La primera hazaña del Cid. Óleo de Vicens Cots.
Rodrigo presenta a su ofendido padre, Diego Láinez –mientras está comiendo–, la cabeza del Conde Lozano, el ofensor. Museo del Prado.
La teoría de Cicerón según la cual: Todos los hombres pueden equivocarse, pero sólo el insensato persevera en el error, fue asumida por la ética cristiana a través de la obra de algunos de sus autores más destacados, aunque con pequeñas variantes -por ejemplo, San Jerónimo, aseguraba: así como es humano equivocarse, es de prudentes reconocer el error, y San Agustín, que insistía más en la negatividad de la persistencia en el error, calificándola de diabólica-; en todo caso, fue siempre sancionada como criterio ético y filosófico válido en cualquier circunstancia, excepto en épocas en que otros cánones de carácter social, como el de la honra, alcanzaban situaciones en las que daba igual actuar como un insensato, perseverar en el error, o mantenerlo con una actitud diabólica, porque el evidente fondo ético de aquel paradigma que, no obstante se mostraba benévolo con el primer error, había sufrido una transformación radical, a causa de un concepto mantenido por la nobleza, según el cual, la honra es la única fuente de la virtud -inaccesible, por tanto, para los que no tienen, o no pueden demostrar, orígenes impecables-, cuya defensa llegaba a provocar situaciones absurdas, exentas de verdadera ética, carentes de sentido cristiano y, sobre todo, trágicas.
Veamos pues, una asombrosa variante de la que hemos denominado Teoría de Cicerón, en un autor valenciano que vivió los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, es decir, desde 1569 hasta 1631; una época grande para la creación literaria y, quizás no tan grande en otros aspectos:
Procure siempre acertalla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defendella, y no emendalla.
Se trata de un fragmento de Las Mocedades del Cid, de Guillem de Castro, obra en la que el autor, plantea las supuestas vivencias del héroe medieval, casi cinco siglos después, cuando aquellos falsos conceptos asociados a la nobleza -aunque no sólo, sino también-, habían eclosionado, provocando actitudes incoherentes, que hoy se entenderían, a más de diabólicas, como de carácter criminal.
Escrita por Guillén de Castro en 1605, Las Mocedades del Cid, –cosas de la fortuna– alcanzó fama internacional a través de la especie de versión que de la misma realizó Pierre Corneille en 1636, cuyo éxito, prácticamente se ha extendido hasta la actualidad.
Estamos en el reinado de Fernando I, padre de doña Urraca, que acaba de armar caballero a Rodrigo, hijo mayor de Diego Lainez y futuro Cid Campeador, a quien entrega una espada con la que el nuevo caballero promete ganar cinco batallas campales, algo que al Conde Lozano –padre de la prometida de Rodrigo– le parece atrevido y no se priva de comentarlo ante la corte.
Terminada la ceremonia, el rey comunica al Consejo, del que tanto Lainez como Lozano forman parte, que ha decidido que Lainez sea, en adelante el Ayo de su hijo y heredero, don Sancho, lo que ofende a Lozano:
habiendo yo pretendido
el servir en este cargo…
…el viejo Lainez
¿cómo puede
siendo caduco ser sabio?
A lo que Lainez responde:
que estoy caduco, confieso
…mas, caducando, durmiendo,
puedo enseñar yo
lo que muchos ignoraron.
Y el Conde Lozano, furibundo, remata:
Dirá la mano
lo que ha callado la lengua.
Tras lo cual, le encaja una bofetada al anciano Lainez y se marcha. La tragedia está servida.
Edición de 1796. Valencia.
–¿Qué haré, amigos? –pregunta el rey al Consejo; ¿Prenderé al Conde Loçano?
–No, Señor –responde Arias–; porque es poderoso, arrogante, rico y bravo. Además, no conviene dar escándalo, y: –el prender al delinqüente, es publicar el agravio.
–Pues tienes razón, piensa el rey; hay que mantener el secreto; –Arias, ve y dile a Lainez que su honor tomo a mi cargo y, en cuanto a Lozano, ya veré cómo lo arreglamos.
Entre tanto, Lainez habla con su hijo Rodrigo, pidiéndole que ejecute la venganza en su lugar:
esta mancha de mi honor
que al tuyo se estiende, lava
con sangre; que sangre sola
quita semejantes manchas!...
