lunes, 25 de abril de 2016

Eurípides – Εὐριπίδης • ALCESTES – ΑΛΚΗΣΤΙΣ


Eurípides. Copia romana en mármol de una obra griega datada hacia 330 a. C.

APOLO
LA MUERTE
ALCESTES
ADMETO
NIÑO, EUMELO
HÉRCULES
FERES - Padre de Admeto
ANCIANOS
SERVIDORES

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Capítulo I

Apolo contemplaba con nostalgia el palacio de Admeto en Feras. En su mente se mezclaban recuerdos y proyectos. 

Edward Dodwell (1767 – 1832) La Fuente Hiperia de Feras 1821

-¡Oh, palacio de Admeto –pensó-, en el que tuve que comer a la mesa de los servidores, siendo, como soy, un dios! Zeus fue el culpable, por matar a mi hijo Asclepio con un rayo -sólo porque se atrevió a resucitar a un muerto-. Pero yo, movido por el rencor, maté a los Cíclopes que habían forjado el rayo letal. Gracias a mi madre, Leto, mi padre sólo me castigó obligándome a servir a un mortal, y así es como llegué a esta tierra y trabajé como pastor para un amo. Sin embargo, me convertí en protector de esta casa el día que salvé de la muerte a un hombre piadoso, Admeto, el hijo de Feres; engañando a las Moiras –las dueñas del destino–, que me concedieron salvar la vida de mi amigo, a cambio de entregarle a otra persona en su lugar.

Sin embargo –continuó tras exhalar un largo suspiro–, después de haberlo intentado todo, y de preguntar a todos sus amigos; a su padre y a su anciana madre, sólo su esposa, Alcestes, aceptó morir por él y no volver a ver la luz del día. Ahora mismo, en palacio, lucha contra la muerte en los brazos de su esposo, pues es hoy cuando el destino ha querido que abandone la vida. 

En cuanto a mí, abandonaré también este amado lugar para no contraer ninguna impureza de las que proceden del inframundo, porque ya veo aproximarse a Zánatos, la Muerte, esa sacerdotisa de Hades, que debe llevar a Alcestes a sus oscuras estancias. Ha estado esperando, impaciente, el día en que Alcestes debía morir y ha llegado justo en el momento fatal.

Efectivamente, la muerte se acercaba a palacio en busca de su presa, cuando, entre molesta y sorprendida, advirtió la presencia de Apolo.

-¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! –gritó enfurecida-, ¿qué haces tú en este palacio? ¿Por qué merodeas por aquí, Apolo? Una vez más te enfrentas a la justicia arrebatando con artificios sus prerrogativas a los dioses del inframundo. ¿No te basta con haber impedido la muerte de Admeto, engañando a las Moiras –en cuyas manos está el destino-, sino que ahora, con el arco en la mano, también quieres proteger a la hija de Pelias, que prometió morir para librar de la muerte a su esposo.
-Cálmate; no he venido a pedir nada que no sea justo y razonable.
-¿A qué viene entonces el arco, si sólo buscas justicia?
-Es que tengo la costumbre de llevarlo.
-Y también de prestar a esta casa una apoyo injusto.
-Lógicamente, sufro con las desgracias de un hombre al que amo.
-¿Y por eso te propones robarme un segundo muerto?
-El otro no te lo quité por la fuerza.
-Sea como fuere, Admeto sigue en la tierra.
-Ya lo sabes, porque ofreció a cambio a su esposa, a la que tú vienes a buscar ahora.
-Sí, y me la llevaré al fondo del Hades.
-Tómala, pues, y vete, porque temo que no podré convencerte de otra cosa…
-¿De que no me lleve lo que me pertenece? Pues, lo lamento, pero ese es mi trabajo.
-No exactamente; en todo caso tendrías que llevarte a los que ya han vivido lo suficiente.
-Ah, creo que entiendo lo que piensas y lo que te propones.
-Dime entonces si existe algún medio de que Alcestes alcance la vejez.
-No. Yo también tengo mis prerrogativas.
-Al fin y al cabo, se trata sólo de una vida.
-Sí, pero cuando esa vida es joven, mi gloria es mayor.
-Pero mira, si ella muere de vejez, será enterrada con mucha más magnificencia.
-Sabes bien que eso sólo afecta a los ricos.
-¿Qué me dices? ¿Te has vuelto sagaz sin que nos diéramos cuenta?
-Ciertamente, sólo los ricos comprarían, si pudieran, el privilegio de morir ancianos.
-O sea, ¿que no me vas a conceder este favor?
-Desde luego que no; ya conoces mi forma de ser.
-Sí, me consta que eres odiada por los mortales y detestada por los dioses.
-En cualquier caso, no conseguirás nada que no debas conseguir.
-Ya te ablandarás a pesar de lo cruel que eres, porque Hércules -el héroe que trabaja para Euristeo– se acerca a la morada de Feres. Recuerda que el mismo Euristeo, a pesar de que Hércules está a su servicio, le tiene mucho miedo, hasta tal punto que suele esconderse dentro de una tinaja cuando él vuelve a rendirle cuentas de sus encargos. 

Hércules y Euristeo. Louvre

Hércules se acogerá a la hospitalidad de Admeto y te arrancará por la fuerza a la esposa de su amigo. Al final, perderás a tu víctima, pero ya no tendrás ningún reconocimiento por mi parte, ni me serás menos odiosa.

-Tú eres el que no ganarás nada a pesar de tu palabrería. Esta mujer descenderá a las estancias de Hades. Yo misma la ayudaré con mi espada, porque aquellos cuyos cabellos corta mi espada, pertenecen desde entonces a los dioses del inframundo.

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Capítulo II

Dos grupos de ancianos observaban con inquietud el extraño silencio que envolvía el palacio real, habitualmente tan lleno de actividad

-De dónde viene esta funesta quietud ante palacio? –se preguntaban los primeros-. ¿Por qué tanto silencio en la casa de Admeto?
-¿Es que no hay nadie que pueda decirnos si hay que llorar la muerte de la reina, la hija de Pelias, o si vive y sigue contemplando la luz del día? Admiramos a Alcestes, como todo el pueblo, por la abnegación que ha mostrado con su esposo.
-No se oyen gemidos ni lamentos y no hay un solo servidor a las puertas. ¡Oh, Apolo!, ven a rechazar la ola de adversidad que se aproxima!
-Si ella hubiera muerto, no habría tanto silencio y además, el cuerpo no ha sido sacado de palacio.
-¿Insinúas que podemos recuperar la esperanza y la confianza?
-No creo que Admeto haya celebrado los funerales de una esposa tan digna de amor, sin ninguna ceremonia.
-Pero tampoco veo el recipiente de agua lustral que suele colocarse a la puerta de los muertos, ni veo a nadie cortarse los cabellos ante el vestíbulo, para dejarlos caer en señal de duelo; ni a las muchachas arañándose la cara con sus propias manos…
-A pesar de todo, hoy es el día fatal…
-Pero ¿qué dices?
-…en el que ella debe descender al inframundo.
-Has conmovido mi alma al poner palabras a mis temerosos pensamientos. 
-Aunque se enviaran naves a cualquier lugar de la tierra, ya fuera a Licia, o hacia las áridas estancias de Júpiter Ammón, no existe ningún medio para salvar a esta alma infortunada. El inevitable destino se aproxima y, por mi parte, no sé a qué altares de qué dioses dirigirme, ni qué sacrificio ofrecer. 
-Si Asclepio, el hijo de Apolo viviera, Alcestes volvería pronto de su tenebrosa estancia y de las puertas del infierno. Él resucitaba a los muertos, hasta que el rayo lanzado por Zeus lo alcanzó. Pero ahora, ¿qué esperanza podemos conservar? Espera, veo a una de las servidoras de Alcestes, que sale de palacio llorando. ¿De qué desgracia nos va a informar? El llanto se entiende cuando hay sufrimiento, pero no sabemos si Alcestes vive todavía, o si ya ha muerto, y es necesario que lo sepamos de una vez.

