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jueves, 13 de febrero de 2014

VELÁZQUEZ. Escenas de costumbres. (Segunda Parte).


Antes de ver la Obra Maestra por definición, en el terreno de las costumbres, es decir, El Aguador, nos detendremos en dos bodegones más, a modo de cierre de la serie. 

Velázquez continuó pintando costumbres, como veremos, cuando ya no estaba en Sevilla, pero ya sin el recurso a los bodegoncillos, como decía su maestro.

Xto. en Casa de Marta y María.1618. Óleo tela. 60 × 103,5. National Gallery Londres.

Pintado todavía en Sevilla, se interpreta así: la mujer de más edad, amonesta, no sabemos, por qué causa, a la joven, que, con gesto disgustado, está machacando ajos. La muchacha es una sirviente que, como tal, va vestida y tocada. 

Las hermanas, Marta y María, aparecen en el supuesto espejo del fondo; María, sentada, vestida con manto y llevando el pelo suelto, y Marta, diciéndole que hay mucho por hacer en la casa. –Digo espejo, porque no puede tratarse de otra estancia, a tan distinto nivel de la contigua delantera; más alta que la mesa, y para cuyo acceso no hay escalones. Creo, en fin, que esta pintura debería tener dos títulos; uno, el que tiene y, otro, que dijera, más o menos “Dueña y muchacha en la cocina”, porque, francamente, no acierto a ver la relación de una parte con la otra.

De hecho, el lienzo, donado a la National Gallery de Londres en 1892, aparecía en el inventario de la Colección del Duque de Alcalá, en 1637 como: «lienço Pequeño de una cocina donde está majando unos ajos una muger es de Dieº Velasqº». Si hay seguridad de que se trata de la misma pintura, ¿no sorprende que se ignore la escena del fondo? Suponiendo, claro está, que entonces existiera, aunque no parece que esto se haya puesto en duda.


Aparece aquí el almirez siendo usado con los dientes de ajo extraídos de las cabezas que hay en la mesa, junto a una guindilla. Cuatro pescados crudos –aquí aparecen cinco personas, pero se ignora el número de comensales propiamente dichos–, y dos huevos en un plato, con la ancha cuchara que debía usarse para freírlos, como vimos en la Vieja friendo huevos, aunque en aquel caso, la cuchara era de madera.


La escena del fondo, pues; podría constituir un cuadro por sí misma y le convendría mejor el título: Cristo en casa de Marta y María. Aquí queda claro –parece–, que Jesús está diciendo a Marta con el gesto de la mano, que se equivoca, a la vez que el gesto de ella parece mostrar desacuerdo o incomprensión.

Una pequeña novedad en cuanto al menaje mostrado por Velázquez, sería aquí, la jarrita de agua sobre una fuentecilla, en la mesa baja, y el sillón de la época del pintor, aparte de lo cual, la estancia aparece desnuda de cualquier otro mueble u ornamento, del mismo modo que a los personajes les falta la expresión que sí muestran las mujeres de la cocina.

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Dos hombres sentados a la mesa. 1618–20. 104 × 65.3 cm. Óleo Lienzo. Wellington Museum, Apsley House, London. 

Generalmente considerada como auténtica de mano de Velázquez. Se encuentra, junto con el incomparable Aguador, en Apsley House, en Hide Park Corner, a donde llegó de forma curiosa y donde permaneció de forma más curiosa todavía.

Durante la Guerra de la Independencia, el Duque de Wellington, se hizo cargo del literariamente conocido como, Equipaje del Rey José, parte del cual abandonaría aquel en su retirada a Francia, tras la batalla de Vitoria. (1613?) El duque llevó a Inglaterra 90 pinturas que formaban parte de dicho equipaje, pero, pasado algún tiempo, envió una carta a Fernando VII, ofreciendo su devolución, carta a la que el monarca no contestó, lo que llevó al inglés a repetir su ofrecimiento en una segunda carta, que en este caso sí fue respondida; Fernando VII, le pidió que se quedara con las pinturas a modo de agradecimiento por la ayuda que le había prestado en la guerra.

El viajero y escritor Antonio Ponz, vio la pintura en el Palacio Real en 1776, en cuyo inventario figuraba ya en 1772, pero no aparece  en el de 1794, es decir, antes del inicio de la Guerra de la Independencia.

Y esta es la razón por la que Apsley House posee obras de Velázquez, entre las cuales, como hemos dicho, estos Dos Jóvenes a la mesa; el Aguador y un Retrato, que algunos investigadores consideran más bien, un autorretrato de Velázquez. 
76 × 64.5 cm.

Se cree que la pintura de los dos muchachos a que nos referimos corresponde a la descrita por Palomino como: Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla, en que hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan, y otras cosas, todo observado con diligencia extraña.

El problema es que estos muchachos no están comiendo propiamente, o, ya no están comiendo, ni tampoco parecen pobres, lo que ha llevado a considerar la posibilidad de que se trate de otra pintura, que sí pudo conocer Palomino y que formaba parte del Inventario de los bienes del duque de Alcalá, de 1637, cuyo registro dice: Dos hombres de medio cuerpo con un Jarrito vidriado. Esto encajaría mejor, dada la referencia al jarrito. Uno de ellos está bebiendo, mientras el otro, parece haber terminado de hacerlo y a punto de quedarse dormido.

La novedad aquí, además del jarro vidriado en verde y, en comparación con los bodegones que ya hemos visto, sería el cántaro con la naranja que le sirve de tapadera. El resto del menaje aparece ya lavado y escurriendo boca abajo, como es habitual, lo que tal vez nos dice que, si los muchachos no estaban comiendo, probablemente, acababan de hacerlo.