Rodrigo no puede sino tomar a su cargo el duelo, aunque sabe lo que le va a costar:
–Fortuna,
¿Posible pudo ser que permitiese
tu inclemencia que fuese
mi padre el ofendido... ¡estraña pena!
y el ofensor el padre de Ximena?
Y es entonces cuando el Conde Lozano, desoyendo los consejos de todos, mantiene una conversación que no tiene desperdicio:
–Conde, es tu condición estraña.
–Tengo condición de honrado.
–Y con ella ¿has de querer perderte?
–¿Perderme? No, que los hombres como yo, tienen mucho que perder, y ha de perderse Castilla antes que yo.
-¿Y no es razón el dar tú...?
–¿Satisfacción? ¡Ni dalla ni recebilla!
–¿Por qué no? No digas tal. ¿Qué duelo en su ley lo escrive?
–El que la da y la recibe, es muy cierto quedar mal, porque el uno pierde honor, y el otro no cobra nada; el remitir á la espada los agravios, es mejor.
–Y ¿no hay otros medios buenos?
–No dizen con mi opinión. Al dalle satisfación ¿no he de dezir, por lo menos, que sin mí y conmigo estava al hazer tal desatino, o porque sobrava el vino, o porque el seso faltava?
–Es assí.
–Y ¿no es desvarío el no advertir, que en rigor pondré un remiendo en su honor, quitando un girón del mío? Y en haviendo sucedido, havremos los dos quedado, él, con honor remendado, y yo, con honor perdido. Y será más en su daño. No ha de quedar satisfecho de essa suerte, cosa es clara; si sangre llamé a su cara, saque sangre de mi pecho, que manos tendré y espada para defenderme dél.
–Essa opinión es cruel.
-Esta opinión es honrada. Procure siempre acertalla el honrado y principal; pero si la acierta mal, defendella, y no emendalla.
Rodrigo va a retar al Conde Lozano tras informarle de que el viejo al que ha abofeteado, es su padre.
–Y el saberlo –dice el Conde–, ¿qué ha de importar?
–Si vamos a otro lugar, sabrás lo mucho que importa.
–Quita, rapaz; ¿puede ser? Vete, novel Cavallero, vete, y aprende primero a pelear y a vencer; y podrás después honrarte de verte por mí vencido, Dexa agora tus agravios, porque nunca acierta bien venganças con sangre, quien tiene la leche en los labios.
–En ti quiero començar a pelear, y aprender; y verás si sé vencer, veré si sabes matar.
Finalmente, como era de esperar, Rodrigo, acaba con el Conde, cuya cabeza, muestra a su padre en la imagen de la cabecera. Lógicamente, Jimena , hija del Conde y prometida de Rodrigo, reclama venganza una y otra vez ante el rey, a pesar de que Rodrigo le propone que el mejor remedio es que ella misma le mate a él, siguiendo así la absurda cadena de desvaríos.
Pero pasado el tiempo, Rodrigo vuelve a la amistad del rey tras ganar las cinco batallas prometidas y después de otros eventos, Jimena termina por aceptarlo y… como sabemos, se casan y son felices… pero no mucho tiempo, porque las traiciones y las venganzas siempre acompañaron al héroe, a través, incluso, de sus hijas. Pero esto ya es otra historia.
***
En la época real de Guillem de Castro, no había tantas obligaciones de honor, pero sí había duelos, demasiadas espadas, venganzas, y muertos en la calle, sin necesidad de reto y, a veces, sin consecuencias, como fue el caso del Caballero Ezpeleta, muerto ante la casa de Cervantes en Valladolid. Tras un simulacro de interrogatorio, conocidas las causas y, por tanto los responsables, se cerró la causa sin consecuencias, porque se trataba de gente con honra; algo que, al parecer, no tenía Cervantes, ni su familia, que sí fueron, como sospechosos, llevados a prisión. Había pues, en el reino, dos clases de súbditos; los que podían morir y los que podían matar; los que podían ofender y los que podían ser ofendidos, etc. Pero no todos estaban de acuerdo con semejante vacación de la justicia.
