sábado, 31 de agosto de 2013

El robo de La Gioconda en el Louvre

La muerte de Leonardo da Vinci en brazos de Francisco I de Francia.
Jean-Auguste-Dominique Ingres. 1818, Óleo sobre tela 40 X 50 cm. Petit Palais (Paris).


Quizás habría sido así la muerte de Leonardo da Vinci, si el rey de Francia hubiera podido estar en Amboise en aquel momento, porque realmente sentía gran afecto por aquel sugestivo anciano, al que llamaba Mon Père, pero Francisco I se encontraba en Saint Germain en Laye, muy cerca de París, donde su esposa, Claude de France, acababa de traer al mundo a un hijo que, con el tiempo se convertiría en el rey Enrique II y que, de su matrimonio con Catalina de Médicis, aportaría al trono francés los tres últimos reyes Valois, y una reina para España, Isabel de Valois.

La realidad es que Ingres se inspiró en la idealizada Vita de Leonardo, en la que Vasari afirmaba: il re e presoli la testa per aiutarlo… conoscendo non potere avere maggiore onore, spirò in braccio a quel re.

Lo cierto es que cuando Francesco Melzi, secretario y amigo de Leonardo, con quien había compartido los diez últimos años de su vida, comunicó la noticia el monarca, este aseguró que fue uno de los momentos más tristes de su vida.

Para realizar la composición, ya en época de Louis XVIII, Ingres copió, invirtiendo e inclinando su posición, un retrato de Francisco I realizado por Tiziano alrededor de 1536, conservado en el Louvre. Tiziano tampoco había conocido al monarca, por lo que, a su vez, se inspiró en un medallón realizado por Benvenuto Cellini, lo que explica el rotundo perfil de la imagen.

Francisco I. Tiziano, 1528. Louvre. A la derecha, la misma imagen girada e inclinada en un ángulo similar al que empleó Ingres.

Unos años después, Francisco I declaró: Jamás ha existido otro hombre en el mundo que supiera tanto como Leonardo, ya se tratara de pintura, escultura, arquitectura, y que a la vez fuera tan gran filósofo.

(Antonina Vallentin, en su biografía de Leonardo, atribuye esta frase a Cellini, de quien  la tomaría y haría suya Francisco I.)

Da Vinci dictó su testamento el 23 de abril de 1519 por el que legaba sus cuadernos de notas, apuntes, bocetos, etc. en fin, todo cuanto tenía, a Francesco Melzi, excepto la Gioconda, de la que jamás había querido separarse y que quedó en poder de Francisco I, no se sabe si como legado o por compra.

Leonardo vivió en Francia desde 1516 invitado por Francisco, que le nombró Premier Peintre, Ingénieur et Architecte du Roi. El querido filósofo, murió el día dos de mayo de 1519 en el castillo de Clos Lucé, que su protector le había cedido como residencia. Vivió 67 años, y su personalidad constituye todavía una verdadera incógnita, tan oscura en sus motivaciones, como la extraña sonrisa de su Gioconda.

El Château de Clos–Lucé, en el Valle del Loira.

Leonardo había empezado la Monna Lisa en Florencia en 1502 y tardó cuatro años en terminarla. Como sabemos, la llevó consigo a Francia. Después de la muerte del pintor, el rey colocó la pintura en su residencia de Fontainebleau. Más tarde pasó al Louvre, que todavía era mansión real, y de allí a Versalles, donde se colgó en el Cabinet du Roi hasta 1650.

Pasó de nuevo al Louvre, ya transformado en Museo, en 1798 aunque no definitivamente, ya que, en 1800 fue llevado al Palacio des Tuileries, para contemplación personal y exclusiva de Joséphine Bonaparte. Finalmente volvió al Louvre en 1804, donde permaneció expuesto hasta 1911, año en que emprendió un extraño viaje.

El día 21 de agosto de 1911, como todos los lunes, el Museo estuvo cerrado al público, pero el martes a primera hora, el pintor Louis Béroud y el grabador Frédéric Laguillermie, se dirigieron al Salon Carré, donde se proponían realizar una copia de la Gioconda. La idea era integrarla en una pintura crítica con la reciente medida de proteger algunas de las obras más importantes del Museo con un grueso vidrio; al proyectar tantos reflejos, harían servir el cuadro acristalado como espejo para una mujer que se estaría mirando en el rostro de Monna Lisa. 

Cuando llegan al Salon, les sorprende que la pintura no se encuentre en su sitio habitual; ellos eran visitantes asiduos y no tenían noticia de que el cuadro fuera a ser movido aquel día. Preguntan a un vigilante, quien les dice que es posible que la obra se encuentre en el taller de fotografía.

Los artistas se van a tomar un café y, al cabo de un rato vuelven, pero al ver que la pintura no ha sido devuelta a su lugar, bromean sobre el hecho; las mujeres, o se miran al espejo, o van al fotógrafo. Después preguntan en el taller, pero allí nadie ha oído hablar de fotografiar a La Gioconda aquel día. Entre tanto, el hueco que ocupaba en el Salon Carré, sigue vacío.


La increíble posibilidad de que el cuadro haya podido ser robado, se empieza a abrir paso en la mente de todos los que hasta el momento han sido informados de su desaparición, y que no dejan de mirar el espacio vacío una y otra vez, como si se tratara de una pesadilla de la que cuesta despertar. Empieza a cundir la alarma; al principio, en voz baja.

El Conservador Jefe, Homolle, se encuentra de vacaciones y es el Conservador de Antigüedades Egipcias, Bénédite quien decide avisar al Jefe de la Sûreté y al Prefecto de Policía, Mr. Lépine, que inician su investigación procurando no hacer mucho ruido de momento, y con enorme perplejidad.

Poco después aparece el marco abandonado en una escalera interior del edificio. La policía registra a todos los visitantes sin obtener la menor pista ni sospecha de ninguno de ellos. Más tarde se descubre una huella dactilar en el cristal desmontado, lo que hace deducir al jefe de Policía que puede haber sido alguno de los empleados del Museo; son 270 y ordena que todos sean registrados e interrogados, pero para su desesperación, la realidad es que no hay ni una sola pista con la que empezar a trabajar.

-Si c'est une plaisanterie, son auteur la paiera cher! –¡Si es una broma, su autor la pagará cara!-, grita ante la prensa el señor Lépine, que todavía es incapaz de rendirse a la evidencia de que La Gioconda ha sido robada.

Al día siguiente, toda la prensa se hace eco de la asombrosa desaparición.


Una semana después, la implacable falta de pistas, unida a las denuncias de la prensa sobre la seguridad en el Museo, causan la desesperación de Lépine, hasta que el día 29 de agosto, el Paris-Journal publica un artículo sobre cierta pieza robada en el Louvre cuatro años antes, que un anónimo les ha hecho llegar y que se proponen devolver al Museo. El artículo va acompañado de una fotografía del objeto en cuestión, que es una pequeña cabeza fenicia de mujer. 

