jueves, 29 de enero de 2015

Robinson Crusoe/Selkirk/Serrano. Daniel Defoe.


Retrato de Daniel Defoe. National Maritime Museum, London

El inglés Daniel Defoe, nacido Foe, fue escritor, periodista y panfletista, mundialmente conocido por su novela Robinson Crusoe. Nació entre 1659 y 1661, posiblemente el 10 de octubre de 1660, en las cercanías de Londres; St. Giles Cripplegate o Stoke Newington. Falleció el 24 de abril de 1731.

Su padre, James Foe, era miembro del gremio de carniceros y fabricante de cera a cuyo apellido, Daniel añadiría el De, llegando a afirmar en alguna ocasión, que descendía de una familia llamada De Beau Faux

Sus padres eran presbiterianos de los llamados disidentes, porque sus creencias o principios religiosos diferían de los de la Iglesia oficial de Inglaterra, así que inició sus estudios en una escuela para disidentes en 1667, pero prefirió no seguir la carrera religiosa y dedicarse activamente al mundo de los negocios. A pesar de ser Defoe hombre de numerosas iniciativas e incansable ante el fracaso, no llegó a verse libre de deudas en toda su vida, deudas que incluso le llevaron a prisión una y otra vez. 

Como la adscripción religiosa suele llevar necesariamente consigo la política, la lucha por sus creencias llevó a Defoe a actuar como espía o agente secreto, llegando a convertirse, en un momento dado en un inestimable apoyo del gobierno inglés para la implantación del Acta de Unión con Escocia, hasta el punto de que su faceta política llegó a imponerse vitalmente a la literaria.

En 1684, Defoe se casó con Mary Tuffley, con la que tuvo ocho hijos. 

El año siguiente de su boda, Defoe optó por unirse a la fallida rebelión del Duque de Monmouth.

James Scott, primer duque de Monmouth, frustrado pretendiente al trono inglés.

También conocida como la Rebelión de Pitchfork, fue un intento fallido de derrocar a Jacobo II, rey de Inglaterra.

King James II, de Sir Godfrey Kneller. NPG, London.

Desde su acceso al trono por la muerte de su hermano mayor Carlos II, el 6 de febrero de 1685, Jacobo II se hizo muy impopular, por ser católico, al contrario que la mayoría de sus súbditos. Por esta causa, James Scott, primer duque de Monmouth, hijo ilegítimo de Carlos II, intentó asumir el trono para sí, pero fue derrotado en la batalla de Sedgemoor el 6 de julio de 1685 y ejecutado por traición el día 15. Muchos de sus seguidores, también fueron condenados a muerte o deportados. Defoe pudo eludir la condena gracias a un amigo, pero fue puesto en prisión, aunque pronto recuperó la libertad,  tras lo cual se dedicó un tiempo al comercio de vino entre las ciudades de Cádiz, Oporto y Lisboa.

En 1688 apoyó también a Guillermo III de Orange – William III of Orange, en la Revolución Gloriosa – Glorious Revolution, en esta ocasión, seguida por el éxito.

Guillermo/William III de Orange. Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, príncipe de Orange y Estatúder de las Provincias Unidas. Taller de Willem Wissing. Rijksmuseum Amsterdam

La segunda esposa de Jacobo II, la reina María de Módena, había dado a luz un hijo, Jacobo Francisco Eduardo, cuyo nacimiento desplazó a María –hija anterior del propio Jacobo–, del primer lugar en la línea de sucesión y por lo tanto, también a su marido, Guillermo. Esto unido al procesamiento de siete obispos que habían exigido a Jacobo algunas reformas en su política religiosa -a pesar de que finalmente fueron absueltos-, señaló un fracaso importante para Jacobo que aumentó el malestar y la resistencia en torno a su figura.

Se pensó entonces en apoyar una invasión por parte de Guillermo III, pero este no aceptó la responsabilidad inmediatamente –por ser, en realidad, un príncipe extranjero, aunque siempre sería menos extraño que un monarca católico–, pero no aceptó hasta que recibió el apoyo explícito de los más inminentes protestantes ingleses. Así, el  30 de junio de 1688 –el mismo día que los obispos eran absueltos– un grupo de figuras políticas conocidas como los Siete Inmortales enviaron una invitación formal a Guillermo, quien comenzó a hacer los preparativos para una invasión, prevista para septiembre de 1688, fecha en la que, efectivamente se produjo, hallando Guillermo el camino libre, ya que toda la nobleza protestante se pasó a su lado. Se consolidaba así, como revolución algo que, en realidad empezó como un coup d'état, tras el cual, Jacobo huyó del país, con el consentimiento de Orange, que nunca quiso quiso que sus seguidores lo convirtieran en un mártir.

William/Guillermo III se casó con su prima, la futura Queen Mary II, in 1677.

William reinó con su esposa Mary II, hasta el fallecimiento de esta el 28 de diciembre de 1694; durante un período conocido históricamente  como de William and Mary.

Hacia 1695, y ya con su nombre transformado definitivamente como De/foe, el escritor volvió a Inglaterra, empleado como comisario de los impuestos que gravaban la fabricación de botellas, aunque al año siguiente se le documenta dirigiendo una empresa de tejas y ladrillos en Essex. 

Ese mismo año entró a formar parte del gobierno, y seis años después, en 1701 obtuvo bastante éxito con El verdadero inglés, una novela en la que atacaba los prejuicios y la xenofobia que provocaba el origen holandés de su admirado monarca Guillermo III. 
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Al año siguiente publicó el libelo El medio más eficaz para con los disidentes, lo que le valió la acusación de blasfemo, siendo multado y condenado a una pena de prisión en Newgate, que finalmente no cumplió, ya que, al parecer, a cambio se comprometió a trabajar para el gobierno como agente secreto.

Tras la muerte de la reina Ana, los Tories perdieron el poder, y Defoe continuó realizando trabajos de inteligencia para los Whig. –El radical cambio de bando, con voluntad o sin ella, parecía el destino anunciado para los trabajos de espionaje. En 1692 Defoe se declaraba en bancarrota, siendo ya responsable de su numerosa familia. 

Incansable, en 1703 publicó un panfleto sobre los Altos Tories, por el que fue acusado por difamación; detenido, sentenciado a ser expuesto en la picota y fuertemente multado. Se trataba del panfleto titulado El Camino más corto con los Disidentes – The Shortest Way with Dissenters, en el que parodiaba a los Tories de la Iglesia, sobre el exterminio de disidentes.

En contra de lo deseado y previsto por las autoridades, durante los días de su exposición pública en la Picota, la gente le lanzaba flores y brindaba por su salud.

Daniel Defoe en la picota para escarnio público. Grabado de James Charles Armytage, basado en Eyre Crowe, 1862. NPG

Desesperado, a pesar de su ya habitual alternancia cárcel/libertad, escribió a William Paterson, conocido como London Scot -Escocés de Londres-, fundador del Banco de Inglaterra y hombre de confianza de Robert Harley, primer Conde de Oxford y Mortimer, primer Ministro y jefe del servicio de Inteligencia en el gobierno inglés. Harley aceptó los servicios de Defoe y le liberó en 1703. Inmediatamente publicó El Informe -The Review-, que aparecería cuatro veces al mes y después, tres veces por semana, escrito casi todo por él mismo. Se convirtió así en una especie de portavoz del Gobierno Inglés y promotor del Acta de Unión con Escocia de 1707.