Uno de los ancianos se adelantó, atentamente observado por los demás y se acercó a la muchacha, a la que preguntó sin rodeos.

-Di, muchacha, ¿vive la mujer, o ya ha perecido? Necesitamos saberlo.
-Lo mismo podemos decir que está viva y que está muerta-. Responde la muchacha, triste y asustada.

-¿Cómo la misma persona puede estar viva y muerta a la vez?
-Está a punto de salir de su agonía.
-Oh, desgraciado Admeto, ¡qué esposa pierdes, tú, su digno esposo!
-No estará seguro de su desgracia hasta que se cumpla por completo.
-¿No queda ya esperanza de salvarla?
-El imperio del día fatal es inevitable.
-Y ¿se han tomado ya las disposiciones convenientes ante este desdichado evento?
-Los preparativos fúnebres están hechos y su esposo tendrá que enterrarla.
-¡Que se sepa bien –exclamó otro de los ancianos-; su muerte es gloriosa y ella es, con mucho, la más noble de las mujeres que han existido bajo el sol.
–¿Quién dirá lo contrario?-añadió la servidora-. No se puede testimoniar más ternura a un esposo, que ofreciéndose a morir por él. Pero, os contaré lo que ella ha hecho en palacio, porque os causará gran admiración. 

El grupo se acercó apresuradamente formando un círculo en torno a la muchacha, que continuó su relato.

-Cuando supo que había llegado el día fatal, lavó su cuerpo con agua corriente, y, sacando de sus arcas de cedro un vestido y sus ornamentos, se vistió y arregló con elegancia. Después, en pie ante el hogar dejó oír esta plegaria: -Diosa -dijo-, puesto que voy a descender a los infiernos, por última vez, te suplico que veles por mis hijos huérfanos; dale a uno una tierna esposa que le ame, y a la otra, un generosos marido. Que no mueran, como su madre, de forma prematura, sino que vivan días afortunados sobre la tierra patria-. 

Después visitó todos los altares del palacio, ofreció coronas y oró, arrancando las hojas de las ramas de mirto, sin lanzar un gemido ni un lamento. Debo añadir que la proximidad de la muerte no ha apagado la frescura ni el tono de su piel. 

Finalmente, volvió a sus habitaciones –continuó la muchacha, renovando la atención de los ancianos que la observaban paralizados y en un silencio absoluto-. Y cayendo sobre su lecho –añadió–, se puso a llorar, diciendo: -Oh, lecho nupcial sobre el que desanudé mi cinturón virginal de mano del hombre por el que muero. Adiós; no puedo odiarte, aunque me hayas perdido, y tampoco te he traicionado, ni a ti ni a mi esposo, por el que muero, aunque bien sé que otra esposa te poseerá; no más casta, pero quizás más feliz.

Y echándose sobre la cama, la besó y la regó con un torrente de lágrimas. Tras agotar las lágrimas, se levantó con la cabeza baja y salió de la cámara, aunque volvió a entrar varias veces, para arrojarse sobre el lecho.

Mientras tanto, sus hijos, agarrados a su túnica, lloraban, y ella, tomándolos en brazos, los besó uno tras otro, como si hubiera llegado su hora. Todos los esclavos lloraban también en el palacio, conmovidos de pena por su señora, pero ella tendía la mano a todos, y no hubo ninguno, por humilde que fuera, a quien no dirigiera la palabra, y del que no escuchara el adiós. 

Y este es, señores, el triste espectáculo que presenta la casa de Admeto –dijo, y añadió a modo de conclusión-: Si él hubiera muerto, sólo habría perdido la vida, pero al escapar a la muerte, vivirá con un dolor tal, que nunca podrá olvidarlo.

-Sin duda –se adelantó uno de los ancianos-, Admeto lamenta su desgracia, puesto que pierde una mujer tan buena
-Sí. Llora –respondió la muchacha–; sostiene entre sus brazos a la esposa querida y la conjura para que no le abandone; un deseo imposible, por otra parte, pues ya el mal la devora y la consume. Su cuerpo desfallecido pesa tristemente en los brazos de Admeto, y, aunque apenas respira, quiere seguir contemplando la luz del sol que no volverá a ver, ya que es la última vez que sus rayos brillarán para sus ojos.

–Pero voy a anunciar vuestra llegada –añadió, como volviendo a la realidad, de la que se había evadido mientras hablaba de su señora-. No todos están tan apegados a los amos, como para mostrarse afectados por sus penas, pero vosotros sí sois viejos amigos de mis señores.

-¡Oh, Zeus –exclamó el más anciano-, ¿qué salida encontrar a estos males? ¿Cómo liberar a nuestros señores de la suerte que los persigue? ¿Debemos cortarnos los cabellos y vestir ropa de luto?
- Eso está claro, amigos, pero, aun así,  oremos a los dioses, que su poder es grande.

-¡Oh Apolo –exclamó el anciano con tono ceremonial-, encuentra un remedio a los males de Admeto! Ven en nuestro auxilio; ya que le has salvado a él, libra ahora a Alcestes de la muerte. Detén al homicida Hades.

–¡Ay, ay, hijo de Feres –añadió otro–; ¿qué va a ser de ti, privado de tu esposa? Ante tal desgracia, no queda sino lanzarse sobre la espada, o colgarse de una rama alta; pues hoy verás morir a una mujer muy querida; ¿qué digo?, tiernamente amada. ¡Ahí está, ahí está, saliendo de palacio con su esposo! ¡Oh tierra de Feres, llora, laméntate por esa excelente mujer a la que el mal consume y arrastra a las estancias subterráneas en las que reina Hades. Nunca más diré que el matrimonio aporta más alegría que sufrimiento; pues juzgo por el pasado y por el espectáculo del destino de este rey, que tras haber perdido a la mejor de las esposas, arrastrará en adelante una vida lánguida y descolorida. 

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Capítulo III

Jean-François-Pierre Peyron - Alcestes moribunda

–¡Sol, luz del día, nubes del cielo, arrancados todos por un rápido torbellino!- Exclamó Alcestes, con un tono de voz ya casi inaudible.
–Este sol te ve –respondió Admeto intentado disimular su llanto–, como a mí; los dos, puestos a prueba por la desgracia, sin haber hecho a los dioses nada que haya podido hacerte merecer la muerte.
–¡Oh, tierra, oh, palacio, oh, lecho nupcial de Yolcos, mi patria.
–Revive, infortunada, no me abandones; pide a los dioses todopoderosos que tengan piedad de nosotros.
–Ya veo el doble remo, y la barca fatal. El conductor de los muertos, Caronte, con la mano en el remo, me llama ya: “¿Quién te detiene? Apresúrate, que me retrasas.” Así me habla en su cólera.
–¡Ay! Hablas de un funesto trayecto. ¡Oh, cruel sufrimiento!
–Me llevan, ¿no lo ves? Me llevan a la morada de los muertos. Es el mismo Hades quien vuela a mi alrededor, lanzando terribles miradas desde debajo de sus sombrías cejas. ¿Qué haces? Déjame. –Ah! desgraciada, ¿cuál es este camino desconocido por el que avanzo? 
–Desolador camino para los que te aman, pero sobre todo para mí y para tus hijos, que comparten mi desamparo.
–Dejadme ahora sobre las almohadas –dijo Alcestes, ya casi sin voz, a las mujeres–; tendedme. –Amado esposo –continuó tras recuperar el hálito–; las fuerzas me abandonan; la muerte se acerca; las tinieblas de la noche se extienden sobre mis ojos. Hijos míos, mis queridos niños, esto se termina y ya no tendréis madre. Sed felices, hijos míos, y disfrutad de la luz del día.

–¡Ay! ¡Tener que escuchar estas funestas palabras, más crueles para mí, que la muerte! No me abandones, en nombre de los dioses, en nombre de tus hijos, a los que vas a dejar huérfanos. ¡Vamos, recupera el ánimo! Si mueres, no sabré seguir viviendo; de ti depende mi vida o mi muerte, pues tu ternura es para mí objeto de un culto inviolable.

