calado de las primeras, que darían en los bancos de arena y podía ser que el enemigo anduviera más ligero por aquellas áreas. Además, consistiendo la jornada en esta unión y no pudiéndose hacer, Su Majestad perdería tiempo y expensas y aventuraba en mares y canales bajos y de furiosas corrientes por el desemboque de grandísimos ríos, las mayores fuerzas de su monarquía y de la cristiandad, sin tener punto para asegurarse. El monarca hizo caso omiso de todo.

El diez de Junio de 1588 abandonaba la formidable armada el puerto de Lisboa. A pesar de ser su envergadura sensiblemente inferior a la propuesta por Bazán, semejaba un monstruo capaz de alejar de la mente de cualquier enemigo la más mínima idea de enfrentarse a ella. Sin embargo, y, hallándose a la vista de la costa peninsular, escribía Medina Sidonia:

Voy navegando con tiempo escaso en el norte y con ruin semblante. No he querido decir a Vuestra Majestad lo que le he servido en todo lo de esta máquina, habiéndola hallado con ruin poca gente y tan atrasada, que sin duda no creí verla en este estado en un año, y las dificultades que ha habido y la falta de ministros que Vuestra majestad tiene aquí que le sirvan con ley y amor. Añadía asimismo: las vituallas vienen podridas y hay que arrojarlas al mar.

Sorprendería que el experto Bazán hubiera dejado a su sucesor tamaño desastre –suponiendo que Medina-Sidonia no exagerara las dificultades para elevar sus méritos-; en todo caso, la salida estaba preparada para febrero y habían pasado cuatro meses.

En otra carta dirigida a Farnesio, comunicaba Medina Sidonia su deseo de efectuar lo antes posible la reunión de las fuerzas de ambos. Y así -terminaba-, me ha mandado el rey que, sin torcer camino, ni hacer más que desembarazar el paso si hubiera quien me le embarace, me vaya a buscar a Vuestra Excelencia y le avise, en entrando en la costa de Inglaterra, dónde me hallo, para que Vuestra Excelencia pueda salir con su Armada.

Pero no estaba escrito que se cumplieran los deseos del duque con la inmediatez deseada, porque se vio obligado a entrar en el puerto de La Coruña en busca de agua y bastimentos y, así lo hizo, pero sin avisar al grueso de la flota, que falta de instrucciones y desorientada por un temporal, se dispersó por los puertos de las Islas Terceras, Cantabria y Guipúzcoa.

Se apresuró Felipe a comunicarle a Medina que no se afligiera por tan mal comienzo y que encontraría vituallas suficientes en los puertos en los que se encontraban las naves. Pero el duque, a quien quizá no iluminaba la misma fe que al monarca, temía que la noticia del desbarate de la flota llegara a Inglaterra y que salieran sus corsarios a buscar las naves dispersas. En consecuencia, proponía humildemente, se desistiera de la empresa y se intentaran algunos medios honrosos con los enemigos, ya que entre los hombres había pocos, o casi ninguno que supiera cumplir con las obligaciones de sus oficios. De seguir adelante en tales condiciones, -aseguraba-, los asuntos de Portugal y las Indias correrían peligro y Flandes cobraría ánimo cuando viera el mal suceso.

Después de hacer un recuento de efectivos y, viendo que faltaban veintiocho naves, reunió Medina al Consejo para que opinara sobre si convenía salir en busca de aquellas naves; esperar su vuelta en La Coruña, o anular definitivamente la expedición y comunicárselo así a Su Majestad. 

Lo que más deseaba el duque, era, precisamente que se aprobara la última alternativa, pero en contra de sus angustiados deseos, todos votaron a favor de seguir adelante. Para mayor desencanto, recibía una carta del rey fechada el doce de julio, en la que, entre muchas ternezas, le aseguraba que jamás abandonaría la empresa y que siguiese adelante, aunque faltaran buques. Por lo demás, bien sé vuestra diligencia y vivo seguro de lo mucho que en ello os desveláis.

Así, después de treinta y dos días de espera en La Coruña y, habiendo acumulado para entonces ciento veintidós jornadas de retraso, abandonaba Medina Sidonia aquel puerto. El veintinueve de julio, viernes, la flota avistaba la Punta del Lizard en el extremo suroeste de la isla de Inglaterra.

Lizard Point, Cornwall, el punto más meridional de Gran Bretaña.