Imagen de Gillem de Castro, Grabado para un sello postal de una Peseta. 1970
Joan Guillem de Castro y Bellvís, que nació en Valencia –1569– y falleció en Madrid en 1631, es considerado como el mejor representante literario de la Escuela Valenciana y uno de los más brillantes seguidores de Lope de Vega. Tenemos 35 comedias suyas de las cuales 9, sólo son atribuidas, pero indudablemente, la que le proporcionó más fama, así como un puesto en la historia de la literatura, fue esta de Las Mocedades del Cid, escrita entre 1605 y 1615.
Hijo del Illustre Cavaller Francisco Castro Palafox y de la noble señora doña Castellana de Bellvís, pronto ingresó en la célebre Academia de los Nocturnos de Valencia, a la que asistía con el seudónimo de Secreto. Aparte de sus afanes literarios, fue Capitán de Caballería.
Se casó en tres ocasiones; la primera –1593– con Helena Fenollar, de la que se separó muy pronto. En 1595, con la Marquesa Girón de Rebolledo, con la que tuvo una hija, pero madre e hija murieron al cabo de dos años. De la tercera boda hablaremos ya en el ocaso de su vida.
Por alguna razón desconocida -es casi un misterio-, durante su estancia en Valencia y, a pesar de que la Academia de los Nocturnos sí participó, él no figura en las fiestas de las bodas de Felipe III con Margarita de Austria y de Isabel Clara Eugenia con el Archiduque Alberto de Austria esplendorosamente organizadas por el Duque de Lerma; algo muy sorprendente, siendo Castro gran amigo de Lope de Vega y dado que participaron todos aquellos que en Valencia tuvieran alguna relación con el mundo de las letras.
Pasó algún tiempo viajando y buscando una salida a su vida, hasta que en 1601 obtuvo un empleo con don Carlos de Borja, Duque de Gandía y en 1606, otro en Nápoles, con el Conde de Benavente, como Entretenido por su Magestad cerca de la persona del Virrey.
Desde allí, volvió a Valencia con la orden de colaborar en el embarque de los moriscos expulsados por Felipe III, con destino al norte de África. Posteriormente, se cree que volvió a Nápoles durante el Virreinato del Conde de Lemos, pero tampoco figura en la Accademia degli Oziosi, fundada por el Virrey.
Una larga enfermedad le obligó a volver a Valencia, donde, ya recuperado, decidió reanudar la actividad poética, fundando otra Academia a la que llamó Los Montañeses del Parnaso, en 1616. Tres años después se instalaba en Madrid al servicio del Marqués de Peñafiel –hijo del Duque de Osuna–; en la Corte se integró, ya de forma muy activa, en la vida literaria. Obtuvo una gran acogida la obra de la que estamos tratando, y el autor asentó buenas amistades con Góngora, Calderón, Tirso de Molina y, sobre todo, Lope de Vega, del que se mostró incondicional admirador.
Admitido en la Orden de Santiago en 1623, no pudo vestir el hábito, al haber sido denunciado como inductor de un asesinato. Al parecer, Felipe IV ordenó que se le investigara con mucho recato; por si la acusación fuera falsa, como ocurrió, porque Castro fue absuelto.
En 1625 –56 años de edad–, se casaba con Ángela María Salgado, una dama de la esposa de su protector el Duque de Osuna, que tenía una buena dote y vivió seis años más, según parece, con bastante holgura.
Hay, sin embargo un nuevo dato muy sorprendente, que aparece en la edición de sus Obras Completas -introducción de Juan de Oleza, ed. Fund. J.A. Castro-Akal. Tomo I, 1997- según el cual, en el Dietario de D. Diego de Vich aparece la siguiente información:
Lunes a 4 -de agosto de 1631- se supo por la estafeta como murió en Madrid, lunes, a 28 de julio, D. Guillén de Castro y Belvís, edad 62, cómico poeta famoso. Murió tan pobre que le enterraron de limosna en el hospital de la Corona de Aragón.
Lo que constituye una enigma más en la biografía del autor de Las Mocedades, y abre la puerta a múltiples deducciones.
