sábado, 25 de mayo de 2013

QUEVEDO. CENIZA ENAMORADA

Quevedo, Juan van der Hamen

                    Cerrar podrá mis ojos la postrera
                    sombra, que me llevare el blanco día;
                    y podrá desatar esta alma mía
                    hora, a su afán ansioso lisonjera;

                    mas no de esotra parte en la ribera
                    dejará la memoria en donde ardía;
                    nadar sabe mi llama la agua fría,
                    y perder el respeto a ley severa:

                    Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
                    venas que humor a tanto fuego han dado,
                    medulas que han gloriosamente ardido,

                    su cuerpo dejarán, no su cuidado;
                    serán ceniza, mas tendrán sentido.
                    Polvo serán, mas polvo enamorado.


Este “enamorado” suena increíblemente bien y no podría estar mejor colocado al final del soneto, porque alguno de los versos precedentes, es más bien incomprensible: “podrá desatar este alma mía/hora, a su afán ansioso lisonjera…”, a pesar de lo cual, cuando se llega a ese último terceto, todo parece iluminarse, dotando al conjunto de una mágica claridad que hasta ese momento no existía. 

Tal vez en esto reside el arte poético, en hallar la palabra precisa, como el pintor que logra un gesto trascendente con un solo trazo sobre un punto concreto. 

Aquí hay mucho amor y, aparentemente, sólo una palabra ya demasiado repetida; enamorado. Diría más; el poeta concibió los dos últimos versos, advirtió y valoró su profundo significado y después escribió el resto del soneto, porque esos dos versos necesitaban un soporte. Esto último sería tarea fácil para Quevedo, que para este paso, podía fácilmente recurrir a tópicos como postrera sombra; blanco día; lisonjera; rivera; y al bien asentado principio cristiano del cuerpo entendido como sede del alma y templo de la Divinidad, además de su extrema habilidad para acudir al latín, al italiano, e incluso al francés, en busca de la rima o el término más preciso y expresivo que, incluso puede emplear con distintos sentidos, ateniéndose, en ocasiones, a la letra, en otras a su ambigüedad y, en otras a su polivalencia, del mismo modo que puede dotar de intensa vitalidad los términos más abstractos. Quevedo es un poeta, en definitiva, y puede llamar a la nieve, aguas calladas.


Pero hay más: ¿Enamorado Quevedo? ¿de qué? o ¿de quién? ¿Es sincero? Esto ya es algo difícil de elucidar. No hay constancia en la biografía de este autor -descontento, picajoso, bullidor, justiciero, pleitista, tabernario, amigo de aristócratas y hombres de gobierno, en opinión de Dámaso Alonso-, de un amor con calibre suficiente para provocar esta potencia expresiva.

Quevedo no es como Lope de Vega, y no sólo eso, sino que el concepto que este autor expresa continuamente acerca de las mujeres, es siempre terriblemente despectivo. ¿Enamorado quizás de un ideal? Lo más sorprendente es que estos maravillosos versos, que podrían ser un ejercicio literario propio de sus excelentes dotes, no parece que sean sólo eso, si bien esta deducción no se basa en nada conceptual; es más bien algo que se intuye. 

Por otra parte, tampoco se sabe si este soneto fue conocido en su tiempo y, hasta donde lo fue, cómo se recibió en aquella sociedad, procediendo de un escritor mucho más conocido y admirado por una prosa, que podría ser clasificada de muchas maneras, pero no como sentimental, amorosa, romántica, etc. Y además, quienes lo conocieran, ¿lo interpretarían del mismo modo que lo hacemos hoy?

Portada de El Parnaso español, editado en Madrid por Diego Díaz de la Carrera, en 1648, Compilación de Juan Antonio González de Salas. Las Musas coronan al poeta.

Lo que sea el amor, al igual que le pasa a Lope, Quevedo intenta describirlo por contrarios:

                    Es hielo abrasador, es fuego helado,
                    es herida, que duele y no se siente,
                    es un soñado bien, un mal presente,
                    es un breve descanso muy cansado.

                    Es un descuido, que nos da cuidado,
                    un cobarde, con nombre de valiente,
                    un andar solitario entre la gente,
                    un amar solamente ser amado.

                    Es una libertad encarcelada,
                    que dura hasta el postrero paroxismo,
                    enfermedad que crece si es curada.

                    Éste es el niño Amor, éste es tu abismo:
                    mirad cuál amistad tendrá con nada,
                    el que en todo es contrario de sí mismo.


