domingo, 30 de septiembre de 2018

La Ulixea *ODISEA* de Homero traducida (por primera vez) de griego en lengua castellana por el secretario Gonzalo Pérez



Anverso de medalla conmemorativa con el busto de Gonzalo Pérez.
Museo Arqueológico Nacional. (MAN) Madrid


Gonzalo Pérez fue un notable humanista, autor de la primera traducción de La Odisea de Homero al castellano y propietario de una de las mejores bibliotecas de su tiempo.

Es, en cierto modo, inconcebible, el escaso eco que ha tenido y tiene su extraordinaria labor de traducción, algo que, tal vez sólo se explicaría por el exceso de ruido levantado posteriormente en torno a su hijo, el celebérrimo Antonio Pérez, cuando se enfrentó a Felipe II.

Hay, sin embargo, mucho que decir, o recordar, en torno a ambas figuras, ya que, a pesar de que están muy documentadas, sigue habiendo muchas e importantes dudas, como es la posibilidad de que los personajes a los que nos referimos no fueran padre e hijo, por ejemplo, aunque como tales pasaron a la historia, o también, si Antonio Pérez fue, o no, responsable de cuanto se le acusó. Todo se verá.

Empezaremos, pues, por el padre, Gonzalo; casi desconocido, o desconocido para muchos, a pesar de lucir, brillantemente, el honor y el mérito de haber sido el primer traductor de La Ulixea al castellano; conviene recalcarlo, puesto que sí había traducciones latinas, pero no en lenguas vernáculas, motivo por el que muy pocos tenían formación suficiente para leerlas, y, por lo tanto, no conocieron La Odisea hasta que se publicó la traducción de Gonzalo Pérez.

Con todo, antes de entrar en el tema de la traducción de La Odisea, parece lo más indicado, ofrecer algunos datos sobre su autor, quien, como se verá, atravesó de forma importante, aunque más bien silenciosa, los reinados de Carlos I y Felipe II, siendo, en la práctica administrativa, la mano derecha de ambos.

Parece, pues, recomendable ofrecer algunos apuntes biográficos sobre este autor, y para ello, nos serviremos, en primer lugar, de un resumen extraído de la Breve Noticia de Gonzalo Pérez, publicada en el tomo XIII de la gran Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (CODOIN).

CODOIN XIII


Para dar una breve noticia de Gonzalo Pérez, me he valido casi por entero de los papeles inéditos que se han servido franquearme el señor D. Eugenio Llaguno y Amírola, dignísimo sucesor de Gonzalo Pérez en el mismo empleo de secretario de estado, y el señor D. Juan Antonio Pellicer y Saforcada.

El padre de Gonzalo fue secretario de la Inquisición de Logroño, y estando en Segovia se casó con una señora de la familia de los Hierros, una de las más antiguas y principales de aquella ciudad, de lo que, además de asegurarlo los historiadores, tenemos en las Relaciones de Antonio Pérez una prueba legal e incontrastable. Sin embargo, no se sabe exactamente, ni la fecha ni el lugar de su nacimiento.

Esta es que habiendo sido Bartolomé por dicho casamiento suspendido del oficio de secretario hasta que se hiciese información del linaje de su muger, según era costumbre en aquel empleo por muy conocida que fuese una persona; hecha la información le fué restituido el oficio, dando á entender con esto que ni por parte de los padres, ni de los abuelos, ni aun de mas lejos, se habia hallado en ella mancha ni impedimento alguno.

Gonzalo fue enviado a Lisboa, á negocio de mucha importancia, como fue el casamiento del príncipe de España D. Felipe hijo de Carlos V, que después se efectuó en el año 1544 en Salamanca con la infanta Doña María.


María Manuela de Portugal (1527-1545), primera esposa de Felipe II, hija del rey Juan III de Portugal y de la reina Catalina de Austria -hija póstuma, esta última, de Felipe El Hermoso y la reina Juana-. MNP

De lo único que no hay duda, es de que era aragonés, sin cuya circunstancia su hijo Antonio no hubiera después causado las grandes revueltas que se saben en aquel reino, fundadas todas en ser de linaje aragonés y de padre reconocido como tal.

Tampoco se sabe mucho sobre sus estudios, excepto que fue colegial del ilustre y antiguo colegio de Oviedo en Salamanca, donde aprendió las lenguas latina y griega, de lo que dejó una prueba convincente en varios libros, que se conservaban en la biblioteca de dicho colegio, acotados a la margen de su misma mano con anotaciones escritas en caracteres griegos.

Nunca se casó, aunque no dejó de pagar tributo á la fragilidad de la naturaleza humana, y á la libertad de costumbres de aquellos tiempos y asegura el cronista L. Leonardo de Argensola en un manuscrito de la Biblioteca Real, teniendo, de su relación con una mujer de Castilla, al famoso Antonio Pérez, tan conocido por su valimiento, como por sus desgracias, á quien pudiera muy bien aplicarse lo que los antiguos dijeron de Mario que había sido la pelota de la fortuna. 

Algunos le hacen sobrino de Gonzalo y no hijo, inducidos en este error por algunas cartas del mismo Gonzalo donde le da aquel título, seguramente por disimular su juvenil flaqueza; pero es indudable que fue hijo suyo; el mismo Antonio Pérez repetidas veces le llama y reconoce por padre, tanto en sus cartas como en su Memorial y en sus Relaciones.

En el año 1538 ya era capellán del Emperador Carlos V, y arcediano de Villena. Consta que Carlos V le tuvo en gran aprecio, y lo demuestra el hecho de nombrarse Secretario de Estado, poniendo en sus manos negocios de la mayor importancia. 

Don Carlos también lo hizo Secretario íntimo y Consejero a su hijo Felipe II, siendo, como escribiría Antonio Pérez, el primer secretario que tuvo Felipe II, y tan el primero que á este Rey enseñó á formar el rasgo de su propio nombre, es decir, la firma, tan conocida después por toda Europa. 

Además, acompañó a Felipe II en casi todos sus viajes: a Lisboa, como hemos dicho, el año de 1544 con ocasión de su casamiento con la infanta de Portugal; en 1547, o a las cortes que, por ausencia del Emperador, celebró Felipe II en Monzón.

Sería precisamente aquel año, 1547, el 25 de noviembre, cuando Felipe II le concedió licencia para que imprimiese los trece primeros libros de la Ulisea de Homero, traducidos por él en castellano, aunque no vieron la luz pública hasta 1550. El privilegio correspondiente, dice así:

"El Príncipe—Por cuanto vos Gonzalo Pérez arcediano de Sepúlveda, secretario del Emperador y Rey mi señor, me habéis hecho relación que vos habéis traducido de griego en nuestra lengua castellana los libros que Homero escribió, intitulados la Ulixea, y los queríades imprimir, suplicándonos que habiendo respeto á lo que en ello habéis trabajado, fuésemos servido de daros licencia y mandásemos que vos ó quien vuestro poder hubiere, y no otra persona alguna, los pudiésedes imprimir, é impresos vender en los nuestros reinos de la corona de Castilla ó como la nuestra merced fuese; y Nos acatando lo susodicho, tenérnoslo por bien etc.—Fecha en Monzón de Aragón á 25 dias del mes de noviembre de mil y quinientos y cuarenta y siete años.—Yo el Príncipe—Por mandado de su Alteza—Juan Vázquez."

Después de las cortes de Monzón pasó D. Felipe á Flandes, y después a la dieta de Augusta –Augsburgo-. 

De allí volvió don Felipe a España en 1551, donde permaneció hasta 1554, año en que viajó a Inglaterra para casarse con la Reina Doña María hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón -hija, como sabemos, esta última, de los reyes Isabel y Fernando-; siempre en compañía de Gonzalo Pérez.


María Tudor, de Anthonis Mor. Museo Nal. del Prado (MNP)


No obstante haber sido el depositario de los consejos secretos de Carlos V con Felipe II, los cuales guardaba por escrito, supo conservar intacta la gracia de ambos soberanos, sin dar el menor motivo de queja ni al uno ni al otro: ejemplo raro en las cortes, y mucho mas en la de Felipe II, príncipe, como todo el mundo sabe, de los mas sospechosos y desconfiados que cuenta la historia. 

Cuando el Emperador renunció pública y ceremoniosamente, a todos sus reinos en favor de Felipe, su hijo, intervino también Gonzalo Pérez a este grande y memorable acto, reservando para Gonzalo la dirección de la abadía de San Isidoro en la ciudad de León, en 1556.

En 1559 volvió Gonzalo a España en compañía de Felipe II, donde -según lo asegura el señor Pellicer en su citado artículo inédito-, perseveró hasta su muerte, siendo el primero y el único Secretario de Estado, aunque Antonio dirá más tarde que sólo fue Secretario, precisamente, hasta 1559. Hasta la fecha, no hay forma de conciliar ambos datos, si no es por deducciones, entre las cuales, estaría la posibilidad de que compartiera el cargo, precisamente, con su hijo Antonio, bien porque el Rey Felipe enamorado de la viveza de ingenio que mostraba el mancebo, y movido de los informes que de su excelente educación le habia dado el príncipe Rui Gómez de Silva, mandó á su padre que le trajese á la corte y le emplease en el Real servicio. De hecho, al fallecer Gonzalo, Antonio le sucedió inmediatamente en el cargo de secretario de los negocios de Italia.

Sea como fuere, lo cierto es que cuando empezaron las revueltas de Flandes, donde tras la venida de Felipe II á España, había quedado como gobernadora su hermana Doña Margarita de Austria, y por primer ministro el cardenal Granvela, de la correspondencia entre el Rey y la Gobernadora; se encargó enteramente Gonzalo Pérez.