–Admeto, ya ves a qué estado me veo reducida –respondió Alcestes, tras exhalar un largo y tenue suspiro–: quiero revelarte, antes de morir, mis últimas voluntades. Movida por un tierno respeto y sacrificando mi vida para que tú disfrutes de la luz, muero por ti, cuando podía vivir, elegir un esposo entre los tesalios y pasar días felices en el trono. No he querido vivir separada de ti, con dos hijos huérfanos y no he querido salvarme a pesar de los brillantes dones de la juventud de los que aún podría disfrutar. 

Sin embargo tu padre y tu madre te abandonan. cuando la muerte conviene a su edad, y a pesar de que hubiera sido hermoso para ellos salvar a su hijo, muriendo con honor, pues eres su único hijo, y muerto tú, no tienen esperanza de alumbrar otros. Yo habría vivido, como tú, mucho más tiempo y no tendrías que llorar la pérdida de una esposa y ver huérfanos a tus hijos. 

Pero si un dios ha querido que fuera así, hemos de resignarnos. Ahora, muéstrate agradecido por esto, porque voy a pedirte un precio, no igual, pues nada es más preciado que la vida, pero es justo, como lo apreciarás tú mismo. 
En efecto, no menos que yo, amas a tus hijos, puesto que tienes buen corazón; déjalos dueños de este palacio y no les des una madrastra. No tomes una mujer que no los querrá, y que, en su celo, pondría la mano sobre ellos. Te conjuro a que no lo hagas, porque una madrastra es la enemiga de los hijos del primer matrimonio, y no menos cruel que una víbora. Mi hijo tiene al menos un padre que lo defienda; puede hablar con él y recibir sus consejos. Pero a mi hija, ¿quién la formará dignamente en su juventud, si encuentras semejante compañera junto a tu padre? Es de temer que imprima sobre ti cualquier mancha deshonrosa, y que destruya tu virginidad en la flor misma de la edad, pues no será tu madre quien te elija un esposo; ella no estará, hija mía, para animarte en los dolores del parto, cuando la presencia de una madre es tan reconfortante. 

Debo morir y no será mañana, ni al tercer día del mes, cuando el término fatal llegue el final, sino que es ahora mismo cuando voy a formar parte de los que ya no son. Adiós. Sed felices. Tú, amado esposo, puedes gloriarte de haber tenido la mejor de las esposas, y vosotros, hijos míos, la mejor de las madres.

–Puedes estar segura; no temo responder por él y sé que hará lo que deseas –respondió una de las mujeres que cuidaban a la moribunda–; a menos que pierda la razón.

–Lo haré, sí, lo haré, no temas. Ya que en vida fuiste mi esposa, serás la única también después de tu muerte, y ninguna otra mujer tesalia, ocupando tu lugar, me llamará su esposo. No, nunca. Cualquiera que sea la nobleza de su nacimiento, cualquiera que sea el brillo de su belleza. Tengo hijos suficientes, y ruego a los dioses que me los conserven, puesto que no he sabido conservarte a ti. Mi luto no durará sólo un año, sino toda mi vida, amada esposa, tanto como mi odio por unos padres que sólo me aman de palabra y no en realidad. Eres tú la que, dando tu vida a cambio de la mía, me has salvado. ¿Podría evitar el llanto al perder tal esposa? En adelante, renuncio a las fiestas, a las celebraciones, a las coronas y a los cantos que resonaban en mi palacio. No volveré a tocar la lira; mi voz no se animará ya cantando al son de la flauta libia, pues te llevas contigo toda la alegría de mi vida. 

Pero tu imagen, reproducida por la hábil mano de los artistas descansará sobre mi cama y prosternado a su lado, la rodearé con los brazos, y, llamándote por tu nombre, creeré estrechar a mi esposa amada, aunque ausente: frío consuelo, pero que al menos, suavizará el peso de mi corazón. Y cuando me visites en sueños, me proporcionarás gran alegría. Es siempre dulce ver a quien se ama, incluso por la noche, o en cualquier momento. 

Si tuviera la voz y el tono de Orfeo para convencer a los dioses, y sacarte del inframundo, yo mismo descendería allí. Ni el perro de Plutón, ni el conductor de almas, Caronte, con su remo, me impedirían devolverte a la luz del día. Al menos, espérame allí cuando muera; prepara mi estancia para vivir contigo. Ordenaré que me entierren en un féretro de cedro, a tu lado. ¡Qué la muerte no pueda separarme de ti, la única que me ha sido fiel!

–Compartimos contigo –añadió una de las mujeres–, como con un amigo, los tristes lamentos que ella te inspira y de los que es tan digna.

–Hijos míos –murmuró Alcestes–, habéis oído a vuestro padre comprometerse a no daros una segunda madre y a no deshonrar mi lecho.

–Lo vuelvo a prometer y mantendré mi palabra –añadió Admeto.

–Bajo esa condición, recibe a nuestros hijos de mi propia mano.

–Recibo este preciado don de una mano amada.

–Ocupa mi lugar y sírveles de madre.
–Así debe ser, puesto que te han perdido.

–Hijos míos, exclamó Alcestes, ya con un hilo de voz–. Muero, cuando debería vivir.
–¡Ay! ¿Qué haré sin ti? –replicó Admeto, levantando el rostro bañado en lágrimas.
–El tiempo suavizará tu dolor; los muertos ya no son nada. –dijo serenamente Alcestes.
–¡Llévame contigo, en nombre de los dioses! ¡Llévame al inframundo!
–Ya es bastante para mí, morir por ti.
–¡Oh, destino, qué esposa me arrebatas!
–Mis ojos ya se vuelven pesados y se velan con una nube.
–Moriré, Alcestes, si me abandonas.
– Ya no existo; ya no soy nada.
–Abre los ojos, no abandones a tus hijos.
–Es a mi pesar. Adiós, hijos míos.
–Pon la mirada sobre ellos una última vez.
–Ya todo está hecho.
–¿Nos dejas?

–¡Salve! –alcanzó a pronunciar Alcestes con su último aliento.

–¡Estoy perdido! –Exclamó Admeto, hundiendo su rostro en el lecho.

–Ya no está aquí –añadió en voz muy baja una de las mujeres, dirigiéndose a Admeto–; ya no tienes esposa. 

Sólo entonces, el pequeño Eumelo, pareció comprender la magnitud de lo ocurrido.

–¡Oh, qué desgracia! –Exclamó entre lágrimas–. Mi madre ha bajado al inframundo y ya no disfruta de la luz del sol. Nos deja huérfanos. Mira, padre mío, mira sus párpados quietos y sus manos sin vida. ¡Escucha, escúchame, madre, te lo suplico! ¡Soy yo, madre, quien te llama. Es tu hijo pequeño quien permanece atento a tus labios!

–Ya no te oye, ni te ve. Hemos recibido un terrible golpe.

–He perdido a mi madre amada. Desgraciada víctima.. y tú, querida hermanita, compartes mi suerte. ¡Oh, padre mío, completamente en vano tomaste una esposa, con la que no llegarás al término de la vejez, porque te ha precedido en la tumba! ¡Oh, madre, contigo muere nuestra casa!

–Admeto –dijo la más anciana de las mujeres que esperaban junto al lecho–, es preciso sobrellevar las desgracias. No eres ni el primero ni el último de los mortales que ha perdido una esposa virtuosa; sabes que todos hemos de morir.
–Lo sé. Además, esta desgracia no ha llegado por sorpresa. Yo la preveía y desde hace tiempo ya era presa del dolor. Pero ahora debo ofrecer a este cuerpo las fúnebres obligaciones. Seguidme y cantad todas el himno del inexorable dios del inframundo. Que todos los tesalios sobre los que reino, tomen parte en el duelo por esta noble mujer, con el cabello cortado y vestiduras oscuras. Que el hierro corte también las crines a los caballos de las cuadrigas y a los de las carreras. Que el sonido de las flautas y de las liras no se oiga en la ciudad hasta que pasen doce lunas. Jamás enterraré a alguien más querido y que más haya merecido de mí. Ella es la más digna de que la honre, pues fue la única que consintió morir por mí.