El poeta mantiene, sobre todo, una suerte de obstinación frente a un ideal que solo sirve de autoengaño a través de la conjetura de lo que podría ser, pero que en realidad, no es más que una espera que la vida entera no puede agotar:

                    Qué perezosos pies, que entretenidos
                    pasos lleva la muerte por mis daños;
                    el camino me alargan los engaños
                    y en mí se escandalizan los perdidos.

                    Mis ojos no se dan por entendidos,
                    y por descaminar mis desengaños,
                    me disimulan la verdad los años
                    y les guardan el sueño a los sentidos.

                    Del vientre a la prisión vine en naciendo,
                    de la prisión iré al sepulcro amando,
                    y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.

                    Cuantos plazos la muerte me va dando
                    prolijidades son, que va creciendo,
                    porque no acabe de morir penando.


Las Tres Musas Últimas Castellanas, sacadas de la librería de Don Pedro Alderete Quevedo y Villegas, sobrino de Quevedo, que completan el conjunto de sonetos contenidos en El Parnaso. 1670

Una inquietud para la que no hay alivio, se va apoderando del enamorado de nadie, que poco a poco deduce que en vano ha esperado satisfacción en el amor:

                    A fugitivas sombras doy abrazos,
                    en los sueños se cansa el alma mía;
                    paso luchando a solas noche y día,
                    con un trasgo que traigo entre mis brazos.

                    Cuando le quiero más ceñir con lazos,
                    y viendo mi sudor se me desvía,
                    vuelvo con nueva fuerza a mi porfía,
                    y temas con amor me hacen pedazos.

                    Voyme a vengar en una imagen vana,
                    que no se aparta de los ojos míos;
                    búrlame, y de burlarme corre ufana.

                    Empiézola a seguir, fáltanme bríos,
                    y como de alcanzarla tengo gana,
                    hago correr tras ella el llanto en ríos.


La muerte llegará y con ella el fin de la espera, aunque para entonces, el enamorado cree haberse adaptado a su destino: los temas del amor, no han hecho otra cosa que causar su desgracia.

                    No me aflige morir, no he rehusado
                    acabar de vivir, ni he pretendido
                    alargar esta muerte, que ha nacido
                    a un tiempo con la vida y el cuidado.

                    Siento haber de dejar deshabitado
                    cuerpo que amante espíritu ha ceñido,
                    desierto un corazón siempre encendido
                    donde todo el amor reinó hospedado.

                    Señas me da mi ardor de fuego eterno,
                    y de tan larga congojosa historia
                    sólo será escritor mi llanto tierno.

                    Lisi, estáme diciendo la memoria,
                    que pues tu gloria la padezco infierno,
                    que llame al padecer tormentos gloria.


Aun así, dado que el objeto del amor no ha correspondido a la supuesta demanda del poeta, y su ensueño sigue vagando, el enamorado del ideal opta por mantenerse a la expectativa, dentro de aquel sufrimiento que, de hecho, es lo más próximo a la imaginaria realidad de un amor perfecto, que ya no espera ser correspondido, sino que se transforma en un terreno de soledad donde el desasosiego se instala sin limitaciones para convertirse en una segunda naturaleza. Se diría que el poeta ha pensado: “Si me hubiera enamorado tal como creo que es posible hacerlo, pobre de mí, porque no existe en el mundo quien pudiera constituirse en el objeto adecuado a tal sentimiento”.


Ya no parece posible abandonar la cárcel de la promesa que un día pareció brindarle el futuro; el tiempo pasa, los ideales no se cumplen, pero ya no se puede pensar en otra cosa; toda la existencia gira en torno a un sueño del que ya es imposible prescindir, aún a pesar de la seguridad de que nunca dejará de serlo; sólo un profundo dolor pasa a llenar su espacio:

                    Amor me ocupa el seso y los sentidos:
                    absorto estoy en éxtasi amoroso,
                    no me concede tregua ni reposo
                    esta guerra civil de los nacidos.

                    Explayóse el raudal de mis gemidos
                    por el grande distrito, y doloroso
                    del corazón, en su penar dichoso,
                    y más memorias anegó en olvidos;

                    todo soy ruinas, todo soy destrozos,
                    escándalo funesto a los amantes
                    que fabrican de lástima sus gozos.

                    Los que han de ser y los que fueron antes,
                    estudien su salud en mis sollozos,
                    y envidien mi dolor, si son constantes.


