domingo, 26 de octubre de 2014

EL GRECO Y KAZANTZAKIS, dos cretenses en Toledo - Homenaje a Nikos Kazantzakis. + 26 de Octubre de 1957

Nikos Kazantzakis 18 de febrero*3 de Marzo de 1883 – 26 de Octubre de 1957

* Cuando en Grecia era 18 de febrero -1883-, en Europa era 3 de marzo. El calendario Gregoriano se implantó en Grecia, el miércoles, 15 de febrero de 1923; el día siguiente fue jueves, 1 de marzo. 

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Hay una especie de fuego en Creta, digamos un alma, algo más fuerte que la vida y la muerte. Está la altivez, la obstinación, la bravura y al mismo tiempo algo distinto, algo inexpresable e imponderable, que hace que uno esté a la vez gozoso y aterrado de ser hombre".
Nikos Kazantzakis: Carta al Greco.

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Siempre me he imaginado Toledo tal como lo pintó El Greco; elevada, ascética y en medio de una terrible tempestad, mientras la aguja de su maravillosa catedral gótica, parecida a la aguja del alma humana, rasga las nubes cargadas con el rayo divino. Uno de los lados, con sus torres, murallas y casas, queda iluminado por la chispa azul de un relámpago; el otro desaparece en la nada.

Pero yo llegué a Toledo en una mañana tranquila y suave. Dos mujeres jóvenes que volvían del mercado llevando sus cestas llenas de frutas y de pimientos colorados. Sonaban las pesadas campanas de la catedral, las casas abiertas recibían la luz a raudales y dentro de los frescos patios interiores, las muchachas regaban las macetas de flores con los bordes dentados. 

Como sucede a veces, este primer contacto no fue para mí ni rayo ni incendio. Me pareció tan agradable como una brisa de primavera.

España es la invención de algunos poetas y pintores. Lucho por librarme de este yugo. Como se dice en los libros de leyendas, el hombre lleva sobre sus hombros dos espíritus invisibles; a la derecha, un ángel y a la izquierda un demonio. Esta mañana los noto en mí: contemplan Toledo y discuten.

El demonio murmura:

-¿Esta es la célebre ciudad imperial que teníamos tantos deseos de ver? Desconfía de cierto romanticismo...¡Qué fastidio! ¡Vámonos!

Y el ángel susurra con su voz tranquila:

- ¿Y si fuéramos a ver el Greco?- 

Pero yo no tengo prisa. Sé lo dulce que resulta detenerse en el umbral de la felicidad.

Paso por delante de la Casa del Greco, que se encuentra en el barrio judío. La gran puerta está abierta. Se distingue un jardín abandonado, pero agradable y cálido. Un rosal lleno de rosas, dos o tres chumberas, una estatua antigua de mármol y la hiedra que trepa por las paredes. Una anciana arrugada, sentada al sol, limpia mostaza como las abuelas cretenses. Al fondo del jardín, una terraza sostenida por altas columnas y, encima, una ventana enrejada.

Abandono el jardín del Greco. El Tajo corre bajo el sol entre orillas desnudas y peñascos grises y puntiagudos. Ni una hoja verde. Dirijo una tranquila mirada sobre las orillas y me emociona pensar que la mirada ardiente del Greco debió amar estas ascéticas piedras. Me estremezco como si fuera posible encontrar allí una chispa olvidada por su pupila.

Casa del Greco. Toledo 1950

Kazantzakis con Eleni– Ελένη, Yvonne Metral y Lucienne Fleury en la antigua Casa del Greco en Toledo.

Visito la casa del gran hombre, su museo, las iglesias donde se hallan sus obras. Tengo presente en el espíritu su difícil lucha. Tengo la vista llena de bocas en fuego, largos dedos pálidos, manos semejantes a estrellas de mar, ojos de brasas inmóviles... Todas estas maravillas se encuentran allí impacientes por penetrar en mí y tomar forma. Impaciente también yo, me contengo, porque sé bien que cuando llegue la hora del acuerdo perfecto, esta espera del placer, esta alegría, morirá.

Paseo por las estrechas calles de la ciudad pensando en su pasado.

El día 8 de Abril de 1614, durante una alegre mañana como la de hoy, la puerta de la casa del gran cretense se encontraba abierta. Niños vestidos con blancas camisas bordadas estaban en el umbral llevando cirios amarillos. El noble y misterioso extranjero que el mar había traído cuarenta años atrás, había muerto. Todo Toledo estaba de luto. La leyenda que había creado este cretense, taciturno y violento, revivía aquel día en todos los labios. Su vida había sido extraña, sus palabras, raras, pero tajantes. 

Había dicho de Miguel Ángel: Era un buen hombre, pero no sabía dibujar. Había pintado las alas de los ángeles tan grandes que la misma iglesia se había asustado. A un Inquisidor que le preguntó: ¿De dónde vienes? ¿Por qué has venido?, contestó: No tengo que dar cuentas a nadie. 

Contrató unos músicos que debían tocar en la habitación contigua a la que tenía por comedor. Despilfarraba- dijo su amigo Jusepe Martínez- al llevar tan lujoso tren de vida. Le gustaba pasear al atardecer por los jardines del Cardenal Sandoval y Rojas, plantados de olivos, naranjos y pinos, poblados de pájaros exóticos, peces en las fuentes y estatuas de mujeres desnudas. Allí se encontraba con sus amigos: poetas, frailes, guerreros y prelados. A estos jardines acudían también las mujeres más cultivadas de Toledo a las que refiere Gracián: Decían más con una sola palabra que los filósofos atenienses con todo un libro.

Toledo lo había seducido. Era la ciudad que le convenía. Aunque ya vacilante, conservaba los restos de su grandeza y esplendor. Por sus estrechas calles caminaban todavía nobles y caballeros llenos de orgullo, de lasitud y de exaltación mística; cardenales indómitos y frailes pálidos. Muchos rostros apasionados y alucinados, propios para seducir la mirada del cretense insumiso. Por sus venas corría la mejor sangre árabe; los mismos árabes que habían conquistado España se habían abatido también sobre Creta, la isla donde mana la miel y la leche y, para resistir la tentación del regreso, para adueñarse con más seguridad del país, habían quemado sus naves tan pronto como hubieron desembarcado. 

