miércoles, 19 de febrero de 2014

La Palabra EI, en el Pórtico del Templo de Delfos. PLUTARCO: ΠΕΡΙ ΤΟΥ ΕΙ ΤΟΥ ΕΝ ΔΕΛΦΟΙΣ


Museo Arqueológico de Delfos, probablemente representa a Plutarco.

Filósofo, Historiador, Biógrafo, Magistrado y Sacerdote de Apolo. Nacido en Queronea entre los años 46 y 50, Plutarco estudió Filosofía, Retórica y Matemáticas y viajó por el Mediterráneo. Su obra más conocida, es Vidas Paralelas, en las que compara a grandes personajes griegos y romanos.

Escribió también algunos Tratados que posteriormente se agruparon como Obras Morales: De la Curiosidad, Del Amor, De la Música, De la Fortuna, y el que trata del Significado de la letra EI grabada en el pórtico del Templo de Delfos, donde ofrece, en forma de conversación, las distintas posibilidades de interpretar la misma, a pesar de lo cual, hoy se sigue reflexionando sobre su sentido y finalidad.

El filósofo habla con Serapion, un poeta de Atenas, amigo suyo, acerca de una conversación que había sostenido en el templo de Apolo, en Delfos, sobre la misma cuestión. Los demás participantes son: el filósofo Amonio, su maestro; Lamprias, su hermano; otro cuyo nombre no aparece; Nicandro, que era sacerdote en Delfos; Zeón, Gramático y Eustrofos, filósofo platónico, también de Atenas.

La cuestión se relaciona con Historia, Mitología, Física, Geometría, Aritmética, Ética o Metafísica, y ofrece algunas anécdotas y distintas interpretaciones que, en su conjunto componen un interesante Tratado.

***

Aunque Apolo –escribe Plutarco- nos ilumina con sus oráculos y aclara nuestras incertidumbres sobre diversos acontecimientos de la vida, deja a la sagacidad de nuestro ingenio las discusiones filosóficas que se inspiran en el deseo de conocer la verdad. 

Me refiero ahora a la inscripción EI de la puerta de su templo, porque no es verosímil que la suerte, o una letras lanzadas al azar, hayan colocado esta inscripción en el lugar más visible del templo, con los caracteres de una ofrenda religiosa expuesta a la mirada de todos. 

Los primeros filósofos que reflexionaron sobre ello, atribuyeron a la letra EI un significado importante. Hasta ahora yo había eludido esta cuestión siempre que me la habían propuesto en mi escuela, pero recientemente, tuve una conversación con unos extranjeros que mostraban una gran deseo de discurrir sobre esta materia, y como estaban a punto de abandonar Delfos, no me fue posible negarme a sus deseos. 

Nos sentamos, pues, en el templo y allí, tras hacernos algunas preguntas recíprocamente, el lugar mismo y el objeto de la conversación me recordaron algo que antaño oí decir al filósofo Amonio y a algunos otros sobre este mismo asunto, con ocasión del viaje de Nerón a Delfos, cuando, como ya sabéis, quiso que se le explicara la predicción de un astrólogo sobre su derrocamiento. El Oráculo le respondió que pusiera atención al año 73, de modo que él, pensando que se mantendría en el poder hasta cumplir esa edad, perdió el cuidado, sin saber que aquel número se refería a Galva, quien, efectivamente, contaba 73 años cuando lo derrocó.

Así como es natural a la Filosofía, investigar, admirar o dudar, decía Amonio, lo es asimismo, que la mayor parte de las cosas que se refieren a Apolo estén envueltas en enigmas que requieren explicaciones y de los que hay que investigar las causas y los motivos.

Ved, por ejemplo, a cuantas disputas filosóficas han dado lugar estas dos inscripciones:

γνῶθι σαυτόν – Conócete a ti mismo
μηδὲν ἄγαν – Nada en exceso.

Y, cada una en particular, como semilla fecunda, cuántas discusiones sabias ha provocado. Así, la presente cuestión, si no me equivoco, no es menos fecunda que cualquier otra.



Cuando Amonio guardó silencio y Lamprias tomo la palabra.

-La razón que he oido dar de esta inscripción –dijo-, es tan breve como sencilla. Se dice que los famosos Sabios, al principio sólo eran cinco: Kilon, Tales, Solón, Bías y Pítaco. Más tarde, Cleóbulo, tirano de la ciudad de Lindos, en Rodas y Periandro de Corinto, aunque no tenían virtud ni sabiduría, lograron, por su crédito y por favores e intrigas de sus amigos, forzar la fama y usurpar el nombre de sabios, extendiendo, como los antiguos, por toda Grecia, sentencias y máximas notables. Los otros cinco, indignados por esta usurpación, se fueron a Delfos y allí, se pusieron de acuerdo y consgraron esta letra, que es la quinta del alfabeto y también sirve para expresar el número cinco, con el fin de poner por testigo al dios, de que solo eran cinco y de que rechazaban al sexto y al séptimo, como indignos de ser asociados con ellos. Avala esta opinión el hecho de que los sacerdotes decían que de las tres EI que había en el templo, la tercera, que es la más antigua, es la de los Cinco sabios.

-Quilón de Esparta: Político del s. VI aC. No desees lo imposible. Planificó un sistema para controlar a los altos funcionarios del estado e impuso la educación militar.
-Tales de Mileto: Filósofo, matemático, político y sabio: El peligro reside en el exceso de confianza.
-Solón de Atenas: (640 aC. – 559 aC.) Legislador y reformador. Nada en exceso, todo con medida. 
-Bías de Priene: S. VI aC. Legislador. La mayoría {de los hombres} son malos
-Pítaco de Mitilene: (c. 650 aC.) Gobernó en Mitilene -Lesbos, con el tirano Mirsilo. Propuso reducir el poder de las clases superiores y mejorar las condiciones de las inferiores. Hay que saber elegir la oportunidad.

-Cleóbulo de Lindos: c. 600 aC. Lo mejor es la moderación. Tirano de Lindos -Rodas. Aceptar la injusticia no es una virtud, sino todo lo contrario.
-Periandro de Corinto: VII-VI aC. Tirano de Corinto. Presentó leyes para humanizar la esclavitud y proteger a los campesinos pobres. Contribuyó a la expansión colonial. Sé previsor en todo.
***

Esta explicación hizo sonreir a Amonio, pues sospechaba que Lamprias se inventó aquella historia a pesar de que dijo que la había oido contar a otros, aunque el relato se parecía mucho a una divertida explicación que un caldeo había dado hacía poco tiempo. 

Nicandro añadió que, igual que hay siete vocales en el alfabeto, hay también siete planetas en el cielo, que tienen movimiento propio, distinto del general del Universo; del mismo modo que la E siempre fue la segunda de las vocales, el sol es el segundo planeta después de la luna, y con el sol han asociado siempre los griegos a Apolo. Pero los sacerdotes dan de esta inscripción una interpretación conocida por todo el mundo. Dicen que no se trata de la forma ni del sonido de esta letra, sino que su significado encierra algo simbólico y que es también la primera palabra de todas las cuestiones que se plantean al Oráculo, al que preguntan SI (EI) van a conseguir lo que desean. Interrogamos a Apolo como profeta y la palabra EI, o Si, anuncia tanto un deseo como una pregunta. 

