jueves, 29 de noviembre de 2012

Atenea Αθηνά

Atenea Αθηνά
Una Ateneíta, armada con lanza, casco y égida o escudo, todo de bronce, como los hoplitas, nace de la cabeza de su padre, quien previamente, se había tragado a Metis, la madre. (Cerámica, Louvre).

Atenea forma parte de los doce exclusivos inquilinos del Olimpo –Όλυμπος. Es virgen, si bien no es del todo posible identificar su género y es la Protectora de Atenas, título que se ganó en limpia competición contra Poseidón cuando, para ser elegidos, ambos emplearon la lanza: Poseidón hizo brotar agua golpeando el suelo, pero era agua salada. Atenea hizo emerger un olivo que, desde entonces, representa uno de los principales símbolos de la identidad helénica.
Atenea ayuda a sus colegas olímpicos cuando estos se encuentran con dificultades para cumplir su cometido, por ejemplo, colaboró en algunos de los trabajos de Herakles –a quien podríamos llamar su hermano- para acabar con la plaga de los Pájaros de Estinfalo –Στυμφαλίδες όρνιθες- que, con sus picos y garras de bronce eran muy mortíferos, además de que sus venenosos excrementos destruían las cosechas. Cuando el Héroe reconoció que era incapaz de acabar con plaga tan numerosa, Atenea le proporcionó una especie castañuelas –κρόταλα– de bronce y le dijo que las hiciera sonar en la cumbre de una montaña. Así lo hizo Herakles y los pájaros huyeron hacia el Mar Negro, aunque muchos de ellos murieron al levantar el vuelo, heridos por las flechas de Herakles, entonces, más certeras.

Pájaros de Estinfalo. Cerámica, British Museum

También le ayudó a acabar con la Hidra de Lerna –Λερναία Ὕδρα. La hidra era una serpiente monstruo de muchas cabezas y aliento mortal. Hércules luchó contra ella cortando algunas de aquellas cabezas, pero, en vano, porque inmediatamente volvían a regenerarse. Atenea le aconsejó emplear tela embreada ardiendo para quemar la herida cada vez que cortaba una cabeza, con el fin de que no pudiera volver a reproducirse y, sólo así pudo el héroe derrotar a la Hidra.

Gustave Moreau, Heracles y la Hidra de Lerna (1876).

Atenea también hizo grandes aportaciones en tiempos de paz; inventó el arado y enseñó a los humanos a usarlo con tiros de bueyes. Adiestró a criadores de caballos y les enseñó a usar las bridas que ella misma inventó, como también inventaría el carro, la obtención y uso del fuego en sus múltiples aplicaciones y los números.


Fue asimismo la creadora de muchas de las herramientas necesarias para el trabajo de las mujeres, como el huso y la rueca para hilar y tejer, así como de ciertos elementos destinados a la diversión, como la flauta. Era asimismo considerada como sabia conocedora y protectora de las artes, hasta el punto de que podía aconsejar habitualmente a su padre, Zeus, a cuya diestra solía aparecer sentada.





Atenea Palas de Velletri. Copia del siglo II de una estatua de Cresilas en Atenas. V aC. (Gliptoteca de Múnich.)

Atenea también alejaba las enfermedades y protegía el crecimiento de los niños y los hogares donde vivían. Mantenía la autoridad de la ley, la justicia y el orden e inspiraba a la asamblea en sus decisiones; cuando se sometía a un reo a juicio y los jueces empataban, el voto de Atenea siempre era decisivo a favor del acusado.
En la obra de Homero, es también Atenea quien protege a Ulises; Odiseo –Ὀδυσσεὺς–, cuando vuelve de la guerra de Troya y le ayuda a terminar con el abuso de los pretendientes de su esposa y con ellos mismos.


Era también protectora de la guerra, lo que no significa que fuera partidaria de la misma, sino que apoyaba a los generales con sus prudentes consejos; personalmente, si creemos a Homero, aunque suele ser representada con una lanza, Atenea nunca empleaba las armas para ejercer su actividad.


Por todo ello y, puesto que se había ganado contra Poseidón – Ποσειδώνας la tarea de convertirse en protectora de la ciudad que tomó su nombre –Αθήνα, Atenas– se erigió su estatua en el templo de la Acrópolis, donde cada año se celebraban las Panateneas – Παναθήναια,  en su honor.


Escribió Plutarco –Πλούταρχος, que durante la construcción del templo, Atenea también recibió la acepción de Ὑγεία, es decir, de la Salud:


Los Propileos de la Acrópolis, construidos por el arquitecto Mnésicles, se terminaron en cinco años. Un acontecimiento maravilloso que ocurrió cuando se levantaban, hizo saber que la diosa, lejos de oponerse a su construcción, la aprobaba e incluso quería colaborar. El más hábil y laborioso de los artistas, dando un paso en falso, cayó desde lo alto del edificio y se hirió tan peligrosamente, que los médicos desesperaban por su vida. Estaba Pericles ya muy afligido, cuando la diosa se le apareció en sueños y le indicó un remedio que procuró al hombre una rápida curación. En reconocimiento por esta acción, Pericles mandó hacer en bronce, la estatua de Atenea Saludable –Αθηνά Υγεία- y la colocó en la ciudadela cerca del altar que desde allí se veía. Fue Fidias quien ejecutó la estatua de la diosa en oro y se asegura que el nombre del artista está grabado en su pedestal. Ya he dicho que Pericles, que le amaba mucho, le había conferido la intendencia general de los trabajos y la inspección de todos los obreros. (Plutarco, Vidas Paralelas, Pericles XIII.)



Fidias creó sus tres representaciones más conocidas: la Criselefantina –Χρυσελεφάντινη-, es decir, la de oro y marfil, con túnica hasta el suelo, escudo con la cabeza de la Gorgona, casco, lanza y una Niké en la mano derecha. Junto al escudo, una serpiente.

Reconstrucción de la estatua gigante de Atenea Criselefantina que fue erigida en el interior de su templo, el Partenón.

La estatua de Atenea Prómajos –Το άγαλμα της Προμάχου Αθηνάς, fundida con el botín tomado por los atenienses en la batalla de Maratón, fue colocada entre los Propileos y el Erecteion. Se dice que el casco y la punta de la lanza de esta estatua reflejaban la luz, sirviendo a veces como faro a las naves que se aproximaban al Pireo.