Hombres de no menor competencia que los comandantes españoles, tales como Effingham, Drake, Hawkins, Frobisher, Leicester o Hundson, esperaban su llegada a lo largo de la costa.

El diecinueve de agosto –9 en Inglaterra–, en Tilbury, no lejos de la desembocadura del Támesis, tierra adentro, la reina Isabel, a caballo, arengaba a sus tropas con un célebre e histórico speech: 
Elisabeth I en Tilbury. (The Shakespeare Code).

Sé que no tengo sino un cuerpo de mujer, de una débil mujer, pero tengo el corazón de un rey y, de un rey de Inglaterra y siento un gran desprecio ante el hecho de que ese Parma de España o cualquier otro príncipe de Europa, se proponga invadir las fronteras de mis reinos. Yo misma empuñaré las armas; yo misma seré vuestro general y recompensaré los méritos de cada uno de vosotros en el campo de batalla.

Continuación:
Gran Armada (2) En qué paró el encanto:
http://atenas-diariodeabordo.blogspot.com.es/2013/02/la-gran-armada-2-en-que-paro-el-encanto.html


martes, 12 de febrero de 2013

EL GRECO, EL EXPOLIO Y EL CARDENAL CARRANZA

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Es sabido que muchas de las obras de Domínicos Theotocópoulos Δομήνικος Θεοτοκόπουλος, conocido ya desde su época como El Greco, ofrecen tal complejidad, que llegan a constituir un auténtico jeroglífico en su conjunto, sin contar con los símbolos que él mismo incluye frecuente y voluntariamente en esas composiciones. Tal vez su comprensión no resultaba tan ardua en el siglo XVI, cuando el espectador podía contemplar las pinturas en la posición y el lugar para el que fueron creadas, en ocasiones, formando parte de un conjunto del que hoy están radicalmente separadas, y compartía con una naturalidad ya imposible, un contexto histórico, social y religioso.

Por otra parte, al desconocimiento de los factores citados, se une, en el caso del Greco, todo el misterio que envuelve su persona; sus intereses, su carácter, lo que había en su alma, en definitiva, y constituía la verdadera razón de su existencia, más allá de la pintura.

La vida de Cervantes (1547-1616), del que también sabemos muy poco, coincide casi exactamente con la del Greco (1541-1614), pero en el caso del escritor, estamos en condiciones de plantear y, en alguna ocasión, resolver, ciertas hipótesis, basándonos en el conocimiento de la sociedad en la que creció y se formó. No ocurre lo mismo con el pintor, cuya infancia y juventud transcurrieron entre Creta, Venecia y Roma. Algo se puede deducir de las dos últimas ciudades, pero al referirnos a Creta, en este caso a su capital, entonces llamada Candía, nos encontramos ante una verdadera encrucijada con varios caminos abiertos como interrogantes, de los que el primero sería intentar medir cuánto de griego era el Greco, puesto que desde 1204 la isla era veneciana, lo siguió siendo mucho tiempo después de que él la abandonara e incluso después de que muriera, lo que significa que nació y pasó su infancia en una Creta veneciana desde hacía más de 300 años.

Podría pues, haber asistido a la escuela en italiano, lo que no se opone al hecho de que su lengua materna fuera el griego, que conservó siempre -de esto no cabe duda, ya que colaboró en un proceso inquisitorial en Toledo como intérprete de este idioma-. También podía leerlo, puesto que en su biblioteca había libros en griego, pero es probable que no supiera escribirlo bien, ya que sólo lo empleaba para firmar sus obras.

No cabe duda de que era muy consciente y estaba orgulloso de su origen helénico, de lo contrario, no habría firmado siempre con esos bellos caracteres que se convirtieron casi en un elemento más de su originalidad artística. Sin embargo, cuando, ya asentado en Toledo, está leyendo una obra que atrae todo su interés, como es el caso de las Vidas de Vasari, sus anotaciones al margen de la biografía de Tiziano, si bien parecen escritas en castellano, contienen muchas palabras italianas en cierto modo adaptadas, lo que significaría que posiblemente, pensara en italiano. De hecho, su alias, El Greco, es también italiano, ya que el toponímico castellano, en todo caso, sería, El Griego

Tampoco sabemos, si como griego, era ortodoxo, o como veneciano, era católico. Cuando finalmente Creta cayó en manos turcas, en 1669, los venecianos salvaron sus registros, en los cuales, no aparece el nombre ni la familia del pintor, lo que nos inclinaría a pensar que, posiblemente eran ortodoxos, si bien, la latinización de su nombre haría pensar lo contrario, ya que su equivalente helénico y ortodoxo sería Κυριακός; Ciriaco, aunque pudo tratarse simplemente de una adaptación al medio, producida durante su época italiana que después decidió conservar. 