–¡Oh, hija de Pelias –añadió otra de las mujeres, mirando tristemente a Alcestes–, que sea feliz tu estancia en el tenebroso inframundo de Hades! Que el dios de la negra cabellera y los viejos conductores de los muertos, sentados al timón, con el remo en la mano, sepan que la más virtuosa de las mujeres ha atravesado el pantano de Aqueronte a bordo de la barca. Los poetas te cantarán con arte sobre el laúd de siete cuerdas, los himnos a los que no acompañará la lira, y también en Esparta, cuando vuelva la estación carneana, y la luna brille en el cielo toda la noche, y en la luminosa y afortunada Atenas.

–Puesto que tú, oh, mujer única, mujer amada –concluyó la más anciana–, no has temido entregar tu vida para alejar a tu esposo del inframundo: ¡Que la tierra te sea leve! Y si tu esposo, algún día aceptara un nuevo matrimonio, se me haría odioso, lo mismo que a tus hijos. Ni la madre de Admeto, ni su anciano padre, quisieron dar la vida por tu esposo y entregaron como presa a Plutón, al hijo que habían traído al mundo, negándose cruelmente a salvarlo, aun teniendo ya los cabellos blancos, mientras que tú, en la flor de la edad, mueres por tu joven esposo. 

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Capítulo IV

Apenas unas horas después, llegaba Hércules a la casa de Admeto. Aunque todos esperaban la llegada del viejo amigo de Admeto, este se sorprendió ante la presencia de los ancianos frente a la entrada. Se dirigió a ellos.

–Oh, habitantes de Feras, ¿hallaré a Admeto en este palacio?
–Sí, Hércules, el hijo de Feres, está en palacio. –Respondió el que parecía tener más autoridad–. Pero, dime qué motivo te trae al país de los tesalios y a entrar en nuestra ciudad.
–La necesidad de llevar a cabo uno de los trabajos que me ha impuesto Euristeo.
–¿Y a dónde vas? ¿Cuál de tus trabajos vas a realizar?
–Voy a robar los caballos del tracio Diomedes.
–¿Pero cómo lo harás? ¿No conoces a ese extranjero?
–No lo conozco; nunca había venido al país de los Bistonios.
–Pues no podrás hacerte con los caballos sin combatir.
–Pero no puedo negarme a realizar el trabajo.
–Tendrás que matarlo y volver, o morir y quedarte. 
–No es el primer combate que habré de librar.
– ¿Y qué ganarás si obtienes la victoria.
–Llevaré los caballos al rey de Tirinto.
–Tampoco es fácil ponerles el freno.
–Lo haré, a menos que sus narices arrojen fuego.
–También destruyen a los hombres con sus voraces dientes.
–Bueno, yo podría ser pasto para bestias feroces, pero no para caballos.
–Pues ya verás sus establos rezumando sangre.
-De qué familia es su dueño?
–Procede de Marte , y es rey de Tracia; rico, además, y muy belicoso.
–Me parece bien; esta es una empresa digna de mi destino, que es trabajoso, pero siempre conduce a un fin elevado. Ya he tenido que combatir a otros hijos de Marte. Primero fue Lycaon, y después, Cycnus; y para esta tercera lucha, Diomedes y sus caballos. Pero nadie verá jamás al hijo de Alcmena temblar ante un enemigo. 

El anciano guardó silencio, fijando la mirada en la puerta del palacio.
–Mira -exclamó-; el rey de esta tierra, el mismísimo Admeto, sale de palacio.

Admeto se acercó.

–¡Salve, hijo de Júpiter, de la sangre de Perseo –exclamó después de abrazar a Hércules–. Que seas feliz.
–Que seas feliz tú también, Admeto, rey de los tesalios –correspondió el recién llegado.
–Así lo deseo, y conozco bien tu benevolencia hacia mí.
–pero dime –interrumpió Hércules–, ¿por qué esos cabellos cortados y esas señales de duelo?
–Porque hoy debo enterrar a un muerto.
–¡Qué un dios aleje esa desgracia de tus hijos!
–Mis hijos están vivos en casa.
–Tu padre es de edad avanzada, ¿tal vez es él el muerto?
–También vive, Hércules, igual que mi madre.
–¿No será entonces tu esposa, Alcestes, la que ha muerto?
–Sobre ella podría darte dos respuestas.
–Pero ¿está muerta, o viva?
–Está y no está; por ella estoy tan afligido.
–No te comprendo; tus palabras no son claras.
–¿Sabías algo del destino que ella debía sufrir?
–Sé que consintió en morir por ti.
–Entonces, ¿cómo podría existir todavía, después de tal compromiso?
–¡Oh, si es por eso, no debes llorar a tu esposa de antemano; espera al momento fatal.
–Estar a punto de morir, es como estar muerto, y el que ha muerto ya no existe.
–Sin embargo, ser y no ser, son dos cosas diferentes.
–Tú lo crees así, Hércules, pero yo, no.
–¿Por qué lloras entonces? ¿Cuál de tus amigos ha muerto?
–Una mujer; es a una mujer a quien me refería.
–¿Extranjera, o de tu familia?
–Extranjera, pero pertenecía a mi casa.
–¿Y cómo es que ha muerto en tu palacio?
–Porque tras la muerte de su padre, fue traída aquí como huérfana.
–¡Ay, Admeto, no esperaba encontrarte en medio de esta aflicción!
–¡Qué quieres decir?
–Que iré a buscar hospitalidad en otro lugar.
–Eso no puede ser, Hércules; no me cargues con una nueva desdicha.
–En medio de la aflicción, la presencia de un forastero es inoportuna.
–Los muertos están muertos. Entra en mi casa.
–Pero es deshonroso celebrar festines en casa de amigos que sufren.
–La habitación de huéspedes que te reservo, está separada del resto de la casa.
–Deja que me vaya y te estaré muy agradecido de todas formas.
–No te está permitido abandonar este hogar –concluyó Admeto y se dirigió a uno de los esclavos:
–Tú, ve delante y abre la habitación de los huéspedes, separada de estas habitaciones; y di a los encargados que preparen un abundante festín. Los demás –añadió–, cerrad la puerta interior: no conviene enturbiar la alegría del festín de bienvenida con lamentos, ni entristecer a nuestros huéspedes con lágrimas.
–No es necesario, Admeto. –Insistió Hércules antes de dirigirse a palacio–. En la desgracia que te oprime, ¿cómo puedes recibir un huésped? ¿Has perdido el sentido?
–Si rechazara a un huésped de mi palacio y de la ciudad, te parecería mejor? No, ciertamente. Mi desgracia no disminuiría por ello y habría faltado a las leyes de la hospitalidad. A los males que ya padezco se añadiría el de ver mi casa llamada inhospitalaria. Yo mismo tengo en ti un anfitrión extraordinario, cuando voy a la árida tierra de Argos.

–¿Por qué le ocultas la desgracia que te ha ocurrido, si, como dices, es un amigo el que ha llegado a tu casa?-, preguntó el anciano a Admeto, cuando Hércules se dirigió a la casa, acompañado por dos servidores.
–Jamás habría aceptado entrar en mi casa, si hubiera conocido mi desgracia. Quizás a alguien no le parezca razonable que actúe así, y no aprobará mi actitud. Pero en mi casa jamás se rechazará ni se acogerá mal a un forastero, –añadió, con tono firme, antes de dirigirse él mismo hacia la casa.