Recreación de Leo von Klenze. Neue Pinakothek (Gallery), Munich

La ciudadela guarda dos ofrendas, procedentes del botín de guerra. La primera es una Atenea de bronce, erigida a expensas de los Medos desembarcados en Maratón. Es obra de Fidias y se dice que fue Mys quien grabó en su escudo el combate entre Lapites y Centauros y los demás temas que están representados… La punta de la lanza de Atenea y la cresta de su casco se ven desde el mar, desde el promontorio de Sunión.  (Pausanias, Descripción de Grecia, I, 28, 2).

Atenea Lemnia –Η Αθηνά της Λήμνου-, encargada por los colonos atenienses de Lemnos; es conocida como la hermosa y fue fabricada en bronce. En esta ocasión no lleva casco; sólo una cinta corona su pelo porque representa la paz.


Athena Lemnia en el Staatliche Museum, Albertinum, Dresden.

Para terminar, nos quedarían dos interpretaciones bellísimas de la misma diosa, que posiblemente son las que mejor representan lo que llamaríamos sus aspectos más humanos. La primera, sería el relieve procedente del templo de Atenea Niké, también en la colina de la Acrópolis; una imagen tan llena de movimiento, de flexibilidad y de vida, que desmiente el mármol en el que está labrada.


En la segunda, Relieve de Atenea pensativa –Ανάγλυφο της σκεπτόμενης Αθηνάς–, la diosa, vistiendo el peplo ático y con el casco corintio, aparece apoyada en su lanza, -como si estuviera cansada o apenada, algo que sólo puede ocurrir a los humanos-; inclina ligeramente la cabeza para observar una estructura que bien podría ser una estela funeraria.


Por último, sepamos:
«Por qué la lechuza o mochuelo fue recibido en compañía de Minerva.
Desechada la corneja de la compañía de Minerva (como en el precedente artículo se dijo) recibió la lechuza o mochuelo, porque esta ave ve de noche, y al sabio, entendido por Minerva, ninguna cosa se le debe esconder por encubierta que parezca; y porque así como esta ave está de día escondida y retraída en lugares obscuros, apartada de la conversación de las otras aves, así el sabio con deseo de la especulación se retrae a lugares solitarios, porque en la familiaridad y frecuencia de la gente no hay quieto reposo para filosofar; y porque el contemplar y considerar tiene más fuerza de noche que de día, y el ánimo muestra en este tiempo más vigor, por esto se denota esto más con estas aves nocturnas que con otras. La razón porque estas aves se esconden de día es porque tienen los ojos muy sensibles y no pueden sufrir la claridad o luz del día, y sufren la de la noche por ser menor.»

Juan Pérez de Moya (1513-1596). Filosofía secreta, donde debajo de historias fabulosas se contiene mucha doctrina provechosa a todos estudios. Con el origen de los ídolos, o dioses de la gentilidad. Madrid 1585. Libro tercero (trata de las diosas hembras), capítulo VIII (de Minerva), artículo XI

La adopción mutua entre la diosa y su ciudad se plasmó en la mayor parte las monedas desde el siglo VI aC., como el tetradracma, uno de los valores más conocidos y usados, que en una cara muestra la efigie de Atenea, siendo la otra, su símbolo personal, la Lechuza. Estas monedas eran popularmente llamadas glafke - γλαῦκαι-, es decir, lechuzas.


A un lado, las letras ΑΘE, las primeras de Αθήνα –Atenas. Al otro, una ramita de olivo con una aceituna y la luna menguante. La moneda solía ser de plata y tuvo curso legal hasta el siglo I aC., cuando fue sustituida por emisiones latinas de Minerva, en ocasiones, todavía acompañada por la lechuza, cuyo tamaño fue decreciendo paulatinamente, pero sólo hasta el año 2002, cuando la simbólica criatura, sabia y nocturna, reapareció en la moneda helénica.


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Sobre el Monte Olimpo en este blog:


domingo, 25 de noviembre de 2012

¿QUIÉN TEME AL CONDE DE VILLAMEDIANA?


El escribano Manuel de Pernia certificó que el día 21 de agosto de 1622, a las nueve de la noche –poco más o menos- vio a don Juan de Tassis, Conde de Villamediana, tendido en una cama, muerto naturalmente, añadiendo que decían que había recibido una estocada en la Calle Mayor, cerca de la callejuela de San Ginés.


La muerte del Conde de Villamediana. Pintura de Manuel Castellano.

Muerto naturalmente y de una estocada, parece algo contradictorio, a no ser que se nos escape el significado de la expresión muerte natural en el siglo XVII, especialmente en este intrincado caso, en el que además, de acuerdo con algunos testimonios, el Conde de Villamediana fue mortalmente herido por un brutal disparo de ballesta, dejándole tal batería - en palabras de Góngora-, que aún en un toro diera horror. Y esto lo dice un hombre que fue llamado al orden por la Inquisición, a causa, precisamente, de su desmedida afición al espectáculo taurino, dada su condición de clérigo; luego sabía lo que decía, aunque personalmente, no lo vio.


Aquel mismo día, por la mañana, Villamediana había recibido un soplo por parte de don Baltasar de Zúñiga, –al que Quevedo llama intérprete del ángel de la guarda de Villamediana y que por entonces compartía la privanza real con el Conde Duque de Olivares–: mire por sí, que tiene peligro de su vida.


-Ni la justicia, ni el odio han de poder hacer en mí mayor castigo que yo propio-, dice Quevedo que contestó Villamediana al ángel de la guarda, añadiendo que al recibir la terrible herida, pensó antes en la venganza que en su alma, e intentó atacar al agresor, aunque inútilmente, ya que se arrojó en la calle, donde expiró luego y corrió al arroyo toda su sangre.

Aunque poco antes de referir el suceso, Quevedo asegura: Yo escribo lo que vi y doy á leer mis ojos, no mis oídos, es un hecho, que no vio cometerse el crimen ni cualquier otra cosa que pasara en Madrid en aquel momento, ni aquel día, ni aquella semana, ni aquel mes, sencillamente, porque no se encontraba en la capital.

La gran diferencia entre Góngora y Quevedo en su percepción del asesinato de Villamediana, reside, en realidad, en el hecho de que el primero era su amigo y el segundo le profesaba una antipatía mortal.

-Dudo procedan a más averiguación –escribió Góngora como conclusión final.
-La justicia –terminaba por su parte Quevedo–, hizo diligencias para averiguar lo que hizo otro a falta suya.