En septiembre de 1706 Harley mandó a Defoe a Edimburgo como agente secreto, para hacer todo lo posible para ayudar a la aceptación del Tratado. Parece que era consciente del riesgo que corría, pero por sus escritos, como Las cartas de Daniel Defoe, de 1955, se ha podido saber mucho más acerca del peligro que encerraban sus actividades como agente secreto.

A pesar de su cometido, sus primeros informes salieron instintivamente llenos de demostraciones violentas en contra de la Unión. Según sus propias palabras: Una muchedumbre de escoceses es de lo peor en su clase, y no parece que exagerase, pues años después, John Clerk de Penicuik, un líder unionista, escribió en sus memorias: Era un espía entre nosotros, pero no era conocido como tal ya que de otro modo la Turba de Edimburgo le hubiera hecho pedazos.

Siendo Defoe presbiteriano, y habiendo sufrido en Inglaterra a causa de sus convicciones religiosas, fue aceptado como consejero de la Asamblea General de la Iglesia de Escocia y asistía a los comités del Parlamento de Escocia.


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La internacionalmente famosa novela de Defoe titulada Robinson Crusoe, y escrita en 1719, cuenta el naufragio de un hombre en una isla desierta y las aventuras que vivió en ella. Parece que pudo basarse en una historia real de naufragio, de la que fueron los protagonistas el marinero escocés Alexander Selkirk y el marinero español Pedro Serrano.


Alexander Selkirk, 1676–1721, estuvo durante cuatro años y cuatro meses como náufrago en una isla desierta en la zona central de Chile. Su historia, junto con la de Pedro Serrano pudo inspirar a Daniel Defoe, que lo entrevistó ampliamente para elaborar su Robinson.

El buque encalló profundamente en las arenas, de manera que solo nos quedaba tratar de salvar la vida de cualquier manera. Once embarcamos en un bote. Una ola gigantesca cayó sobre el bote con tal violencia, que se dio vuelta en un instante. Nadé hacia adelante con todas mis fuerzas. Fui el único que consiguió pisar tierra, empapado, sin ropa para cambiarme y nada que comer y beber; sólo tenía un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una cajita. Todo lo que se me ocurrió fue trepar a un frondoso árbol, y allí me propuse estarme la noche entera y decidir, a la mañana siguiente, cuál sería mi muerte. 

Anduve primero en busca de agua dulce. Después de beber y masticar tabaco subí a mi árbol, tratando de hallar una posición de la cual no me cayera si el sueño me vencía. Había cortado una sólida estaca para defenderme. Al otro día no había huellas del temporal. La marea había zafado al barco y lo había traído hacia las rocas... Poco después de mediodía el mar se puso como un espejo y la marea bajó tanto que pude acercarme a un cuarto de milla del barco (ya entonces sentía renovarse mi desesperación al comprender que si nos hubiésemos quedado a bordo estaríamos a salvo y en tierra)... Nadé hasta el barco

Las provisiones de a bordo no habían sufrido absolutamente nada; pude satisfacer mi gran apetito, llenándome además los bolsillos de galleta. Bebí un buen trago de ron para fortalecerme ante la tarea que me esperaba... [Armó una balsa, con elementos que encontró en el barco]... Se presentaba el problema de elegir lo indispensable y al mismo tiempo preservarlo de los golpes del mar [eligió comida, herramientas, armas].

Mi próxima tarea fue la de reconocer el lugar, en busca de un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis efectos con toda seguridad... En la isla había aves; me pregunté si su carne sería o no comestible.

Se me ocurrió que aún podría sacar muchas cosas útiles del barco, y me decidí a hacer otro viaje a bordo... Hallé 2 o 3 cajas de clavos y tornillos, un gran barreno, 1 o 2 docenas de hachuelas, y lo más precioso de todo, una piedra de afilar... Seguí yendo diariamente al barco, aprovechando la marea baja... Lo que más me alegró en aquellos viajes es que después de estar 5 o 6 veces, y cuando ya no esperaba encontrar nada que valiera la pena mover de su sitio, seguía descubriendo cosas que me servían... En la cabina del capitán hallé una caja con 36 libras esterlinas en monedas europeas, brasileñas y algunas piezas de oro y plata. Sonreí a la vista de aquel dinero. ¿Para qué me sirves?', exclamé... Pero luego lo pensé mejor y tomé el dinero.

Mis pensamientos estaban ahora consagrados a encontrar los medios de asegurarme contra los salvajes y las bestias que pudiera haber en la isla... Calculé aquello que necesitaba en forma indispensable: en primer lugar agua dulce y aire saludable; luego abrigo y seguridad; finalmente, que si Dios me enviaba algún barco por las cercanías, no perdiera yo esa oportunidad de salvarme. 

En el barco encontré plumas, tinta y papel, e hice lo indecible por economizarlos; mientras duró la tinta pude llevar una crónica muy exacta, pero cuando se terminó me hallé imposibilitado de continuarla, ya que no pude hacer tinta a pesar de todo lo que probé. Esto vino a demostrarme que necesitaba muchas cosas fuera de las que había acumulado. Habiendo conseguido acostumbrar un poco mi espíritu a su actual condición y abandonando la costumbre de mirar al mar por si divisaba algún navío, me apliqué desde entonces a organizar mi vida y a hacerla lo más confortable posible... Fabriqué una mesa y una silla.

En realidad, en octubre de 1703, navegaba en el galeón Cinque Ports, cerca del archipiélago Juan Fernández de Chile, cuando Selkirk discutió con el capitán, quien decidió dejarlo allí, donde permaneció durante cuatro años. El Cinque Ports se hundió poco después. 

El rescate se produjo el viernes 2 de febrero de 1709, con el barco Duke. Selkirk regresó al Reino Unido, donde al parecer se casó con una viuda. Se embarcó nuevamente en 1717 y murió el 13 de diciembre de 1721 mientras servía como teniente a bordo del barco de la Armada Weymouth.

Se cree que murió de fiebre amarilla y fue arrojado al mar en la costa occidental de África.

El 1 de enero de 1966 la isla en la que estuvo Selkirk fue oficialmente rebautizada como Robinson Crusoe. Al mismo tiempo, la isla más occidental del archipiélago Juan Fernández fue denominada Alejandro Selkirk, aunque es probable que este no la conociera. El año 2000 una expedición encontró instrumentos náuticos del siglo XVIII en la isla.


Pedro Serrano fue un capitán español que en 1526 sobrevivió, junto con otro compañero, al naufragio de un patache español, en un banco de arena del Mar Caribe, llamado ahora Serrana Bank en su honor y situado a 130 millas náuticas de las islas de San Andrés, en territorio colombiano. Finalmente, de los dos náufragos, tan sólo Pedro Serrano llegó a ser rescatado en 1534, 8 años después del naufragio.


