sábado, 8 de septiembre de 2018

Carlos II de Austria • La Reina-Regente • Consejos y Validos.


Carreño de Miranda 1675 (14) (Madrid).  Id.Id., 1677 (16). Schloss Rohrau, Baja Austria

Carreño de Miranda. Carlos II en 1685 (24 años) Kunsthistorisches

Carlos II El Hechizado
Madrid, 6.11.1661-1.11.1700, Rey desde 1665.

Al contrario de lo que podría dar a entender su estúpido mote, en ciertos aspectos, Carlos II actuó mejor que algunos de sus antecesores, y, por supuesto, mucho mejor que algunos de los que le sucedieron. Mantuvo la integridad del imperio; consiguió uno de los más notables descensos de precios de la historia de España en la época, aumentando el poder adquisitivo de sus súbditos por una vez; recuperó las arcas públicas; acabó con el hambre y mantuvo la paz, aunque todo ello fuera momentáneo, ya que su vida fue breve. 

Tales logros no se debieron, sin duda, a un hechizo -del que, no obstante, se culpó a una de sus niñeras, que por ello fue condenada a muerte y ejecutada-. Veamos, pues, si llamamos hechizo a una pertinaz y denigrante endogamia. 

Su padre, Felipe IV, se había casado la primera vez con Isabel de Borbón, quien antes de fallecer, en 1644, dejó en el mundo al niño Baltasar Carlos, que murió dos años después que ella, por lo que Felipe IV volvió a casarse, en 1649, con su sobrina, Mariana de Austria, 14 años a la sazón –que no sólo era hija de su hermana, sino que había sido la esposa legal de su hijo, el citado Baltasar Carlos-. En tales circunstancias y, aun así, Mariana fue madre de Margarita Teresa y de Carlos II

Felipe IV falleció 17 de septiembre de 1665-, cuando su heredero aun no tenía cuatro años *6 de noviembre de 1661. La reina viuda asumió la regencia, como preveía el testamento del rey.


"[...] nombro por gobernadora de todos mis Reynos estados y señoríos, y tutora del príncipe mi hijo, y de otro qualquier hijo o hija que me hubiere de suceder a la Reyna doña Mariana de Austria mi muy chara, y amada muger con todas las facultades, y poder, que conforme a las leyes fueros, y privilegios, estilos y costumbres de cada uno de los dichos mis regnos, estados y señoríos..." 

Mariana de Austria sería asistida por una Junta de Regencia.


Cuando se abrió el testamento, surgió la necesidad de sustituir al Cardenal Baltasar Moscoso y Sandoval, que había muerto unas horas antes que Felipe IV. La reina mandó a Pascual de Aragón que se hiciera cargo del arzobispado de Toledo, dejando vacante el puesto de Inquisidor General, que ella deseaba para su confidente y confesor, el jesuita Juan Everardo Nithard, al que podríamos considerar como su Valido, pero con el que nadie más que ella, había contado para formar parte de la Junta de Regencia, ni para el valimiento.

Nithard, de Alonso del Arco, 1674

Nithard, ya acompañaba a Mariana en 1649 cuando vino a España desde la corte de Viena, y era su consejero espiritual y político de confianza. Su sonado y progresivo valimiento, no obstante, le atrajo la animadversión de algunos políticos, pero también, de religiosos, que, en ambos casos se sintieron preteridos. Nithard entró, naturalmente, en el Consejo de Estado, en 1666, pero, sobre todo, se convirtió en Inquisidor General, el más alto cargo religioso institucional de la monarquía.

Su ascenso, se había convertido en un objetivo prioritario de la reina viuda, que no cedió ante nada para lograrlo. En primer lugar, como hemos adelantado, obligó al Arzobispo de Toledo, Pascual de Aragón -que ejercía como Inquisidor General de forma interina-, a dedicarse en exclusiva a su obispado, perdiendo, a la vez, su cargo en la Junta de Regencia.

Después se empeñó en lograr que Nithard adquiriera la nacionalidad de la que aún carecía, pero que era imprescindible para acceder al cargo de Inquisidor General. Al efecto, la reina se las ingenió para obtener el apoyo de las ciudades castellanas que tenían voto en Cortes. Nithard dejó de ser extranjero de inmediato.

Para terminar, Nithard, en su condición de jesuita, tampoco podía acceder al cargo sin una especial licencia pontificia, que la reina solicitó sin descanso y que efectivamente, fue concedida. Para el día 15 de octubre de 1666, fecha de promulgación de la misma, Nithard sorteba la última barrera que le daba acceso no sólo al cargo inquisitorial, sino también a la Junta de Regencia, aunque su nombre no apareciera ni en los planes de Felipe IV, ni en el primer Consejo. 