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El aguador de Sevilla. 1618–22. Óleo Tela. 106,7 x 81 cm. Wellington Museum. London.

Una de las obras maestras de los últimos años de Velázquez en Sevilla, siendo aún muy joven. Forma parte de los regalos de Fernando VII, que se conservan en Apsley House.

Aquí confirma el pintor  su dominio en la imitación del natural que preconizaba su maestro, Pacheco. 

Inclinóse –escribió Palomino–, a pintar con singularísimo capricho, y notable genio, animales, aves, pescaderías, y bodegones con la perfecta imitación del natural, con bellos países, y figuras; diferencias de comida, y bebida; frutas, y alhajas pobres, y humildes, con tanta valentía, dibujo, y colorido, que parecían naturales, alzándose con esta parte, sin dejar lugar a otro, con que granjeó gran fama, y digna estimación en sus obras, de las cuales no se nos debe pasar en silencio la pintura, que llaman del Aguador; el cual es un viejo muy mal vestido, y con un sayo vil, y roto, que se le descubría el pecho, y vientre con las costras, y callos duros, y fuertes: y junto a sí tiene un muchacho a quien da de beber. Y ésta ha sido tan celebrada, que se ha conservado hasta estos tiempos en el Palacio del Buen Retiro.

Es posible que el propio Velázquez regalara posteriormente esta pintura al también sevillano Juan de Fonseca y Figueroa, Sumiller de Felipe IV, llegado a Madrid de la mano del Conde Duque de Olivares, y que fue a su vez, el encargado de traer al pintor a la Corte.

Juan de Fonseca. Detroit Institute of Arts.

Aunque no existe certidumbre sobre la identificación de este retrato, muy bien podría ser Fonseca, del cual tampoco sabemos mucho más que el hecho de que promocionó a Velázquez y que tenía varias telas suyas. Se dice, aunque suena demasiado a leyenda, que en cuanto el pintor puso el pie en Madrid, en agosto de 1623, pintó el retrato en un solo día –lo que explicaría cierta sensación de inacabado–, para poder presentarlo ante el rey. Esa misma noche, don Gaspar de Bracamonte –hijo del Conde Peñaranda, al servicio del Cardenal Infante–, lo llevaría al Alcázar, consiguiendo que el rey lo viera. Si creemos a Pacheco, Felipe IV, impresionado, ya posó para Velázquez el día 30 de aquel mismo mes.

La capacidad que podríamos llamar, de captación psicológica del pintor, queda aquí patente, no menos que su extraordinario dominio de las telas, evidenciado en la golilla de este personaje.

El 28 de enero de 1627, Velázquez, ya en el desempeño de su cargo en palacio, tuvo que inventariar y tasar los bienes legados por Fonseca. Relaciona entonces un quadro de un aguador de mano de Diego Velázquez, y lo tasa en 400 reales. Adquirido por Bracamonte como pago de una deuda, pasó finalmente al Palacio del Buen Retiro, donde apareció inventariado en 1700 como El corzo, o corso, de Sevilla. Ya hemos hablado de su localización definitiva en Apsley House.


Llama la atención la perfecta iluminación del cántaro, así como las vivas gotas de agua que resbalan por su irregular superficie, lo que demuestra que Velázquez cuidaba tanto la figura humana, como los enseres que la acompañan, con los que, en ocasiones logra verdaderos portentos.

El aguador lleva un capote o sayo de tono pardo, sobre una camisa blanca, sin nada de vil o roto, como escribió Palomino, apoya su mano izquierda en el cántaro, en un escorzo magistral. El muchacho viste ropas más locuras que hacen resaltar su blanco cuello; recibe el agua en una fina copa de espléndida transparencia, en cuyo interior hay una breva, que, al parecer servía para mejorar el sabor del agua.  Al fondo, casi como en boceto, hay otro muchacho bebiendo de una jarrita.

Se han adjudicado a esta obra y, hasta hoy mismo, múltiples y complejos significados simbólicos que parecen difíciles de compartir y de los que aportaré uno: según F. Marías, el agua haría referencia a Fonseca –Fons: fuente–, e incluso el higo de la copa, se referiría al segundo apellido de este: Ficus: Figueroa.

Hay dos copias conocidas. La de la Galería Uffizi de Florencia, llegó en su día a crear dudas acerca de si era copia o un primer ensayo, aunque esto último parece descartado por las radiografías. 

El aguador de Sevilla, copia, Florencia, Galería Uffizi.

Ofrece esta versión, o copia, no obstante, interesantes variaciones, como por ejemplo, que la mano del aguador que sostiene la copa, aparezca inacabada, a la vez que se completa la definición del muchacho que bebe agua al fondo y, por supuesto el bonete que cubre la cabeza del protagonista. En esta ocasión, en cambio, el cántaro ha perdido la movilidad de las gotas que resbalaban por los surcos del barro y que causaban esa sensación de que estábamos viendo algo tan vivo, como una imagen del presente.

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Sevilla c. 1588. Joris Hoefnagel (Dutch, 1542-1600) Sevilla Copper grabado, pintado a mano, 33.1 x 47.5cm. Vol. 4 de George Braun & Frans Hogenberg, Civitates Orbis Terrarum (Cologne: Gottfried von Kempen, ca. 1588) Enggass Collection.

Abandonamos, pues, la cosmopolita ciudad de Sevilla para pasar a residir, no solo en la Villa de Madrid, sino en la Corte propiamente dicha, es decir, en el Alcázar.
La villa de Madrid a mediados del siglo XVII. Panorama desde el puente de Segovia. Acuarela de Pier María Baldi.—Biblioteca Laurenciana de Florencia.

