jueves, 21 de julio de 2016

Los Trastámara I · Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara



Mortales luchas hubo entre los componentes de las diversas dinastías que ocuparon los tronos hispánicos ya durante la Reconquista, cuando cada uno buscaba sus zonas de expansión, a veces, en territorios ya recuperados por otros. Pero los más graves enfrentamientos, sin duda, fueron los producidos, entonces y después, entre padres e hijos; entre hermanos, o medio hermanos; en ocasiones, entre marido y mujer y, ya con menor incidencia, entre madres e hijos o hijastros.

Uno de los momentos históricos más graves en este sentido, fue quizás el que se produjo tras el fallecimiento de Alfonso XI, el 26 de marzo de 1350, durante el asedio de Gibraltar, a causa de la temida peste negra

Alfonso XI, el Justiciero, había tenido un único hijo legítimo –Pedro I- con su esposa, desde 1328, que además era su prima hermana –María de Portugal-, pero tuvo otros diez, a partir de 1330, con Leonor de Guzmán, a la que realmente consideró como esposa, y a cuyos hijos trató con gran afecto, además de procurarles múltiples beneficios.

Pedro I de Castilla. J. Domínguez Bécquer. Sevilla (Casa Consistorial)

El día de su entierro, los hijos de Leonor y sus partidarios, fueron abandonando discretamente el cortejo fúnebre, ante la posible venganza del nuevo rey, quien realmente, se había propuesto llevarla a cabo de forma inexorable, pero dando tiempo al tiempo y empleando para ello cualquier trampa o engaño, pues se consideraba moralmente justificado para hacerlo, ya que algunos de los hermanos, además de serlo contra su voluntad, se le habían enfrentado, como hicieron Enrique, Fadrique, Tello y Sancho. Por ejemplo, los invitaba a visitarle con la excusa de parlamentar amistosamente, y hacía que los recibiera una guardia armada, que inmediatamente, procedía a matar al desarmado visitante. Se deshizo, pues, de tres de ellos: Fadrique, Juan y Pedro, pero la guerra propiamente dicha, estalló entre Pedro I y Enrique, el tercer hijo de Leonor.
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En 1358 don Pedro mató a Fadrique y poco después, al infante Juan de Aragón y Castilla, hijo de Alfonso IV de Aragón, a cuya madre, Leonor, hizo arrestar, así como a su viuda Isabel de Lara-, confiscando los bienes de ambas. A Leonor la hizo matar más tarde, para vengarse del infante don Fernando, hermano de Juan, del mismo modo que hizo envenenar a Isabel de Lara, a pesar de que su esposo ya estaba muerto. Se cobró asimismo la vida de Juana de Lara, por odio a Tello, con quien estaba casada. 

Tras su derrota en Araviana, mandó matar a sus medio hermanos, Juan y Pedro, de diecinueve y catorce años. Después de que Enrique se apoderase de Nájera, se vengó haciendo ejecutar a Pedro Álvarez Osorio; a dos hijos de Fernán Sánchez de Valladolid, y al Arcediano de Salamanca, Diego Arias Maldonado

De acuerdo con el relato de Pero López de Ayala, Pedro salió un día con sus gentes en busca de Enrique, y cuando llegó a Nájera, un sacerdote de Santo Domingo de la Calzada, le advirtió que, si no se prevenía, Enrique lo mataría con sus propias manos. El rey, ofendido, por lo que entendió como un insulto, mandó quemar al sacerdote. Poco después, encontrándose en Sevilla, hizo ejecutar a un capitán y a la tripulación de cuatro galeras de Aragón que había apresado. 

Tras firmar un pacto con el monarca portugués, según el cual ambos se devolverían a los refugiados; don Pedro se vengó matando a todos los que le fueron entregados, entre ellos, Pedro Núñez de Guzmán, el padre de Leonor de Guzmán.

Leonor de Guzmán fue hecha prisionera ya cuando acompañaba el cortejo fúnebre del rey Alfonso, y encerrada en la cárcel del Palacio Real en Sevilla. Cuando en 1350, su hijo Enrique, siguiendo su consejo, se casó con doña Juana Manuel , fue trasladada a Talavera de la Reina bajo la custodia de la reina viuda, la madre de don Pedro, que fue quien ordenó su ejecución en 1351

Antonio Amorós Botella. La última despedida. 1887. Óleo sobre lienzo, 290 x 412 cm. Museo del Prado

Leonor de Guzmán se despide de su hijo Fadrique Alfonso, en presencia de la reina María de Portugal, viuda de Alfonso XI y madre de Pedro l, que en 1351 ordenó la ejecución de Leonor en Talavera de la Reina.

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En un momento en que la Guerra de los Cien Años se encontraba en tregua, parte de los soldados vacantes de Inglaterra –los del Príncipe Negro- y de Francia –las Compañías Blancas-, tomaron partido por Pedro y Enrique respectivamente, acudiendo a luchar en tierras castellanas, en función de sus respectivos intereses políticos y económicos.

El final de la historia es conocido. El 23 de marzo de 1368 combatían entre sí cerca de Montiel ambos hermanos. Al ser derrotado Pedro I en aquella ocasión; Bertrand Duguesclin, de las Compañías Blancas, simulando ayudarle, lo llevó a la tienda de Enrique, donde, enfrentados los hermanos, cuerpo a cuerpo, parece ser que Duguesclin sujetó, literalmente, a Pedro I, para facilitar su apuñalamiento por parte de Enrique. 

Se atribuye a este condottiero francés, la famosa y cínica sentencia: Ni quito, ni pongo rey, pero ayudo a mi señor, que no se refiere, evidentemente, a su señor natural, sino al que se hacía cargo de su paga y la de sus tropas; es decir, en este caso, Enrique de Trastámara.

Arturo Moreno Calvo: La muerte del rey Pedro I de Castilla. 
Museo del Prado–Univ. de Zaragoza

Pedro I tuvo nueve hijos conocidos, cinco reconocidos y, parece que algunos más que no quedaron registrados. Tuvo asimismo tres matrimonios, a veces simultáneos, a veces, no consumados, cuya historia es muy truculenta y enmarañada. 

                  Con María de Padilla tuvo cuatro hijos:

-Beatriz, (1353-1369), que fue jurada como sucesora; pero falleció el mismo año que su padre.
-Constanza (1354-1394), casada con Juan de Gante, duque de Láncaster e hijo de Eduardo III de Inglaterra, fue la madre de Catalina, futura mujer del que sería Enrique III de Castilla.
-Isabel (1355-1392), casada con Edmond, duque de York, también hijo de Eduardo III de Inglaterra.
-Alfonso (1359-1362).

                  Con su esposa Blanca de Borbón no tuvo descendencia.

                  Con su esposa Juana de Castro, tuvo un hijo:

-Juan de Castilla (1355-1405). Se casó con Elvira de Eril y Falces. 

A pesar de que disponemos de los datos principales, para comprender correctamente la vida amorosa de don Pedro I, es aconsejable leer tomando notas.

Su verdadera historia de amor, hasta donde se puede dilucidar y, tal como él mismo declaró públicamente, fue la vivida con María de Padilla, nacida hacia 1334 y fallecida en 1361. Hija de Juan García de Padilla y de María González de Hinestrosa, y hermana de Diego, Maestre de Calatrava.

Pedro I la conoció en 1352, cuando se dirigía a Asturias a luchar contra su hermano Enrique de Trastámara. Le fue presentada por su privado Juan Fernández de Hinestrosa, tío de María, según Pero Pérez de Ayala, con el premeditado objetivo de alcanzar el favor de don Pedro, convirtiéndola en su amante.

Y así fue, María se convirtió en amante de don Pedro y fue madre de cuatro de sus hijos, a pesar de los sucesivos matrimonios del rey, que en 1353, se casó con Blanca de Borbón, de la familia real francesa, como parte de un acuerdo político, con el que él nunca estuvo de acuerdo, por lo que la abandonó a los dos días de la boda, ante la sorpresa de su corte y el pueblo, para volver con María, de la que, poco antes  había tenido a su primera hija, Beatriz.

La suerte de doña Blanca, abandonada y prácticamente prisionera, fue comunicada al Vizconde de Narbona y a otros caballeros franceses, que la habían traído de Francia para la boda, los cuales, informaron al papa Inocencio VI, quien amenazó a don Pedro con la excomunión, aunque sólo sirvió para que visitara a doña Blanca y permaneciera con ella un par de días.

En 1354 se reunieron en Zamora, Pedro I y los defensores de Blanca; dos pequeños ejército de hombres bien armados, por ambas partes, celebraron las llamadas Vistas de Tejadillo. Don Pedro obligó a los obispos de Salamanca y Ávila a que anularan su matrimonio con Blanca, para casarle, acto seguido, pero, sorprendentemente, no con María de Padilla, sino con Juana de Castro, que para entonces, era ya viuda de Diego de Haro.

Cuando el Papa lo supo, procesó a los obispos y conminó a don Pedro, a que abandonase a Juana y volviera con Blanca.