Egeo consultando a la Pitia. 440-430 aC. Berlín

El Gramático Zeon preguntó si podía hablar en nombre de la Dialéctica y Amonio lo aprobó.

–La mayor parte de los oráculos de Apolo –dijo–, prueban que es un dialéctico, que sabe proponer enigmas y explicarlos y que cuando da respuestas ambiguas, está recomendando el estudio de la dialéctica, como necesario a los que quieren aprehender el sentido de sus oráculos. 

Dicho esto, añadió que, en dialéctica, la conjunción SI, tiene mucha fuerza, puesto que sirve para enunciar un razonamiento del que solo el espíritu humano es capaz, pues aunque los animales tienen cierto conocimiento de las cosas, la naturaleza sólo ha dado al hombre la facultad de reflexionar y de extraer una consecuencia. Los lobos, los perros y los pájaros conocen el día y la luz, pero no saben su origen. Este conocimiento está reservado al hombre, porque sólo él tiene el concepto del antecedente y del consecuente, de su valor y de la unión que hay entre ellos; de sus relaciones y de sus diferencias; y saben que de estas propiedades deriva el primer principio de todas las demostraciones.

Por tanto, si la verdad es el objeto de la Filosofía, y el medio de conocer la verdad es la demostración, y si toda demostración tiene como principio la conexión entre las proposiciones, los primeros sabios, ¿no han tenido razón al consagrar al dios que más ama la verdad, el término que encierra y explica esta relación?

Apolo es divino, y el arte de la adivinación tiene por objeto predecir el porvenir a partir del presente y el pasado. Porque nada existe sin una causa, ni la presciencia, sin una razón. El presente tiene una relación natural con el pasado y el porvenir con el presente; el uno sigue necesariamente al otro a través de una sucesión que se continua desde el origen de las cosas hasta su final. El que conoce las causas naturales de estos tres términos de la existencia y puede captar sus relaciones mutuas, ése sabe y puede anunciar, como dice Homero: el presente, el porvenir y las cosas pasadas.

Con razón, pone primero el presente, después el porvenir y, finalmente, el pasado, pues la conexión entre las proposiciones, aquella de la que parten los razonamientos siguientes, arranca del presente; si una cosa es, tal otra la ha precedido, y si es así, otra se producirá. 

Todo arte dialéctico consiste, como ya he dicho, en conocer bien la relación de las consecuencias con las premisas y, con este conocimiento, los sentidos pueden discernir. Del mismo modo, aunque la comparación pueda parecer algo simple, me atreveré a decir que el razonamiento es el trípode de la verdad y que, estableciendo en primer lugar la relación del antecedente con el consecuente, y asociándolo con la cuestión propuesta, resultará una conclusión evidente. 

¿Habría pues, que sorprenderse si Apolo que ama la música, que se complace con el canto de los cisnes y con el sonido de los instrumentos, por amor a la dialéctica ha adoptado preferentemente una conjunción, que tan frecuentemente ve emplear a los filósofos?

Hércules, antes de liberar a Prometeo y de conversar con los sofistas, cuando era aun muy joven y un verdadero beocio –ya se sabe que los beocios tienen poca aptitud para las ciencias–, trató de negar la dialéctica y se burlaba de este axioma: Si el antecedente es verdadero, el consecuente, también lo es. Hércules arrancó, se dice, a la fuerza, el trípode y quiso luchar, a causa de la dialéctica, con Apolo, pero ya en edad más madura, llegó a ser muy hábil en este arte y en el de la adivinación.

Hércules libera Prometeo, condenado por robar el fuego a los dioses para entregárselo a los mortales.

Cuando Zeon terminó de hablar, el ateniense Eustrofo se dirigió a Plutarco.

–¿Ves con cuanto ardor ha defendido Zeon la Dialéctica? Solo le faltaba llevar encima la piel del león, como Hércules. Pero ¿conviene que le dejéis sin respuesta, vosotros, que dais un nombre o un número a todos los seres, a todas las esencias y principios de las cosas divinas y humanas; que queréis ofrecer al dios de este templo las primicias de la geometría, esa ciencia que os es tan querida y que consideráis como causa primera y absoluta de las más hermosas y preciadas sustancias; y que queréis probar que la letra E no se diferencia en nada de las demás, ni por su virtud, ni por su forma, ni por su significación; sino por el glorioso privilegio que la distingue: es decir, que designa el número cinco, que tiene tanto imperio sobre toda la naturaleza, y del que incluso los sabios han sacado el término que significa contar? [οἱ σοφοὶ πεμπάζειν ὠνόμαζον –los sabios lo llamaron quintar].

Plutarco pensó que Eustrofo quería honrar con sus palabras a los matemáticos y a las Matemáticas, que él mismo estudiaba entonces apasionadamente –sin olvidar nunca, como discípulo de la Academia, la célebre máxima: Nada en exceso–. E intervino a su vez.

–Verdaderamente Eustrofo ha aclarado muy bien todo lo relativo al número, y yo añadiré lo siguiente. El número se divide en par e impar; la unidad les es común, pues sirve en ambos casos; si la añadimos al par, se hace impar; si la añadimos al impar, se hace par. El dos es el primer fundamento del número par y tres el del impar. El Cinco es un número que se distingue, porque se compone de los dos anteriores; se le llama matrimonio porque contiene y se relaciona con el par, que simboliza a la mujer, y con el impar, relativo al varón. 

El par, con el impar, siempre produce un impar. Mientras que el par con el par nunca da un impar y no tiene posibilidad de dar un número diferente. Los impares, en cambio, son siempre fecundos y dan números pares cuando se unen con otros impares. 


También se da al cinco el nombre de natural, porque al multiplicarlo por sí mismo, se obtiene en último término, otro número cinco, ya que 25 contiene también el multiplicador, mientras que los demás números, multiplicados por sí mismos, dan números diferentes. El cinco y el seis son los únicos números cuyos cuadrados terminan en el número de su raíz, pues el cuadrado de seis es 36, como el de cinco es 25; con esta diferencia, que el número seis no tiene la propiedad de reproducirse en su cuadrado más que una vez; en tanto que el núnero cinco, además de la propiedad de reproducirse él mismo por la multiplicación, tiene además esta facultad particular, que doblado, produce una decena, con la que se reproduce a sí mismo alternativamente, y así hasta el infinito; es decir, que añadiendo cinco al cinco, da diez y añadiendo otros cinco, da quince, o tres veces cinco y así sucesivamente, el resultado siempre será una decena o cinco–, razón por la que representa la causa eterna que rige el universo.

Y efectivamente, como tal causa, siempre subsistente, crea el mundo y a través del mundo se perfecciona a sí misma, pues, como dice Heráklito, todas las sustancias se transforman en fuego y el fuego se transforma en todas las demás sustancias –como del lingote de oro se hace la moneda que, al fundirse vuelve a ser lingote–, así el número cinco, unido a sí mismo no puede reproducir nada imperfecto o heterogéneo, ya que sus variaciones están tan determinadas, que solo puede reproducirse a sí mismo o en la decena, es decir, un número de su especie, o un número perfecto.