No parece, sin embargo, que el agradecimiento de su señor, correspondiese á tan señalados servicios, pues a pesar de tantos años de trabajo, Gonzalo no obtuvo otro premio que el de una pieza eclesiástica en Vallecas en 1559.

Sin embargo el Rey Felipe juzgó tan bien pagado el mérito de su secretario, que habiendo solicitado la Gobernadora de Flándes y el cardenal Granvela en Roma, que se le promoviese al capelo, escribió Felipe II al Papa de su propio puño que no lo hiciese, bien porque no queria perder un ministro tan hábil, bien porque mas amante de sí mismo que del ministro, queria asegurar con la pobreza el servicio de este, ó lo que sería mas conforme á su modo de pensar, porque no miraba con buenos ojos que uno de sus criados fuese deudor á otros personajes del adelantamiento de su fortuna.

Resentido Gonzalo de este proceder, escribió a sus dos valedores varias cartas sobre el asunto, las cuales hacen ver que el aire de la corle no había entorpecido en su corazón aquel espíritu de generosa libertad que caracteriza los verdaderos y honrados ministros.


Antoine de Perrenot, Cardenal Granvela. De Anthonis Mor

“Doy á V. S. Rev.ma -decía en carta al cardenal de Granvela- las gracias por la merced que le debo por escribir de su propia mano en el negocio de Roma, en que menos me parece que se trata de mi bien particular, que del general del estado. El Rey se ha quedado con la carta de V. S. Rev.ma y con la de Madama; pero mientras este Papa viva, no tomará resolución. Por lo que mira á mí, esperaré, y veré si el Rey me provee alguna abadía, ó me da alguna pensión de sustancia; y si no hiciese ni lo uno ni lo otro, tomaré mi determinación porque estoy cansado de servir sin favor, sin honor y sin provecho, especialmente en este tiempo en que todo amenaza ruina. Si el Rey no quiere que me retire porque me tiene por necesario, yo me emplearé todo en su servicio; pero á lo menos ya que no quiere hacerme bien, no impida que otros premien los servicios que hago á su Majestad, como lo ha ejecutado escribiendo al Papa en punto del capelo. 

Ahora estoy resuelto á dejarlo todo. No niego que pasará muy bien sin mí; pero tendré el consuelo de haberme desengañado; y después de haber perdido tantos años, pasaré con sosiego el resto de mi vida, cosa inestimable y sin comparación de mas aprecio que cualquiera otra fortuna."

Y habiéndole respondido el cardenal que tuviese paciencia y diese tiempo al tiempo, Gonzalo Pérez le replicó del tenor siguiente: 

"No ignoro que con el tiempo se viene á conseguir lo que se desea; pero también se necesita hallarse el hombre en estado de esperar con paciencia.

Ya no pienso en capelo; y por otra parte las cosas de la iglesia van de modo que es mucho mejor no tener parte en ellas y estar lejos. Por lo cual ruego á V. S. Rev.ma, no escriba mas sobre este particular, y que desista ya de este negocio. Dios no quiere que se logre, ni yo tengo las prendas necesarias para esta dignidad, en cuyo conocimiento está sin duda el Rey que me conoce mejor que nadie. Su Majestad imagine que me será muy honroso el morir mero secretario; pero prometo á V. S. Rev.ma que no moriré en este cargo."

Todavía es mas desahogada y libre la carta que ahora sigue, escrita sobre el mismo asunto á la Gobernadora de Flandes Doña Margarita de Austria.


Margarita de Austria, en hábito de viuda. Bernaerd van Orley. 
Reales Museos de BBAA de Bélgica


"Dias pasados –dice-, escribí á V. A. dándole las mas rendidas gracias por la bondad con que se dignó escribir de su propia mano al Rey, persuadiendo á S. M. que me hiciese alguna otra merced supuesto que no es servido de que yo pretenda el capelo; y ahora vuelvo á agradecer á V. A. este favor que yo reputo por tan singular y grande, que no pienso hallar nunca camino como agradecerlo debidamente.

Pero al mismo tiempo ha hecho V. A. dos servicios al Rey: el uno proporcionando á S. M. el medio de aquietar su conciencia, pues hace treinta y siete años que sirvo tanto al Rey como al Emperador, su padre, de gloriosa memoria, y no les he debido á sus Majestades otra gracia que la de cerca de dos mil ducados de renta, y aun esta proviene de beneficios eclesiásticos, bien que haigan colmado de mercedes á otros muchos que han venido á su servicio mucho después que yo, y que no han manifestado en él ni mas suficiencia ni habilidad, ni mas fidelidad, celo y aplicación. 

El otro servicio que V. A. ha hecho á S. M. trayéndole á la memoria el pensamiento de favorecerme, es que si así no lo ejecuta, me veré precisado á renunciar mi empleo indefectiblemente, pues tengo ya tomada mi resolución: resolución que V. A. me ha apoyado, y á la que me ha determinado. No falla quien ha persuadido al Rey, ó S. M. se lo persuade á sí mismo, que mientras yo no salga de pobre, me veré obligado á servirle por pura necesidad; pero vive S. M. equivocado, y antes sucederá acaso todo lo contrario. El Rey no perderá mucho en ello, pues los servicios que yo le hago son de poco momento; sin embargo pasarán muchos años antes que vuelva á adquirir otro criado de tanta fidelidad y experiencia.

Veo no obstante que yo serviré, y aun moriré sirviendo mientras no llegue á desengañarme plenamente. Persuádase V. A. que esto no puede durar mucho tiempo. Asi que ruego á V. A. tanto por hacerme merced según sus inclinaciones naturalmente benéficas, como por hacer á su grande hermano un servicio, á la verdad no pequeño, no deje V. A. de llevar adelante lo comenzado, pues no me hallo ya en estado de esperar mas, ni de ver que no obstante las muchas ocasiones que se ofrecen cada dia, yo me quede siempre atrás.

Dígnese V. A. de perdonarme la confianza que me tomo de hablar á V. A. en mis intereses: esta será la última vez que importune á V. A. Y pues el Rey no permite que los extraños me favorezcan, ni S. M. lo hace por sí, ni aun se digna de emplearme en mí lo que franquea al primero que llega; yo sabré pasarme sin ello. Yo procuraré vivir con tranquilidad, y gracias á Dios me siento con bastante fortaleza de alma para pisar el favor y los empleos, bien que sé servir cuando se me trate como merece un buen criado.

Por último no puedo disimular á V. A. que el Rey tiene pocos ministros que le sirvan con el amor que yo, ó por mejor decir son tan pocos que se pueden contar con los dedos. Digo esto á V. A. porque la considero obligada no solamente á mirar por las provincias que gobierna, sino también por todo lo que concierne á su dignísimo hermano, de cuya vida y prosperidad depende la dicha de V. A. y la de sus hijos.
Soy etc."

Pero no parece que las amenazas de dejar la corte, y el servicio del Rey tuviesen efecto, y se puede creer que el deseo de renunciar su empleo no era sincero, porque cuando el duque de Alba sucedió á Margarita en el gobierno de Flándes, propuso á Gerónimo Sayas, oficial de la secretaría de estado, para el cargo de Gonzalo Pérez, lo que sabido por este, frustró con destreza los proyectos del duque, y aun lo comunicó con su amigo el cardenal Granvela, como consta por la siguiente carta:

"El duque de Alba ha querido jugarme una pieza; pero entienda que yo tengo los huesos muy duros, y él los dientes muy tiernos para quebrantármelos. Téngole prevenido un sobrino, que sabrá vengarme de todos los lazos que me arman: criéle con sumo cuidado, y le voy instruyendo poco á poco en el manejo de los negocios: es mozo de grande ingenio, y espero que saldrá excelente en este arte."

Este sobrino era su hijo Antonio Pérez, á quien Gonzalo llamaba así por los motivos ya apuntados. En las cartas precedentes hemos seguido literalmente la traducción que de ellas hace el señor Pellicer en su citado artículo. Dice este erudito haberlas sacado de la versión francesa del Padre D. Próspero Levesque, monje benedictino, en sus memorias del cardenal Granvela, quien halló dichos documentos en la colección de cartas y papeles de estado que la corte de España y sus ministros escribieron al cardenal, y este á ellos.

Conviene recordar esta no velada amenaza, que tal vez contribuya al entendimiento del drama mortal sucedido después entre Antonio Pérez y Felipe II; aunque aquí se refiera al duque de Alba, Gonzalo escribe específicamente, que su sobrino sabrá vengarle y, que, para ello, le va instruyendo poco a poco.

Volviendo a la biografía de Gonzalo Pérez, tampoco se sabe exactamente la fecha de su muerte; pero se colige que debió de ser á fines del año 1565, ó antes de octubre de 1566, porque á 19 de noviembre del 65 leyó en Toledo en presencia de S. M., de la Real familia, de los príncipes de Bohemia, y de muchos personajes de la corle, la donación que hizo Felipe II á aquella primada iglesia y su cabildo del cuerpo de San Eugenio; pero á principios de octubre de 1566 ya estaba Antonio Pérez en el empleo de su padre, asistiendo á la junta que aquel mes celebró Felipe II para las cosas de Flandes. 

Cabrera ofrece sobre este punto algunas particularidades curiosas que aquí se omiten, porque pertenecen mas á la vida de Antonio Pérez que alas de su padre Gonzalo.

Fué Gonzalo Pérez tenido en mucha consideración por los sujetos mas distinguidos en literatura, así españoles como extranjeros.