Por otra parte, su registro de defunción, dice que recibió los sacramentos y dio velas; puede ser una fórmula, pero también puede ser literal, aunque no contradice la ortodoxia. En cambio, sí que sorprende, al menos si es que era católico, que no dotara de fondos a la iglesia de Santo Domingo, donde debía ser enterrado, par que se rezaran misas por su alma como era costumbre.

Del mismo modo resulta difícil afrontar la tarea de discernir lo que había detrás de las relaciones del pintor, no ya con la Iglesia Católica en general, sino con la específica de la época de Felipe II –aparte contratos y pleitos- y, más aún, con la Inquisición. Sí sabemos que, en principio, lo afrontaba todo con una seguridad en sí mismo, que, en cierto modo resulta excesiva, como dice Jusepe Martínez: “Entró en esa ciudad (Toledo) con grande crédito en tal manera, que dió a entender no había cosa en el mundo más superior que sus obras”.

Además de su colaboración voluntaria con la Inquisición, sirviendo de interprete al griego Calcandil, de paso por Toledo, cuyo proceso por encubrir supuestas inclinaciones moriscas de su señor, se extendió a lo largo de ocho meses; él mismo fue examinado, entre otras cosas, a causa del gran tamaño que daba a las alas de los ángeles en sus pinturas; en aquella ocasión, El Greco dio una respuesta, tan enigmática como él mismo: Pinto así, porque el mayor defecto del hombre, es ser tan pequeño. Sea como fuere, tal vez los inquisidores lo entendieron, porque el interrogatorio no tuvo más consecuencias.

Resulta curioso el hecho de que, a pesar de que la mayor parte de las 350 pinturas que hoy se cree que componen su legado, es de temática religiosa, ya sean representaciones de Cristo, de María, de santos, de apóstoles o escenas del Evangelio, la percepción más generalizada sobre él, no es precisamente la de un pintor religioso. En parte porque aún con un pretexto religioso, suele ofrecer otros mensajes que se perciben aunque no se comprendan inmediatamente, pero en todo caso, no suelen provocar el sentimiento que correspondería a una representación de carácter devoto, al menos como lo entendía el fraile de El Escorial, P. Sigüenza, es decir, que tenían que inducir el rezo. Por tanto, hay otra cosa en las pinturas del Greco, algo que no gustaba a Felipe II, tal vez sin comprender tampoco muy bien qué era. En todo caso, a pesar del escaso número de obras de carácter profano que realizó, se recuerda mucho más el Caballero de la mano en el pecho, las panorámicas de Toledo, un San Sebastián herido por flechas -aunque provoca más admiración estética que devoción-, y hasta unos apóstoles que no se presentan a la imaginación como santos al uso.

Una de esas obras destinadas a la devoción, provoca emociones indefinibles y despierta el deseo de "meterse" en el cuadro para mejor comprender lo que ocurre en su interior; es El Expolio. Una vez más, paradójicamente, es la contemplación estética –a pesar del asunto tratado–, la que confiere a la obra ese carácter de permanencia, esa persistencia emotiva, ese aspecto de eternidad, y la que permite que algo muy vital siga palpitando sobre el lienzo después de cuatro siglos. 

A pesar de la ya vieja evidencia de este reconocimiento, la admiración necesita expresarse una y otra vez; el artista que provoca todo esto, es, sin duda un genio singular e incontrovertible.

Tras su llegada de Roma y cuando aún no sabía el Greco en qué ciudad se establecería, recibió dos encargos que, en cierto modo, marcaron su existencia. Por un lado se trataba de la primera obra que iba a ejecutar en España, es decir, este Expolio, destinado a la sacristía de la catedral de Toledo del que Juan Bautista Monegro dijo que era lo mejor que hizo y, por otro, la creación del retablo de Santo Domingo el Antiguo. Ambos trabajos le obligarían a establecerse, al menos temporalmente, en esta ciudad, de la que nos transmitió imágenes imperecederas, que desbordan arte y misterio.