–Verdaderamente es hospitalaria y liberal la casa de Admeto –dijo el anciano a sus compañeros, con tono solemne–. Apolo Pitio –continuó–, el de la lira armoniosa, no desdeña habitarla; ni se avergüenza de haber sido pastor bajo su techo, cuando, conduciendo sus rebaños por las laderas de las colinas, les entonaba, con su flauta campestre, los aires con los que los pastores invitan al amor. Atraídos por sus notas, se han visto aparecer linces tachonados; se ha visto acudir, desde los matorrales de Ostris un fiero grupo de leones; al son de su lira se movía el pavo real, avanzando con paso ligero, desde los pinos de largas ramas, para venir a escuchar sus dulces acordes. Gracias a él, Admeto habita un dominio rico en ganados, que pastan por las sonrientes orillas del lago Boebis. Sus campos cultivados y sus vastas llanuras, marcan su límite por el lado del sol poniente, bajo el cielo de los Molosos; y señorea hasta las tormentosas costas del mar Egeo, y en la inabordable orilla del Pelios.
Ahora abre su casa y recibe a un huésped, cuando aún tiene los ojos húmedos de llorar a su tierna esposa, muerta en palacio, pues las personas de carácter generoso, suelen respetar a los demás. Todos los dones de la naturaleza son la herencia de la gente de bien; y mi corazón tiene la firme creencia de que el mortal piadoso, siempre prosperará.

–Ciudadanos de Feras cuya presencia es testimonio de afecto –dijo Admeto dirigiéndose a los ancianos desde el atrio de la casa–: mis servidores ya llevan el cuerpo de Alcestes, dispuesto con todos los ornamentos, a su sepultura y a la pira. Así pues, vosotros, como es la costumbre, dirigid vuestro adiós a la infortunada que emprende su último viaje.

En aquel momento aparecía en el camino el padre de Admeto, seguido por un buen número de servidores.

–Tu padre –advirtió un anciano, dirigiéndose a Admeto–, se acerca con paso lento a causa de la vejez, y sus servidores traen ornamentos para tu esposa; presentes agradables a los muertos.

Admeto permaneció quieto y en silencio.

–Comparto tu duelo, hijo mío –dijo su padre, acercándose a él–. Has perdido una esposa virtuosa y casta, nadie lo negará, pero hay que soportar esta desgracia, por muy pesada que sea. Recibe estos ricos vestidos y déjalos sobre su tumba. Es un deber honrar a la que ha muerto para salvarte la vida, que me ha conservado un hijo, y que no ha permitido que mi vejez abandonada se consumiera en el duelo. Por esta generosa acción, ha dejado una vida gloriosa a imitar por todas las mujeres. ¡Oh, tú, que has salvado a mi hijo, y sostienes así mi vejez abatida –exclamó mirando al horizonte–: adiós, que seas feliz en las estancias de Plutón. Así son los matrimonios favorables a los mortales –concluyó-; de otra forma, casarse sería inútil.

–No te he invitado a venir a estos funerales –respondió Admeto en tono tajante–, y, así lo digo: tú presencia no me resulta agradable. Alcestes jamás llevará los ornamentos que le ofreces; no necesita nada que venga de ti para ser enterrada. Habías de llorar cuando yo iba a morir, pero tú te mantuviste al margen, dejando morir a otra más joven, siendo viejo como eres, y ahora vienes a gemir sobre su cadáver. No, tú no eres realmente mi padre, y la que dice haberme traído al mundo y que se llama mi madre, no me ha traído al mundo, sino que, nacido de sangre esclava, fui furtivamente unido al seno de tu esposa. Por los hechos has probado quien eres. y yo creo firmemente que no soy tu hijo. Ciertamente, es preciso que seas el más despreciable de los hombres, tú, que, siendo de edad tan avanzada, y tocando ya el límite de la vida, no has querido, no te has atrevido a morir por tu hijo, sino que has dejado este honor a una mujer, a una extranjera, a la que desde hoy tengo derecho a mirar como madre y como padre.

Para ti hubiera sido una gloriosa prueba el morir por tu hijo, ya que el tiempo que te queda por vivir es ya muy corto. Alcestes y yo habríamos pasado sin temor el resto de nuestros días, y yo no tendría que llorar mi viudedad. 

Además, tú ya habías recibido toda la ventura permitida a un hombre; tu juventud transcurrió sobre el trono; tenías en mí un hijo, heredero de tus estados y ya no tenías el temor de morir sin descendencia, teniendo que dejar tu casa a merced de extraños. 

Y no me digas que despreciando tu vejez, yo te entregaba a la muerte, yo que siempre te tuve gran respeto; y ahora veo el reconocimiento que tú y mi madre me habéis testimoniado. Tampoco necesitabas engendrar ya hijos que te cuidaran en la vejez y que a tu muerte se ocuparan de los funerales, pero, escúchame bien, mi mano no te enterrará; he muerto para ti; y si he encontrado otro salvador a quien debo la luz, soy su hijo.

Es falsedad cuando los viejos invocan la muerte y se quejan de la vejez y de la larga duración de su vida, porque si la muerte se acerca, ya ninguno quiere morir, y la vejez ya no es para ellos un pesado fardo.

–No deberíais discutir, pues basta con la desgracia presente –intervino el anciano–. Hijo mío –añadió mirando a Admeto–, no amargues el corazón de tu padre.

–Hijo– intervino Feres con tono firme–; ¿con quién crees que estás hablando? ¿con algún esclavo lidio o frigio comprado con dinero?. ¿No sabes que soy tesalio, hijo de tesalio y nacido libre?. Tus ultrajes han traspasado los límites; lanzas contra mí las insolentes frases de un joven, pero eso no quedará impune. Te di la vida y te eduqué para que fueras conmigo el amo de la casa, pero nada me obliga a morir por ti. Ni las costumbres de nuestros antepasados, ni las leyes de Grecia, imponen a los padres morir por sus hijos; cada cual debe vivir para sí, feliz o desgraciado. Cuanto debía darte, lo recibiste de mí; mandas un gran número de hombres y te dejaré los vastos dominios que recibí de mi padre. ¿En qué te fallé? ¿De qué te he privado?

Tú no mueres por mí, ni yo por ti. Quieres disfrutar de la luz, ¿y crees que tu padre no quiere lo mismo? Imagino que nuestra estancia en el inframundo será larga, y que esta vida es corta, pero agradable. Tú has luchado sin vergüenza alguna para no morir, y estás vivo; has traspasado el término fatal al sacrificar a tu esposa y aún reprochas mi cobardía, infame, ¡derrotado por una mujer que ha muerto por ti, gallardo joven! Habrás hallado el medio de no morir nunca, si siempre puedes persuadir a la esposa que tengas, de morir por ti. Y después reprochas a tus amigos porque se niegan a hacerlo, cuando tú mismo no tuviste valor. Cállate y piensa que si tienes una vida, los demás también la tienen, y que si me ofendes, oirás de mi verdades poco agradables.

–Es excesivo –intervino de nuevo el anciano–, deja ya, Feres, de injuriar a tu hijo.

–Proclama tus quejas, puesto que yo he dicho las mías –gritó Admeto, haciendo caso omiso del anciano–; pero si la verdad te hiere, no tenías que haberme atacado primero.
–Si hubiera muerto por ti, mi error habría sido mucho más grave.
–¿Acaso es lo mismo morir joven que viejo?
–Sólo tenemos una vida; no dos.
–Pues parecería que tú deseas vivir más que Zeus.
–No haces sino lanzar imprecaciones contra unos padres que no te han hecho daño alguno.
–¿Acaso miento cuando digo que deseas una larga vida?
–¿Y tú no has enviado a la tumba otro cadáver en tu lugar?
–Tu crueldad es prueba de tu falta de valor.
–Al menos no podrás decir que ella ha muerto por mí; eso no podrás decirlo.
–¡Ah, ojalá que un día me necesites!
–Toma varias esposas, para que haya más que mueran por ti.
–Sobre ti cae el mismo reproche, pues te negaste a morir.
–Es dulce ver la luz del sol; sí, es muy dulce.
–Bajos sentimientos, indignos de un hombre.
–No tendrás la alegría de llevar a un anciano a la tumba.
–No dejarás de morir por ello, pero sin gloria.
–No me importa que se hable mal de mí después de mi muerte.
–¡Ay, dioses! ¡Pero qué impúdica es la vejez!
–Alcestes no fue impúdica, fue insensata.
–Vete y déjame enterrarla.