Parece ser que en 1526, un fuerte temporal sorprendió al patache que navegaba de La Habana a Cartagena de Indias, pereciendo en el naufragio toda la tripulación, con la excepción del capitán del barco, Pedro Serrano, que logró llegar a un banco de arena sin vegetación y sin agua dulce.

El tiempo pasado allí fue una auténtica pesadilla, sólo un poco suavizada más adelante, gracias a la recolección de caparazones de tortugas, que sirvieron, entre otras cosas, para recolectar agua de lluvia.

Cuando Serrano ya llevaba 3 meses viviendo allí, recibió la visita de otro sobreviviente de un naufragio, que había llegado hasta la orilla en un pequeño bote. Pedro Serrano y su nuevo acompañante quedaron totalmente aislados, en la más profunda soledad durante los 8 años siguientes. El banco ni siquiera estaba entonces situado en las cartas marinas.

Como el banco carecía de cualquier tipo refugio, los dos náufragos construyeron durante su larga odisea un pequeño refugio de rocas y corales, que además de protegerlos de los vientos, les sirvió para organizar señales de humo con el fuego que encendían con restos de naufragios que iban llegando a la playa. Con todo, hoy resulta increíble la capacidad de supervivencia de estos dos hombres, que, sin embargo, nunca se dieron por vencidos.

Finalmente, en 1534, la tripulación de un galeón que iba a La Habana desde Cartagena de Indias divisó las señales de humo del banco de arena. Enviaron un bote a buscarlos, y los llevaron al galeón.

El compañero de Serrano durante 8 años, falleció al poco tiempo de haber embarcado en el galeón. Ni siquiera llegó a ver tierra firme después de su rescate.

La suerte fue muy distinta para Pedro Serrano, quien consiguió regresar a España para comenzar una nueva vida que le dio fama y dinero y le convirtió en un personaje famoso no solo en la Corte Española, sino también en el resto de Europa, debido a los muchos viajes que hizo para narrar sus peripecias en las reuniones de la alta sociedad.

Antes de fallecer, Pedro Serrano dejó constancia de las penalidades sufridas con su compañero, en unos documentos que muestran con claridad la angustia y el sufrimiento que llegaron a sentir por su abandono. Su relato se encuentra hoy día en el Archivo General de Indias, en Sevilla.

El banco de arena en el que Pedro Serrano y su compañero vivieron su desgracia, ha permanecido relativamente inalterado hasta hoy. 

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El Inca Garcilaso de la Vega, en sus Comentarios Reales de los Incas de 1609, hace un realto realista y fidedigno de la historia del naufragio de Pedro Serrano:

La isla Serrana, que está en el viaje de Cartagena a La Habana, se llamó así por un español llamado Pedro Serrano, cuyo navío se perdió cerca de ella, y él solo escapó nadando, que era grandísimo nadador, y llegó a aquella isla, que es despoblada, inhabitable, sin agua ni leña, donde vivió siete años con industria y buena maña que tuvo para tener leña y agua y sacar fuego (es un caso historial de grande admiración, quizá lo diremos en otra parte), de cuyo nombre llamaron la Serrana aquella isla y Serranilla a otra que está cerca de ella, por diferenciar la una de la otra. [...]

Será bien, antes que pasemos adelante, digamos aquí el suceso de Pedro Serrano que atrás propusimos, porque no esté lejos de su lugar y también porque este capítulo no sea tan corto.

Pedro Serrano salió a nado a aquella isla desierta que antes de él no tenía nombre, la cual, como él decía, tenía dos leguas en contorno; casi lo mismo dice la carta de marear, porque pinta tres islas muy pequeñas, con muchos bajíos a la redonda, y la misma figura le da a la que llaman Serranilla, que son cinco isletas pequeñas con muchos más bajíos que la Serrana, y en todo aquel paraje los hay, por lo cual huyen los navíos de ellos, por caer en peligro.

A Pedro Serrano le cupo en suerte perderse en ellos y llegar nadando a la isla, donde se halló desconsoladísimo, porque no halló en ella agua ni leña ni aun yerba que poder pacer, ni otra cosa alguna con que entretener la vida mientras pasase algún navío que de allí lo sacase, para que no pereciese de hambre y de sed, que le parecían muerte más cruel que haber muerto ahogado, porque es más breve. Así pasó la primera noche llorando su desventura, tan afligido como se puede imaginar que estaría un hombre puesto en tal extremo.

Luego que amaneció, volvió a pasear la isla; halló algún marisco que salía de la mar, como son cangrejos, camarones y otras sabandijas, de las cuales cogió las que pudo y se las comió crudas porque no había candela donde asarlas o cocerlas.

Así se entretuvo hasta que vio salir tortugas; viéndolas lejos de la mar, arremetió con una de ellas y la volvió de espaldas; lo mismo hizo de todas las que pudo, que para volverse a enderezar son torpes, y sacando un cuchillo que de ordinario solía traer en la cinta, que fue el medio para escapar de la muerte, degolló y bebió la sangre en lugar de agua; lo mismo hizo de las demás; la carne puso al sol para comerla hecha tasajos y para desembarazar las conchas, para coger agua en ellas de la llovediza, porque toda aquella región, como es notorio, es muy lluviosa.

De esta manera se sustentó los primeros días con matar todas lar tortugas que podía, y algunas había tan grandes y mayores que las mayores adargas, y otras como rodelas y como broqueles, de manera que las había de todos tamaños. Con las muy grandes no se podía valer para volverlas de espaldas porque le vencían de fuerzas, y aunque subía sobre ellas para cansarlas y sujetarlas, no le aprovechaba nada, porque con él a cuestas se iban a la mar, de manera que la experiencia le decía a cuáles tortugas había de acometer y a cuáles se había de rendir. En las conchas recogió mucha agua, porque algunas había que cabían a dos arrobas y de allí abajo.

Viéndose Pedro Serrano con bastante recaudo para comer y beber, le pareció que si pudiese sacar fuego para siquiera asar la comida, y para hacer ahumadas cuando viese pasar algún navío, que no le faltaría nada.

Con esta imaginación, como hombre que había andado por la mar, que cierto los tales en cualquier trabajo hacen mucha ventaja a los demás, dio en buscar un par de guijarros que le sirviesen de pedernal, porque del cuchillo pensaba hacer eslabón, para lo cual, no hallándolos en la isla porque toda ella estaba cubierta de arena muerta, entraba en la mar nadando y se zambullía y en el suelo, con gran diligencia, buscaba ya en unas partes, ya en otras lo que pretendía.

Y tanto porfió en su trabajo que halló guijarros y sacó los que pudo, y de ellos escogió los mejores, y quebrando los unos con los otros, para que tuviesen esquinas donde dar con el cuchillo, tentó su artificio y, viendo que sacaba fuego, hizo hilas de un pedazo de la camisa, muy desmenuzadas, que parecían algodón carmenado, que le sirvieron de yesca, y, con su industria y buena maña, habiéndolo porfiado muchas veces, sacó fuego.

Cuando se vio con él, se dio por bienandante, y, para sustentarlo, recogió las horruras que la mar echaba en tierra, y por horas las recogía, donde hallaba mucha yerba que llaman ovas marinas y madera de navíos que por la mar se perdían y conchas y huesos de pescados y otras cosas con que alimentaba el fuego. Y para que los aguaceros no se lo apagasen, hizo una choza de las mayores conchas que tenía de las tortugas que había muerto, y con grandísima vigilancia cebaba el fuego por que no se le fuese de las manos.

