lunes, 27 de febrero de 2012

SÓCRATES: YO PARA MORIR, VOSOTROS PARA VIVIR - Σωκράτης: ἐμοὶ μὲν ἀποθανουμένῳ, ὑμῖν δέ βιωσομένοις.

SÓCRATES Σωκράτης

EUTIFRÓN Ευθύφρων PLATÓN

Cerca del Pórtico del Rey, en las afueras de Atenas, junto al Cerámico, una vez al año, el Arconte Rey juzgaba homicidios y ofensas a la religión –durante la democracia rigió una amnistía por la que no se podían presentar causas de carácter político-. Aquella mañana, todavía muy temprano, Eutifrón se encontró allí  con su amigo Sócrates. Sorprendido al verlo tan lejos del Gimnasio y del santuario de Apolo donde solía reunirse todos los días con amigos y discípulos, le preguntó.
–¿Qué ha pasado, Sócrates, para que abandones tus habituales costumbres? ¿O es que tienes alguna causa pendiente?
–Tengo una causa, amigo, a la que los atenienses llaman Crimen contra el Pueblo. (Δημόσιον έγκλημα).
–¿Pero qué me dices? ¿Quién te acusa? Porque estoy seguro de que no eres tú el que ha denunciado a otro…
–Sólo sé que se llama Meleto y que es un joven casi desconocido. Al parecer, me acusa de corromper a la juventud,  de inventarme dioses y de no respetar los antiguos.
–Quizás se refiera a ese espíritu desconocido que dices que siempre va contigo; cuando yo hablo de eso en la asamblea, parece que les causa mucha risa.
–Si sólo se rieran no tendría importancia; yo mismo me reiría con ellos, pero temo que en esta ocasión se lo han tomado de otra manera. Lo cierto, amigo mío, es que no sé qué final tendrá esto.
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APOLOGÍA Απολογία PLATÓN

No se ha conservado el texto de la acusación presentada contra Sócrates, pero se puede deducir de las explicaciones proporcionadas por el filósofo a los jueces.
Cuando un ciudadano o varios, presentaban una denuncia contra otro, si esta se consideraba apropiada, se iniciaba el procedimiento que consistía en reunir una asamblea compuesta por 500 hombres que debían actuar como jurado. Una vez presentada la acusación, se votaba una primera vez -en el caso de Sócrates, 220 jurados optaron por la absolución, contra 280 por la culpabilidad-. Tras el recuento, el acusado tenía la opción de dirigirse al Jurado, bien para defenderse, mostrar arrepentimiento, o proponer una pena alternativa que, normalmente, podía ser destierro o multa.
Pues bien, el hecho es, que tras oír las palabras de Sócrates, 79 de los jurados que antes le consideraban inocente, se adhirieron también a la petición de pena de muerte, resultando 359 votos a favor de la misma.
Tres fueron los ciudadanos que se ofrecieron a presentar los cargos.

Anito, del partido democrático, se había significado militarmente en la lucha por la caída de los Treinta Tiranos. Su animadversión contra Sócrates procedía, al parecer, del hecho de que el filósofo le había reprochado la forma de educar a su hijo, encaminándole exclusivamente hacia los negocios, cuando aún estaba en edad de formarse. Años después, el pueblo acusó a Anito de la muerte de Sócrates, y fue condenado a abandonar la ciudad de Atenas.

De Meleto, poco se sabe, excepto que era poeta, aunque muy poco destacado, por lo que deberá su notoriedad histórica, precisamente al hecho de haber participado en el proceso contra Sócrates como portavoz de la acusación. Al contrario que Anito, se cree que era partidario de los Treinta Tiranos. Durante el proceso, Sócrates le interrogó en varias ocasiones sobre el contenido de su demanda; las insulsas respuestas de Meleto le hicieron quedar como hombre de escasa preparación e inteligencia. Cuando los atenienses cambiaron de opinión con respecto a la condena y muerte de Sócrates, ya en el siglo III, se dice que mataron a Meleto a pedradas, aunque Diógenes Laercio, escribe que fue condenado al exilio.

En cuanto a Licón, no sabemos, sino que era representante de los oradores.

–No sé, atenienses -comenzó Sócrates, una vez que Anito terminó de hablar–, qué impresión habéis sacado del discurso de mis acusadores, pero por lo que a mi respecta, debo decir que no me he reconocido en sus palabras, aunque sí puedo asegurar que no han dicho ni una sola que sea verdad, y eso es lo que yo debo demostraros ahora, aunque teniendo más de setenta años, y siendo la primera vez que comparezco ante un tribunal, temo no conocer los usos comunes, de modo que os hablaré tal como lo he hecho siempre en la plaza pública.
Debo, en primer lugar, responder a otros acusadores que no sois vosotros, sino algunos que me atacan desde hace ya años, a los que, en realidad, no conozco personalmente, exceptuando a uno que se dedica a escribir comedias.
Según ellos, Sócrates es un impío que investiga  lo que ocurre, tanto en el subsuelo como en la bóveda celeste; que transforma en verdaderos los argumentos falsos y que, además, enseña todo eso a sus discípulos. Estos hombres que tanto han influido en vuestras acusaciones, nunca comparecerán aquí, por lo que no podré refutarlos, así que he de luchar contra ellos como si combatiera sombras. A pesar de ello, creo que debo responderles en primer lugar, puesto que vuestra acusación, procede sin duda de esa comedia de Aristófanes, en la cual, un tal Sócrates se pasea por las nubes y hace otras extravagancias parecidas.

Efectivamente, la comedia LAS NUBES de Aristófanes, había tenido gran éxito entre los atenienses. Su autor, profundamente conservador y muy arrogante, menospreciaba a Sócrates, le asociaba falsamente con los Sofistas y le ridiculizaba, no con argumentos sino con patéticas distorsiones de su imagen -dentro, sin duda, de la ironía de tan extraordinario comediógrafo-. Entre sus objetivos, también estuvo el gran Eurípides, cuyas innovaciones escénicas calificaba el cómico como degradación del verdadero teatro.

Apelo, pues, a cuantos estáis aquí y con los cuales he conversado en numerosas ocasiones, para que declaréis si alguna vez me habéis oído hablar de ese tipo de ciencias, celestes o subterráneas, ni de cerca ni de lejos.
Trataré de explicaros –y os ruego que no os encolericéis antes de tiempo–, qué es lo que realmente ha ocurrido; aquello por lo que, según creo, mis acusadores se han sentido ofendidos por mi.

Todos habéis conocido a Querefonte, un hombre apasionado en todo lo que emprendía. Pues bien, hace años decidió ir a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al Oráculo –insisto en que no debéis enfadaros por lo que voy a decir– si había en el mundo algún hombre más sabio que yo. La Pitia respondió que no existía tal hombre. Querefonte ya murió, pero su hermano, aquí presente, puede  refrendar mis palabras.
Cuando yo oí esto, me pregunté qué querría decir el oráculo con tales palabras, puesto que no creo, ni lejanamente ser el más sabio entre los hombres, pero algún tiempo después, comprendí que la Pitia podía tener razón y que yo aventajaba a los demás de forma muy importante; conversé con muchos hombres que se consideran sabios, y pude deducir con facilidad, que todos ellos, sin saber nada, creían saberlo todo, mientras que yo, que no sé nada, tampoco creo saberlo. Tal vez -deduje-, eso fuera lo que el oráculo consideraba sabiduría, es decir, el reconocimiento de nuestra propia ignorancia.
Este razonamiento, hombres de Atenas, debería ser suficiente como defensa contra mis antiguos acusadores. Vayamos ahora con los actuales: Meleto, que representa a los poetas, Anito, a los artistas y políticos y Licón, por parte de los oradores.
Meleto: tú dices que soy culpable de corromper a los jóvenes, de no creer en los dioses del Estado y de intentar introducir  divinidades nuevas. Te ruego, pues, que te acerques y respondas a mis preguntas.
Meleto se adelantó.
–¿Crees tú –le preguntó Sócrates- que hay que procurar que los jóvenes sean lo más virtuosos posible?
 –Sin duda.
–Entonces, te ruego que digas a nuestros jueces cual, en tu opinión, sería el hombre que podría hacerlos mejores. No tengo duda de que sabes bien cómo debe ser ese hombre, puesto que me acusas de hacer lo contrario de lo que él haría.
Meleto, suspenso, no acertaba a decir nada, por lo que Sócrates insistió:
–Vuelvo a preguntarte, Meleto, ¿quién crees tú que puede hacer mejores a los jóvenes?
–Las leyes –respondió finalmente el acusador, titubeando.
–No es eso lo que yo preguntaba; sino quién era el hombre, porque, amigo mío, todos sabemos como cosa segura que lo primero que hay que aprender y respetar, es la ley.
–¡Los jueces! –exclamó entonces el interrogado.
–¿Dices que los jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?
–Estoy seguro.
_¿Todos ellos, o, unos sí y otros no?
–Todos.
–¡Que maravilla para los atenienses, Meleto, que sólo aquí, hayas encontrado quinientos buenos educadores! ¿Crees también que todos los que nos escuchan ahora tienen la cualidad de hacer mejores a los jóvenes?
–Sí, lo creo.
–¿Y los senadores también?
–También los senadores.
–¿Y todos los que vienen a las asambleas?
–También esos.
–¿Debo deducir que todos los atenienses, puesto que conocen las leyes, están capacitados para hacer mejores a los jóvenes, excepto un solo hombre, que, casualmente, sería yo mismo?
–Así es.
–¡Qué gran ventaja para la juventud, Meleto, que sólo exista un hombre capaz de corromperla! Pero dime también: ¿No es cierto que me has acusado de no creer en los dioses y de enseñar a los jóvenes a honrar divinidades nuevas?
–Eso es lo que he dicho.
–Entonces, en tu opinión, ¿creo, o no creo en las divinidades?
–Yo te acuso de no creer en los dioses.
–Es decir, que aseguras que yo no reconozco a ningún dios?
–Así es, por Júpiter; no reconoces a ninguno.
–Yo creo que Meleto –dijo Sócrates dirigiéndose a la Asamblea-, ha venido aquí sólo para proponer un enigma; es como si dijera: Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses y también de reconocerlos. ¿No parece eso una burla? ¿Acaso crees, Meleto, que podrían existir cosas humanas, si no existieran los hombres, o músicos, si no hubiera música? ¿Crees que podría haber cosas espirituales si no hubiera espíritus?
–No, sin duda.
–¡Hay que ver lo que me ha costado arrancarte una conclusión! Pero, ya que has dicho también que yo enseño cosas espirituales, sean viejas o nuevas, reconocerás que para ello es necesario que crea en los espíritus y, los espíritus, como bien sabes, proceden de los dioses.
–Sí.
–Luego, según tú, por un lado soy creyente y, por otro no- dijo Sócrates, y se volvió hacia el Jurado-.

