Blog Temático Centenario
Es sabido que muchas de las obras de Domínicos Theotocópoulos Δομήνικος Θεοτοκόπουλος, conocido ya desde su época como El Greco, ofrecen tal complejidad, que llegan a constituir un auténtico jeroglífico en su conjunto, sin contar con los símbolos que él mismo incluye frecuente y voluntariamente en esas composiciones. Tal vez su comprensión no resultaba tan ardua en el siglo XVI, cuando el espectador podía contemplar las pinturas en la posición y el lugar para el que fueron creadas, en ocasiones, formando parte de un conjunto del que hoy están radicalmente separadas, y compartía con una naturalidad ya imposible, un contexto histórico, social y religioso.
Por otra parte, al desconocimiento de los factores citados, se une, en el caso del Greco, todo el misterio que envuelve su persona; sus intereses, su carácter, lo que había en su alma, en definitiva, y constituía la verdadera razón de su existencia, más allá de la pintura.
La vida de Cervantes (1547-1616), del que también sabemos muy poco, coincide casi exactamente con la del Greco (1541-1614), pero en el caso del escritor, estamos en condiciones de plantear y, en alguna ocasión, resolver, ciertas hipótesis, basándonos en el conocimiento de la sociedad en la que creció y se formó. No ocurre lo mismo con el pintor, cuya infancia y juventud transcurrieron entre Creta, Venecia y Roma. Algo se puede deducir de las dos últimas ciudades, pero al referirnos a Creta, en este caso a su capital, entonces llamada Candía, nos encontramos ante una verdadera encrucijada con varios caminos abiertos como interrogantes, de los que el primero sería intentar medir cuánto de griego era el Greco, puesto que desde 1204 la isla era veneciana, lo siguió siendo mucho tiempo después de que él la abandonara e incluso después de que muriera, lo que significa que nació y pasó su infancia en una Creta veneciana desde hacía más de 300 años.
Podría pues, haber asistido a la escuela en italiano, lo que no se opone al hecho de que su lengua materna fuera el griego, que conservó siempre -de esto no cabe duda, ya que colaboró en un proceso inquisitorial en Toledo como intérprete de este idioma-. También podía leerlo, puesto que en su biblioteca había libros en griego, pero es probable que no supiera escribirlo bien, ya que sólo lo empleaba para firmar sus obras.
No cabe duda de que era muy consciente y estaba orgulloso de su origen helénico, de lo contrario, no habría firmado siempre con esos bellos caracteres que se convirtieron casi en un elemento más de su originalidad artística. Sin embargo, cuando, ya asentado en Toledo, está leyendo una obra que atrae todo su interés, como es el caso de las Vidas de Vasari, sus anotaciones al margen de la biografía de Tiziano, si bien parecen escritas en castellano, contienen muchas palabras italianas en cierto modo adaptadas, lo que significaría que posiblemente, pensara en italiano. De hecho, su alias, El Greco, es también italiano, ya que el toponímico castellano, en todo caso, sería, El Griego.
Tampoco sabemos, si como griego, era ortodoxo, o como veneciano, era católico. Cuando finalmente Creta cayó en manos turcas, en 1669, los venecianos salvaron sus registros, en los cuales, no aparece el nombre ni la familia del pintor, lo que nos inclinaría a pensar que, posiblemente eran ortodoxos, si bien, la latinización de su nombre haría pensar lo contrario, ya que su equivalente helénico y ortodoxo sería Κυριακός; Ciriaco, aunque pudo tratarse simplemente de una adaptación al medio, producida durante su época italiana que después decidió conservar.
Por otra parte, su registro de defunción, dice que recibió los sacramentos y dio velas; puede ser una fórmula, pero también puede ser literal, aunque no contradice la ortodoxia. En cambio, sí que sorprende, al menos si es que era católico, que no dotara de fondos a la iglesia de Santo Domingo, donde debía ser enterrado, par que se rezaran misas por su alma como era costumbre.