–Me voy. Entiérrala, tú que eres su asesino. Pero serás castigado por los padres de tu esposa; ciertamente, Acasto no contará ya entre los hombres, si no venga en ti la sangre de su hermana.

–Marchaos, pues, tú y tu esposa; envejeced como lo merecéis, sin hijos, aunque yo aún viva, porque no viviréis más conmigo bajo el mismo techo. Y si me fuera posible declarar públicamente por medio de heraldos que renuncio a mis derechos sobre la casa paterna, lo haría. Nosotros solos –ya que hay que sobrellevar la desgracia-, vamos a llevar el cuerpo a la pira.

–Oh, víctima de tu coraje; la más generosa y la mejor de las esposas, adiós. –Declaraba el hombre más anciano dirigiéndose al grupo, mientras se alejaban de la casa–. Que Mercurio infernal y Plutón te acojan con benevolencia; y si hay allí recompensas para los justos, que puedas recibirlas y encontrar un lugar junto a la esposa de Plutón!

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Capítulo V

–He visto muchos huéspedes venir de todos los países a los palacios de Admeto, y les he servido la mesa, pero hasta ahora no había recibido uno más grosero que este, –reclamaba un viejo servidor de la casa, dirigiéndose al resto de la servidumbre–. Primero ve llorar a mi señor, pero él entra; no teme franquear el quicio, y después, en lugar de usar con moderación los dones de la hospitalidad, él, que conoce la desgracia de la familia, pide con exigencia lo que no han tardado en ofrecerle, y tomando en la mano una copa envuelta en yedra, bebe a largos tragos un vino puro y oscuro, hasta que la llama de este licor le abraza; corona su cabeza con ramas de mirto, y tararea cantos groseros. Era un doble concierto, pues él cantaba, sin tener en cuenta la tristeza de Admeto, ni que nosotros, servidores, llorábamos por nuestra señora, aunque le ocultábamos los ojos anegados en lágrimas, pues esa era la orden de Admeto. Y así estoy, sirviendo el festín de un extranjero, que es sin duda un astuto ladrón, o cualquier bandido, mientras mi señora sale para siempre de palacio, sin que yo haya podido seguirla, tenderle la mano, llorando a la que era una madre para todos sus servidores, pues ella nos evitaba muchos males, calmando la cólera de su esposo. ¿No tengo yo derecho a odiar a este huésped que se ha impuesto sobre nuestra aflicción?

–¡Hola! –Exclamó Hércules, apareciendo por sorpresa ante la servidumbre–. ¿Por qué este aspecto grave y preocupado? Un servidor no debe mostrar a los huéspedes un rostro triste -añadió dirigiéndose al que parecía tener más autoridad-; debe acogerlos de manera afable. Pero tú, al ver en estos lugares a un amigo de tu señor, le recibes con gesto enfadado; fruncidas las cejas y preocupado por una extraña desgracia. Ven aquí –dijo-, que quiero hacerte más sabio. 

El hombre se acercó obediente. 

-¿Conoces la naturaleza de las cosas humanas? –preguntó Hércules sin esperar respuesta–. Supongo que la ignoras, porque, ¿dónde ibas a aprenderlo? Escúchame, pues: todos los hombres están condenados a morir y ninguno, entre ellos, sabe si vivirá mañana. Lo que depende de la fortuna se nos oculta y nadie nos lo puede mostrar; el arte, incluso, es impotente para descubrirlo. En virtud de estas máximas, e instruido por mí, ríndete a la alegría, al placer de beber; mira como tuya la vida cada día, y el resto como dependiente de la fortuna. Honra también a Venus, que da a los mortales los placeres más dulces, pues es una diosa amable. Deja a un lado otros cuidados y cree en mis consejos si te parecen buenos, como yo lo creo: así darás tregua a ese exceso de tristeza. Bebe conmigo, franquea esta puerta y corónate de flores. Yo estoy seguro de que el sonido de las copas te arrancará de esa negra tristeza que me parte el corazón. Siendo mortales, debemos asumir los sentimientos de nuestra condición mortal, pues para los caracteres tristes y austeros, la vida, a mi juicio, es menos una vida que una miseria.

–Todo eso lo sé, pero lo que me preocupa ahora no encaja con festines y risas–. Respondió el hombre con desgana.
–La que ha muerto es una mujer extranjera; no te aflijas en exceso, cuando los dueños de este palacio están llenos de vida.
–¿Cómo llenos de vida? Si dices eso es que no conoces las desgracias de esta casa.
–A menos que tu señor no me haya dicho la verdad.
–Ha llevado demasiado lejos, sí, demasiado lejos, el respeto a la hospitalidad.
–¿Qué? ¿Había que recibirme mal por la muerte de una forastera?
–Es que ella no era ninguna extraña.
–¿Hay alguna desgracia de la que no se me ha hablado?
–Vete tranquilo; somos nosotros quienes debemos llorar las desgracias de nuestros amos.
–Si comprendo tu lenguaje, no se trata de la desgracia de ninguna extranjera, según creo–. Insistió Hércules, con preocupación.
–Si fuera así, no me habría entristecido cuando te entregabas a la alegría del festín.
–¡Ah! ¿No será que mis anfitriones me han injuriado?
–No has llegado en el momento más propicio para ser acogido, pues estamos de luto, como sabrás por los cabellos cortados y las vestimentas lúgubres. 
–Pero entonces, ¿quién ha muerto? ¿Alguno de sus hijos? ¿Su padre?
–Es la esposa de Admeto la que ha muerto; era extranjera.
–Pero ¿qué dices? ¿Y aun así me habéis dado hospitalidad?
–Admeto temía negarte su casa.
–¡Infortunado amigo; qué esposa has perdido!
–Con ella morimos todos.
–Lo había presentido en su aspecto, en sus ojos húmedos de lágrimas, en su cabello recortado, pero él disipó mis sospechas diciendo que iba a enterrar a una extranjera. Aun así, franquée esta puerta contra mi voluntad y he bebido en la casa de un generoso anfitrión que era presa del dolor; me he abandonado a la alegría del festín y he coronado mi cabeza de flores. Tú tienes la culpa de no haberme dicho nada cuando una desgracia tan grande aflige vuestra casa. ¿Dónde está la sepultura? ¿Dónde he de ir para encontrarla?

–Al borde del camino que lleva a Larissa verás una tumba, fuera del arrabal.

–¡Oh, corazón, probado en tantos trabajos! –Exclamaba Hércules mientras se alejaba de la casa–. ¡Oh, alma mía, es ahora cuando hay que demostrar quién es el hijo que Alcmena, la mujer de Tirinto, hija de Electrion, dio a Zeus. Es preciso que yo salve a esta mujer que acaba de morir y que devuelva a Alcestes a esta casa, mostrando mi agradecimiento a Admeto. Iré a buscar a la muerte, soberana de las sombras; la espiaré y espero encontrarla cerca de la tumba, bebiendo la sangre de las víctimas. Me emboscaré y caeré sobre ella, y si puedo tomarla y envolverla entre mis brazos, nadie tendrá poder para arrancármela hasta que me haya devuelto a Alcestes. Pero si pierdo mi presa, si ella no viene al olor de la sangre de las víctimas, iré al inframundo, a la sombría morada de Proserpina y Plutón.

Reclamaré a Alcestes y cuento con devolverla al día, para entregarla en brazos del generoso anfitrión que me recibió en su casa; que no me rechazó, aún bajo el golpe de una desgracia desesperada, y cuya generosidad me ocultó su desgracia, por su afecto hacia mí. ¿Existe en Tesalia, o en toda Grecia, un más devoto observante de la hospitalidad? Pero no tendrá que decir que fue bondadoso con un ingrato, él que ha sido tan generoso.