Por esto el Greco descubrió en Toledo una nueva patria. Pero, contrariamente a los pintores españoles, veía por primera vez -y en un momento crítico de su hermosa juventud- el espectáculo de España, sus rostros extasiados y lívidos, el último sobresalto de una raza antes de su decadencia.

Por la misma época, Cervantes inmortalizaba con las risas y las lágrimas a estos mismos caballeros de la triste figura. Mientras el Greco, separando el elemento cómico conseguía gracias al trazo y al color, dar forma a un espectro eterno: el alma desesperada del hombre.

Viejas iglesias, palacios en ruinas y, entre los escombros, una fragante madreselva. 

Me encuentro de nuevo en el barrio judío delante de la casa del Greco. Franqueo el umbral. Me basta con lanzar una mirada ávida sobre las pinturas de colores brillantes y sobre sus lívidos personajes consumidos por una llama interior, para que en seguida se me corte la respiración. Y al igual que siempre en mis momentos de gran alegría o de gran pesadumbre, intento distraer mi espíritu de la emoción que lo embarga, y darle tiempo para comprender que alegrías y penas no son más que pasajeras fosforescencias indignas de destruir nuestro corazón. Me pongo, pues, a bromear con el anciano guarda del Museo. Hablar y reír me apacigua. Luego me callo y empiezo a contemplar la obra del Greco.

Rodeado por los retratos de los apóstoles. De repente, tengo la impresión de encontrarme envuelto en llamas. 


Bartolomé está vestido de blanco; su cabeza con rizos oscuros, pálida, hambrienta, se agita como una llama y parece querer separarse de su cuello. Hay tanta ligereza y gracia en la mano que levanta el cuchillo, que el apóstol parece más bien que sostiene una pluma y se prepara para escribir. 


Junto a él, Juan, con los cabellos rojos, a un tiempo efebo y femenino, sostiene un cáliz en el que bullen serpientes. 


El viejo * Simón, con las mejillas hundidas y los ojos indeciblemente tristes, se apoya con todo su peso sobre su lanza para no caer. Y mientras él te mira, experimentas la incurable amargura de la inutilidad del combate. Todos los apóstoles abrasan.

*Esta imagen corresponde a Judas Tadeo, pero es el único “viejo” que “se apoya sobre su lanza” en el Apostolado del Museo del Greco.


En la entrada, el célebre cuadro de Toledo al pie del cual y a la derecha se puede ver a Jorge Manuel, el hijo del Greco, desplegando un mapa. Del cielo desciende sobre la ciudad un grupo de ángeles. La Virgen está en medio de éstos. Arriba, un ángel que cae, con la cabeza hacia abajo, parece una estrella fugaz.


Me acuerdo del cuadro de la “Resurrección” del museo de Madrid. En la parte inferior, los guardias, amarillos, azules, verdosos, tumbados boca arriba, forman una masa abigarrada de la que se eleva Cristo, recto como un gran lirio blanco: flecha divina que asciende hacia el cielo tras haber vencido el peso de la materia y la muerte.


Y en el frío Escorial, con un brillo metálico resplandece “El martirio de San Mauricio”; las tres armaduras: azul, esmeralda oscura y amarillo; el vestido verde del niño y la claridad de ultratumba que impregna la atmósfera te ponen en tal estado de exaltación, que te sientes proyectado en un paisaje lunar.


En todos los cuadros del Greco la luz desgarra al aire con la misma violencia. Hay algo de cruel, de feroz, como sucede en su “Inspiración del Espíritu Santo”. Los apóstoles parecen temblar como si quisieran huir, pero es demasiado tarde, ya que el espíritu se arroja sobre ellos como un halcón y un apóstol intenta proteger su cabeza.

Así es la luz en la obra del Greco. Devora las carnes, deroga las fronteras que separan las almas de los cuerpos y pone tensos a estos últimos como si fuesen arcos. Y qué importa que se rompan. La luz es movimiento, violencia. No proviene del sol, parece más bien manar de una luna trágica. El aire vibra cargado de rayos; algunas veces, los ángeles se difunden de la bóveda celeste como amenazadores meteoritos que estallan multicolores por encima de las cabezas humanas. Por esto los rostros pintados por el Greco tienen este aspecto blanquecino y extático de los espectros o también el que pueden tomar nuestras caras bajo los rayos de un inmenso relámpago azul.

El Greco está atormentado por el deseo de alcanzar la esencia a través de la sustancia. Martiriza los cuerpos, los estira, los ilumina con una luz devoradora, los quema. Menospreciando las reglas del arte, absorbido por su propia visión, coge su pincel como el caballero coge su espada y marcha adelante. La pintura -le gustaba decir -no es una técnica, un conjunto de recetas y de reglas. La pintura es ejecución, inspiración, creación estrictamente personal.

A medida que envejecía, en lugar de perder su fuego, el Greco ganaba empuje. Su pulso se aceleró y su locura se hizo más fecunda. 


Sus últimas obras: Laoconte y Toledo bajo la tormenta, son incendios. Ya no son cuerpos los que representa. El alma es una espada que sale de su vaina: el cuerpo humano.


Algunas veces es el amor de la vida el que distingue a los personajes del Greco. Sus ángeles son atléticos, morenos, con las narices respingonas y un ligero vello negro sobre las mejillas y encima de los labios. 

En la Iglesia de San Vicente de Toledo, uno de ellos impulsa a la Virgen hacia el cielo con unos brazos tan robustos que, al mirarlo, uno se siente animado por el mismo ímpetu.

Los retratos del Greco son de una extraordinaria intensidad. Uno se estremece a la vista de sus caballeros o de esos cardenales que salen del fondo negro del cuadro como si fuesen espectros.