Cuando el escritor Guillaume Apollinaire lee el periódico se horroriza; no sólo conoce perfectamente la estatuilla, que él mismo había comprado; no sólo sabe que su amigo Pablo Picasso ha comprado otras dos piezas similares al mismo proveedor y no solo conoce al ladrón de la estatuilla, que se llama Géry Pierret, sino que además, aquel hombre, en ese momento vive en su propia casa. Tanto el pintor como el escritor, habían convencido al ladrón para que entregara al periódico las piezas robadas, con el fin de que este se encargara de devolverlas al Museo sin desvelar su procedencia. 

Y así, la víspera de la publicación, un desconocido se había presentado en la redacción del París Journal donde hizo entrega de la pieza prehistórica que aseguraba haber robado en el Museo, con el fin de que el periódico se hiciera cargo de ella y la hiciera llegar al Louvre.

Tal como temía, y al negarse a dar el nombre de su protegido, Apollinaire fue detenido al día siguiente, pasando una semana en prisión. La policía había determinado que si el escritor había adquirido una pieza robada en el Louvre –algo de lo que, en el museo, nadie se había percatado-, era perfectamente lógico que también tuviera algo que ver con el robo de la Gioconda. Era una acción casi natural en –Ces deux métèques de la bohème que sont Pablo Picasso et Guillaume Apollinaire.-Esos dos “metecos” de la bohemia…– como había dicho el comisario Vaud, refiriéndose al pintor y al escritor. 

El asunto se politizó; el joven Pierret que era belga y Apollinaire, de origen polaco, se convirtieron en parte de una banda organizada de ladrones extranjeros; se pensó en una acción combinada por judíos para desestabilizar la nación y fue despedido un empleado del museo, pero todo se fue desmontando, con declaraciones públicas, recogidas de firmas y avales sobre la vida de Apollinaire, que juró haber recogido al ladrón en su casa por compasión, ya que en tiempos había trabajado para él y ahora se hallaba en la indigencia, etc. 

La Societé des Amis du Louvre ofreció una recompensa de 25.000 francos y la revista L’Illustration, dobló la cifra para quien entregara la pintura en su redacción, asegurando mantener en secreto la personalidad del que lo hiciera, pero de nada sirvió. Tras proclamar su inocencia, Apollinaire pudo demostrar asimismo que era imposible que Pierret hubiera robado la obra de Leonardo que, mientras tanto, seguía en paradero desconocido.

Octave Mirbeau, célebre, novelista, crítico y periodista, después de expresar su perplejidad por el hecho de que se hubiera publicado que Apollinaire era judío y extranjero, cuando no era ninguna de las dos cosas, declaró su admiración por el escritor, haciendo una valiente defensa de su honestidad. 

Acto seguido, declaró Mirbeau: Le «sourire» de la Joconde... il existe, certes, ce sourire, bête comme nombre de sourires. Il a fallu la «littérature» pour le rendre licencieux. Mais pourquoi tant d'histoires, quand il y a, tout près du panneau vide, un Giorgione et tant de merveilles dans la salle des Primitifs? -La Sonrisa de la Gioconda… existe, ciertamente; una sonrisa tonta como muchas otras. Ha hecho falta mucha literatura para transformarla en algo licencioso. Pero ¿por qué tantas historias, cuando muy cerca del panel vacío hay un Giorgione y tantas otras maravillas en la Sala de los Primitivos?-.

Poco a poco los ecos del robo de la Gioconda se fueron apagando hasta extinguirse casi completamente…

...hasta el 10 de diciembre de 1913. Aquel día, un hombre de algo más de treinta años, que se identificó como Vincenzo Perugia, se presentó a un anticuario florentino, al que ofreció la adquisición de la Gioconda. El anticuario desconfió en principio porque sabía que desde la desaparición del cuadro, se habían puesto en circulación y vendido algunas copias en el mercado negro del arte, asegurándose que todas eran el original de Leonardo da Vinci, pero cuando Perugia le aseguró que había robado la obra por puro patriotismo, sólo para devolverla a su país, el anticuario empezó a creerle. Se citó con Vincenzo en su hotel para el día siguiente, e informó a la policía, que se presentó allí a la hora convenida, procediendo al arresto.

Ficha policial de Vincenzo Perugia

Vincenzo Perugia había intervenido en los trabajos de acristalamiento de la Monna Lisa y conocía perfectamente el sistema de seguridad. Era su huella la que aparecía en el cristal protector, pero cuando decidió apoderarse de la obra, ya no trabajaba para el museo, por lo que nadie pensó en él. 

Una vez descolgado el cuadro, sacó la pintura del marco, que abandonó en la escalera, y abandonó el edificio sin llamar la atención –sorprendentemente, ya que se trata de una tabla de 77 cm. de altura–. Después lo mantuvo oculto en su casa durante dos años.

La noticia volvió a las primeras páginas de todos los diarios y revistas.

“No quedan dudas: es ella!
Volveremos a ver el Louvre a la bella Monna Lisa.

La “Joconde” será devuelta a Francia tras una corta exposición en Roma.
Cómo Perugia se las arregló para robar la obra maestra de Leonardo da Vinci.
Sus negociaciones con el anticuario florentino. Su arresto. Esperaba una fortuna de su robo, como lo prueba una carta dirigida a sus familiares.”

La vuelta del cuadro al Louvre. Paris, 1914. Roger-Viollet – Paris en Images.

En cuanto a Perugia, tras ser detenido en Italia, fue juzgado en aquel país, en el que la prensa celebró ampliamente su patriotismo, y recibió una benigna condena a prisión consistente en un año y quince días, de la que apenas cumplió siete meses.

Sin embargo, el asunto de la Gioconda, no quedó del todo claro; hasta la fecha, algunos críticos mantienen serias dudas sobre su autenticidad. El Museo del Louvre ha decidido que la pintura no se limpie ni se restaure, a pesar de su evidente oscurecimiento, por temor a las técnicas que sería preciso emplear al efecto y que son, en todo caso, agresivas, aun cuando las mismas, servirían para probar la autenticidad de la obra prácticamente sin lugar a dudas.

A los viejos enigmas sobre la identidad, el sexo, y hasta el hecho de que la señora –Madonna– Gherardini hubiera posado como modelo, exactamente para aquel retrato, se añadió la posibilidad de que el retratado fuera Salai, el joven discípulo del taller de Leonardo, dada la extraordinaria similitud entre su sonrisa, reflejada en el San Juan Bautista de Leonardo, y la de Gioconda-, más otras cuestiones que surgieron tras su devolución al Museo del Louvre en 1913: ¿Seguía siendo la misma pintura que se mostraba antes del 21 de agosto de 1911; es decir, la que Francisco I recibió de Leonardo?

Vasari escribió que Leonardo se puso a hacer un retrato de la mujer de Francesco del Giocondo, y que lo dejó inacabado, pero no lo describe: Prese Lionardo a fare per Francesco del Giocondo il ritratto di mona Lisa sua moglie, e quattro anni penatovi, lo lasciò imperfetto. 

Salai, el discípulo de Leonardo y Gioconda.