Finalmente, el deseo no es más que un error y el único acierto posible, consiste en discernirlo, aceptando, finalmente, que no se alcanza en la vida el estado amoroso ideal.

                    Si me hubieran los miedos sucedido
                    como me sucedieron los deseos,
                    los que son llantos hoy fueran trofeos:
                    mirad el ciego error en que he vivido!

                    Con mis aumentos propios me he perdido;
                    las ganancias me fueron devaneos;
                    consulté a la Fortuna mis empleos,
                    y en ellos adquirí pena y gemido.

                    Perdí, con el desprecio y la pobreza,
                    la paz y el ocio; el sueño, amedrentado,
                    se fue en esclavitud de la riqueza.

                    Quedé en poder del oro y del cuidado,
                    sin ver cuán liberal Naturaleza
                    da lo que basta al seso no turbado.

Sans Cabot: Quevedo en el Sueño del Infierno


Al final quedan cenizas con sentido y polvo enamorado. Ahora bien, ¿es que la ceniza puede tener sentido? ¿y el polvo, amor? Hablamos de un elemento completamente purificado que ya es nada; –polvo, ceniza y nada, pulvis, cinis et nihil, como dice el epitafio del cardenal Portocarrero en la Catedral de Toledo–. 

Las cenizas pueden proceder de héroes, de santos y hasta de grandes poetas y representan las cualidades de las que ellos hicieron gala en su devenir vital; no que el polvo o las cenizas sean santos o heroínas. Sin embargo Quevedo, asegura aquí que persistirá la cualidad que ostentaron ambos elementos cuando vivía quien los poseyó. 

Heroicidad y santidad salieron fuera de sus veneras; se expandieron en actos, pero en este caso, no: el amor no se transmitió, sino que sigue ahí sin haber hallado un objeto; la cualidad no fue empleada, quedó en las venas y, a pesar de que ardieron; persiste. Porque Quevedo vive y escribe enamorado; y así espera alcanzar el final de su existencia, aun cuando su amor no dejará memoria en este lado de la vida. ¿O acaso creía, al contrario de lo que parece, que gracias a la persistencia de ese amor él no moriría para siempre, puesto que su llama sabe nadar el agua fría? Esto nos gustaría más.


La vena poética de este hombre genial es muy restringida si la comparamos con la que podríamos llamar política –que analizaremos en otra ocasión–, y en la que sí se explayó a sus anchas, proponiendo y denunciando sin cuartel, lo que produciría, en este caso sí, polvo comprometido con unos ideales tan suyos, tan ardientes, tan enérgicos, tan intensos y... tan sarcásticos, contumaces y obstinados en ocasiones. En el terreno amoroso, en el de la intimidad, no parece ser Quevedo la misma persona; aquí se rinde y acepta su suerte, es decir, su mala suerte.


Pudo decir: serán ceniza, más tuvieron sentido –; polvo serán, pero fueron polvo enamorado–, pero no empleó el pretérito, sino un futuro que parece aceptar resignado, aunque no resulta de sus palabras que espere de él una solución, sino una continuidad.


La poesía es una especie de locura o, digamos que se produce en un estado alterado de conciencia y, como tal, puede y debe ser analizada, en este caso, de forma sensiblemente dramática, pero sin temor.

                    En los claustros del alma la herida
                    yace callada; mas consume hambrienta
                    la vida, que en mis venas alimenta
                    llama por las medulas extendida.

                    Bebe el ardor hidrópica mi vida,
                    que ya ceniza amante y macilenta,
                    cadáver del incendio hermoso, ostenta
                    su luz en humo y noche fallecida.

                    La gente esquivo, y me es horror el día;
                    dilato en largas voces negro llanto,
                    que a sordo mar mi ardiente pena envía.

                    A los suspiros di la voz del canto,
                    la confusión inunda l'alma mía:
                    mi corazón es reino del espanto.


Quevedo, un espíritu enormemente atractivo, cuya perspicacia levantó barreras en torno a sí mismo; tal vez no supo, no quiso, o no pudo, hallar el equilibrio en una relación estable que afirmara el otro lado de la balanza, a pesar de lo cual sus versos suenan grabados en bronce y en ellos no se puede –ni debe– tocar, una coma o un acento, porque se alteraría un conjunto armónico, preciso y bellísimo.