Sin que podamos hablar ya de bodegones, Velázquez siguió pintando lo que tal vez podríamos denominar cuadros de costumbres. Son suficientemente variadas las imágenes en este sentido, que reflejan distintas formas de ocupar el tiempo en la época, tanto hombres como mujeres; cortesanos, soldados o civiles.


La Costurera. 1634–43. Óleo tela, 74 x 60 cm. 
Galería Nacional de Arte, Washington D.C.-desde 1937–.

Es obra inacabada y carece de fecha precisa, de modo que su atribución a Velázquez se debe, sobre todo, al hecho de que figuraba entre sus bienes como: Cabeza de mujer haciendo labor. Gudiol pensó que se trataba de Juana Pacheco, la esposa del pintor, mientras que August L. Mayer, creyó más lógico que se tratara de su hija Francisca, si bien su yerno, del Mazo, no dijo nada al respecto en su inventario.

El amplio escote y las pinceladas que, en el cuello, hacen pensar en un futuro collar, nos dirían que se trata de una dama que cose, más bien que de una costurera de oficio. 

A pesar de tratarse de una obra inacabada, la pintura denota un atento trabajo, visible, por ejemplo en el pentimento del pañuelo sobre los hombros, cuyo tanteo condujo a la lograda inclinación de la modelo sobre su labor y a la posición de su rostro. De hecho, lo que quedó sin terminar fue la costura propiamente dicha; las manos y la almohadilla en la que se apoyan.

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El bufón don Diego de Acedo, El Primo. c. 1645 Óleo tela 106 x 82,5 cm. Prado

Una faceta importante de Velázquez fue la atención prestada a los bufones y hombres de placer que vivían en las residencias reales, a cuyos ocupantes, ellos mismos estaban encargados de entretener y acompañar, es decir, que su presencia constituía una costumbre en la Corte.

Además de Diego de Acedo, conocemos por medio de la pintura, a los llamados Esopo y Menipo, así como a Francisco Lezcano, un muchacho que jugaba con naipes.

Aunque Acedo tenía consideración y tareas de secretario, encargado además de la estampilla del sello real, de acuerdo con esta pintura-testimonio, también se dedicaba a la encuadernación, un quehacer que domina, del mismo modo que lo hace Velázquez con los pinceles, con extraordinaria soltura; es un hecho que los libros de Velázquez se pueden hojear


Unos años después de que esta pintura entrara a formar parte de los fondos del Museo del Prado, en 1819, Pedro de Madrazo la identificó con el Enano llamado Diego de Acedo, de sobrenombre El Primo, que Velázquez pintó en Fraga y que Felipe IV envió a Madrid en 1644, relacionado entre los gastos de furriera, aunque tal identificación ha sido discutida.


Un cuadernillo, preparado, quizá para ser encolado en el libro que Acedo sostiene entre las manos, sujeto por un bote de cola, se mantiene doblado entre las hojas de otro libro.

El paisaje del fondo, que se asimila con la Sierra de Guadarrama, hace adelantar la fecha de la pintura hacia 1636 o poco más, que es la que corresponde a otras pinturas que representan exactamente el mismo fondo. La tela presenta varios pentimentos, que ofrecen interesantes detalles sobre el cuidado de su composición.

Diego de Acedo, titular de un sueldo fijo en palacio, y con fama de mujeriego conquistador, frecuentemente acompañaba a la corte en sus viajes. Está documentado que, en una ocasión, cuando acompañaba al Conde Duque de Olivares en Molina de Aragón, fue víctima de un disparo, al parecer, destinado a su señor, al cual Acedo estaba abanicando. En cuanto al apodo de El Primo, se ignora su origen, aunque se ha sugerido que lo era de Velázquez, pero también se ha dicho que se le adjudicaba tal parentesco solo para fastidiar al pintor, a quien algunos achacaban un excesivo afán de grandeza.

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Juan de Pareja. 1649-1650. Óleo Tela. 81,3 x 69,9 cm. Metropolitan M. NY.

Pareja era esclavo de Velázquez, lo que no supone ninguna excepción, ya que, en la época, tener esclavos era también una costumbre entre ciertos estamentos sociales; Pacheco también tenía uno, turco y Francisco López Caro, compañero de Velázquez, otro, de raza negra. 

Velázquez concedió a Pacheco la emancipación por las mismas fechas en que hizo el retrato, si bien su libertad no debía ser efectiva hasta pasados cuatro años y, siempre que, durante ese tiempo, Pacheco no intentara huir, ni cometiera delito de carácter criminal. En dicho documento, el pintor se refería a él como cautivo, vulgo dicto per schiavo, de nombre Ioannem de Parecha, filium quondam alterius Ioannis de Parecha de Antechera Malaghen. 

De origen morisco, Palomino lo define como de generación mestiza y de color extraño, aunque de singularísima habilidad en la pintura. Ayudaba a Velázquez preparando colores y lienzos y fue, en definitiva, el modelo de uno de sus mejores retratos. Desde 1971 se encuentra en el Metropolitan de Nueva York.

Hizo la de Juan de Pareja (esclavo suyo y agudo pintor) tan semejante y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo Pareja, a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado y al original, con admiración y asombro, sin saber con quien habían de hablar o quien les había de responder. (Pacheco).