El propio Salai, es decir Gian Giacomo Caprotti da Oreno, pintó otra Madonna -Monna Vanna-, cuya identidad sexual parece un juego o una variante de trompe l’oeil.
Monna Vanna. Andrea Salai, 1515

La Joconde del Louvre. Óleo sobre tabla (álamo). 1513? (77 × 53)

Es un hecho, que con cierta frecuencia, las limpiezas y/o restauraciones pueden deparar sorpresas inesperadas de carácter positivo, que ayudan a descifrar importantes detalles de la creación de las obras de arte, pero también pueden destruir una pintura para siempre –anulando toda posibilidad de una nueva restauración-, al emplear sobre ellas técnicas mucho más destructivas que el paso del tiempo; los repintes, el humo de las velas, los barnizados, o el polvo ambiental adherido durante siglos. Una obra repintada puede recuperarse, pero no la pintura raspada o simplemente, borrada. Hay ejemplos de ambos casos.

La Gioconda del Museo del Prado es un ejemplo de los hallazgos de carácter positivo. De acuerdo con la página web del Museo, hasta hace apenas dos años: 

esta pintura era considerada como una más de las muchas versiones existentes del célebre cuadro homónimo de Leonardo da Vinci conservado en el Museo del Louvre, del que se diferenciaba ante todo por el fondo negro, la menor calidad del dibujo y la ausencia del característico sfumato leonardesco. Procede de la colección real, donde probablemente se registra ya en 1666 en la Galería del Mediodía del Alcázar como una ''mujer de mano de Leonardo Abince''.

El estudio técnico y la restauración realizados entre 2011 y 2012 han revelado, sin embargo, que se trata de la copia de la Gioconda más temprana conocida hasta el momento y uno de los testimonios más significativos de los procedimientos del taller de Leonardo. La existencia del paisaje bajo el fondo oscuro se detectó a través de una reflectografía infrarroja y una radiografía. El repinte era posterior a 1750 y debajo se conservaba el paisaje original en buen estado, aunque inacabado en algunas zonas, lo que pudo ser la causa de su enmascaramiento.

Su mayor interés reside en que, desde el dibujo preparatorio y hasta casi los últimos estadios se repite el proceso creativo del original. Las dimensiones de ambas figuras son idénticas y fueron quizá calcadas partiendo del mismo cartón. La prueba más evidente de que las dos obras fueron realizadas al mismo tiempo es que cada una de las correcciones del dibujo subyacente original se repite en la versión del Prado, lo que demuestra que su autor tuvo en cuenta elementos que Leonardo dibujó en las capas subyacentes pero no incluyó en la superficie.

Todos estos elementos apuntan a un miembro del taller de Leonardo, próximo a Salai o a Francesco Melzi, los alumnos más cercanos al maestro y que tenían acceso directo a sus dibujos de paisaje.

La Gioconda del Prado, antes y después de su restauración.
La Gioconda, Taller de Leonardo da Vinci. H.1503-16. Óleo sobre tabla de nogal, 76,3 x 57cm, 18mm de grosor. Nº Cat. P-504. Inventarios antiguos: 393. 666,199.

El estudio de la obra comenzó en 2010 a petición del Louvre que, a finales de 2012 presentó la exposición L’ultime chef-d’œuvre de Léonard de Vinci, la Sainte Anne y, los primeros resultados llevaron finalmente, abordar su restauración. El análisis técnico y la restauración han permitido recuperar la imagen original del cuadro y uno de los testimonios más representativos de los procedimientos de taller de Leonardo, convirtiéndola en la versión más importante de la Gioconda conocida hasta el momento.

Louvre Prado

El extraordinario interés de esta copia reside en que, desde el dibujo preparatorio y casi hasta los últimos estadios, repite el paulatino proceso creativo de la Gioconda. El análisis comparado de las reflectografías infrarrojas ha revelado detalles idénticos, subyacentes a la pintura, que evidencian un proceso de elaboración paralelo. En el documento se ve que las figuras son iguales en dimensiones y forma, quizás traspasadas mediante calco partiendo del mismo cartón.

Lo que es más importante, es que cada una de las correcciones del dibujo subyacente del original se repiten en la obra del Prado. Un copista "tradicional" transcribe lo que ve en la superficie pintada, y no lo oculto, y la existencia de estas modificaciones comunes bajo la pintura demuestra que el autor de la tabla del Prado presenció todo el proceso de concepción y el desarrollo de la Gioconda.

Todos estos datos apuntan sin duda a un miembro del taller de Leonardo y a una elaboración paralela de los dos retratos. Es posible situarla estilísticamente en un entorno milanés, próximo a Salaï o quizás a Francesco Melzi, los alumnos de más confianza del maestro, herederos de su obra y que tenían acceso directo a sus dibujos de paisaje.

La gran calidad de los materiales empleados en la tabla de Madrid sugiere un encargo importante y, hasta la fecha, las copias que se conocen son posteriores y reproducen lo que era ya un original famoso. Los análisis técnicos demuestran que la Gioconda del Prado fue realizada a la par que el original, lo que da sentido a la hipótesis de un "duplicado" de taller, realizado al mismo tiempo y con acceso directo al paulatino proceso de ejecución del cuadro de Leonardo.

Puesto que los resultados de este estudio parecen indiscutibles, podemos preguntarnos si algún día se podría hacer un análisis comparativo con la Gioconda verdadera, cuyos avatares no dejan de suscitar dudas en torno a su autenticidad,  pero no parece que un estudio semejante tenga hoy alguna posibilidad por lo que respecta al Museo del Louvre.

En la actualidad, un equipo independiente financiado por Silvano Vinceti, ha exhumado los restos de varias tumbas de Florencia, que se supone pertenecieron a algunos Gherardini, entre los cuales podrían hallarse los de Madonna Lisa. Se está procediendo a comparar sus muestras de ADN, con los restos del hijo de los Bartolomeo–Gherardini, Piero, cuya identificación se supone segura. Si el proyecto tuviera éxito, se intentaría realizar la reconstrucción digital de un rostro para compararlo con el de la persona representada por Da Vinci. Para ello quedaría superar todavía serios obstáculos, entre los cuales, la eventualidad de que los supuestos restos de Piero correspondan a un hijo del primer matrimonio de Francesco di Bartolomeo del Giocondo, así como la de que aparezca un cráneo, sin el cual, la posibilidades de hacer una reconstrucción se esfumarían.

Todo parece indicar, en definitiva, que el enigma o los enigmas que encierra la Gioconda, es decir, la obra a la que se ha dado el título de obra maestra en la historia de la pintura, no se van a resolver por el momento.

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sábado, 24 de agosto de 2013

Pedro Salinas. La prosa del Verso.


                                       Pedro Salinas. Fotografía del Diario ABC

La lectura de la bellísima obra poética de Pedro Salinas de cuya calidad y belleza solo puedo expresarme con admiración, me sugiere, no obstante, algunas cuestiones de fondo, desde el punto de vista de su contenido, que no estimo fáciles de resolver. Me refiero fundamentalmente a la trilogía formada por: La voz a ti debida; Razón de amor y Largo Lamento.