                    Llanto al clavel y risa a la mañana.
                                      A Aminta…


sábado, 18 de mayo de 2013

Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Tercera Parte


Segundo nivel: El Mito de Hércules, de Zurbarán.

Zurbarán pudo autorretratarse en esta imagen de San Lucas pintor.

Hijo de un comerciante, Francisco de Zurbarán nació en Fuente de Cantos -Badajoz- en 1598. De los 16 a los 19 años trabajó como aprendiz en el taller de un pintor sevillano y, una vez obtenido el grado de maestría, emprendió en Llerena –Sevilla- su carrera artística, trabajando para las iglesias de la zona.

El encargo de una serie de lienzos, en 1626, para los dominicos de San Pablo, también en Sevilla, marcó un hito en su trabajo, que, desde entonces, se desarrolló en esta ciudad, en la que se instaló, desde 1629, como maestro de un taller que tuvo gran éxito realizando encargos. 

En 1634 es llamado por Velázquez para participar en la decoración del Salón de Reinos del Buen Retiro.

Ya en la corte, el prestigio de Zurbarán sigue aumentando, al tiempo que mejora su estilo gracias al conocimiento y observación de los artistas residentes en Madrid y de las espléndidas colecciones reales, que despertaron su atracción por el clasicismo italiano. 

En 1636 vuelve a Sevilla, ya como Pintor del Rey y allí se produce su época dorada, recibiendo numerosos encargos destinados a América, durante una etapa que se extiende hasta 1650, año en que el número de encargos empieza a decaer, motivo por el que se decide a volver a Madrid, ciudad en la que ya residió hasta su fallecimiento en 1664. 

Pintor de hábitos, como se sabe, alcanzó la máxima perfección en este género, y a pesar de que no dominaba la técnica de la composición de escenas, alcanzó una destreza exclusiva, bellísima y llena de misterio, a la que se dedicó casi plenamente, exceptuando sólo sus bodegones. Velázquez le llamó porque era amigo suyo y porque en ese momento triunfaba en Sevilla.

La serie de diez lienzos no se ciñe exclusivamente a los Trabajos de Hércules, sino que refleja también otros sucesos de la mítica historia del héroe que se hallaba en el origen de la casta Habsburgo. 

Colocación de los cuadros con los Trabajos y Hechos de Hércules realizados por Zurbarán.

El desnudo atlético no era la especialidad de este artista del paño, que tuvo que inspirarse en grabados de manieristas flamencos, a los que aplicó su inconfundible claroscuro. Las diez pinturas denotan maestría en el tratamiento, pero el resultado carece de veracidad, resultando sus figuras, convencionales, rígidas o quizás algo acartonadas, cuando debían estar cargadas de fuerza y vitalidad, dado el asunto que representaban. El pintor recibió la notable cantidad de 1.100 ducados por el conjunto.

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Nacido en Tebas e hijo del divino Zeus y la mortal Alcmena, Hércules –cuyo nombre original es Herakles- sufrió durante toda su vida la implacable persecución de la diosa Hera, hermana y esposa de su padre, que le indujo a matar a sus propios hijos. Como castigo, su primo Euristeo, rey de Tirinto, le ordenó realizar doce trabajos imposibles para un mortal, pero que Hércules, un obediente héroe, aunque con aliento divino, aceptó  y consiguió llevar a cabo con éxito.

Todas las obras de Zurbarán son pinturas al óleo sobre lienzo, y miden aproximadamente 130 x 160 cm.; hoy se custodian en el Museo Nacional del Prado.

El orden real de los trabajos, de acuerdo con el mito/historia, sería:

1. Matar al León de Nemea y tomar su piel, con la que que después debía vestirse. En la serie.
2. Matar a la Hidra de Lerna. En la serie.
3. Capturar a la Cierva de Cerinea. No está en la serie
4. Capturar al Jabalí de Erimanto. En la serie.
5. Limpiar los Establos de Augías en un día o  Desviar el curso del río. En la serie.
6. Matar a los Pájaros del Estínfalo. No está en la serie.
7. Capturar al Toro de Creta. En la serie.
8. Robar las Yeguas de Diomedes. No está en la serie.
9. Robar el Cinturón de Hipólita. No está en la serie.
10. Robar el Ganado de Gerión. En la serie.
11. Robar las Manzanas del Jardín de las Hespérides. No está en la serie.
12. Capturar en los infiernos a Cerbero. En la serie.