Del mismo modo resulta difícil afrontar la tarea de discernir lo que había detrás de las relaciones del pintor, no ya con la Iglesia Católica en general, sino con la específica de la época de Felipe II –aparte contratos y pleitos- y, más aún, con la Inquisición. Sí sabemos que, en principio, lo afrontaba todo con una seguridad en sí mismo, que, en cierto modo resulta excesiva, como dice Jusepe Martínez: “Entró en esa ciudad (Toledo) con grande crédito en tal manera, que dió a entender no había cosa en el mundo más superior que sus obras”.
Además de su colaboración voluntaria con la Inquisición, sirviendo de interprete al griego Calcandil, de paso por Toledo, cuyo proceso por encubrir supuestas inclinaciones moriscas de su señor, se extendió a lo largo de ocho meses; él mismo fue examinado, entre otras cosas, a causa del gran tamaño que daba a las alas de los ángeles en sus pinturas; en aquella ocasión, El Greco dio una respuesta, tan enigmática como él mismo: Pinto así, porque el mayor defecto del hombre, es ser tan pequeño. Sea como fuere, tal vez los inquisidores lo entendieron, porque el interrogatorio no tuvo más consecuencias.
Resulta curioso el hecho de que, a pesar de que la mayor parte de las 350 pinturas que hoy se cree que componen su legado, es de temática religiosa, ya sean representaciones de Cristo, de María, de santos, de apóstoles o escenas del Evangelio, la percepción más generalizada sobre él, no es precisamente la de un pintor religioso. En parte porque aún con un pretexto religioso, suele ofrecer otros mensajes que se perciben aunque no se comprendan inmediatamente, pero en todo caso, no suelen provocar el sentimiento que correspondería a una representación de carácter devoto, al menos como lo entendía el fraile de El Escorial, P. Sigüenza, es decir, que tenían que inducir el rezo. Por tanto, hay otra cosa en las pinturas del Greco, algo que no gustaba a Felipe II, tal vez sin comprender tampoco muy bien qué era. En todo caso, a pesar del escaso número de obras de carácter profano que realizó, se recuerda mucho más el Caballero de la mano en el pecho, las panorámicas de Toledo, un San Sebastián herido por flechas -aunque provoca más admiración estética que devoción-, y hasta unos apóstoles que no se presentan a la imaginación como santos al uso.
Una de esas obras destinadas a la devoción, provoca emociones indefinibles y despierta el deseo de "meterse" en el cuadro para mejor comprender lo que ocurre en su interior; es El Expolio. Una vez más, paradójicamente, es la contemplación estética –a pesar del asunto tratado–, la que confiere a la obra ese carácter de permanencia, esa persistencia emotiva, ese aspecto de eternidad, y la que permite que algo muy vital siga palpitando sobre el lienzo después de cuatro siglos.
A pesar de la ya vieja evidencia de este reconocimiento, la admiración necesita expresarse una y otra vez; el artista que provoca todo esto, es, sin duda un genio singular e incontrovertible.
Tras su llegada de Roma y cuando aún no sabía el Greco en qué ciudad se establecería, recibió dos encargos que, en cierto modo, marcaron su existencia. Por un lado se trataba de la primera obra que iba a ejecutar en España, es decir, este Expolio, destinado a la sacristía de la catedral de Toledo del que Juan Bautista Monegro dijo que era lo mejor que hizo y, por otro, la creación del retablo de Santo Domingo el Antiguo. Ambos trabajos le obligarían a establecerse, al menos temporalmente, en esta ciudad, de la que nos transmitió imágenes imperecederas, que desbordan arte y misterio.
En realidad, no sabemos quien encargó el Expolio exactamente, pero sí que fue García de Loaysa y Girón, el que adelantó al Greco un primer pago de 36 ducados, el 2 de julio de 1577. Cuatro meses después recibió 100 ducados más, con lo que pudo dar fin a su pintura, a mediados de junio de 1579.
Como era costumbre, una vez terminada la obra se procedió a su tasación. Los representantes de la catedral propusieron 227 ducados, requiriendo además al pintor para que cambiara “algunas ynpropiedades” como eran, “las cabezas questán por encima de la del Christo”; “dos celadas” y “las Marías que están contra el Evangelio, porque no se hallaron en el paso”, lo que en definitiva, exigiría una auténtica transformación que afectaba a buena parte del lienzo y que sin duda, equivaldría a destruir toda su equilibrada arquitectura.