Y me pregunto, en primer lugar, si se puede definir el amor, o tal vez sólo se pueden describir sus efectos. Leyendo a Salinas se pueden extraer conclusiones sobre sus estados de ánimo, sus ilusiones, sus largas esperas, su largo lamento… siempre sin salir del asombro, pero siempre sin hallar una respuesta precisa. Lo mismo que ocurre con algunos poetas que en siglos anteriores también escribieron poesía amorosa y que constituyen verdaderos modelos literarios, como Lope de Vega, Quevedo, etc., y otros grandes, de los que Salinas se nutrió poética e intelectualmente, pero que tampoco resuelven el enigma de lo que pudiera ser amor en realidad.

En segundo lugar: Si podría ser que sólo el amor inalcanzable, el que encuentra más dificultades para desenvolverse, para materializarse –si sirviera este término–, ya sea a causa de la distancia, –que tampoco tiene por qué ser sólo física y medible–; sea por lo que fuere, en fin, ese modelo que tal vez podríamos llamar “Romeo y Julieta”, es decir, el que se trunca por diversas razones hasta hacerse imposible y acaso mortal, digo: ¿será ese amor el único verdaderamente imperecedero? En todo caso, parece que es el que ha inspirado a mayor y mejor número de poetas en todos los tiempos. 

Sólo recordaré ahora, los versos que siguen al instante gozoso de la Razón de Amor, cuando:

                        Cada beso perfecto aparta el tiempo,
                        le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve…

a pesar de lo cual:

                        el alma ciegamente siente
                        que la forma posible de estar juntos
                        es una despedida larga, clara.
                        Y que lo más seguro es el adiós.

De hecho, la tercera parte de la historia de amor de Pedro Salinas, se titula Largo Lamento. Manteniendo su fidelidad a los poetas que fueron antes que él, muy coherente, por otra parte, con los presupuestos de la llamada Generación del 27 en la que Salinas se encuadra –y, aun creyendo que dos poetas, en distintas épocas y culturas, pueden coincidir, no sólo en la idea, sino en la forma de expresarla-, reflejo aquí la teoría de Jorge Guillén acerca del hecho de que Salinas recordó voluntariamente, o no, para este título, un verso de Gustavo Adolfo Bécquer, otro joven acreedor del amor ideal, que apenas vivió 36 años:

…largo lamento.
Del ronco viento…

(Rima XV, vv. 14–15).

G.A.Bécquer, de Valeriano Bécquer, 1862. Museo Bellas Artes. Sevilla. (Col. Ibarra).

Para empezar, Salinas tituló su Trilogía, con un verso de Garcilaso: La voz a ti debida, que forma parte de una estrofa en la que está implícito ese matiz trágico, o fatal –como veremos–, ese que al parecer necesita el amor para transformarse en inmortal en tantas ocasiones; tantas, que sería prolijo intentar reseñar siquiera, sus numerosas huellas en la literatura. Lo cierto es que todas las historias de amor que han ascendido al Olimpo literario, suelen ser de amor frustrado –nunca olvidado–, y probablemente intacto, a pesar de que una vez se sintiera capaz de alcanzar el estado que suponemos de realización plena, es decir, el encuentro entre dos almas y dos cuerpos que han visto despertar entre sí un deseo de unión plena.

Así pues, mi tercera y última cuestión sería más bien una encrucijada abierta a una doble duda: por un lado, no sé si ese amor idealizado y nunca alcanzado, cuyas barreras han resultado insalvables, o que exigía sacrificios que los enamorados, finalmente, no estaban dispuestos a ofrecer, podría verdaderamente llamarse amor, o constituiría el modelo “Dulcinea”, es decir, algo que, en realidad no existe más allá de la mente de su creador. Por otro lado: al amor tranquilo, hecho realidad sin que la voluntad de los amantes haya tenido que luchar, renunciar a nada, ni obstinarse en alcanzarlo; que no exige sacrificios, ¿no inspira a los poetas? o ¿qué modelo literario podríamos aplicarle?

Tal vez es posible intentar definir el amor con palabras, pero seguramente hacen falta muchas y muy bien escogidas; los mejores poetas lo atestiguan, pero aún así, lo que leemos, describe más bien las sensaciones que provoca el sentimiento –sobre todo cuando su objeto no está presente–, pero no declaran lo que sea el amor o el enamoramiento mismo.

Pues bien, Salinas escribió, entre otras cosas, esta Trilogía a la que me refiero, cuya primera parte tituló, La Voz a ti debida; como decíamos, un préstamo o inspiración del, a su vez genial e innovador Garcilaso de la Vega, que, en sus versos también hace referencia a una situación dolorosa y previsiblemente trágica, derivada de un estado, en el que, una vez más, el amor es preludio y/o causa de inmortalidad. Habiendo muerto Garcilaso, de forma inesperada y casi absurda, con solo 35 años, parecería incluso premonitorio. Veámoslo.

Garcilaso de la Vega

Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida,
mas con la lengua muerta y fria en la boca
pienso mover la voz a ti debida;
libre mi alma de su estrecha roca,
por el Estigio lago conducida,
celebrándo t’irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.

Égloga III, estrofa 2 (vv. 9–16)

Y ya antes de entrar en los poemas de Salinas, recordaremos el verso de Percy Bysshe Shelley – otro grande y trágico, que no alcanzó a vivir treinta años–, del que Pedro Salinas, eligió también un verso, suficientemente expresivo, para que figurara al frente de La Voz a ti debida, junto al de Garcilaso: 

Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror!

Shelley (Pintor desconocido)

            Thou Moon beyond the clouds! Thou living Form
            Among the Dead! Thou Star above the Storm!
            Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror!
            Thou Harmony of Nature’s art! Thou Mirror.
…   …   …

            Tú, Luna más allá de las nubes! Tú, forma viva
            Entre los muertos! Tú, Estrella sobre la tormenta!
            Tú, Maravilla, y tú, Belleza, y tú, Terror!
            Armonía del arte de la Naturaleza. Espejo!

EpipsychidionVersos dedicados a la noble e infortunada Lady Emilia V, ahora prisionera en el convento de…

Shelley escribió el Epipsychidion –Επιψυχίδιον; Επι; en torno, y, ψυχίδιον; pequeña alma–, en Pisa, a principios de 1821 y fue publicado en Londres el verano siguiente sin el nombre del autor. Más tarde, en 1839, la viuda del poeta lo incluyó en Poetical Works. Shelley murió en Florencia cuando se proponía viajar a una de las islas Espóradas, aún deshabitada, en el mar Egeo.

Se refería el poeta inglés a su amor imposible, la italiana Teresa Emilia Viviani, recluida por su padre en un convento. Emilia era amiga de Mary, la esposa de Shelley, y él se enamoró de la encerrada a la que dedicó el libro de forma anónima para no delatarse públicamente.