Antonio Pérez habla de la copiosa y selecta librería, que su padre se había ido formando durante su vida. 

"La librería de Gonzalo Pérez mi señor y padre, era célebre y rara de libros antiquísimos, latinos y griegos. Singular librería, porque una parte de ella fue la del duque de Calabria que murió en Valencia, que la dejó en su testamento á mi padre… Otra parte era de libros de mano, griegos, muy antiguos, que mi padre fue recogiendo en su vida y en el curso de su fortuna, de abadías de Sicilia, y de otras partes de Grecia. Tal era la librería, que el Rey D. Felipe II, me la pidió, muerto mi padre, para San Lorenzo el Real donde agora está. Tan rara que quiso primero el Rey hacerla apreciar para ver lo que recibía. Dio el cuidado desto al secretario D. Antonio Gracian, y al maestro León de Salamanca, aquel gran varón teólogo y griego… Entre aquellos libros habia y hay las obras de San Juan Crisóstomo, de mano antiquísima. En ellas están todas las impresas, y otras que no lo están hastagora, ni se conoscen."

Decía así el maestro León que era muy mi amigo –continúa Antonio Pérez-: Señor Antonio, poned vos de vuestra parte este libro; yo de la mia mi persona y trabajo: yo me iré á París y imprimiré todas estas obras, y os aseguro que nos valdrá el negocio mas de cincuenta mil escudos; y sea la ganancia á medias demás de la mayor que es el servicio de Dios, su gloría y la de sus santos, y el beneficio común.

Algunas de las obras citadas no se hallan hoy día en el Escorial, ni tampoco un excelente Plinio escrito en vitela, del que hace mención Ambrosio de Morales, y que se contaba entonces entre los libros raros de Gonzalo Pérez. Se atribuye la falta á alguno de los varios incendios que ha padecido la Real biblioteca del Escorial.

Pero el monumento más clásico que existe de su ingenio consiste en la versión de la Odisea de Homero. Salió la primera vez á la luz pública con este título: De la Ulixea de Homero trece libros traducidos del griego en romance castellano por Gonzalo Pérez. En Salamanca en casa de Andrea de Portonariis año de 1550. En octavo grande. 

Parece que Pablo Manucio tuvo pensamientos de reimprimirle en Venecia, según lo expresa el mismo en una carta latina escrita á Marco Antonio Natta; pero no consta que lo haya efectuado. 

Lo ejecutó después Alfonso de Ulloa, publicando de nuevo en aquella ciudad la versión castellana de los mismos trece libros en 1553, dedicándola á su mismo autor Gonzalo Pérez.

Algunos años después concluyó el traductor los once libros que le quedaban, enmendó y corrigió en varios lugares los antecedentes, y dedicando también toda la obra á Felipe II, ya Rey, la publicó entera con el siguiente título: La Ulixea de Homero traducida de griego en lengua castellana por el secretario Gonzalo Pérez. Impresa en la insigne ciudad de Anviers en casa de Juan Steelsio 1556: cuya edición se repitió de nuevo en Venecia en 1562 por Francisco Rampazeto, y finalmente en Madrid en la imprenta de Francisco Xavier García, año 1767, en dos tomos en 8º.



Repitióse esta edición dentro del mismo año en Anvers en casa de Juan Steelsio.
* * *


Finalizaremos estas noticias con una pequeña pieza castellana que se han podido sacar de los autores contemporáneos. Se trata de un soneto que Gonzalo escribió hizo á la muerte de Doña Marina de Aragón, hija de los duques de Villahermosa y condes de Ribagorza, dama de la Emperatriz Doña Isabel, muy celebrada en palacio por su singular hermosura, pero que murió en la flor de su edad sin permiso de casarse con quien deseaba. 

Se imprimió en León de Francia año de 1549 y su título es el siguiente: Soneto á forma de emblema del muy magnífico y muy R. señor G. Pérez á la muerte de Doña Marina de Aragón.

¿Quién yace aquí? Yo soy Doña Marina.
¿Qué sangre? De Aragón, que no debiera.
¿Porqué? Porque quizá mejor me fuera,
Y no acabara en suerte tan malina.

¿Qué fué tu vida acá? Con la divina
Emperatriz viví, que su dama era.
¿Fuiste casada? No: bien lo quisiera.
¿Pues quién te lo estorbó? tú lo adivina.


¿Viviste descansada? Ni aun un hora.
¿Fuiste hermosa? No sé: el mundo lo diga.
¿En qué edad acabaste? Mal lograda.


¿De qué mal? De dolor. ¿Fuiste señora?
Ni a-un de mi libertad; y ansí en fatiga
Llegué á la triste y última jornada.
• • •


La primera traducción de la Odisea fue hecha al alemán, en prosa, y realizada por Simón Schaidenreisser, y publicada en 1537. Es la única que precedió. en una lengua vernácula, a la de Gonzalo Pérez.

La Ilíada, en verso, también en alemán, es de Johann Spreng, en 1610.

La primera Ilíada en francés, en prosa, es de Jehan Samxon, de 1530 y la Odisea, también en prosa, de Salomón Certon, en 1604.

En inglés, hay una versión parcial de la Ilíada realizada por Arthur Hall (Ilíada I-X), de 1581; y otra, ya completa, de George Chapman, que es de 1611. El mismo, tradujo también parte de la Odisea en 1614-15, las dos en verso.

En Italia, la Ilíada completa, es obra de Giambattista Tebaldi, en 1620, y la Odisea completa, de Ludovico Dolce, del año 1573, ambas, en “ottava rima”.

España: después de la traducción completa de la Odisea, de Gonzalo Pérez, de 1566, Ignacio García Malo tradujo la Ilíada, también completa, en 1788.

La de G. Pérez es, por tanto, la primera en castellano y la segunda en una lengua vernácula, publicada en Europa.

Recordemos igualmente, que se le adelantó una “Ilíada en romance”, producida dentro del círculo del Marqués de Santillana; una traducción en prosa de los libros, I a IV y X, pero hecha a partir de la versión latina de Pier Candido Decembrio, a la que se adjuntó una traducción de la Ilíada, Canto IX, vv. 222-605, de las “Orationes Homeri” de Leonardo Bruni.

Una Ilíada, también anterior, de Juan de Mena fue muy apreciada, pero también procede de una versión latina.

La Ulyxea de Gonzalo Pérez, por lo demás, fue dada a conocer en dos partes; la primera, conteniendo los Cantos I-XIII, y publicada en Salamanca en 1550, por Portonaris. Salió el mismo año de las prensas de Jan Steels en Amberes, siendo reeditada tres años después en Venecia.

La traducción completa, como hemos visto, se publicó en Amberes, en 1556 y en Venecia, en 1562, ya revista por el autor, y definitiva. No se volvería a imprimir hasta 1767.


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Gonzalo Pérez, dedicó su obra a su entonces joven “alumno”, Felipe II, porque en opinión del autor, necesitaba conocer algunos casos concretos del comportamiento humano… y la Odisea puede servirle muy bien para este efecto.

De esta manera, podrá ver en su lengua lo que tantos Emperadores, Príncipes y varones señalados leyeron en griego.

Después de dos mil y ochocientos años que se escribió, se puede traducir en nuestra lengua y propiamente, verse ha que no es por falta della no tener nosotros tan buenos, o mejores libros que las otras naciones, sino por nuestra flojedad, y por tener poco cuidado del bien público, y ser más inclinados a la guerra que a los estudios.

Con excelente criterio, Gonzalo Pérez optó por traducir en endecasílabos libres, con lo que liberó su traducción de las forzadas rimas que se vieron después en otras traducciones, manteniendo así más libertad para emplear el bello y claro castellano que dominaba con tanta habilidad, trasladando fielmente el sentido de las expresiones homéricas, aunque en algunas ocasiones se viera obligado a simplificar y en otras, a ampliar algunas expresiones del original, pero siempre manteniendo la máxima literalidad posible, sin forzar, ni disfrazar el propio idioma. 

Podemos hallar en su texto numerosos ejemplos en este sentido, pues hay notables estudios, que, al mismo tiempo, ofrecen gran seguridad respecto al hecho de que, prácticamente, Gonzalo Pérez no se basó, como era común en la época, en ninguna de las traducciones latinas precedentes, que, al parecer, en general, pecaban más bien de una muy forzada literalidad.

Todo lo dicho –y esta es una apreciación personal, aunque la considero fundada-, nos lleva a una interesante conclusión, como lo es el hecho de que la traducción de la Odisea de Gonzalo Pérez, confirma al ministro de los dos primeros monarcas de la Casa de Austria, como un verdadero poeta, hasta el punto de que algunos investigadores, consideran probada su evidente influencia en generaciones posteriores de poetas, entre los cuales se cita, por ejemplo, al gran Góngora.

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Una parte de la investigación posterior, siguiendo a Menéndez Pelayo, asegura que no nació Gonzalo Pérez en la villa de Monreal de Ariza, sino en la ciudad de Segovia y que era, o tenía, más de cortesano que de clérigo, ya que ingresó muy pronto en el despacho del Comendador Francisco de los Cobos, secretario de Carlos V, y añaden que la madre de su hijo Antonio, fue María de Tovar, una mujer casada, motivo principal de su gran discreción al respecto. 


Aseguran, igualmente, que su inquina hacia el duque de Alba fue provocada por este último, que intentaba a toda costa alejarlo del rey, después de 41 años de servicio. Al final, le sucedería el también famoso secretario Eraso.