Guillem de Castro eligió tratar asuntos que tuvieran que ver con el derecho de los súbditos frente a los excesos de los monarcas, aunque en su siglo, y a causa del reconocimiento de la elección divina de aquellos, Castro lo plantea refiriéndose a reyes medievales; en Las Mocedades del Cid, aparece también Sancho II de Castilla, quien tras contrariar abiertamente el testamento de su padre, Fernando I el Magno, fue asesinado por Vellido Dolfos, que venía a ser el instrumento divino por el castigo del mal rey.
Ataca asimismo Castro, el concepto de la honra, tal como se entendía entonces; él creía que los códigos del honor eran contrarios a la legitimidad que él situaba por encima de aquellas convenciones, que tan frecuentemente provocaban muertes absurdas. Refleja pues, un sistema de valores, no del todo acorde con el implantado desde los días de Carlos V y Felipe II, y que, aparentemente, fue asumido y aceptado sin discusión en todos sus territorios, lo cual no es en absoluto cierto, a pesar de que sea comúnmente admitido, hasta el punto de que se suele presentar a los más brillantes autores del Siglo de Oro como portadores de un pensamiento uniforme, apuntando que sólo se enfrentaban por cuestiones de carácter literario. Evidentemente, no es así; a poco que se profundice, se advierten grandes e irreconciliables diferencias ideológicas entre ellos. Avellaneda no insulta a Cervantes por haber escrito el Quijote contra las Novelas de Caballería, puesto que él mismo dice que su propio Quijote persigue idéntico objetivo;
No podrá –dice–, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin que es desterrar la pernisiosa lición de los vanos libros de caballería, tan ordinaria en gente rústica y ociosa.
Está claro que aquella no era la verdadera pretensión de ninguno de los dos autores y que ambos la emplearon como excusa a la letra, que debía servir para evitar que alguien quisiera pensar que intentaban decir otras cosas, quizá de carácter realmente crítico. Lo que sí se deduce es que Cervantes se sitúa ideológicamente en una orilla opuesta a la de aquel que se escondía bajo el nombre de Avellaneda.
Góngora. Velázquez. Fine Arts. Boston.
Quevedo. Velázquez, atrib. Intto. Valencia de Don Juan. Madrid.
Algo similar ocurre entre Góngora y Quevedo, que, cuando hablan de letras, hablan de letras, pero entre ellos se interponen otras apreciaciones sobre la vida y la sociedad, que sí los enfrentó hasta la sangre. Y, del mismo modo, Cervantes y Lope de Vega, aunque este último no fuera tan violento como Quevedo, pero aún desde lejos se observan con claridad las diferencias vitales entre ellos.
Cervantes. Supuesto, de Jáuregui –también supuesto-.
Lope de Vega.
Bajo la decadencia del final del reinado de Felipe II y la incompetencia de su hijo y su nieto, estas mentes privilegiadas asumieron una postura: unos eran críticos y otros aduladores, pero la Inquisición estaba en todas partes –aunque ni siquiera todos los eclesiásticos pensaran igual con respeto a esta institución; pues los hubo, por ejemplo, a favor y los hubo en contra del Arzobispo Carranza cuando fue arrestado–.
En todo caso, el temor frenaba las mentes críticas, de modo que a casi nada se referían por su nombre. Quevedo puede llamar judío a Góngora, empleando, claro está, el término, como un insulto, y eso entraba en lo generalmente aceptable; no así el caso contrario, ya que nadie insultaría a un cristiano viejo, a no ser que aparentara serlo, o hubiera adquirido semejante condición.
Se podía ser cristiano viejo, siendo rico y siendo pobre, pero en ambos extremos se asumía la misma actitud frente a los que no lo eran; el menosprecio hacia aquellos, era el único elemento igualador entre ellos.
Conviene aclarar aquí que, en esta época, sólo la Iglesia actuaba –digámoslo así–, de forma democrática, pues era el único estamento en el que un pobre podía hacer carrera, o un converso llegar a cardenal, algo que, ni se podía soñar en una sociedad civil, en la que si bien, desde el punto de vista sociológico, había muchos “déclassés”–venidos a menos, pero muy pocos “parvenus” –venidos a más, aunque este último caso se producía en ocasiones por medio de un buen matrimonio, contra el que las críticas solían ser acerbas y la literatura, muy sarcástica.