El Greco consideraba al cuerpo del hombre como a un obstáculo, pero también como el único medio que permite al alma manifestarse. Por eso no renegó del cuerpo como lo hicieron los árabes que lo reemplazaron por dibujos geométricos. Cuanto más miras sus retratos, más te sientes dominado por un temor metafísico. Piensas en fuerzas oscuras: alquimia, magia, brujería o exorcismo. Todos estos personajes, pintados para conservar el cuerpo que tenían en vida, sus rasgos y sus vestimentas, parecen resurgir en un espejo mágico, resucitados por un poderoso mago. De este modo, el arte encuentra de nuevo su poder primitivo que era el de hacer revivir a los muertos. Pero a estos cuerpos resucitados les falta la dulzura, la naturalidad y el calor humano. Antes de volver a la tierra han conocido el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso.

El confesor de Santa Teresa, Pedro Ibáñez, dijo: Teresa es grande desde los pies hasta la cabeza. Pero de la cabeza para arriba es incomparablemente más grande. Es esta talla invisible del hombre, la que el Greco se esforzó en pintar durante toda su vida. 
Kazantzakis, Crónica de su viaje a Toledo.
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Tal vez esta sea la razón –añadiremos-, por la que el pintor dijo a los inquisidores aquello de: Pinto así, porque el mayor defecto del hombre es ser tan pequeño. De este modo, la verdadera medida del hombre en el Greco, es la que va desde la cabeza para arriba; y esta sería la que representan las enormes alas de sus ángeles.

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-¿Quién es Nikos Kazantzakis?
-Poeta, escritor, teórico, político… es el autor de Zorba el Griego.

Recreación de la casa en la que nació Kazantzakis.

Nikos Kazantzakis nació en Heraklion –la Candía del Greco-, que en 1833 todavía era parte del Imperio Otomano. Su padre, Mijalis se dedicaba al comercio de productos agrícolas y vino. Un día, Mijalis se convertiría en uno de los modelos para el Capitán Mijalis, de su novela Libertad o Muerte - Ο Καπετάν Μιχάλης-.

Entre 1897-1898 Kazantzakis se desplazó a Naxos, para estudiar en una escuela católica francesa, donde nació y creció su amor por aquel idioma. Después estudió Derecho en Atenas y, en 1906, antes de terminar sus estudios, escribió La enfermedad del Siglo y la novela Lirio y Serpiente -Όφις και Κρίνο-, finalmente, fue a París a terminar sus estudios de postgrado, a la vez que escribía y se iniciaba como periodista.

1901

Vuelve a Creta, y, como Presidente de la Sociedad Dionysos Solomós, defiende la reforma lingüística y el abandono de vieja la lengua culta, Katharevousa-καθαρεύουσα, y la implantación de la demótica – δημοτική- popular, que será la que se imponga. En 1910 se traslada a Atenas con Galacia Alexíu, con la que se casará el año siguiente.

En 1912 estalla la Primera Guerra de los Balcanes; Kazantzakis se alista como voluntario e ingresa en el Gabinete del Primer Ministro Eleftherios Venizelos - Ελευθέριος Βενιζέλος-.

Dos años después hace un viaje casi iniciático con Ángelos Sikelianós al Monte Athos, donde ambos permanecen durante cuarenta días leyendo los Evangelios, así como textos de Dante y Buda, lecturas que después completará Kazantzakis profundizando en Homero, Dante, Bergson y Tolstoy, con quien comparte la idea de que la religión es más importante que la literatura. 

En 1917, la necesidad de carbón durante la guerra, le lleva a contratar a un hombre llamado Giorgos Zorba, para explotar una mina de lignito en el Peloponeso; esta experiencia se transformará en la gran novela Alexis Zorba - Βίος και Πολιτεία του Αλέξη Ζορμπά-, 

En 1919 Venizelos nombra a Kazantzakis Director General del Ministerio de Bienestar Social, con la misión de repatriar a 150.000 griegos amenazados en el Cáucaso. Kazantzakis va a Macedonia y Tracia para supervisar el proceso cuya experiencia quedó reflejada muy posteriormente en la obra: Cristo nuevamente Crucificado - Ο Χριστός Ξανασταυρώνεται.

En 1920, tras la derrota del Partido Liberal de Venizelos en las elecciones de noviembre, abandonó al Ministerio de Bienestar Social y viajó a París, regresando a Grecia el año siguiente.

En septiembre de 1922, Kazantzakis vive en Berlín, cuando se produce la terrible derrota de los griegos ante los turcos en Asia Menor; la Catástrofe. A partir de entonces, es fácil seguir su evolución psíquica, política y literaria a través de las cartas a Galacia, que vive en Atenas y a la que, entre 1920 y 1924 escribirá desde Viena, Berlín y Nápoles. Por entonces visita Pompeya, que le apasiona, y Asís; las enseñanzas de San Francisco permanecerán vivas en su corazón a lo largo de toda su existencia.

1915

Poco antes de volver a Grecia, conoce a Eleni Samíou, con quien empieza una relación que se prolongará tras su divorcio con Galacia en 1926. A pesar de su separación Eleni decide mantener el apellido Kazantzakis, incluso después de su segundo matrimonio.

En agosto de ese año entrevista al dictador Primo de Rivera en España y en otoño, a Mussolini en Roma, para un periódico ruso. Como corresponsal, visita Egipto y el Sinaí

En junio de 1928 conoce a Gorki en Moscú. Escribe artículos en Pravda sobre las condiciones de vida en Grecia, que más tarde se publicaron en Atenas, en dos tomos. El año siguiente, después de recorrer Rusia, se instala en Checoslovaquia para escribir su famoso libro Toda-Raba; Τόντα-Ράμπα; Moscú gritó.

En 1931, de nuevo en Grecia, se instala en Egina, donde prepara un diccionario francés y griego en sus dos versiones, Dimotikí y Katharevousa –que definiremos genéricamente, como la lengua hablada común y la escrita minoritaria-, y traduce al griego la Divina Comedia de Dante completa, en 45 días. Después se va a España y empieza a traducir a poetas españoles para elaborar una antología.