Para entonces, nació Costanza, la segunda hija de María de Padilla, quien ideó, de acuerdo con don Pedro, solicitar al Papa las licencias necesarias para fundar un convento al que, según dijo, pensaba retirarse. El Monasterio se fundó, pero María de Padilla volvió al lado de don Pedro, que abandonó a Juana de Castro, con la que, en 1355 tuvo un hijo, legítimo, llamado Juan de Castilla, al mismo tiempo que nacía Isabel, su tercera hija con María.

Tal como aparece el relato en las Crónicas, se diría que, por algún motivo, Pedro I odiaba a Blanca de Borbón -álgunos dicen que fue porque había tenido relaciones con uno de sus hermanos, pero no parece creíble, pues la venganza habría sido mortal e inmediata sobre ambos y habría parecido suficientemente justificada. En 1536 la encerró en Arévalo y después, en Toledo.

En 1539 tuvo María de Padilla en Tordesillas, su cuarto y último hijo con el rey, Alfonso, que falleció a los tres años. 

En 1361 -22 años después-, don Pedro fue a Medina Sidonia y dio la orden de asesinar a doña Blanca, mandando asimismo, que se recibiera como reina a María de Padilla, que, cosas del destino, murió aquel mismo año, al parecer, a causa de la peste. 

Pasados unos meses, don Pedro declaró públicamente, ante representantes de la nobleza y e la Iglesia, que María de Padilla había sido su única y verdadera esposa. El Arzobispo de Toledo aceptó su reclamación, declarando nulos los otros dos matrimonios celebrados por el rey, algo que las Cortes ratificaron, legitimando post mortem a María de Padilla como esposa y reina, y, quedando igualmente legitimadas sus tres hijas, dos de las cuales se casaron con sendos hijos del rey de Inglaterra, Eduardo III. 

En aquellas circunstancias, habría sido perfectamente posible que la Corona de Castilla hubiera pasado al poder de Inglaterra.

Finalmente, como veremos, Catalina de Lancaster, la hija de Constanza, se casó con Enrique III de Castilla, legitimando una dinastía  que, en cierto modo, ya se había legalizado a sí misma.

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Se convirtió así Pedro I, en el último representante de la Casa de Borgoña, y Enrique II, en el fundador de la saga de los Trastámara, que pervivió hasta la llegada de Felipe el Hermoso de Habsburgo, esposo de doña Juana I, la hija de Isabel y Fernando, o más bien, hasta la de Carlos I, el hijo de Juana y Felipe. Podríamos fijar el período entre dos fechas, el 14 de marzo de 1369 –fecha en que se produjo el llamado Fratricidio de Montiel y la desaparición de los Borgoña-, hasta el 14 de marzo de 1516, cuando don Carlos fue jurado junto a su madre; prácticamente, un siglo y medio después, con el retorno Borgoña; pues aunque Carlos V había renunciado al territorio del ducado, nunca renunció al título.

 Enrique II. Fragmento de La Virgen de Tobed, de Jaume Serra y Juana Manuel

Enrique II se casó con Juana Manuel de Villena, el 27 de julio de 1350, una hija del poderoso Don Juan Manuel –el escritor- y de Blanca Núñez de Lara.

Tuvieron tres hijos:

-Juan (1358-1390), sucesor de su padre con el nombre de Juan I.
-Leonor (1362-1415), casada con Carlos III El Noble, de Navarra
-Juana (1367-1374), fallecida en la infancia.

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Juan I de Castilla. Vicente Arbiol. Fragmento. 
Museo del Prado – Palacio de las Cortes, Madrid

Juan I de Trastámara nació en Épila, Zaragoza, o quizás en Tamarite de Litera, Huesca, en 1358, durante el destierro de su padre, Enrique II. Fue rey de Castilla desde el 24 de agosto de 1379, hasta su fallecimiento, en 1390, en Alcalá de Henares. 

Se casó con Leonor de Aragón entre 1379-82, hija de Pedro IV el Ceremonioso. 

Tuvieron dos hijos:

-Enrique III de Castilla (1379-1406), que sucedió a su padre en la Corona de Castilla.
-Fernando I de Aragón (1380-1416), que sería elegido Rey de Aragón.

Después se casó con Beatriz de Portugal, pero no tuvo más hijos.

Queriendo asumir el trono portugués en virtud de anteriores acuerdos, Juan I sufrió un terrible descalabro en Aljubarrota en agosto de 1385, que supuso el forzado abandono de su proyecto portugués. Pero además, el eco de la derrota reanimó las aspiraciones de los descendientes de Pedro I el Cruel -es decir, de su hija Constanza, casada con el inglés Juan de Gante-, a recuperar el trono de Castilla, del que ambos se habían autoproclamado propietarios en 1372

Miniatura de la Batalla de Aljubarrota en las Anciennes et nouvelles chroniques d'Angleterre por Jean de Wavrin, c. 1470. Biblioteca británica.

En mayo de 1386, Portugal e Inglaterra se asociaron por el Tratado de Windsor, en virtud del cual, en julio llegaban a Galicia, Juan de Gante, su esposa y la hija de ambos, Catalina de Lancáster, la nieta de Pedro I, estableciendo su Corte en Orense. Juan I, que para entonces carecía de suficientes apoyos, negoció un acuerdo con ellos, en Bayona, el 8 de julio de 1388, por el cual, Juan de Gante y Constanza renunciaban a sus posibles derechos en favor de su hija Catalina, que tendría que casarse con el hijo mayor de Juan I –el que sería Enrique III-. 

Juan I fallecía el 9 de octubre de 1390, en Alcalá de Henares, a causa de una caída del caballo.
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Enrique III el Doliente y Catalina de Lancaster

Enrique III de Castilla,el Doliente.
Burgos, 4 de octubre de 1379-Toledo, 25 de diciembre de 1406

Poco después de su nacimiento fue prometido por Juan I a la heredera del trono portugués Beatriz de Portugal, como parte del acuerdo de paz entre ambos reinos, pero fue su padre –Juan I– quien se casó con ella en 1382, tras el fallecimiento de su esposa Leonor de Aragón. 

Finalmente se celebró su boda de Enrique con Catalina de Lancaster, la nieta inglesa de Pedro I, con objeto de legitimar la dinastía Trastámara. 

Tuvieron tres hijos:

–María de Castilla (1401-1458). Casada con Alfonso V de Aragón.
–Catalina de Castilla (1403-1439). Casada con otro Enrique de Trastámara, hijo de Fernando I de Aragón y Leonor de Alburquerque. 
–Juan II de Castilla (1405-1454), el sucesor. 

Enrique III fue el primero en ostentar, como sucesor, el título de Príncipe de Asturias y su acceso al trono, el 2 de agosto de 1393, se produjo con toda normalidad, tras el fallecimiento de su padre. Sin embargo, sólo tenía 13 años, lo que despertó las ambiciones de diversos regentes.

Durante su reinado, la flota castellana obtuvo varias victorias contra la inglesa.

En 1402 inició la colonización de las Islas Canarias, encomendada al explorador francés Jean de Béthencourt.

Apoyó al papa Benedicto XIII.

Envió dos embajadas a Tamerlán, la segunda, dirigida por Ruy González de Clavijo y relatada en el libro, la Embajada a Tamorlán, reúne en buena parte las características de una gran epopeya.

Hallándose enfermo el Doliente, durante sus últimos años delegó en su hermano Fernando de Antequera, que se convertiría asimismo en regente del heredero, Juan II de Castilla, junto con la madre de este, cuando Enrique III de Castilla falleció en Toledo, en 1406.

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Aragón

Fernando I de Aragón. Aguirre y Monsalve. Diputación Prov. de Zaragoza
Leonor de Alburquerque, La Rica Hembra.

Fernando I de Aragón
Medina del Campo, 27 de noviembre de 1380 -Igualada, 2 de abril de 1416. 

Conocido como el de Antequera, el Justo y el Honesto, sería el primer rey aragonés Trastámara, aunque también era Aragón, por su madre, Leonor de Aragón, hermana de Martín I de Aragón el Humano y nieta, pues, de Pedro IV el Ceremonioso.

Con vistas a suceder a su hermano, El Doliente, que parecía que ya no iba a tener hijos varones, se había casado en 1393 con su tía Leonor de Alburquerque, nieta de Alfonso XI, aunque, como sabemos, Enrique tuvo finalmente un hijo en 1405, el que reinaría en Castilla, como Juan II.

Como hemos visto, Fernando fue nombrado regente de su sobrino, junto con la reina viuda, Catalina de Lancaster, dos cuñados que nunca se llevaron bien, por lo que Castilla tuvo que ser dividida en dos zonas de influencia para contentar a ambos y que pudieran actuar así con independencia. A Fernando le correspondió la mitad Sur, lo que le animó a continuar la guerra en Granada, tomando algunas plazas, entre ellas, la de Antequera, en 1410; de ahí su famoso sobrenombre.