Vocación de San Mateo. Juan de Pareja. Oleo lienzo, 225 x 325 cm. 1661. 
Museo del Prado

Pareja se auterretrató a la izquierda de este lienzo que firmó en el papel que muestra en la mano. Esta imagen fue, precisamente, la que sirvió para identificar su retrato hecho por Velázquez.

Según declaraciones del propio Pareja, Velázquez le hizo el retrato durante su segunda estancia en Italia, como práctica, antes de acometer el de Inocencio X, porque llevaba algún tiempo sin pintar, debido a las exigencias de su oficio, aunque hay un gran lapso de tiempo entre ambas obras. En todo caso, el cuadro se quedó en Italia, pasando después a Inglaterra, donde, en 1970 fue subastado en Christie's y adquirido por el Metropolitan.

El gesto altivo y sereno de Pareja y su elegante ropaje, con valona de encaje de Flandes, parecen desmentir su condición de esclavo dispuesto a huir o a cometer un delito criminal, aunque tales expresiones serían, sin duda, las habituales en un documento de emancipación.

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Las Hilanderas o Fábula de Aracne. Óleo lienzo. 220 x 289 cm. Prado. 

Su datación es muy imprecisa; aunque se cree que pudo realizarse hacia 1657 para un cliente privado, Pedro de Arce, previo permiso del monarca, que lo concedería con gusto, ya que Arce le organizaba monterías, una de sus más grandes aficiones. 

El lienzo aparece en esta selección, porque durante mucho tiempo fue considerado como un cuadro de género, que mostraría un momento cualquiera durante el trabajo en un taller de tapices. 

En primer plano, cinco mujeres preparan o hilan la lana, vestidas con la sencillez propia de una sesión de trabajo. Al fondo, otras tres señoras, elegantemente vestidas, parecen observar un tapiz de tema mitológico, en el que aparece Atenea, armada con su habitual casco, e incluso puede verse una viola da gamba.

Aracne –en el primer plano, con falda azul y blusa blanca-, habría despertado la ira de Atenea –tocada de blanco, junto a la rueca y hablando con la muchacha que se asoma por la cortina-, porque se decía que la muchacha sabía tejer mejor que ella. 

Siguiendo el relato de Las Metamorfosis, de Ovidio, el plano del fondo representaría el final de la historia. En el tapiz colgado en la pared, Atenea, levantando el brazo con gesto amenazador; va a convertir en araña a la joven tejedora rival. Ambas aparecen como superpuestas en el tapiz –no está claro si forman parte del mismo- que, en realidad, representaría el Rapto de Europa y que contemplan las tres señoras.

A pesar de la superposición de la fábula, no se explica bien el porqué de los dos planos complementarios, a los que se ha intentado buscar un paralelo con la situación histórica durante el reinado de Felipe IV, aunque quizás no signifiquen, ni más ni menos, que lo que vemos: unas mujeres tejiendo y un tapiz de asunto mitológico, expuesto antes unas posibles compradoras. 

Velázquez sabía y solía conjugar los temas olímpicos con las escenas más cotidianas en su época y, no en vano, hasta 1945, los catálogos del Museo del Prado hablaban de esta pintura como Obrador de hilado y devanado y pieza para ventas en la fábrica de tapices de Santa Isabel de Madrid

Todas la tejedoras aparecen descalzas y un gato casero se acurruca a los pies de la moderna Atenea.

El lienzo fue retocado por una mano desconocida, que decidió enmarcar la escena con mejor detalle, añadiendo lienzo y pintura por sus cuatro costados, tal como indico en la imagen, aunque el añadido queda oculto en su actual disposición en el Museo del Prado.


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Riña ante la embajada de España -La rissa-. Atribución. Óleo/Tabla 28,9 × 39,6 cm. 
Col. Pallavicini. Roma.

Eran muy habituales las peleas entre soldados y también formaba parte de la costumbre el hecho de que, en muchas ocasiones procedieran de una partida de naipes. En este caso, vemos que los hombres no tienen intención de pasar a mayores, porque las espadas están quietas, pero ha habido un primer puñetazo que ha hecho caer el sombrero del soldado del centro. El hombre de la banda, tal vez un capitán, parece querer poner paz con el gesto de su mano, aunque manteniendo la distancia, ya que, por lo que leemos, podía ser muy arriesgado intervenir, aunque fuera un superior, a quien, en el campo de batalla, nadie se atrevería a desoír, pero en esta ocasión, ante la Embajada de España, estamos en tiempo de ocio y las relaciones oficial–soldado, se diluyen en cierta medida.

Se diría que la partida la jugaban los cuatro soldados vestidos de oscuro, de los cuales, dos se han enredado en la disputa; uno intenta poner paz, y otro permanece sentado en el suelo. El muchacho que se sujeta el sombrero, parece haber acudido junto con el capitán -ambos llevan casacas claras-, para intentar restablecer el orden.

Es un lienzo mucho más pequeño de lo que parece por su contenido y, ciertamente, en líneas generales no nos lleva mucho a Velázquez, si no fuera por el muchacho que se sujeta el sombrero, que parece un modelo habitual en el pintor, y al que conocemos por la Túnica de José y por la Fragua de Vulcano.

La rissa
La Túnica de José, 1630. Óleo–Tela, 223X250. S. Lorenzo de El Escorial. Monasterio.
Fragua de Vulcano, 1630. Óleo. Tela, 222X290. Prado

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Finalmente, daremos una vuelta para ver la Fuente de los Tritones de Aranjuez –que hoy se encuentra en Madrid-, pintada por Velázquez, y que ofrece ciertos interesantes detalles, costumbristas, o que quizás podrían encuadrarse entre las pinturas llamadas de género, si bien, se diría que en este caso, se trata de un género más singular que popular.