1936 En octubre y en noviembre, en España como corresponsal de guerra entrevista a Franco y a Unamuno. La mayor parte del tiempo vive en su casa de Egina.

1941. Después de ocupar Creta, los alemanes ocupan Grecia continental.

1943. Trabajando febrilmente a pesar de las dificultades de la ocupación alemana, termina el Alexis Zorba y su traducción de La Ilíada.

1943. Kazantzakis en su casa de Egina

Entre la primavera y el verano de 1944, termina Kapodistrias –sobre el primer Jefe de Estado de la Grecia independiente-, y Constantino Paleólogo –el héroe Bizantino de la frustrada defensa de Constantinopla-. 

Inmediatamente después de la salida de los alemanes, se traslada a Atenas y el año siguiente se une a un pequeño partido que intenta unir a todos los grupos disidentes de la izquierda no comunista. Por dos votos no es elegido para la Academia de Atenas. El Gobierno lo envía como experto en Creta para informar sobre los crímenes llevados a cabo por el ejército alemán de ocupación.

Creta, 1945

En noviembre se casa con Eleni Samíou y jura como Ministro Sin Cartera en el Gobierno de coalición del centrista de Temístocles Sofoulis, pero el año siguiente, tras la unificación de los partidos socialdemócratas, renuncia al cargo.

En marzo de ese año, la Sociedad de Escritores Griegos propone su obra para el Premio Nobel, junto con Sikelianós. Tras una estancia en Cambridge se traslada a París invitado por el Gobierno francés. La grave situación política en Grecia no le permite volver y se ocupa de la traducción al francés de su Alexis Zorba.

1947-48. Kazantzakis es nombrado por la UNESCO, para promover la traducción de obras literarias destinadas a salvar las culturas de las que proceden.


Pasa el verano de 1952 en Italia con Eleni, y allí disfruta de la amada Asís de San Francisco. Poco después, una infección ocular grave le obliga a ingresar en un hospital en los Países Bajos, donde, durante su recuperación, estudia la vida de San Francisco, y escribe El Pobrecito de Dios - Ο Φτωχούλης του Θεού.


En Grecia, la Iglesia Ortodoxa se plantea condenarlo por sacrilegio a causa de algunas páginas de Capitán Mijalis, pero, sobre todo, por La Última Tentación. En 1954, el Papa incluye esta última obra en el Índice de Libros Prohibidos. Partiendo de la Apología de Tertuliano: Ad tuum, Domine, appello tribunal, envía el mismo telegrama a la jerarquía de ambas Iglesias: 

Me condenáis, santos padres, y yo os doy mi bendición. 
Espero que vuestra conciencia esté tan limpia como la mía y que seáis tan éticos y tan creyentes como lo soy yo.

Με καταραστήκατε, 'γιοι Πατέρες, εγώ σας δίνω την ευχή μου. 
Εύχομαι η συνείδησή σας να είναι τόσο καθαρή όσο η δική μου και να είστε τόσο ηθικοί και τόσο θρησκευόμενοι όσο είμαι εγώ.

En 1955 pasa un mes de descanso con Eleni en Suiza, donde empieza a escribir su Carta o Informe al Greco- Αναφορά στον Γκρέκο, su autobiografía espiritual. Una año después, es propuesto para el Premio Nobel.

Con Albert Schweitzer y Eleni en Alemania. 1955

1957 En Cannes. Proyección de Celui qui doit mourir – El que debe morir-, basada en la obra, Cristo Nuevamente Crucificado. Con Jules Dassin y Melina Merkouri.

En 1957 al volver de un viaje a China se ve obligado a ingresar en un hospital de Friburgo con diagnóstico muy grave. Poco después, una epidemia de gripe agota sus escasas defensas y muere el 26 de octubre, a los 74 años.

Su cuerpo fue trasladado a Atenas, donde la Archidiócesis se negó a celebrar su funeral. En consecuencia, sus restos fueron llevados a Heraklion, su ciudad natal, donde sí tuvo un funeral en la catedral de San Minas.



5 de noviembre. El funeral de Nikos Kazantzakis en la Catedral de San Minas en Heraklion

El 6 de noviembre de 1957, fue enterrado en el Fuerte Martinengo, en la parte más alta de las murallas venecianas, por decisión unánime del Consejo Municipal de Heraklion. 

6 de noviembre. La tumba de Nikos Kazantzakis en el bastión Martinengo en las murallas de Heraklion.

En esta tumba, de acuerdo con sus deseos, se grabó una inscripción sobre una sencilla piedra:
Δεν ελπίζω τίποτα. Δεν φοβούμαι τίποτα. Eίμαι ελεύθερος.
No espero nada. No temo nada. Soy libre

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Todo hombre tiene un grito que lanzar antes de morir; su grito. Hay que apresurarse para tener tiempo de lanzarlo. Ese grito puede dispersarse, ineficaz, en el aire o puede no hallar ni en la tierra, ni en el cielo, un oído que lo escuche; poco importa. No eres un carnero, eres un hombre y hombre quiere decir algo que no está cómodamente instalado, sino que grita. ¡grita tú, pues! Mi alma íntegra es un grito y mi obra íntegra es la interpretación de ese grito.
Carta al Greco
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miércoles, 22 de octubre de 2014

La “Conjura” de Andalucía contra Felipe IV


Andalucía, 1641. Una crisis de todo, ya evidenciada el año anterior, constituye el momento más crítico del crítico reinado de Felipe IV durante el cual, este caso se produce junto a otros movimientos similares, al menos en su origen, en Aragón, Cataluña y Portugal. Protagonistas: el IX Duque de Medina Sidonia y el VI marqués de Ayamonte.

¿Conjura nobiliaria? ¿Tentativa secesionista o independentista? ¿hasta qué punto participó el pueblo en el supuesto intento de sublevar Andalucía contra el rey para instaurar en ella una monarquía en la persona del citado Duque? -Esto no es creíble-. Los planes de ambos nobles quedaron al descubierto por delación, y fueron abortados. Sin embargo, todo el asunto está envuelto en sombras de duda. 