En realidad, no sabemos quien encargó el Expolio exactamente, pero sí que fue García de Loaysa y Girón, el que adelantó al Greco un primer pago de 36 ducados, el 2 de julio de 1577. Cuatro meses después recibió 100 ducados más, con lo que pudo dar fin a su pintura, a mediados de junio de 1579.

Como era costumbre, una vez terminada la obra se procedió a su tasación. Los representantes de la catedral propusieron 227 ducados, requiriendo además al pintor para que cambiara “algunas ynpropiedades” como eran, “las cabezas questán por encima de la del Christo”; “dos celadas”  y “las Marías que están contra el Evangelio, porque no se hallaron en el paso”, lo que en definitiva, exigiría una auténtica transformación que afectaba a buena parte del lienzo y que sin duda, equivaldría a destruir toda su equilibrada arquitectura.


Lejos de poner objeciones a la pintura y pasando por encima del regateo de los primeros tasadores, los representantes del Greco, dieron la cifra de 900 ducados “conforme a la grandeza y arte de la escritura del dicho cuadro, que no tiene precio ni estimación”.

Finalmente se requirió la opinión de Alexo de Montoya, quien, ya en julio de 1579 propuso 318 ducados, “vista la calidad de los tiempos y lo que de ordinario se paga” a pesar de que “la dicha pintura es una de las mejores que yo he visto y si hubiere de estimar considerando las muchas partes que tiene de bondad, se podría estimar en tanta cantidad que pocos o ninguno quisieran pagarla”.

A finales de septiembre, un representante de la catedral se personó ante el alcalde para denunciar que el Greco había recibido 150 ducados a cuenta del encargo, por el que se pagarían 318 en cuanto hubiera corregido las impropiedades. Solicitó asimismo que, puesto que el artista, una vez terminado el retablo de Santo Domingo, ya no tendría nada que le retuviera en una ciudad en la que no tenía bienes ni raíces familiares, debía depositar una fianza o entregar el cuadro.

Cuando el pintor fue citado, declaró que él no tenía obligación de informar sobre su vida, o de si pensaba o no abandonar Toledo. Además –dijo– no entendía bien la lengua castellana, por lo que pedía copia y traducción de las declaraciones.

Como contestación, el Alcalde le comunicó al día siguiente que debía dar fianzas o consignar  la pintura ante el depositario de Toledo, y que de lo contrario, sería encarcelado. Ante esta amenaza, el Greco declaró que estaba dispuesto a corregir y entregar el cuadro en cuanto cobrara todo lo acordado. Sin embargo, el asunto de las correcciones se postergó “hasta que no haya prelado”. 

Efectivamente, en 1579 no había prelado en la sede toledana, porque el cardenal Carranza que la ocupaba anteriormente, había sido sometido a un proceso inquisitorial que terminó prácticamente con su muerte el año anterior al encargo del Expolio. Carranza había sufrido el acoso de la Inquisición española, un arma terrible en manos de Felipe II, que la empleaba sin dificultades en causas que no necesariamente tenían que ver con la doctrina aprobada en el Concilio de Trento y que incluso a los sucesivos pontífices, les parecía excesiva en sus actuaciones. En este caso, Carranza era juzgado aparentemente por algunas proposiciones contenidas en su Catecismo, pero sin duda, en su contra intervino el hecho de ser defensor de los derechos natural y de gentes, de los que fue pionera la Universidad de Salamanca y que, entre otras cosas, ponían en duda la moralidad de las conquistas.

Veinte años antes, al amanecer el día 22 de agosto de 1559, un inquisidor y el hijo del conde de Lemos, seguidos por un centenar de hombres armados, entraban en una casa de Torrelaguna donde se hospedaba el arzobispo Bartolomé Carranza. Sus órdenes eran prenderlo y conducirlo a la cárcel inquisitorial de Valladolid.

Nadie podía dar crédito a aquel arresto; Carranza era un hombre ejemplar y en lo relativo a la persecución de la herejía, en Londres había demostrado claramente su postura, colaborando con la reina María Tudor en su exterminio, con mucho más tesón que el propio Felipe II.

Pero a partir de su detención, Bartolomé Carranza sufrió una persecución implacable. Mil veces solicitó que su causa fuera remitida a Roma y mil veces se dieron toda clase de rodeos para evitarlo con la anuencia del rey. Finalmente, el caso llegó a Roma, pero tuvieron que sucederse tres pontífices -alguno de ellos, fallecido en extrañas circunstancias-, para que se dictara  una sentencia, medio absolutoria, medio no, enrevesada e incoherente, a la que el arzobispo sobrevivió muy poco tiempo.