Velázquez, Taller. La Fuente de los Tritones en el Jardín de la Isla, de Aranjuez. 1657. Oleo Lienzo, 248 cm x 223 cm. Museo del Prado –no expuesto-, procedente de la Colección Real del Palacio de Aranjuez.

En realidad, la propia fuente es lo que menos viene al caso, si bien, por medio de algunas imágenes actuales, se puede comprobar la precisión del pintor, incluso retratando esculturas.


Lo que realmente llama la atención en este lienzo, y lo que permite relacionarlo con las costumbres, son las figuras, que aparecen como descuidadamente en su parte inferior y que, sin duda, formaban parte de la cotidianidad en 1657, ya que Velázquez no suele inventar.


Vemos así, en primer lugar, dos muchachas paseando solas. Ambas se sirven de un fino bastón, seguramente por moda. Una de ellas, lleva un jarrito en la mano, y la otra, una flor.


Tenemos también un joven, seguramente un soldado, que caballerosamente inclinado, ofrece una flor a la muchacha que le escucha, sentada en un cojín y ligeramente apoyada en el árbol. 


En el centro, otras dos muchachas charlan animadamente, sentadas en el suelo, –sin duda, también sobre cojines–, tras haber llenado un cesto de flores.


Por último, dos hombres de más edad, probablemente, eclesiásticos, charlan y observan a los paseantes.

Aunque los personajes aquí representados no tienen relación ninguna con los que aparecen en cocinas y tabernas, no cabe duda de que, a su vez, representan costumbres de la época.

Es posible que Velázquez, al que quedaban tres años de vida, apenas interviniera en la elaboración de esta pintura.

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lunes, 27 de enero de 2014

VELÁZQUEZ. Escenas de costumbres. (Primera Parte).


Retrato / Autorretrato? Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Ca. 1630, O/L, 68,6 x 55,2 cm. 
Metropolitan Museum of art New York. MET

Este retrato, perteneciente a los fondos del Metropolitan de Nueva York, desde 1949, fue sometido a una limpieza en 2009, apareciendo una firma de Velázquez que se considera auténtica. De acuerdo con los responsables del MET, parece un estudio, más que una obra acabada y muchas de las áreas del cuadro se encuentran en un estado simple, de esbozo, […] pese a que la obra ha sufrido abrasión, su calidad no se ha visto afectada.

Durante mucho tiempo se destacó el parecido de esta imagen, con otra, ciertamente muy similar, que se encuentra en el lateral derecho de La Rendición de Breda -Las lanzas-. No obstante, algunos críticos prefirieron catalogarla como obra de taller, siendo tal diagnóstico aceptado entonces por el Museo, pues mostraba una densa capa de barniz que hacía casi imposible un análisis más adecuado.

La rendición de Breda o Las lanzas –fragmento-. Óleo lienzo, 307 x 367 cm. 
Museo del Prado.

Hoy, tras su limpieza y estudio definitivos, se deduce, casi con toda seguridad, que no se trata de una obra de taller, sino de un trabajo rápido y brillante, propio de la inmediatez y la limpieza de trazo de Velázquez, quien posiblemente la usó como bosquejo para su propio retrato en la pintura de Breda. Según declaraciones de los especialistas del Museo, Jonathan Brown, Lo miró durante cinco segundos y nos felicitó.

He seleccionado este retrato, casi seguro de Velázquez y pintado por él mismo, como encabezamiento, porque, de ser auténtico, sería su representación más temprana, y nos sirve para conocer más aproximadamente el aspecto del artista en su juventud, ya que se trata de hacer un breve análisis de las pinturas anteriores a su entrada en la Corte de Madrid, es decir, las que pintó en Sevilla -la mayoría de las cuales se encuentran hoy en colecciones extranjeras- porque los asuntos tratados en ellas, representan un mundo muy distinto, prácticamente, opuesto al de la Corte, con sus magníficos retratos de la familia real, ya que atendiendo a su datación, tendría entonces treinta y un años-, aunque si se tratara de un esbozo de la Rendición; habría que situarlo en 1634, cuando Velázquez ya llevaba nueve años al servicio de Felipe IV. 

Adoración de los Magos. 1619, 204x126,5 cm. Prado.

Se ha dicho asimismo, que en esta Adoración, Velázquez empleó a su esposa y a su hija como modelos para la Virgen y el Niño, siendo él mismo –a los 20 años-, el rey-mago Gaspar mientras que el Melchor que aparece a su espalda, sería su suegro, Pacheco. De ser así, evidentemente, este retrato sería anterior al del Metropolitan, en el cual tendría el pintor diez u once años más. Personalmente, soy incapaz de encontrar alguna similitud entre ambas imágenes. 
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Para acercarnos a los años jóvenes de Diego de Silva Velázquez, hemos de recurrir a su maestro, el citado Francisco Pacheco, muy pronto, también su suegro, que dejó excelentes informaciones sobre el aprendizaje de Diego en Sevilla; de su primera etapa en la Corte y del primer viaje a Italia, añadiendo diversas e interesantes apreciaciones sobre su persona.

Francisco Pacheco (1564-1644). Retratado por Velázquez en 1622

Pacheco, analista culto y observador, gran admirador de Rafael y Miguel Ángel, no era, sin embargo, un gran pintor, aunque, al parecer dominaba el retrato a lápiz, siendo su mayor mérito el de haber reconocido y apoyado la vocación de Diego de Silva, sin poner freno al definido instinto de su discípulo, del que asimismo, se mostró siempre gran valedor.