Dentro de dos meses, y aun antes, se vio como nació, porque con las muchas aguas, calor y humedad de la región, se le pudrió la poca ropa que tenía. El sol, con su gran calor, le fatigaba mucho, porque ni tenía ropa con que defenderse ni había sombra a que ponerse; cuando se veía muy fatigado se entraba en el agua para cubrirse con ella.

Con este trabajo y cuidado vivió tres años, y en este tiempo vio pasar algunos navíos, mas aunque él hacía su ahumada, que en la mar es señal de gente perdida, no echaban de ver en ella, o por el temor de los bajíos no osaban llegar donde él estaba y se pasaban de largo, de lo cual Pedro Serrano quedaba tan desconsolado que tomara por partido el morirse y acabar ya. Con las inclemencias del cielo le cre ció el vello de todo el cuerpo tan excesivamente que parecía pellejo de animal, y no cualquiera, sino el de un jabalí; el cabello y la barba le pasaba de la cintura.

Al cabo de los tres años, una tarde, sin pensarlo, vio Pedro Serrano un hombre en su isla, que la noche antes se había perdido en los bajíos de ella y se había sustentado en una tabla del navío y, como luego que amaneció viese el humo del fuego de Pedro Serrano, sospechando lo que fue, se había ido a él, ayudado de la tabla y de su buen nadar.

Cuando se vieron ambos, no se puede certificar cuál quedó más asombrado de cuál. Serrano imaginó que era el demonio que venía en figura de hombre para tentarle en alguna desesperación. El huésped entendió que Serrano era el demonio en su propia figura, según lo vio cubierto de cabellos, barbas y pelaje. Cada uno huyó del otro, y Pedro Serrano fue diciendo: “¡Jesús, Jesús, líbrame, Señor, del demonio!”.

Oyendo esto se aseguró el otro, y volviendo a él, le dijo: “No huyáis hermano de mí, que soy cristiano como vos”, y para que se certificase, porque todavía huía, dijo a voces el Credo, lo cual oído por Pedro Serrano, volvió a él, y se abrazaron con grandísima ternura y muchas lágrimas y gemidos, viéndose ambos en una misma desventura, sin esperanza de salir de ella.

Cada uno de ellos brevemente contó al otro su vida pasada. Pedro Serrano, sospechando la necesidad del huésped, le dio de comer y de beber de lo que tenía, con que quedó algún tanto consolado, y hablaron de nuevo en su desventura. Acomodaron su vida como mejor supieron, repartiendo las horas del día y de la noche en sus menesteres de buscar mariscos para comer y ovas y leña y huesos de pescado y cualquiera otra cosa que la mar echase para sustentar el fuego, y sobre todo la perpetua vigilia que sobre él habían de tener, velando por horas, por que no se les apagase.

Así vivieron algunos días, mas no pasaron muchos que no riñeron, y de manera que apartaron rancho, que no faltó sino llegar a las manos (por que se vea cuán grande es la miseria de nuestras pasiones). La causa de la pendencia fue decir el uno al otro que no cuidaba como convenía de lo que era menester; y este enojo y las palabras que con él se dijeron los descompusieron y apartaron. Mas ellos mismos, cayendo en su disparate, se pidieron perdón y se hicieron amigos y volvieron a su compañía, y en ella vivieron otros cuatro años.

En este tiempo vieron pasar algunos navíos y hacían sus ahumadas, mas no les aprovechaba, de que ellos quedaban tan desconsolados que no les faltaba sino morir.

Al cabo de este largo tiempo, acertó a pasar un navío tan cerca de ellos que vio la ahumada y les echó el batel para recogerlos. Pedro Serrano y su compañero, que se había puesto de su mismo pelaje, viendo el batel cerca, por que los marineros que iban por ellos no entendiesen que eran demonios y huyesen de ellos, dieron en decir el Credo y llamar el nombre de Nuestro Redentor a voces, y valióles el aviso, que de otra manera sin duda huyeran los marineros, porque no tenían figura de hombres humanos. Así los llevaron al navío, donde admiraron a cuantos los vieron y oyeron sus trabajos pasados.

El compañero murió en la mar viniendo a España. Pedro Serrano llegó acá y pasó a Alemania, donde el Emperador estaba entonces: llevó su pelaje como lo traía, para que fuese prueba de su naufragio y de lo que en él había pasado. Por todos los pueblos que pasaba a la ida (si quisiera mostrarse) ganara muchos dineros.

Algunos señores y caballeros principales, que gustaron de ver su figura, le dieron ayudas de costa para el camino, y la Majestad Imperial, habiéndolo visto y oído, le hizo merced de cuatro mil pesos de renta, que son cuatro mil y ochocientos ducados en el Perú. Yendo a gozarlos, murió en Panamá, que no llegó a verlos.

Todo este cuento, como se ha dicho, contaba un caballero que se decía Garci Sánchez de Figueroa (a quien yo se lo oí) que conoció a Pedro Serrano. Y certificaba que se lo había oído a él mismo, y que después de haber visto al Emperador se había quitado el cabello y la barba y dejádola poco más corta que hasta la cintura, y para dormir de noche se la entrenzaba, porque no entrenzándola se tendía por toda la cama y le estorbaba el sueño.

***

La siguiente novela de Defoe fue, Las aventuras del capitán Singleton – The Life, Adventures and Piracies of the Famous Captain Singleton–, escrita en 1720, contiene un sorprendente alegato sobre la capacidad de redención, por el amor de un hombre hacia otro; en este caso, el de Quaker William hacia el Capitán Singleton, lograría apartar a este de una vida criminal y de piratería. Más tarde vivirían felizmente en Londres como pareja sentimental, eso sí, en hábito de antiguos griegos, es decir, vestidos con túnicas, sin hablar inglés en público y casándose finalmente Singleton, el protagonista, con la hermana de William, a fin de salvar las apariencias.


Una obra tardía –1722– que a menudo se ha creído que era un trabajo histórico, es su relato de la Gran Plaga de Londres de 1665: Diario del año de la peste –A Journal of the Plague Year–. Aunque es en realidad una novela histórica, calca las fórmulas de un reportaje periodístico y así fue como todo el mundo lo entendió en un principio.

Sin embargo, esta situación no se mantuvo así, y como el tiempo resultó frío y la helada, que había empezado en diciembre, persistió severamente hasta casi fines de febrero, acompañada de vientos ásperos, aunque moderados, las estadísticas volvieron a disminuir, la ciudad se recuperó, y todo el mundo comenzó a considerar pasado el peligro; sólo que los entierros en St. Giles todavía eran demasiados. Sobre todo a partir de principios de abril, cuando fueron veinticinco por semana, hasta la semana del 18 al 25, en la que hubo treinta muertos, entre ellos dos de la peste y ocho de tabardillo pintado, que era considerado la misma enfermedad. Por otra parte, el número de los que morían de tabardillo aumentó de ocho a doce de una semana a la otra.