Hombres de Atenas, me parece que no es preciso prolongar más mi defensa para demostrar que las acusaciones de Meleto no tienen fundamento. Sin embargo, estoy obligado a deciros que lo verdaderamente grave en este asunto, es que se va provocar un daño, no por la justicia, sino por el odio y la envidia,  y si me condenáis a mi ahora, habréis abierto el camino para que con los mismos argumentos, de ahora en adelante,  se intente condenar a otros. Y puedo aseguraros que no es el temor quien dicta mis palabras, porque, atenienses: ¿creéis que después de haber expuesto mi vida en Potidea, Anfípolis y Delio, iba a preocuparme a estas alturas la muerte?

Como todo ateniense, Sócrates había servido a la ciudad en varias ocasiones durante las adversas Guerras del Peloponeso, siempre en condición de Hoplita, οπλίτης, es decir, como soldado de infantería pesada, armado con casco, coraza y escudo de bronce, portando, además, lanza y espada corta. En la batalla de Potidea –Ποτίδαια-, Sócrates salvó la vida de Alcibíades y Alcibíades, a su vez, salvó la del filósofo en Delio –Δήλιο-. De tal circunstancia surgiría una amistad indestructible y que, en cierto modo, influyó no sólo en la vida, sino, sobre todo, en la muerte del filósofo, en cuya condena, no cabe duda que pesó mucho el hecho de que Alcibíades, habiendo sido discípulo suyo,  traicionara gravemente a la ciudad de Atenas.

Temer a la muerte, atenienses, no es sino creerse sabio sin serlo, pues supone pretender que se conoce algo que todos los hombres desconocemos. Aún sin conocerla, la muerte es temida como si fuera el peor de los males. En esto también soy diferente a los demás, e incluso más sabio, puesto que, no sabiendo lo que pasa después de la vida, tampoco creo saberlo. Así pues, nunca rechazaré un mal que desconozco absolutamente y que tal vez sea, por el contrario, un verdadero bien.
Cabe la posibilidad de que me ofrezcáis la absolución si prometo no volver a filosofar, en cuyo caso, yo os agradeceré la intención, pero jamás aceptaría obedecer a los hombres antes que a Dios, y es él quien ordena mis actos, así que, amigos, seguiré hablando a los jóvenes, a los viejos, a los ciudadanos y a los extranjeros, porque os tengo aprecio y porque estoy persuadido que lo que Dios me manda, es intentar convenceros de que lo más importante no es el cuerpo, ni las riquezas, ni nada, excepto el alma. Y, si por decir esto, mantenéis que corrompo a la juventud, haced lo que pide Anito, porque no cambiaré aunque tuviera que morir mil veces.
De mismo modo os digo, que si me condenáis después de lo que he dicho, os haréis más daño a vosotros mismos que a mi.
Podríais también castigarme con el exilio, o con la pérdida de mis bienes o de la ciudadanía, lo que para Meleto y sus amigos parece ser lo más espantoso, aunque  en mi opinión,  el peor de los males, es promover la muerte de un inocente.
Si, no obstante, queréis tratarme con justicia, según merezco, propongo ser mantenido por el Estado a partir de ahora, porque, amigos, si fuera rico, propondría una multa, pero no puedo pagarla, porque soy pobre, de modo que una cantidad proporcional a mi pobreza, sería una mina, más o menos, así que, eso también lo propongo; una mina.
Por otra parte, Platón, Critón, Critóbulo y Apolodoro me piden que ofrezca treinta minas de las que ellos responderían; por tanto, también haré esta propuesta en nombre de ellos.
Finalmente, atenienses, he de deciros que si hubierais esperado un poco, la muerte habría venido por sí misma y no habríais tenido que solicitarla vosotros; ya sabéis que a mi edad, estoy muy cerca de ella.
Me consta que sería motivo de satisfacción para vosotros que me lamentara, que suspirara, llorara, rogara o cometiera otras bajezas que veis cometer a otros acusados continuamente, pero ante este peligro no he considerado que fuera mi deber rebajarme de una manera tan vergonzosa, pues, por dignidad, no lo he hecho desde que ordenasteis mi detención.
Prefiero pues, hombres de Atenas, morir después de haberme defendido como lo he hecho, que vivir por haber implorado, porque, amigos, a ningún hombre honesto –ni frente a la justicia ni frente a un ejército enemigo– le está permitido recurrir a cualquier medio para salvar la vida.
Sí pensáis, atenienses, que basta con matar a un hombre para que otros se abstengan de recriminaros, os equivocáis; este medio de librarse de los censores, no es justo ni honesto. Lo único que es al mismo tiempo muy honesto y muy útil, no es cerrar la boca a aquellos que os critican, sino intentar convertirse a sí mismo en un hombre mejor.

Para terminar, he de preguntaros: ¿a qué precio compraríais la alegría de conversar con Orfeo, Hesíodo u Homero? Porque yo, si esa posibilidad existe, moriría voluntariamente mil veces, porque qué felicidad no sentiría yo al encontrarme con Ayax o con cualquiera de los héroes de la antigüedad que han sido víctimas de la injusticia? ¿Hay alguno entre vosotros, jueces, que no daría todo lo que hay en el mundo por ver a aquel que llevó su numeroso ejército contra Troya, a Ulises, y a tantos hombres y mujeres cuya conversación constituiría, sin duda, una felicidad inexpresable?
No tengo, amigos, ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aunque su intención no haya sido la de hacerme un bien. Sin embargo, he de pediros una gracia: cuando mis hijos sean mayores, reprendedlos como yo os he reprendido a vosotros, si veis que prefieren la riqueza a la virtud o si se creen alguien sin ser nadie. Si lo hacéis así, mis hijos y yo no tendremos más que alabanzas para vosotros y para vuestra justicia.


Posible lugar de la prisión de Sócrates en el Φιλοπάππου o Colina de las Musas
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CRITÓN Κρίτων PLATON

Una ligera luz de amanecer permitió a Critón distinguir el camino que tantas veces había recorrido, para visitar a su amigo Sócrates en los últimos tiempos. El guardián que, por una parte, ya estaba habituado a verle, y por otra, también se había acostumbrado a recibir sus gratificaciones, le franqueó el paso con un leve gesto.
Cuando entró en la celda, el prisionero aún dormía plácidamente. Critón se sentó, procurando no hacer ningún ruido y se puso a observar al durmiente con la profunda tristeza que le provocaba la seguridad de que aquella sería la última imagen que conservaría de su amigo.
–¿Cómo es que vienes tan temprano, Critón?-peguntó Sócrates entreabriendo los ojos. Critón se sorprendió al oir su voz, como si fuera él mismo quien se despertara en aquel momento.
–¿Qué hora será?- insistió el prisionero.
–Apenas amanece.
–¿Acabas de llegar, o llevas ya un rato aquí?
–Hace ya un buen rato.
–Entonces ¿por qué no me has despertado, en lugar de sentarte ahí, sin decir nada?
–No te hubiera despertado por nada en el mundo, porque si yo estuviera en tu lugar no querría despertar a una jornada tan amarga. Prefería verte descansar en esa calma profunda el tiempo que te queda. La verdad, querido Sócrates, es que si siempre he celebrado tu buen humor, hoy admiro más tu firmeza y tu resignación.
–¿No te parecería extraño que a mi edad, me preocupara por la muerte?
–Creo que no todos los que tienen tu misma edad, se conformarían igual que tú.
–De acuerdo, si así lo quieres, pero dime: ¿qué es lo que te trae hoy tan temprano?
–Una novedad dolorosa y agobiante, aunque no para ti, por lo que veo, pero sí para mi y para todos tus amigos.
–¿Te refieres quizás a la nave de Delos?

Desde que Teseo derrotó al Minotauro, liberando a su pueblo de la obligación de entregarle cada año siete muchachos y siete doncellas, los atenienses, por las mismas fechas en que antaño debían entregar a los jóvenes, fletaban una nave cargada de ofrendas que debían ser llevadas a Apolo en Delos como muestra de agradecimiento. Habitualmente, las sentencias de muerte se ejecutaban al caer el sol al día siguiente de ser pronunciadas, excepto durante el tiempo que la nave empleaba en ir y volver de Delos, época en la cual se suspendían las ejecuciones.
El año 399 aC, la nave  zarpó el día anterior al señalado para el proceso de Sócrates.