Aquel mismo año, moría su tío el rey de Aragón, Martín I, sin más descendencia que un nieto ilegítimo, que no fue aceptado. Fernando decidió presentar su candidatura a la sucesión, frente a otros cinco pretendientes:

-Fadrique de Luna, conde de Luna, hijo bastardo de Martín I de Sicilia, respaldado por Benedicto XIII.

-Jaime II de Urgel, conde de Urgel, hijo de Pedro, nieto de Jaime y bisnieto de Alfonso IV de Aragón; esposo, además de Isabel, hija de Pedro IV el Ceremonioso y de Sibila de Fortiá, su cuarta mujer.

-Alfonso de Aragón y Foix, conde de Denia, y Ribagorza, marqués de Villena y duque de Gandía, nieto, por línea masculina, de Jaime II de Aragón. Murió poco antes de la reunión de Caspe y fue reemplazado por su hermano Juan de Prades.

-Louis de Anjou, duque de Calabria, nieto, por su madre, Violante, de Juan I de Aragón.

-Juan de Prades, conde de Prades, tras la muerte de su hermano Alfonso, duque de Gandía.

Todos ellos pertenecían a la Casa Real de Aragón y eran parientes próximos del rey.

Se decidió que el sucesor sería designado por un Parlamento General de la Corona –Aragón, Cataluña y Valencia-. Las Cortes de Aragón se reunieron en febrero de 1411 en Calatayud acordando que las asambleas de los dos reinos y la de Cataluña se celebrarían en lugares próximos a la frontera común.

El arzobispo de Zaragoza fue asesinado y con su desaparición, perdió fuerza la candidatura de su protegido, Louis de Anjou, y provocó que Fernando de Trastámara se convirtiera en favorito, además de su mejor parentesco con el monarca aragonés.

Cada Estado debía reunir una asamblea; Aragón, en Alcañiz. En Valencia se formaron dos: una en Vinaroz y otra en Traiguera. Y en Cataluña se eligió Tortosa. Al final prevaleció la asamblea de Alcañiz con el apoyo de la iglesia y de Benedicto XIII. Allí, el 15 de febrero de 1412, Cataluña y Aragón firmaron la Concordia de Alcañiz por la que se estableció el número de compromisarios que se reunirían en la localidad aragonesa de Caspe.

El 22 de abril de 1412 se iniciaron las deliberaciones de los compromisarios, que se marcaron dos meses de plazo para presentar sus conclusiones. Finalmente, la elección fue unánime a favor del ya poderoso Fernando de Trastámara.

El compromiso de Caspe Andrés Parladé y Heredia. Ayuntamiento de Sevilla

Acta de la elección de Fernando de Antequera como rey de Aragón, por los nueve compromisarios de Caspe. 

25 de junio de 1412:

Publicamos que los parlamentos nombrados y los súbditos y vasallos de la Corona de Aragón deben y están obligados a prestar fidelidad al ilustrísimo, excelentísimo y potentísimo príncipe y señor don Fernando, infante de Castilla, y que al mismo don Fernando deben y están obligados a tener y reconocer como su verdadero rey y señor.

Fernando de Trastámara fue proclamado el 28 de junio de 1412 como Fernando I de Aragón y el 5 de agosto prestó juramento ante las Cortes en Zaragoza.

De su matrimonio con Leonor de Alburquerque tuvo siete hijos:

-Alfonso el Magnánimo (1396 - 1458), su sucesor en el reino de Aragón, con el nombre de Alfonso V, y rey de Nápoles, como Alfonso I

-Juan el Grande (1398 - 1479), rey de Aragón y de Navarra como Juan II

-Enrique (1400 - 1445), Conde de Alburquerque, duque Villena y Gran Maestre de la Orden de Santiago

-Sancho (1401 - 1416), Gran Maestre de la Orden de Alcántara.

-Leonor (1402 – 1445) casada con Eduardo I de Portugal

-María (1403 - 1445), casada con su primo Juan II de Castilla

-Pedro (1406 - 1438), IV Conde de Alburquerque y duque de Noto

En marzo de 1416 encontrándose en Igualada, Fernando I cayó enfermo, falleciendo el 2 de abril siguiente. Dejó designado a su hijo mayor, Alfonso el Magnánimo, como sucesor.

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Alfonso V de Aragón. Vicente Juan Massip. Museo de Zaragoza

Alfonso V de Aragón el Magnánimo
Medina del Campo, 1396 - Nápoles, 27 de junio de1458

Jurado heredero de la Corona de Aragón el 28 de junio de 1412, cuando su padre fue proclamado rey tras el Compromiso de Caspe. Le sucedió el 2 de abril de 1416 e instaló su Corte en Nápoles.

El 12 de junio de 1415, se había casado, en la catedral de Valencia, con su prima la Infanta María, hija de Enrique III de Castilla y de Catalina de Lancáster.

Con respecto a Cataluña, en 1448, hallándose en Nápoles, publicó una provisión que permitía a los payeses organizarse para suprimir los malos usos de los terratenientes, que estos hicieron fracasar. De nuevo, en 1455, dictó la llamada Sentencia interlocutoria que abolía la servidumbre y los malos usos. Fue igualmente contestada, y aún en 1462, reinando ya Juan II, la negativa a cumplir dicha ley, provocó la llamada Primera Guerra Remensa. Diez años después, la revuelta seguía en pie a causa de la negativa de los señores feudales a aceptar las nuevas medidas. Sería ya Fernando II –el Católico-, quien zanjaría la cuestión mediante la Sentencia Arbitral de Guadalupe, que abolió los malos usos, si bien los remensas se vieron obligados a pagar una indemnización a los señores que habían sido sus propietarios.

Cuando Fernando I fue elegido rey de Aragón, viéndose obligado a abandonar la regencia y tutela de Juan II de Castilla, dispuso que sus hijos, Juan II de Navarra y Enrique, asumieran la regencia en su nombre, al tiempo que se ocupaban de defender sus intereses en Castilla.

En 1419, cuando Juan II de Castilla alcanzó la mayoría de edad, rechazó a los Infantes aragoneses y puso toda la responsabiliad de la Corona en manos de don Álvaro de Luna, que, apoyado por la pequeña nobleza, mantuvo un enfrentamiento permanente con los Infantes, respaldados por la alta nobleza y, naturalmente, por Alfonso V. Sin embargo, estos no tardaron en enfrentarse entre sí, provocando una rápida pérdida de la influencia aragonesa en Castilla, hasta el punto que Alfonso V tuvo que regresar de Nápoles para conseguir que don Álvaro de Luna fuera desterrado de la corte, aunque volvió a su puesto a los pocos meses.

Así, entre 1429 y 1430, Alfonso preparaba la guerra contra Juan II de Castilla y don Álvaro de Luna, aunque no llegó a producirse el enfrentamiento, gracias a la mediación de doña María de Aragón, gracias a su doble condición de reina de Castilla y hermana del monarca aragonés. Finalmente, en 1436, encontrándose Alfonso de nuevo en Italia, se firmó la paz entre ambos reinos y los Infantes abandonaron Castilla, a cambio de cuantiosas rentas anuales.

Alfonso V se casó en 1415 con su prima María de Castilla, hermana de Enrique III el Doliente. No tuvieron hijos, pero Alfonso tuvo tres con una señora italiana.

Alfonso V merece ser especialmente recordado como un príncipe renacentista, gran mecenas de escritores humanistas, y profundo admirador de los autores clásicos. Reunió en su corte un grupo de poetas, cuya obra se recopiló en el célebre Cancionero de Stúñiga.

El Cancionero de Stúñiga reune la poesía de la corte napolitana de Alfonso V de Aragón

Alfonso volvió a Nápoles definitivamente el 23 de febrero de 1443. Instalado en la fortaleza de Castel Nuovo; nunca más volvió a Aragón. Murió el 27 de junio dde 1458 en el Castel dell’Ovo, en Nápoles.

Castel dell’Ovo

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La novela italiana de Alfonso V

El 2 de abril de 1416, Alfonso había sucedido a su padre en todos sus reinos: Aragón, Sicilia, Cerdeña, Córcega y Nápoles.


En Sicilia, isla que el papa –Benedicto XIII– entregó a Fernando I en 1412, Alfonso había nombrado lugarteniente a su hijo Juan. Más tarde, los sicilianos reclamaron la independencia y la coronación efectiva de Juan, pero Alfonso exigió a este que volviera a Aragón y que se dispusiera a pelear en Castilla, junto con su hermano Enrique, alejándolo así de su imaginación cualquier sueño de ser coronado en aquella isla.

En cuanto  Cerdeña, Aragón reclamaba su soberanía desde que en 1297, el papa, Bonifacio VIII, le concedió la isla como feudo a Jaime II, en contra de Génova. En el momento narrativo actual, es decir, en 1420, solo la aparición de las velas aragonesas mandadas por Alfonso de Aragón, acabó con todo intento de emancipación. Acto seguido, con la misma facilidad y, prácticamente  por las mismas causas, pacificó Córcega.