Lejos de poner objeciones a la pintura y pasando por encima del regateo de los primeros tasadores, los representantes del Greco, dieron la cifra de 900 ducados “conforme a la grandeza y arte de la escritura del dicho cuadro, que no tiene precio ni estimación”.
Finalmente se requirió la opinión de Alexo de Montoya, quien, ya en julio de 1579 propuso 318 ducados, “vista la calidad de los tiempos y lo que de ordinario se paga” a pesar de que “la dicha pintura es una de las mejores que yo he visto y si hubiere de estimar considerando las muchas partes que tiene de bondad, se podría estimar en tanta cantidad que pocos o ninguno quisieran pagarla”.
A finales de septiembre, un representante de la catedral se personó ante el alcalde para denunciar que el Greco había recibido 150 ducados a cuenta del encargo, por el que se pagarían 318 en cuanto hubiera corregido las impropiedades. Solicitó asimismo que, puesto que el artista, una vez terminado el retablo de Santo Domingo, ya no tendría nada que le retuviera en una ciudad en la que no tenía bienes ni raíces familiares, debía depositar una fianza o entregar el cuadro.
Cuando el pintor fue citado, declaró que él no tenía obligación de informar sobre su vida, o de si pensaba o no abandonar Toledo. Además –dijo– no entendía bien la lengua castellana, por lo que pedía copia y traducción de las declaraciones.
Como contestación, el Alcalde le comunicó al día siguiente que debía dar fianzas o consignar la pintura ante el depositario de Toledo, y que de lo contrario, sería encarcelado. Ante esta amenaza, el Greco declaró que estaba dispuesto a corregir y entregar el cuadro en cuanto cobrara todo lo acordado. Sin embargo, el asunto de las correcciones se postergó “hasta que no haya prelado”.
Efectivamente, en 1579 no había prelado en la sede toledana, porque el cardenal Carranza que la ocupaba anteriormente, había sido sometido a un proceso inquisitorial que terminó prácticamente con su muerte el año anterior al encargo del Expolio. Carranza había sufrido el acoso de la Inquisición española, un arma terrible en manos de Felipe II, que la empleaba sin dificultades en causas que no necesariamente tenían que ver con la doctrina aprobada en el Concilio de Trento y que incluso a los sucesivos pontífices, les parecía excesiva en sus actuaciones. En este caso, Carranza era juzgado aparentemente por algunas proposiciones contenidas en su Catecismo, pero sin duda, en su contra intervino el hecho de ser defensor de los derechos natural y de gentes, de los que fue pionera la Universidad de Salamanca y que, entre otras cosas, ponían en duda la moralidad de las conquistas.
Veinte años antes, al amanecer el día 22 de agosto de 1559, un inquisidor y el hijo del conde de Lemos, seguidos por un centenar de hombres armados, entraban en una casa de Torrelaguna donde se hospedaba el arzobispo Bartolomé Carranza. Sus órdenes eran prenderlo y conducirlo a la cárcel inquisitorial de Valladolid.
Nadie podía dar crédito a aquel arresto; Carranza era un hombre ejemplar y en lo relativo a la persecución de la herejía, en Londres había demostrado claramente su postura, colaborando con la reina María Tudor en su exterminio, con mucho más tesón que el propio Felipe II.
Pero a partir de su detención, Bartolomé Carranza sufrió una persecución implacable. Mil veces solicitó que su causa fuera remitida a Roma y mil veces se dieron toda clase de rodeos para evitarlo con la anuencia del rey. Finalmente, el caso llegó a Roma, pero tuvieron que sucederse tres pontífices -alguno de ellos, fallecido en extrañas circunstancias-, para que se dictara una sentencia, medio absolutoria, medio no, enrevesada e incoherente, a la que el arzobispo sobrevivió muy poco tiempo.