En definitiva, estos versos seleccionados por Salinas como pórtico de los suyos, no parecen presagiar un contenido diferente, algo que se confirma apenas iniciada su lectura, en la que encontramos, sin duda, una fe indestructible en un amor, pero también una historia trazada con distancias, una sucesión de anhelos asumidos, una permanente búsqueda de la soledad y acaso un amor–mito elevado a la categoría de excepción, desde la que es imposible llegar más lejos, ni tampoco más cerca, todo lo cual, no resta, sino absolutamente al contrario, confiere una indescriptible belleza al relato de su Deuda, de su Razón y de su Lamento.

Prescindiendo por ahora de ciertas características biográficas de Pedro Salinas, que sólo conocimos en la primavera del año 2002, podemos intentar hacer una lectura objetiva –si esto fuera posible, asimismo–, del incomparable poemario La voz a ti debida, a la luz de lo que sabíamos del autor cuando falleció en Boston en 1951.

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En opinión de M. Díaz Martínez, Salinas, efectivamente hizo del amor el ámbito de su poesía y para ello volcó todos los recursos de su fantasía a la caza de una definición sensorial y emocional del amor, que en su intensidad impregna de sentido al hecho mismo de vivir y alcanzó en su expresión esa luminosa paz de agua virgen.

Así es y, para ello, para llegar –aunque solo en contadas ocasiones, hasta esa preciada paz de agua virgen, Salinas concentró en su estilo lo recibido de una larga estela de grandes poetas, de los que siempre se sintió afín y que empleó al escribir, voluntariamente, o no. 

Lo mejor de la poesía permanece en algún lugar de la mente para siempre, y así, Garcilaso, Góngora, Machado, Mallarmé o Paul Valéry, además de los ya citados, constituyeron un sustrato fundamental, que reluce entre las palabras, los espacios y los silencios de los versos de Salinas por luminosas afinidades.

En opinión de Luis Cernuda, el primer Salinas, el de Presagios, de 1924, más sencillo e inteligible; quizás, casi prosaico, sería, por así decirlo, el verdadero Salinas, antes de que asumiera la gran influencia de Jorge Guillén, poeta al que admiraba sin condiciones ni restricciones y cuyo quehacer poético, sin duda, sirvió de amalgama a sus cualidades personales y al verbo o estilo inevitablemente asimilado de los clásicos y los románticos, resultando de todo ello una poesía tan original y, a la vez, tan genial, plena y única en su transparente sencillez.

Pero es en La Voz a ti debida, donde nos parece iniciada la cima poética de nuestro creador; donde toda palabra es poesía, todo pensamiento es verso y todo cuanto rodea al poeta se ha transformado en un elemento poético. Para entonces, creo que no cabe duda; Salinas estaba enamorado.

                              La vida es lo que tú tocas.

                              Amor, amor, catástrofe
                              ¡Qué hundimiento del mundo!
                              Un gran horror a techos
                              quiebra columnas, tiempos;
                              los reemplaza por cielos
                              intemporales. Andas, ando
                              por entre escombros
                              de estíos y de inviernos
                              derrumbados. Se extinguen
                              las normas y los pesos.

Pero Catástrofe, hundimiento, escombros… no parecerían adjetivos adecuados al glorioso instante en que alguien ve surgir la vida a través de su amor, pero quizás así lo sentía el poeta que, sin embargo, parece absolverse alcanzando una conclusión vital e imprescindible ante la catástrofe inevitable:

                                … no ser más que el puro
                                anhelo de empezarse
                                otra vez.

La vida, pues, se nubla bajo esa sensación de previsible hundimiento que quizás sólo cese cuando emerja la posibilidad de empezarse otra vez.

                               El futuro
                               se llama ayer. Ayer
                               oculto, secretísimo,
                               que se nos olvidó
                               y hay que reconquistar
                               con la sangre y el alma,
                               detrás de aquellos otros
                               ayeres conocidos.

A partir de entonces, Salinas se interna en una nueva senda vital, por la que, sin cambiar el menor aspecto de su existencia material, decide olvidar y reivindica que lo quiere todo, contradiciendo la serena sabiduría Délfica:

                              ¡Sí, todo con exceso.

                              A subir, a ascender
                              de docenas a cientos,
                              de cientos a millar,
                              en una jubilosa
                              repetición sin fin,
                              de tu amor, unidad.

                              Qué alegría, vivir
                              sintiéndose vivido.

                              Que hay otro ser por el que miro el mundo.
                              …otro ser por detrás de la no muerte.

Los lectores del momento, desconocedores de la peripecia anímica de Salinas, pudieron tener dudas sobre la posibilidad de que estos versos hubieran sido construidos gracias a su dominio del quehacer poético, o brotaron del amor y el temor de un poeta enamorado, pero en este aspecto, Salinas fue completamente hermético.

                              Y estoy abrazado a ti
                              sin preguntarte, de miedo
                              a que no sea verdad
                              que tú vives y me quieres.
                              Y estoy abrazado a ti
                              sin mirar y sin tocarte.
                              No vaya a ser que descubra
                              con preguntas, con caricias,
                              esa soledad inmensa
                              de quererte sólo yo.

Probablemente, si en aquellos años hubiéramos preguntado a colegas, amigos y lectores de Pedro Salinas, hubieran hablado de idealizaciones y metáforas, sin sospechar la existencia de una causa real cuyas secretas circunstancias dirigirían su incansable pluma de forma casi fatídica. Lo cierto es que la voz del poeta se fue transformando en un Largo lamento; último vestigio de algo que aún no sabemos si fue y que nos provoca una incertidumbre cargada de emotividad. 

                              No quiero que te vayas,
                              dolor, última forma
                              de amar. Me estoy sintiendo
                              vivir cuando me dueles.

El sufrimiento por la pérdida es la prueba más evidente de que en otro tiempo lo que ahora se llora, constituyó una vivencia luminosa y tangible. Tal vez, mucho más que en otros versos, se hace aquí evidente que Salinas no emplea metáforas sino que define una ausencia reciente y dolorosa de la que, por lo que sabemos, casi nadie sabía nada. ¿Qué había pasado?

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Comida–Homenaje a Vicente Aleixandre.

Arriba, a la izquierda: Miguel Hernández, Juan Panero, Luis Rosales, Raúl Glez. Tuñón, L. F. Vivanco, J.F. Montesinos, Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda y Leopoldo Panero.
Sentados: Pedro Salinas, María Zambrano, Enrique Díaz–Canedo, Concha Albornoz, Vicente Aleixandre, Delia del Carril y José Bergamín. Sentado en el suelo: Gerardo Diego.


Luis A. Parra Hernández aporta en su interesante Tesis -Las manifestaciones del amor en el poema de Pedro salinas La voz a tu debida-, prácticamente todos los elementos necesarios para establecer los principales datos que nos ayudan a conocer los hitos más importantes de la vida de Salinas, antes de que se produjera La Voz a ti debida. De lo que pasó después, los datos procederán de los propios escritos de Salinas, o por mejor decir, de una extensa correspondencia que nos ayudó a todos a comprender con bastante exactitud cómo y por qué nació su mejor poesía, aunque como dijimos al principio, esta información no se produjo hasta el año 2002.