Y ahora, si alguien me pregunta qué relación tiene todo esto con Apolo, contestaré que los teólogos atribuyen a este dios el número cinco, que lo mismo se reproduce por sí mismo, como el fuego, que forma el número diez como el mundo.

Además, la música que sabemos que es tan agradable a este dios, también tiene relación con el número cinco. La ciencia de la armonía consiste, como se sabe, en formar acordes justos. Así, los acordes no son y no pueden ser más que cinco, como lo muestra la razón y confirma la experiencia a cualquiera que haga la prueba sobre cuerdas tensadas o sobre los orificios de la flauta, pues juzgará por su propio oído, sin necesidad de la razón. Estos acordes se forman siguiendo la proporción de los números.

Hay otro acorde que algunos compositores quieren añadir, pero no debe ser admitido, porque se sale de las reglas de la medida, y porque aquí el placer del oido debe ser sacrificado al mantenimiento de la proporción, que tiene fuerza de ley. Sin hablar de las cinco posiciones del tetracordio, de los cinco primeros tonos, modos o armonías, como se les quiera llamar, que varían más o menos, del grave al agudo, según que las cuerdas estén más o menos tensas, mientras que las otras son graves o agudas, ¿no es cierto que aunque haya entre los sonidos una infinidad de intervalos, sólo cinco entran en el canto, es decir: el sostenido, el semitono, el tono, el triple semitono y el doble tono? Jamás se encuentra en el canto un intervalo más grande o más pequeño entre el grave y el agudo.

Apolo ofreciendo una libación. Kílix del siglo V aC. 

Dejo algunos otros objetos de esta naturaleza para exponer lo que cree Platón, que dice que solo hay un mundo, o que si hay varios, no puede haber más de cinco. Pero suponiendo que el que vemos es único, como piensa Aristóteles, está, al menos en cierto modo, compuesto por otros cinco: tierra, agua, aire, fuego y cielo, al que unos llaman la luz, otros el éter y otros, en fin, la quintaesencia. Esta última sustancia es, de todos los cuerpos, el único que tiene, por naturaleza y no por necesidad o azar, el movimiento circular que le es propio. Por analogía con las cinco formas más bellas y más perfectas que hay en la naturaleza, Platón asignó a estos cinco mundos, la pirámide, el cubo, el octaedro, el icosaedro y el dodecaedro, y atribuye a cada uno de ellos la forma que le conviene. 

Hay incluso filósofos que asocian los sentidos naturales con estas sustancias primitivas, que también son cinco: el tacto, con la tierra, porque es dura y firme; el gusto, con el agua, porque su humedad le hace discernir las propiedades de los sabores; el aire que vibra en el oído y se convierte en sonido; de los otros dos sentidos, el olfato, afectado por los olores que no son sino vapores sutiles que levanta el calor, tiene la naturaleza del fuego. El brillo de los ojos tiene relación sensible con el éter y la luz, dos sustancias bastante parecidas, y que afectan del mismo modo al órgano de la vista. Los seres animados no tienen más sentidos que estos, ni el mundo otras sustancias simples y sin mezcla, y se ve en toda esta distribución admirable, por así decirlo, esta asociación de cinco en cinco. 

Plutarco guardó silencio unos segundos, y después, exclamó repentinamente:

-¡Eustrofos! Pero ¿qué iba yo a hacer? Por poco me olvido de Homero, como si no hubiera sido el primero que dividió el mundo en cinco partes. Él asigna las tres situadas en el centro, a tres divinidades, y las otras dos, el Olimpo y la Tierra, limitando, una, a las sustancias superiores, y la otra, a las inferiores, aunque dice que son comunes y sin división alguna para los dioses. 

Pero, como dice Eurípides: volvamos a nuestro asunto. Los que ensalzan las propiedades del número cuatro, pretenden, con bastante probabilidad, que todos los cuerpos se han formado sobre su analogía. Efectivamente, todo sólido consiste en estas tres dimensiones: largo, ancho y profundidad. Antes del largo está el punto, que es como la unidad entre los números. El largo concebido sin ancho, hace la línea. El movimiento de la línea en la anchura produce la superficie, que es la tercera dimensión. Si añadimos la profundidad tenemos el sólido afirmado sobre cuatro proporciones.

Pero para todo el mundo es evidente que el número cuatro, tras haber conducido la naturaleza hasta la formación perfecta de sustancias bastante sólidas como para resistir a una fuerte presión, la deja privada de la facultad más importante, pues todo ser privado de sentimiento es imperfecto, y, por así decirlo, huérfano. Hasta que el alma no le imprima movimiento, no sirve para nada. Pero el movimiento o el afecto que introduce el alma en él, opera este nuevo estado por la analogía del número cinco, y da a la naturaleza toda su perfección. Por tanto, este último número es tan superior al número cuatro, como el ser animado lo es a la sustancia privada de vida. 

Además, el número cinco, llevando más lejos aún su armonía y su poder, no ha dejado crecer hasta el infinito las sustancias animadas; las ha limitado a cinco especies diferentes; dioses, genios, héroes, hombres y animales. El alma misma, de acuerdo con su división natural comprende cinco facultades: la vegetativa que es la más primitiva; la sensible, la concupiscible, la irascible y la razonable, en la cual, la naturaleza se detiene, porque ha alcanzado, por esta quinta facultad, el último grado de perfección.

Y aún podría añadir una propiedad más excelente; pero temo, si hablo de ello, contrariar a Platón, como él mismo decía que había pasado al filósofo Anaxágoras con la luna, que daba como suya una opinión sobre la luz de este planeta, que era antiquísima, diciendo que la luz de la luna venía del sol, cuyos rayos reflejaba a su vez sobre la tierra. ¿No lo dice Platón –dijo entonces dirigiéndose a Eustrofo-, en su Cratilo–Sin duda- respondió este; pero no veo qué relación puede tener con lo que dices.

-Ya sabes –dijo Plutarco-, que en el Sofista estableció cinco ideas universales: La Esencia, el Ser siempre el mismo, el Ser cambiante, el Movimiento y el Reposo. En el Filebo plantea otra división también en cinco principios: lo infinito, lo finito, la producción de los seres que resulta de la mezcla de estos dos primeros principios, y que nos deja adivinar el quinto, por el cual los seres unidos son de nuevo divididos y separados. Para mí, creo que esta segunda división solo es una imagen de la primera. Pero se encontrarán siempre, en la una y en la otra cinco ideas universales y cinco diferencias. 

Quizás también vio que el bien, en general, está dividido en cinco especies: Moderación; Proporción; Inteligencia; las Ciencias con las Artes y las Opiniones Verdaderas de las que el alma es la sede; y, en fin, los placeres puros sin mezcla de dolor. 

Y después de todo lo que hemos dicho, añadiré aún algo que seguramente comprenderá Nicandro. El sexto día del primer mes, cuando entra la Pitia en el Prytaneo –donde se conserva el fuego, atentos a que nunca pueda extinguirse–, lo primero que hacéis es echar suertes, primero tres y después, dos, ¿no es así? 