En 1421 Alfonso recibía una petición de auxilio por parte de Juana II de Nápoles, asediada por las tropas de Louis III de Anjou. El aragonés logró levantar el asedio y, como agradecimiento, doña Juana lo adoptó, lo nombró heredero y le concedió el título de Duque de Calabria. Así dejando como regente de Aragón a su esposa María de Castilla –la hermana de Enrique III–, se fue a vivir a Nápoles. 

Pero, he aquí, que Caracciolo, el amante de la reina, que además se ocupaba de todos los negocios del reino, empezó a sentir celos del adoptivo y a montarle toda clase de conjuras, pero fué Alfonso quien  hizo arrestar al Consejero-Amante en 1423, provocando un grave disgusto a la reina, que se apresuró  a escapar al castillo de Castel Capuana, contratando la ayuda del condotiero Sforza, que derrotó al aragonés. 

La reina le retiró la adopción y Alfonso tuvo que volver a Aragón, dejando en Nápoles a su hermano Pedro, y en su plaza de heredero a Louis de Anjou, quien, por elección de la reina, de pronto veía caer del cielo el reino por el que su padre y su abuelo habían luchado durante años en vano. Caracciolo recuperó su posición junto a la reina.

De camino a Aragón, Alfonso destruyó el puerto de Marsella, porque era del patrimonio Anjou. Después permaneció en su reino peninsular hasta 1432, fecha en que retomó la idea de recuperar Nápoles. 

Pero allí encontró una barrera formada por el Papa, el emperador Segismundo, Venecia, Florencia y Milán, que le obligaron a aceptar una tregua de diez años con su antigua madre adoptiva, Juana II de Nápoles. 

Cuando en 1434 fallecíó Louis de Anjou, Juana II nombró heredero a su hermano René de Anjou, a quien el papa no permitió acceder al trono tras la muerte de la reina al año siguiente. 

Alfonso creyó llegada su hora y, junto con sus hermanos, Juan, Enrique y Pedro –a los que siempre hallamos dispuestos-, se propuso recuperar Nápoles, que tan cerca había estado de pertenercerle. 

El día 4 de agosto de 1435 preparaba el asedio de Gaeta, cuando una flota genovesa acabó radicalmente con sus intentos, frente a la isla de Ponza. Alfonso y sus hermanos, Juan II de Navarra y Enrique, fueron hechos prisioneros y entregados al duque de Milán, Filipo María Visconti. La batalla pasó al terreno literario a través de la célebre Comedieta de Ponza del Marqués de Santillana.

Juan de Navarra fue liberado el año siguiente y se ocupó de la regencia aragonesa desplazando a la reina a Cataluña. 

Alfonso pactó con el duque de Milán y volvió a asediar Nápoles en 1438, muriendo su hermano Pedro en el intento. 

Finalmente, entraría victorioso en Nápoles el 23 de febrero de 1443, con el apoyo del papa a cambio de su colaboración contra los Sforza.

Como apuntamos más arriba, Alfonso nunca más volvió a Aragón.

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Llegaba así el momento en que los tronos de Castilla y Aragón eran ocupados simultáneamente por sendos Trastámara, ambos llamados Juan y ambos, siendo el segundo de tal nombre, aunque ahí terminaba todo parecido entre ellos. 

Terminaron uniendo patrimonialmente los reinos de Castilla y Aragón, a través del matrimonio entre sus respectivos hijos, Isabel y Fernando, pero antes de que eso ocurriera, pasaron por esta historia personajes, como don Álvaro de Luna, Enrique IV de Castilla, Isabel de Portugal, Alfonso de Castilla, Blanca de Navarra, Carlos, Príncipe de Viana, etc. algunos de ellos, muertos en circunstancias siniestras o, cuando menos, sospechosas.
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CONTINUARÁ...



viernes, 8 de julio de 2016

Catalina de Médicis y Nostradamus


Boda de Catherine de Médicis con Henri II. Interpretación de Jacopo Chimenti, 
l’ Empoli, Uffizi.

A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo, -escribió Jean de La Fontaine en la fábula L’Horoscope: On rencontre sa destinée/Souvent par des chemins qu'on prend pour l'éviter.

Tal vez fue eso lo que ocurrió a dos personajes históricos de la envergadura de Catalina de Médicis y Fernando el Católico, y las anécdotas que vienen al caso pueden tener cierta verosimilitud, porque todo parece indicar que ambos daban credibilidad a las predicciones.

Al parecer, a la reina de Francia, le predijo su astrólogo, Ruggieri, en 1571, que moriría prés de Saint-Germain – cerca de Saint-Germain, en vista de lo cual, ella pasó años alejada todo lo que pudiera recordarle siquiera aquel nombre, abandonando, por ejemplo, el palacio de las Tullerías, porque estaba edificado en la parroquia de Saint-Germain L’Auxerrois. Pues bien, llegada su hora, cuando un sacerdote acudió a darle la extremaunción, Catalina le preguntó su nombre; -Mi nombre es Julien de Saint-Germain- respondió él.

En cuanto a Fernando el Católico, se dice que, siendo ya también viudo, la idea de tener un sucesor con su nueva esposa, Germaine de Foix, se convirtió para él en una verdadera obsesión, hasta el punto que no dudó en tomar ciertos preparados que podrían ayudarle a lograrlo –la elaboración de ciertos medicamentos o pócimas varias, solía formar parte del quehacer de los adivinos, como lo fue en el caso de Nostradamus–. Finalmente, gracias, o no, al tratamiento, Germaine quedó embarazada, pero el preparado también afectó al corazón de Fernando, más trabajado por la vida que por la edad.

Cabalgaba don Fernando para asistir a un pleno de las Órdenes Militares que presidía, cuando alguien le advirtió que evitara la villa de Madrigal, porque allí, su vida corría peligro. Siendo aquel lugar el mismo en el que había nacido su anterior esposa, Fernando se inclinó a aceptar la predicción, así que decidió alejarse y siguió cabalgando cuanto le dieron de sí las energías; un esfuerzo que no evitó que la muerte lo alcanzara en Madrigalejo.

Aunque Catalina y Fernando creyeran en las predicciones, es menos comprensible que llegaran a pensar que, cambiando de residencia o de camino, podrían esquivarlas, porque lo cierto es, que si el ser humano ha pretendido, desde siempre, conocer su destino a base de adivinaciones, predicciones, horóscopos, piedras, despojos de animales, etc., ha sido, evidentemente, para intentar evitar que se cumpliera. Pero si hay una certeza en la vida, esta es la muerte y su imagen es la que asoma por todas partes cuando se trata de adivinación; en este caso, el oráculo nunca se equivoca, porque, tarde o temprano, llegará, y sólo se trata de hacerla coincidir con un entorno previsible. Era relativamente sencillo hablarle a Catalina de Saint–Germain, un nombre, por demás común en Francia, y tampoco sería muy difícil, conociendo el estado de salud de Fernando de Aragón, que alguien le dijera que iba a tener dificultades para llegar, cabalgando, más allá de Madrigal, a pesar de que él resistió hasta Madrigalejo –a 335 km–. 

El hecho es tan común, que, incluso para ilustrar nuestra afirmación, hemos tenido que recurrir a unas anécdotas contradictorias en sí mismas, puesto que parten de la afirmación que queremos negar; es decir, que alguien hizo unas predicciones, y que estas se cumplieron a pesar de los intentos de sus protagonistas por evitarlo. Esto nos lleva a una pregunta: ¿se puede demostrar de algún modo que las predicciones de este tipo, son falsas? Y, aun en el caso de que fuera posible, ¿no sería absurdo e inútil poder conocer el futuro, si no existe, a la vez, la posibilidad de corregirlo? Pero, como escribió Juan Ruiz de Alarcón-: El hado no tiene jurisdicción en el destino

El hombre que advirtió a Julio César sobre los Idus de Marzo, ¿tenía el don de la profecía, o estaba en conocimiento de la conjura?

Lo que ha de ser, será –escribió Esquilo-; ni aun permaneciendo sentado junto al fuego del hogar, puede el hombre escapar a la sentencia de su destino.

¿Qué sentido tienen en este contexto las celebérrimas profecías de Nostradamus y quién puede explicar la credibilidad que alcanzaron en su tiempo y que, en cierta medida, mantienen?

Hacer predicciones climatológicas, es algo científico, como lo es la previsión de ciertos movimientos, cambios, o sucesos astronómicos, e incluso geológicos, que, de un modo u otro, van a influir sobre el estado de la Tierra, en ocasiones, causando cambios radicales, ya sean terrestres, marítimos o climáticos. Todo ello depende de la observación y el cálculo y esa era una ciencia que dominaba Nostradamus, del mismo modo que conocía las virtudes curativas de las plantas. 

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La vida de Catalina de Médici fue terriblemente difícil desde su infancia. En su biografía se han empleado toda clase de epítetos negativos, e incluso ha sido acusada de diversos crímenes -nunca probados-, pero apenas se recuerdan las gravísimas dificultades que hubo de superar, casi siempre en solitario, y en una de las peores épocas de la historia de Francia, lo que tal vez explicaría la razón por la que recurría de forma tan desesperada, a la ayuda de astrólogos y/o adivinos.