El número de los ofendidos con su ascenso fue en aumento; como hemos dicho, no solo entre los políticos más profesionales, que se vieron postergados, sino también, entre los dominicos, principales gestores inquisitoriales y enemigos de los jesuitas, ninguno de los cuales, reconocía en él más mérito -sobre su condición de extranjero y su carencia de nobleza-, que no fuera su notoria proximidad a la reina.

Sin embargo, parece que la influencia política del confesor fue prácticamente inexistente. Pero se hizo odioso, por ejemplo, porque no permitía que nadie pudiera acercarse a la regente, aunque, al parecer, con ello obedecía precisamente al deseo de Mariana de Austria, que desconfiaba de los nobles españoles en general, y de Juan José de Austria, el hijo legitimado de su difunto esposo, en particular.

Finalmente, es posible que el confesor no estuviera hecho para jugar aquel señalado papel en tan compleja época. Sin un grupo de presión que lo sustentara, se mantuvo sólo tres años en el cargo, y en ese tiempo, no intentó imponer prácticamente nada, aunque la inquina por su cercanía a la reina regente siguió creciendo, hasta que se produjo su expulsión.

Se recuerda de Nithard, una participación negativa en el reconocimiento de la independencia de Portugal; se recuerda, asimismo, que creó cierto malestar social cuando hizo público su rechazo al sacrificio de toros de lidia  y cuando mandó cerrar los teatros. Se recuerda, finalmente, su idea de crear la famosa Guardia Chamberga que debía proteger exclusiva y continuamente a la reina.

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Don Juan José de Austria, el hijo de la actriz y el rey

Juan José de Austria. Ribera

Frente al Inquisidor se alzaba la figura de don Juan José de Austria, el hijo reconocido de Felipe IV, del que Mariana de Austria no quería ni oír el nombre, pero que, en aquel momento, habiendo participado ya en múltiples campañas militares -Cataluña, Portugal, Italia, Flandes, etc.-, esperaba y deseaba un cargo en la Corte. 

Tenía 36 años cuando falleció su padre, mientras que el heredero, Carlos II, sólo tenía cuatro, y, además, Felipe IV, lo había encomendado a la reina en su testamento.

Por cuanto tengo declarado por mi hijo a don Juan José de Austria, que le hube siendo casado, y le reconozco por tal, ruego y encargo a mi sucesor y a la Reina, mi muy cara y amada mujer, le amparen y favorezcan y se sirvan de él como de cosa mía, procurando acomodarle de hacienda, de manera que pueda vivir conforme a su calidad, si no se la hubiera dado yo antes de mi muerte.

Doña Mariana, no obstante, ignoró el deseo del difunto monarca, y excluyó a su hijo de todo puesto en la Corte, provocando una dolida reclamación del mismo, que se conserva en el Archivo Histórico Nacional:

 [...] que no se dirá contra lo más sagrado de mi intención si viesen que Su Majestad me cerraba la puerta que Su Majestad que Dios haya [Felipe IV] me abrió para concurrir en los bancos de un Consejo, que es la puerta del toque de la confianza, y el aprecio de los más relevantes vasallos, ¿acaso lo he desmerecido después acá con mi proceder, o se ha visto sombra o asomo que pueda oscurecerlo? No señora, ni esto ha sido, ni puede Vuestra Majestad permitir que me haga un disfavor de este tamaño.

A pesar de todo, don Juan José fue alejado del mando y enviado -podríamos decir, desterrado-, a su Encomienda en Consuegra de Toledo, a donde debía dirigirse -sin entrar en Madrid-. A partir de entonces se convirtió en cabeza de la oposición al gobierno de la regente, quien, según se dijo, con el acuerdo de Nithard, mandó apresar y matar sin proceso alguno, a don José Malladas, (2.6.1668) uno de los servidores de la mayor confianza del de Austria.

La reina viuda departe con Nithard en la Cámara de Felipe IV. Real Sitio del Buen Retiro. Vicente Poleró y Toledo. Museo del Prado.

Finalmente, don Juan, se hizo cargo del levantamiento de Aragón y Cataluña, que indujo la caída de Nithard el 25 de febrero de 1669. Don Juan fue nombrado entonces Virrey de Aragón. 