–Así es –respondió Critón–, aseguran que llegará hoy, lo que significa que mañana deberás abandonar esta vida.
–Sea en buena hora si así lo quieren los dioses, aunque creo que la nave no va a llegar hoy.
–¿No? ¿Por qué?
–Porque he soñado –como dice el verso de Homero– que llegaré al tercer día, lo que significa que la nave volverá mañana, ¿no lo crees así?
–Creo que es un extraño sueño, pero ese hipotético retraso me anima a pedirte una vez más que te pongas a salvo ahora que aún hay tiempo. Abandona la ciudad, amigo;  podrás ver crecer a tus hijos y evitarás un dolor irreparable a tus amigos.
–Mi querido Critón, sabes que no me prestaré a infringir la ley que siempre he defendido, sólo porque en esta ocasión no me sea favorable.
–Sabes que yo comparto tus principios.
–Entonces comprendes que tratándose de las mismas leyes que me han protegido a lo largo de mi vida, como a todos los ciudadanos, no sería justo que las desobedeciera ahora.
–Tienes razón en todo eso.
–Dime pues, si tienes algún otro razonamiento capaz de convencerme.
–No sé que más decirte, amigo.
–Entonces, obremos de acuerdo con la Ley, ya que ese es el único camino por el que nos conducen los dioses.
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FEDÓN Φαίδων PLATÓN

Fedón estaba junto a Sócrates el día que bebió el veneno en prisión y, más tarde, tuvo ocasión de contarle a su amigo Equécrates como transcurrió aquella fatídica jornada.
Me sorprendía –explicó años después-, asistiendo a la muerte de un amigo, no sentirme apenado, pues él parecía feliz a juzgar por sus maneras y sus palabras; mostraba tanta intrepidez y valentía ante la muerte, que yo pensaba que incluso yendo hacia el Hades, iba con el favor de los dioses, donde sería tan feliz como se puede ser. Sin embargo tenía una sensación verdaderamente extraña; una mezcla inaudita de placer y dolor ante el pensamiento de que iba a morir en pocas horas.

-Todos los presentes estaban más o menos en la misma disposición que yo, igual reían que lloraban, particularmente, Apolodoro, pues se abandonaba sin disimulo a este doble sentimiento.
-¿Quienes más estaban allí?
-Apolodoro, Critóbulo y su padre, Critón, Hermógenes, Epigenes, Esquines y Antístenes. También, Ctesipo de Paenia, Menexenes y algunos más, aunque creo que Platón estaba enfermo.
-Y extranjeros?
-Recuerdo a Simias de Tebas, que estaba con Cebes y Fedondas y, de Megara, estaban también Euclides y Terpsión.
-¿Aristipo y Cleombrotes estaban?
-No; se decía que estaban en Egina. Creo que eran más o menos los que te he dicho.
Todos los días íbamos a verle; nos reuníamos por la mañana en el tribunal en el que se había hecho el proceso, que estaba cerca, y esperábamos, conversando, hasta que se abriera la prisión, que no solía ser muy temprano. Después pasábamos generalmente toda la jornada con él.
Aquel día nos reunimos antes de amanecer porque la noche anterior supimos que la nave había llegado de Delos, así que ya estábamos allí cuando el portero salió a decirnos que no entráramos hasta que nos llamara, porque los Once iban a quitar los hierros a Sócrates y a ordenar su muerte, pero pronto volvió para decirnos que ya podíamos entrar.


Encontramos a Sócrates a quien acababan de desencadenar, junto a Jantipa, su esposa, sentada a su lado, con su hijo pequeño en brazos. Cuando nos vio, Jantipa se puso a llorar y a gritar, así que Sócrates pidió a Critón que la llevaran a casa. Después, se incorporó y empezó a frotarse la pierna de la acababan de retirarle la cadena; sintió gran alivio y ello le inspiró una breve charla acerca de cómo el placer sigue de cerca al dolor y viceversa, pues el hecho de haber soportado la cadena, era lo que le proporcionaba ahora, mediante un ligero masaje, el placer de recuperar la sensibilidad, de donde dedujo que cada una de esas sensaciones, a pesar de ser contrarias son dependientes e incluso complementarias, de tal modo que quizás no sabríamos nunca que cosa sería el placer, si antes no hubiéramos conocido el dolor.
Finalmente se sentó en el borde del lecho, con los pies hacia el suelo y mantuvo esa postura durante toda la conversación que siguió. ¿De qué mejor forma podíamos ocupar el tiempo que nos quedaba hasta la hora del ocaso?
Puesto que Sócrates no había hecho el menor esfuerzo por evitar su muerte, la discusión giró en torno a si el hombre tiene o no derecho a quitarse la vida, a pesar de que todos habíamos aprendido desde la infancia que tal derecho no le correspondía.
Sócrates dijo: Quizás podríamos sorprendernos ante la idea de que esta cuestión, entre otras muchas, sea la única que sólo admite una respuesta y que su solución nunca se haya dejado a la decisión del hombre, en cuya mano se han dejado, sin embargo, tantas otras.
Sabemos, no obstante, que hay personas para las que, en ciertas circunstancias, la muerte es preferible a la vida y, ¿no es sorprendente que, si en tales casos, optaran por la muerte, cometerían una impiedad?
Es esta una idea que, en sí misma, parece poco razonable, pero no lo es, porque si bien la doctrina dice que los hombres ocupamos un puesto que no tenemos derecho a abandonar voluntariamente –algo que, en principio parece difícil de aceptar–, por otra parte, sabemos algo seguro: que somos un bien que pertenece a los dioses, quienes además se ocupan de nosotros, ¿no es cierto esto?
–Tú mismo –peguntó a Cebes, si uno de tus hombres, ignorando los planes que tuvieras para él, se quitara la vida sin tu aprobación, ¿no crees que querrías castigarlo, si es que pudieras disponer de los medios para hacerlo después de muerto?
-Pues sí, creo que sí.
–Entonces, desde este punto de vista no resulta tan irracional el hecho de que no debamos quitarnos la vida antes de que Dios nos imponga la necesidad de hacerlo, tal como me ocurre hoy a mi.
–Aun así –dijo Cebes– reconociendo que Dios cuida de nosotros y que somos un bien que le pertenece, en el caso presente, ¿no tenemos derecho a desear permanecer en esta situación –es decir, aprendiendo, como lo hacemos en tu compañía–, el mayor tiempo posible?
–Está bien, amigo, creo que me va a costar más trabajo convenceros a vosotros de que debo morir, que a los jueces de que debo vivir, pero lo intentaré.
Veréis, si no creyera que voy a encontrar en el otro mundo, primero, a dioses sabios y buenos y luego a hombres mejores que los de aquí, me engañaría al no indignarme por morir. Pero estad seguros de que que voy a encontrarme con hombres de bien; esta es la razón por la que no me enfurece la idea de la muerte y además, tengo la firme convicción de que eso que hay después, es algo que, de acuerdo con la antigua fe, será mucho mejor para los buenos que para los malos.

–En este momento –interrumpió Critón– sólo puedo pensar en que tendrías que hacer caso al hombre que ha de darte el veneno; recuerda que te ha advertido que deberías hablar lo menos posible, porque la conversación mejora tu ánimo y tal vez eso te obligue a tener que tomar más cantidad de veneno.
–¡Déjale hacer! Que prepare dos o tres raciones si es preciso. En este momento es absolutamente necesario que os explique los motivos que me llevan a creer que un hombre que realmente ha pasado la vida en busca de la sabiduría, es razonable que se sienta confiado en el momento de morir.
Así pues, decidme: ¿es la muerte otra cosa que la separación del alma y el cuerpo? Morimos cuando el cuerpo se queda sólo, separado del alma, aparte, consigo mismo, y cuando el alma, separada del cuerpo se queda sola, aparte, consigo misma. No es más que eso, ¿no es así?
El filósofo que se aplica en desligar lo más posible el alma de los asuntos del cuerpo ¿en qué se diferencia de los demás hombres?
–Pues en que la mayor parte de los hombres cree que sin placeres no merece la pena vivir.
–Y cuando se trata de adquirir el conocimiento, el cuerpo, ¿es, o no un obstáculo, cuando se asocia en esta búsqueda? Lo explicaré mejor: la vista y el oído proporcionan algunas certezas al ser humano, pero también sabemos, que todo lo que vemos y oímos puede ser relativo, ¿no podría resultar que si investigamos algo con la ayuda de los sentidos corporales, estos podrían inducirnos a error?
De hecho, el alma nunca razona mejor que cuando nada la distrae, ni el oído, ni la vista, ni el dolor, ni el placer; cuando se encierra en sí misma lo más completamente posible, aislándose del cuerpo y cortando cuanto puede todo contacto con él, en su intento de aprehender la verdad.
–¿Luego el alma huye del cuerpo y trata de encerrarse en sí misma?
–Así es. Está demostrado que si queremos alcanzar el conocimiento puro de algo, hemos de separarnos de ello y mirar sólo con el alma lo que puede ser ese algo en sí mismo.
Y si es cierto que mientras permanecemos en nuestro cuerpo, no podemos alcanzar el conocimiento, una de dos, o bien ese conocimiento nos está absolutamente vedado, o bien sólo podremos obtenerlo después de la muerte. Y, siendo esto así, mantengo la gran esperanza de que cuando llegue allí donde voy ahora, alcanzaré plenamente –si es que existe– aquello que ha constituido el objetivo de mis esfuerzos durante toda la vida. Siendo así, el viaje que se me ha impuesto hoy, sólo me suscita una gran esperanza para la cual me siento preparado.
Y si a este paso, a esta separación del alma y el cuerpo, es a lo que llaman muerte, resultaría ridículo que un hombre que durante toda su vida se ha empeñado en vivir en un estado lo más parecido a la muerte, se rebele cuando la muerte se acerca.
Imagino que ahora comprenderéis por qué no lamento ni me indigna la necesidad de abandonaros, porque estoy convencido de que allí donde me dirijo, al igual que aquí, hallaré buenos maestros y buenos compañeros, aunque me consta que la gente común no acepta esta idea.
–Yo entiendo esa actitud –respondió Cebes tras un corto silencio–: muchos creen que cuando el alma se separa del cuerpo no va a ninguna parte; que se corrompe y desaparece el mismo día que el hombre muere, y que transformada en aire o en humo se expande por todas partes sin permanecer en ningún punto concreto. Aún así, eso que tú aceptas, de que el alma sigue existiendo tras la muerte del hombre y que conserva su actividad, debería poder ser confirmado o demostrado sin lugar a dudas.
–Ciertamente –completó Simias-: aun aceptando, como dices, que el alma es inmortal ¿cómo podríamos demostrarlo?
–Tenéis razón– respondió Sócrates– ¿qué podríamos hacer?
–Y tengo otras dudas similares a esa –añadió Cebes al cabo de un rato–, pero no serían apropiadas, dada la situación en que te encuentras.
Sócrates reprochó con suavidad a Cebes por no confiar en que su estado de ánimo era el idóneo para afrontar las circunstancias que todos conocían y que debían aceptar con la misma disposición.