Los hechos, en este sentido, darían la razón a Góngora, ya que ciertamente, el crimen no se investigó, aunque sí se hicieron averiguaciones, pero no sobre la muerte o sus ejecutores, sino sobre la víctima.

Lo más sorprendente de este caso, y en lo que coinciden todos los testimonios que se refieren al mismo, es que nadie se preguntó por qué, ni quién mató al Conde de Villamediana; en cierto modo, es como si todo el mundo esperara que el crimen ocurriera algún día, y todos supieran quién lo ordenó.

Juan de Tassis y Peralta había nacido en Lisboa en 1582, cuando su padre acompañaba a Felipe II tras la anexión de  Portugal. En 1601 Felipe III trasladó la Corte a Valladolid; los Villamediana siguieron al monarca, como tantos otros y allí se casó don Juan hijo, con doña Ana de Mendoza y de la Cerda, una descendiente del Marqués de Santillana, con la que tuvo varios hijos de los que ninguno sobrevivió. Parece, además, que don Juan ya era viudo cuando murió.

Su padre, don Juan de Tassis y Acuña, Conde de Villamediana, Correo Mayor del Reino y Caballero de Santiago; fue, en 1604 el artífice de las paces acordadas entre Inglaterra y España por el Tratado de Somerset.

De artista no identificado. Óleo sobre lienzo, 1604. National Portrait Gallery, London.
La pintura, al parecer, lleva la firma del pintor español Juan Pantoja de la Cruz, pero también lleva la imposible fecha de 1594. Es probable que tanto la firma como la fecha sean falsas. Podría haberlo pintado un artista flamenco hasta ahora no identificado; tal vez John De Critz el Viejo, ya que muy probablemente, las fuentes de los retratos de Robert Cecil y Thomas Sackville, proceden de retratos realizados por este conservados en la British National Portrait Gallery.” (Texto e imagen  NPG).

En 1607 fallecía el Conde-Embajador, por lo que el cargo de Correo Mayor y el título pasaban al hijo, quien teniendo la vida resuelta con tan espléndida fuente de ingresos, repartía su atención y su tiempo entre la poesía, las mujeres y los naipes.


Alguna de estas tres ocupaciones le costó un primer destierro, que lo llevó a Italia en 1611, formando parte de la corte literaria del Conde de Lemos durante su virreinato en Nápoles, donde Villamediana permaneció hasta 1617.


Cabe recordar aquí que el mismísimo Cervantes había solicitado formar parte de aquella corte, pero fue rechazado por los hermanos Argensola, a los que el Virrey encargó la selección.

Cuando regresó a España, Villamediana ya era un poeta consumado y admirador convicto de don Luis de Góngora. Eran los últimos años del reinado de Felipe III, cuando el duque de Lerma cayó de la Privanza con casi todos sus parciales, a los que el poeta-correo no dejó nunca de fustigar a través de sátiras muy bien escritas y terriblemente ofensivas, que parece dieron lugar a su segundo destierro de la corte en 1618, a donde no regresó hasta la muerte de Felipe III.

Ya bajo Felipe IV se multiplican las anécdotas sobre la, al parecer, escandalosa vida del poeta. Por ejemplo: Se encuentra en la iglesia de Atocha, cuando le presentan un cestillo, pidiendo donativo para las ánimas del purgatorio; Villamediana echa una moneda:
-Acabáis, señor, de librar un alma-.
El conde echó otra moneda.
-Otra más, redimida-, dice el clérigo. Y así continuó Villamediana echando varias monedas más y a cada una de ellas, el religioso repetía que otras almas iban quedando libres.
-¿Me lo aseguráis? -preguntó el conde por último.
-Sí, señor, ya están en el cielo.
-Devolvedme entonces el dinero, que puesto que están en el cielo, no hay que temer que vuelvan al Purgatorio; en tanto que mis ducados corren el grave peligro de no volver á mi bolsillo.


Durante unas fiestas en Madrid, se presentó Villamediana con la ropa bordada de reales de a ocho a modo de lentejuelas, y una divisa: Son mis amores, lo que daría a entender que eran sus amores “Reales”, es decir que se referiría, o bien la reina, o bien la Infanta. Nada podía causar más escándalo y espanto.


No podemos ignorar en este sentido, el célebre momento en que la reina, Isabel de Borbón, miraba por un balcón del alcázar, cuando, de pronto, alguien se acercó por su espalda y le tapó los ojos: -¡Estáos quieto, Conde!-, exclamaría la reina. Y era el rey.


Se habla también de otra fiesta en que Villamediana corría toros y dijo doña Isabel al monarca -¡Qué bien pica el conde! -Pica bien, pero pica muy alto-, respondió ingeniosamente su marido.


Para colmo de osadía, con ocasión del cumpleaños del rey, le encargan a Villamediana una comedia que debe ser representada en Aranjuez ante la Corte y en la que ha de haber un papel para la reina. Don Juan escribe al efecto, una titulada La Gloria de Niquea, y además de escribir el guion, se las arregla para que estalle un incendio cuando doña Isabel se encuentra en medio del escenario, de tal modo, que sólo él puede salvarla, como efectivamente ocurre. Todo el mundo sospecha de Villamediana y Felipe IV es informado de que el poeta ha programado la comedia y el fuego como excusa para tomar a la reina en sus brazos.

Nadie podía acercarse a la familia real y mucho menos –tal posibilidad no cabe ni en la imaginación-, tocar con un dedo a ninguno de sus componentes.

Contaba Adam L’Hermite, profesor de francés de Felipe III en su infancia, que su real alumno, le pedía continuamente que le cogiera en brazos, a cuyo efecto, el profesor debía poner una rodilla en tierra y sentar al niño en la otra pierna y así se mantenía mientras le enseñaba. Esto, sin duda, ya era mucha liberalidad, sólo consentida porque el niño había perdido a su madre y su padre, Felipe II, no tenía tiempo para hacerlo él mismo.


Cuando sucedió el incendio de Aranjuez –está documentado- corría el mes de abril de 1622.

Imposible saber lo que hay de cierto en estas anécdotas sobre Villamediana, pero tal era, o parece que era, la fama que se le achacaba y que igualmente le adjudicaba aventuras amorosas con docenas de mujeres a las que ofrecía valiosísimos regalos, pero que tampoco dudaba en abofetearlas en plena calle si se sentía contrariado o traicionado por ellas.