Hasta 1676, la Reina madre volvió a reanimar la oposición, mediante el continuo otorgamiento de favores a Fernando de Valenzuela, motivo que causó su propia expulsión de la Corte, dando entrada a Juan José de Austria, como primer ministro, quien se hizo con el afecto de Carlos II y una de cuyas primeras decisiones fue ordenar el destierro de Valenzuela a Filipinas

Al parecer, la administración del pretendiente despertó ciertas esperanzas que no llegaron a hacerse realidad, por falta de tiempo, pero, en cierto modo, recuperó parte de los proyectos del conde-duque de Olivares cuya personalidad política había oscurecido a todos los demás personajes de su entorno, las mismas que después acabaron con él. 

Así, el hijo del Felipe IV también intentó acabar con el lujo excesivo y la ya habitual corrupción de la mayor parte de la nobleza, por ejemplo, intentando una especie de reforma fiscal, por la que consiguió hacer tributar a aquella indomable, poderosa y reducida parte de la sociedad aunque, inteligentemente, presentó aquellas aportaciones como si fueran donativos. Promovió el Comercio y alentó medidas repobladoras, pero, sobre todo, se propuso fortalecer el decrépito poder del Estado, poniendo coto a los abusos y evitando injerencias del poder eclesiástico en el temporal.

1655-60 Juan José de Austria. Anónimo. Museo del Prado

Fragmento de un retrato del mismo, en 1674. Isidoro de Burgos Mantilla. 
Real Monasterio de El Escorial.


El 17 de septiembre de 1679, fallecía don Juan José de Austria -a los 49 años-, quizás por fiebres tifoideas, quizá envenenamiento. La reina madre, volvió a la Corte una semana después.

Aquel año 1679, durante la procesión del Corpus, don Juan José de Austria, a diferencia de su aspecto habitual, parecía agotado. Desde que a finales de 1676 se empleó en instigar la caída de don Fernando de Valenzuela y obligó a la reina madre doña Mariana de Austria a “exiliarse” en el Alcázar de Toledo, contaba con el apoyo popular y ejercía el poder casi en solitario.

El rey Carlos, inseguro, procuraba estar siempre asistido y acompañado, papel que otorgó a don Juan José, desde que el 23 de enero de 1677, este se presentó en el Palacio del Buen Retiro para asumir el poder, con ocasión del reconocimiento de la mayoría de edad de Carlos II, que le libraba de la influencia de su madre y de la camarilla de Fernando de Valenzuela.

Sin embargo, en la procesión del Corpus del 1679, se evidenciaba en su cara, no sólo el cansancio, sino una especie de vejez prematura. Carlos II, por el contrario, iba elegantemente vestido, llevaba sobre el pecho la famosa perla Peregrina, y parecía especialmente feliz.

No mucho tiempo antes, una dama de la Corte francesa, cuando lo vió desfilar camino de España tras los desastres de los Países Bajos, escribió: “Vino vestido de camino con grueso traje gris, coleto de terciopelo negro y botones de plata, todo ello a usanza francesa. El príncipe nos pareció pequeño de estatura, pero bien formado. Tenía rostro agradable, cabellos negros, ojos azules llenos de fuego; sus manos eran bellas y su fisonomía inteligente”.

Carlos II en una miniatura de la concesión de la Grandeza de España a Tommaso d'Aquino, Principe de Castiglione, con una vestimenta similar a la que llevaría en la procesión del Corpus toledano de 1698. 
Museo Correale di Terranova (Sorrento, Italia).

Aquel verano, don Juan José procuraba no perder de vista al joven rey, incluso en sus momentos íntimos, ante el temor de que fuese conquistado por terceros y perder su afecto, por ello, se mantuvo a su lado durante las fiestas a pesar de su cansancio.

Esto lo sabía la gente y hablaban de ello.

“Colocado Don Juan en el alto ministerio, no puedo corresponder a los buenos deseos, ni a las esperanzas de la Nación. Se le censuró que se ocupara más de preocuparse de las distinciones de su empleo, que en buscar la felicidad de los pueblos ya que las desgracias que padecía la Monarquía en su tiempo eran todavía mayores que las que habían padecido en los años antecedentes” (BN, mss. 18.206.).

Su salud seguía empeorando y el jueves, 24 de agosto de 1679 a la vuelta de un paseo por el campo, sintió cierto malestar y dolor de cabeza. Se retiró a su habitación para descansar y al día siguiente no pudo levantarse.

El día 27, a las dos de la tarde, sintió frío en las extremidades y quebranto en todo el cuerpo, pero tras ocho horas de calentura, terminó sudando, pero mejoró al día siguiente, después de una sangría. Pero ya no volvió a recuperar la salud por completo.