Zurbarán añadió tres escenas de la biografía de Hércules, que no están entre sus trabajos: la Lucha con Anteo; el Estrecho de Gibraltar; y su muerte provocada por la Túnica de Neso.

Al contrario que otros hijos de Zeus, Hércules es un héroe de características humanas que él lleva a la perfección en algunas de sus mejores cualidades; a pesar de que todo parecía estar en su contra, era inocente, valeroso, perseverante, optimista, temerario, generoso, infatigable y, decididamente, bondadoso.
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Hércules y el Toro de Creta.

El séptimo trabajo de Hércules consistía en capturar un toro salvaje que lanzaba fuego por la nariz y sembraba el terror en Creta. El rey Minos se había propuesto ofrecer un sacrificio y Poseidón hizo surgir un toro del mar para sacrificarlo, pero cuando Minos lo vio, decidió unirlo a su rebaño como semental, ya que le pareció un animal perfecto. Zeus se enfureció por el desaire e hizo que Pasifae –la esposa de Minos- se enamorara del toro, con el que se unió, dando a luz al Minotauro. Después de esto, el toro enloqueció.

Entonces apareció Hércules con la orden de cazarlo. Se presentó ante Minos y le pidió permiso para ir en su busca, permiso que Minos le otorgó, creyendo que tal acción era imposible, pero Hércules dominó al toro, montó sobre él y atravesó el mar Egeo hasta la ciudad de Micenas.

Cuando le entregó el animal a Euristeo, este se lo ofreció a Hera, que se negó a recibirlo al ver su horrible furia. Euristeo lo dejó libre de nuevo y el animal fue destruyéndolo todo a su paso a través de Argólida; después cruzó el istmo de Corinto, hasta que, al llegar a Maratón –ya cerca de Atenas-, Teseo lo mató.

En la simbología del Salón de Reinos, Hércules representa el poder del gobernante para dominar los instintos desbocados del pueblo. Para los súbditos de Felipe IV, la hazaña de Hércules representaba la fortaleza de los buenos gobernantes, que someten a sus enemigos y pacifican a los propios. 


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Lucha de Hércules con Anteo.

El monstruoso gigante Anteo, hijo de Poseidón -dios del mar- y de Gea -la Tierra-, vivía en el desierto de Libia aterrorizando y asesinando a los viajeros, cuyos cráneos guardaba para decorar su templo. Cuando estaba buscando el jardín de las Hespérides y sus manzanas de oro, Hércules tuvo que enfrentarse con él, pero cada vez que lo vencía, el monstruo recuperaba las fuerzas al caer al suelo y volvía a luchar infatigablemente. Después de meditar sobre ello, Hércules optó por sostenerlo en alto mientras lo estrangulaba.

La moraleja: no solo la fuerza, sino también la inteligencia, son cualidades imprescindibles en los reyes para poder vencer a sus enemigos.

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Lucha de Hércules con el Jabalí de Erimanto.

Cuarto Trabajo: Euristeo le manda a Hércules que cace al Jabalí de Erimanto, en Arcadia y Élide, hoy, Olonos, y se lo traiga vivo, porque se come a los hombres, arranca los árboles con sus colmillos y provoca terremotos. Hércules sale en su busca, y en el camino se detiene para visitar a su amigo el Centauro Folo que le invita a comer, excusándose por no tener vino. Avanzada la comida, Hércules siente la necesidad de beber vino y consigue que el Centauro confiese que lo tiene, pero que pertenece los Centauros y no puede dárselo. Hércules insiste y le dice que si aquellos le atacan, él le defenderá. Así ocurre y cuando los Centauros se enfadan, Hércules los mata con sus flechas envenenadas. Su amigo, al ver la mortandad que producen las flechas, coge una para  verla de cerca, con tan mala fortuna que se araña con ella y también muere. Hércules lo entierra al pie de la montaña que desde entonces lleva su nombre.

Luego volvió al camino en busca del Jabalí y se hizo ver para que le persiguiera, haciéndole recorrer una larguísima distancia hasta llegar a una tierra cubierta de nieve; allí saltó sobre él, lo ató con cadenas, se lo cargó a la espalda y lo llevó a Micenas. Finalmente se lo presentó a Euristeo, que, al verlo llegar, se escondió en una vasija que se había fabricado al efecto, a causa del miedo.