En 1927, el tercer centenario de la muerte de Góngora fue una ocasión única para que –convocados por Ignacio Sánchez Mejías–, se dieran cita en el Ateneo de Sevilla varios poetas de la llamada Generación del 27; Dámaso Alonso, García Lorca, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Jorge Guillén o Luis Cernuda. Además de la lectura pública de muchos ensayos renovadores acerca de la figura de Góngora Bacarisse, Bergamín, etc.-, algunos de los asistentes leyeron allí por primera vez sus propios poemas. 

En 1932 Gerardo Diego publicaba una Antología de Poesía Española (1915–31) que, entre otras grandes figuras, –sobradamente conocidas, pero que no citaré ahora para no interrumpir la línea biográfica–, incluía a Pedro Salinas, que nacido en Madrid en 1891, era trece años mayor que Neruda, por ejemplo, de modo que además de que ya había publicado poesía, era internacionalmente conocido como erudito en temas de literatura española, hablaba además inglés y francés, y, de hecho, el gobierno francés le concedió la Legión de Honor en 1933 por su aporte a la difusión de la cultura francesa a través de sus traducciones de Marcel Proust y André Gide.

A los 21 años ya había iniciado Salinas su noviazgo con la mujer que se convertiría en su esposa; Margarita Bonmatí, a quien dirigió numerosas cartas, de las que la hija de ambos publicó más tarde las escritas entre 1912 y 1915, etapa que se inicia cuando el poeta empieza a estudiar Filosofía –Historia, en realidad–, después de haber terminado Derecho. –Ya soy licenciado en Filosofía y Letras –le escribirá más tarde a Margarita: con sobresaliente–, y empezará a preparar la Cátedra de Universidad. 

En 1913 es nombrado Secretario General de la Comisión de Literatura del Ateneo de Madrid. Por entonces, de acuerdo con la información ofrecida por su hija: el poema en lengua española que más admira es el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz; lo considera un modelo de poesía amorosa.

En 1914, conociendo bien la poesía francesa y personalmente a algunos de sus principales representantes, escribe a Margarita: Hay hoy en España como en Francia, una renovación de las letras. Mucho más “réussie” –lograda- en Francia, donde Paul Claudel o André Gide marchan al frente. Aquí empieza a iniciarse una tendencia moderna que en poesía se ha de manifestar creo yo, por el verso-librismo, y que tiene un carácter marcadamente idealista, pero sin perder sus dotes de realidad. La poesía española de hoy ha llegado con Rubén Darío, con Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, a nobles cimas. Pero los poetas jóvenes ya no podemos seguir ese camino, y buscamos formas nuevas para nuestros pensamientos.

Con el apoyo de su amigo Américo Castro, a finales de 1914 vuelve a Francia para desempeñar el puesto de lector de español. Allí, el trato y la lectura de los poetas francesas, le ayudan a perfeccionar y renovar su propio idioma. La experiencia le lleva a quejarse asimismo en una carta a Margarita, de las carencias de la formación recibida en España: Soy licenciado en letras y no sé alemán, latín ni griego, cosa que saben aquí todos los licenciados. Así que se da el caso que tengo estudiantes que saben más que yo y no es culpa mía, no, es culpa de esta Universidad española que tan poco me ha enseñado; y ahora tengo yo que hacer por mí mismo lo que debía haber aprendido allí, ¡y es mi triste necesidad tener que quejarme de lo español cuando se está fuera de España!

Salinas vivió en París hasta la primavera de 1918, porque antes del verano tuvo que tomar posesión de su Cátedra en Sevilla.

Parece que a Margarita Bonmatí le atraía la voz de Pedro Salinas antes de tratarle personalmente, mientras que él la conocía apenas por un retrato que había visto en casa de los padres de ella, amigos de los suyos. Finalmente se conocerían exactamente el día 22 de julio de 1911, fecha del cumpleaños de Margarita –siete años mayor que él–. En principio se comunicaban en francés, porque la lengua materna de Margarita era el valenciano. Su relación se desarrolló sobre todo, por correspondencia –alrededor de 600 cartas–, de las que conocemos las escritas entre 1912 y 1915, año en que se casaron y en el que terminan las publicadas por su hija. Hablaban fundamentalmente de poesía y Margarita tradujo para Salinas a Shelley, Keats y Coleridge. En todo caso, empezaron a considerar su compromiso como tal, cuando se vieron en Argel en 1913, donde Margarita residía con su familia y donde se casarían el 29 de diciembre de 1915. Su hija Soledad nació el 8 de enero de 1920 y en Junio de 1925 nacía en Argel su hijo Jaime.

Haré versos, sí, porque nuestra vida será bella –le había escrito Salinas–, pero “les plus beaux vers sont ceux qu´on n´écrira jamais” (Los más bellos versos son los que nunca se escribirán). Los más hermosos versos míos no se escribirán nunca –personaliza Salinas–: los sabrás tú, tú sola, los sabrán nuestra casa, los paisajes que miremos, los lugares por donde crucemos. Estarán en todos nuestros momentos, llenarán nuestra vida, pero no se podrán escribir. Porque son demasiado inefables, porque las palabras no pueden expresarlos. (1912).

Esposa, te hablaré siempre, siempre manará este diálogo interior, este hablarse que no es el de las palabras sólo, sino aquel en que las palabras son signo, muestra, señal mínima de la vida interior. ¡Y tú, esposa mía, cómo me has hablado! Me has hablado con palabras y con silencios, con voz y sin ella, pero todo lo que me has dicho me ha llegado al corazón, y tu alma se ha expresado para mí clara, pura y verdadera. París, 1915.

Después de dar clases de Literatura Española en Cambridge, Salinas volvió a España y publicó su primer poemario, Presagios, en 1924, bajo el asesoramiento editorial de Juan Ramón Jiménez.

Gaceta Literaria del 1 de agosto de 1929:

Otra vez está la Residencia de Estudiantes en toda su actividad. Hace dieciocho años que el Centro de Estudios Históricos organizó estos estudios estivales. Y, apenas los estudiantes españoles han abandonado los altos de la calle del Pinar, son sustituidos por gentes venideras de todas partes del globo, que confluyen en torno a la fonética de Tomás Navarro, al curso de literatura de Salinas, y al de lengua de Valbuena Prat. 

Entre los alumnos matriculados aquel año, había una muchacha norteamericana, llamada Katherine Prue. Poco después, Salinas abandonaría la Cátedra de Sevilla iniciando una serie de viajes para dar conferencias por Europa.

El 14 de abril de 1931 termina la impresión de su tercer libro de poesía titulado Fábula y Signo.

Su verdadero reconocimiento público se produce cuando  en agosto de 1932 es nombrado Secretario General de la Universidad Internacional de Verano de Santander, un centro dedicado a efectuar intercambios internacionales de carácter intelectual, literario y artístico.

Ya en la primera conferencia, Salinas propuso prescindir casi totalmente de la Historia de la Literatura para centrar al alumno en la lectura y en el comentario de texto, considerando que enseñar literatura, era, sobre todo, enseñar a leer, aunque posteriormente se hiciera también preciso situar cada obra y autor en un entorno histórico. 