El 31 de agosto se celebró la ceremonia del juramento de las paces entre las monarquías de España y Francia, la llamada Paz de Nimega, don Juan asistió a la ceremonia.

Pero para el 7 de septiembre, viendo que su salud se agravaba, decidió redactar su testamento. Continuó unos días con purgas, sangrías, sajas, sedales y “cuantas puertas fueron posibles para dar éxito a tanta y tan maligna materia”, pero su estado se agravaba visiblemente. 

El lunes 11 del mismo mes se le produjo una erisipela en la espalda y el tórax, que le duró dos días, tras los cuales entró en delirio, y sufrió sucesivos ataques convulsivos.

El sábado 16 de septiembre de 1679 don Juan de Austria agonizaba en su lecho. Murió el día siguiente. Tenía entonces 50 años.

Aún siendo uno de los hombres más destacados de la Europa de la época, como general victorioso y político capaz y de amplias miras, y aunque quedó postergado ante la historia oficial, don Juan pasó toda su vida luchando por conseguir una posición que creía que le correspondía por nacimiento, como hijo reconocido de Rey. 

De acuerdo con los resultados de la autopsia de don Juan, algunos de sus partidarios atribuyeron el fallecimiento al veneno. Los forenses, tras analizar su cadáver proporcionan algunos datos importantes:

“halláronse en la vejiga de la hiel dos piedras blancas, redondas y leves como piedra pómez: la una del tamaño de una nuez de especia, la otra del de una avellana; ésta tapaba el ducto o vena por donde se expurga la cólera en su estado natural, y se halló muy enviscado y teñido el hígado de este humor y difundido por la masa de la sangre. Ha causado admiración el no haber visto en el hábito del cuerpo ni en la orina (que siempre estuvo natural) señal de ictericia, y no menos el haber hallado gangrenado por lo interno del tórax, en correspondencia de la erisipela, sin haber precedido dolor ni dificultad de respiración. En las venas de la cabeza se halló la sangre concreta; mucho hubo extravasada en los ventrículos y demás espacios”.

Se dice que Carlos II, no se acercó a su lecho a lo largo de toda la enfermedad, ni a su ataúd por temor a contagiarse. Don Juan José de Austria murió solo y olvidado por muchos que en otras épocas aprovecharon su poder.

Al día siguiente, mientras su cadáver era embalsamado, Carlos II enviaba un billete a su madre doña Mariana de Austria: “Madre y señora mía: ayer no pude escribirte por la muerte de don Juan, que se le llevó Dios a las dos, y ahora te despacho con este aviso, y después de él responderé a tus cartas. Tu hijo que más te quiere, Carlos”.

Carlos II esperaría al día siguiente del entierro del bastardo para salir al encuentro de su madre, que volvía de Toledo, a la que anunciaba el entierro de su hermano: “Madre y señora de mi vida: he recibido tu carta, de ayer, y no dudando de que te habrá causado todo el gusto que dices la noticia de habernos de ver tan presto, puedo asegurarte que no es menor el mío. Yo llegaré a esa ciudad, queriendo Dios, mañana a las once, y no tienes que salir de casa, sino aguardarme en ella, y si hubieras de responder me enviarás la respuesta a Aranjuez, donde dormiré esta noche”.

El martes 19 de septiembre los restos mortales de don Juan José, serían introducidos en una caja de plomo, y ésta en otra de madera forrada en brocado rojo, metiéndose en la bóveda abierta bajo el coro de la iglesia del convento de las Descalzas Reales.

Llevaba por mortaja el mismo traje que lució en la boda de Carlos II, además del bastón y el manto capitular de la Orden de San Juan, de la que era Gran Prior para los reinos de Castilla y León. Esa misma noche salieron sus restos mortales en dirección al monasterio de El Escorial, para depositar su cadáver en el pudridero, siendo acompañado en este su último viaje por sus más fieles partidarios.

Hoy día es posible ver los restos de este gran hombre, situados en el Panteón de Infantes de El Escorial junto a la tumba del primer don Juan de Austria, hijo de Carlos V. 
ooo

La mala salud de Carlos II provocó algunas actividades extraordinarias durante sus últimos meses de vida. En la primavera de 1698, acompañado por su esposa, Mariana de Neoburgo, se dirigió a Toledo para ganarse el favor divino, asistiendo a la ya famosa procesión del Corpus Christi. Pero lo que más sobresalió en aquel viaje fue la pugna entre los dos hombres fuertes del momento, por controlar el gobierno de la Monarquía: el Almirante de Castilla y el Arzobispo de Toledo, el cardenal Luis Fernández de Portocarrero.