Gaspar Pérez de Guzmán y Sandoval, IX Duque de Medina Sidonia toma posesión de una ciudad del Algarbe. Anónimo. 
Palacio de Medina Sidonia, Sanlúcar de Barrameda.

Gaspar Pérez de Guzmán y Gómez de Sandoval y Rojas, IX Duque de Medina Sidonia, era entonces el jefe de la casa de Medina-Sidonia, depositaria de uno de los Ducados más antiguos de la Corona de Castilla, con enormes señoríos en Sevilla y parte de Granada, y poseedor, además, de la mayor fortuna de Andalucía y una de las mayores del Reino, que eran pocas, pero inmensas; en esto enraizaba buena parte del gravísimo problema de la Hacienda Real.

A la muerte de su padre en 1636, don Gaspar, que tenía 33 años y estaba casado con su tía doña Ana de Guzmán, heredó el Ducado de Medina Sidonia y el título y funciones de Capitán General de la Mar Océana y Costas de Andalucía, –que procedía, como se sabe, de haber mandado el VII Duque la armada que iba a invadir Inglaterra, con su conocido fracaso –en el que estuvieron implicados, además, Felipe II y su sobrino Alejandro Farnesio–, pero del que más tarde fueron responsabilizados los elementos atmosféricos– y, en parte, el propio Duque, aunque, hasta el mismo momento de embarcarse, no había tenido nada que ver con los reales proyectos sobre Inglaterra.

El nuevo Duque, que hasta entonces había vivido en Madrid, envuelto en lujo, derroche y poder de casta, heredaba el mando sobre un territorio que se extendía desde la desembocadura del Guadiana hasta el estrecho de Gibraltar, así como una fortuna ya mermada, en parte, por él mismo; en parte por el millonario agasajo con el que se empeñó su padre –obligatoriamente– para festejar a Felipe IV, cuando este quiso hacer patria visitando Andalucía en 1624 y se detuvo en el famoso Coto de Doñana, y, en fin, por muchos más, grandes y numerosos préstamos pendientes de devolución y avalados por hipotecas igualmente onerosas.

Por otra parte, en virtud de su alta consideración social –si es que se puede emplear este término en la época–, doña Luisa de Guzmán, la hermana del nuevo Duque, había contraído matrimonio con el portugués Duque de Bragança, después, Juan IV de Portugal –protagonista colateral del drama–, en 1632.

Rainha D. Luísa, de José de Avelar Rebelo. Museo Nacional de Carruajes. Lisboa.
El Duque de Bragança, Juan IV de Portugal.

En cuanto al VI Marqués de Ayamonte, Francisco Manuel Silvestre de Guzmán y Zúñiga, procedía de una rama menor de la propia Casa de Medina–Sidonia. Sabemos que su fortuna, algo menor que la de la casa principal, se hallaba igualmente hipotecada a causa de los grandes gastos personales del Marqués, hasta el punto de que en 1636, el propio Consejo de Castilla, hubo de hacerse cargo de su administración.

El Marqués de Ayamonte. ¿Antonio Pacheco? Col. Familiar del Marquesado.

Tanto el de Medina como el de Ayamonte; cosas de territorio, nobleza, proximidad y bodas calculadas; eran Guzmanes y estaban, por tanto, emparentados con don Gaspar de Guzmán, el Conde–Duque de Olivares.

La aventura de Andalucía, está igualmente emparentada con la de Portugal, que se produjo en 1640, siendo descubierta y evitada la primera, en el verano del año siguiente. Al parecer –habida cuenta de que esta cuestión acumula un número de ilimitado de sospechas y medias verdades–, el Duque de Ayamonte avisó a Juan IV de Bragança, de que Felipe IV, o más bien Olivares, se disponía a recuperar el reino vecino, a lo que el portugués respondería, enviando ayuda, muy menguada, dada su propia situación, a los rebeldes andaluces.

La Corona, representada por Olivares necesitaba encontrar traidores a quienes achacar la absoluta decadencia, del reino, no menos que para incautarse de sus bienes e intentar contener la ruina moral y económica, al menos, temporalmente.

Por otra parte, cuando en Portugal empezó la rebelión, en agosto de 1637, su pacificación fue encomendada precisamente a Medina Sidonia y Ayamonte, bajo las órdenes de Margarita de Saboya, Virreina de Portugal desde 1635 –hija de Carlos Manuel de Saboya y de Catalina Micaela, la hija de Felipe II, casada con Francisco IV Gonzaga–.

Margarita de Saboya. Duquesa de Mantua y Monferrato. Frans Pourbus El Joven, 1608. Hermitage.

El cargo de Margarita ya había nacido forzado por la intervención de Diego Soares, del Consejo de Portugal en la Corte de Madrid, amigo de Olivares y pariente del secretario de Estado Miguel de Vasconcelos, que murió asesinado al principio de la rebelión. Impotente ante el pueblo amotinado en Lisboa, a la Virreina, despojada de toda autoridad, se le facilitaron los medios para abandonar el reino. Acto seguido fue coronado en Évora, como Juan IV, el Duque de Bragança, con su esposa, doña Luisa de Guzmán.

Juan IV fue compositor y un gran mecenas. Reunió una de las bibliotecas más completas del mundo, que, desgraciadamente, se perdió en el terremoto de Lisboa de 1755. Murió el 6 de noviembre de 1656 en Lisboa. Durante su reinado, el imperio portugués alcanzó su máxima extensión.

En diciembre del mismo año, Olivares y el rey se proponían recuperar el reino vecino, a cuyo efecto, ordenaron a Medina Sidonia que reuniera un ejército de 10.000 hombres, tarea que aquel emprendió con poco interés y muchas carencias y reclamaciones: …en este ejército faltan diversas cosas para formarse que se han de proveer de Madrid -escribió-, lo que hizo deducir en la Corte, que un traidor estaba tratando de proteger a otro, que además era su cuñado, y que seguramente estaba pensando en hacer en Andalucía lo mismo que el de Bragança en Portugal, a cuyo efecto, contaban con el apoyo de Francia y Holanda.