Aunque debe confiarse –había escrito Felipe II refiriéndose a su proceso-, que Dios dirigirá la voluntad el sumo pontífice de la manera que más convenga para su santo servicio, no se deben despreciar los medios humanos para conseguir una solicitud tan justa, en que interesan el honor del rey y del santo oficio de España, por lo cual procurará investigar las amistades de las personas capaces de influir al objeto (sean de la calidad que fueren) y ganarlas con cualesquiera medios que se consideren proporcionados.

Diego de Castilla, amigo, admirador y protector del Greco, declaró valerosamente a favor de Carranza, aun sabiendo que ello podría costarle ser acusado de herejía él mismo: –Es el más santo y cristiano prelado desde san Ildefonso– dijo. El propio Requeséns comprendió que la persecución contra el arzobispo, no procedía de nada relacionado con la ortodoxia, sino de un asunto que hoy definiríamos como de carácter político. Felipe II estaba decidido a que Carranza fuera condenado por la Inquisición, a pesar de que el derecho lo amparaba y, como se ha visto, tampoco le parecía innoble recurrir a cualesquiera medios, como, por ejemplo, sobornos, aunque también podían ser amenazas.

El Cardenal Farnesio –a cuyo servicio estaba el Greco en Roma–, junto con una buena parte de los canónigos de Toledo y algunos de los ponentes de Trento, también se definieron a favor de Carranza, cuya persecución le atrajo las simpatías de todo el que en aquel momento se tuviera por humanista. 

Es posible que el Greco conociera al arzobispo en Sant’Angelo cuando hizo el retrato de Vincenzo Anastagi a quien se encomendó su custodia.

   Vincenzo Anastagi, 1571-76 (188 x 127 cm)
Frick Collection, New York

Por otra parte, el predecesor de Carranza, el cardenal Guijarro –aunque oficialmente cambió su apellido por el de Silíceo–, había introducido el Estatuto de Limpieza de Sangre. Diego de Castilla, el citado valedor del Greco, también se opuso a su implantación, junto con otros canónigos descendientes de judíos conversos, a pesar de que él había sido legitimado por una bula de Pablo III que le ponía a salvo de cualquier riesgo en este sentido. En opinión de este grupo de detractores, de haber existido el Estatuto desde los primeros tiempos, ni siquiera habría Iglesia Católica. En este contexto, el Expolio se convirtió en un nexo, en una especie de clave secreta entre los defensores y partidarios de Carranza, frente a los enemigos del prelado y a los partidarios del Estatuto.


El motivo de la obra en sí es ya poco habitual, pero además, en este caso, son aún menos frecuentes algunos de sus detalles que, siendo muy extemporáneos, no restan en absoluto belleza al conjunto, sino todo lo contrario.

Así pues, destacaríamos en primer lugar esa mano de Cristo en una posición muy precisa; la misma que mostrará el Caballero, en una especie de juramento, o reclamación de inocencia y verdad.


El hombre a su derecha, armado, pero en actitud exenta de violencia, parece tener cierta similitud con el mencionado Anastagi, capitán de la guardia en Sant’Angelo, pese a los 5 ó 6 años que separan ambos retratos. 


El dedo acusador –contrapunto de la cabeza de Anastagi, y no sólo en el equilibrio escenográfico, pues esta mano sí expresa un gesto violento y acusador-, parece enmarcarse en la manga de un hábito dominico, inquisitorial, como el que apuntó a Carranza, aunque también él era dominico.


Las Tres Marías, por último, inscritas en una perspectiva inexistente; en realidad, están muy próximas al Cristo, aunque a la vez resultan distantes, casi ajenas a él, componiendo una especie de malabarismo artístico que proporciona a la obra un contrapunto asombroso con el hombre del taladro al que observan con atención.


Parece imposible poner más vida y movimiento en una superficie tan reducida -285 x 173-. En todo caso, el conocimiento del Greco, por escaso que sea, nos hace pensar que no vivió ajeno a lo que sucedía en su entorno; que tomó partido frente a las luchas intestinas desarrolladas bajo la aparente uniformidad del reinado de Felipe II y que, al igual que Cervantes, puso en su obra muchos más mensajes de los que somos capaces de percibir e interpretar hoy.
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