–Muchas veces me sorprendió Sócrates, amigo mío –dijo Fedón, como si le costara salir del hogar de sus recuerdos–, pero nunca le admiré más que en aquel momento en el que, por fortuna, me encontraba muy cerca de él;  ya no me asombraba sólo el hecho de que siempre tuviera una respuesta sabia, sino también la gracia insuperable y la gran deferencia con que aceptaba las objeciones de aquellos muchachos y la sagacidad con que percibía si habíamos comprendido o no, y como de nuevo nos acercaba al argumento para que siguiéramos examinándolo con él.

–Os explicaré algo -continuó Sócrates tras un breve silencio-: Se dice, como sabéis, que después de la muerte, el espíritu que acompaña a cada hombre durante su vida, tiene el deber de conducirlo al lugar donde todos los muertos se reúnen para ser juzgados. También se dice, y yo estoy persuadido de ello, que la Tierra es inmensa y que los que la habitamos, no ocupamos más que una pequeña parte, repartidos alrededor del mar, como hormigas o golondrinas en torno a un estanque, y que hay muchos más pueblos que viven en lugares parecidos y que la Tierra también está situada en el cielo puro que aquellos que estudian estas materias, llaman éter y que es de ahí de donde procede el aire, el agua, la niebla y el polvo que suelen posarse sobre la superficie.., pues bien, parece que esta Tierra, vista desde arriba, tiene el aspecto de un globo cubierto de diferentes colores, junto a los cuales, los que emplean nuestros pintores, no son más que una muestra. Quiero decir con esto, que si desconocemos los caminos que pueda haber en la Tierra, menos aún podemos comprender los que hay en el Hades, por eso necesitamos espíritus que nos guíen.

Pues bien, cuando los muertos llegan al lugar al que los llevan sus respectivos espíritus, primero son juzgados, tanto si han llevado una vida honesta y piadosa, como si han vivido mal; unos serán recompensados, mientras que los otros, recibirán un castigo hasta que puedan ser absueltos; cada uno de acuerdo con sus méritos. Aquellos que sean considerados como incurables a causa de la enormidad de sus crímenes y sacrilegios, homicidios y robos, esos serán precipitados al Tártaro, de donde no saldrán jamás.

Os digo esto con la intención de que sepáis que estamos obligados a hacer todo lo posible por adquirir la virtud y la sabiduría mientras vivimos, porque el premio es hermoso y la esperanza, inmensa. Puesto que hemos reconocido que el alma es inmortal, sabemos que vale la pena correr un riesgo, y este riesgo es hermoso y debemos repetírnoslo como si se tratara de palabras mágicas, porque más adelante, vosotros mismos habréis de emprender este viaje.
En cuanto a mi, el destino me llama ahora, como diría un héroe de tragedia. Creo que es la hora de ir a tomar un baño; así ahorraremos a las mujeres el trabajo de tener que lavarme después…

–¿No hay nada que quieras encargarnos con respecto a tus hijos, o cualquier otra cosa que pudiéramos hacer por ti? –preguntó Critón.
–Nada nuevo, Critón, excepto lo que os he repetido siempre: cuidad de vosotros mismos y todo lo que hagáis será bueno para mí y para los míos. Si no estáis convencidos de eso, todas las promesas que hicierais ahora serían inútiles.
–Intentaremos con todas nuestras energías –dijo Critón– seguir tu consejo. Pero di ¿cómo quieres que te enterremos?
–Como queráis… si es que llegáis a alcanzarme –añadió sonriendo–. No obstante, tengo que decirte que después de todo lo que he dicho, no comprendo por qué me preguntas como quiero ser enterrado. Os he dicho que una vez que haya bebido el veneno ya no estaré con vosotros, sino con los bienaventurados, ¿crees acaso que sólo lo dije para consolaros o para consolarme a mí mismo?
Tenéis que comprender que no vais a enterrar a Sócrates, amigos; en esta situación, los términos que usemos son muy importantes y debemos elegirlos con cuidado, porque un lenguaje impropio, no sólo es defectuoso en sí mismo, sino que puede dañar a las almas a causa del mal entendimiento. Así pues, créeme y ten confianza en esto que te digo: es sólo mi cuerpo lo que vas a enterrar, así pues, hazlo como mejor te parezca o como sea más conforme a la costumbre.

Después de esto. Sócrates salió a tomar el baño; sólo Critón le acompañó y a los demás nos pidió que esperáramos. Nos sentíamos verdaderamente privados de un padre y condenados a vivir en adelante como huérfanos.

Estaba a punto de ponerse el sol.

Llegó entonces un servidor de los Once y acercándose a él, le dijo: –Sócrates, nunca tendré que quejarme de ti como de otros, que se enfadan contra mi y me maldicen cuando por orden de los magistrados vengo a darles el veneno. En muchas ocasiones, desde que estás aquí, he podido reconocer en ti al hombre más generoso, más suave y mejor que jamás ha entrado en esta casa. Sé que incluso ahora no estás enfadado conmigo, sino contra aquellos que te condenaron, a los cuales conoces bien. Sabes ya a lo que he venido, de modo que te digo adiós y te ruego que trates de soportar lo inevitable con la mayor serenidad posible.
Dicho esto, el hombre se dio la vuelta y vimos su rostro bañado en lágrimas. Entonces Sócrates le dijo: –Adiós a ti también; haré lo que dices. Y añadió dirigiéndose a nosotros:- ¡Qué dignidad tiene este hombre! A veces venía a charlar conmigo para ayudarme a pasar las horas, y ya veis con qué generosidad llora ahora… ¡Pero vamos, Critón, obedezcámosle y que me traigan ya el veneno, si es que está preparado!
–Creo, Sócrates, que el sol aún está alto; queda tiempo…
–No ganaré tiempo, amigo mío, bebiendo el veneno un poco más tarde; me sentiría ridículo a mis propios ojos, si intentara asirme a algo que, en realidad, ya no poseo.

Después del baño trajeron a sus hijos y vinieron también sus parientes; habló un rato con ellos y volvió a nuestro lado.

Critón se volvió e hizo una seña al esclavo que le acompañaba; el hombre salió y un rato después volvió con el que traía el veneno en una copa.

–Y bien, amigo, puesto que tú entiendes de estas cosas –dijo Sócrates al verlo–, dime qué es lo que debo hacer.
–Cuando lo hayas bebido, has de pasear un poco, hasta que sientas que te pesan las piernas, entonces debes echarte  y el veneno actuará por sí mismo.
Dicho esto, le tendió la copa, que Sócrates tomó con una serenidad increíble:
–¿Está permitido, dijo, hacer una libación a algún dios?
–Sólo hemos mezclado la cantidad justa que debes tomar –respondió el hombre.
–Comprendo –añadió Sócrates-, pero al menos, pediré a los dioses que favorezcan mi tránsito de este mundo al otro.
Después de decir aquellas palabras, se acercó la copa a los labios y bebió hasta la última gota con una serenidad perfecta.


Hasta ese momento habíamos tenido fuerzas para contener las lágrimas, pero al verle beber ya no fuimos dueños de nuestra propia emoción. Yo mismo sentí que las lágrimas me corrían a raudales, así que me cubrí el rostro e intenté llorar en silencio, sabiendo que no era su desgracia la que lloraba, sino la mía, pensando en el amigo del que pronto me vería privado.
Frente a mi, Critón tampoco podía evitar llorar; se levantó y se alejó un poco. Apolodoro, por su parte, que no había dejado de llorar en todo el día, comenzó a gemir tan fuertemente que nos partió el corazón a todos los demás.