En tales circunstancias –verano de 1641–, Antonio de Isasi, enviado desde la Corte, descubrió una carta escrita por el de Ayamonte al de Medina en la que se describía la conspiración con tal exactitud que no dejaba lugar a dudas, aunque de haber existido estas, hubieran sido anuladas por las declaraciones de fray Nicolás de Velasco, fray Luis de las Llagas y Francisco Sánchez Márquez, Contador Mayor, que estando preso en Portugal, oyó una conversación entre fray Nicolás –espía–, y un albañil, según la cual, el de Bragança se aprestaba a invadir Cádiz.

Con aquellas pruebas, Medina–Sidonia y Ayamonte, fueron llamados a la Corte, a la vez que don Luis de Haro era enviado a Andalucía para investigar in situ y arrestar al de Medina que, al parecer se hacía el enfermo, pero que, al saber que Haro iba a arrestarlo, decidió no esperar más y salió hacia Madrid, adelantándose a la acción del ministro. 

En el Archivo Histórico Nacional se conserva una carta anónima, de la que también se desconoce el destinatario, según la cual, los tres delatores recibieron grandes recompensas en dinero, cargos de cierta importancia y Hábitos de Órdenes Militares.

Una vez en la corte, decidió el de Medina confiarse a Olivares, contándoselo todo, aunque hizo recaer toda la responsabilidad sobre el de Ayamonte, ratificándolo posteriormente ante el Notario Mayor. En consecuencia, el Marqués de Ayamonte fue arrestado en los reales Alcázares de Sevilla, para ser conducido posteriormente a Illescas, Santorcaz y Pinto, donde fue sucesivamente interrogado, siendo encerrado, finalmente, en el Alcázar de Segovia, más fuerte y seguro. Admitió su parte de responsabilidad, pero culpó al Duque, a quien según su declaración, él mismo frenó en sus aspiraciones. 

El proceso se prolongó mucho tiempo y, durante su prisión, el Duque mandaba dinero al Marqués para su mantenimiento. 

Había oído al Duque –declaró el Marqués de Ayamonte-, y a Luis del Castillo que si le quitaban al Duque Gibraltar metería otra vez a los moros en Castilla y que su ánimo fue de que Andalucía se conservase sin dueño para restituirla a Su Majestad o al Príncipe nuestro Señor cuando cesasen los tributos o hubiese oportunidad para ello... y que el motivo que tuvo este declarante fue el ver que estaban perjudicadas las provincias y que amenazaban riesgo de perderse las demás y acabarse esta Monarquía.

…entiende que toda su confianza la hacía en el descontento universal con que todos se hayan y en parecerle que tenía muchas personas y en particular capitanes y soldados obligados, y que todos le acudirían deseando la libertad y verse libre de tributos...y que la aclamación que se había de usar era: Viva el Rey y muera el mal gobierno, porque su ánimo no era maquinar contra la persona ni corona de Su Majestad, sino procurar el descanso de la Andalucía y que la causa de no haberse ejecutado lo que estaba tratado fue la porfía de los cabos de la armada insistiendo en que habían de tener el puerto de Sanlúcar o por lo menos intentar a Cádiz...y este declarante lo resistía por no tener la guerra en Casa, y que porque al tiempo que se pretendía el alivio de la Andalucía, no parecía conveniente exponerla a los trabajos y miserias de la guerra… y por parecer que si los franceses y portugueses metieran el pie en tierra podrían apoderar de todo y que no estaría en su mano deshacerse de ellos cuando quisiese, que también querrían correr y saquear la tierra lo cual era contrario a su designio y podrían intentar a Sevilla y hacer otros daños.

Pero el Fiscal debió oír otra declaración que no coincide con la que reflejó el escribiente, y escribió:

El intento de dicho Marques era que las armadas de Francia, Holanda y de Portugal viniesen como en efecto vinieron a tratar de quemar la de España que estaba en la Bahía de Cádiz, y que luego se apoderasen de dicha ciudad, de la de Sevilla, y de toda la Andalucía reduciéndola a República Libre… quitar los tributos… restituir el brazo de la nobleza…

Cometió delito de Lesa majestad en su intento de hacer República libre de Andalucía para sublevarla de los muchos tributos y cargas que tenía y otras cosas semejantes.

Por tanto a Vuestra Alteza pido y suplico mande condenar y condene a dicho Marques de Ayamonte en las mayores y más graves penas corporales y pecuniarias en que conforme a derecho y a las leyes del Reino ha incurrido ejecutándole en su persona y bienes, para que a él sea castigo y a otros ejemplo.

Manuscrito Nº.722 de la Biblioteca Nacional.

El de Ayamonte, a pesar de que el fiscal no había podido probar el cuerpo del delito fue condenado a pena de muerte y confiscación. 

Durante cierto tiempo, escuchado el dictamen de uno de los jueces de la causa, se consideró la conmutación de la pena de muerte por prisión perpetua y, parece que el rey estaba dispuesto a concederla, pero cuando don Luis de Haro, descubrió una nueva conspiración, esta vez, por parte del Duque de Híjar, en Aragón, se decidió aplicar la pena de inmediato, para no sentar un precedente de inoportuna clemencia. 

El Duque de Ayamonte fue ejecutado en el Alcázar de Segovia el 12 de diciembre de 1648. Aunque, en última instancia solicitó ser absuelto, como lo había sido el Duque, acusado de los mismos delitos, no fue escuchado. Tenía 42 años.

Siendo, al parecer, muy religioso, aceptó su negra suerte y declaró: Acepto y olvido que en nombre del Rey me fue prometida la vida a cambio de mi confesión. Esta la ofrezco a mi Dios y Creador.

Ruinas del Palacio del Marqués de Ayamonte

El de Medina–Sidonia, tras humillarse pidiendo clemencia mientras besaba los zapatos del monarca, para mejor probar su inocencia, tuvo la brillante idea de intentar demostrar su animadversión hacia el de Bragança, su cuñado, retándolo a un duelo singular, a cuyo efecto le citó cerca de Valencia de Alcántara, a donde se desplazó y donde le esperó, durante más de dos meses y medio, lógicamente, sin que el nuevo monarca tuviera la más lejana idea de comparecer.