Esto volvió a alarmarnos, y terribles aprensiones surgieron entre la población, en especial porque el tiempo ya cambiaba y se volvía caluroso, y el verano estaba a la vista. Sin embargo, la semana siguiente hizo renacer algunas esperanzas: las cifras eran bajas: sólo murieron en total 388, ninguno de la peste, y apenas cuatro de tabardillo pintado.

Pero en la semana siguiente la enfermedad volvió, esparciéndose en otras dos o tres parroquias: St. Andrew's, Holborn, St. Clement, Danes, y para gran aflicción de sus habitantes, uno murió dentro del recinto amurallado, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane, cerca del Stocks Market. Hubo en total nueve casos de peste y seis de tabardillo. Sin embargo, una investigación demostró que el francés que murió en Bearbinder Lane había vivido en Long Acre, cerca de las casas infectadas, y que se había mudado por temor a la enfermedad, sin saber que ya estaba contagiado.

Esto sucedió a principios de mayo, cuando el tiempo todavía era templado, variable, y bastante fresco, y la gente conservaba algunas esperanzas. Lo que les animaba era que la City seguía libre de enfermedades: en las noventa y siete parroquias del sector amurallado sólo habían muerto cincuenta y cuatro personas, y como el mal parecía radicado entre los habitantes de aquel extremo de la ciudad, empezamos a creer que no llegaría más lejos; especialmente teniendo en cuenta que la semana próxima (que fue la del 9 al 16 de mayo) no murieron más que tres, todos fuera de la City, y que en St. Andrew's sólo enterraron a quince, lo que era muy poco. Es cierto que en St. Giles enterraron a treinta y dos, pero como sólo uno estaba apestado, la gente empezó a sentirse aliviada. La cifra total también fue muy baja, ya que la semana anterior habían muerto 347 y la arriba mencionada apenas 343. 

Seguimos con esas esperanzas unos pocos días, pero nada más que unos pocos días, porque la gente ya no estaba para ser engañada de ese modo: inspeccionaron las casas y descubrieron que la peste estaba realmente diseminada por todos lados, y que muchos morían de ella cada día. De manera que todos nuestros consuelos sucumbieron, y no hubo más que ocultar. Rápidamente se comprendió que la infección se había extendido más allá de cualquier posibilidad de detenerla; que en la parroquia de St. Giles había tomado varias calles y que muchas familias enteras yacían enfermas. Por lo tanto, en el boletín siguiente el asunto empezó a revelarse. Es cierto que no registraba más que catorce abatidos por la peste, pero esto era todo trampa y confabulación, porque en el distrito de St. Giles enterraron un total de cuarenta, la mayoría de los cuales había muerto sin duda apestados, aunque en una lista les fueron atribuidas otras enfermedades. Y a pesar de que la suma de muertes no aumentó más que en treinta y dos, y la estadística total sólo señalaba 385 decesos, catorce por el tabardillo y catorce por la plaga, dimos como un hecho que esa semana hubo cincuenta muertos de peste.



Fortunas y adversidades de la famosa Moll Flanders -The Fortunes and Misfortunes of the Famous Moll Flanders, más conocida simplemente como Moll Flanders, también de 1722, es una novela picaresca narrada en primera persona que trata de una mujer sola en la Inglaterra del siglo XVII. Presentada como bígama, ladrona, adúltera, etc. suele ganarse inmediatamente la simpatía del lector. 

Un viaje por toda la Isla de Gran Bretaña -A tour thro' the Whole Island of Great Britain-. Escrito entre 1724 y 1727, es un relato detallado de las visitas de Defoe a varias ciudades y pequeñas localidades y es una extraordinaria descripción de la Gran Bretaña anterior a la Revolución Industrial.

Historia política del diablo -The Political History of the Devil-, de 1726, es de carácter satírico sobre la participación del diablo en la Historia. Sus opiniones, propias de su pertenencia religiosa y a su siglo, tienden a explicar, por ejemplo, el origen diabólico de las Cruzadas promovidas por la Iglesia de Roma.

Daniel Defoe falleció en 1731, el 24 ó 25 de abril y fue sepultado en Bunhill Fields, en Londres. Su obra abarca multiplicidad de formas y asuntos literarios. Se ha dicho que escribió, no menos de 545 títulos, además de las novelas, y que empleó casi 200 seudónimos, pero no cabe duda de que fue el náufrago Robinson, o Selkirk, o Serrano, quien hizo pasar su nombre a la historia literaria de Occidente. 




sábado, 24 de enero de 2015

Otra vez en el camino. Cervantes: Don Quijote II


Otra vez en el camino. Qijote, II. Cap. 8. G. Doré

En 1594, Cervantes, que es también Saavedra desde hace cuatro años, recibe el desagradable encargo –al que no se puede ni llamar empleo-, de recaudar, nada menos que dos millones y medio de maravedís de impuestos atrasados, en la zona de Granada. Cuando termina su encargo, se dirige a Sevilla y allí descubre que el banquero Simón Freire, en cuya casa ha depositado los fondos, se ha declarado en bancarrota. Los Contadores llaman a Cervantes a declarar, pero el juez Vallejo, en lugar de notificárselo, lo encierra directamente en la cárcel real de Sevilla; no se sabe si por motivos personales, por estupidez o por desconocimiento, pero desde luego, injusta y arbitrariamente. ¿Seria esta la cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación, donde empezó, o al menos concibió, El Quijote?

Se sabe que Cervantes envió una reclamación a la Corte; –a esta alturas, redactar peticiones era ya una rutina para él–, y que el rey contestó a la demanda, ordenando su libertad, para que se presentara en Madrid, en el plazo de 30 días, pero no sabemos si se produjeron, ni la liberación ni la declaración. 

El caso, por otra parte, es que entre tanto, el 13 de septiembre de 1598, tras una larguísima agonía, se produjo el fallecimiento de Felipe II en El Escorial, lo que a decir verdad, no provocó demasiada emoción en el reino, aunque se apresuraron a celebrar actos públicos de duelo. Todavía estando en Sevilla, Cervantes pudo ver un llamativo túmulo que el Municipio había hecho levantar en honor del rey desaparecido, cuya enormidad, debió resultar inútil y exagerada para la mayor parte de los que llegaron a verlo. Podríamos decir que se trataba de un monumento de atrezzo, puesto que pasados los días de duelo, sería desmontado.

Cervantes, que ni en sus peores momentos dejó de lado la ironía, escribió al efecto, un soneto, que él mismo llegó a considerar el mejor de sus escritos:

               ¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
               y que diera un doblón por describilla!;
               porque, ¿a quién no suspende y maravilla
               esta máquina insigne, esta braveza?

               ¡Por Jesucristo vivo, cada pieza
               vale más que un millón, y que es mancilla
               que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
               Roma triunfante en ánimo y riqueza!

               ¡Apostaré que la ánima del muerto,
               por gozar este sitio, hoy ha dejado
               el cielo, de que goza eternamente!».

               Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es cierto
               lo que dice voacé, seor soldado,
               y quien dijere lo contrario miente!».