Añaden, además, que mantuvo estrecha relación con los más célebres humanistas de su generación, como lo fue, sin duda, Juan Ginés de Sepúlveda, y que su biblioteca fue realmente importante, ya que en ella reunió ediciones de la del Duque de Calabria, así como numerosos manuscritos griegos y latinos que había traído de abadías de Sicilia, y del Monte Athos. Esta biblioteca, pasó finalmente, a formar parte de la de El Escorial, como sabemos y como lo afirmó Antonio Pérez en su día.


Esta versión de Homero fué la primera que en lenguas vulgares se dió a la estampa (según mis noticias): honra no pequeña para nuestra patria. Está hecha directamente del griego, como puede cualquiera fácilmente comprobarlo y como reconocieron los doctos helenistas Páez de Castro y D. Juan de Iriarte, no de la interpretación latina de Henrico Stéphano, como otros aseveran, por más que parezca indudable que el traductor la tuvo muy presente y aun la siguió de cerca en los pasajes difíciles, escribe Menéndez Pelayo, según cuya opinión, Gonzalo Pérez no sobresale tanto en la traducción de las arengas como en las descripciones, aunque conserva siempre su sencillez encantadora.


En el siglo pasado –XVIII; el autor escribe en 1876- fue muy leída y estimada esta Ulyxea. Y añade que, el notable estético jesuita Arteaga escribió unas noticias biográficas del traductor y juicio de su trabajo, publicados en la Colección de documentos inéditos para la historia de España, que es la que da comienzo al presente artículo.


Gonzalo Pérez murió en 1566.

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Precede a la Ulyxea de Gonzalo Pérez una dedicatoria al príncipe Don Felipe, que en las ediciones completas así comienza: «Habiendo acabado de traducir de Griego en lengua castellana, en algunos ratos perdidos que he hurtado a las ocupaciones en que V. M. por su gran bondad me ha puesto, los once libros que me faltaban de la Ulyxea de Homero, &.» Como curiosidad, resalta que, son de notar en esta dedicatoria muchas reminiscencias de la que a Alfonso V de Aragón hizo de las Éthicas de Aristóteles, a su sobrino el Príncipe de Viana.




La dedicatoria al rey don Felipe, está plagada de halagos, ya que Pérez asegura a su Señor, que posee todas las virtudes humanas posibles, de acuerdo con las propuestas por Homero en sus héroes.




...ha nacido. De que lo primero sea así, sus obras, y la comprobación de tantos Reyes, y Príncipes, y tantos y tan graves autores, de tal testimonio, que sería o muy de gran malicia no confesarlo, o de muy gruesa ignorancia negarlo: y que lo segundo sea verdad, muéstranlo las obras de V.M. pues han sido tales antes que comenzase a reinar, que se tenía ya experiencia de lo que había de ser después, cuando reinase: y entre otras muchas se ha visto bien, en lo que V.M. ha hecho en el Reino de Inglaterra, que habiendo sido en los tiempos pasados tan amigo de religión, y estando de pocos años acá, por culpa de los que lo habían gobernado a su apetito, apartado de la obediencia de la Iglesia, y distraido de otros diversos errores, V.M. en tres meses después que llegó a él, lo redujo al antiguo y verdadero camino, sin derramar sangre, ni hacer fuerza, o violencia, a ninguno; obra que la tenía Dios guardada para guiarla por mano de V.M. y de una tan santa Reina, que le dio para ello por compañera, y que en los tiempos pasados ha sido pocas veces oida, y en los nuevos mucho menos usada. 

De las otras virtudes Reales que en V.M. resplandecen, puedo bien decir, que fue el pintor Homero: porque así como él trato de la veneración y culto de sus Dioses y de su religión y sacrificios, así no se ha visto Príncipe más amigo de veneración y culto del verdadero Dios, que V.M., ni más cuidadoso de la observancia y cumplimiento de nuestra católica y verdadera religión. En lo que toca a la justicia de que este autor hace tanto caudal, y la pone por tan principal virtud en los Reyes, harto ciego sería el que no conociese cuán cumplidamente V.M. la posee; pues con ella desde niño, estando el Emperador su padre ausente, gobernó en tanta justicia e igualdad los reinos de España.

Cuanto a otra virtud, que Homero alaba mucho en Nestor, y en otros Príncipes, que es el decir y tratar verdad, de los cuales dice que no mentirán, porque son muy discretos: bien sé que ha habido pocos en el mundo, ni los habrá, que igualen a V.M.  en ella, porque no sólo V.M. se precia de decirla y tratarla con todos, más aún, no puede sufrir a los que no la tratan, ni consiente que a sus oidos llegue cosa contraria de ella, ahora sea en perjuicio de tercero, o se diga por vía de lisonja que es la manera de mentir más sabrosa y disimulada, y que en las orejas de los Príncipes solía hallar muy grato acogimiento. 

En la fortaleza también ha dado V.M. muestras de su valor en muchas cosas, y señaladamente en una que yo me hallé presente, que fue (dejando su poderosísima armada, y toda la gente de guerra, y corte, que en ella traía) saltar en tierra con sólos doce o trece Españoles y Flamencos, en un Reino extraño, y que aún estaba fresca la sangre de las revoluciones que en él había habido, y pospuesto todo temor, ponerse en poder de tantos y tan valerosos ánimos, y tan mal informados de la bondad y ser de V.M. que cierto fue acto muy digno de notar, y con que V.M. los venció y obligó para siempre: aunque lo mismo se ha visto en otros actos generosos de V.M. que sería largo de contar.

En la benignidad y clemencia, que tanto ensalza Homero y con muy gran razón (pues ninguna virtud hay que más haga a los Reyes semejantes a Dios) no ha habido Príncipe que a V.M. se iguale: y esto conócenlo bien los que lo han probado, que son ya tantos, que quedan atrás en esta parte Julio César, que en los Gentiles, y el Rey Don Alfonso de Aragón, que entre los predecesores de V.M. fueron tanto de esta virtud alabados. Pues en la liberalidad la ha usado V.M. tan principalmente y con tanto juicio, y en tantas maneras, con todos los que han querido gozar de ella, y aún con aquellos que no la esperaban, que se puede decir, que de tan gran hábito la tiene V.M. ya convertida en naturaleza: y es manifiesta prueba de esto, ver que ninguno hasta hoy ha llegado a ver la cara de V.M. o a pedirle alguna merced, que se partiese descontento.

En lo que toca a la prudencia y buen gobierno de los súbditos, también ha dado V.M. tales muestras que más se puede decir padre de sus vasallos, que Señor; más pastor cuidadoso, que Rey, pues no tiene V.M. el mando, para seguir su voluntad, sino en lo que la ley y razón permite, ni usa de la hacienda y rentas que le dan, para sus deleites, sino para emplearla en beneficio y aprovechamiento de sus súbditos.

Pues si venimos a hablar en la afabilidad con que V.M. trata y sufrimientos y paciencia con que oye a sus súbditos y se compadece de sus miserias y calamidades en que por culpa de los tiempos y guerras algunos han caído, sería menester alargarme más de lo que en carta se sufre.

Todavía diré que esta virtud en los Reyes fue tenida en tanto, que un autor Griego muy grave escribe, declarando la fábula del Rey Midas, que por eso le pintaron con orejas tan largas, porque oyó con muy grande paciencia y de buena gana a sus súbditos, y que por esta causa todo cuanto tocaba, se le convertía en oro, porque con esto ganaba en tanta manera la voluntad de sus vasallos, que liberalmente le daban cuanto tenían y le aumentaban, sin ser forzados, sus rentas y hacienda.

De la sabiduría de que Dios a V.M. ha dotado, tambien hay tantos testigos, que no hay para qué tartar de ella, pues los vasallos y servidores de V.M. la tienen tan conocida y probada, y los enemigos la sentirán, dando Dios a V.M. vida, y ha dado harto evidente muestra de ella el haber V.M. estado en Inglaterra (donde según los autores, no veían de buena gana extranjeros) con su corte, en que había tan gran multitud de Españoles y de otros sus vasallos de tan diversas naciones, condiciones y lenguas, que alguna vez estando en su real palacio, nos hallamos hombres de dieciocho lenguajes diferentes, a los cuales V.M. rigió, gobernó y templó, de manera que nunca entre ellos nació ni hubo diferencia ni cuestión, antes, todos vivieron más pacíficos, quietos y sosegados, que si fueran de una misma lengua y nación, cosa harto nueva y que se debe atribuir al gran saber y prudentísimo gobierno de V.M. aunque no es bien defraudar en esto de la gloria que se debe a las dos naciones, Española e Inglesa, pues los unos con tanta paciencia reprimieron y encubrieron su generosa valentía, y los otros, con tanto cuidado templaron su valerosa ferocidad.

Así que, pues en V.M. se juntan todas las heroicas virtudes que Homero en un buen Príncipe pinta, no me moví ligeramente en ofrecer a V.M. tal autor en nuestra lengua, aunque quisiera yo mucho que no hubiera perdido tanto de su merecimiento en haber pasado por mis manos, que cierto ha sido mucho, según lo que él vale en la suya propia, pero consuélame en parte que el autor me debe una cosa, y esta es, haberle sido fiel intérprete en la sentencia, que no me ha costado pequeño trabajo, y los que supieren Griego lo conocerán, y los que no lo supieren, me deberán a lo menos, que leerán en esta lengua el mejor Poeta de los Griegos, y V.M. y todos los que lo leyeren, verán que es tal como digo, si no se para en la corteza y se lee con espíritu y no con sólo el movimiento de la lengua, porque es así cierto que hay en él cosas tan profundas y secretos tan encubiertos, que hombres muy sabios, después de haberlo leído muchas veces, no habían caído en ellos, y aunque pudiera excusar el dar a V.M. este aviso, pues por su grande y divino juicio, alcanza de la manera que se ha de leer un tan excelente autor, todavía servirá para que los que no tuvieren tan extremado entendimiento, le vayan leyendo con más cuidado que se leen los libros de patrañas e invenciones de burlas, de que no se saca fruto, ni para el vivir humano, ni para las buenas costumbres, ni para otra cosa, que sea digna de ánimos generosos.