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Capítulo VI

–¡Ah, triste retorno; triste aspecto de un palacio desierto –lamentaba Admeto a la entrada de palacio, sin decidirse a entrar–. ¡Ay! ¿A dónde ir? ¿Dónde detenerme? ¿Qué decir o qué no decir? ¡Ojalá pudiera morir! ¡Qué infortunado hijo alumbró mi madre! ¡Felices los muertos! Los envidio y quisiera habitar sus estancias. Ya no quiero ver más la luz, ni comprimir la tierra bajo mis pasos. ¡Qué rehén me ha robado la muerte, para entregarlo a Plutón!

–No volver a ver el rostro de una amada esposa, es demasiado cruel. –Dijo la anciana servidora, acercándose a él–; pero debes entrar en la casa.

–¿Qué peor desgracia para un esposo que la de perder a una esposa amada; ¡ojalá no me hubiera casado ni hubiera vivido en este palacio con Alcestes! Envidio la suerte de los mortales que no tienen esposas, ni hijos, porque sólo tienen un alma,  y si sufrir por ella es una carga soportable, ver el sufrimiento de los hijos y el lecho nupcial arrasado por la muerte, es un espectáculo insoportable, cuando uno podría pasar tranquilamente la vida, sin hijos y sin compañera.
–El destino inevitable te ha golpeado…
–¡Ay, ay!
–Y no puedes poner término a tu dolor. Es un fardo muy pesado, pero es preciso sobrellevarlo… no eres el primero…

–¡Desgraciado de mí! ¡Oh, duelo eterno! ¡Oh, crueles lamentos por un ser querido que ya no está! ¿Por qué impedisteis que me precipitara en su tumba y descansara en la muerte junto a esta mujer incomparable? En lugar de una, Plutón habría recibido dos almas fieles que atravesarían juntas el río infernal. Pero ahora, ¿cómo puedo yo volver a mi casa? ¿Cómo podría habitarla después de este cambio de fortuna? ¡Ay, qué gran diferencia! Un día entré, cuando estaba iluminado por antorchas cortadas en el Pelion; al sonido de cantos de boda y llevando de la mano a mi esposa amada. Y detrás de nosotros, un feliz grupo de amigos celebrando la feliz unión de dos esposos de noble cuna. Ahora, a los cantos de gozo suceden tristes lamentaciones, en lugar de velos blancos, luto y vestidos lúgubres me devuelven a la morada en la que se eleva el lecho nupcial, ya para siempre vacío.

–A tu extraordinaria fortuna ves seguir la aflicción, tú que nunca habías sufrido una desgracia, si bien, conservas la vida. Tu esposa ha fallecido, pero te ha dejado su ternura. Y no es nada nuevo, no eres el primero a quien la muerte arrebata a la mujer amada.

Admeto se volvió hacia los ancianos que habían vuelto al atrio de la casa.

–Amigos; la suerte de mi esposa es, en mi opinión, más feliz que la mía, aunque no lo parezca así. Ya no le espera ningún dolor, y ha sido liberada, llena de gloria, de muchas pruebas. Pero yo, que no debería vivir más, he franqueado el límite fatal, y habré de arrastrar una vida miserable; ya empiezo a sentirlo. ¿De dónde sacaré fuerzas para volver a palacio? ¿A quién dirigirme? ¿Qué voz escucharé, que me haga esta vuelta menos penosa? ¿Hacia dónde volver mis pasos? La soledad que aquí reina, me matará, cuando vea vacío el lecho de Alcestes y los sitiales que ocupaba, así como el desorden y el estado de abandono del palacio. Y cuando mis hijos caigan a mis rodillas llorando a su madre; y cuando los servidores se lamenten por la pérdida de su señora. Esto es lo que me espera dentro de palacio, y fuera, la vista de las esposa tesalias y las numerosas asambleas de mujeres, serán una tortura para mí, porque no podré soportar la presencia de las mujeres de la misma edad que Alcestes.

Todos mis enemigos dirán: Ved a ese hombre que vive vergonzosamente; no tuvo valor para morir, y entregó a su esposa en su lugar para librarse cobardemente de Plutón. Ahora pretende ser un hombre y odia a sus padres, cuando él mismo se negó a morir. Tal es la reputación que vendrá a unirse a mis desgracias. ¿Qué precio puede tener ya la vida para mí, amigos, con tan mala fama y desgraciada fortuna?

–Ayudado por las Musas, mi espíritu se ha elevado a los cielos y se ha empleado en diversos estudios; no he encontrado nada suficientemente poderoso contra la Necesidad –declaró el anciano principal–. No hay nada que nos preserve de ella, ni en las tabletas conservadas en Tracia, dictadas por la voz de Orfeo, ni en los remedios que Febo dio a los hijos de Asclepio para atenuar los mortales sufrimientos. Es la única divinidad cuyos altares son inaccesibles y ella es insensible a los sacrificios. Terrible Divinidad, no te muestres más desventurada para nosotros, de lo que lo has sido hasta ahora. 

A través de ti Zeus impone su voluntad y tu carácter intratable nunca se avergüenza de nada. Esta diosa te ha atado con lazos indisolubles con sus propias manos, pero ármate de constancia, pues con tus lamentos no sacarás jamás a los muertos del inframundo. Incluso los hijos ilegítimos de los dioses están sujetos a la muerte. Alcestes nos era muy querida cuando estaba entre nosotros; y aún la amamos después de su muerte. La que elegiste como compañera fue la más generosa de las mujeres. Que nadie mire la tumba de tu esposa como si fuera la de cualquier muerto; que sea objeto de veneración para los viajeros y honrada igual que los dioses. El caminante se detendrá y dirá: –Esta murió por su esposo, y ahora es una divinidad bienaventurada. ¡Salve, mujer venerable! Sé propicia para nosotros. Tales serán las palabras con las que la saludarán. Pero… Admeto –se interrumpió abruptamente el anciano–; me parece que es el hijo de Alcmena quien se dirige a tu casa.

En efecto, Hércules había aparecido de nuevo en la vereda que conducía a la entrada de palacio.

–¡Admeto– dijo, sin más preliminares-: con un amigo siempre se debe hablar con libertad, y no esconder silenciosamente los reproches en el fondo del corazón. Al hallarme cerca de ti en la desgracia, no creía merecer que pusieras mi amistad a prueba. Sin embargo, no me dijiste que era el cuerpo de tu esposa el que iba a ser inhumado, y me diste hospitalidad en tu palacio, como si sólo se tratara de la muerte de una forastera. Así pues, coroné mi cabeza e hice libaciones a los dioses en tu casa, presa de la desolación. Debo lamentarlo; me quejo de tu conducta para conmigo, pero no quiero, sin embargo, aumentar tu aflicción, así que voy a decirte el motivo que me trae aquí ahora.

Haciéndose a un lado, Hércules dejó ver a una mujer que venía tras él, cubierto el rostro por un velo.

–Toma a esta mujer –dijo–, y cuídamela hasta que vuelva con los caballos tracios, cuando haya matado al rey de los Bistonios. Si yo muriera –¡quieran los dioses alejar este presagio y concederme un feliz retorno!-, te la dejo por esclava. Debes saber que cayó en mis manos tras un prolongado combate. Me encontraba en los juegos públicos, donde se proponían a los atletas premios dignos de todos sus esfuerzos, y recibí esta mujer como premio por la victoria. Los vencedores de las pruebas menores recibieron caballos, pero el que ganaba los combates más serios, como el pugilato y la lucha, recibía rebaños, pero además estaba esta mujer y, hallándome allí, habría sido vergonzoso para mí si dejara escapar un premio tan glorioso. Pero la he respetado y tú debes cuidar de ella, pues no la robé ni la gané con engaños, sino que la conquisté combatiendo… quizás con el tiempo me lo agradecerás.