–¿Pero ¿qué es esto, amigos? –nos sorprendió Sócrates una vez más-, yo siempre había oído decir que conviene morir oyendo palabras de buen augurio; así pues, tranquilizaos y tratad de  manteneros firmes.
Poco después, Sócrates dijo que las piernas empezaban a pesarle y se echó sobre la espalda, tal como el hombre le había recomendado y se cubrió el rostro con un lienzo. El hombre, entonces, le dio un fuerte pellizco en un pie y le preguntó si sentía algo. Sócrates dijo que no y él fue haciendo lo mismo en piernas y brazos.
–Cuando el frío haya llegado al corazón –dijo–, Sócrates se habrá ido.
–Critón –dijo de pronto Sócrates, con voz todavía serena–, recuerda que debemos un gallo a Asclepio, no olvides pagárselo.
–Así lo haré, respondió Critón; mira si tienes alguna cosa más que decirnos.


Pero Sócrates ya no contestó. Levantando entonces el velo de su rostro, Critón le cerró suavemente los ojos y la boca.

Así fue el final de nuestro amigo, querido Equécrates; el fin de un hombre del que podemos decir que fue el mejor, el más sabio y el más justo de nuestro tiempo.
La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David




miércoles, 22 de febrero de 2012

LA NOVIA DE DON FADRIQUE. I Parte

DOÑA MAGDALENA DE GUZMÁN

Esta historia comienza cuando Felipe II recibe una carta, entre lastimera y exigente, firmada por doña Magdalena de Guzmán, expedida en Toledo con fecha 22 de Junio de 1578.

Doña Magdalena suplica al rey que obligue a don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba, a casarse con ella en cumplimiento de la palabra de matrimonio que aquel le dio, hace ahora algo más de doce años, el mismo período que Magdalena lleva enclaustrada en un convento de Toledo, esperando la resolución de su demanda por parte del monarca.

El Duque de Alba, don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, es más conocido en la época como El Duque, sin más.

En un principio parece tratarse de un asunto olvidado, pero, otro documento enviado un mes antes por el rey al Presidente del Consejo de Castilla, don Antonio Mauriño de Pazos, demuestra que, por alguna razón, el caso había cobrado actualidad y, acaso, cierta urgencia en su conclusión. Acompañando su escrito, Felipe II envia a Pazos los papeles del negocio de Don Fadrique de Toledo y Doña Magdalena de Guzmán, del que habréis oído algo, y en él manda al Presidente que nombre una comisión que vuelva a examinar el caso y elabore un dictamen de resolución.

Así las cosas, solo tres días después de la carta de doña Magdalena, Pazos hace llegar al rey un primer informe al respecto. De acuerdo con sus términos, Don Fadrique está obligado y puede ser compelido a que case con Magdalena, como se lo prometió, puesto que aquel matrimonio de palabra sigue en pie, no habiendo contraído otro de presente. Añadía, no obstante, el Presidente que dado que la Iglesia prohibe los matrimonios a la fuerza, habría que estudiar cómo convencer a don Fadrique por las buenas, precisamente ahora que está preso. Por lo demás, no parece haber otros impedimentos, excepto resaltar un detalle añadido al final de la carta: conviene que se diga que la prisión de Fadrique no es por causa del matrimonio sino de otras; lo que demuestra justamente que sí estaba arrestado por su negativa a casarse con doña Magdalena.

Habida cuenta de quien es don Fadrique y, comparativamente, la escasa significancia de la familia de doña Magdalena –factor que hubiera sido decisivo en la época para desaprobar un matrimonio–, llama mucho la atención el hecho de que Felipe II se tomara tanto interés en apoyar la demanda de la doncella en cuestión, puesto que siendo ella dama de la reina, habría delinquido exactamente igual que don Fadrique al aceptar un compromiso sin autorización del monarca.

Cabe destacar también el hecho de que entre las primeras cartas del Presidente Pazos sobre este asunto y las últimas, se observa cómo aquella seguridad del principio, se había transformado, dos años después, en un complicadísimo laberinto sin salidas viables, en tanto que la reclusión de Magdalena superaba ya un período de trece años.

Indagando en las raíces de esta historia, cuyos documentos siempre aparecen archivados bajo el epígrafe: Negocio de de Don Fadrique, hemos de retroceder al año 1560 más o menos, momento en que se produjo la supuesta promesa. Supuesta, hay que decirlo así, porque al producirse en privado y de palabra, resulta absolutamente indemostrable, como casi todo en el fondo de este drama, en el que el único que verdaderamente dio la cara, fue el duque de Alba, aunque tampoco sepamos exactamente, por qué.

Veinte años antes, doña Magdalena era dama de la reina Isabel de Valois. Parece ser que don Fadrique, que ya por entonces era dos veces viudo, la cortejó prometiéndole matrimonio en secreto, aunque no tan en secreto que no se enterara toda la corte, donde se criticó abiertamente a Magdalena porque andaba contentísima y muy galana, dando en todo señales de desposada.

Por alguna razón que desconocemos, Fadrique sabía que su padre no le iba a dar el consentimiento, a pesar de lo cual aseguró a Magdalena, que se casaría con o sin permiso, y que de lo contrario, no se casaría jamás. Cuando estas palabras llegaron a oídos del duque, declaró abiertamente que prefería que su hijo no se casara a trueque de que no lo hiciera con doña Magdalena.

Tal contundencia resulta muy llamativa si consideramos que Fadrique era el heredero del apellido y patrimonio de la Casa de Alba y que hasta la fecha, a pesar de sus dos matrimonios, no había tenido hijos. La diferencia social era superable, estando por medio la voluntad del rey y respecto al grado de parentesco, nada hay que decir si miramos el árbol genealógico de la Casa de Alba; más complejo y endogámico que el de la Casa Real, si cabe. Se habló también de la ascendencia judeo conversa de Magdalena, pero esto, era mejor no meneallo, pues entraban en juego los apellidos Guzmán y Mendoza que, en general tenían todos los actores de este drama. ¿Por qué pues, el duque se jugaría tanto a la carta de su negativa?

Así las cosas, la tensión aumentó hasta el infinito, ya que la madre de don Fadrique, doña María Enríquez –de Guzmán, por cierto–, Camarera Mayor de la Reina, se sentía ultrajada por tener que convivir con la menospreciada nuera, hasta tal punto, que llegó a amenazar con abandonar el servicio y el palacio, mientras en él residiera doña Magdalena.
Cuando el asunto llegó a oídos del rey, trató de influir –sin que se notara mucho– para que se celebrara el proyectado matrimonio, aún a pesar de haberse comprometido la pareja, aparentemente, sin su consentimiento, pero aún así, el duque se mostró inflexible, actitud que dejaba al monarca maniatado, ante la imposibilidad moral de menoscabar el principio de la autoridad paterna.

Tal vez debido a su costumbre de postergar decisiones para dar lugar al tiempo; algo que raramente funcionaba bien, don Felipe optó por una solución tajante, separar a la pareja. Don Fadrique, tras pasar un tiempo recluído en el castillo de La Mota fue condenado a seis años de destierro, tres de los cuales debía cumplirlos sirviendo en Orán, destino que su padre lograría permutar por servicios en la guerra de Flandes. Magdalena fue sacada –literalmente– de la corte, en medio de la noche y conducida al convento toledano, en el que, como sabemos, permanecía en 1578.

Y así volvemos a la fecha del primer informe del Presidente Pazos en el que decía, doce años después de la separación de la pareja, que no veía objeción alguna para que la boda se celebrase. Es evidente que objeción formal, no había, es decir que la boda no contravenía las leyes, pero he aquí que la negativa del duque llegó a pesar más que la ley y su voluntad más que la del monarca.

Para entonces, tras el fracaso del asedio de Alkmaar –responsabilidad, precisamente de don Fadrique por delegación y orden paterna–, consideró el rey que el duque no había sabido llevar a efecto sus planes de pacificación en los Países Bajos, por lo que le ordenó que resignara el mando en don Luis de Requeséns y regresara a España.

Cuando Magdalena envió la primera carta al rey, ya sabía que padre e hijo habían vuelto.

La comisión de Pazos desarrollaba su trabajo tan lentamente, que dio lugar a que los hechos se adelantaran a las previsiones. Llevaban apenas cuatro meses de averiguaciones, cuando una mañana, don Juan de Guzmán, hermano de Magdalena, comunicó al Presidente que don Fadrique se había casado con su prima doña María de Toledo, a media noche, en secreto y con la autorización y bendiciones del duque de Alba. Pazos, tal vez el único desconocedor del evento en toda Castilla –incluso Teresa de Ávila, la futura santa, había felicitado ya a la duquesa, madre del novio–, dedujo que la noticia debía ser cierta, al provenir de una fuente importante; la Princesa de Éboli, Grande como el duque de Alba y al igual que él, acostumbrada a contrariar al monarca aún a riesgo de la vida. Ante semejante evidencia, Pazos no tuvo más remedio que informar al rey.

El Duque de Alba armado, con bastón de mando (bengala), banda de General y Collar del Toisón

–¡Aún no puedo creer del duque tal cosa!- exclamó el monarca (por escrito) y, después de reflexionar largamente sobre la actitud a tomar ante la difícil encrucijada de los hechos consumados, ordenó que padre e hijo acudieran de inmediato a su presencia, una invitación que el duque declinó aduciendo que estaba impedido a causa de la gota.

–No se yo qué tan forzoso es el impedimento del duque –volvió a gritar el rey por escrito–, porque bien se que estuvo el otro día con el Prior. A lo que un Pazos conciliador, repuso:
–A lo que V.M. sospecha de la enfermedad e impedimento del de Alba, acá estamos todos en lo mismo, pero como no se puede probar a nadie que no le duele un pié, no sabemos qué decir en esto.