               Y luego encontinente
               caló el chapeo, requirió la espada,
               miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

Poco a poco, no sólo Cervantes, sino toda España fue tristemente consciente del desastre financiero que dejaba Felipe II a su heredero, al cual consideraba un hombre que no valía para gobernar. Aunque no es del todo indiscutible, se le atribuye también a Cervantes el siguiente poema en quintillas:

               ¿Por dónde comenzaré
               a exagerar tus blasones,
               después que te llamaré
               padre de las religiones
               y defensor de la fé?
                      … … …
              Quedar las arcas vacías
              donde se encerraba el oro
              que dicen que recogías,
              nos muestra que tu tesoro
              en el cielo lo escondías.

En el verano de 1600, Cervantes abandonó por fin Sevilla.

La Primera Parte del Quijote, se publicó en 1605, ya bajo el reinado de Felipe III, durante el tiempo en que la Corte se trasladó a Valladolid por iniciativa del duque de Lerma.

 La Segunda Parte aparecería en 1615, hace ahora 400 años.

***

¿Cómo enfocar el inmenso territorio sin fronteras que es Cervantes con su obra? No se trata aquí de contar El Quijote, aunque ha de salir continuamente en todo lo que escriba, porque no sólo es una novela, sino que es historia, es biografía, es poesía, es ser modelo de buena gente con mala suerte, es en fin, una obra escrita con un lenguaje tan sorprendentemente perfeccionado, que en el mundo literario, siempre se ha llamado al buen castellano, la Lengua de Cervantes.

De la vida de Cervantes sabemos bien poco, y, en ocasiones, ese poco está lleno de errores, suposiciones, usurpaciones, etc. entre las cuales es difícil optar, por falta de una base segura en que apoyar cualquier supuesto, sin temor a equivocarse. Por alguna razón en su vida había circunstancias de las que, evidente y justificadamente, él mismo prefería no acordarse.

Existen, es verdad, cientos de documentos relativos a su persona, a su familia, a su servicio como soldado, a su cautiverio, a su trabajo posterior, a su ir y venir tras la Corte en busca de empleo, etc. Pero, ¿dónde se formó Cervantes?, ¿dónde adquirió el caudal que llena y enriquece sus escritos? ¿Cómo fue su infancia? ¿Cómo se formó su sensibilidad, etc.? Son estos, conceptos que sólo podemos entresacar de sus escritos; incluyendo los que se le atribuyen, y siempre contando con la posibilidad de que él mismo deslice ciertas mentirijillas cuando se refiere a su persona –para sobrevivir, sin duda–. 

La casi evidente intención de Cervantes, de pasar desapercibido –al contrario que Lope, por ejemplo–, nos lleva a considerar la idea de que el Miguel que conocemos, o que creemos conocer, podría ser una invención o un cúmulo de inventos, por no decir mentiras -que todo podría ser-, ya que, más tarde se quiso proponer la imagen de un héroe–soldado, que lo fue un día, aunque, en su caso, la heroicidad sería haber sobrevivido y, triunfado para la historia, a pesar de una lucha por la vida, que verdaderamente, nunca le dio tregua.

Cervantes fue poco al colegio, y no muy seguido; ¿por dónde le llegó la genialidad, en medio de una vida llena de disgustos, deudas, carencias, esclavitud, cárcel, y, finalmente, envidias, que no dejaron de asaetearle hasta los últimos días de su vida y, en ocasiones, con una crueldad desorbitada? Y, sobre todo, ¿por qué? ¿Por qué Lope, Quevedo o Góngora consiguen una seguridad material –que luego administrarían, cada uno a su estilo–, mientras Cervantes, cuando pide un trabajo digno, después de haberse jugado la vida en Lepanto, y en trabajos peligrosos y miserables, para el rey de España, se le dice que busque en otra parte? Esto ha de tener una explicación, sin duda. 

Vamos a intentar aproximarnos cuanto sea posible, a esta gran figura, tal como hemos llegado a conocerla con el paso del tiempo. 

A pesar de que, personalmente, admiro enormemente a otros autores, entre ellos algunos de los que acabo de citar, ninguno, en mi concepto; ninguno se le aproxima, por múltiples razones, esencialmente morales, porque no se pueden equiparar las malignidades del espadachín Quevedo, ni las chulerías del popularísimo Lope, ni siquiera el modus vivendi de Góngora, con los múltiples detalles de hombre de bien que ofrece Cervantes, y que salen a relucir por todas partes en su vida y en su obra, a pesar de que la obra de los autores citados se encuentra entre lo mejor de lo mejor que se ha escrito. Pero con Cervantes, hay una cuestión de simpatía; una percepción personal, que puede o no compartirse, y que, en todo caso, es difícil de explicar sólo desde el aspecto literario, en el que puede haber genialidades similares, pero no es comparable con nadie, en el aspecto personal.

 Quevedo. Atribuido a Juan van der Hammen, Instituto Valencia de Don Juan, Madrid.

Por ejemplo, no se pueden explicar como propios de la época, los amargos y groseros ataques a las mujeres de un Quevedo, cuando leemos la forma bien diferente en que Cervantes se refiere a ellas. En opinión del primero, por ejemplo, no se podía admitir a Teresa de Ávila con Santiago Apóstol, como patronos de España, porque: ¿cómo equiparar a una mujer con un soldado?. Además, dado un orden de meritorias dignidades, todas las cuales posee Santiago, a Teresa sólo le adjudica la última, la de las vírgenes.

***

Se cumplen, pues, 400 años de la publicación de la Segunda Parte del Quijote de Cervantes, pero aún así, resulta difícil establecer un punto de partida entre su juvenil: Serenísima Reina, dedicado a Isabel de Valois, y el: Puesto ya el pie en el estribo, con el que se despidió del Conde de Lemos y de todos nosotros, para sumergirse después, silenciosamente, entre los cimientos de una iglesia de Madrid, apenas un año después de la publicación del libro.

El aniversario de la publicación de esta citada Segunda Parte es la causa de esta especie de presentación, a través de la cual se verá cómo la suerte de Cervantes entra en pugna con la de Lope de Vega, o para ser exactos, el infortunio de Cervantes se verá enfrentado a la suerte de Lope –aunque, en realidad, ninguno de estos dos términos es del todo preciso, ya que Lope alcanzó la gloria popular del momento, mientras que Cervantes alcanzó la de la posteridad, pero ninguno de los dos resolvió su verdadero problema existencial-.

Miguel de Cervantes, que no leía poemas públicamente en las Academias porque era tartamudo, pero prestaba sus lentes al desagradecido Lope de Vega para que pudiera hacerlo –aunque después aquél se mofara de lo gastados que estaban los cristales-; fue el mismo que en su infancia acompañaba frecuentemente a un padre, casi, o quizás completamente sordo, en su dificultosa lucha por la vida. Una vida muy difícil, aunque su lucha no sería, ni mucho más, ni mucho menos difícil que la de la mayor parte de la población en una época, en la que el tesoro real tenía menesteres más urgentes que subvenir, como era el exterminio de herejes, en una guerra que, perdida desde muy pronto, se alargó durante ochenta años y que, por lo que sabemos, se llevó la vida de Rodrigo, el otro hermano de Miguel. 