La procesión del Corpus era uno de los actos más significados de la devoción pública del Rey. El viaje duró, desde el 25 de abril hasta el 12 de junio y provocó numerosas negociaciones para regular la etiqueta que debía emplearse. Por ejemplo, el Arzobispo y el Cabildo, debían supeditar su presencia a la de los Reyes, del mismo modo que los servidores de la Casa Real debían compartir la gestión del evento con los responsables del ceremonial en la Catedral. El palacio arzobispal se convirtió, durante unos días, en sede de la Corte y Casa Real.

Así, el 28 de mayo el secretario del Despacho Universal comunicó al cabildo la orden del Rey sobre el modo de celebrar aquel Corpus "sin que esta planta y ejemplar pueda innovar en ningún tiempo la que está dada y se observa en Madrid". 

Así, se dispuso, por ejemplo, el banco de los Grandes, que debía mostrar los privilegios y libertades de la aristocracia, anulando así los que se disponían habitualmente en la Capilla Real de palacio. Puesto que, "no había embajadores en aquella Ciudad [...] se excusó su asiento, como también el banco de Confesores, Capellanes de honor y Predicadores, que no concurrieron".

Otra presencia novedosa, era la de la Guardia del Rey: veinte soldados de "cada nación", de las Guardas Española y Alemana, así como treinta Archeros con sus cuchillas. Las Guardas debían ir a ambos lados del cortejo, y, además, "Su Majestad ha de ir después de la Custodia y Preste, acompañándole los Grandes y gentileshombres de la Cámara y Mayordomos y los demás que concurren en semejantes funciones en la forma de que acostumbran y ha de cerrar la Guarda de Corps". 

Carlos II vistió de negro con golilla y, por ello, todos los Grandes, gentilhombres y criados adoptaron la misma vestimenta. Finalmente, los habituales conflictos de precedencia tan propios de la época, determinaron la ausencia en la ceremonia del tribunal de la Inquisición y del cabildo secular.

Para que nada faltara, llovió copiosamente antes de la procesión: La acumulación de agua en los toldos dispuestos en las calles y en el suelo obligó a postergar la celebración del evento. Se optó, pues, por realizar un recorrido limitado al Claustro y entorno próximo de la Catedral, a la que el Rey asistió, acompañado por el arzobispo, el Patriarca de las Indias y algunos Grandes de su Casa, como eran su Sumiller de Corps, el Conde de Benavente, el Caballerizo Mayor, el Almirante de Castilla, el Conde de Montijo, el Duque de Linares, el Marqués de Quintana, el Duque de Medina Sidonia, el Condestable de Castilla y el Duque de Uceda. 

Cuando cesó la lluvia, se celebró la procesión pública postergada, durante la cual, Carlos II se engalanó con sus mejores joyas: "Su Majestad salió con el collar del Tusón y el sombrero cintillo de diamantes, con el que por su grandeza llaman Estanque y la perla Peregrina". 

Resumen procedente de: 
Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio: 
"La piedad de Carlos II" en "Carlos II. El Rey y su entorno cortesano".

Margarita de Austria y María Luisa de Parma, con La Peregrina y el Estanque

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San Andrés. Jusepe de Ribera, El Españoleto. 1616

Cuando Juan José de Austria estuvo en Nápoles conoció a una de las tres hijas del pintor, José de Ribera “el Españoleto”; Ana Lucía Rosa, probablemente en el taller de su padre, a donde quizás asistió con el propósito de perfeccionar su técnica con el óleo -don Juan pintaba telas y miniaturas y dibujaba con bastante corrección-. Sea como fuere, ella quedó embarazada, y tuvo una niña a la que llamó Margarita. 

Posteriormente, Juan José se desentendió de la madre, y buscó para ella un matrimonio de conveniencia y todo ello causó al Españoleto gran pesar, cayendo en una depresión de la que nunca se recuperó, falleciendo cinco años después. 

Margarita, le fue arrebatada a su madre y entregada al conde de Eril para que se hiciese cargo de su educación, siendo internada en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, a los seis años. Y allí profesó a los dieciséis, permaneciendo en el mismo hasta su fallecimiento en 1686. 

Al parecer, don Juan José de Austria, al que no se le conocen otras historias amorosas, al final de su vida, cuando aún era el todopoderoso gobernante del Imperio español, iba con frecuencia al convento y allí pasaba largas horas conversando con su hija.
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La consideración de los hijos habidos fuera del matrimonio, legitimados, o no.