En vista de ello, fue Pazos quien acudió a entrevistarse con el duque, que le dijo sin preámbulos:
–Su Majestad sabe que don Fadrique es casado.
–No lo creo– respondió Pazos.
–Pues crea que es casado con doña María de Toledo –respondió un Alba muy alterado–, y ello con licencia del rey –que de todo tengo papeles–, y el casamiento ya se hizo por poderes en Flandes, así que ahora, don Fadrique sólo lo ha ratificado.
–Después de decir esto, el duque se fue mal contento y aún trasudando, que no podía tener el sombrero en la cabeza –explicó Pazos al rey en un papel.

No sé que diga de todo eso –respondió el monarca en el margen–, pero no me ha parecido nada bien.

Un mes después de aquella conversación, el duque, ya muy exasperado, decidió lanzar toda su artillería. Mostrando, según Pazos, gran maestría en el manejo de los términos legales, aseguró que él no había cometido ningún pecado mortal y que don Felipe no era competente para juzgarlo, además de que tenía mucho que decir en su descargo, pero que sólo lo declararía ante el propio  monarca.

–Se cree –comentó el rey (por escrito) al saberlo– que por ser yo menos letrado, le será más fácil convencerme–. Y no concedió la audiencia, por lo que Pazos volvió a encontrarse con un furibundo Alba, manteniendo ambos un diálogo muy ilustrativo acerca de la personalidad del duque.

–¿Piensa S.M. –preguntó don Fernando– dar fin al negocio de mi hijo?
–Esa era su voluntad, pero ahora anda suspenso, por eso de que don Fadrique se ha casado en secreto con su prima.
–¿Y aunque así fuera –adujo Alba–, cual es el problema o qué impedimento hay?
–Mucho –afirmó Pazos–, porque las soluciones serían muy distintas dependiendo de que don Fadrique esté o no casado. Además que se dice que le habéis premiado con cuatro mil ducados al año.
Entonces el duque estalló en cólera.
–¿Qué quiere S.M. hacer de nosotros? ¿Nos quiere cortar las cabezas? ¡Bien lo puede hacer después de haber expuesto toda mi vida en su servicio! Siempre entendí que el hecho de que guardara silencio se debía a que aprobaba mi decisión de que don Fadrique se casara con su prima. Pero sepa –añadió después de recuperar el aliento–, que los cuatro mil ducados hace ya más de tres años que se los di. Y en cuanto a vos, ya que tenéis algo que ver en este asunto, más valdría que aconsejárais al rey que lo deje en manos eclesiásticas. Porque ante ellos y ante Dios, yo me quejaré de que mi hijo lleva doce años preso sin culpa. Y después ¡que nos corte las cabezas!
–No es este negocio de cortar tantas cabezas –dijo un Pazos, siempre conciliador.
–¡Pues mejor sería que lo hiciera!- Gritó don Fernando en el colmo de la impaciencia–; porque eso se pasa en un momento y lo otro ya dura doce años y aún no tiene aspecto de acabar.

–O sea, -dedujo lúcidamente don Felipe en voz baja y por escrito–; de esto se puede sacar que está hecho el casamiento.

Y así, sin saber nadie qué decir ni qué hacer, llegó el año 1579; el rey se vio obligado a dictar sentencia y fue el secretario Martín de Gaztelu el encargado de cumunicársela al duque, a cuyo efecto, se personó en su domicilio. El duque escuchó atentamente, sentado en una silla de ruedas: que luego dentro de cuatro días primeros siguientes salga de esta corte y se vaya a su villa de Uceda, de la cual no salga sin licencia, so pena de otras penas.

Esto ocurría entre las siete y las ocho de la noche del sábado 10 de enero de 1579; el domingo 11, al amanecer, duque y duquesa abandonaban la capital camino del destierro. Iba la duquesa alegre y con buen semblante, aunque al subir al coche, le entró grandísima tristeza, y el duque lo iba mucho –no es posible dilucidar aquí, si mucho, de contento o mucho de triste–. Por la misma sentencia, don Fadrique era condenado a prisión en Tordesillas.

Extrañamente, el rey insistía mucho en su deseo de que pareciera que ambas condenas se dictaban por asuntos de la guerra de Flandes. Es evidente que no quería que trascendiera la causa real, ni aún se mencionara el nombre de doña Magdalena, quien, mantenida al margen del asunto, creía que su demanda había sido relegada de nuevo. Al menos así lo da a entender una nota del rey a Pazos, pocos días despues del auto contra los Alba: Doña Magdalena se engaña en pensar que acá tenemos olvidado el negocio.

Y sorprende asimismo, el tesón con que la protege el monarca, incluso cuando el mismo Presidente Pazos se vuelve contra ella, considerando que ha mentido al declarar que hubo cópula con don Fadrique, a pesar de haberlo negado durante años. Para entonces, a Pazos le parecía mal, incluso que Magdalena insistiera en casarse –como mujer baja y de poco seso– aún a riesgo de que al verse así obligado, don Fadrique la odiara. En cuanto a la segunda demanda de la dama, que era la de volver al servicio en la corte, fue desaconsejada por el Presidente, aduciendo que para dama ya era vieja y para dueña, demasiado joven, además de que en palacio aún servían personas de ambas familias, lo que podría ser una fuente de disturbios. Aprobó sin embargo el rey la propuesta de la Comisión de otorgar a doña Magdalena, como dote y reparo de los daños recibidos, una cuantiosa pensión que se extraería de las rentas de Indias del Duque.

De este modo fue zanjado el negocio para los de Alba; en lo que se refiere a doña Magdalena, pero, bien la fortuna, bien el favor real, marcaron otras pautas.

Mientras este drama doméstico se desarrollaba en la corte, el jovencísimo rey de Portugal, don Sebastián, dispuesto a emular las hazañas de sus antepasados había decidido llevar la guerra al norte de África, dando comienzo a una larga y compleja historia en la que no podemos distraernos ahora; pero es el caso que este muchacho, hijo, por cierto, de doña Juana, la hermana de Felipe II, desapareció, o murió, o las dos cosas, en la batalla de Alcázarquivir, lo que dio lugar a que su tío, el anciano cardenal Enrique, abandonara los hábitos para ocupar el trono por el breve período que aún le reservaba la existencia. Tras su fallecimiento, Felipe II reclamó la Corona en razón de complejos y múltiples derechos sucesorios.

La nobleza y el clero lo aceptaron relativamente bien, pero el pueblo se opuso. Don Felipe sabía que tal actitud no constituía una amenaza de consideración y que si se producía un levantamiento, lo aplastaría con poco esfuerzo, al no disponer los rebeldes de mandos cualificados, ya que la mayor parte de la nobleza portuguesa había muerto en Alcázarquivir, o permanecía allí en espera de que alguien pagara su rescate.

El único problema de don Felipe era que en aquellos momentos tampoco disponía de un general capacitado para mandar sus tropas por tierra, o mejor dicho, sí disponía, pero le daba rabia recurrir a él porque acababa de condenarlo al destierro. Aún así, sabiendo que cualesquiera que fueran las circunstancias, la fidelidad y el sentido de la obediencia del duque de Alba estaban fuera de toda duda, le mandó, sin preámbulos que inmediatamente y sin reparar en gastos, levantara un ejército para marchar sobre Lisboa. El duque obedeció rezongando: –Soy el primer hombre al que su Señor manda, encadenado, a que le gane un reino.

Y así, llegó, vio y venció; un paseo militar que abrió a Felipe II las puertas del reino vecino, cumpliendo así, tal vez el mejor sueño de su vida, lo cual no significa, en absoluto que en algún momento se sintiera agradecido hacia el duque, sino todo lo contrario. Por una parte, no quiso recibirlo, ni antes ni después de la contienda, y por otra, le negó tajantemente el permiso para volver a España una vez cumplida su misión: –No hay hombre que no diga ¿qué hace aquí el duque? ¿En qué entiende, estando ya el rey en el reino?-. Impidió el rey incluso, que la duquesa, doña María acudiera a su lado cuando el duque enfermó de gravedad, dando lugar a que don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba, falleciera sólo en la ciudad de Lisboa, en noviembre de 1583.

El Duque de Alba, anciano.
Anónimo, en el Palacio de Liria.

Sí permitió don Felipe –para que se vea que no era rencoroso– que el cuerpo del duque fuera embalsamado para su traslado a España, algo que el cronista describe con crudeza: Otro día, le abrieron el cuerpo para llevarle; le echaron por ahí las tripas y el menudo y le salaron y lo embutieron en estopa con olor y bálsamo.

Doña María recibió al menos el consuelo de Fray Luis de Granada, confesor de don Fernando durante su destierro portugués, pues le escribió detalladamente sobre la enfermedad y muerte de su esposo, a quien consideraba un verdadero santo, ofreciéndole a la vez inmejorables muestras de afecto y comprensión.

Conviene recordar que tras su Juramento enlas Cortes en Tomar, Felipe II realizó una entrada triunfal en Lisboa y dice el cronista portugués que cuando pasó ante la casa en la que residía el duque, lo vio en una ventana, y levantó los ojos por tres veces, sin hacer mudanza de alborozo ni alegría.

Muy distinta fue, como ya adelantamos, la suerte que corrió doña Magdalena Guzmán, sin necesidad de hacer tanto ruido como el duque. Como se ha dicho, las Cortes portuguesas tomaron juramento al rey en Tomar; esto fue el día 15 de abril de 1581; pues bien, en aquella misma ciudad y sólo diez días después, se publicaban al fin las Capitulaciones matrimoniales de doña Magdalena. Lo sorprendente, es que en aquellas no figuraba el nombre de don Fadrique, quien, por otra parte, no sobreviviría mucho a su padre.