En fin, faltan aún varios capítulos para que lleguemos a la interminable campaña en las llamadas Tierras Bajas, o, más popularmente, Flandes; un territorio que nunca, ningún súbdito de la Corona de Felipe II de Austria, sintió como suyo, ni como familiar, pero que se llevó tantas vidas y, sin duda, todos los recursos –recordemos que este monarca ingresaba más que nadie en toda Europa, por medio de la flota de Indias–.

Tal como acabó el asunto de Flandes, deja la amarga sensación de haber estado luchando durante todos aquellos años, contra molinos de viento. ¿Responsabilidad de Margarita de Austria; del duque de Alba; de don Juan de Austria; de Luis de Requeséns; de Alejandro Farnesio? No sé si esto se puede creer. 

Tampoco sé si Cervantes quiere que don Quijote sea loco realmente, pero siendo él mismo, hombre absolutamente cuerdo, cabal y con buen sentido, no me cabe duda de que el Caballero que tanta risa causaba, tenía que representar a alguien. 

Pero hay que conocer la Historia de verdad, empezando, sin duda por desmitificar a los reyes en torno a los cuales se han fabricado e impuesto tantas leyendas, achacando siempre los errores a otros, cuando no a previsibles –pero no previstos– temporales. Felipe II no podía culpar a Medina Sidonia por el fracaso de Inglaterra, como, efectivamente, no lo hizo, aunque otros se ocuparon de publicarlo así.

-Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla,-dice don Quijote en el Capítulo III de la Primera Parte-. Y así es, puesto que su lectura, acompañada de pertinentes notas aclaratorias, se enriquece notablemente y, sin duda, facilita su comprensión, sobre todo en el aspecto histórico. 

Tampoco es necesario contar aquí la historia del reinado de Felipe II y parte de la de Felipe III, pero en ocasiones, si revisamos la existencia de un suceso reciente, entonces, será necesario centrar ese texto en su fondo histórico. Por ejemplo, la celebérrima Batalla de Lepanto, que algo tiene que ver con Cervantes, así como la Gran Armada que Felipe II envió para invadir Inglaterra –en la que es posible que viajara Lope de Vega-, y que en los días de esperanza produjo un admirativo soneto de Cervantes, pero también otro, lleno de absoluto, aunque genial desencanto, después de su sonoro fracaso.

***

Antes de adentrarnos en materia biográfico-quijotesca, propiamente dicha, parece interesante recordar el Prólogo de la Primera Parte, ya que el mismo Cervantes, lo cita después, con mucha amargura, pues le provocó múltiples sinsabores, provenientes, sobre todo, del que llamaremos Clan Lope, quien protegido por su posición en la Corte y por el inmenso éxito de su teatro, podía permitírselo casi todo –excepto evitar los desastres de su propia vida–.

La historia es larga. 

Pensando en el Prólogo para la Primera Parte del Hidalgo, Cervantes escribió que su obra saldría: Falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes…

De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del abecé, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos.

En resumen, Cervantes no quería actuar en 1605 como lo había hecho Lope de Vega en 1604. Este se dio naturalmente por ofendido, como si el comentario llevara su apellido, y contestó de forma literariamente brutal, como veremos. Todo ello dio lugar a que en el nuevo prólogo de las Novelas Ejemplares de 1614, Cervantes escribiera:

Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con éste.

***

Cervantes y Lope de Vega se debieron conocer alrededor de 1583 –quizá algo antes-, cuando ambos visitaban al empresario teatral Jerónimo Velázquez, en la calle de Lavapiés de Madrid. Lope se proponía enamorar a Elena Osorio, la hija del empresario, mientras Cervantes, que intentaba que el padre pusiera en escena alguna de sus obras, dedicó por entonces a Lope rimadas alabanzas en el Canto de Calíope, de La Galatea, que terminó el mismo año en que se conocieron, aunque se publicó en marzo de 1585:

         Muestra en su ingenio la experiencia
         que en años verdes y en edad temprana
         hace su habitación así la ciencia
         como en la edad madura antigua y cana.
         No entraré con alguno en competencia
         que contradiga una verdad tan llana,
         y más si acaso a sus oídos llega,
         que lo digo por vos, Lope de Vega.

Pero Lope publicó La Arcadia en 1604, escrita durante su destierro en Alba de Tormes –por insultos públicos a su antigua amante-; un verdadero compendio de pedantería y falsa erudición, que encendió la ironía de Cervantes. La edición de Amberes de 1612 contenía 60 páginas de erudición.

Ediciones de 1605 y 1612

En una carta fechada en Toledo el 14 de agosto de 1604, Lope de Vega afirmaba: De poetas no digo: buen siglo es éste. Muchos están [en] cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a don Quijote.

Escribió además en otra carta:  ...cosa para mi más odiosa que … mis comedias a Cervantes, porque estaba convencido de que aquel le odiaba, tal vez por lo que aparecía en el capítulo 48 del manuscrito de la primera parte del Quijote, en la que el Canónigo confiesa haber empezado a escribir un libro de caballerías, del que llegó a componer más de cien hojas, pero que lo ha abandonado: porque ...no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le quitó de las manos y aun del pensamiento de acabarle fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera, y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos que no opinión con los pocos.

La Primera Parte del Quijote, se publicó en 1605 y se sabe que su prólogo ofendió muchísimo al intocable Lope, a quien el esplendoroso éxito no le evitaba heridas al orgullo y, sintiéndose insultado, contraatacó con la mayor dureza posible. 

Fue una guerra desigual y cruel, habida cuenta de la situación social de ambos, con los apoyos de una de las partes, o la inexistencia de estos, en la otra. En su transcurso alguien ideó poner en circulación una segunda parte del Quijote; el llamado de Avellaneda, proyecto en el que tal vez estuvo mezclado Lope y que pretendía hundir en la miseria a Cervantes, con la verdadera segunda parte de su verdadero personaje a punto de ser publicada. 

Lope de Vega con el Hábito de Malta.

Unos meses antes de que apareciera el Primer Quijote, Lope de Vega ya lo había leído y analizado, por lo que le dedica buena parte  del prólogo de El Peregrino en su Patria, en 1604, sin decir su nombre.




Además de su contenido propiamente dicho, la edición despertó la ironía de Cervantes ante el visible y absurdo engreimiento de Lope, que sin sentido alguno del ridículo, hizo adornar la portada con su supuesto escudo en el que aparecían 19 torres, mostrando además, una leyenda en latín: Quieras o no quieras, Envidia, (Escudo de Lope, es) o único o muy raro.

Cervantes le dedica entonces este soneto:

            Hermano Lope, bórrame el soné—
            de versos de Ariosto y Garcila—,
            y la Biblia no tomes en la ma—,
            pues nunca de la Biblia dices le—.
            También me borrarás La Dragonte—
            y un librillo que llaman del Arca—
            con todo el Comediaje y Epita—,
            y, por ser mora, quemarás la Angé—,
            Sabe Dios mi intención con San Isi—;
            mas quiéralo dejar por lo devo—.
            Bórrame en su lugar El peregri—.
            Y en cuatro leguas no me digas co—;
            que supuesto que escribes boberi—,
            las vendrán a entender cuatro nació—.
            Ni acabes de escribir La Jerusa—;
            bástale a la cuitada su traba—.