-No fue por falta de respeto ni de amistad, amigo, por lo que te oculté la triste suerte de mi esposa; pero hubiera sido para mí un aumento del dolor su hubieras tenido que irte a casa de otro anfitrión. Era suficiente que yo mismo llorase mi desgracia. Y en cuanto a esta mujer, te lo ruego, Hércules, si es posible, encarga su cuidado a cualquier otro tesalio que no haya sufrido una desgracia como la mía; tienes muchos amigos en la ciudad de Feres. No quieras recordarme una pérdida tan cruel, pues no podría, viendo a esta mujer en mi hogar, contener las lágrimas. No añadas más dolor al que ya padezco, que es suficiente para abatirme. Además, ¿en qué parte del palacio quieres que viva esta joven, porque lo es, a juzgar por su vestido y su apariencia. ¿Vivirá en la parte accesible a los hombres? Y ¿cómo se mantendría pura en medio de los jóvenes? No es fácil, Hércules, contener a la juventud, y, es por tu interés por lo que hablo así. ¿Le cederé la cámara de la que ya no está y su lecho? Recibiría dobles reproches; por parte de los ciudadanos que me acusarían de traicionar a mi bienhechora por compartir el lecho con otra muchacha, y por la mía, porque debo conservar la memoria de la esposa que he perdido, pues tiene derecho a toda mi veneración.

Pero tú, mujer, quienquiera que seas, ¡cuánto te pareces a Alcestes en el porte y en la estatura! En nombre de los dioses, aléjala de mi vista; no me hagas morir de dolor, pues al verla creo ver a mi esposa. Mi corazón está consternado y las lágrimas caen de mis ojos. ¡Que desventurado soy; ahora es cuando gusto toda la amargura de este dolor!

-¡Ojalá tuviera yo poder para traer a tu esposa del inframundo a la luz y hacerte este favor!
-Lo harías, no tengo ninguna duda, pero, ¿cómo? A los muertos no les es posible volver a la luz.
-Intenta no pasar de los límites y modera tu dolor.
-Es más fácil dar consejos que soportar la calamidad.
-¿Qué ganarás si te empeñas en llorar para siempre?
-Lo sé, pero algo me inclina a hacerlo.
-El amor a los muertos sólo provoca lágrimas.
-Su pérdida me ha matado, y más todavía, si fuera posible.
-Has perdido una esposa virtuosa, ¿quién puede negarlo?
-Por eso la vida ya no tiene ningún atractivo para mí.
-El tiempo calmará tu dolor; ahora es muy reciente.
-Puedes decir el tiempo, si con ello te refieres a la muerte.
-Una mujer y el deseo de un nuevo matrimonio, te curarán.
-¡Calla! ¿Qué dices? Nunca lo hubiera esperado de ti.
-¿Acaso nunca volverás con las mujeres? ¿permanecerás viudo para siempre?
-Ninguna mujer volverá a compartir mi lecho.
-¿Crees que así complaces a los manes de Alcestes?
-Dondequiera que esté, es mi deber honrarla.
-Apruebo tus sentimientos; los apruebo, pero te vas a ganar que te traten de loco. 
-Nunca más volverás a llamarme esposo.
-También apruebo que permanezcas fiel a tu esposa.
-Moriría antes de traicionarla aunque ya esté muerta.
-A pesar de todo, recibe a esta mujer en tu casa.
-¡No, te lo ruego, en nombre de tu padre, Zeus!
-Te equivocarás si te niegas a aceptarla.
-Y si lo hago, mi corazón se romperá de dolor.
-Sigue mi consejo, quizás tenga que agradecértelo.
-¡Ojalá no te la hubieran dado como premio!
-Aun así, espero que te alegres por mi victoria.
-Bien dicho, pero que esta mujer se vaya.
-Se irá, si es preciso, pero antes tienes que mirarla.
-Si es preciso… para que no te irrites contra mí.
-Sé muy bien lo que hago cuando te doy prisa con tanta insistencia.
-Sea, por ti. Pero lo que haces no me resulta agradable.
-Llegará el momento en que me lo agradecerás; sólo has de hacer lo que te digo.
-Llevadla adentro –ordeno Admeto a los criados-, puesto que es necesario que la reciba.
-Yo no confiaría esta mujer a tus servidores.
-Entonces tráela tú mismo, si lo deseas.
-Así es. Sólo la entregaré en tus manos.
-Pues yo no la tocaré, pero puede entrar en la casa.
-Digo que sólo la confiaré en tus manos.
-¿Me obligas, en contra de mi voluntad?
-Vamos, extiende la mano y toca a la extranjera.
-Bien, aquí está mi mano –dijo Admeto poniendo una mano tímida sobre el hombro de la mujer del velo-, pero tiemblo como si se tratara de la Gorgona.
-¿Estás seguro de aceptarla?
-Estoy seguro.
-Entonces, quédate con ella. Nunca podrás decir que el hijo de Zeus es un huésped desagradecido –dijo, a la vez que levantaba el velo sobre la cabeza de la mujer-, mírala, dime si se parece a Alcestes y no te lamentes más.

Johann Heinrich Tischbein the Elder (1722–1789) 
Herakles devuelve a Alcestes a la vida

-¡Oh, dioses! –Exclamó Admeto asombrado-. ¿Qué puedo decir? ¡Que inesperado prodigio! ¿Es a Alcestes a quien veo, o algún dios me castiga con una alegría engañosa?
-No –dijo Hércules conteniendo una sonrisa-, es verdaderamente a tu esposa a la que ves.
-¡No puede ser! ¿No será un fantasma salido del inframundo?
-Tu huésped no procede de la magia.
-¿Cómo es posible? ¡Estoy viendo a la esposa que acabo de enterrar!
-Ella es, y no me sorprenda que no te atrevas a creer en tu alegría.
-¿Entonces puedo hablarle y tocarla, como a mi esposa verdadera?
-Háblale y verás realizados tus mayores deseos.
-¿Eres tú, pues, amada esposa? ¿Es tu cara y tu cuerpo? Contra toda esperanza estás conmigo, cuando creía que jamás volvería a verte.
-Sí, la tienes, y espero que no sufras la envidia de los dioses.
-¡Oh, noble hijo del gran Zeus! Espero que seas feliz y que tu padre cuide de ti. Sólo tú me has devuelto la alegría. Pero ¿Cómo la has traído del inframundo a la luz?
-Luché contra el tirano de los muertos.
-¿Has peleado contra la muerte?
-Sobre su misma tumba, de la que la tomé entre mis brazos por medio de una emboscada.

Hércules combate a la Muerte para liberar a Alcestes. Frederic Leighton

-Pero ¿por qué permanece inmóvil y sin voz?
-No se te permite oír su voz hasta que se purifique de su consagración a las divinidades del inframundo, cuando hayan pasado tres días. Recibe a Alcestes y conserva siempre, Admeto, un religioso respeto a la hospitalidad. Adiós. Ahora voy a cumplir el trabajo que me ha encomendado el hijo de Stenelo.
-Oh, no, por los dioses, quédate con nosotros y toma posesión de nuestro hogar.
-Otra vez será –respondió Hércules, ya con una sonrisa satisfecha-, porque hoy ya debo darme prisa.
-Ojalá triunfes y tengas un feliz retorno. –Hércules se alejó con la misma sencillez y naturalidad con que había llegado-. ¡Que los ciudadanos de Feres y todos los habitantes de Tesalia celebren este feliz evento con danzas! –Gritó Admeto-; y que de los altares se eleve el humo de los sacrificios junto con las plegarias. Las pruebas sufridas han dado paso a la felicidad. Sí, soy feliz.

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Los acontecimientos ordenados por los dioses toman muchas formas; se cumplen muchas cosas en contra de lo que esperamos, mientras que las que esperamos no suceden. Pero es Zeus quien marca el camino de los sucesos imprevistos. 

Eurípides

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