Catalina de Médici hacia 1555. (Copia) Gal. Uffizi

Nacida en Florencia el 13 de abril de 1519, Catalina de Médici perdió a sus padres sucesivamente, pocos días después de su nacimiento. Pasó así a la tutela de su abuela Alfonsina Orsini, que la entregó al cuidado de sus tías, ya casi ancianas, Clarice de Médicis y Maria Salviati. Era la única heredera de una cuantiosa fortuna.

Su padre, Lorenzo II de Médici había sido hecho duque de Urbino por su tío, el papa León X, pero a su muerte, el ducado pasó a Francesco María della Rovere, por lo que Catalina no heredó el título, -aunque todos se refirieran a ella como la duchessina-, si bien la nobleza de su madre, Magdalena de la Tour d’Auvernia, condesa de Boulogne, serviría para realzar su status, especialmente, con vistas a un futuro matrimonio real. En 1523, su primo, el papa Clemente VII, ordenó que fuera alojada en el Palazzo Medici-Riccardi en Florencia.

Eran los días del peligroso pulso entre Carlos V y el papa; los republicanos florentinos aprovecharon la derrota del papa y el desorden instaurado en Roma, para rebelarse contra los Médici y tomar el poder en la ciudad de Florencia. En medio de los graves disturbios, la heredera Catalina fue tomada como rehén por los rebeldes, que amenazaron con violarla y matarla, cuando las tropas del imperio asediaron la ciudad. Catalina, que apenas tenía 10 años, nunca olvidó la ferocidad y el terror causado por aquel conflicto. 

Con vistas a su protección fue llevada entonces a vivir en distintos conventos, como una religiosa más, y después al Vaticano, donde se formó bajo la atenta mirada de Clemente VII, recibiendo una formación exquisita y completa, sobre bases humanistas y neoplatónicas.

Finalmente, Catalina salió de Italia en 1533, a los 14 años, como prenda de la alianza entre el papa y Francisco I de Francia, a través de la cual, ambos pretendían neutralizar el poder de Carlos V. Si bien, la calidad de la italiana no permitía su matrimonio con el heredero francés, sí podía convertirse en la esposa del delfín Enrique, duque de Orleans, el hermano menor, que previsiblemente, no llegaría a reinar.

Retrato supuesto de Enrique de Orleans. Corneille de Lyon, hacia 1536

La falta de nobleza de Catalina, fue compensada con una gran dote, que llevaba consigo cuando se embarcó en la galera del papa: 100000 escudos de plata y 28000 en joyas; una cifra tan elevada, que ya desde entonces, los franceses la apodaron Madame la Banquera.

La boda se celebró en Marsella, el 28 de octubre de 1533, ante el papa, que también viajó para entrevistarse con el rey, con el que selló una alianza, según la cual, ayudaría a Francisco I a recuperar el Ducado de Milán y Génova, previa la celebración del matrimonio, que, al parecer se consumó el mismo día de la ceremonia, ante testigos, y el papa lo ratificó con su bendición, en el mismo lecho, la mañana siguiente. Ambos tenían 14 años. 

Pronto empezaron las contrariedades. En lo que afectaba a Francisco I, la prometida colaboración del Papa no tuvo lugar, ya que Clemente VII murió el año siguiente y el sucesor, Pablo III anuló el acuerdo y además se negó a seguir pagando la cuantiosa dote de Catalina; un revés que, al parecer, hizo exclamar al rey Francisco: Todo lo que he recibido, es una joven desnuda.

En cuanto al marido, Catalina recibió de él poco más que una cortés indiferencia, ya que este estaba enamorado, desde siempre y oficialmente, de Diana de Poitiers.

El 10 de agosto de 1536, el destino de Enrique y Catalina dio un giro radical, con la repentina muerte del hijo mayor y heredero del monarca, inesperada circunstancia que vino a poner la Corona de Francia en el camino de Enrique y el temor en el corazón de Catalina, que no había tenido hijos, por lo que ya presentía la oscura amenaza del repudio.

Sin embargo, la notable formación intelectual de Catalina, le atrajo la simpatía del rey, así como la de su cuñada Margarita de Francia; también hizo amistad con Marguerite d’Angoulême, la reina de Navarra, hermana de Francisco I, ambas, amantes de las letras y autora, la de Angulema, del famoso Heptméron.

Catalina, 1519–1589, a los 17 años. Retrato de Corneille de Lyon

Fue en esta época, cuando Catalina eligió su primer emblema personal, tal vez sugerido por Francisco I: el Écharpe deployée d’Iris, ou l’arc–en–ciel, es decir, el Chal de Iris, equivalente al Arco–Iris, tomado de la mitología griega, significando el retorno de la luz del sol sobre el mundo, después de la tempestad. Al parecer, Catalina hizo representar sus múltiples colores en los jardines del bellísimo palacio/castillo de Chaumont–sur–Loire –en el que hoy se siguen celebrando espectáculos de luz y jardinería–, pero que, más tarde, Catalina, que sería su propietaria desde 1550, cambió a Diana de Poitiers por el de no menos bello, de Chenonceau. Catalina siempre se distinguió por sus refinados gustos arquitectónicos.

Chaumont–sur–Loire

Chenonceau

Habían pasado ya diez años de matrimonio, cuando, sorprendentemente, Catalina quedó embarazada, evitando por fin el temido repudio, que cada vez parecía más próximo. Así, en enero de 1544, dio a luz un heredero varón, el que sería Francisco II

Muchos defensores de Nostradamus, sostienen que Catalina logró el esperado embarazo, gracias a los consejos y los remedios del sabio astrólogo. Pero Francisco solo vivió 16 años.

Francisco II, de F. Clouet, hacia 1560; el año de su fallecimiento. BNF, París

En 1546, llegaba al mundo Elisabeth, que, muy joven aún, se convertiría en la tercera esposa de Felipe II. Murió a los 22 años.

El 31 de marzo de 1547 moría Francisco I. Enrique de Orleans subía al trono, como Enrique II. El 10 de junio de 1549 Catalina era consagrada en Saint-Denis, pero nunca le fue confiada otra tarea que la de procrear para la Corona de Francia, tarea que ella superó ampliamente, teniendo diez hijos -de los que sobrevivieron siete-, hasta que en 1577, un parto de gemelos que se presentó muy problemático, puso fin a su maternidad.

La Corona que ahora compartía, tampoco le permitió perder de vista a Diana de Poitiers, quien, bien al contrario, pasó a ocupar una posición más relevante en la corte; tras recibir el título de Duquesa de Valentinois, aumentó su influencia sobre el rey, quien le encomendó, entre otras cosas, de la educación de los hijos de Catalina.

Catalina asumió ciertas responsabilidades cuando su esposo reanudó la guerra contra Carlos V en 1552. A tal efecto, fue nombrada regente, con la colaboración del Condestable Anne de Montmorency

Condestable Anne de Montmorency, F. Clouet, 1530

Participó así en algunas decisiones de importancia, empezando a mostrar, al principio, con timidez, pero muy pronto, abiertamente, sus opiniones personales respecto a la política de la Corona. Así, desaprobó abiertamente la firma de la Paz de Cateau-Cambrésis, que terminaba con la influencia de Francia en Italia y, poco a poco, se fue distanciando de Montmorency para dar su apoyo al clan de los Guise.

Como parte del Tratado de Cateau-Cambresis, se acordaron dos matrimonios que debían reforzar las nuevas alianzas: Isabel, la hija mayor de Catalina, se casaría con Felipe II, y Margarita, hermana de su marido, con Emmanuel-Philibert de Savoie

La boda de Isabel se celebró por poderes, en la catedral de Notre-Dame, en París, con el duque de Alba representando a Felipe II, y se ratificó posteriormente, en Guadalajara. La de Margarita y Filiberto se produjo bajo el signo del luto. 

Aquel mismo día, Enrique II, el rey de Francia, fallecía a consecuencia de una herida recibida durante un torneo con el que se celebraba la firma de los acuerdos. Veremos el hecho con más detalle, porque, al parecer, el mortal accidente había sido previsto por Nostradamus. Catalina de Médicis, se convertía en la reina viuda de Francia.

Henry II de France. 31.3.1519–10.7.1559 (40 años). Clouet. Palacio de Versalles y
Catalina de Médicis de luto, alrededor de los 50 años. Clouet, c. 1570. Carnavalet

Francisco II y su esposa María Estuardo. Libro de Horas de Catalina de Médicis

Catalina recomendó al nuevo rey que confiara el gobierno a los Guisa, familia a la que pertenecía su jovencísima esposa, María Estuardo, cuya madre ejercía la regencia de Escocia en su nombre. Por su parte, y a través del Consejo Real Catalina decidió qué personas sí y qué personas no recibirían favor en la Corte, aunque no participó de forma notoria en las tareas de gobierno, ya que, profundamente afectada por la desaparición de su esposo, permitió que los Guisa asumieran todo el poder. A partir de entones vistió luto y nunca volvió a utilizar más que ropas negras. También abandonó su antigua divisa del arco-iris, por otra que representaba una lanza rota con la inscripción: Lacrymae hinc, hinc dolor –de aquí lágrimas, de aquí, dolor.