Francisco Pacheco. Juicio Final. O/L, 3,40x2,36 m. Musée Goya, Castres, France

Vemos aquí un lejano, pero evidente toque Greco. Pacheco explicó su autorretrato en esta obra entre los resucitados –segunda figura a la izquierda, en la parte inferior y que solo muestra la cabeza-; siguiendo el ejemplo de algunos valientes pintores que, en ocasiones públicas, entre otras figuras pusieron la suya, y de sus amigos y deudos; y principalmente Ticiano, que se retrató en la gloria que pintó para el Rey Felipo II.

Su tratado, El Arte de la Pintura, publicado en 1649, es decir 27 años después de su fallecimiento, ha sido y es guía imprescindible para conocer la pintura de su época. Muy apegado al siglo XVI, valoró no obstante, con gran objetividad, las novedades aportadas por varios artistas de la nueva generación, incluyendo a Velázquez y sus pinturas naturalistas de la primera época, a las que vamos a referirnos.


Diego de Silva Velazquez mi yerno, ocupa (con razón) el tercer lugar, a quien después de cinco años de educación y enseñanza casé con mi hija, movido de su virtud, limpieza, y buenas partes: y de las esperanzas de su natural y grande ingenio. Y por que es mayor la honra de Maestro que la de Suegro, ha sido justo estorbar el atrevimiento de alguno que se quiere atribuir esta gloria: quitándome la corona de mis postreros años. No tengo por mengua aventajarse el Discípulo al Maestro, (habiendo dicho la VERDAD que no es mayor) ni perdió Leonardo de Vinci en tener a Rafael por discipulo, ni Jorge de Castelfranco a Ticiano, ni Platon a Aristóteles, pues no le quitó el nombre de Divino. Esto se escribe no tanto por alabar el sujeto presente (que tendra otro lugar) cuanta por la grandeza de l’ arte de la Pintura y mucho mas por reconocimiento y reverencia a la Católica Magestad de nuestro gran Monarca Filipo 4.a quien el cielo guarde infinitos años. Pues de su mano liberal ha recebido y recibe tantos favores. 

Deseoso pues de ver el Escorial, partió de Sevilla a Madrid por el Mes de Abril del año 1622. Fue muy agasajado de los dos hermanos don Luis y don Melchior del Alcaçar, y en particular de don Juan de Fonseca Sumiller de Cortina de su Magestad (aficionado a su pintura) hizo a instancia mia un Retrato de don Luis de Góngora, que fue muy celebrado en Madrid, y por entonces no hubo lugar de Retratar Ios Reyes, aunque se procuró.

El de 1623 fue llamado del mesmo don Juan (por orden del Conde Duque) hospedose en su casa donde fue regalado y servido e hizo su Retrato. Llevolo a Palacio aquella noche un hijo del Conde de Peñaranda Camarero del infante Cardenal, y en una hora lo vieron todos los de Palacio, los Infantes y el Rey, que fue la mayor calificación que tuvo. Ordenose que se retratase al Infante, pero pareció más conveniente hazer el de su Magestad primero, aunque no pudo ser tan presto por grandes ocupaciones, en efecto lo hizo en 30 de Agosto de 1623 a gusto de su Magestad y de los Infantes y del Conde Duque, que afirmó no haber retratado al Rey hasta entonces: y lo mismo sintieron todos los Señores que lo vieron. Hizo también un bosquejo del Príncipe de Gales, que le dio Cien escudos.

Hablóle la primera vez su Excelencia del Conde Duque, alentándole a la honra de la Patria, y prometiéndole que él solo había de retratar a su Majestad, y los demás retratos se mandarían recoger. Mandole llevar su casa a Madrid y despachó su título último día de Octubre de 1623, con 20 ducados de salario al mes y sus obras pagadas, y con esto, médico y botica.

A Diego Velázquez, pintor, he mandado reçiuir en mi seruiçio para que se ocupe en lo que se le ordenare de su profesión; y le he señalado veynte ducados de salario al mes, librados en el Pagador de las obras destos Alcaçares, Casa del Campo y del Pardo. Vos le haréis el despacho nesçesario para esto en la forma que le hubiese dado a qualquiera otro de su profesión.
Rubricado de la Real Mano.
En M.d a 6 de Octue 1623.—A P.º de Hoff Huerta.

Acisclo Antonio Palomino de Castro y Velasco (1655-1726). Por Juan Baptista Simo y su libro: El Museo Pictórico.

Posteriormente, Antonio Palomino publicó en 1724 una biografía más completa –que citaremos frecuentemente–, del pintor, en el Parnaso Pintoresco Laureado Español, sirviéndose, en buena parte de las notas e impresiones de Juan Alfaro, uno de los últimos discípulos del pintor, así como de las informaciones aportadas por otras personas que lo habían conocido. En el Museo Pictórico, Palomino habla también de sus comienzos, de su trabajo como pintor de cámara, de su segundo viaje a Italia y de los numerosos encargos que recibió y realizó para la familia real, en el devenir de sus distintos empleos.
***

Mi yerno, Diego Velázquez de Silva –escribió Pacheco-, siendo muchacho, tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna. Y hizo por él muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la certeza en el retratar. [p. 437]

Opina el historiador del arte K. Justi, que fue su primer maestro, Herrera, con quien Velázquez comenzó su aprendizaje a los diez años -al parecer no pudo soportarlo mucho tiempo, a causa de su terrible carácter-, y no Pacheco, el que supo dotarle del primer impulso artístico que después se convertiría en su marca personalísima, basada en lo que el crítico llama libertad de mano. El año siguiente, a los once, fue contratado en el taller de Pacheco, donde se preparó hasta obtener el título de Maestro.