El célebre cronista portugués, Pinheiro de Vega que coincidió con los Villamediana en Valladolid, dice que el conde llegó a gastar en una señora, más de 30.000 ducados, que hacen 600.000 portes de cartas –y añade: ¡Mirad cuántas mataduras costaría y cuantos lodos se pisarían para correr dicha posta y cobrar tanto porte de cartas!
Sin embargo, parece que don Juan no se enamoraba verdaderamente, ni que su objetivo fuera tampoco la seducción, ¿por qué entonces la inmensa variedad de amores que se le achacan?

                  El que fuere dichoso será amado,
                  Y yo en amor no quiero ser dichoso;
                  Teniendo mi desvelo generoso,
                  A dicha ser por vos tan desdichado.
                 
                  Sólo es servir, servir sin ser premiado;
                  Cerca está de grosero el venturoso;
                  Seguir el bien á todos es forzoso;
                  Yo sólo sigo el bien sin ser forzado.
                 
                  No he menester ventura para amaros;
                  Amo de vos lo que de vos entiendo.
                  No lo que espero, porque nada espero.
                 
                  Llévame el conoceros á adoraros;
                  Servir, mas por servir, sólo pretendo;
                  De vos no quiero más que lo que os quiero.


Su verso –escribe el poeta Luis Rosales- no parece escrito: está dicho en voz baja. Sólo está sostenido por el dolor: es el camino del aire; tan leve es su expresión. Apenas hay en nuestra poesía una sinceridad tan herida, tan necesaria, tan penetrante como la suya.

Hasta el 15 de mayo de 1622 –dice también Rosales-, Villamediana y el rey se llevaban muy bien; tenía un extraordinario y declarado ascendiente sobre el rey, que le encargó la comedia que debía representar la mismísima reina Isabel. De esto se deduce que Villamediana pierde el favor real después de las fiestas de Aranjuez y en la representación de La gloria de Niquea; esos tres meses es el plazo en que “fue prevenida su muerte”.

Transcurridos esos tres meses, pasó algo por lo que don Baltasar de Zúñiga creyó su deber moral avisar al conde del peligro que corría, como hemos visto, aunque no parece que sirviera de mucho. Pero más tarde se le imputó a Olivares la muerte de Zúñiga con presunción que le dio veneno en un pastel, temiendo que se hiciese con la privanza. En todo caso, la información que aquel poseía y por la que, en conciencia, decidió advertir a Villamediana, no cabe la menor duda de que procedía de palacio.

Gonzalo de Céspedes escribió en su Historia: Su fin, sucedió el mismo mes de Agosto: mas mucho antes estaba prevenido.

Y Matías de Novoa, Ayuda de Cámara de Felipe IV, escribió a su vez: El Conde Duque fue quien inventó la traza y aconsejó la muerte al Rey.


Volvamos ahora a la carta de don Luis de Góngora.

Mi Desgracia ha llegado a lo sumo con la desdichada muerte de nuestro Conde de Villamediana, de que doy a Vm el pésame por lo amigo que era de Vm.

Sucedió el domingo pasado, a prima noche, 21 de éste, viniendo de palacio en su coche con el Sr. Don Luis de Haro, hijo mayor del Marqués del Carpio; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo, que llevaba el conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo, dejándole tal batería que aun en un toro diera horror. El Conde al punto, sin abrir el estribo, se echó por cima de él y puso mano a la espada, más viendo que no podía gobernarla, dijo: “Esto es hecho; confesión, señores.” Y cayó. Llegó a este punto un clérigo y lo absolvió, porque dio señas dos o tres veces de contrición, apretando la mano del clérigo que le pedía estas señas; y llevándolo a su casa antes que expirara, hubo lugar de dalle la unción y absolverlo otra vez, por las señas que dio de abajar la cabeza dos veces. El matador… acometido de dos lacayos y del caballerizo de Don Luis, que iba en una haca, [escapó], porque favorecido de tres hombres que salieron de los mismos portales, [que] asombraron haca y lacayos a cintarazos, se pusieron en cobro sin haber entendido quien fuesen. Háblase con recato en la causa; y la justicia va procediendo con exterioridades, mas tenga Dios en el Cielo al desdichado, que dudo procedan a más averiguación


Le enterraron aquella noche en un ataúd de ahorcados que trajeron de San Ginés, por la prisa que se dio el Duque del Infantado
[un incondicional de Olivares], sin dar lugar a que le hiciesen una caja. 


Mire Vm si tengo razón de huir de mí, cuánto más de este lugar donde a hierro he perdido dos amigos. Vm me haga lugar allá, que por ahora basta de Madrid.


Tal vez convenga aclarar aquí, en relación con el ataúd de ahorcados, que algunos autores, no hablan de un ataúd, sino del ataúd, puesto que sólo habría uno y se emplearía para transportar los cuerpos hasta el cementerio, siendo después devuelto a la iglesia de san Ginés.

Volvamos también a los Grandes Anales de Quince Días, donde escribe Quevedo lo que sus ojos vieron:

Habiendo el confesor de Don Baltasar de Zúñiga, como intérprete del ángel de la guarda del Conde de Villamediana, Don Juan de Tasis, advertídole que mirase por sí, que tenía peligro de su vida, le respondió la obstinación del Conde que sonaban las razones más de estafa que de advertimiento, con lo cual el religioso se volvió sentido más de su confianza que de su desenvoltura, pues sólo venía a granjear prevención para su alma y recato para su vida. El Conde, gozoso de haber logrado una malicia en el religioso, se divirtió de suerte que, habiéndose pasado todo el día en su coche y viniendo al anochecer con Don Luis de Haro, hermano del Marqués de Carpio, a la mano izquierda, en la testera, descubierto al estribo del coche, antes de llegar a su casa en la calle Mayor, salió un hombre del portal de los Pellejeros, mandó parar el coche, llegóse al Conde y reconocido, le dio tal herida que le partió el corazón. El Conde animosamente, asistiendo antes a la venganza que a la piedad, y diciendo: “Esto es hecho”, empezaba a sacar la espada y quitando el estribo, se arrojó en la calle, donde expiró luego entre la fiereza de este ademán y las pocas palabras referidas. Corrió al arroyo toda su sangre, y luego, arrebatadamente, fue llevado al portal de su casa, donde concurrió toda la Corte a ver la herida, que cuando a pocos dio compasión, a muchos fue espantosa; asunto que la conjetura atribuía a instrumento, no a brazo. Su familia estaba atónita; el pueblo suspenso y con verle sin vida y en el alma pocas señales de remedio, despedida sin diligencia exterior suya ni de la Iglesia, tuvo su fin más aplauso que misericordia. ¡Tanto valieron los distraimientos de su pluma, las malicias de su lengua, pues vivió de manera que los que aguardaban su fin (si más acompañado, menos honroso) tuvieron por bien intencionado el cuchillo!