El Duque arrepentido de lo que había intentado se postró ante S.M. el día 21 de septiembre de 1641 con sollozos demostraciones de gran sentimiento, y besándole sus reales manos le pidió perdón y entregó confesando su adhesión de la Casa de Braganza y el proyecto de sublevar las Andalucías no por titularse Rey de ellas sino por libertarlas de sus muchos y tributos, apartar a S.M. del Conde Duque de Olivares y restablecer las Cortes y fueros de la Nobleza. –Archivo Medina-Sidonia-.

Se le perdonó la vida mediante el pago de 200.000 ducados de donativo, que tanto necesitaba el rey, pero fue desterrado de sus dominios y despojado de todos los cargos, que pasaron al Duque de Medinaceli, prohibiéndosele asimismo, la entrada en la corte, orden de la que hizo caso omiso, por lo que se ganó la prisión en el Castillo de Coca.

Dado que la supuesta conspiración, revuelta, o traición contra el Rey, fue descubierta antes de que se pudiera poner en ejecución, no se conocen con exactitud y seguridad los planes de los inculpados, ni si estaban solos u otros los apoyaban, ni hasta qué punto, el pueblo conocía o no, y apoyaba o no la acción, que, en todo caso, puede considerarse como una frustrada revuelta o proyecto frustrado de revuelta nobiliaria. 

En medio de la decadencia general, con las derrotas acumuladas entre la Península y los Países Bajos, junto con la ruina de la Hacienda, más un Conde–Duque que dirigía la voluntad de un rey que se dejaba hacer, pero que intentaba instaurar una orden más equitativo en las aportaciones de la nobleza a la Corona, el que más y el que menos, se sintió atacado en sus derechos y privilegios; entre la nobleza, claro está, no entre el pueblo, que no tenía nada de lo que ser despojado, excepto de la vida.

Podría ser cierto asimismo, que Olivares, convirtió un grano de arena en una pirámide; él no era excesivamente codicioso, pero sí era déspota y vengativo con todo aquel que no estuviera de su parte. Parece que algunas de las medidas que intentó para regenerar el reino, podían haber funcionado, pero no dice mucho sobre la grandeza de su espíritu, el hecho de que se dedicara a espiar a sus posibles enemigos, por agujeros practicados en las paredes.

En todo caso, lo que sorprende más en todo este asunto, es el hecho de que nadie responsabilizó nunca al rey de nada, cuando en realidad, debería ser al contrario, empezando por el hecho de permitir el desmedido poder de Olivares, a quien entregó todo el mando, las obligaciones y las responsabilidades. Finalmente, el Duque pagaría por haber hecho el trabajo limpio y sucio del rey, mientras este se entretenía en otras cosas, por ejemplo, en tener decenas de hijos naturales.

En realidad, en el archivo de la Casa de Medina Sidonia, donde se conservan numerosas cartas de Felipe IV y sus secretarios, durante 1640 y 41, no aparece la menor mención al suceso o su sospecha. La historia presenta otros casos en los que las conjuras son montadas por el que las va a reprimir, a base de delaciones y confesiones forzadas mediante premios o amenazas. La realidad, en este caso, es que en Andalucía no pasó nada, excepto un proyecto de rebelión contra el exceso de impuestos, cuya suma se esfumaba tan rápidamente, que no se veían los frutos, pero como hemos dicho al principio, hacían falta traidores y dinero para explicar la situación que nadie había sido capaz de sanear, y esto podía ser relativamente fácil de fabricar con un rey como Felipe IV y un reino que se debatía en el caos de guerras interminables, que unidas a la desastrosa administración, ya muy anterior a su reinado, habían devorado la mayor parte de los recursos del reino.

El encadenamiento de guerras: de los Treinta Años, de los Países Bajos –Ochenta Años–, Inglaterra y Francia en el exterior, junto con las rebeliones de Cataluña, Aragón, Portugal y Andalucía, ya no dejaban margen de acción a Felipe IV, que a los cuarenta años decía sentirse viejo y de poco provecho.

Todas sus acciones y ocupaciones son siempre las mismas y marcha con paso tan igual que, día por día, sabe lo que hará toda su vida. Así, las semanas, los meses y los años y todas las partes del día no traen cambio alguno a su régimen de vida, ni le hacen ver nada nuevo; pues al levantarse, según el día que es, sabe qué asuntos tratar y qué placeres gustar. Tiene sus horas para la audiencia extranjera y del país, y para firmar cuanto concierne al despacho de sus asuntos y al empleo de su dinero, para oír misa y para tomar sus comidas, y me han asegurado que, ocurra lo que ocurra, permanece fijo en este modo de obrar. Usa de tanta gravedad, que anda y se conduce con el aire de una estatua animada. Los que se le acercan aseguran que, cuando le han hablado, no le han visto jamás cambiar de asiento o de postura; que los recibía, los escuchaba y les respondía con el mismo semblante, no habiendo en su cuerpo nada movible salvo los labios y la lengua.
Antoine de Brunel. Viajero francés, en 1655.

Felipe IV a los 52 años. Velázquez, 1657. 69 x 56. Museo del Prado

Era Felipe IV amante del arte y a él debemos las creaciones de Velázquez –quien precisamente le fue presentado por Olivares–, además de una inmensa colección de pintura, de la que gran parte constituye la base de los fondos del Museo del Prado. Sin embargo, de la mayor parte de la información que se conserva sobre él, se deduce que, sobre toda ocupación, prefería la caza, los toros y las mujeres. 

Reinó durante cuarenta y cuatro años y medio, pero con su hijo y heredero Carlos II, único legítimo que le sobrevivió, se agotó la dinastía Habsburgo, o Casa de Austria, en España.