El cuadro está peor ejecutado que otros de la serie, explicándose quizás esta deficiencia por una mayor participación de los ayudantes de Zurbarán. Sin embargo, las características son similares, por ejemplo, al lienzo de la Hidra de Lerna. La figura de Hércules es tosca, muy poco natural, recortada sobre un fondo oscuro y fuertemente iluminada. Pero esta imagen tan rotunda se presta perfectamente a la función emblemática que cumplía la serie dentro del conjunto decorativo del Salón de Reinos. La hazaña simboliza el triunfo de la monarquía sobre el mal y la discordia.
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Hércules desvía el curso del río Alfeo.

Por deseo de los dioses el ganado de Augías no sufría enfermedades, así que su rebaño llegó a ser inmenso, porque además, Helios, su padre, le había regalado doce toros que defendían a los animales de otros depredadores. Sin embargo, Augías jamás limpiaba los establos, que llegaron a contener tanto estiércol que amenazaba la salud de los hombres. Euristeo, siempre intentando humillar a Hércules, le mandó que los limpiara, pero que lo hiciera en un solo día, algo que también parecía imposible. Sin embargo, Hércules era hombre de recursos, así que, después de pensarlo un momento, cavó un canal a través de los establos y desvió el curso de los ríos Alfeo y Peneo, para que se dirigieran al canal, arrastrando toda suciedad a su paso. 

El astuto Augias, que nunca creyó que aquella hazaña fuera posible, había prometido a Hércules una parte de su rebaño si hacía la limpieza en un día, pero después se negó a cumplir su promesa, diciendo que los ríos habían hecho el trabajo y no el héroe. Para colmo, Euristeo tampoco quiso valorar la hazaña, escudándose en que Augías había contratado al héroe y sólo él debía pagarle.

Años después, Hércules cumplió su venganza, matando a Augías y poniendo en el trono a su hijo, que le había defendido en el asunto de la limpieza de los establos. Para celebrarlo, instituyó los Juegos Olímpicos.

La hazaña simboliza el cuidado que deben poner los soberanos en alejar de sus tierras los males y peligros que acechan a la población. En el siglo XVIII, Carlos III también fue comparado con Hércules por haber realizado la increíble hazaña de limpiar las calles de Madrid.

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Hércules y el Cancerbero.

Cerbero –Κέρβερος–, conocido como Can Cerbero, era el perro de Hades, un monstruo de tres cabezas, –Veltesta, Tretesta y Drittesta– con una serpiente en lugar de cola y el lomo cubierto de víboras. Guardaba la puerta del Hades y se aseguraba de que los muertos no salieran y que los vivos no pudieran entrar. Era, además, hermano de Ortro.

El último de los doce trabajos de Hercules fue capturar a Cerbero. Viajó primero a Eleusis para ser iniciado en los misterios eleusinos y aprender así cómo entrar y salir vivo del Hades, y también para ser perdonado por haber matado a sus hijos. Encontró la entrada al inframundo en Ténaro y Atenea y Hermes le ayudaron a entrar y a salir. Gracias a la insistencia de Hermes y, en parte, debido a su aspecto temible, Caronte le llevó en su barca a través del Aqueronte. El héroe tenía que vencer al guardián sin usar armas, de modo que optó por ahogarlo entre sus brazos. 

Al igual que ocurrió con el León de Nemea y con La hidra de Lerna -hermanos de Cancerbero-, Hércules tuvo que recurrir a la astucia, porque la fuerza sóla no era eficaz; así deben los reyes dirigir a sus súbditos y así lo demuestra la pintura; con firmeza, pero sin recurrir a la violencia. Es una de las más logradas de la serie, por su acción y dramatismo.

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Hércules lucha con el León de Nemea.

Λέων της Νεμέας fue el primer trabajo de Hércules. El León, es un despiadado monstruo que, según una de las versiones, pudo caer de la Luna, como hijo de Zeus y Selene; la Luna misma. Hércules debía matarlo y apoderarse de su piel, que le hacía invulnerable porque ningún arma podía desgarrarla, ni el fuego destruirla. Para su primer intento Hércules se armó con un arco y flechas; el tronco de un olivo que él mismo arrancó, y que usó como estaca o porra, y una espada de bronce, todo lo cual resultó inútil. La segunda vez, viendo que la morada del león tenía dos entradas, obstruyó una, obligándole a salir necesariamente por la otra, donde él esperaba. Al salir el león, le dio  con el olivo en la cabeza y después, teniéndolo ya atontado, procedió a estrangularlo. Acto seguido, se lo llevó a Euristeo –el intermediario de Hera, responsable última de los sufrimientos del héroe–, como testimonio del cumplimiento de sus órdenes. Al parecer el aspecto de Hércules era tan temible que al miedoso Euristeo le causaba terror encontrarse ante él, así que tenían que comunicarse por intermediarios.