El prelado Garcerán de Albanell, considerando que las reales aventuras extramatrimoniales dañaban el prestigio de la Corona, escribió al Conde-Duque de Olivares -al que, en buena parte hacía responsable de las de Felipe IV-: 

 “Suplícole cuanto me es posible que evite las salidas del rey de noche y mire la mucha parte de culpa que tiene pues las gentes publican que le acompaña en ellas y que las aconseja […]; en realidad ese gusto no es bueno, aunque se tome por entretenimiento por las muchas circunstancias que le hacen dañoso y por la libertad que se toman los vasallos para hablar y reconocer algunas cosas que contradicen el decoro de un monarca […]. V.E. considere bien que ha de dar cuenta a Dios de lo que al rey aconseje, si complace a S.M. en cosas poco lícitas, correrán riesgo su alma y el estado”. 

El Conde-Duque le contesta, entre negativas a sus acusaciones y amenazas veladas, diciéndole al prelado que no se meta donde no le importa. Hallándose incluso ante el Consejo Real, en presencia del rey y del Inquisidor general, Olivares dijo textualmente: “la misión de los frailes es sólo rezar y la de las mujeres sólo parir”.

Quevedo -enemigo declarado del valido-, escribió a su vez en 1629: 

El conde, sigue condenando y el rey durmiendo, que es su condición. Hay, parece, nuevas odaliscas en el serrallo y esto entretiene mucho a Su Majestad y alarga la condición de Olivares para pelar la bolsa, en tanto que su amo pela la pava”.

Está fuera de toda duda que Felipe IV -contumaz perseguidor de aventuras diurnas y nocturnas-, dejó un gran número de bastardos de los que sólo ocho o nueve están mínimamente documentados, aunque, según algunos autores, su número podría elevarse hasta sesenta, buena parte de los cuales, fueron destinados a la vida religiosa.

Se conoce el nombre de cinco o seis de ellos, porque recibieron, cuando menos, tratamiento de don. Entre ellos. Don Francisco Fernando Isidro de Austria -Madrid, 1626 – Isasi, 12 de marzo de 1634-, que fue el primero y que murió a los ocho años de edad en la villa de Isasi. Su madre era hija del Conde de Chirel o de Charela. Felipe IV todavía no había cumplido 20 años y eludió la posible negativa del padre, enviándolo a Italia.

La madre murió poco después que el niño y la casa familiar fue cerrada, hasta que el rey decidió convertirla en un convento cuya advocación fue la “Concepción Real”, regido por monjas Calatravas, y que hoy se conserva con el mismo nombre en la Calle Alcalá de Madrid. 

Se hicieron populares unas ingeniosas decimas de carácter anónimo:

Caminante, ésta que ves
casa, no es quien ser solía;
hízola al rey mancebía
para convento después.
Lo que un tiempo fue y lo que es,
[...]
ella lo dice y enseña
que casa en la que el rey empreña
es la “Concepción Real”.

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Valimiento de Fernando de Valenzuela

Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierra (c. 1675) por Juan Carreño de Miranda. Museo Lázaro Galdiano de Madrid.

Hijo del capitán Gaspar de Valenzuela, con destino en Nápoles, abandonó Italia en 1640, tras la muerte de su padre, para volver a España con su madre. Entró, como paje, al servicio del VII duque del Infantado, Rodrigo de Mendoza, y volvió a Italia cuando éste fue nombrado virrey de Sicilia. 

En 1659, de nuevo en Madrid, se casó con Ambrosia de Ucedo, ayuda de cámara de la reina Mariana de Austria, en 1661, recibiendo, como dote un puesto de caballero en la Corte, donde, al morir Felipe IV, inició su aproximación táctica a la reina regente, lo que le permitió iniciar un imparable acenso, que muy pronto dio paso a críticas y sospechas sobre su notoria cercanía y asiduidad de trato con ella, que le nombró Primer Caballerizo, en contra de otros pretendientes y del propio Caballerizo Mayor

Paso a paso, se vio con la facultad de administrar el reparto de cargos, que le permitió atraerse muchas amistades incondicionales. Del mismo modo empezó a acumular personalmente, cargos y nombramientos, hasta alcanzar el marquesado de Villasierra, que sirvió para cimentar su posición en la corte.