Los protestantes, severamente reprimidos por Enrique II, volvieron a la lucha por la libertad de conciencia y de culto, algo que los Guisa no estaban dispuestos a permitir. 

Catalina era considerada por los protestantes como una persona dispuesta a abandonar la represión, ya que tenía familiares y amigos entre ellos, tales como la princesa Margarita. A la muerte de Enrique se mostró abierta a cierto diálogo con los reformados, declarando que estaba dispuesta a aceptarlos siempre que actuaran de forma discreta. Pero tras la llamada Conjura de Amboise, cuando los protestantes se propusieron secuestrar al rey con el fin de alejarlo de la tutela de los Guise, Catalina encomendó a estos últimos, la represión de aquellos. 

Sin embargo, el general descontento provocado por los Guisa en la primavera de 1560, les obligó a devolver el poder a la reina, que lo asumió junto al partido moderado. Aprobó así el nombramiento de Michel de L’Hospital, opuesto a la represión, como Canciller de Francia, y, a pesar de la hostilidad de Roma, convocó una asamblea de notables, que debían tratar de la celebración de un Concilio Nacional para reformar la Iglesia de Francia. 

El 5 de diciembre de 1560, fallecía también su hijo Francisco II, lo que causó un nuevo dolor a Catalina, aunque, al mismo tiempo, le permitió recuperar las riendas del poder. La jovencísima viuda, María Estuardo –tres días después cumplía los 18 años–, tuvo que abandonar un reino en el que ya no había un futuro para ella, e internarse, a su vez, por los caminos de su propia tragedia. 

Henry Nelson O'Neil: Mary Stuart's Farewell To France.

La sucesión recaía ahora en el hijo siguiente, Carlos IX (27.6.1550-30.5.1574), que sólo tenía 10 años, por lo que Catalina fue nombrada regente y, en tal condición, inició una política de conciliación, de la que, gradualmente se iría alejando en perjuicio de la religión reformada.

Charles IX, de François Clouet, en la época de su acceso al trono.

Catalina confiaba en que una política de paz basada en el erasmismo y el neoplatonismo aprendidos en la adolescencia, tendría todas las posibilidades de triunfar y, a ese efecto, promovió sucesivos encuentros y conversaciones, como el llamado Coloquio de Poissy. A pesar de la falta de apoyo de Roma, se mostró en un principio completamente optimista con respecto a los posibles resultados. 

El Edicto de Enero, de 1562 supuso una auténtica revolución en este sentido, ya que, otorgaba la libertad de conciencia y de culto, a pesar de que la oposición entre protestantes y católicos, resultó más fuerte que cualquier medida pacificadora.

Tras la matanza de protestantes llevada a cabo en Wasy, en marzo de 1562, Catalina todavía se negó a recurrir a la guerra, pero el 31 de marzo, el jefe católico François de Guise se presentó en Fontainebleau, donde residía la familia real, a la que obligó a instalarse en París. A pesar de todo, Catalina pasó dos meses más tratando de evitar la guerra, pero finalmente hubo de adaptarse a la decisión de los jefes militares y asumió su papel en contra de los protestantes, a pesar de que ya no aceptaba tan incondicionalmente a los Guise. Tras la muerte o prisión de los principales jefes protestantes, acordó con ellos la Paz de Amboise, en marzo de 1563, que les permitía cierta libertad de culto.

Unos meses después, Carlos IX alcanzaba la mayoría de edad y Catalina abandonó la regencia, pero su hijo la reintegró inmediatamente al poder. En 1564, y durante 28 meses, organizó un recorrido por toda Francia en el que acompañó a su hijo, para presentarlo al reino, a la vez que seguía promoviendo la convocatoria de un Concilio, pues consideraba inaceptable que los protestantes no hubieran sido admitidos en el de Trento. El viaje de la presentación real se dio por terminado el 1º de mayo de 1566, en Moulins.

Sólo pasaron cuatro años antes de que el conflicto se recrudeciera. En 1567, el hugonote Príncipe de Condé trató a su vez de secuestrar al rey, mediante la llamada Surprise de Meaux. Carlos y Catalina se refugiaron en París, estupefactos ante la inesperada traición. Catalina responsabilizó a L'Hospital por el fracaso de su política de tolerancia y prescindió de sus servicios en 1568.

Michel de L’Hospital, Canciller de la Reina y enemigo irreconciliable de Nostradamus
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Hemos hablado de Hugonotes, al referirnos al príncipe de Condé y tal vez resulte interesante saber que esta denominación, en principio, fue una especie de apodo inventado por la mayoría católica, del que sólo se sabe que tiene un sentido peyorativo y que llegó a entenderse como partisan du diable, debido al hecho de que sólo celebraban cultos por la noche, lo que, en realidad era su única opción. 

En este sentido, el filólogo y humanista francés del siglo XVI, Henri Estienne, escribió que se trataba de vincular a los protestantes con un supuesto fantasma de la ciudad de Tours:

... los protestantes de Tours solían congregarse de noche en un local próximo a la puerta del rey Hugo, a quien el pueblo tenía por un espíritu y como, con ocasión de esto, un fraile hubiese dicho, en su sermón, que los luteranos habían de llamarse hugonotes, como súbditos del rey Hugo, puesto que únicamente podían salir de noche, como hacían; el apodo se hizo popular desde 1560, y por mucho tiempo se conoció por hugonotes a los protestantes franceses.

Actualmente se cree que el nombre podría provenir de la palabra alemana Eidgenossen, o confederados, nombre que se utilizaba ya en Ginebra. De esta palabra habría derivado eignots, o, ya en 1520 eyguenots. El mismo príncipe de Condé, en un documento de 1562 recogido en sus memorias, emplea las palabras Aignos y Aignossen para referirse a los protestantes franceses de la citada Conjura de Amboise, que fracasaron en su intento de alejar al rey de Francia de la todopoderosa influencia de los Guise, en 1560.

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En 1570 Catalina obligó a los protestantes a aceptar la Paz de Saint-Germain-en-Laye, que les concedía una especie de libertad de culto extremadamente limitada, pero, al mismo tiempo, organizó la boda de su hija Marguerite con Enrique de Navarra, el príncipe de Borbón, protestante, y promovió acercamientos con la reina de Inglaterra y con Louis de Nassau. El Almirante Coligny, jefe militar protestante, que ejercía enorme influencia sobre Carlos IX –que solía llamarle mon père-, insistió, sin éxito, en la necesidad de atacar a Felipe II en apoyo de los Países Bajos, pero Catalina se mostró rotundamente contraria a aquella medida. 

Tras el atentado frustrado contra Coligny, el 22 de agosto de 1572, Catalina pareció decidida a convencer al rey de que debía procurar la muerte de todos los protestantes que habían acudido a París, por la boda de Margarita y Enrique de Navarra; la Massacre de la Saint-Barthélemy, empezó en París la noche del 23 al 24 de agosto de 1572, y después se propagó por las provincias, causando miles de víctimas. 

Todavía hoy no se sabe si Catalina autorizó la matanza o esta se produjo sin su conocimiento, aunque es una de las más terribles responsabilidades que se le han atribuido y es, no obstante, cierto, que a partir de entonces, se propuso obligar a los protestantes a volver al catolicismo, lo que posiblemente no se basó en una convicción, sino en el deseo de acabar con la violencia.

Aún hasta 1574 Catalina trató de parar las luchas fratricidas que destruían el reino, pero ese año moría también Carlos IX y ascendía al trono Henri III, duque de Anjou, cuarto hijo de Catalina y su predilecto, que, al parecer, era el más inteligente y el único que se propuso reinar por sí mismo. Sin embargo, se encontraba en Polonia cuando murió su hermano, por lo que Catalina se hizo cargo nuevamente de la regencia. 

Durante aquel período, la reina tuvo la satisfacción de hacer arrestar a Montgomery, el noble escocés que había causado involuntariamente la muerte de su esposo, y que ahora militaba con los reformados. Catalina logró que fuera condenado a muerte y ejecutado, el 26 de junio de 1574, quince años después del desgraciado torneo.

Henri III, de Jean Decourt o de Clouet, 1570. Musée Condé

Desde que fue informado de su acceso al trono, Enrique III se apresuró a repartir prebendas entre sus compañeros y amigos. Perpleja Catalina ante la idea de que uno de sus hijos tomara decisiones por sí mismo, decidió acudir a su encuentro, tratando de aleccionarlo, durante su camino hasta Lyon, sobre el reparto de las más altas dignidades, pero Enrique volvía con ideas propias; no en vano fue el único de los hijos que pasó algún tiempo alejado de la protección materna.

Apenas un año después, una nueva desgracia vino a reducir la aparentemente ilimitada resistencia de la reina madre; en 1575 su hija Claude, a la que había casado a los once años con el duque de Lorena, fallecía a los 27, dejando nueve hijos en el mundo.