Y hubo personas tan descaminadas en este suceso, que nombraron los cómplices y culparon al Príncipe, osando decir que le introdujeron el enojo para lograr su venganza; que su orden fue que lo hiriesen, y los que la daban la crecieron en muerte abominando el engaño tanto como el delito.


Otros decían que pudiendo y debiendo morir de otra manera por justicia, había sucedido violentamente, porque ni en su vida ni en su muerte hubiese cosa sin pecado. Solicitar uno su herida y su desdicha con todas sus coyunturas, y el castigo con todo su cuerpo y no prevenirse, fue decir: “Ni la justicia, ni el odio han de poder hacer en mí mayor castigo que yo propio.”  Y todo lo que vivió fue por culpar a la justicia en su remisión y a la venganza en su honra; y cada día que vivía y cada noche que se acostaba era oprobio de los jueces y de los agraviados; diferentemente en su muerte y en las causas de ella.
La justicia hizo diligencias para averiguar lo que hizo otro a falta suya; y sólo así se halló por culpada de haber dado lugar a que fuese exceso, lo que pudo ser sentencia. Esperanza tengo de que Dios miraría por su alma entre el desacuerdo y la desdicha del Conde, pues su misericordia, por desmedida, cabe en menos de lo que comprenden nuestros sentidos.


-¡Se nos nubla la vista! -exclama Rosales-: No creo que exista en la literatura española ninguna página tan vil como la que acabamos de comentar.

Decíamos al principio que el crimen no se investigó, tal como preveía don Luis de Góngora, pero sí se hizo una investigación, aunque no sobre los criminales, sino sobre la víctima, probablemente en un intento de justificar un crimen que hizo más ruido del que se esperaba. El expediente se mantuvo en secreto –pronto veremos la razón-, y no se conoció hasta el siglo XIX, de forma indirecta, tras una búsqueda exhaustiva de N. Alonso Cortés en el archivo de Simancas.

Un año después de la muerte de Villamediana, Silvestre de Nata Adorno, un correo del duque de Alba, que sirve como tal en Nápoles, es informado de que ha sido juzgado y condenado en rebeldía, algo de lo que no tuvo conocimiento, por lo que su abogado pide se le envíe copia del proceso.

Fernando Fariñas, del Consejo Real, quien había llevado a cabo la investigación, responde lo siguiente:


En el negocio que ahí tuve de aquellos hombres que se quemaron por el pecado, y otros que habían huido después de muerto el Conde de Villamediana, se me manda por un decreto de la Cámara que envíe la culpa de un Silvestre Adorno, y los indicios que contra él hay de el pecado, nacen de lo que contra el Conde está probado y SM me mandó que por ser ya el Conde muerto, guardase secreto de lo que contra él hubiere en el proceso por no infamar al muerto, y ahora, si doy la culpa de Silvestre Adorno, es fuerza ir allí mucha parte de lo que hay contra el Conde.


Por cierto que, aprovecha la oportunidad el señor Fariñas para recordar que se le había prometido hacerle merced en renta de por vida para su hijo, o una encomienda o pensión de hasta 1500 ducados, lo que, hasta la fecha no se ha cumplido, y veo que eso se va dilatando que yo muero aquí de hambre porque los salarios del Consejo y Asistente no me pueden sustentar con las obligaciones del oficio y veo que si me muero quedan mis hijos en un hospital.

Bien, lo que realmente viene al caso es: si Villamediana ya estaba muerto ¿por qué se le inició un proceso?

Sólo caben dos explicaciones; fue para justificar el crimen, o para desacreditar al muerto. Sin embargo, una vez resuelto el caso y condenados y ejecutados los otros reos incluidos en el mismo, el rey ordena que no se divulgue la sentencia relativa a Villamediana por no infamar al muerto, lo cual anulaba de golpe, tanto la justificación, como la infamia a la memoria del difunto Conde.

Los documentos del proceso se han perdido con todas las averiguaciones y los nombres de los testigos, así como las causas de la condena que llevaron a aquellos hombres a la hoguera, Pero, he aquí que la reclamación de Fariñas venía a defraudar el silencio y la supuesta misericordia real.

La causa en cuestión se inició de oficio, como diríamos hoy, y contraviniendo las bases legales del sistema imperante durante el reinado de Felipe IV; el Consejo Real asumió un proceso que a todas luces correspondía a los Tribunales de la Inquisición, ya que se trataba de un delito que, tal como dice la carta de Fariñas, solía llamarse pecado. No se sabe el porqué de semejante decisión, pero no es difícil deducirlo.

Lo único cierto en todo esto, es que el Conde de Villamediana fue simplemente asesinado, y no por el pecado susodicho, pues el proceso contra él, como hemos visto, no se inició hasta un año después de su muerte. Por otra parte, si las sospechas sobre Villamediana eran tan ciertas para alguien, ¿por qué se ordenaría su muerte antes de llevar a cabo un proceso que la habría justificado sobradamente?

¿Quién temía al Conde de Villamediana?

El conde-duque de Olivares, obra de Velázquez (1638) en el Museo del Hermitage.

Se dice que, cuando, ya exiliado en Toro, Olivares recibió la carta  por la que quedaba excluido definitivamente del poder, de la confianza real y arruinado, exclamó, al igual que Villamediana: -¡Esto es hecho!


Matías de Novoa, Ayuda de Cámara de Felipe IV, del que escribió una historia muy laudatoria que no se publicó hasta el siglo XIX, se muestra absolutamente convencido de que la muerte de Villamediana fue una decisión injusta, basada en odios personales y que partió del Conde Duque de Olivares, quien engañó al rey para convencerlo de que aprobara el crimen, razón por la que el autor declara firmemente su deseo de que Olivares reciba un castigo divino por ello.