Mucho más pudiera decir de lo que toca a este autor, y de las razones que debe ser leído y estimado, pero sería querer alumbrar al sol con un hacha muy pequeña, y por esto lo quiero dejar al juicio de los que lo leyeren, y al favor de V.M. que aunque no tuviese Homero tanta luz, como de suyo tiene, V.M. con el preciarse de tener las virtudes que él alaba y engrandece, bastaría a dársela y a que tuviese mayor resplandor y fama, en los tiempos venideros, que ha tenido en los siglos pasados.

Finalmente, para facilitar el trabajo el lector, ofrece Gonzalo Pérez un brevísimo resumen del argumento del libro primero de la epopeya homérica.



Οδύσσεια


Ἄνδρα μοι ἔννεπε, Μοῦσα, πολύτροπον, ὃς μάλα πολλὰ
πλάγχθη, ἐπεὶ Τροίης ἱερὸν πτολίεθρον ἔπερσε…·




    
W W W

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Reinado de Felipe V • Guerra de Sucesión ● La Dinastía Borbón en España


Felipe V en 1701. Jean Ranc. MNP

Felipe V fue ungido como rey en Toledo por el cardenal Portocarrero y proclamado por las Cortes de Castilla, el 8 de mayo de 1701 en el Real Monasterio de San Jerónimo de Madrid.

R. M. San Jerónimo. Madrid

El 17 de septiembre Felipe V juró los Fueros del reino de Aragón y el 4 de octubre de 1701, las Constituciones Catalanas en Barcelona. 

Ya en Madrid, por recomendación del embajador francés Marqués de Harcourt, nombró un Consejo de Despacho; órgano superior de gobierno de la Monarquía, del que formaban parte, además del propio rey, el cardenal Portocarrero -ya presidente de la Junta de Gobierno durante el reinado de Carlos II-; Manuel Arias, presidente del Consejo de Castilla, y Antonio de Ubilla, Secretario del Despacho Universal. Sobre ellos, el omnipresente embajador francés, Harcourt, nombrado por Luis XIV, que iba a actuar como el verdadero dueño de España, como señaló la historiadora Janine Fayard y como toda Europa sospechaba.

Ya entonces, una especie de caricatura popular, mostraba al rey guiado por el cardenal Portocarrero y el embajador de Francia, duque de Harcourt, en la que podía leerse: anda, niño, anda, porque el cardenal lo manda.

En junio de 1701 Luis envió también a la corte de Madrid a Jean Orry para que se ocupara de la Hacienda de la Monarquía, pero, sobre todo, para negociar -sin consultarle-, la boda del rey con María Luisa Gabriela de Saboya, que, sin más esperas, se celebró, por poderes, mientras Felipe V permanecía en Barcelona por exigencia de las Cortes.

Luisa Gabriela de Saboya, c.1712. Miguel Jacinto Meléndez. Museo Lázaro Galdiano

Luisa Gabriela, que aún no tenía 14 años, comprendió al rey desde el primer momento, con los consejos y la ayuda de la famosa Princesa de los Ursinos, Marie-Anne de La Trémoille, por entonces de unos 60 años, y que previamente había sido nombrada camarera mayor, también por deseo del monarca francés.

La Trémoille mantenía correspondencia con Madame de Maintenon –la dama de Luis XIV-, mientras que éste la mantenía regularmente con su nieto, al cual envió 400 cartas entre 1701 y 1715, en las que más que “aconsejar” como decía, al rey de España, le daba órdenes clarísimas sobre lo que debía hacer en cada momento, evidentemente, con vistas a su propio engrandecimiento y a sus planes coloniales para el reino de Francia, a costa de la Corona española, a cuyo respecto, él mismo escribiría, ya en plena Guerra de Sucesión: el principal objeto de la guerra presente, es el comercio de Indias y de las riquezas que producen. Así, los puertos de la América española serían pacíficamente invadidos por cientos de navíos franceses.

La principal consecuencia de semejante actitud fue la concesión del Asiento de Negros —el monopolio de la trata de esclavos con América— a la Compagnie de Guinée, el 27 de agosto de 1701 —de la que Luis XIV y Felipe V poseían el 50 % del capital— El rey de Francia también recibió el privilegio de extraer oro, plata y otras mercancías, libres de impuestos, de los puertos donde vendía los esclavos.

De hecho, buena parte de los investigadores, consideran que tal abuso fue el desencadenante de la Guerra de Sucesión, pues desde el primer momento, la actitud de Luis XIV provocó la formación de la llamada Gran Alianza Antiborbónica, creada el 20 de enero de 1701.

Al igual que los historiadores, algunos contemporáneos, especialmente ingleses y holandeses, inmediatamente vieron una amenaza en el hecho de que Francia se apropiara del comercio español con América. Su proyecto para debilitar la posición del monarca francés, era apoyar las aspiraciones del segundo hijo del emperador Leopoldo I, el Archiduque Carlos, al trono español.

Del mismo modo y por las mismas razones, el 7 de septiembre de 1701 se firmó el Tratado de La Haya por el que se conformó la llamada Gran Alianza, entre Austria, Inglaterra, las Provincias Unidas de los Países Bajos, Prusia y la mayor parte de los estados alemanes. 

Todos acordes, declararon la guerra a Luis XIV y a Felipe V, en mayo de 1702, uniéndose a ellos Portugal y Saboya, el año siguiente.

En principio, la guerra se produjo en las fronteras de Francia con los Aliados, pero después pasaron al suelo peninsular español, provocando una división o diferente guerra, ahora de carácter civil, entre los partidarios del rey coronado –Castilla-, y los del pretendiente austriaco –Corona de Aragón-, cuyos Fueros desaparecerían por esta causa, en 1707.

La entrada en la Gran Alianza de Saboya y Portugal reforzó las aspiraciones de la Casa de Austria, que el 12 de septiembre de 1703 proclamó formalmente al archiduque Carlos de Austria, como rey Carlos III de España, siendo reconocido de inmediato por Inglaterra y Holanda. 

Se creaba la anómala situación de la convivencia formal de reyes en el mismo trono; el de España.

Inglaterra, que pretendía el dominio del mar desde mucho tiempo atrás, esperaba que ambos contendientes de destruyeran entre sí, para entrar más tranquilamente en el reparto del ansiado Imperio Colonial. 

En Cataluña la actitud favorable a la causa del de Austria se debió en parte, al mal recuerdo que guardaba de los franceses desde que por la Paz de los Pirineos (1659) perdieron Rosellón, con la ciudad de Perpiñán, que fueron entregadas a la corona francesa. Sospechaban que nunca las recuperarían con un Borbón en el trono. Por otra parte, como es sabido, la Casa de Austria siempre había respetado sus Constituciones.

Veamos un brevísimo resumen de esta Guerra, llamada de Sucesión; 1701-1714.
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Retrato del archiduque Carlos ante el puerto de Barcelona, de Frans van Stampart, Museo de Historia del Arte de Viena (Kunsthistorisches).

Para el 25 de abril de 1707 un ejército aliado anglo-luso-holandés presentó batalla a las tropas borbónicas en la llanura de Almansa sin conocimiento de los importantes refuerzos que éstos últimos habían recibido. Así, la victoria borbónica en aquella batalla fue importante, aunque no decisiva para el final de la guerra. 

El ejército aliado se retiró y las fuerzas borbónicas recuperaron Valencia, Alcoy Denia, (8 de mayo), y Zaragoza (26 de mayo). El 20 de junio cayó Játiva, que fue incendiada. Lérida fue tomada por asalto el 14 de octubre. Las consecuencias políticas de la batalla de Almansa fueron, pues, importantes. 

Se abolieron los Fueros de Valencia y los de Aragón mediante el Decreto de Nueva Planta. A pesar del envío de un ejército por el hermano del archiduque Carlos, posteriormente cayeron también Tortosa, en julio de 1708 y Alicante, en abril de 1709.
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Pero la euforia duró poco. Los triunfos terrestres de la casa de Borbón eran contrarrestados por los triunfos marítimos debidos a la superioridad naval anglo-holandesa. En ese mismo año 1708 se perdió la plaza de Orán y las islas de Cerdeña y Menorca. Además, la guerra en Europa le iba mal a Luis XIV y sus enemigos le habían puesto al borde del colapso militar. Había enviado una expedición desastrosa con la intención de restaurar a los Estuardo en Escocia y en la batalla de Oudenarde (julio de 1708) sufrió una derrota aplastante y perdió la ciudad de Lille

Así, a principios de 1709 se produjo en Francia una grave crisis económica y financiera que mermó enormemente sus posibilidades de seguir combatiendo, por lo que Luis XIV envió a su ministro de Estado, el marqués de Torcy, a La Haya para que negociara el final de la guerra. 