Ya alrededor de los 18 años, realizaba Velázquez los llamados bodegones; esa especie de cuadros de costumbres a que nos referimos, como El Almuerzo o la Vieja friendo huevos, de personalísimo carácter, que nada tenían que ver con lo que en aquel momento se hacía en Sevilla; como escribe Palomino:

Por diferenciarse de todos y seguir nuevo rumbo. Valiose de su caprichosa inventiva, dando en pintar cosas rústicas a lo valentón, con luces y colores extrañas. Objetáronle algunos el no pintar con suavidad y hermosura asuntos de más seriedad, en que podía emular a Rafael de Urbino, y satisfizo galantemente, diciendo: Que más querría ser primero en aquella grosería, que segundo en la delicadeza.

¿Pues qué, los bodegones no se deben estimar? –Se preguntaba por su parte Pacheco-. Claro está que sí si son pintados como mi yerno los pinta (alzándose con esta parte sin dexar lugar a otro), y merecen estimación grandísima; pues con estos principios y los retratos (de que hablaremos luego), halló la verdadera imitación del natural alentando los ánimos de muchos con su poderoso ejemplo.

El bodegón, que procedía de la pintura flamenca, junto con la denominada pittura ridicola, del norte de Italia, con la representación de objetos de uso común y cotidiano, además de la técnica del claroscuro, pudieron ser observados por Velázquez a través de grabados o pinturas, muy conocidos, especialmente, en Sevilla, desde los últimos años del siglo XVI. En cuanto a la luz y la sombra, ya nadie duda de la gran influencia que El Greco pudo ejercer sobre su comprensión y empleo por parte de Velázquez.

Entre las grandes obras de su época juvenil, se valoran muy especialmente, la citada, Vieja friendo huevos, realizada a los 19 años y El Aguador de Sevilla, a los 21, pero veremos algunas más, con la mayor precisión de detalles.

Tres músicos. 1617–18. 87 x 110 cm. Staatliche Museen, Berlín

Aunque la pintura de carácter costumbrista no era entonces la más habitual en España, Sevilla, el puerto más activo y comercial en aquel momento, recibía frecuentemente, como hemos apuntado, obras de arte, con destino a comerciantes flamencos e italianos que residían en la floreciente ciudad andaluza. 

Esta pintura de Velázquez representaría, en buena parte, la influencia de ambas corrientes. Tres personajes tomados del ambiente popular, de los cuales, dos parecen afinar sus instrumentos de cuerda; uno de ellos parece entonar más que cantar, y un tercero, que mira de frente, al espectador. Una especie de monito, asoma a la espalda del niño, y todos se sitúan en torno a una mesa en la que espera un pan, vino y queso, tanto o más realistas y populares, que los propios personajes. Se trata de una especie de instantánea que detiene el tiempo un segundo para cederlo a la posteridad.


Destaca de forma llamativa el detalle del paño cuidadosamente doblado, sobre el que se ha colocado el pan, en una bandeja plateada. El tema parece más trabajado que la vestimenta de los personajes y, por supuesto, más que el fondo neutro, sobre el que toda la escena parece cobrar luz y color. 

No se entiende muy bien el cuchillo clavado someramente en el queso, al que en ocasiones se quiere dotar de algún sentido alegórico, pero que podría aparecer así, sencillamente, por costumbre, del mismo modo que el otro cuchillo se colocaría habitualmente, debajo del pan. 

Ante el conjunto, solo falta saber qué pieza era la que los tres jóvenes iban a interpretar.

La Iconologia overo Descrittione dell'Imagini universali de Césare Ripa, publicada en 1593 –que Velázquez tenía en su biblioteca-, ofrece todo un diccionario sobre los animales y otras figuras, que representan algún símbolo o alegoría en las distintas culturas, desde la antigüedad griega. En este caso, al tratarse de una taberna, el mono o mona, representaría alguna clase de vicio, sin que sepamos exactamente cual, a causa de la falta de información que tenemos sobre estos aspectos durante la juventud del pintor.

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El almuerzo. 1617/1618. Óleo sobre tela. 108,5 x 102 cm. Ermitage, San Petersburgo

Perteneció a Catalina II de Rusia, de cuyas manos pasó a formar parte de los fondos del Hermitage, que lo catalogó como pintura flamenca. No fue reconocida la autoría de Velázquez hasta el año 1895 y se suele interpretar que los comensales representan las tres fases de la vida humana


Pan, vino, fuente de mejillones?, dos granadas y el cuchillo a punto de caer de la mesa, sobre el mantel cuidadosamente arrugado, son, en este caso, los elementos del bodegón propiamente dicho.


La gorra y la gola colgadas en la pared, podrían pertenecer al hombre de más edad, mientras que la espada, cuya sombra se proyecta en función de la fuente de luz procedente de la izquierda, no parece pertenecer a ninguno de los comensales.
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Almuerzo de campesinos. 1618-1619. Óleo/Lienzo. 96x112. Bellas Artes. Budapest.

Se asocia esta pintura con una descripción que aparece en la colección O’Crouley de Cádiz, en 1785, en la que, sin embargo, se describe como lienzo apaisado con una serrana y dos zagales. Pero ni la mujer parece una serrana, ni el hombre de la izquierda es un zagal. Pasó a formar parte del Museo de Bellas Artes de Budapest, tras su compra en Christie's, Londres, en 1908.