Aunque debe confiarse –había escrito Felipe II refiriéndose a su proceso-, que Dios dirigirá la voluntad el sumo pontífice de la manera que más convenga para su santo servicio, no se deben despreciar los medios humanos para conseguir una solicitud tan justa, en que interesan el honor del rey y del santo oficio de España, por lo cual procurará investigar las amistades de las personas capaces de influir al objeto (sean de la calidad que fueren) y ganarlas con cualesquiera medios que se consideren proporcionados.
Diego de Castilla, amigo, admirador y protector del Greco, declaró valerosamente a favor de Carranza, aun sabiendo que ello podría costarle ser acusado de herejía él mismo: –Es el más santo y cristiano prelado desde san Ildefonso– dijo. El propio Requeséns comprendió que la persecución contra el arzobispo, no procedía de nada relacionado con la ortodoxia, sino de un asunto que hoy definiríamos como de carácter político. Felipe II estaba decidido a que Carranza fuera condenado por la Inquisición, a pesar de que el derecho lo amparaba y, como se ha visto, tampoco le parecía innoble recurrir a cualesquiera medios, como, por ejemplo, sobornos, aunque también podían ser amenazas.
El Cardenal Farnesio –a cuyo servicio estaba el Greco en Roma–, junto con una buena parte de los canónigos de Toledo y algunos de los ponentes de Trento, también se definieron a favor de Carranza, cuya persecución le atrajo las simpatías de todo el que en aquel momento se tuviera por humanista.
Es posible que el Greco conociera al arzobispo en Sant’Angelo cuando hizo el retrato de Vincenzo Anastagi a quien se encomendó su custodia.
Vincenzo Anastagi, 1571-76 (188 x 127 cm)
Frick Collection, New York
Por otra parte, el predecesor de Carranza, el cardenal Guijarro –aunque oficialmente cambió su apellido por el de Silíceo–, había introducido el Estatuto de Limpieza de Sangre. Diego de Castilla, el citado valedor del Greco, también se opuso a su implantación, junto con otros canónigos descendientes de judíos conversos, a pesar de que él había sido legitimado por una bula de Pablo III que le ponía a salvo de cualquier riesgo en este sentido. En opinión de este grupo de detractores, de haber existido el Estatuto desde los primeros tiempos, ni siquiera habría Iglesia Católica. En este contexto, el Expolio se convirtió en un nexo, en una especie de clave secreta entre los defensores y partidarios de Carranza, frente a los enemigos del prelado y a los partidarios del Estatuto.
El motivo de la obra en sí es ya poco habitual, pero además, en este caso, son aún menos frecuentes algunos de sus detalles que, siendo muy extemporáneos, no restan en absoluto belleza al conjunto, sino todo lo contrario.
Así pues, destacaríamos en primer lugar esa mano de Cristo en una posición muy precisa; la misma que mostrará el Caballero, en una especie de juramento, o reclamación de inocencia y verdad.
El hombre a su derecha, armado, pero en actitud exenta de violencia, parece tener cierta similitud con el mencionado Anastagi, capitán de la guardia en Sant’Angelo, pese a los 5 ó 6 años que separan ambos retratos.
El dedo acusador –contrapunto de la cabeza de Anastagi, y no sólo en el equilibrio escenográfico, pues esta mano sí expresa un gesto violento y acusador-, parece enmarcarse en la manga de un hábito dominico, inquisitorial, como el que apuntó a Carranza, aunque también él era dominico.
Las Tres Marías, por último, inscritas en una perspectiva inexistente; en realidad, están muy próximas al Cristo, aunque a la vez resultan distantes, casi ajenas a él, componiendo una especie de malabarismo artístico que proporciona a la obra un contrapunto asombroso con el hombre del taladro al que observan con atención.
Parece imposible poner más vida y movimiento en una superficie tan reducida -285 x 173-. En todo caso, el conocimiento del Greco, por escaso que sea, nos hace pensar que no vivió ajeno a lo que sucedía en su entorno; que tomó partido frente a las luchas intestinas desarrolladas bajo la aparente uniformidad del reinado de Felipe II y que, al igual que Cervantes, puso en su obra muchos más mensajes de los que somos capaces de percibir e interpretar hoy.
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