De este modo, se llegó al acuerdo llamado Preliminares de La Haya, que contenía 42 puntos, pero fue rechazado por Luis XIV ya que se le imponían unas condiciones que consideraba humillantes, como el reconocimiento del archiduque Carlos como rey de España con el nombre de Carlos III y, además, colaborar con los aliados para desalojar del trono a su nieto Felipe de Borbón si éste se negaba a abandonarlo pasados de dos meses del preacuerdo.

Evidentemente, Felipe V no estaba dispuesto a abandonar voluntariamente el trono de España y así se lo comunicó su embajador Michael-Jean Amelot que había intentado convencerle de que se contentase con algunos territorios para evitar la pérdida de la monarquía entera. 

Con todo, Luis XIV ordenó a sus tropas que abandonaran España, excepto 25 batallones, porque como él mismo dijo: he rechazado la proposición odiosa de contribuir a desposeerlo [a Felipe V] de su reino; pero si continúo dándole los medios para mantenerse en él, hago la paz imposible.

La retirada de sus tropas de España permitió a Luis XIV concentrarse en la defensa de las fronteras de su propio reino amenazado en el norte por el avance de los aliados en los Países Bajos Españoles. En su nombre, el mariscal Villars se enfrentó el 11 de septiembre de 1709 a las tropas aliadas al mando del duque de Marlborough en la batalla de Malplaquet, en la que, a pesar de que los aliados se impusieron, sufrieron muchas más bajas que los franceses, que terminaron por hablar de una gloriosa derrota, que les permitió resistir, aunque ya no pudieron impedir que Marlborough tomara Mons el 23 de octubre, apoderándose del control completo de los Países Bajos Españoles.

Felipe V, aconsejado por la reina saboyana, reaccionó frente a Luis XIV, haciendo jurar a su heredero y recabando independencia total para regir España: 

Tiempo hace que estoy resuelto y nada hay en el mundo que pueda hacerme variar. Ya que Dios ciñó mis sienes con la Corona de España, la conservaré y la defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre; es un deber que me imponen mi conciencia, mi honor y el amor que a mis súbditos profeso.

Felipe V exigió a su abuelo la destitución de su embajador en España y rompió relaciones con el Papado, ya que, en contra de sus derechos, había reconocido al archiduque Carlos de Austria; en consecuencia, clausuró el Tribunal de la Rota y expulsó al nuncio en Madrid. 

A principios de 1710 hubo un nuevo intento de alcanzar un acuerdo entre los aliados y Luis XIV en las conversaciones de Geertruidenberg, pero también fracasaron. 

Lo que, en realidad conduciría al Tratado de Utrecht que puso fin a la Guerra de Sucesión española fueron las negociaciones secretas que inició poco después Luis XIV con el gobierno británico, a espaldas de Felipe V, como en las dos ocasiones anteriores. 
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En 1710 en Europa se estaban preparando silenciosamente para la gran negociación de la paz, mientras las campañas militares seguían exclusivamente en España. 

En la primavera de aquel año, el ejército del archiduque Carlos inició una campaña desde Cataluña para intentar ocupar Madrid por segunda vez. 

El 27 de julio el ejército aliado derrotaba a los borbónicos en la batalla de Almenar y el 20 de agosto al ejército del marqués de Bay en la batalla de Zaragoza provocaba la fuga de las tropas borbónicas, tomando, a pesar de ello, un gran número de prisioneros. Aragón volvía así al poder del Austria, por lo que Carlos III cumplió su promesa y restableció los Fueros abolidos por el Decreto de Nueva Planta de 1707. 

Finalmente, el Archiduque Carlos entraba de nuevo en Madrid el 28 de septiembre. Felipe V y la corte se habían retirado a Valladolid, donde permaneció un mes. Al parecer, cuando el archiduque hizo aquella segunda entrada en Madrid, dijo: Esta ciudad es un desierto.

Pero la situación creada fue muy breve ya que los aliados abandonaron Madrid a finales de octubre, al mismo tiempo que se organizaban ejércitos de voluntarios por campos y ciudades de Castilla, como cuerpos francos. 

Luis XIV, por su parte, desengañado de sus relaciones con los aliados, envió al duque de Vendôme con quien, en una nueva campaña, Felipe V, que marchaba y acampaba con su ejército, volvió a entrar por tercera vez en Madrid el 3 de diciembre, en medio del fervor general, hasta el punto de que el propio Vendôme declaró: Jamás vi tal lealtad del pueblo con su rey. 

El archiduque había iniciado la retirada en dirección a Aragón para invernar en Barcelona. Felipe V salió tras él con sus tropas, provocando así la batalla de Brihuega, que capituló en pocas horas, quedando 4000 prisioneros para el Borbón. Poco después, en la madrugada del 10 de diciembre se produjo un nuevo encuentro en Villaviciosa, que determinó en una tarde con la destrucción total del ejército del de Austria. 

Estas victorias evidenciaron, además, que el pueblo castellano colaboraba de forma casi apasionada con Felipe V, lo que convenció a los asistentes de la Gran Alianza de La Haya de que tendrían gravísimas dificultades para ganar la guerra en España, y que. aun alzándose con la victoria, nunca contarían con el apoyo popular. 

Felipe V siguió entonces hacia Zaragoza, que se rindió sin lucha el 4 de enero de 1711. Un ejército francés estaba preparado en Perpignan, preparado para cruzar los Pirineos eintervenir en Cataluña.

Tras las victorias borbónicos de Brihuega y de Villaviciosa, la guerra en suelo peninsular dio un vuelco decisivo a favor de Felipe V. El general francés Vendôme fue aclamado en Madrid, al grito de: ¡Viva Vendôme nuestro libertador!

Por otra parte, el hecho de que Luis XIV hubiera anunciado que dejaría de apoyar militarmente a Felipe V, animó al gobierno británico, Tory, nuevo desde 1710, que proyectaba acabar cuanto antes con aquella guerra.

El Rey Sol, se refirió al Animoso: Mi alegría ha sido inmensa... el giro decisivo de toda la guerra de Sucesión; el trono de mi nieto al fin asegurado, el archiduque desanimado... el partido moderado de Londres confirmado en su deseo de paz...
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Luis XIV y sus herederos (hacia 1710). De izquierda a derecha: Luis, duque de Bretaña, sujeto por un lazo, disputando la pelota a un perrito; el Gran Delfín, hijo de Luis XIV; Luis XIV, sentado, y Luis duque de Borgoña, hijo del Gran Delfín y padre del duque de Bretaña.

El 17 de abril de 1711 moría el emperador José I de Habsburgo; su sucesor era el Archiduque Carlos. 

Sólo tres días antes había fallecido también Luis de Francia, el Gran Delfín, padre de Felipe V, que se acercaba a su vez a la sucesión de Luis XIV, aunque todavía vivía su hermano mayor, el Duque de Borgoña y el hijo de este, un niño débil a quien todos auguraban una vida breve, Luis, duque de Anjou, tras dejar Felipe este ducado vacante, si bien sería este el que reinaría como Luis XV. 

En todo caso, estos fallecimientos daban un nuevo giro a la situación sobre el plano de las nuevas herencias: la posible unión de España con Austria en la persona del archiduque parecía ser más peligrosa para el Reino Unido y Holanda que la unión España-Francia, pues la primera, equivaldría a la reaparición de un bloque que, con Carlos V, había sido tan poderoso. En consecuencia, todos trataron de acelerar las conversaciones de paz, dentro del reconocimiento de Felipe V como mejor opción.

La agotada Francia condicionó también favorablemente la disposición de Luis XIV, que decidió pactar con Inglaterra. Unilateralmente, en secreto, y a espaldas de Felipe V, entregaría a Inglaterra, Gibraltar, Menorca, otorgándole además notables ventajas en el comercio colonial, si reconocía a Felipe V.

Pero las conversaciones oficiales al respecto, se iniciaron en Utrecht en enero de 1712, sin que España fuese invitada a las mismas en principio. 

Entretanto, en febrero de 1712 murió el duque de Borgoña, quedando sólo el Gran Delfín Luis, al que todos consideraban como incapaz. Luis XIV pensó de nuevo en Felipe V como regente, pero Inglaterra puso como condición indispensable para la paz, que las Coronas de España y Francia se mantuvieran separadas.

Felipe V no dudó en hacer pública su decisión. El 9 de noviembre de 1712 pronunció ante las Cortes su renuncia a sus derechos al trono francés, mientras los príncipes franceses hacían lo mismo respecto al español, ante el parlamento de París, con lo que quedaba superado el último obstáculo para la deseada paz.

El Tratado de Utrecht

El 11 de abril de 1713 se firmó el primer Tratado de Utrecht entre la Monarquía de Gran Bretaña y otros estados aliados y la Monarquía de Francia, que tuvo como consecuencia la partición de los estados de la Monarquía Hispánica que el anterior monarca, Carlos II había querido evitar. 

Los Países Bajos católicos, el reino de Nápoles, Cerdeña y el ducado de Milán quedaron en manos del ahora ya emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico. 

El reino de Sicilia pasó al duque de Saboya, que en 1718 lo intercambiaría con Carlos VI por la isla de Cerdeña.

El 10 de julio se firmó un segundo Tratado de Utrecht entre las Monarquías de Gran Bretaña y de España según el cual Menorca y Gibraltar pasaban a la Corona británica —la Monarquía de Francia ya le había cedido en América la Isla de Terranova, la Acadia, la isla de San Cristóbal, en las Antillas, y los territorios de la bahía de Hudson—. A esto hay que añadir los privilegios que obtuvo Gran Bretaña en el mercado de esclavos, mediante el derecho de asiento, y el navío de permiso, en las Indias españolas. 