–Así es –contestó Nicandro-; pero nos está prohibido explicar la razón a los extraños.

-Pues bien –continuó Plutarco riendo-; mientras esperamos ser consagrados sacerdotes y que en esa calidad, Dios nos dé a conocer la verdad, en esas suertes tenemos un nuevo privilegio que añadir a los que ya hemos decubierto para el número cinco. Y hasta aquí, todo lo que puedo recordar de este número y el elogio de las propiedades aritméticas y geométricas de la letra E.

Amonio, que estimaba en mucho las matemáticas, y que parecía muy complacido con esta conversación, tomó la palabra.

–Sin llegar a refutar seriamente lo que los jóvenes acaban de decir, no ocultaré que no hay número que no proporcione materia para los mismos elogios. Por no hablar de otros; el número siete, por ejemplo, consagrado a Apolo, que además nació ese día, pero… no se si tendría tiempo suficiente para hablar de todas sus propiedades; sólo diré que no parece conveniente condenar a los antiguos sabios diciendo que combatieron el uso, consagrado por el tiempo, de dar al número siete la preminencia sobre el cinco, al consagrar a Apolo este último número, creyendo que le encajaba mejor. Por mi parte, pienso que esta letra E no designa ni un número, ni un orden, ni una conjunción, ni una parte del discurso, sino que es en sí misma la denominación perfecta de este dios, del que nos da a conocer su poder y sus cualidades. 

Porque, en efecto, cuando nos aproximamos al santuario, el dios no dirige esta palabras: γνῶθι σαυτόν, conócete a ti mismo; lo que es como un verdadero saludo, χαῖρε, alégrate. Y nosotros le contestamos con el monosílabo εἶ; eres, es decir, que le atribuimos sólo a él la propiedad verdadera, única e incomunicable, de existir por sí mismo.

Para nosotros, la existencia no es propiamente, un patrimonio. Todas las sustancias perecederas, colocadas, por así decirlo, entre el nacimiento y la muerte, no tienen más que una apariencia incierta, y existen más en nuestra mente que en la realidad. Si intentamos aplicar la inteligencia para aprehenderla, ocurre como cuando queremos coger un líquido con las manos; cuando más se aprieta más se pierde. Así, la razón, cuando quiere formarse una idea evidente de las sustancias susceptibles y mutables, se pierde necesariamente, porque se apega a su nacimiento o a su muerte, sin poder extraer de ellas nada permanente y con existencia real. 

No navegamos dos veces por el mismo río, dice Heráclito. Tampoco se encuentra dos veces en el mismo estado una sustancia perecedera; tal es la rapidez de los cambios, que en un un instante se reunen las partes y en un instante se dispersan, pues no hacen sino aparecer y desaparecer, por esta razón, el hombre no alcanza nunca un estado al que se pueda llamar existencia, porque nunca deja de nacer y de formarse. Pasando desde el primer instante de su concepción por vicisitudes continuas, es, sucesivamente, embrión, ser animado, niño, adolescente, joven, hombre hecho, anciano y decrépito. Cada nueva generación destruye continuamente a las anteriores.

Heráclito en La Escuela de Atenas. Rafael, Capilla Sixtina.
Rafael le confirió los rasgos de Miguel Ángel.
(Ver: Causarum Cognitio en : Cuaderno de Sofonisba)

Después de La Escuela de Atenas, Rafael pintó, en la Stanza della Segnatura, Il Parnaso, donde, evidentemente, aparece Apolo, con las Musas, flanqueado por algunas de las más destacadas figuras literarias y filosóficas, tanto de la antigüedad como de su tiempo. El fresco constituye una prodigio de la creación pictórica, del que nos ocuparemos muy pronto.
***

Sabiendo esto -continuó Amonio-, ¿no es ridículo que temamos a la muerte, nosotros que ya hemos muerto tantas veces porque morimos todos los días? Heráclito decía también, que el nacimiento del fuego era el nacimiento del aire, y que la muerte daba nacimiento al agua y esto se verifica muy sensiblemente en nosotros mismos.

El hombre ya hecho, muere cuando empieza la vejez e incluso él mismo no habría existido sino por la muerte del joven que fue, y este por la del niño. El hombre de ayer está muerto hoy, y el de hoy, morirá mañana. No hay nadie que subsista y sea siempre uno y el mismo. Somos sucesivamente varios seres, y la materia de la que estamos hechos se agita, se altera sin cesar, alrededor de un simulacro y de un molde común. Y, en efecto, si permaneciéramos siempre iguales ¿por qué cambiamos tan frecuentmente de gustos? ¿Por qué se nos ve amar, odiar, admirar o condenar sucesivamente, los objetos más contrarios, cambiar a cada momento nuestro discurso, nuestros sentimientos y nuestros afectos, y hasta incluso nuestro aspecto?

No es verosímil que esta diversidad en nuestra manera de ser se haga sin algún cambio, y todo, cuando cambia, ya no es lo mismo y sí no se es lo mismo, no hay propiamente una existencia; sino unos cambios continuos por los que se pasa de una manera de ser a otra. Nuestros sentidos, por la ignorancia de lo que realmente es, nos hacen atribuir la realidad del ser a algo que no es más que una apariencia.

¿Cual es, pues, el ser verdadero? El que existe por toda la eternidad; que no tiene origen ni término y a quien el tiempo no hace sufrir ninguna vicisitud. El tiempo, esta duración móvil, que se concibe bajo la idea del movimiento, que fluye sin cesar y no puede ser fijado; es como el espacio en el que empiezan y terminan todas las generaciones. Las distintas denominaciones bajo las cuales se expresa, como, anterior, posterior, futuro o pasado; son el reconocimiento de su no existencia, pues sería absurdo admitir como existente, lo que todavía no es, o lo que ha dejado de ser. 


Cuando, para formarnos una idea del tiempo, queremos fijarnos en el momento presente, este escapa al pensamiento y la razón se confunde. Lo dividimos en pasado y porvenir, y nos vemos forzados, a nuestro pesar, a no verlo más que bajo estos aspectos. Del mismo modo, la naturaleza, que se mide por el tiempo, no es más fácil de aprehender que el tiempo mismo, puesto que no tiene nada permanente; nada que tenga verdadera existencia. Todas las sustancias que nacen y perecen en ella, se confunden, necesariamente con el tiempo, pero de lo que es realmente, no se puede decir que ha sido o será. Estos términos designan el paso de un estado a otro, un cambio, una revolución, que solo puede producirse en lo que no tiene verdadera existencia.

Dios, por tanto, es, necesariamente, y su existencia está fuera del tiempo. Es inmutable en su eternidad. No conoce la sucesión del tiempo y no tiene en sí, tiempo anterior ni posterior, ni nada reciente. Sólo es, εἶ, y su existencia es la eternidad y, por la misma razón que es, es verdadero. No se puede decir de él que ha sido, que será, o que ha tenido un principio o que tendrá un fin. Esta es pues, su denominación y hay que reconocer y adorar a este Ser supremo.