"Ascendía D. Fernando tan aceleradamente las más elevadas gracias de los Reyes, y que ya daba audiencias públicas a los pretendientes y expedición a los negocios más arduos, haciendo promulgar varias pragmáticas y reformas de Consejos y Ministros, disponiendo prevenciones para formar armadas a que aplicaba los intereses que resultaron a beneficiar los puestos por su negociación o inteligencia, con tal actividad y dirección, que no dejaba fuera de la esperanza, la restauración de la Monarquía..." (B.N.M., Mss., 9.399, fol. 58).

Al contrario de lo que había hecho -o, por mejor decir-, asumiendo lo que no había hecho Nithard, Valenzuela sí diseñó un programa político dirigido a asegurar abastecimientos y trabajo para los súbditos residentes en la Corte. Así procedió a ejercer vigilancia, por ejemplo, sobre las tasas en los productos de primera necesidad, controlando asimismo la extendida práctica de la corrupción, si bien, tuvo que recurrir a la venta de mercedes, para mejorar el estado de las arcas públicas.

No podemos olvidar, en este sentido, la existencia y fines de sus antecesores; personajes de la celebridad de Lerma y Olivares, o con el poder, sin tanta imagen pública, de sus sucesores, Uceda y Haro. Valenzuela no era nadie cuando llegó a una Corte, tomada por la nobleza y los altos cargos eclesiásticos, alineados, por, o contra la reina.

Podemos añadir a sus actividades la de intensificar el número y calidad de representaciones teatrales en la Corte, lo que, sin embargo, no obedecía a una simple necesidad o deseo de diversión o admiración por los grandes dramaturgos, sino una forma más de representación de poder cortesano, frente al ya innato de la aristocracia a la que él no pertenecía.

Al mismo tiempo, contando con la llegada inminente de la mayor edad de Carlos II, se formó en la Corte un grupo favorable a don Juan José de Austria, al mismo tiempo que la reina, Mariana de Austria se había propuesto alejarlo todo lo posible de la presencia de su hijo, empleando, al efecto la argucia de distinguirlo con el nombramiento de Virrey, que le obligaba a residir en Italia, destino cuyo cumplimiento el interesado retrasó cuanto le fue posible, mientras sus partidarios ejercían discretamente la tarea de acercarlo al heredero.

Atenta a todo, la facción contraria, también ejerció su labor silenciosa; esperaron a que Carlos II llamara a don Juan, para que la reina le escribiera, el mismo día, informándole de que debía marcharse a Italia de inmediato.

Los Consejos de Estado y de Castilla iniciaron a su vez su propia labor, informando a doña Mariana de que, si bien don Juan tenía que abandonar Madrid, Valenzuela, debía hacer lo mismo y marchar a defender Venecia, que también estaba en peligro.

Juan José de Austria salió hacia Italia, no sin informar al reino de que los Consejos tenían secuestrada la voluntad del joven rey. Por su parte, Valenzuela, logró eludir su nuevo destino, obteniendo un nombramiento inesperado, como Capitán General de Granada, lo que le permitía permanecer en la Península.

Según los partidarios de Don Juan José, todos pudieron saber que Valenzuela:  

... intentó confundir la autoridad del Rey [...] agotó las cajas reales, alborotó el pueblo, de suerte que, si la prudencia de los ministros no le hubiera templado se hubiera encendido un tumulto grande entre vecinos y la escolta de soldados y parciales que llevaba de guardia... porque no le faltase circunstancia de rebelde de Dios y al Rey, y al reino, que le predicase proezas de coronas que imitar. Últimamente llegaron sus desafueros a tanto exceso porque hallaron defensa y armonía gustosa en el poder de la Reina [...] que el pueblo ya en la razón de desbocado si su excelencia no se escapa una noche, amanece su excelencia como la noche en la profundidad de los infiernos...

A pesar de todo y de todos, Valenzuela volvía a la Corte en abril de 1676, colmado de nuevas funciones y honores. A la vuelta, reanudó su programa de promoción personal mediante la intensificación de festejos palaciegos, justificándose en la mayoría de edad del Rey, que ya le obligaba a ofrecer una brillante imagen de cara al exterior. 

Fernando Valenzuela de C. Coello.
La caída 

El imparable deseo de ascenso de Valenzuela, llegó a su límite, cuando la propia reina no supo compaginarlo con su desmedida protección. Después de nombrarle Intendente General de Hacienda, Caballerizo Mayor y Primer Ministro -además de que ya era marqués-, la reina optó por nombrarlo Grande de primera clase, cuando en el transcurso de una jornada de caza en El Escorial, el Valido recibió una herida de bala, resultado de un mal disparo del mismísimo Carlos II.