En el mismo museo, se conserva el lienzo titulado: Un hombre joven de perfil (1618-19), que repite exactamente el modelo del muchacho, a la vez que el hombre de más edad, repite el de El Almuerzo, que ya hemos visto, también en el Hermitage. La novedad es la mujer; un elemento extraño en el ambiente que refleja la pintura y que además, no responde al tipo de una mujer sevillana de la época.


Los elementos del bodegón son, en este caso, más variados, apareciendo un pescado frito, naranjas y una zanahoria, pero lo más novedoso es el elegante salero metálico, la fina copa en la que la mujer sirve el vino, y el impecable mantel con dobleces exquisitamente ejecutados, que ya no parecen corresponder al estilo y menaje de una taberna.

Al parecer, el lienzo presenta un lamentable estado de conservación y ha sido muy repintado, lo que ocultaba mucho el original e impedía su correcta apreciación. A pesar de ello hay especialistas que lo consideran obra de Velázquez, aunque otros, como J. Brown, lo creen dudoso. La limpieza del lienzo no ha resuelto estas dudas completamente.
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La Mulata –La cena de Emaús–. 55 cm × 118 cm, recortado a la izquierda. National Gallery Dublin. Irlanda. NGI

Las dataciones varían desde 1617–18 hasta 1622. Hay otra versión, sin Cena, en Chicago, que algunos especialistas atribuyen a Velázquez más que esta de Dublín, donde permanece desde 1897.

Se diría que la muchacha acaba de limpiar la cocina; aún no ha colocado cada utensilio en su lugar y parece que duda sobre lo que va a hacer a continuación, una vez que se ha quitado –o todavía no se ha puesto–, el manguito de la mano izquierda, que, dicho sea de paso, es lo único que se me ocurre para explicar el trapito que aparece en primer plano y que se frunciría, una vez atados sus extremos.


Es sorprendente lo que dice Palomino en El Museo Pictórico, refiriéndose a una escena muy similar a esta -si no fue alguna vez esta-, puesto que, como hemos dicho, la tela se recortó y nadie asegura que la imagen del fondo, proceda de la mano de Velázquez, sino que sería un intento posterior de dotar al lienzo de un significado religioso, aunque tampoco queda claro si el recorte o recortes, se hicieron antes o después del supuesto añadido. 

Igual á esta es otra, donde se ve un tablero, que sirve de mesa, con un alnafe, y encima una olla hirviendo, y tapada con una escudilla, que se ve la lumbre, las llamas, y centellas vivamente, un perolillo estañado, una alcarraza, unos platos, y escudillas, un jarro vidriado, un almirez con su mano, y una cabeza de ajos junto á él y en el muro se divisa colgada dé una escarpia una esportilla con un trapo, y otras baratijas; y por guarda de esto un muchacho con una jarra en la mano, y en la cabeza una escofieta, con que representa con su villanisimo traje un sujeto muy ridiculo, y gracioso.

La descripción parece una mezcla de este lienzo y el de la Vieja friendo huevos –que veremos a continuación-, en la que sí aparecen elementos como la olla hirviendo, aunque no tapada, el fuego, y el muchacho con la jarra en la mano.


Entre los objetos más habituales, la cabeza de ajos aporta la novedad en este caso.


Algunos críticos consideran la posibilidad del muchacho disfrazado, pero no es posible ya encontrar restos de lo que podía haber en la parte de lienzo cortada. La escena del fondo a la izquierda apareció tras una limpieza y también está afectada por el corte, pues aparece una mano, que sin duda correspondía a una tercera persona en la Cena de Emaús y, lo mismo podríamos pensar del lado derecho, visto el abrupto corte que afecta al pañuelo del cesto y al almirez; eso es algo que a veces ocurre en las fotografías, pero no en una pintura, sobre un lienzo del que previamente se han calculado muy bien las posibilidades. En este caso, el cortado provoca, además una notable falta de equilibrio.

La ventana ya no existe en la versión posterior de Chicago, lo que crea toda clase de dudas sobre si Velázquez pintó y borró el fragmento; si se debe a un autor diferente y si lo borró un tercero.

Velázquez: La cocinera. Chicago, The Art Institute. 1618. 

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Vieja friendo huevos. 1618. 100,5 x 119,5 cm. National Gallery of Scotland,Edimburgo.

Pintado en Sevilla, cuando Velázquez ya era Maestro. A principios del siglo XIX estaba en Inglaterra, donde fue subastada en Christie's de Londres en 1813 y, después de pasar por distintos propietarios, fue adquirida por la National Gallery de Edimburgo en 1955.


En una fuente de barro esmaltada, y primorosamente desconchada, aparecen unos huevos a medio hacer, presumiblemente en manteca, lo que produce un efecto distinto del que hubiera provocado el aceite caliente. Debajo, se advierte el reflejo de la brasa, en un soporte, seguramente metálico, montado sobre un pie de barro, que deja ver con claridad las manchas de grasa.



El menaje es casi el habitual; el almirez, las jarras y el caldero de bronce dorado, son bastante similares en todos los casos, pero aquí surgen algunos elementos nuevos de despensa, como son los huevos, con cáscara o medio cocinados, la cebolla morada y las guindillas.


Como toque maestro, el brillo del metal de los candiles y los reflejos del frasco que sostiene el muchacho, que aporta el vino y el postre; un melón. En cuanto al cesto del mercado, con el paño que siempre lo acompaña para cubrir los alimentos comprados, en este caso, es de precisión fotográfica.


Sorprende, quizás, la mirada de los modelos, cada uno en una dirección, lo que no parece responder a un error, sino que tal vez formara parte de un argumento que desconocemos.