No hay varios dioses; sólo existe uno; y no es, como nosotros, un compuesto y el conjunto de miles de pasiones distintas, como una numerosa asamblea de hombres de todas clases. Lo que es por esencia, sólo puede ser uno, y lo que es uno, no puede no existir. Si hubiera varios dioses, su existencia sería diferente y esa diversidad produciría algo que no es verdadera existencia.

Así, los tres nombres que se han dado a este dios, le encajan perfectamente: Apolo, Ἀπόλλων. porque excluye la multiplicidad, Ἰήιος, Ieios, porque es uno y único, y, en fin, Febo, Φοῖβον, nombre por el que los antiguos expresan todo lo que es casto y puro. Todavía hoy los Tesalios dicen que sus sacerdotes «se fibonomizan» φοιβονομεῖσθαι, cuando pasan los días nefastos retirados fuera de los templos. 

Lo que es uno es puro y sin mezcla. La alteración es la propiedad de toda mezcla. Incluso Homero dice que el marfil teñido de púrpura, es una sustancia echada a perder, y los que tiñen, llaman corrupción a la mezcla de sus colores; una sustancia pura e incorruptible debe ser, pues, una e indivisible.

De los que creen que Apolo y el Sol son la misma cosa, hay que aprobar y amar la bondad de su espíritu, porque aplican la idea que tienen de la divinidad, al objeto que les parece más deseable y más digno de sus homenajes. Pero nosotros, con el fin de formarnos aquí y ahora, como en el más bello de los sueños, una idea justa de este Dios, dejamos en libertad a nuestra razón y elevamos el pensamiento por encima de todo lo que la naturaleza encierra. Respetamos, no obstante, su imagen en el sol, que –en tanto en cuanto una sustancia sensible y perecedera, puede representar un espíritu y un ser eterno–, hace brillar ante nuestros ojos, algunos rasgos de la bondad y de la felicidad de ese Ser Supremo.

En cuanto a las emanaciones de Dios fuera de sí mismo; esos cambios por los cuales dicen que se hace fuego, se comprime y se condensa para hacerse tierra, mar, viento, animal o planta; es decir, la idea de que sufra esas vicisitudes indignas de él, es una impiedad sólo escucharlo. Sería ponerlo por debajo de aquel niño del que habló un poeta, que solo por diversión, dibujaba imágenes en la arena que inmediatamente borraba. ¿Podríamos creer que Dios actuara así con el Universo, y que después de haber creado un mundo que no existía antes, lo destruyera un instante después? Bien al contrario, todo lo que ha puesto en el mundo, liga estrechamente todas las sustancias y contiene esta frágil materia que permanentemente tiende a su destrucción. Nada es más contrario a esta opinión que la la palabra εἶ, ser, por la que se atestigua que Dios no sale jamás de sí mismo y que no sufre ninguna vicisitud.

Los cambios y las diferentes actitudes solo pueden convenir a otro dios, o más bien a algún genio que presida la naturaleza, en la cual el nacimiento y la muerte se suceden sin cesar. Esto se prueba claramente con los nombres que se han dado a ese genio y que expresan cualidades tan contrarias a las de nuestro dios, al que llamamos Apolo – Ἀπόλλων; al otro se le llama Plutón – Πλούτων; el primero tiene por compañeras a las Musas y a Mnemosyne, la Memoria – Μοῦσαι καὶ ἡ Μνημοσύνη– y el otro, Olvido y Silencio –Λήθη καὶ ἡ Σιωπή. Uno es la cualidad de Pensar, mientras que el otro preside el sueño tranquilo durante la noche. Por otra parte, mientras Plutón es, de todos los dioses, el que más temen los mortales, del otro, como dijo agradablemente Píndaro: La ley suprema del destino/ ha querido que esté lleno de bondad para los humanos.

Eurípides tenía razón cuando dijo: Dejemos a los tristes muertos las lágrimas y los lamentos / el brillante Apolo nunca los conoció. 

También Estesícore dijo antes que él: Apolo sólo ama el canto y la risa / la suerte dejó para Plutón los gritos del dolor.

Sófocles asigna a cada uno de ellos el instrumento que más les conviene, diciendo: La flauta expresa tristeza / la lira genera alegría. De hecho, pasó mucho tiempo antes de que se oyera la flauta en los Juegos; hasta entonces solo llamaba a las ceremonias lúgubres, ejecutando así una tarea tan triste como poco honorable.

Después, todo se mezcló, y la confusión del culto de los dioses con el de los genios ha sido una fuente de errores entre los hombres. Pero la inscripción EI y la máxima, Conócete a ti mismo, que parecen contradecirse bajo un punto de vista, son coherentes desde otro; la primera nos inspira un profundo respeto a la divinidad y nos invita a adorarla como el ser supremo eterno; la segunda advierte a los mortales de la fragilidad de su naturaleza.



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jueves, 13 de febrero de 2014

VELÁZQUEZ. Escenas de costumbres. (Segunda Parte).


Antes de ver la Obra Maestra por definición, en el terreno de las costumbres, es decir, El Aguador, nos detendremos en dos bodegones más, a modo de cierre de la serie. 

Velázquez continuó pintando costumbres, como veremos, cuando ya no estaba en Sevilla, pero ya sin el recurso a los bodegoncillos, como decía su maestro.

Xto. en Casa de Marta y María.1618. Óleo tela. 60 × 103,5. National Gallery Londres.

Pintado todavía en Sevilla, se interpreta así: la mujer de más edad, amonesta, no sabemos, por qué causa, a la joven, que, con gesto disgustado, está machacando ajos. La muchacha es una sirviente que, como tal, va vestida y tocada. 

Las hermanas, Marta y María, aparecen en el supuesto espejo del fondo; María, sentada, vestida con manto y llevando el pelo suelto, y Marta, diciéndole que hay mucho por hacer en la casa. –Digo espejo, porque no puede tratarse de otra estancia, a tan distinto nivel de la contigua delantera; más alta que la mesa, y para cuyo acceso no hay escalones. Creo, en fin, que esta pintura debería tener dos títulos; uno, el que tiene y, otro, que dijera, más o menos “Dueña y muchacha en la cocina”, porque, francamente, no acierto a ver la relación de una parte con la otra.

De hecho, el lienzo, donado a la National Gallery de Londres en 1892, aparecía en el inventario de la Colección del Duque de Alcalá, en 1637 como: «lienço Pequeño de una cocina donde está majando unos ajos una muger es de Dieº Velasqº». Si hay seguridad de que se trata de la misma pintura, ¿no sorprende que se ignore la escena del fondo? Suponiendo, claro está, que entonces existiera, aunque no parece que esto se haya puesto en duda.


Aparece aquí el almirez siendo usado con los dientes de ajo extraídos de las cabezas que hay en la mesa, junto a una guindilla. Cuatro pescados crudos –aquí aparecen cinco personas, pero se ignora el número de comensales propiamente dichos–, y dos huevos en un plato, con la ancha cuchara que debía usarse para freírlos, como vimos en la Vieja friendo huevos, aunque en aquel caso, la cuchara era de madera.