Doña Magdalena de Guzmán y Mendoza, se casaba con don Martín Cortés, II Marqués del Valle de Oaxaca –Guajaca–, viudo a la sazón y único hijo legítimo del conquistador Hernán Cortés.

La boda se celebró en Toledo el cuatro de octubre de ese mismo año y el matrimonio duró hasta octubre de 1589, fecha en que murió don Martín, y a partir de la cual, doña Magdalena pasó a ser conocida como la Marquesa del Valle.

Así pues, finalmente, y contradiciendo el dictamen del Presidente Pazos, Magdalena -dama o dueña- se reintegró al servicio de aquella Corte que incluso se ocupó de su matrimonio, durante el tiempo que Felipe II permanecio en Portugal. Cuando el monarca regresó a Madrid, ella también volvió, y podemos decir con toda certeza, que fue entonces cuando terminó la historia de Magdalena Guzmán, dando paso a la historia de la Marquesa del Valle, cuyo devenir nos situará ya en el reinado de Felipe III.

sábado, 11 de febrero de 2012

ANGELOS SIKELIANÓS -Άγγελος Σικελιανός-: CONSTRUIR UN SUEÑO

Tal vez habría que nacer griego para intuir el sueño del poeta Ángelos Sikelianós -Άγγελος Σικελιανός-, porque sólo así comprenderíamos que representa la larga lucha de su pueblo para elevarse por encima de toda una historia de adversidades, de interminables ocupaciones por pueblos extranjeros, de soledad, en fin, pero, sobre todo, de su decidido empeño por resistir, finalmente coronado por la victoria, con la ayuda de un arma exclusiva e identificadora, la Lengua Griega.
Aunque casi nunca es aconsejable generalizar, podríamos asegurar que en Sikelianós se funden de forma paradigmática las dos características más singulares, específicas y trascendentes del pueblo griego: el patriotismo y la religiosidad.

Sikelianós intentó aunar la antigua espiritualidad órfica con un acendrado cristianismo, aunque no pudo lograrlo, seguramente porque ya no era posible, puesto que una religión, un conjunto de creencias, no podía complementarse con otra que había sido neutralizada radicalmente siglos antes.
Aún así, como asegura otro bastión de la poesía griega [1], Odyseas Elytis -Οδυσσέας Ελύτης-: Sikelianós fue el último que en nuestra época levantó el peso del papel de una divinidad sin presentar la más mínima fisura. Incesantemente se llenaba de Grecia e incesantemente Grecia se llenaba de él.


Sikelianós fue un extraordinario poeta, un soñador indomable y un hombre muy valeroso. Los críticos coinciden en destacar su gran atractivo físico, un factor en el que generalmente no se detienen, lo que hace suponer que debía ser excepcionalmente guapo.


Se matriculó en la Universidad de Atenas para estudiar Derecho, pero en realidad se interesó mucho más por Homero, Platón, Esquilo o la Biblia, lo que unido a su admiración y profundo conocimiento del poeta Kostís Palamás -Κωστής Παλαμάς- al que había leído desde su infancia en la isla jónica de Levkada, hicieron de él aquello para lo que realmente había nacido, un poeta que llegó a singularizarse por un intenso lirismo y por un patrimonio lingüístico único.

Un gran hito, sin duda  determinante en su evolución vital y literaria, fue el encuentro con  Eva -Evelyn- Palmer, una joven americana a quien Ángelos conoció a través de su hermana Penélope, casada, por cierto, con Raymond Duncan, un hermano de aquella innovadora artífice de la danza que se llamaba Isadora Duncan. Todos sus  encuentros parecían confluir en dirección a las Musas.

Eva había estudiado Arqueología Griega, Música y Danza Antigua en París y además tenía gran capacidad financiera; casi todo cuanto necesitaba Sikelianós para empezar a transformar su sueño. Se casaron en 1907 y al año siguiente se fueron a vivir a Atenas. Pronto nació su primer y único hijo al que llamaron Glavko; el nombre del color de los ojos de Atenea y de la transparencia de la luz del sol a través de las uvas.

En 1909 publicó Alafroïstikos, una palabra compuesta, compleja y endiablada para hablantes cuya raíz lingüística es el latín y no el griego. Suele traducirse como El de la sombra leve, pero también como El Iluminado, El Inspirado o, tal vez, El visionario, que tuvo una gran acogida y hoy es considerada como una referencia imprescindible e incluso, una especie de punto de partida en la literatura griega moderna.

Siguió Epinicios, una colección en la que Sikelianós describe la larga lucha por la liberación de Grecia del poder turco y otros poemas sobre las guerras balcánicas, que contienen algunos de sus versos líricos más inspirados, por ejemplo, en el poema titulado John Keats y, sobre todo, en La madre de Dante: el poema más bello que se haya escrito nunca sobre el parto de una mujer. (R. Irigoyen).

               LA MADRE DE DANTE
               
               Florencia parecía desierta en su sueño
               al amanecer.
               Lejos de sus amigas, sola,
               vagaba por las calles.
               Se puso el vestido de novia de seda,
               un velo de lirios
               y caminó por las encrucijadas. Bajo los pies,
               las calles le parecieron nuevas.

               En los cerros que bañaba una brisa temprana de primavera,
               como zumbidos lejanos, lenta y profundamente

               doblaban, apagadas,
               las campanas de las ermitas.

               De pronto, como si apareciera en un jardín,
               el aire fue más blanco.
               Un jardín con traje de novio, cargado de naranjos y manzanos,
               de un extremo al otro.
               Atraída por su fragancia,
               se acercó a a un alto laurel,
               en el que un pavo real, saltando de rama en rama,
               subía hasta la copa.
               Y alargando su cuello entre las ramas
               cargadas de bayas,
               comía una, cogía otra, y la arrojaba desde la rama
               a la tierra.
               Instintivamente, ella levantó su delantal bordado,
               en la sombra, hechizada...
               y al instante se sintió muy pesada,
               cargada de rizadas bayas.
               Reposó un instante del esfuerzo matinal,
               envuelta en una fresca nube.
               Sus amigas esperaban junto a la cama
               para acoger al niño.

En 1914 Sikelianós se reunió con un amigo; otro Titán de las letras griegas, Nikos Kazantzakis, que al igual que él, vivió permanentemente empeñado en una búsqueda mística, cuya cumbre, no sabemos si llegaron a alcanzar, antes o después de su existencia. Juntos pasaron cuarenta días en uno de los famosos monasterios del Monte Athos, viviendo como ascetas.

Grandes amantes de la tierra helénica, tras la experiencia contemplativa, recorrieron Grecia de un extremo a otro, tratando de aprehender el espíritu de cada árbol, de las rocas, de las viñas, o de las solitarias capillas, cuyas cúpulas embellecen el horizonte y hacen sonar minúsculas campanas, movidas por la magia del viento. Todo ello, bajo un azul transparente y sereno, un color cuyo nombre los griegos reservan para el cielo, el mar y los ojos.

A partir de 1915, en plena Guerra Mundial, se publicó el Prólogo a la Vida, cuyos versos muestran la actividad creadora y poética de sus Cinco Conciencias: de la Tierra; de la Raza; de la Mujer, de la Fe y, por último, la de la Creatividad personal.
Entre tanto, Sikelianós había sufrido la pérdida de su hermana Penélope, lo que le causó un profundo dolor, apenas suavizado por medio de su expresión lírica en el extraordinario poema titulado Madre de Dios: El poema más universal que se ha escrito en griego después de Solomós. El poeta, profundamente triste, escribe sobre la realidad de la muerte y el inconsolable dolor de la pérdida como camino hacia un nuevo encuentro con la hermana, a la que hallará, finalmente, en compañía de la Madre de Cristo.

Después de la Guerra, entre 1918 y 19, cuando ya se gestaba en sus cinco conciencias la IDEA DÉLFICA -Δελφική Ιδέα-, publicó La Pascua de los Griegos, un poemario que nunca llegó a completar y en el que intentaba aquella imposible fusión de las creencias antiguas con las actuales.

Aparentemente siguieron unos años de sequía, pero si bien lo miramos, aunque no aparecieron poemas nuevos, la dedicación absoluta de Sikelianós a la Idea Délfica siguió progresando y no sólo en su intelecto, sino en los aspectos prácticos más específicos e imprescindibles para su compleja ejecución. Además pronunció numerosas conferencias y escribió artículos y estudios destinados a disponer las mentes y las conciencias hacia el gran proyecto, todo lo cual se complementaría con la representación de las tragedias de Esquilo que él consideraba más idóneas para simbolizar su Idea.

En este punto hemos de destacar la impagable labor llevada a cabo por Eva Palmer, quien trabajó hasta la extenuación para transformar en realidad el sueño de Sikelianós. Eva no se limitó a observar los áureos caminos por los que vagaba la incorpórea inspiración del poeta, sino que la tomó entre sus manos y la dotó de forma material para exhibirla ante la mirada de los demás mortales.

Buena parte del proyecto consistía en crear en Delfos un centro para la cultura e incluso una Universidad que ayudara a la unificación del género humano. Sikelianós creía sinceramente que Delfos atesoraba energías suficientes para inspirar perfección a la humanidad y, con el objetivo de desarrollar y expandir aquellas energías, él y Eva trabajaron mucho tiempo en la preparación de los Fiestas Délficas de 1927 y 1930 a través de las cuales atraerían a artistas y pensadores de todo el mundo. Delfos –en su sueño-, volvería a ser lo que fue en tiempos del Oráculo; el Ombligo del Mundo y, a partir de entonces, el templo de Apolo ya no se sustentaría sobre columnas de mármol, sino sobre tres pilares universales: la educación, la economía y la justicia.