"...queda herido don Fernando, atúrdese el Rey, suelta el arcabuz, exclamándose por desgraciado, piden los coches, acuden a socorrer a don Fernando, que se dejó caer para levantarse más. Entra el Rey temeroso a ver a su madre, que se halló llorando del susto. Siéntelo el Rey, repitiendo tres veces que le pesaba del suceso, y mucho más por lo que se diría en Madrid. 

Desagravia el Rey el tiro con cubrir a don Fernando sobre la grandeza de los señores, por dejar a los señores de Castilla, mayordomo mayor del Rey, comprado de don Fernando, y el Almirante de Castilla por el precio de dos mil y quinientos doblones, con que compró el salir de Madrid para esta ocasión, habiéndoles sacado del hambre con que han dejado pereciendo los reformados del Consejo de Hacienda..." (Archivo Histórico Nacional). 

El accidente venatorio se produjo el día 2 de diciembre; el 15 empezó a circular un manifiesto firmado por veinticuatro grandes y títulos -Infantado, Medina Sidonia, Alba, Osuna, Arcos, Pastrana, Camiña, Veragua, Gandía, Híjar, Terranova; marqueses de Móndejar, Villena y Falces; condes de Benavente, Altamira, Monterrey, Oñate y Lemos-, que exigían la separación permanente de Carlos II y su madre, el encarcelamiento de Valenzuela y la designación inmediata de Don Juan José como máximo colaborador en el gobierno del Rey.

No firmaron: el marqués de Leganés, el Duque de Medinaceli, el conde de Oropesa, el Almirante de Castilla, el Condestable de Castilla y los titulares de las familias Velasco, Moncada, Enríquez, Cerda y Zúñiga.​ 

Juan José de Austria, que se encontraba en Zaragoza, con las tropas que habían luchado contra los franceses en la frontera de Cataluña, se puso en camino hacia la Corte y entró en Madrid, el 23 de enero de 1677. La regente se rindió de inmediato, mientras que Valenzuela se refugiaba en el  monasterio de San Lorenzo de El Escorial, de donde el de Austria ordenó sacarlo por la fuerza.

Tras un proceso sumario, el Valido resultó -no podía ser de otra manera, con razón o sin ella, dadas las circunstancias-, culpable de prevaricación y venta de cargos públicos, y de haber robado unos cien millones de reales. 

Prisión de don Fernando de Valenzuela por Manuel Castellano (1866), Museo de Bellas Artes de Valencia.

Acto seguido se procedió a hacer inventario de sus bienes, y aunque las acusaciones hablaban de inmensos desfalcos, aparecieron sólo unos diez millones.

Imposible a estas alturas, calcular el valor equivalente de “sólo” diez millones. --La autora del blog, declara su ignorancia en este sentido-. ​ 

El pueblo, precalentado, reclamaba inmisericorde la pena de muerte, pero el hecho de haber sido sacado Valenzuela a la fuerza, del Monasterio, sirvió para atenuar la condena, ya que se trató de una flagrante violación del derecho de asilo sagrado. Finalmente, fue condenado a diez años de destierro en Filipinas. 

Su esposa se convirtió en víctima de la más cruel, por cobarde y anónima, ira popular, hasta que fue desterrada a Toledo, donde, al parecer, murió sumergida en la pérdida de la razón.

Juan José de Austria recogió el testigo del Valimiento, que acaparó durante tres años más, hasta su propia muerte, tan repentina como sospechosa, ocurrida el 17 de septiembre de 1679.

Pasados los diez años de su condena, Valenzuela quiso volver a España, pero fue enviado a Nueva España -México-, donde vivió de su trabajo, al parecer, cuidando caballos. Murió en 1692, precisamente, por graves heridas causadas en el desempeño de aquel oficio.

La reina madre viviría hasta 1696, sobreviviéndole su hijo Carlos, apenas cuatro años.

La reina viuda Mariana de Austria, de Juan Bautista Martínez del Mazo (h. 1666). Colección Miguel Granados.

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Entradas anteriores relacionadas con el paso de la Casa de Austria a la de Borbón en España:

1.- El Tesoro del Delfín.

2.- Enrique IV de Borbón, rey de Francia y Navarra

3.- Luis XIII de Borbón-Francia, el Justo

4.- Luis XIV, Las Frondas

5.- Luis XIV Monarca efectivo

6.- Luis XIV Política Exterior, Guerras

7.- La Corte de Felipe IV y el nacimiento de Carlos II 

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