La escena del fondo, pues; podría constituir un cuadro por sí misma y le convendría mejor el título: Cristo en casa de Marta y María. Aquí queda claro –parece–, que Jesús está diciendo a Marta con el gesto de la mano, que se equivoca, a la vez que el gesto de ella parece mostrar desacuerdo o incomprensión.

Una pequeña novedad en cuanto al menaje mostrado por Velázquez, sería aquí, la jarrita de agua sobre una fuentecilla, en la mesa baja, y el sillón de la época del pintor, aparte de lo cual, la estancia aparece desnuda de cualquier otro mueble u ornamento, del mismo modo que a los personajes les falta la expresión que sí muestran las mujeres de la cocina.

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Dos hombres sentados a la mesa. 1618–20. 104 × 65.3 cm. Óleo Lienzo. Wellington Museum, Apsley House, London. 

Generalmente considerada como auténtica de mano de Velázquez. Se encuentra, junto con el incomparable Aguador, en Apsley House, en Hide Park Corner, a donde llegó de forma curiosa y donde permaneció de forma más curiosa todavía.

Durante la Guerra de la Independencia, el Duque de Wellington, se hizo cargo del literariamente conocido como, Equipaje del Rey José, parte del cual abandonaría aquel en su retirada a Francia, tras la batalla de Vitoria. (1613?) El duque llevó a Inglaterra 90 pinturas que formaban parte de dicho equipaje, pero, pasado algún tiempo, envió una carta a Fernando VII, ofreciendo su devolución, carta a la que el monarca no contestó, lo que llevó al inglés a repetir su ofrecimiento en una segunda carta, que en este caso sí fue respondida; Fernando VII, le pidió que se quedara con las pinturas a modo de agradecimiento por la ayuda que le había prestado en la guerra.

El viajero y escritor Antonio Ponz, vio la pintura en el Palacio Real en 1776, en cuyo inventario figuraba ya en 1772, pero no aparece  en el de 1794, es decir, antes del inicio de la Guerra de la Independencia.

Y esta es la razón por la que Apsley House posee obras de Velázquez, entre las cuales, como hemos dicho, estos Dos Jóvenes a la mesa; el Aguador y un Retrato, que algunos investigadores consideran más bien, un autorretrato de Velázquez. 
76 × 64.5 cm.

Se cree que la pintura de los dos muchachos a que nos referimos corresponde a la descrita por Palomino como: Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla, en que hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan, y otras cosas, todo observado con diligencia extraña.

El problema es que estos muchachos no están comiendo propiamente, o, ya no están comiendo, ni tampoco parecen pobres, lo que ha llevado a considerar la posibilidad de que se trate de otra pintura, que sí pudo conocer Palomino y que formaba parte del Inventario de los bienes del duque de Alcalá, de 1637, cuyo registro dice: Dos hombres de medio cuerpo con un Jarrito vidriado. Esto encajaría mejor, dada la referencia al jarrito. Uno de ellos está bebiendo, mientras el otro, parece haber terminado de hacerlo y a punto de quedarse dormido.

La novedad aquí, además del jarro vidriado en verde y, en comparación con los bodegones que ya hemos visto, sería el cántaro con la naranja que le sirve de tapadera. El resto del menaje aparece ya lavado y escurriendo boca abajo, como es habitual, lo que tal vez nos dice que, si los muchachos no estaban comiendo, probablemente, acababan de hacerlo.

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El aguador de Sevilla. 1618–22. Óleo Tela. 106,7 x 81 cm. Wellington Museum. London.

Una de las obras maestras de los últimos años de Velázquez en Sevilla, siendo aún muy joven. Forma parte de los regalos de Fernando VII, que se conservan en Apsley House.

Aquí confirma el pintor  su dominio en la imitación del natural que preconizaba su maestro, Pacheco. 

Inclinóse –escribió Palomino–, a pintar con singularísimo capricho, y notable genio, animales, aves, pescaderías, y bodegones con la perfecta imitación del natural, con bellos países, y figuras; diferencias de comida, y bebida; frutas, y alhajas pobres, y humildes, con tanta valentía, dibujo, y colorido, que parecían naturales, alzándose con esta parte, sin dejar lugar a otro, con que granjeó gran fama, y digna estimación en sus obras, de las cuales no se nos debe pasar en silencio la pintura, que llaman del Aguador; el cual es un viejo muy mal vestido, y con un sayo vil, y roto, que se le descubría el pecho, y vientre con las costras, y callos duros, y fuertes: y junto a sí tiene un muchacho a quien da de beber. Y ésta ha sido tan celebrada, que se ha conservado hasta estos tiempos en el Palacio del Buen Retiro.

Es posible que el propio Velázquez regalara posteriormente esta pintura al también sevillano Juan de Fonseca y Figueroa, Sumiller de Felipe IV, llegado a Madrid de la mano del Conde Duque de Olivares, y que fue a su vez, el encargado de traer al pintor a la Corte.

Juan de Fonseca. Detroit Institute of Arts.

Aunque no existe certidumbre sobre la identificación de este retrato, muy bien podría ser Fonseca, del cual tampoco sabemos mucho más que el hecho de que promocionó a Velázquez y que tenía varias telas suyas. Se dice, aunque suena demasiado a leyenda, que en cuanto el pintor puso el pie en Madrid, en agosto de 1623, pintó el retrato en un solo día –lo que explicaría cierta sensación de inacabado–, para poder presentarlo ante el rey. Esa misma noche, don Gaspar de Bracamonte –hijo del Conde Peñaranda, al servicio del Cardenal Infante–, lo llevaría al Alcázar, consiguiendo que el rey lo viera. Si creemos a Pacheco, Felipe IV, impresionado, ya posó para Velázquez el día 30 de aquel mismo mes.

La capacidad que podríamos llamar, de captación psicológica del pintor, queda aquí patente, no menos que su extraordinario dominio de las telas, evidenciado en la golilla de este personaje.

El 28 de enero de 1627, Velázquez, ya en el desempeño de su cargo en palacio, tuvo que inventariar y tasar los bienes legados por Fonseca. Relaciona entonces un quadro de un aguador de mano de Diego Velázquez, y lo tasa en 400 reales. Adquirido por Bracamonte como pago de una deuda, pasó finalmente al Palacio del Buen Retiro, donde apareció inventariado en 1700 como El corzo, o corso, de Sevilla. Ya hemos hablado de su localización definitiva en Apsley House.


Llama la atención la perfecta iluminación del cántaro, así como las vivas gotas de agua que resbalan por su irregular superficie, lo que demuestra que Velázquez cuidaba tanto la figura humana, como los enseres que la acompañan, con los que, en ocasiones logra verdaderos portentos.

El aguador lleva un capote o sayo de tono pardo, sobre una camisa blanca, sin nada de vil o roto, como escribió Palomino, apoya su mano izquierda en el cántaro, en un escorzo magistral. El muchacho viste ropas más locuras que hacen resaltar su blanco cuello; recibe el agua en una fina copa de espléndida transparencia, en cuyo interior hay una breva, que, al parecer servía para mejorar el sabor del agua.  Al fondo, casi como en boceto, hay otro muchacho bebiendo de una jarrita.