El Imperio Austria se había quedado fuera de esta paz, ya que Carlos VI no renunciaba al trono español, y la emperatriz austríaca seguía en Barcelona. 

Carlos VI del S.I.R.G., renunciaría finalmente a sus pretensiones en dos fases, primero con la paz entre el Imperio y la Monarquía de Francia en el Tratado de Rastatt el 6 de mayo de 1714, confirmado en el Tratado de Baden de septiembre, y, definitivamente, por el Tratado de Viena (1725), firmado por los plenipotenciarios de Felipe V y Carlos VI. 

Como consecuencia de este último tratado pudieron volver a España y recuperar sus bienes los nobles austracistas que se había exiliado en Viena, entre los que se encontraba el duque de Uceda y los condes de Galve, Cifuentes, Oropesa y Haro
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Gran Bretaña puede considerarse en cierto sentido, como vencedora de esta guerra, ya que se hizo con estratégicas posesiones coloniales y puertos marítimos que constituyeron la base de su futura supremacía.

El ducado de Saboya se amplió como Reino de Piamonte. 

El Electorado de Brandeburgo se convirtió en el Reino de Prusia. 

Las posesiones italianas del Imperio español pasaron a manos del emperador austríaco Carlos VI, aunque España recuperaría el Reino de Nápoles en 1734. tras la batalla de Bitonto, durante la Guerra de Sucesión polaca. 

España perdió también Orán y Mazalquivir, que en 1708 pasaron al Imperio otomano, ya que, a causa de la guerra, no pudieron ser allí enviadas tropas, pues estaban combatiendo en Europa. 

Castillo de Cardona, último reducto de la resistencia austracista en Cataluña.

Para proceder a su coronación como emperador Carlos VI, el archiduque tuvo que abandonar España, dejando como regente a su esposa, Isabel Cristina de Brunswick. Cataluña esperaba que sus leyes e instituciones fuesen preservadas tras el Pacto de Génova de 1705, que fue firmado por los representantes del Principado y de la reina Ana de Inglaterra. 

Pero, cuando en 1712 comenzaron las negociaciones de paz en Utrecht, Gran Bretaña planteó a Felipe V el "caso de los catalanes" y le pidió que conservase los Fueros, a lo cual éste se negó, aunque prometió una amnistía general. Los ingleses no insistieron, puesto que tenían prisa por que se efectuase la firma del tratado, para poder disponer de las enormes ventajas que le proporcionaba. Al conocer este acuerdo, y presionada por Gran Bretaña, Austria accedió secretamente a suscribir un armisticio en Italia y confirmó el convenio sobre la evacuación de sus tropas de Cataluña. 

Finalmente, la emperatriz también se embarcó en marzo de 1713, oficialmente para asegurar la sucesión del trono austríaco, quedando como virrey el príncipe Starhemberg, en realidad con la única misión de negociar una capitulación en las mejores condiciones posibles, aunque ni siquiera esto se consiguió dado que Felipe V no aceptó el mantenimiento de los Fueros catalanes. 

Por otra parte, el Tratado de Utrecht únicamente había incluido una cláusula por la que Felipe concedía una amnistía general a los catalanes y les aseguraba los mismos privilegios que a sus súbditos castellanos, pero ni uno más. 

En marzo de 1714 se firmó el Tratado de Rastatt, confirmado en septiembre por el Tratado de Baden, que supuso el abandono definitivo de Carlos VI. 

El ya emperador envió una carta a la Diputación General de Cataluña en la que explicaba que había firmado el tratado de Rastatt obligado por las circunstancias, pero que mantenía el título de Rey de España. 

Asalto final sobre Barcelona del 11 de septiembre de 1714

Felipe V, tras superar la muerte de su mujer, volvió a exigir la rendición de Barcelona mediante un asedio de dos meses, que seguía a un bloqueo marítimo de nueve meses. 

El 11 de septiembre de 1714 el mariscal de Berwick ordenó el asalto, pero la defensa de los catalanes fue «obstinada y feroz», en palabras del marqués de San Felipe.

Finalmente, el 12 de septiembre se firmó la capitulación de Barcelona y el 13 de septiembre las tropas borbónicas ocuparon la ciudad. 

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James Fitz-James (1670-1734), hijo ilegítimo del rey Jacobo II de Inglaterra y primer duque de Berwick. Francisco Jover y Casanova. Museo del Prado

El duque de Berwick llevaba unas instrucciones precisas de Felipe V sobre el trato que debía dar a los resistentes cuando la ciudad cayera:

Se merecen ser sometidos al máximo rigor según las leyes de la guerra para que sirva de ejemplo para todos mis otros súbditos que, a semejanza suya, persisten en la rebelión.

A pesar de que pensaba, según lo que dejó escrito en sus Memorias, que aquella orden era desmesurada y poco cristiana —y que sólo se explicaba porque los ministros de Felipe V consideraban que todos los rebeldes debían ser pasados a cuchillo y que quienes no habían manifestado su repulsa contra el archiduque debían ser tenidos por enemigos—, el duque de Berwick la cumplió desde el momento en que efectuó su entrada en Barcelona, el 13 de septiembre.

El 16 de septiembre, sólo cuatro días después de la capitulación de Barcelona, el duque de Berwick comunicaba a sus representantes la disolución de las Cortes catalanas y de las tres instituciones que formaban los Tres Comunes de Cataluña, el Brazo militar de Cataluña, la Diputación General de Cataluña y el Consejo de Ciento. Asimismo, suprimía el cargo de virrey de Cataluña y de gobernador, la Audiencia de Barcelona, los veguers y el resto de organismos del poder real. En cuanto a los municipios, los cargos de consellers, jurats y paers fueron ocupados por personas de probada fidelidad a la causa felipista y a finales de 1715 se impuso definitivamente la organización borbónica. 

Felipe V aplicó un conjunto de medidas contra los austracistas que afectaron sobre todo a los Estados de la Corona de Aragón, esencialmente, a causa de la confiscación de bienes y propiedades. 

La derrota en la guerra y la represión borbónica provocaron el exilio de miles de austracistas, que se considera como el primer exilio político de la historia de España. 

De parte de los exiliados se ocupó, por orden del emperador Carlos VI, el Consejo Supremo de España, creado en la corte de Viena a finales de 1713, cuya ayuda consistió en el establecimiento de rentas y pensiones.

Familia de Felipe V en 1723, de Jean Ranc. MNP

De izquierda a derecha: El futuro rey Fernando VI; Felipe V; el también futuro rey Luis I; Felipe, futuro duque de Parma; Isabel Farnesio; un retrato de la infanta Mariana Victoria, comprometida en Francia con Luis XV; y finalmente, Carlos III.

Retrato de Felipe V: de Jean Ranc, en 1735, MNP

Retrato de Felipe V, de Jean Ranc, en 1739
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Concluido este repaso a la guerra, necesaria y voluntariamente breve, ya que sus detalles pueden ser fácilmente consultados, pasamos a un aspecto de gran interés, como es el análisis personal o, más bien, emocional, de algunos personajes, empezando, sin duda, por Felipe V, que ofrecen un panorama bien diverso y completamente ajeno a lo que fue el desarrollo y desenlace bélico, aunque resultara relativamente victorioso para él, que, sin embargo, emprendía por entonces una terrible deriva personal.
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Felipe de Anjou había llegado a Madrid el 17 de febrero de 1701, donde fue recibido con inmensa alegría. 

Fue conocido como El Animoso, pero no por las virtudes que, la definición de esta palabra aparecen en el diccionario, es decir, valeroso o esforzado, sino porque tenía notorios y llamativos cambios de ánimo, o de humor, que hoy se definen como un comportamiento maníaco depresivo, o como “trastorno bipolar” además de padecer el llamado “delirio de negación de Cotard”, algo que, le hacía creer que era una rana y comportarse como si lo fuera. Todo lo cual, apareció y se agravó con el paso del tiempo.

Al parecer, en principio, su aspecto, no sólo era agradable, sino, incluso, atractivo; sonriente, rubio y con los ojos azules, además de su apariencia atlética; pero todo ello no alcanzaba a encubrir su carácter melancólico y depresivo, ya evidente en su juventud, pues incluso sus consejeros más próximos, muy pronto advirtieron la sorprendente rapidez con que pasaba de la euforia a la depresión.

La mañana del 4 de octubre de 1717, de pronto, Felipe V sufrió un ataque de histeria cuando salió a cabalgar: creía que el sol le atacaba. Aunque el carácter del primer Rey de la dinastía Borbón siempre había oscilado con preocupante rapidez, nada hacía prever el comportamiento extraño de aquel día. 

A partir de entonces, el Rey inició un lento viaje hacia la locura extrema. No se dejaba cortar por nadie el cabello ni las uñas porque pensaba que sus males aumentarían. Así, las uñas de los pies le crecieron tanto que llegó un momento que ya no podía ni andar. Creía que no tenía brazos ni piernas. Y que era una rana. (ABC, 21.2.2015).

Se dice asimismo que era abúlico e inseguro; tal vez, porque él nunca había pensado en convertirse en rey, y se vio obligado a aceptar tal honor por imposición de su abuelo, el indefinible Luis XIV, que era el que, en realidad, quería disponer de la soberanía española, como lo hizo, aunque no precisamente en beneficio de los nuevos súbditos de su nieto.

Según parece, sus depresiones ya se hicieron evidentes en el curso de algunas batallas de la Guerra de Sucesión que tuvo que afrontar antes de asentarse definitivamente en el trono. 