Por otra parte, el trato con Luisa de Lorena, la esposa del nuevo rey, le resultó muy difícil, mientras que él mismo, que había sido su preferido, prácticamente prescindió de ella a la hora de tomar decisiones, para las que solía recurrir a los consejeros de su entorno personal, quienes, precisamente, trataban de mantener al hijo alejado de la madre, asumiendo políticas diferentes, si no contrarias, a la suya.
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Decidió Catalina por entonces, contratar los servicios de Jean Bullant para hacerse construir un hotel, cerca de la iglesia de Saint–Eustache, l'Hôtel de la Reine, en el que se instalaría en 1584, y del que hoy sólo queda en pie, precisamente, la llamada Colonne Astrologique, en la que se cree que se alojó y trabajó Ruggieri, su astrólogo de cámara, aunque no hay seguridad sobre este punto, porque no existe documentación alguna que lo avale.


La Torre sigue despertando la curiosidad, y también cierta inquietud, cuando se emprende el ascenso de sus 147 peldaños.

Tramo de la escalinata de la Torre


En el decorado interior aparece muy repetido este Monograma que, sorprendentemente, no solo contiene, entrelazadas las iniciales de Henry, “H” y Cathérine, “C”, sino también la “D” que correspondería Diana de Poitiers, tallada exactamente con los mismos trazos que la “C” de la reina.


En la base de la Torre, una placa relata una sencilla historia en la que no se habla de Astrología.


En la base de esta torre quedan restos de la insigne obra de Johanne Bullant, Arquitecto, en 1572. En 1749 fue destruida y edificado un mercado de trigo. Para su ornamento, los ediles instauraron aquí una fuente el año 1812.
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A pesar de todo, durante el reinado de Enrique III fue cuando Catalina desplegó más actividad gubernamental. Su presencia en la Corte fue muy importante para reivindicar la imagen de François d’Alençon, su hijo menor, muy desprestigiado por los célebres Mignons de Enrique. 



Siendo fundamentalmente, una persona que creía en la diplomacia, Catalina trabajó particularmente en el proyecto de reunir y moderar a los dos partidos enemigos. Ella misma dirigía las negociaciones, recorriendo el reino una vez más, para impulsar el cumplimiento de los edictos de paz y restablecer la autoridad real, muy dañada por los sangrientos conflictos religiosos. 

En 1578 volvió a emprender viaje para encontrarse con su yerno Enrique de Navarra –por entonces ya jefe del partido protestante–, a quien volvió a reunir con su esposa Margarita, que lo había abandonado.

A pesar de que padecía algunos problemas de salud, jamás abandonó sus objetivos, y casi siempre con una carencia absoluta de comodidades, atravesó regiones rebeldes, como el Languedoc y el Delfinado, donde se entrevistó con los jefes protestantes. Siempre llevada por su optimismo, fue entonces cuando se planteó la posibilidad de casar a su hijo François, duque de Alençon, con Isabel I de Inglaterra.

En todo caso, cuando volvió a París en 1579, iba contenta, porque entendía que había restablecido el buen entendimiento, al menos, entre su familia.

Durante los años 80 intervino en la sucesión portuguesa y envió  una expedición naval a las Azores para ayudar a los portugueses a recuperar los territorios asumidos por la Corona de España y, a pesar de que siempre se había mostrado contraria a intervenir en el conflicto de los Países Bajos, apoyó la aceptación de su hijo François cuando le ofrecieron la Corona de aquellas Tierras Bajas.

Ya con 60 años, Margarita no dudaba en seguir exponiéndose. En 1585 viajó de nuevo para llamar al orden a los Guise y el año siguiente inició en el sur negociaciones con su yerno Enrique de Navarra. Durante la Journée des Barricades, en 1588, no tuvo el menor temor en enfrentarse a la rebelión, recorriendo a pie las calles de París entre las barricadas.

De un modo u otro, y a pesar de que sus esfuerzos por la paz nunca pudieron contentar del todo a nadie, Catalina, se ganó el respeto de sus súbditos, aunque no comprendían la razón por la que su reina se empeñaba en sostener una causa que todos daban por perdida.

Castillo de Blois. Última residencia de Catalina de Médicis.

El final de la vida de Catalina estuvo marcado por los preparativos de la boda de su nieta Cristina de Lorena, de la que ella misma se ocupó tras la muerte de la madre, Claudia, en 1575. Sus últimos meses se vieron oscurecidos por el nuevo ascenso de la Liga Católica, que había tomado posesión de París y era evidentemente contraria a la pacificación. Prisionera en París, fue intermediaria entre los Guisa y el rey, una tarea que consideró cumplida cuando aquellos se entrevistaron con el rey en Chartres. 

Su último viaje a Blois fue para asistir a los Estados Generales. Su salud se debilitó notablemente cuando supo del asesinato del duque de Guisa. Sólo unos días después, el 5 de Enero de 1589, murió, rodeada de amigos, pero profundamente abatida por la pérdida de su familia y el fracaso de su política.

Como la Basílica de Saint–Denis estaba en manos de la Liga, no pudo ser enterrada en la suntuosa tumba que ella misma había edificado para su familia; sus restos se depositaron allí 22 años después, pero en el siglo XVIII, el cenotafio fue destruido.
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Además de la Masacre de San Bartolomé, se achacaron a Catalina otros crímenes.

A pesar de que sus relaciones con Jeanne de Albret, reina de Navarra, eran muy tensas, había concebido por entonces la idea de casar a su hija Margot, con Enrique IV, hijo y heredero de Jeanne, a cuyo efecto, la invitó repetidamente a visitarla en París, asegurándole que no tenía nada que temer de ella. –Perdonadme –le contestó Jeanne-, si la lectura de vuestras palabras me hace reír, cuando prometéis evitarme un temor que jamás he sentido. 

Al final la navarra viajó a París y la boda fue acordada, pero hallándose todavía en la capital francesa, cayó enferma súbitamente, y murió. El partido hugonote acusó a Catalina de haberla matado con unos guantes impregnados en veneno, pero la autopsia realizada por Ambroise Paré, reveló que no había rastros de veneno y que Jeanne había muerto de neumonía.

Más gravé, quizá, sería la acusación de haber matado también a su propio hijo, Carlos IX, con un veneno destinado a otra persona. También en este caso, la autopsia certificó muerte por enfermedad.

También fue acusada de sembrar la discordia entre dos partidos que para nada necesitaban que alguien atizara el fuego del odio mutuo y mortal que se profesaban. Tal vez es mucho más razonable la idea de que un proyecto de paz basado en la ecuanimidad, generalmente provoca que ambas partes culpen al pacificador de favorecer al contrario. El hecho de no oponerse o acercarse radicalmente a ninguno de los dos, convirtió a Catalina en destinataria principal del odio de ambos.


Quizás lo más novelesco acerca de Catalina, sea la sospecha de que en los compartimentos secretos de su despacho del castillo de Blois, tan comunes en la época, ella escondía sus venenos. 

También se ha dicho que la animadversión de los franceses hacia ella, provenía del hecho de ser extranjera y haber conservado siempre el acento italiano, o que todas sus actividades criminales fueron causadas por el odio que sentía hacia Diana de Poitiers, la amante de su marido.

En todo caso, la desaparición sucesiva de sus padres; los horrores vividos en Florencia; su envío a un país extranjero en plena niñez; su boda con un hombre que estuvo siempre enamorado de otra mujer; la inesperada y casi absurda muerte de este; las sangrientas diferencias entre hugonotes y católicos que no fue capaz de evitar y que sacudieron de forma implacable su reinado y el de sus hijos y, la muerte de casi todos estos en la niñez o en la juventud, serían sin duda, razones que explicarían su recurso a los astrólogos, de los que tal vez esperaba oír que alguna vez en su vida, le ocurriría algo bueno.

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Catherine de Médicis y Michel de Nôtre-Dame, este en un retrato realizado por su hijo César. (Ambos hacia 1614)

Nôtre-Dame o Nostradamus, era un apellido asumido por los antepasados de Michel tras una forzosa conversión masiva; posteriormente fue latinizado por él mismo. Nacido el 14 de diciembre de 1503, en Saint-Rémy-de-Provence, fue médico, farmacéutico, y astrónomo/astrólogo, cuya obra, Les Prophéties se publicó por primera vez en 1555.

Provenza es, como se sabe, una tierra privilegiada entre los Alpes y el Mediterráneo. No sorprende, sino que maravilla, el hecho de, que siglos después de Nostradamus, Vincent van Gogh, nos legara su genial visión de una Noche Estrellada sobre la bella ciudad de Saint–Rémy; una pintura que en algún momento se interpretó como el producto de una imaginación fértil pero enferma, y de la que posteriormente se comprobó que reflejaba un fenómeno astronómico real.

Noche Estrellada. Vincent van Gogh, creó esta pintura, de memoria, al día siguiente de su observación, en 1889. (Museo de Arte Moderno de N.Y.)