Se han adjudicado a esta obra y, hasta hoy mismo, múltiples y complejos significados simbólicos que parecen difíciles de compartir y de los que aportaré uno: según F. Marías, el agua haría referencia a Fonseca –Fons: fuente–, e incluso el higo de la copa, se referiría al segundo apellido de este: Ficus: Figueroa.

Hay dos copias conocidas. La de la Galería Uffizi de Florencia, llegó en su día a crear dudas acerca de si era copia o un primer ensayo, aunque esto último parece descartado por las radiografías. 

El aguador de Sevilla, copia, Florencia, Galería Uffizi.

Ofrece esta versión, o copia, no obstante, interesantes variaciones, como por ejemplo, que la mano del aguador que sostiene la copa, aparezca inacabada, a la vez que se completa la definición del muchacho que bebe agua al fondo y, por supuesto el bonete que cubre la cabeza del protagonista. En esta ocasión, en cambio, el cántaro ha perdido la movilidad de las gotas que resbalaban por los surcos del barro y que causaban esa sensación de que estábamos viendo algo tan vivo, como una imagen del presente.

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Sevilla c. 1588. Joris Hoefnagel (Dutch, 1542-1600) Sevilla Copper grabado, pintado a mano, 33.1 x 47.5cm. Vol. 4 de George Braun & Frans Hogenberg, Civitates Orbis Terrarum (Cologne: Gottfried von Kempen, ca. 1588) Enggass Collection.

Abandonamos, pues, la cosmopolita ciudad de Sevilla para pasar a residir, no solo en la Villa de Madrid, sino en la Corte propiamente dicha, es decir, en el Alcázar.
La villa de Madrid a mediados del siglo XVII. Panorama desde el puente de Segovia. Acuarela de Pier María Baldi.—Biblioteca Laurenciana de Florencia.

Sin que podamos hablar ya de bodegones, Velázquez siguió pintando lo que tal vez podríamos denominar cuadros de costumbres. Son suficientemente variadas las imágenes en este sentido, que reflejan distintas formas de ocupar el tiempo en la época, tanto hombres como mujeres; cortesanos, soldados o civiles.


La Costurera. 1634–43. Óleo tela, 74 x 60 cm. 
Galería Nacional de Arte, Washington D.C.-desde 1937–.

Es obra inacabada y carece de fecha precisa, de modo que su atribución a Velázquez se debe, sobre todo, al hecho de que figuraba entre sus bienes como: Cabeza de mujer haciendo labor. Gudiol pensó que se trataba de Juana Pacheco, la esposa del pintor, mientras que August L. Mayer, creyó más lógico que se tratara de su hija Francisca, si bien su yerno, del Mazo, no dijo nada al respecto en su inventario.

El amplio escote y las pinceladas que, en el cuello, hacen pensar en un futuro collar, nos dirían que se trata de una dama que cose, más bien que de una costurera de oficio. 

A pesar de tratarse de una obra inacabada, la pintura denota un atento trabajo, visible, por ejemplo en el pentimento del pañuelo sobre los hombros, cuyo tanteo condujo a la lograda inclinación de la modelo sobre su labor y a la posición de su rostro. De hecho, lo que quedó sin terminar fue la costura propiamente dicha; las manos y la almohadilla en la que se apoyan.

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El bufón don Diego de Acedo, El Primo. c. 1645 Óleo tela 106 x 82,5 cm. Prado

Una faceta importante de Velázquez fue la atención prestada a los bufones y hombres de placer que vivían en las residencias reales, a cuyos ocupantes, ellos mismos estaban encargados de entretener y acompañar, es decir, que su presencia constituía una costumbre en la Corte.

Además de Diego de Acedo, conocemos por medio de la pintura, a los llamados Esopo y Menipo, así como a Francisco Lezcano, un muchacho que jugaba con naipes.

Aunque Acedo tenía consideración y tareas de secretario, encargado además de la estampilla del sello real, de acuerdo con esta pintura-testimonio, también se dedicaba a la encuadernación, un quehacer que domina, del mismo modo que lo hace Velázquez con los pinceles, con extraordinaria soltura; es un hecho que los libros de Velázquez se pueden hojear


Unos años después de que esta pintura entrara a formar parte de los fondos del Museo del Prado, en 1819, Pedro de Madrazo la identificó con el Enano llamado Diego de Acedo, de sobrenombre El Primo, que Velázquez pintó en Fraga y que Felipe IV envió a Madrid en 1644, relacionado entre los gastos de furriera, aunque tal identificación ha sido discutida.


Un cuadernillo, preparado, quizá para ser encolado en el libro que Acedo sostiene entre las manos, sujeto por un bote de cola, se mantiene doblado entre las hojas de otro libro.

El paisaje del fondo, que se asimila con la Sierra de Guadarrama, hace adelantar la fecha de la pintura hacia 1636 o poco más, que es la que corresponde a otras pinturas que representan exactamente el mismo fondo. La tela presenta varios pentimentos, que ofrecen interesantes detalles sobre el cuidado de su composición.

Diego de Acedo, titular de un sueldo fijo en palacio, y con fama de mujeriego conquistador, frecuentemente acompañaba a la corte en sus viajes. Está documentado que, en una ocasión, cuando acompañaba al Conde Duque de Olivares en Molina de Aragón, fue víctima de un disparo, al parecer, destinado a su señor, al cual Acedo estaba abanicando. En cuanto al apodo de El Primo, se ignora su origen, aunque se ha sugerido que lo era de Velázquez, pero también se ha dicho que se le adjudicaba tal parentesco solo para fastidiar al pintor, a quien algunos achacaban un excesivo afán de grandeza.

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Juan de Pareja. 1649-1650. Óleo Tela. 81,3 x 69,9 cm. Metropolitan M. NY.

Pareja era esclavo de Velázquez, lo que no supone ninguna excepción, ya que, en la época, tener esclavos era también una costumbre entre ciertos estamentos sociales; Pacheco también tenía uno, turco y Francisco López Caro, compañero de Velázquez, otro, de raza negra. 

Velázquez concedió a Pacheco la emancipación por las mismas fechas en que hizo el retrato, si bien su libertad no debía ser efectiva hasta pasados cuatro años y, siempre que, durante ese tiempo, Pacheco no intentara huir, ni cometiera delito de carácter criminal. En dicho documento, el pintor se refería a él como cautivo, vulgo dicto per schiavo, de nombre Ioannem de Parecha, filium quondam alterius Ioannis de Parecha de Antechera Malaghen. 

De origen morisco, Palomino lo define como de generación mestiza y de color extraño, aunque de singularísima habilidad en la pintura. Ayudaba a Velázquez preparando colores y lienzos y fue, en definitiva, el modelo de uno de sus mejores retratos. Desde 1971 se encuentra en el Metropolitan de Nueva York.

Hizo la de Juan de Pareja (esclavo suyo y agudo pintor) tan semejante y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo Pareja, a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado y al original, con admiración y asombro, sin saber con quien habían de hablar o quien les había de responder. (Pacheco).

Vocación de San Mateo. Juan de Pareja. Oleo lienzo, 225 x 325 cm. 1661. 
Museo del Prado

Pareja se auterretrató a la izquierda de este lienzo que firmó en el papel que muestra en la mano. Esta imagen fue, precisamente, la que sirvió para identificar su retrato hecho por Velázquez.