En este intento, Ángelos y Eva emplearon grandes cantidades de tiempo y de fondos –hasta agotarlos–, pero lograron poner en escena dos tragedias de Esquilo, Prometeo Encadenado y Las Suplicantes.

El cartel –en francés– de las fiestas anunciadas para los días 9 y 10 de mayo de 1927, ofrecía las siguientes actividades:

Prometeo Encadenado, de Esquilo, al modo del teatro antiguo.
Música de los coros compuesta al estilo musical antiguo.
Antiguas danzas regladas según los jarrones y relieves de los siglos

VI y V
Juegos gimnásticos en el antiguo estadio.
Exposición de artes y oficios populares.
Concierto de Música Eclesiástica griega.
Canciones kleftis* y
Danzas tradicionales ejecutadas por pastores del Parnaso.
Visita a las ruinas con explicaciones apropiadas por arqueólogos griegos y extranjeros.

* Kleftis: literal y originariamente, significa bandidos. Durante la ocupación turca vivían en las montañas y, andando el tiempo, lideraron la revolución que condujo a la independencia de Grecia (1821-31). Uno de los más célebres es el General Theodoros Kolokotronis (en la imagen); auténtico héroe nacional.


Diez años antes, cuando Eva viajaba desde París a Atenas para encontrarse con Ángelos, había tirado toda su carísima ropa parisina para vestir una larga túnica al estilo de la mujeres griegas del siglo V. Nunca volvió a usar ropa occidental.

Fue ella la que se empleó más a fondo en el estudio de los antiguos modelos; montó un telar para fabricar tejidos naturales que ella misma teñía tras recolectar personalmente las plantas necesarias para obtener los colores originales y, todo ello en una casa en la que ni siquiera había agua corriente. Diseñó también las máscaras de los actores así como los escudos, cascos y lanzas de los guerreros, que hizo fundir a propósito para las representaciones.

Iniciada ya en París por Isadora Duncan en el arte de la danza, se centró entonces en el estudio de la música y coreografía bizantinas que fusionó con las tradiciones populares existentes hasta hoy mismo. También formó y adiestró un coro de cincuenta niñas atenienses que representaron a las Danaides de Las Suplicantes. Eva era un espíritu libre y genial, además de una trabajadora infatigable. El desafío era gigantesco y las energías inagotables.

Los festivales fueron un completo éxito, pero la inspiración motriz, la gran utopía de Sikelianós se redujo a ese éxito, puesto que no logró alcanzar la transcendencia que esperaba, la materialización de la Idea Délfica, que debía servir de lenitivo a una Europa destrozada por aquella que fue llamada la Gran Guerra y que por algún tiempo se creyó que sería la última.
La Academia de Atenas sí valoró el esfuerzo y, en 1929 concedió a Sikelianós una medalla de plata que premiaba su valeroso intento de revivir los Juegos Délficos.

En 1932 se publicó El Ditirambo de la Rosa: La bajada de Orfeo a los infiernos, que fue representada al aire libre, en primavera, en la Colina de las Musas de Atenas. Durante los diez años siguientes, cuando Eva ya se encontraba en América, Sikelianós escribió varias colecciones poéticas relacionadas con el Orfismo.

En 1940 volvió a casarse, en esta ocasión con una griega llamada Ana Karamani.


Ese mismo año se publicaba su gran tragedia, Sibyla, que leyó unos días después de la declaración de guerra entre Grecia e Italia y que, en general, no fue bien comprendida; Elytis recuerda a Sikelianós leyendo Sibyla y haciendo retumbar las ventanas a nuestro alrededor.

En plena guerra grecoitaliana Sikelianós unió su voz a la de otros poetas y eruditos, en un agónico llamamiento a los intelectuales de todo el mundo, pero no lograron despertar sus conciencias ante el ataque del que Grecia estaba siendo víctima.

Ya durante la ocupación alemana, aún escribe Epinicios II, cuyos versos circularon de forma clandestina y constituyeron una especie de arma y savia de la resistencia. Pero en aquellos momentos, su obra maestra fue el poema que recitó en el entierro del gran poeta Kostís Palamás.

Joanna Tsatsos, testigo presencial, lo registraba en su Diario de Ocupación:
28 de Febrero de 1943

Ayer por la noche nos enteramos de una noticia increíble; el viejo Palamás ha muerto. Habíamos olvidado que era mortal. Sin perder tiempo nos apresuramos a la calle Periandru. Allí nos encontramos con Ángelos Sikelianós, que también estaba profundamente afectado. No se oía ni una mosca; todos sin articular palabra contemplábamos cómo dormía el anciano y esperábamos de pié, a su lado, durante horas. ¿Qué esperábamos? Tal vez el brillo familiar de su mirada bajo las espesas cejas… pero nada más. Se difundió a nuestro alrededor un halo de misterio: un alma grande entraba en el Hades agitando y uniendo los dos mundos.
¿Cómo se ha divulgado la noticia y ha causado tal impacto en toda Atenas? ¿Cómo es que el cementerio aparecía hoy oscurecido por la multitud? Toda Grecia estaba allí; los centinelas italianos miraban asombrados. El Arzobispo ha oficiado la misa y le ha dado el último adiós.
Después, una voz ha sacudido la bóveda y los muros, la voz de Sikelianós:



¡EN ESTE FÉRETRO DESCANSA GRECIA!

Unos chicos jóvenes han levantado el pequeño ataúd -Sikelianós a la cabeza- y lo han sacado ante una multitud inmensa. Todos habíamos dejado nuestro cuerpo atrás y avanzábamos con el poeta. Ha llegado el momento clave; el primer puñado de tierra se ha oído caer sobre la madera y entonces, Katsimbalis, con gran intensidad de voz ha entonado el Himno Nacional, que todos hemos coreado.

La tierra griega se ha serenado; lo habíamos conseguido por otros caminos: Somos libres.


Odiseas Elytis, el poeta, se encontraba muy cerca de Sikelianós aquella histórica e inolvidable tarde del funeral de Palamás:

Algo muy intenso y a la vez fugaz. Me encontré frente a él precisamente cuando alrededor de la recién cavada tumba todos juntos cantábamos el Himno Nacional. Y durante todo ese tiempo sentí clavada en mí su mirada con tanta insistencia que en verdad no supe qué hacer. Con gran esfuerzo logré no desviar la mirada. Apenas terminamos de cantar, se lanzó directamente hacia mí, me abrazó con todas sus fuerzas y me besó en las dos mejillas. Estaba literalmente fuera de sí. Yo sabía, me daba cuenta, que no era a mí a quien tanto tiempo miraba, o a quien quería besar; era al otro ser humano, a su prójimo, que su arrebato le ponía enfrente bajo mi forma. Y eso, en lugar de disminuir a mis ojos la importancia de su gesto, le dio, por el contrario, las dimensiones y la grandeza de un símbolo.

Sikelianós redactó la famosa y audaz carta que, encabezada por la firma del arzobispo Damaskinos intentó salvar la vida de los hebreos griegos, dirigida a los alemanes. La carta fue firmada por muchos destacados ciudadanos en defensa de aquellos que estaban siendo perseguidos. En 1941 Damaskinos fue elegido Arzobispo de Atenas y dos años después, cuando las persecuciones se intensificaron y comenzaron las deportaciones, protestó valerosamente ante las autoridades de la Ocupación, lo que le valió amenazas de muerte, a pesar de lo cual, dio instrucciones para que se distribuyeran certificados de bautismo falsos a los perseguidos, que permitieron salvar la vida de miles de hebreos Romaniotes en la región de Atenas.

Sikelianós pasó casi todo el período de la Segunda Guerra Mundial escribiendo tragedias en medio de la tristeza de un país que literalmente se moría de hambre. De nuevo acudimos a la inestimable memoria de Elytis, quien asegura que con frecuencia lo vió, durante los años de la Ocupación, esperando en la fila para recoger su ración, llevando un bote de hojalata con el aplomo de un verdadero arconte.


Después de publicar Dédalo en Creta y Cristo en Roma, la Sociedad de Escritores Griegos le eligió como Presidente en 1946. Tres años después fue propuesto para el Premio Nobel, pero otros escritores griegos votaron en su contra; aquellos que, en palabras de Elytis, llamaban farsante a quien, por el contrario, era como lo conocíamos por sus poemas, naturalmente majestuoso y autosuficiente en su divina sencillez.

En 1950 se publicaba su poema La muerte de Digení; su última contribución a la poesía y a la vida, que abandonó poco despues.

Cuando Eva Palmer regresó a Atenas en 1953, aún vestía, como siempre, la túnica de sus recuerdos; aquellas bellas evocaciones que envolverían amorosamente su descanso sobre la antigua tierra helénica que tanto amó.

Un gran tintero, una pluma grande y un manojo de grandes hojas de papel llenas con las grandes letras redondas de su escritura. Todo grande. Es decir, a su medida. Era aquel –Sikelianós- que quizás estaba destinado a dotar a la lengua griega de su "Máximo significado", y al que no fueron capaces de comprender algunos pequeños, pequeñísimos detractores.
                                                                                    Odysseas Elytis

[1] Odisseas Elytis recibió el Premio Nobel de Literatura en 1979.