El hecho es que nadie puede creer que aquellos grandes escritores compartieran totalmente el pensamiento impuesto por Felipe II que, por otra parte, a veces, no compartían ni los Papas; no hace falta recordar su prohibición de que los estudiantes acudieran a Universidades extranjeras, o de que los extranjeros estudiaran en España, con el fin de que nadie se contaminara con alguna opinión.
Hablamos, a pesar de todo, de un elenco de autores de gran calidad, que viven un enfrentamiento radical entre sí y cuesta creer que solo fuera a causa de la poesía, aunque también influyera.
Entre los escritores, también los había con cierto tipo de sangre en el ojo, como marca de limpieza y legitimidad, ya fuera en la sangre, propiamente, ya fuera en la opinión, y los había sin ella. El personaje Rodrigo, dice en esta pieza teatral, para explicar al Conde ofensor que tiene el deber de vengar a su padre: ¿No sabes [ ] que es sangre suya y mía la que yo tengo en el ojo?
Me veo en la necesidad de recordar aquí lo que opinaba Quevedo de esta expresión, que coloca entre las más vulgares en su época, pues, de acuerdo con su costumbre al referirse a ciertos asuntos, emplea una comparación harto desagradable: –Y el blasón tan presumido de tener sangre en el ojo, más denota almorranas, que honra–, pero viene muy bien al caso para destacar, precisamente, la profusión de su empleo en la conversación y las obligaciones que teóricamente implicaba.
Sabemos que Quevedo era Caballero de Santiago, honor que exigía limpieza; que era de espada fácil; valiente; antijudío furibundo, y que no le gustaba nada que Santa Teresa se convirtiera en compatrona de España junto al Caballero Santiago, -a pesar de las dotrinas y dotores, que aunque sean verdaderas y decentes güelen a comuneras y sediciosas-, pero ignoramos lo que pensaba en realidad sobre aspectos menos transcendentes y más humanos, así como la verdadera causa de su prisión en San Marcos, aunque se diga que fue porque puso un Memorial contra el Conde Duque de Olivares bajo la servilleta del rey.
Junto a las diferencias sociales e ideológicas, está la que Cervantes expresa por boca de Sancho: Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, –pero casi siempre van todas las calidades juntas; es anexo al ser rico el ser honrado, con una excepción: se puede tener honra y ser pobre, pero no ser pobre y tener honra; es cuestión de orden de factores y de matiz. El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre–, dice también Cervantes en El Quijote, refiriéndose, naturalmente a la honra social.
Guillem de Castro era de la nobleza sin mácula y sin dinero, y tuvo que pasarse la vida buscando mecenas, aunque al final lo solucionó, casándose –como sabemos– con la dote de una muchacha treinta años menor que él, algo que había ridiculizado en su teatro; pero la necesidad obliga y más veces, doblega.
Lope de Vega admitió francamente que él escribía por dinero, aunque para ello tuviera que rebajar la calidad literaria de su obra y en cuanto a Quevedo, lo obtuvo en ocasiones por medios poco claros, de su poco claro patrón, el Duque de Osuna, muerto en prisión, bajo tampoco sabemos qué acusaciones. No es necesario añadir nada respecto al propio Cervantes, porque ya habló él mismo de su pobreza y de sus insalvables dificultades para obtener un empleo digno, aunque, propiamente, tampoco sabemos por qué. Aunque lo sepamos…
Guillem de Castro, en fin, traslada a su época unos sucesos de carácter medieval, para ridiculizarlos, algo que no podía hacer señalando a un contempráneo, sin correr graves riesgos e incluso poner en peligro su vida. Es pues, archiconocido el recurso de hablar sin señalar; tanto Avellaneda como Cervantes se refieren sin nombrarlo, a alguien: con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo oficio se debe esperar; es evidente que ambos saben bien de quien hablan, pero nosotros, no. Aunque lo sepamos… No tengo yo –le respondería Cervantes– de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio.
Aunque parece que sabemos algo, lo verdaderamente cierto, es que prácticamente lo ignoramos casi todo en relación con nuestros mejores autores, de los cuales, en la mayoría de los casos, ignoramos incluso donde descansan sus huesos.
Firma de Don Guillem de Castro
No hay comentarios:
Publicar un comentario