Sin embargo, el trabajo no sería completo hasta que el héroe se hiciera con la piel del animal, con la que él mismo debía vestirse después, a modo de escudo. El hecho es que no había arma adecuada para cortar aquella piel, que las fuerzas de Hércules tampoco podían desgarrar. Fue una Atenea compadecida quien finalmente le informó de que la única herramienta capaz de cortar la piel del león, eran sus propias garras. Desde entonces, Hércules la llevó siempre encima, sirviéndose de la cabeza del animal como casco.



La escena simboliza los males que acechaban al reino y la misión hercúlea que correspondía desempeñar al monarca. La hazaña de Hércules tenía que relacionarse con las victorias representadas en los cuadros de batallas del primer nivel, simbolizando la grandeza de la monarquía española y la de su soberano.
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Hércules lucha con la hidra de Lerna.

La Hidra de Lerna –Λερναία Ὕδρα-, fue el segundo trabajo y Hércules ya viste la piel del León de Nemea. Se trata de otro monstruo sin piedad; un animal acuático ctónico o telúrico, en forma de serpiente con varias cabezas, cuyo número, según los relatos, podía variar desde tres hasta diez mil, y que se regeneraban cuando eran cortadas. Vivía en el lago de Lerna, en el Golfo de Argólida, cerca de Navplia, bajo cuyas aguas había una entrada al inframundo, que la hidra protegía. La Hidra fue criada por Hera bajo un plátano y posiblemente fue madre de Quimera y hermana del León de Nemea, a quien querría vengar.

Hércules, acompañado por su sobrino Yolao, llega a las ciénagas que rodean Lerna y ambos deben cubrise la nariz y la boca para evitar los gases venenosos del aliento de la Hidra. El héroe empieza a disparar flechas incendiarias hacia el refugio de la serpiente –la Fuente de Amione–, lo que la obliga a salir, momento en que Hércules blande su espada y empieza a cortarle una cabeza tras otra. Pero, he aquí que para su sorpresa, una cabeza nueva surge donde otra ha sido cortada y es entonces cuando al sobrino se le ocurre una solución: cauteriza con fuego las heridas y dejan de reproducirse las cabezas. La última tarea de Hércules fue impregnar las puntas de sus flechas en la sangre de la Hidra difunta, para hacerlas mortíferas.

Euristeo, como sabemos, inspirado por Hera, sentenció que la ayuda del sobrino anulaba el éxito de Hércules y no quiso puntuar el trabajo como cumplido. Se dice también que cuando Hera vio que Hércules iba a vencer a la Hidra, le mandó al Cangrejo para que le mordiera los pies, pero que Hércules lo aplastó de un pisotón; en todo caso, siguiendo el hilo de la historia, tanto la Hidra como el Cangrejo muertos, fueron premiados con un lugar en el cielo formando parte del Zodíaco donde el Cangrejo –Constelación Cáncer–, seguiría al León y cuando el Sol está en Cáncer la Constelación de la Hidra siempre está cerca.
Antonio Pollaiuolo: Hércules y la Hidra, hacia 1475. Galleria degli Uffizi, Florencia.

La imagen transmitida por el héroe y que le asemeja a su descendiente, el Rey de España, es la de un pacificador. La técnica pictórica es similar a la del resto de la serie; rasgos tenebristas y contrastes entre luces y sombras.

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Hércules en el estrecho de Gibraltar.

Esta es una de las hazañas que no están relacionadas con los Doce Trabajos, pero que sí tiene un gran significado para el rey de España a causa de su localización geográfica. Dice Alfonso X El Sabio en la Crónica General, que Hércules remontó el curso del Guadalquivir y fundó la ciudad de Sevilla, iniciando así la monarquía hispánica.

Hércules intenta separar los montes Calpe y Abyla para formar el Estrecho de Gibraltar, abriendo un paso entre el Mediterráneo y el Atlántico, entre Europa y Africa. De aquí procede la divisa de las dos columnas con el mote Non Plus Ultra, que Carlos V hizo suya sin el Non; el Plus Ultra, Más Allá, aludiría  a la conquista del Nuevo Mundo.
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Hércules dando muerte al rey Gerión.