El poeta Rosales, piensa que Novoa conoció el proceso fabricado en torno al poeta y cree que este historiador jamás hubiera hablado en favor de Villamediana si creyera que era reo del pecado del que se le acusó post mortem, añadiendo que, si el Conde Duque hubiese podido probar al Rey la sodomía de Villamediana, no le hubieran asesinado; le hubiesen procesado, y habría muerto en el patíbulo, algo que todo el mundo habría comprendido y aprobado, en lugar de lanzar una negra sombra de odio sobre la cabeza de Olivares y otra de incompetencia sobre la de aquel monarca que, a los cuarenta años, declaraba sentirse viejo y de poco provecho, cuando, evidentemente, viejo no era.

Felipe IV en 1624, a los 18 años, del Metropolitan de New York, recientemente atribuido a Velázquez.

Finalmente, recordaremos que se conocen los nombres de los arqueros encargados del crimen, pero apenas se ha hablado de un personaje que no parece quedar completamente libre de sospechas, aunque siempre emerge como al margen de la tragedia. Se trata de don Luis de Haro, quien acompañaba a Villamediana en el momento del mortal ataque. Todas las versiones insisten en el hecho de que la noche del crimen, Villamediana no tenía prisa en volver a su casa y que prácticamente obligó a don Luis de Haro a acompañarle en un largo paseo del que el invitado no logró zafarse a pesar de su insistencia. ¿Cómo se sabe todo esto si los dos hombres viajaban solos y el muerto no lo contó?

Don Luis de Haro era sobrino carnal de Olivares y le sucedió en la confianza real como Valido. La historia lo recuerda por su participación en la Paz de los Pirineos en 1635, que selló el fin de una guerra entre España y Francia, que había empezado Richelieu y que terminó de mano de Mazarino.

Entrevista en la cumbre. Isla de los Faisanes. 
Personajes centrales de izquierda a derecha: el Duque de Orleans; Ana de Austria, reina madre de Francia y el Cardenal Mazarino. Se estrechan la mano Louis XIV y Felipe IV. Entre el rey de España y la Infanta María Teresa aparece don Luis de Haro –su posición y la de Mazarino son equidistantes entre sí y sus respectivos monarcas-. 

(En otra ocasión (1) recordaremos estas paces y los sucesos de la guerra que terminaba, así como el hecho de que, en opinión de A.E.Pérez Sánchez -Director del Museo del Prado, 1990-, Velázquez tiene que estar entre los caballeros de la derecha del lienzo.)



SONETO DEL CONDE DE VILLAMEDIANA -A modo de epitafio-.

                  Silencio, en tu sepulcro deposito
                  ronca voz, pluma ciega y triste mano,
                  para que mi dolor no cante en vano
                  
al viento dado y en la arena escrito.

                  Tumba y muerte de olvido solicito,
                  aunque de avisos más que de años cano,
                  donde hoy más que a la razón me allano,
                  y al tiempo le daré cuanto me quito.


                  Limitaré deseos y esperanzas,
                  y en el orbe de un claro desengaño
                  márgenes pondré breves a mi vida,


                  para que no me venzan asechanzas
                  de quien intenta procurar mi daño

                  y ocasionó tan próvida huida.


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(1) Luis XIV de Francia • Política exterior • Guerras con los Habsburgo • III Parte

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lunes, 12 de noviembre de 2012

LOS GATOS DE RICHELIEU

LOS GATOS DE RICHELIEU

Podríamos presentar a Armand–Jean du Plessis como un personaje muy aleatorio, valdría decir, incluso, contradictorio; en ocasiones, inesperado, y acaso, improvisador –que todo lo fue–, pero estas percepciones son sólo aparentes y no servirían para retratarlo, ya que –como veremos–, sus actitudes más trascendentales no encajarían suficientemente en ninguna de ellas. Su personalidad y sus decisiones resultan, por el contrario extremadamente lógicas si nos centramos en el doble objetivo de su vida: el engrandecimiento de Francia y el suyo propio, a pesar de que, a veces, también se hace preciso invertir estos términos.
En todo caso, su carrera, entre la Iglesia y el Estado, fue meteórica hasta alcanzar su máximum, apenas a unos centímetros del trono de Francia, que sólo la sangre le vedaba. Aun así, llegó a manejar la Corona como propia, situándose en un punto estratégico entre la reina madre, María de Médicis y el monarca hijo, Luis XIII, en una posición que podía variar radicalmente, según sus objetivos.

 Marie de Médicis con Luis XIII en 1603, de Charles Martin.

Si hoy impone los decretos de Trento, mañana combate a las tropas pontificias. Hoy arregla el matrimonio del Delfín con una Infanta española pero mañana declara la guerra a España. Ahora pacta con los rebeldes de las Provincias Unidas casando a la hija de la reina cristianísima de Francia con el heredero protestante de la Corona inglesa, y más tarde, sitia, rinde y destruye la fortaleza de La Rochela, donde se amparan los hugonotes. Ataca el poder de la nobleza pero se constituye en su único y máximo representante. Se adhiere incondicionalmente a la reina regente para llegar hasta el hijo, con el que después se unirá para aniquilar a la madre, etc. Todo esto debería servir de base para diseñar más de tres facetas del mismo rostro.

Triple retrato del Cardenal Richelieu
Philippe de Champaigne. c.1642.


Dotado de enorme capacidad de cálculo y previsión, así como de la omnisciencia procedente de una buena red de espionaje, se inclinará siempre del lado que parezca más conveniente a su propio engrandecimiento y donde mejor pueda saciar su pasión de mando. Para ejercer el poder de forma omnímoda no necesitaba la sangre real; mejor utilizar a la reina contra su hijo y a este para condenar a la madre y expulsarla de la corte.
Para vencer a un rival –decía–, cualquier artimaña está permitida: todo vale contra los enemigos.

Hablamos del tercero de los cinco hijos de una familia de la vieja nobleza, aunque de pocos recursos, procedente de Poitou e instalada en París -si hubiera nacido al sur de los Pirineos, se llamaría Armand  du Plessis de La Porte-. Huérfano de padre desde la Octava Guerra de Religión, cuando sólo tenía cinco años, el entonces monarca, Enrique III concedió a la familia una importante fuente de supervivencia como fue el Obispado de Luçon.