Fue entonces cuando publicó Presagios (1924), Seguro Azar (1929) y Fábula y signo (1931).

La voz a ti debida (1933), Razón de amor (1936) y Largo Lamento (1957), dieron a Salinas el reconocimiento de Poeta del Amor.

-Estábamos enamoradísimos -escribió Katherine-, pero muy pronto la realidad empezó a filtrarse por las nubes de nuestro amor en vilo.

En el invierno de 1935-36 acordé con el Wellesley College ir a enseñar allí un año, a partir de septiembre de 1936. En ese momento nadie pensaba en la posibilidad de una guerra civil en España. Hice todos los arreglos para salir de España el último día de agosto.

K. Prue Reding y P. Salinas en Massachusetts, 1936

El poeta y su familia vivieron en Boston durante los años 1937-1940, luego vivieron en Baltimore hasta 1943, cuando Salinas fue invitado a impartir clases en la Universidad del Río Piedras –Puerto Rico. Finalmente, en 1946 ocupó una cátedra en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore.

El día 4 de diciembre de 1951, fallecía Pedro Salinas en una clínica de Boston de una enfermedad que se le declaró a principios de aquel año y cuya existencia la familia prefirió ocultarle.

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En 1982 fallecía también Katherine Prue Reding –para entonces, Katherine Whitmore–, aquella alumna americana de Salinas –una de las estudiantes que aparecen en la fotografía–, dejando un documento para la Houghton Library de la Universidad de Harvard, por el que autorizaba la publicación de un conjunto de cartas intercambiadas entre Salinas y ella, que el Centro custodiaba, si bien, debían respetarse dos condiciones imprescindibles; la primera, que no se publicaran hasta pasados veinte años del fallecimiento de su propietaria y, la segunda, que sólo se dieran a conocer las cartas escritas por el poeta. En ellas se encuentra la prosa de la que nacieron los versos de la Voz, la Razón y el Lamento de Pedro Salinas.

La próxima semana se pondrá a la venta el libro de Pedro Salinas Cartas a Katherine Whitmore (Tusquets), epistolario seleccionado, prologado y anotado por Enric Bou, y aceptado por los herederos del poeta, sus hijos Solita y Jaime, en el que se incluyen 151 de las 354 cartas que componen la colección. De hecho, la colección de cartas y poemas que Salinas envió a la profesora estadounidense entre 1932 y 1947 se puede consultar en la Houghton Library de la Universidad de Harvard desde el pasado 1 de julio de 1999, si bien ésta es la primera vez que se publican.

Dos de los poemarios más importantes de Pedro Salinas, La voz a ti debida y Razón de amor fueron publicados en 1933 y 1936, respectivamente, es decir, en plena explosión amorosa del autor y, consecuencia de ello, epistolar. El deslumbramiento del poeta ante la bella profesora de Kansas es incuestionable y confiere a estas cartas un valor complementario, pues en ellas su autor no busca la perfección estilística a la que aspira el creador, sino que su fin no es otro que seducir a quien le sedujo, olvidándose del resto de los mortales.

El que ha sido considerado como uno de los mejores poetas del amor de la literatura española del siglo XX se muestra en estas cartas como un enamorado más: exultante y feliz hasta rozar en ocasiones el humano y gozoso ridículo. Ayer, primer día de clase de literatura contemporánea, sin público, sin nadie. ¿Dónde estaba mi público? Tenía delante rostros torpes, ininteligentes, feos. ¿Dónde estaba mi sonrisa, mi rostro medio vuelto, mi inteligencia hecha persona, hecha delicia en atención? Me pasé el tiempo de clase diciendo una conferencia a la ventana, a lo que veía por la ventana. (Carta segunda).

La cronología de la relación y las pistas sobre la identidad de la dama las establece Jorge Guillén años después de la muerte de su gran amigo Salinas, y de ella deja sobria constancia Enric Bou: Katherine Prue Reding, nacida en Kansas en 1897, se especializó en lengua y literatura española por dicha Universidad. Más tarde enseñó en Richmond (Virginia) y, desde 1930, en Smith College, en Northampton (Massachusetts). Pasó el verano de 1932 en Madrid, donde conoció a Pedro Salinas. Unas semanas más tarde, regresó a Northampton. Katherine Reding pasó el curso académico 1934-1935 en Madrid, en donde quiso poner fin a la relación con el poeta tras comprobar que la mujer de Pedro Salinas, enterada del apasionado idilio, intentó suicidarse. La guerra civil y el exilio de Salinas y los suyos en Estados Unidos, en 1936, lo dificultaron. En 1939, Katherine decidió casarse con Brewer Whitmore, también profesor en Smith College, y adoptar su apellido. Mantuvieron todavía algún esporádico encuentro, aunque la relación al parecer había terminado tiempo atrás. En la primavera de 1951 se vieron por última vez. Meses más tarde, el 4 de diciembre de ese mismo año, moría Pedro Salinas. Katherine Whitmore murió en 1982.

Una intensa historia de amor que en realidad tuvo una corta existencia (dos veranos y un curso académico) y que, sin embargo, conmovió al poeta con una constancia, fuerza y creatividad difícilmente imaginables. La propia Whitmore explica en un texto de 1979: Fue emocionante, alegre, devastador y triste para ambos. Verdaderamente tenía Beauty and Wonder and Terror, cita del Epipsychidion de Shelley que sirve de prefacio en La voz a ti debida. Cuando releo sus cartas después de tantos años y paso las páginas de los exquisitos volúmenes que encuadernó especialmente para mí, me pregunto cómo el destino pudo ser tan amable.

EL PAÍS, DOMINGO, 7 de abril de 2002 (Extracto).

La relación, pues, pudo mantenerse en secreto desde  1934 hasta que más o menos un año después, Margarita Bonmatí la conoció e intentó suicidarse, aunque al final le salvaron la vida. Pero el suceso quebrantó la resistencia de Katherine, algo que, según parece, Salinas se negó a aceptar:

Le gustaba telefonearme por la noche desde su casa. Rechazó mi sugerencia de que no era una cosa muy prudente; y, muy a pesar mío, yo tenía razón. En febrero su mujer, Margarita, intentó suicidarse y se salvó de milagro. Nada volvió a ser lo mismo. La conmoción me devolvió a la realidad. Me di cuenta del carácter de nuestra relación y me sentí culpable. Estaba haciendo daño a otros. No era un “amor en vilo”, sino un amor que no tenía un lugar propio. Supuse que había llegado a su fin. Pero no para Pedro. Las cartas siguieron hasta 1947.

Como hemos adelantado, prácticamente nadie conocía la historia, aunque al parecer, algunos relacionaban La Voz a ti debida, con Katherine. Julián Marías, por ejemplo, que impartió clases en el Wellesley College en 1951–52 escribió: Se ha dicho que La voz a ti debida se había escrito pensando en ella; no lo sé; lo único que puedo decir es que lo merecía.

Finalmente, Katherine tendría que renunciar a una relación como ella deseaba: me casaría contigo sin vacilar–, porque Salinas no estaba dispuesto a cambiar la situación, ya que le había entregado el amor de que soy capaz, un amor en vilo y también porque, como él mismo confesó, entre otras cosas, tenía un miedo horrible a hacer el ridículo.