Gerión –Γηρυών, o Γηρυόνης– es un ser antropomorfo, según la mayoría de las versiones, formado por tres cuerpos con sus respectivas cabezas y extremidades. Aunque no se especifica la forma exacta de la unión entre los tres cuerpos, habitualmente se cree que estaban unidos por la cintura. Su aspecto de todas formas,  era humano.

Gerión vivía en la isla Eriteia Cádiz–, más allá de las citadas Columnas de Hércules, al Oeste del Mediterráneo. Era dueño de un perro de dos cabezas llamado Ortro, que era hermano de Cerbero, y tenía una espléndida cabaña de ganado que guardaban Ortro y el pastor Euritión. Gerión alimentaba a su magnífico rebaño con carne humana.

Hércules lo mata, cumpliendo el décimo de sus trabajos y le roba un rebaño de vacas rojas y bueyes. Gerión, buscando venganza lucha contra él, pero éste le lanza una de sus flechas envenenadas que atraviesa sus tres cuerpos y acaba con él.


De acuerdo con la Estoria de España de Alfonso X el Sabio, Gerión obligaba a sus súbditos,  incluso a sus hijos, a entregarle la mitad de sus bienes, pero sólo hasta que llegó Hércules. Los aterrorizados habitantes le pidieron ayuda, y éste retó a Gerión a una lucha a muerte. Después de tres días de batalla, tras la victoria de Hércules, la cabeza del gigante fue enterrada en el lugar donde se levantó la Torre de Hércules, en La Coruña.

La hazaña reafirma el imaginario origen olímpico de la monarquía española, pero, sobre todo, representa el esfuerzo incondicional de sus soberanos para liberar a los súbditos de la tiranía de elementos como Gerión, que dominaba a los antiguos españoles, a los que en tiempos del mito liberó el héroe de Tebas, como en aquel momento lo hacía continuamente el Rey Felipe.

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La Muerte de Hércules.

Es la última escena del ciclo, en la que Hércules encuentra la muerte a causa de una confusión de su esposa Deyanira, cumpliendo los deseos proféticos de un muerto.

Hércules había matado al Centauro Neso después de que este intentara abusar de su esposa, pero antes de morir, el Centauro aconsejó a Deyanira que empapara una túnica en su sangre y se la entregara a Hércules, con lo que este  volvería a enamorarse de ella. Deyanira lo creyó y regaló la túnica a su esposo esperando recuperarlo. Cuando Hércules se la puso, la tela empezó a arder y a abrasarle con un fuego que no podía ser extinguido. Así se cumplía la venganza del Centauro. 

Hércules se arrojó al agua, pero no sólo no encontró alivio, sino que las aguas también se calentaron, razón por la que desde entonces se conocen como Termópilas. Ante la inevitable fatalidad, el héroe pidió a su hijo Hilo que lo llevara a un lugar donde pudiera morir en soledad. Hilo lo llevó al pie del monte Eta en Traquis que previamente había señalado el  Oráculo de Delfos.

Horrorizada al saberlo, Deyanira se ahorcó. Cuando Hilo explicó a Hércules que su madre era inocente, la perdonó y aún tuvo tiempo de explicar a Hilo que su muerte se correspondía con una profecía: Ningún hombre vivo podrá matar nunca a Hércules; un enemigo muerto causará su destrucción. Finalmente rogó a Hilo que lo llevara a la cima más alta y quemara su cuerpo en una pira hecha con ramas de encina y madera de olivo.

Al final, Zeus hizo ascender sus cenizas a la morada celestial en forma de nube y allí le confirió la divinidad que antes no tenía; un detalle fundamental para sus descendientes Habsburgo, que veían así confirmada la suya.

Esta es tal vez la pintura más dramática de toda la serie. Se cree que Zurbarán pudo inspirarse en un grabado de Leonardo da Vinci representando a San Jerónimo. 

El colorido y la luz son los específicos del artista, que destaca la figura del protagonista colocándola sobre el fuego central, que contrasta violentamente con el fondo oscuro y tenebrista.
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Tercer Nivel: Escudos de los Reinos de la Corona de España


Sobre todas las pinturas, entre la pared y el techo, estaban los escudos de los 24 Reinos que componían la Corona de España, de los que tomó su nombre el Salón. Son los que siguen, en orden alfabético:

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Estanque del Buen Retiro, de Juan Bautista del Mazo. 1637. Museo del Prado.
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