Lope, ciego por su orgullo herido, le envía una carta desde Toledo, en la que es evidente, que de los dos él es quien se siente derrotado, ya que pierde toda contención para enzarzarse en una ristra de burdos insultos y expresiones vulgares:

Yo que no sé de los, de li ni le— Variante: Pues nunca de la Biblia digo lé-...
            ni sé si eres, Cervantes, co ni cu—;
            sólo digo que es Lope Apolo y tú
            frisón de su carroza y puerco en pie.
            Para que no escribieses, orden fue
            del Cielo que mancases en Corfú;
            hablaste, buey, pero dijiste mu.
            ¡Oh, mala quijotada que te dé!
            ¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!,
            que es sol, y si se enoja, lloverá;
            y ese tu Don Quijote baladi
            de culo en culo por el mundo va
            vendiendo especias y azafrán romí,
            y, al fin, en muladares parará.

Quedaba muy lejos de la capacidad de comprensión de Lope, aquel favorito del pueblo y la Corte, mimado por la fortuna, y que observaba el mundo desde sus diecinueve torres, que un don nadie como Cervantes, se atreviera a presentarle armas en el terreno literario, pero este, después de leer aquella ristra de insultos y expresiones soeces, decidió referirse al divo en su segundo Prólogo, diciendo, entre otras cosas, que el mismo Lope se escribía los sonetos laudatorios, lo cual es especialmente cierto, en el que le dedica Camila Lucinda, quien no era sino Micaela Luján, mujer que, como tantas otras en la época, no sabía escribir.

Con el tiempo, Cervantes contó –con su imperturbable serenidad-, en la Adjunta al Parnaso, cómo había llegado el soneto a sus manos: 

Estando yo en Valladolid llevaron una carta a mi casa, para mí, con un real de porte; recibióla y pagó el porte una sobrina mía –sin duda, Constanza, la hija de Andrea-, que nunca ella le pagara; pero dióme por disculpa que muchas veces me había oído decir que en tres cosas era bien gastado el dinero: en dar limosna, en pagar al buen médico y en el porte de las cartas. Diéronmela, y venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote; y de lo que me pesó fué del real...  

Añadía también Cervantes en los versos atribuidos a Urganda la Desconocida

             No indiscretos hierogli—
             Estampes en el escu—;

Y en esta ocasión, Góngora se unió a la crítica con un soneto, ciertamente dotado de enorme ingenio:

            Por tu vida, Lopillo, que me borres
            Las diez y nueve torres de tu escudo;
            Pues aunque tienes mucho viento, dudo
            Que tengas viento para tantas torres.

Góngora. Velázquez. M. Fine Arts, Boston 

Pero lo que se distingue en el trasfondo de todo este ingenioso juego, es un concepto diferente de la vida y de la propia historia, mostrando asimismo, que en la época de Felipe II, lejos de lo que se pretendía, no había, ni muchísimo menos, uniformidad de pensamiento.

Cervantes se embarcó y luchó en Lepanto, la gloria de Don Juan, mientras que Lope pudo formar parte de la Gran Armada de Inglaterra, que fracasó. Cervantes quería que España se incorporase a la cultura de los países europeos, mientras que Lope, dependiente de la política oficial, odiaba a Inglaterra; piensa que la explotación y tortura de indios es legítima y preside participa en autos de fe contra herejes, mientras que Cervantes se inclina al perdón y cree en la libertad de conciencia.

Lope, por su parte, se vuelve dependiente del éxito, porque le gusta y porque, según propia confesión, necesita el dinero, lo que le lleva, como dice Cervantes, a rebajar la calidad de sus creaciones, algo que él se niega a hacer, aunque no renuncia a aplicar aspectos muy renovadores en su obra:

…éstas [comedias] que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo; y los autores que las representan, dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera.

No está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquéllos que no saben representar otra cosa. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer; pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide.

Yo escribo por dinero, respondería Lope, como ya hemos citado, para añadir finalmente, refiriéndose a Cervantes:

            … quien con arte ahora las escribe,
            muere sin fama y galardón...

En fin, los siglos han hablado en este sentido.

Concluiría Lope:

y cuando he de escribir una comedia, 
encierro los preceptos con seis llaves;
saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
para que no me den voces; que suele
dar gritos la verdad en libros mudos;
y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron;
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

La rivalidad duró hasta la muerte de Cervantes y, parece que Lope y sus amigos Avellaneda, no dudaron en ponerle la zancadilla cuanto pudieron, hasta aquel mismo momento. Si bien existen casos más dramáticos causados por odios entre escritores, como el ocurrido entre Quevedo y Góngora, que ahora no vienen al caso, el presente, no es de los menores, precisamente a causa del nivel de brutalidad aportado por Lope de Vega; no lo olvidemos, caballero de Malta, sacerdote y familiar del santo oficio por añadidura

Cabe destacar pues, que en esta batalla, Cervantes asumió la parte más conciliadora, no dudando en referirse elogiosamente a Lope, en el Prólogo de sus Ocho Comedias y Ocho Entremeses:

Y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega y alzóse con la monarquía cómica. Avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas..., reconociendo igualmente, que su rival había tenido la fortuna de ver estrenar todas sus comedias, algo que él no consiguió nunca.

Lope se convertiría, sin duda, en el autor más característico y solicitado de su época, en tanto que Cervantes será un español universal, con diferencia, por los rasgos hondamente humanos de sus obras que hacen de él, lo mismo que de Homero o Shakespeare, un hombre de todos los tiempos y de todos los países.

Las obras conservadas y reconocidas de Cervantes –además de ciertas atribuciones a las que no referiremos más adelante, son: 

La Numancia (1582)
El trato de Argel (1582)
La Galatea (1585)
El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha (Primera parte, en 1605)

Novelas Ejemplares (1613):
   El Casamiento Engañoso
   La Gitanilla
   El amante liberal
   La española inglesa
   Riconete y Cortadillo
   Licenciado Vidriera
   La fuerza de la la sangre
   El celoso extremeño
   La ilustre fregona
   El Coloquio de los Perros
   La Señora Cornelia
   Las Dos Doncellas

Viaje al Parnaso (1614)
El Ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha (Segunda Parte, 1615).

Ocho comedias (1615)

   El gallardo español
   Los baños de Argel
   La gran sultana doña Catalina de Oviedo
   La casa de los celos
   El laberinto de amor
   La entretenida
   El rufián dichoso
   Pedro de Urdemales

Y ocho entremeses nuevos, nunca representados (1615)

   El juez de los divorcios
   El rufián viudo llamado Trampagos
   La elección de los alcaldes de Daganzo
   La guarda cuidadosa
   El vizcaíno fingido
   El retablo de las maravillas
   La cueva de Salamanca
   El viejo celoso

Los trabajos de Persiles y Segismunda, historia septentrional -1617, publicación póstuma-.

***
Prólogo de “Avellaneda”

Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así, sale al principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos. Pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte, pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar.
***

Prólogo-Contestación de Cervantes

¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he de dar este contento, que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobraron: que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga, y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.

He sentido también que me llame invidioso y que como a ignorante me describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bienintencionada. Y siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo, que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero en efecto le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo.

***