Katherine hizo algunos viajes a España y Francia para verse con el poeta, pero en 1939, cuando, después de pasar un curso en México, volvió  los Estados Unidos, se casó con Brewer Whitmore, un profesor del Smith College, que, en 1943 murió en un accidente de automóvil. 

Todo empezó cuando el primer día de clase en el Centro de Estudios Históricos, Katherine había llegado tarde y tuvo que sentarse al final de la sala, pero cuando Salinas la vio, sintió que su vida volvía a empezar:

Según te miraba empecé a ver cómo de tu propia carne, de tu propia figura salía el ser nuevo, nacía la criatura revelada. ¡Prodigio, milagro, asombro! Y lo más raro es que todo ello se verificaba, sucedía, sin que nadie se diera cuenta, más que yo – ni tú siquiera -, en un lugar y ambiente que nada tenían de milagrosos, en una clase…Nadie notó nada, nadie advirtió nada. Pero aquella noche, al salir de clase, el mundo llevaba encima una ilusión nueva, un anhelo más.

Katherine: Mantuve correspondencia con Pedro sin ningún remordimiento de conciencia o sentimiento de estar obrando mal. Él había hecho girar círculos de magia a mí alrededor con su don de palabra y visión poética. Yo estaba en otro mundo. Había ocurrido un milagro.

Pedro: No tengas temor, oye, de quitar a nadie nada, queriéndome, no. ¡Me lo dices tan delicadamente en tu carta! No, yo no soy ni seré peor para nadie por ti, no. Lo que tú me pides, lo que yo te doy en nada atenta a lo que debo a los demás. Tú en mí no serás algo malo, nada que robe algo a alguien, no… lo que a ti te doy a nadie se lo quito. 

Ayer la clase era una forma de tu huida; y tanto más dolorosa cuando que por ella viniste, cuando fue el lugar del mundo designado por los dioses –¡sí, sí por los dioses! – para tu aparición sobre la tierra. ¡Momento mágico, inolvidable en que yo vi surgir lentamente, de la nada, unos ojos, unos labios, un cuerpo, un ser humano detrás del cual sentí temblar una luz intacta, pura, nueva, de la vida! Te aseguro que la Mitología, que me gusta mucho, jamás ha hecho nada tan perfecto. Ningún nacimiento de Venus –ni el relieve griego de Botticelli – tiene ese patetismo, esa profundidad de sentimientos, que al verte a ti nacer, no sé de dónde, del olvido, de lo inexistente, del cielo, o más bien de ti misma. 

Pero hay otro aspecto destacable y acaso contradictorio en esta relación, que Salinas asumió desde el primer día; en ocasiones, se diría, incluso, que el poeta llega a sobrevalorar el papel que se había adjudicado a sí mismo y que entendía como la justificación de aquella relación extramatrimonial: ¿Es posible? ¿Tendré yo la suerte de ser elegido para en un momento difícil de tu vida salvarte de algo? ¡Qué gran justificación, ya, de mi papel a tu lado, de mi compañía! Ya no es por egoísmo por lo que debo seguirte a lo lejos en la vida, es por bien tuyo. Soy capaz de serte espiritualmente útil. Y me preparo, ¿sabes? Ante esta espléndida tarea: ayudarte a vivir, arrancarte de las fuerzas negras, de los poderes sombríos que te amenazaban. 

Ya estoy en casa. Muy bien acogido. Los chicos me rodean en busca de juguetes o bombones. Todos me hacen preguntas sobre mi viaje. Mi mujer no está contenta porque habría deseado que me quedara más tiempo. Y yo, en medio de todo esto, vivo en la doble vida, ya mía, siempre, que tú has añadido.

Salinas envió a Katherine los once poemas de Amor en Vilo, dos meses antes de la publicación de La voz a ti debida. Quizás fueran los que el poeta consideró mejores en el contexto del amor en vilo que le había ofrecido. En la misma carta aparecían las palabras del epígrafe del libro: Wonder, beauty, terror, como un mensaje personalísimo para Katherine: Te dije un día y lo veo siempre que hay en tus facciones tres cosas que dan una impresión de belleza superior, casi trágica: la frente, los pómulos, y las aletas de tu nariz. Tu rostro está en tensión, despierto, alerta, y a veces tiene esa calidad que es lo que más me gusta a mí en el mundo: lirismo patético, Wonder, beauty, terror. 

Parece conveniente recordar ahora que en el misma página Shelley incluía algunas palabras de la propia Emilia: El ánima amante se lanza fuera de la creación, y se crea en el infinito un Mundo todo para ella muy diverso de este oscuro y pavoroso abismo. 

Salinas, por su parte, mantiene la idea de Shelley / Viviani: 

                              Y su afanoso sueño 
                              de sombras, otra vez, será el retorno
                              a esta corporeidad mortal y rosa 
                              donde del amor inventa su infinito. 

Tras la publicación del libro, los lectores intentaron averiguar quién sería la mujer a la que estaba dedicado, o la que lo había inspirado, pero Salinas era hermético. Ya te dije –escribió a Katherine-, que muchos le buscaban clave. Y dado mi género de vida y mi carácter, claro es, no se la encuentran. No hay mujer alguna en quien pueda caer la sospecha. Las señoras amigas de ese grupo que te decía están muy intrigadas con eso. Todos los críticos dicen que el libro es muy humano y la gente se inclina a relacionarlo con alguien. No lo preguntan, claro, por discreción, pero se nota como una interrogación tácita. Miran alrededor buscando la protagonista. 

Salinas valoraba enormemente la calidad de su amor, que situaba por encima o al margen de todo lo demás, tanto que nunca aceptó que pudiera constituir un obstáculo en la relación con su esposa, ni comprendió los escrúpulos de Katherine, quien poco antes del fallecimiento del poeta le preguntó si no entendía que aquello tenía que terminar; Salinas le contestó, que no lo comprendía y que él, en su lugar, se habría sentido muy orgulloso.

Nuestro amor –escribió finalmente Katherine–, fue emocionante, alegre, devastador y triste para ambos.

                              ¡Qué olvidado el espejo, sí, el espejo,
                              en donde nos miramos una tarde
                              con nuestras caras juntas,
                              tan semejantes a los dos soñados,
                              que un deseo común nos subió al alma!:
                              no salir nunca de él, allí quedarnos,
                              igual que en una tumba,
                              mas tumba de vivir,
                              tumba clara, de azogue
                              donde dos seres vivos que la buscan,
                              la eternidad alcanzan de los muertos.
                              Tú te marchaste de él: era mi vida.
                              Y mientras yo contemplo en su vacío
                              poblado de fantasmas de reflejos,
                              la soledad que es siempre
                              mi cara si la veo sin la tuya,
                              tú, antes de ir a algún baile,
                              en otro espejo, sola, te miras a ti misma
                              con los ojos que un día prometieron
                              que sólo te verías en los míos.

De Largo Lamento.