Por otra parte, un muchacho que venía del esplendoroso Versalles, se vio obligado a residir en el Alcázar de Madrid, reconstruido y decorado por Felipe II, con una mentalidad absolutamente opuesta a la suya.

También se dice que su comportamiento recordaba “al de su madre María Ana Victoria de Baviera, la cual pasó la mayor parte de su estancia en el Palacio de Versalles encerrada en sus aposentos a causa de una persistente depresión.”

Además, o quizás fue también a causa del control familiar que sufría, teniendo que aceptar las decisiones que venían de Francia, sin dejarle ni un respiro para tomar alguna decisión personal. Lo cierto es que Felipe V se aburría, pero a todo lo dicho hay que añadir dos nuevos e importantes elementos: por una parte, su afición desmedida al sexo y, por otra, una formación basada en terribles temores de carácter religioso, es decir, el miedo vital al castigo eterno, que le llevaba a pedir confesión un día tras otro.

María Luisa Gabriela de Saboya

Su primera mujer, María-Luisa Gabriela de Saboya, que tenía 14 años cuando se casó, parece ser que no creó ningún problema relacionado con “las exigencias de un hombre muy fogoso en el lecho real”, pero falleció en 1714, dejando dos herederos varones, que serían reyes como Luis I y Fernando VI, pero sí parece que fue precisamente su desaparición, la que marcó de forma definitiva la salud mental del rey.

A partir de entonces, sus variaciones anímicas solían aparecer acompañadas de fuertes dolores de cabeza, astenias y trastornos gástricos en los que seguramente intervenía también una evidente hipocondría.

Siete meses después del fallecimiento de María Luisa, Felipe V se casó con Isabel Farnesio de Parma, sobre la cual convergieron sus irrefrenables apetitos sexuales, y una alta dependencia afectiva, a pesar, o, quizás a causa del carácter férreo y autoritario de ella; una dependencia que, en todo caso, convirtió al rey en la sombra permanente de su esposa.

Entre otras obsesiones, Felipe V empezó a creer que tanto sus ropas como las de su esposa emitían una luz extraña, que consideró demoníaca, por lo que ordenó que, en adelante, su vestimenta fuera elaborada exclusivamente por monjas, más apropiadas que nadie para evitar aquel brillo diabólico. Aun así, una vez que estrenaba una prenda, ya no se la quitaba hasta que se hacía jirones, aunque propiamente, tampoco las estrenaba, si su esposa no lo había llevado antes.

A partir de 1728 Felipe VI empezó a dormir de día y a vivir de noche, aunque no solo, pues estableció la práctica de convocar a sus ministros a partir de la medianoche.

De acuerdo con el análisis realizado por el médico psiquiatra, Francisco Alonso para la Real Academia de Medicina, fue desde 1726 a 1746, cuando aparecieron los peores y más violentos síntomas de la enfermedad, seguramente a causa de su fallida abdicación, debida a la temprana muerte de su hijo Luis I –casado con Luisa Isabel de Orleans-.

Luis I y Luisa Isabel de Orleans, ambos retratos de Jean Ranc. MNP

Durante el brevísimo reinado de Luis I, Felipe V e Isabel Farnesio se trasladaron al palacio de La Granja, donde recibieron la noticia de la enfermedad y el fallecimiento del nuevo rey. Se imponía la sucesión del segundo hijo –Fernando VI-, pero la reina se las arregló para lograr, en contra de todo principio sucesorio, que su esposo volviera a ocupar el trono del que había abdicado. Naturalmente, Felipe V. obedeció.

Pero su decadencia seguía y, con ella, los graves delirios, según los cuales, había momentos en los que creía que carecía de piernas o brazos; a veces. que estaba muerto, o como ya hemos dicho, que era una rana y saltaba entre las fuentes del palacio. A menudo cantaba o sencillamente gritaba fuertemente y se mordía a sí mismo, o mordía a otros. 

Vivía inmerso en la suciedad y no se dejaba cortar el pelo ni las uñas, porque en ambos casos temía que le arrebatarían las energías. Aun así, en ocasiones, llegada su fase más aguda, amenazaba con escapar, por lo que se hizo necesario poner una guardia permanente en su puerta.

Entre tanto, la reina tomaba todas las decisiones que firmaba como: “El Rey y Yo”.

Finalmente, cuando Felipe V falleció, su hijo, del primer matrimonio, y heredero, Fernando VI, -rey desde 1746 hasta 1759-, ordenó a Isabel de Farnesio, en principio, que abandonara el palacio real y se fuera a vivir a la casa de los duques de Osuna, para más tarde, ordenar su destierro.

Cabe señalar al respecto que, Isabel de Farnesio nunca sintió afecto alguno, sino todo lo contrario, por los hijos del primer matrimonio de su esposo, expresando, al parecer y, con frecuencia, su desprecio hacia la madre de estos, María Luisa Gabriela de Saboya.

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Ya en 1724, las Cortes de Castilla habían proclamado a Fernando Príncipe de Asturias, aunque su madrastra impidió su asistencia a las reuniones del Consejo de Estado, tal como le correspondía hacerlo como heredero.

En enero de 1729, Fernando se casó en Badajoz con Bárbara de Bragança. Bárbara había recibido una excelente educación y tenía un extraordinario dominio de la música además de varios idiomas. Tenía marcas de viruela y parece que era más bien gruesa, pero su buen carácter era su máximo atractivo.

Fernando VI, de Van Loo y Bárbara de Bragança, de Jean Ranc. MNP

A partir de 1733 Isabel de Farnesio tuvo que admitirlos en la Corte, pero les impuso un férreo aislamiento por el cual no podían salir ni comer en público. Pero los papeles se cambiaron a la muerte de Felipe V, convirtiéndose la madrastra en la ignorada y aislada.

A pesar de todo, como una especie de marca del destino, Fernando no podía tener hijos, por lo que tras intentar las reformas que había iniciado su padre y mantener la paz por todos los medios posibles, confió en la sucesión de su medio hermano el futuro Carlos III.

Desgraciadamente, Fernando VI también estaba condenado a sufrir de demencia durante sus últimos años.

Probablemente, el punto de partida fue el fallecimiento de su esposa, Bárbara de Bragança, el 27 de agosto de 1758. Empezaba el “año sin rey”.

De acuerdo con un reciente estudio médico, realizado a partir de una reconstrucción hecha desde el fallecimiento de Bárbara de Bragança, parece ser que, ya sin esperar a la celebración de los funerales, Fernando se fue a cazar al castillo de Villaviciosa de Odón y que allí se quedó a vivir; los primeros días, aparentemente, incluso, contento. 

Sin embargo, ya en septiembre, empezó a mostrarse agresivo y a deprimirse ante la continua idea de la muerte, que llegaría a convertirse en una obsesión.

De acuerdo con Andrés Piquer, médico de Cámara de don Fernando: «Padecía unos temores sumos, creyendo que cada momento se moría, ya porque se sentía ahogar, ya porque le destrozaban interiormente, ya porque le iba a dar un accidente [...]».


Discurso sobre la enfermedad del Rey nuestro Señor D. Fernando VI 
(que Dios guarde) escrito por D. Andrés Piquer, médico de Cámara de S. M. 
Ms. en la Biblioteca del Excmo. Sr. Duque de Osuna). CODOIN, XVIII: págs.156-221


Después siguió la falta de interés por todo, el insomnio, la falta de higiene, etc., llegando en su trastorno, quizás más lejos que su padre, porque mordía a la gente y, en ocasiones pretendía estar muerto y ser sólo un fantasma. 

De acuerdo con el testimonio del médico citado, «Se enfurecía con vehemencia, airándose hasta el punto de ejecutar cosas muy impropias a su bondad y a su carácter». se negaba a dormir en una cama, improvisando cada noche una fila de sillas como lecho.

El único medio de suavizar –no de curar-. su estado, en muchas ocasiones, era el opio, que naturalmente, tampoco impidió su decadencia final. 

A la vista de su estado, el Conde de Valparaíso redactó un testamento, fechado el día 10 de diciembre de 1758, en el que Fernando no participó, y que, desde luego, tampoco firmó, pero dicen que dijo que estaba de acuerdo con su contenido.

Felipe V en 1743. Van Loo. Palacio de Riofrío

Se habla de varios intentos frustrados de suicidio, y de continuas agresiones a las que nadie se atrevía a poner freno, dada la sacralización de la persona real.

Informado Carlos III, el primer hijo de Isabel de Farnesio, entonces rey de Nápoles y Sicilia, recomendó que el enfermo fuera reducido con violencia respetuosa; algo que nadie entendió cómo podía llevarse a cabo, por ejemplo, cuando agredía a un cortesano, para el cual era absolutamente imposible, ya no sólo responder a S.M. de la misma forma, sino ni siquiera, intentar frenarlo de alguna manera, ante la imposibilidad de tocarlo.

Pero el año siguiente, prácticamente tuvo que pasarlo acostado. Se mostraba incapaz de ordenar sus ideas y apenas podía hablar con alguna coherencia.

Para entonces, ante su desaparición del plano público, la gente había tomado conciencia de lo que estaba pasando, a pesar de que todo procuraba mantenerse en secreto. Se conservan unos versillos que corrieron por la corte:

«Si el Rey no tiene cura
¿a qué esperáis o qué hacéis?
Muy presto cumplirá un año
Que sin ver a vuestro rey
Os sujetáis a una ley
Hija de un continuo engaño»

Fernando VI falleció el 10 de agosto de 1759, cuando tenía 46 años.

Carlos III se convertía en heredero de la Corona de España.

(Fuente: ABC Historia, 29/03/2017).
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