Olivares, que era un gran teórico de la necesaria regeneración, quizás no reflexionó sobre el hecho de que las cabezas cortadas no regeneran nada, sino más bien al contrario. Sin que pasara mucho tiempo, fue la suya la que cayó, aunque en sentido figurado, pero de forma terriblemente dramática, ya que el cambio producido en la actitud del monarca con respecto a él, fue radical y, hasta diríamos que carente de las buenas formas que solía mostrar el Rey Planeta. El Valido quedó de tal forma consternado ante aquella transformación, que, al principio, no tuvo capacidad para reaccionar, y después ya no pudo.

Todo el malestar provocado por la ignorancia del rey, que él mismo había mantenido día a día con grandes esfuerzos, cayó sobre su cabeza. Su vano proyecto de racionalizar y unificar la legislación y repartir las cargas fiscales de forma más equitativa, llevó a Olivares al desastre. Después de sufrir graves e inesperados desaires por parte del rey, el día 23 de enero de 1643 recibió la orden de destierro.

El Conde Duque se refugió en Loeches, un lugar que a sus detractores les pareció todavía demasiado próximo a la Corte, por lo que tuvo de retirarse a Toro, en Zamora, sumido en una profunda depresión, mientras la Inquisición iniciaba una proceso contra él en 1644, que no llegó a sustanciarse porque murió antes de ser preso.

El Conde Duque de Olivares. Velázquez. Hermitage.

Tuvo Olivares enemigos implacables en los que encendió un odio mortal a causa de aquella actitud despótica que desligaba sus determinaciones de la razón, aunque, en ocasiones la tuviera.

  …Como siempre el Conde-Duque, y yo –escribió Quevedo–, anduvimos en acecho cada uno de las acciones del otro, él para dar castigo a las mías, y yo para repetir reprensiones á las suyas; no dejé de anticipar los renglones á su caída, esperándola siempre.

No puedo, ni quiero negar lo mucho que he escrito contra este Señor; pero tampoco se me podrá contradecir lo mas que se ha vengando de mi persona. Yo declamaba porque obrase bien; y el me encerraba porque no lo predicase. Aquello era digno de agradecimiento en otro ánimo, y esto capaz, de acobardar a otro espíritu.

Siempre triunfé, porque nunca me rendí. Hoy salía de una prisión, y mañana reprendía en mis escritos una acción de quien por igual causa me había enviado a ella, y podía remitirme a otra más rigurosa por esta osadía nueva, que en realidad era caridad; porque guiar a un ciego, o advertirle el peligro para que no dé en él, jamás dejó de ser acción muy cristiana.

La privanza del Conde-Duque de Olivares, que se había continuado por veinte y dos años; tenía sus raíces tan profundas y firmes en el corazón del Rey Don Felipe IV, que la juzgaron todos como un fuerte y antiguo Roble.

Fomentaba este concepto el natural amor (o fuese inclinación forzada) que desde su mocedad tuvo el Rey al Conde-Duque, y el exquisito modo con que este se manejó, para sosegar en su altura sin sospecha desconfiada, y permanecer en aquel lugar sin sustos anticipados y no sabiendo discernir con propiedad si esta inclinación del Rey era amor o reverencia, afecto o veneración; porque el efecto que mostraba en todos los accidentes, inducía un amor singular, y un cierto temor de no hacer cosa alguna, que no fuese totalmente ajustada al gusto del Conde-Duque.

Los primeros y generales motivos de esta caída han sido los infelices sucesos de esta Monarquía debajo de su gobierno; de los cuales se atribuía la ocasión no al entendimiento del Conde-Duque, que parecía destinado a la dirección del Imperio de todo el mundo; sino a su malicia y ambición; tan grande, que tenía eficacia para perder no uno, sino mil mundos, si estuvieran sujetos a su desdichada autoridad, dolor sin duda notable.

Fue la ambición del Conde-Duque causa principal de que el Rey perdiese en Oriente los reinos de Ormuz, Hora, y Fernambuco, y todos los que están en aquella amplísima costa , además del Brasil, las Islas Terceras, el reino de Portugal, el Principado de Rosellón; todo el Ducado de Borgoña, fuera de Dolo, Tiranizan, y Estil, Arras de Flandes; muchas plazas en el Ducado de Lucemburg, y Brusvik en la Alsacia; y poco menos de haber extraído los reinos de Nápoles y Sicilia, y el Ducado de Milán, con la pérdida del de Mantua. 

El de haber perdido más de doscientos y ochenta navíos en el mar Océano, y en el Mediterráneo. El haber sacado de las entrañas de la tierra, y del corazón de los vasallos con nuevos derechos y donativos por él impuestos, como son la media anata; el papel sellado, alcabalas, y otras cosas innumerables: ciento y diez y seis millones de doblones de oro; parte de los cuales se gastaron inútilmente en ejércitos deshechos, y en armadas perdidas y parte se distribuyó entre Virreyes, Gobernadores, Capitanes Generales, y otros Ministros, todos hechuras suyas, ya por sangre, o ya por servil dependencia, y parte que entró en el tesoro del Conde-Duque, y bolsillos de sus criados para fines incontinentes.

Todas estas cosas juntas, han hecho desear á todos ver de una vez redificarse con su ruina el resarcimiento de tantos años; con su caída el levantamiento de la Monarquía; y con su descrédito la estimación del Rey.

Quevedo. Probable copia de un original de Velázquez, realizada por Van der Hamen. Instituto Valencia de Don Juan. Madrid.

La primera entre las causas segundas –añadía Quevedo-, fue la Reyna Doña Isabel de Borbon la qual desde el principio ha sido tan desestimada del Conde-Duque, y de la Condesa, su muger, Camarera mayor suya, y tenida en tanta sujecion, que solo en la presencia era Reyna, experimentando en todo lo demas las desdichas de una miserable esclava.

Inspiró esta heroína de fama inmortal en la mente del Rey su marido la tiranía del Conde-Duque; haciendole presente al mismo tiempo la maldad que encerraba la proposicion que la habia hecho muchas veces, y era: Que las Monjas se habían de estimar solo para rezar, y las mugeres propias únicamente, para parir.

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