Asistió al Collège de Navarre para estudiar filosofía, pasando después a la escuela de Monsieur Pluvinel, donde se formaría para la carrera militar; la que le correspondía con arreglo a la distribución familiar clásica, que reservaba la religiosa para el hermano mayor. Parece que la vía castrense era la que Armand prefería ya que dentro del uniforme se encontraba muy a sus anchas, especialmente frente al mundo femenino en el que se desenvolvía con gran éxito y asiduidad.

Pero cuando su hermano renunció al obispado para ingresar en la Cartuja, la familia no podía dejar perder tan importante beneficio, de modo que Armand empezó a estudiar Teología diligentemente, a pesar de no tener vocación alguna y asumiendo un camino que le llevaría a la investidura canónica en 1607 de manos del pontífice Paulo V –a quien parece ser que engañó, pues el Breve habla de veintitrés años, la edad mínima requerida, cuando, en realidad du Plessis tenía veintidos–. Se convirtió así en el primer obispo de Francia en instaurar, con gran celo, las reformas impartidas por el Concilio de Trento.

Tenía 29 años cuando los clérigos de Poitou le eligieron diputado para los Estados Generales, donde debía oponerse a la creación de impuestos al clero, lo que le abrió las puertas de la capital francesa y la ocasión de lucir su capacidad oratoria ante la regente Marie de Médicis, quien lo valoró muy positivamente, dando comienzo, un año después, su fulgurante carrera política, que le llevará en 1616 al Ministerio de Asuntos Exteriores y al Consejo del Rey. Cabe recordar que aquella fue la última vez que se convocaron los Estados Generales, que no volvieron a reunirse hasta 1789.

Luis XIII (27.9.1601-14.5.1643) y Ana de Austria (22.9.1601-20.1.1666)
Su matrimonio se ratificó el 21 de Noviembre de 1615.

A pesar de su buena fortuna, Richelieu no logró esquivar los permanentes debates entre la reina y su hijo; el ya Obispo, Ministro y Consejero, servía en la camarilla del Mariscal florentino Concino Concini, favorito de la reina madre, a quien el hijo odiaba tan mortalmente, que de acuerdo con el duque de Luynes, propició su asesinato,  (24.4.1617) tras el cual, la reina fue confinada en Blois. Richelieu, por su parte, se cruzó con Luis XIII en el Louvre, quien tras decirle: -Aquí estoy, libre de vuestra tiranía, señor de Luçon-, le ordenó volver a su obispado en espera del destierro a Aviñón.
El Mariscal Concini, de Daniel Dumonstier.

La reina madre, consiguió escapar del castillo de Blois en febrero de 1619 para abanderar una rebelión aristocrática contra Louis XIII, de la que formó parte su segundo hijo, Gastón de Orleans. Fue la oportunidad de Richelieu, que tras verse libre de la amenaza de un proceso político, recibió la orden de mediar entre madre e hijo, lo que logró ampliamente, alcanzando la paz entre ambos, que quedaría ratificada por los acuerdos de Angulema y Angers, que zanjaron sucesivamente la primera y segunda Guerra de la madre y el hijo.

A pesar de la paz aparente, Luis XIII seguía desconfiando de las intenciones de su madre, por lo que pensó que tal vez podría controlarla mejor si la mantenía cerca, de modo que aprobó su vuelta a París, donde María de Médicis pareció serenarse dedicando su atención a la construcción del Palacio del Luxemburgo con la colaboración y los consejos del propio Richelieu, quien tras la muerte del duque de Luynes, consiguió que el rey volviera a admitirla en el Consejo. El éxito pacificador aportó al obispo gran celebridad como mediador y además, en 1622, el capelo cardenalicio. A pesar de que Luis XIII no se decidía fácilmente, la insistencia de María de Médicis logró que en 1624 el prelado volviera también al Consejo Real.

Su programa, breve y definido se contenía en tres líneas maestras: destrucción del protestantismo; anulación del poder de la nobleza y guerra contra la Casa de Austria, que, en su opinión, amenazaba el reino de Francia por todas sus fronteras. Esto último chocaba frontalmente con la posición de María de Médicis, acérrima defensora de la supremacía Habsburgo, ya que, al fin y al cabo era hija de Juana de Austria, nieta del emperador Fernando de Austria y prima hermana de Felipe II; siendo además su nuera Ana, hija de Felipe III y su hija Isabel estaba casada con Felipe IV.

Al mismo ritmo que Marie de Médicis se percataba del  error de haber patrocinado a Richelieu y de que éste sólo se había servido de ella para llegar al rey, Luis XIII aumentaba gradualmente su confianza en el cardenal. La gran tensión acumulada entre los tres, saltará por los aires escandalosamente el diez de noviembre de 1630.

Cuando Richelieu propuso al rey la alianza con los príncipes protestantes alemanes frente a los Habsburgo, encendió las iras de la reina madre y sus partidarios, quienes se propusieron echar de la corte definitivamente al cardenal, a cuyo efecto, María citó a su Guardasellos Michel de Marillac; ambos debían encontrarse en la palacio del Luxemburgo con Luis XIII y Richelieu.

Reunidos los cuatro el día 9, la reina regente exigió una y otra vez a su hijo que expulsara de la corte al cardenal, pero no logró sino agotar su paciencia y que abandonara la reunión sin dar respuesta alguna.

Al día siguiente, domingo 10, Luis decidió intentar la reconciliación entre su madre y el cardenal, pero a primera hora, antes de que llegara Richelieu, la regente volvió a la carga con sus exigencias. Ante la negativa del hijo, pretextando que debía tomar un medicamento, María salió y ordenó a los guardias cerrar todas las puertas para evitar que el cardenal pudiera asistir al encuentro. Pero acaso María olvidó que Richelieu había participado muy activamente en el diseño y construcción del palacio y conocía sus planos al detalle, de modo que se las arregló para entrar por una puerta secreta y presentarse ante el hijo y la madre como una aparición:
–Apostaría que Sus Majestades hablaban de mi…
–Sí –respondió María enfurecida, y después de soltar una retahíla de insultos en italiano, se volvió hacia su hijo –¿Preferís a un lacayo antes que vuestra propia madre?


Para Luis XIII la tensión se hizo insoportable, de modo que, sin decir ni una palabra, abandonó la sala y el palacio y se retiró a su coto de caza en Versalles al mismo tiempo que el cardenal salía por otra puerta para dirigirse al Petit Luxembourg, decidido a digerir su derrota ante la reina madre a quien precisamente iba a deber tanto el comienzo como el fin de su carrera política.
El abandono simultáneo del monarca y el prelado, hizo creer a los partidarios de María y a ella misma, que habían ganado la partida; todos se felicitaron mutuamente y se dispusieron a celebrarlo.