Según declaraciones del propio Pareja, Velázquez le hizo el retrato durante su segunda estancia en Italia, como práctica, antes de acometer el de Inocencio X, porque llevaba algún tiempo sin pintar, debido a las exigencias de su oficio, aunque hay un gran lapso de tiempo entre ambas obras. En todo caso, el cuadro se quedó en Italia, pasando después a Inglaterra, donde, en 1970 fue subastado en Christie's y adquirido por el Metropolitan.

El gesto altivo y sereno de Pareja y su elegante ropaje, con valona de encaje de Flandes, parecen desmentir su condición de esclavo dispuesto a huir o a cometer un delito criminal, aunque tales expresiones serían, sin duda, las habituales en un documento de emancipación.

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Las Hilanderas o Fábula de Aracne. Óleo lienzo. 220 x 289 cm. Prado. 

Su datación es muy imprecisa; aunque se cree que pudo realizarse hacia 1657 para un cliente privado, Pedro de Arce, previo permiso del monarca, que lo concedería con gusto, ya que Arce le organizaba monterías, una de sus más grandes aficiones. 

El lienzo aparece en esta selección, porque durante mucho tiempo fue considerado como un cuadro de género, que mostraría un momento cualquiera durante el trabajo en un taller de tapices. 

En primer plano, cinco mujeres preparan o hilan la lana, vestidas con la sencillez propia de una sesión de trabajo. Al fondo, otras tres señoras, elegantemente vestidas, parecen observar un tapiz de tema mitológico, en el que aparece Atenea, armada con su habitual casco, e incluso puede verse una viola da gamba.

Aracne –en el primer plano, con falda azul y blusa blanca-, habría despertado la ira de Atenea –tocada de blanco, junto a la rueca y hablando con la muchacha que se asoma por la cortina-, porque se decía que la muchacha sabía tejer mejor que ella. 

Siguiendo el relato de Las Metamorfosis, de Ovidio, el plano del fondo representaría el final de la historia. En el tapiz colgado en la pared, Atenea, levantando el brazo con gesto amenazador; va a convertir en araña a la joven tejedora rival. Ambas aparecen como superpuestas en el tapiz –no está claro si forman parte del mismo- que, en realidad, representaría el Rapto de Europa y que contemplan las tres señoras.

A pesar de la superposición de la fábula, no se explica bien el porqué de los dos planos complementarios, a los que se ha intentado buscar un paralelo con la situación histórica durante el reinado de Felipe IV, aunque quizás no signifiquen, ni más ni menos, que lo que vemos: unas mujeres tejiendo y un tapiz de asunto mitológico, expuesto antes unas posibles compradoras. 

Velázquez sabía y solía conjugar los temas olímpicos con las escenas más cotidianas en su época y, no en vano, hasta 1945, los catálogos del Museo del Prado hablaban de esta pintura como Obrador de hilado y devanado y pieza para ventas en la fábrica de tapices de Santa Isabel de Madrid

Todas la tejedoras aparecen descalzas y un gato casero se acurruca a los pies de la moderna Atenea.

El lienzo fue retocado por una mano desconocida, que decidió enmarcar la escena con mejor detalle, añadiendo lienzo y pintura por sus cuatro costados, tal como indico en la imagen, aunque el añadido queda oculto en su actual disposición en el Museo del Prado.


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Riña ante la embajada de España -La rissa-. Atribución. Óleo/Tabla 28,9 × 39,6 cm. 
Col. Pallavicini. Roma.

Eran muy habituales las peleas entre soldados y también formaba parte de la costumbre el hecho de que, en muchas ocasiones procedieran de una partida de naipes. En este caso, vemos que los hombres no tienen intención de pasar a mayores, porque las espadas están quietas, pero ha habido un primer puñetazo que ha hecho caer el sombrero del soldado del centro. El hombre de la banda, tal vez un capitán, parece querer poner paz con el gesto de su mano, aunque manteniendo la distancia, ya que, por lo que leemos, podía ser muy arriesgado intervenir, aunque fuera un superior, a quien, en el campo de batalla, nadie se atrevería a desoír, pero en esta ocasión, ante la Embajada de España, estamos en tiempo de ocio y las relaciones oficial–soldado, se diluyen en cierta medida.

Se diría que la partida la jugaban los cuatro soldados vestidos de oscuro, de los cuales, dos se han enredado en la disputa; uno intenta poner paz, y otro permanece sentado en el suelo. El muchacho que se sujeta el sombrero, parece haber acudido junto con el capitán -ambos llevan casacas claras-, para intentar restablecer el orden.

Es un lienzo mucho más pequeño de lo que parece por su contenido y, ciertamente, en líneas generales no nos lleva mucho a Velázquez, si no fuera por el muchacho que se sujeta el sombrero, que parece un modelo habitual en el pintor, y al que conocemos por la Túnica de José y por la Fragua de Vulcano.

La rissa
La Túnica de José, 1630. Óleo–Tela, 223X250. S. Lorenzo de El Escorial. Monasterio.
Fragua de Vulcano, 1630. Óleo. Tela, 222X290. Prado

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Finalmente, daremos una vuelta para ver la Fuente de los Tritones de Aranjuez –que hoy se encuentra en Madrid-, pintada por Velázquez, y que ofrece ciertos interesantes detalles, costumbristas, o que quizás podrían encuadrarse entre las pinturas llamadas de género, si bien, se diría que en este caso, se trata de un género más singular que popular.

Velázquez, Taller. La Fuente de los Tritones en el Jardín de la Isla, de Aranjuez. 1657. Oleo Lienzo, 248 cm x 223 cm. Museo del Prado –no expuesto-, procedente de la Colección Real del Palacio de Aranjuez.

En realidad, la propia fuente es lo que menos viene al caso, si bien, por medio de algunas imágenes actuales, se puede comprobar la precisión del pintor, incluso retratando esculturas.


Lo que realmente llama la atención en este lienzo, y lo que permite relacionarlo con las costumbres, son las figuras, que aparecen como descuidadamente en su parte inferior y que, sin duda, formaban parte de la cotidianidad en 1657, ya que Velázquez no suele inventar.


Vemos así, en primer lugar, dos muchachas paseando solas. Ambas se sirven de un fino bastón, seguramente por moda. Una de ellas, lleva un jarrito en la mano, y la otra, una flor.


Tenemos también un joven, seguramente un soldado, que caballerosamente inclinado, ofrece una flor a la muchacha que le escucha, sentada en un cojín y ligeramente apoyada en el árbol. 


En el centro, otras dos muchachas charlan animadamente, sentadas en el suelo, –sin duda, también sobre cojines–, tras haber llenado un cesto de flores.


Por último, dos hombres de más edad, probablemente, eclesiásticos, charlan y observan a los paseantes.

Aunque los personajes aquí representados no tienen relación ninguna con los que aparecen en cocinas y tabernas, no cabe duda de que, a su vez, representan costumbres de la época.

Es posible que Velázquez, al que quedaban tres años de vida, apenas interviniera en la elaboración de esta pintura.

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