Entre tanto, alguien recomendó a Richelieu que intentara volver a hablar con el rey, por lo que se dirigió a Versalles, donde, para su sorpresa, fue muy amablemente recibido. Parece ser que él y el monarca sostuvieron una conversación larga y distendida, tras la cual, Luis abrazó al cardenal, mostrando públicamente su afecto y apoyo; después rechazó su dimisión y declaró taxativamente: –Estoy más unido a mi Estado que a mi madre.

El lunes, once de noviembre por la mañana, Luis XIII volvió a París. Su madre, paralizada por la sorpresa tras el conocimiento de su encuentro con el cardenal, fue recluida en sus habitaciones y exiliada a Compiègne tres meses después, hasta mediados de julio, en que logró escapar para refugiarse en los Países Bajos españoles -concretamente en Bruselas-, en aquel momento, enemigos de Francia, lo que llevó al rey a privarla de su condición de reina y de sus pensiones.

María de Médicis murió en 1642, en la casa de su pintor favorito, Rubens, en Colonia.

Teniendo en cuenta su insistencia en ser coronada la víspera de la muerte de su esposo Enrique IV, y el hecho de que el duque de Épernon, que acompañaba al rey cuando fue asesinado, era íntimo e incondicional amigo suyo, Honoré de Balzac, cree que María de Médicis nunca quedó libre de la sospecha de haber conocido de antemano los planes del asesinato de su esposo, y que la victoria de Richelieu sobre ella el Día de los Engañados, se debió al hecho de que mostró al rey ciertos documentos secretos que la comprometían.

Si esto fuera cierto, hablaría tan mal de la reina como del propio cardenal, quien conociendo los hechos, ocultaría las pruebas para la ocasión, lo que le convertiría en cierto modo, en un cómplice, al menos, de encubrimiento. Ambos  podían supeditarlo todo a sus ambiciones; Richelieu, la de pacificar y engrandecer el reino según sus principios y María de Médicis la de devolverlo al catolicismo aniquilando toda raíz hugonote según los suyos.


Rubens, retrato de María de Médicis. c. 1625

Fue Guillaume Bautru, conde de Serrant, quien viendo cómo la confusión y el fracaso sucedían a la felicidad de la reina y sus partidarios, dijo: C’est la journée des dupes! , es decir, “Es el día de los engañados”, frase que ha pasado a la historia como definición de un momento que, en realidad supuso un notable cambio de dirección en la política francesa, en la que, en adelante, el Cardenal Richelieu haría y desharía sin oposición alguna y sin más directrices que las marcadas por su voluntad.
Había sido aquella férrea voluntad la que, de manera inflexible puso en juego para desalojar a los protestantes de su plaza fuerte de La Rochelle un año antes. Tras varios intentos frustrados por parte el rey y su consejero Luynes, el cardenal puso sitio a la ciudad, que resistió dramáticamente más de un año, viéndose obligada a capitular en 1628. Al año siguiente Luis XIII publicó un edicto que confirmaba las libertades contenidas en el Edicto de Nantes para los hugonotes, exceptuando todos los privilegios políticos y militares. Afirmó asimismo el monarca, por sugerencia de Richelieu que, en tanto que súbditos, no haría diferencias entre ellos y los católicos, lo que los transformaría en súbditos leales, y evitaría la desconfianza de sus aliados protestantes fuera del reino. El partido de la reina jamás transigió con estas medidas.

La misma firmeza empleó Richelieu para reducir a la nobleza y sus exigencias; arrasó más de dos mil fortalezas y suprimió radicalmente su acceso a los altos cargos. Mandó decapitar al Duque de Montmorency, que había luchado al lado de Gastón de Orleans, el rebelde hermano menor del monarca y ordenó la ejecución del Conde de Chalais y del Marqués de Cinq–Mars, hasta entonces favorito de Luis XIII.

Libre así el reino de amenazas interiores procedió al intento de reducir el poder de los Habsburgo, que intentaban someter a los estados alemanes en el curso de la feroz guerra que posteriormente se denominó De los Treinta Años. (1618–48).

Mantuvo la ayuda financiera a Holanda y Suecia, las dos potencias protestantes más señaladas en la lucha contra la preminencia Habsburgo. Se hizo con el control del Valle de Valtelina, esencial para el paso de tropas entre Italia y las Provincias Unidas y parte vital del llamado Camino Español y, finalmente, declaró la guerra a España en 1635. En esta ocasión, las tropas españolas llegaron a los alrededores de París cuya defensa organizó el propio monarca, tras el fracaso de Richelieu.

Aprovechando la debilidad de la monarquía española, el cardenal apoyó la escisión catalana y la guerra de independencia portuguesa, apoderándose asimismo de Alsacia, Artois y Rosellón en 1642.

Richelieu prohibió los duelos que diezmaban a la joven nobleza, bajo pena de muerte, que nunca dudó en hacer ejecutar.

Fundó la Académie Française, con el primer objetivo de crear un diccionario que dignificara el idioma francés y que debía significar su independencia del latín como lengua culta.

Se le reprocha haber ejecutado venganzas personales pretextando el interés del Estado.

Las exigencias de su política y la necesidad de aplicar violencia para acabar con la violencia,  le hicieron tan impopular que ante la noticia de su muerte, el 4 de diciembre de 1642, el pueblo mostró su alegría encendiendo hogueras festivas por todo el reino.

Tras un cuarto de siglo al servicio de la corona dejó recomendado un sucesor también perteneciente al mundo eclesiástico, el cardenal Mazarino. Legó a un sobrino nieto una de las fortunas más importantes, si no la más cuantiosa de Francia y dejó, finalmente, a los ciudadanos la consideración de los gatos como animales de compañía; tenía entonces catorce, de los cuales conocemos incluso los nombres, todos ellos, al parecer, acordes con sus características más específicas: Félimare, Lucifer, Ludovic-le-Cruel, Ludoviska, Mimi-Piaillon, Mounard-Le-Fougueux, Perruque, Racan, Rubis-sur-l'ongle, Serpolet, Pyrame, Thisbe, Soumise y Gazette.

La distraction de Richelieu. Charles Armand Delort