Por otra parte, tal vez no sea más que fruto de la casualidad, pero Saint–Remy, que, en principio fue colonizada por griegos, conserva un yacimiento romano llamado Glanun, o Les Antiques, que recuerda poderosamente los restos del Tholos de Delfos; la sede del más famoso Oráculo de la Antigua Grecia.


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De su época de estudiante de Bachiller en Artes, se recordaba a Nostradamus como un muchacho dotado de una memoria prodigiosa y de carácter alegre, aunque algo irónico, al que apodaban el joven astrólogo, porque conocía y explicaba bien los fenómenos celestes, por entonces, desconocidos para la mayoría de la gente, estudiante, o no. Dominó con facilidad las tres materias que componen el Trivium: Gramática, Retórica y Filosofía, pero tuvo que interrumpir los estudios muy pronto, sin haber obtenido el título, tras la aparición de la peste, declarada en Estrasburgo desde 1518, y de la que se desconoce el número de víctimas.

En 1529 se matriculó en la Universidad de Montpellier, con el objetivo de doctorarse en Medicina, dándose a conocer por el empleo de medicamentos que él mismo fabricaba, gracias a su aprendizaje familiar, algo que, por otra parte, provocó su expulsión de la facultad, ya que la práctica farmacéutica, se consideraba como un oficio manual, o bajo, cuyo ejercicio prohibían los estatutos de la facultad de Medicina.

Hacia 1533 se estableció en Agen –Aquitania–, donde vivía de la medicina a domicilio. Allí conoció y se hizo amigo de Giulio Cesare Scaligero o della Scala, latinizado Julius Caesar Scaliger y al que conocemos como Escalígero, un italiano renacentista afincado en Toulouse, de quien Michek escribió: Es un personaje al que no se puede comparar con nadie, a menos que sea, Plutarco, por ejemplo. Escribió acerca de todo y atacaba a todo el mundo. Se interesó por la Botánica y fabricaba pomadas y ungüentos, pero las autoridades religiosas desconfiaban de él, por defender algunas ideas excesivamente progresistas para la época.

Nostradamus pudo permanecer allí entre 3 y 6 años, de los que único que se sabe con certeza, es que, en 1534, se casó con Henriette d’Encausse –aunque también se habla de Anna de Cabrejas, una catalana que residía en Perpignan–, con la que tuvo dos hijos, si bien, parece ser que los tres murieron a causa de la peste.

Parece asimismo, que fue citado por la Inquisición de Toulouse, cuando alguien la acusó de haber calificado de ídolo una imagen religiosa y que en ello influiría su amistad con un tal Philibert Sarrazín, que no era creyente, pero Nostradamus no acudió a la citación.

Tras la muerte de su primera esposa se dedicó a viajar; se cree que estuvo en Bordeaux hacia 1539 y que conoció a sabios de la época, como el farmacéutico Léonard Baudon, traductor de Trois Livres des Charmes, Sorcelages ou Enchantements, publicado en 1583, en cuya portada se puede leer: Faicts en Latin par Leonard Vair Espagnol, Docteur en Theologie; Johannes Tarraga, Carolus Seninus y Jean Treilles, abogado. Si bien se sabe que viajó hasta 1545, se ignoran los lugares que pudo visitar, aunque parece haber noticias de que practicaba la medicina. Desde que cumplió los cuarenta, es decir, desde 1543, después de haber atravesado Francia de Suroeste a Nordeste, y de haber conocido a múltiples personajes, entre los que siempre surgen apellidos de origen español, Nostradamus se sintió atraído por la bella Italia del Renacimiento.

En 1544 tuvo ocasión de observar y estudiar la peste en Marsella, bajo las directrices del médico Louis Serres –para Nostradamus, otro Hipócrates–,  lo mismo que en Lyon, a partir de 1546, donde sería llamado en un intento de detener el contagio. Finalmente se establecería en Arlés, donde se empleó en la creación de una especie de vacuna contra la peste, porque, en su opinión, ni sangrías, ni medicamentos cordiales, catárticos u otros, eran eficaces.

Fue a partir de entonces cuando empezó a publicar los Almanaques, en los que aparecían previsiones meteorológicas, consejos médicos, recetas de belleza, a base de plantas y algunos comentarios acerca de los astros.

El 11 de noviembre de 1547 volvió a casarse, en esta ocasión, con la joven viuda Anne Ponsard, en Salon–de Provence, donde se establecieron, en la casa que hoy es el Museo Nostradamus. Tuvieron tres hijas y tres hijos, de los cuales, el mayor, César, fue Consul de Salon, historiador, biógrafo de su padre, poeta y pintor; a él se debe el retrato más arriba.

Aún así, realizó su viaje por Italia durante dos años. En Milán conoció a un especialista en alquimia vegetal, que le mostró las virtudes de las compotas curativas y su aplicación, que a Nostradamus le pareció un gran hallazgo, profundizando en el tema hasta escribir un Traité des confitures et fardements, publicado en 1552.

En 1550 había compilado el que sería el primer Almanaque popular, en el que, al parecer, ya empleó su lenguaje diverso y enigmático, hasta el punto de que algunas supuestas erratas, no serían, para algunos, sino un síntoma de dislexia que tal vez padeciera, pero que fueron entendidas por los editores, como una más de sus excentricidades. A aquel primer Almanaque, seguiría otro de carácter perpetuo.

Fue también por entonces cuando empezó a firmar como Nostradamus, lo que, en realidad, no es, en absoluto la versión latina de Nôtre–Dame, sino que parece algo así como “lo nuestro, damos”, es decir, que quizás se refería  a sus conocimientos, a no ser, como también se ha apuntado, que se tratara de un latín macarrónico, es decir, nada más que una apariencia de latín, que dotaría de cierto peso a su apellido familiar, del que ya dijimos, les fue impuesto en los tiempos de la conversión forzosa de sus antepasados. 

En cualquier caso, su celebridad creció de tal manera, que en 1555, Catalina de Médicis, lo llamó a la Corte, al parecer, porque quería que al autor le aclarase algo que habría escrito acerca de ciertos peligros de los que debía guardarse el rey, su hijo, pero que no había especificado.

A pesar de que viajó a París y de que fue bien recibido en la Corte, posteriormente se quejaría de que la gratificación que se le otorgó, apenas le sirvió para cubrir los gastos del viaje. El hecho es que, sabiendo que no corrían buenos vientos para los asuntos que él trataba, llegó a sospechar que su vida corría peligro y muy pronto abandonó la ciudad. 

El hecho es que se estaba fraguando algo en contra de su trabajo, porque empezó a recibir críticas por todas partes y, en enero de 1561 se hizo pública la Ordonnance d’Orléans, firmada por Michel de l’Hospital –como hemos dicho, reconocidamente hostil a Nostradamus–, en la cual se anunciaban penas contra los autores de Almanaques publicados sin autorización eclesiástica.

No se sabe si fue por incumplimiento de la nueva normativa, pero está documentado, que el nuevo monarca, Carlos IX, escribió al Conde de Tende, Gobernador de Provenza, con fecha 23 de noviembre de 1561, dándole una orden que no conocemos, pero a la que el Conde respondió el 18 de diciembre: Con respecto a Nostradamus, lo he hecho detener y está conmigo; le he prohibido que haga más almanaques y pronósticos, lo que me ha prometido. Espero me ordenéis lo que os plazca que haga. 

El Conde y Nostradamus eran buenos amigos, de modo que cuando este último fue conducido al castillo de Marignane, fue más como invitado que como preso, y parece que el incidente terminó sin más consecuencias. No mucho después, no quedaban sospechas de ninguna clase sobre el caso, y en 1564, Notredame había recuperado plenamente el favor real. 

Con ocasión del gran recorrido que Carlos IX realizó por toda Francia, en compañía de Catalina de Médicis, su madre y de Enrique de Navarra –que pronto sería Enrique IV de Francia–, visitaron personalmente a Nostradamus, a quien la reina nombró Médico y Consejero Real.

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Su tumba fue edificada en la iglesia de Cordeliers, pero en 1793 sus huesos fueron dispersados en el curso de una revuelta popular. Finalmente, el Alcalde hizo transferir los restos que pudo salvar a la Colegiata de Saint-Laurent, en Salon-de-Provence.


La primera edición de las Prophéties, apareció, pues, el 4 de mayo de 1555, de mano del impresor Macé o Matthieu Bonhomme, de Lyon. Algunas ediciones se consideran piratas o falsamente datadas, pero en general, se cree que la edición aumentada que lleva fecha de septiembre de 1577, fue en realidad publicada en vida de Nostradamus. 

El libro está dividido en Centuries, siendo cada una, teóricamente, un conjunto de cien quatrains/cuartetas, de las que la séptima aparece incompleta. La primera edición, llena de sabias citas, contiene 353 quatrains proféticas y la edición definitiva, publicada dos años después de la muerte de Nostradamus, tiene 942, es decir, 58 menos de las mil que el astrólogo había anunciado. 

Existen muchos trabajos sobre las Prophéties; unos que aceptan la presciencia de Nostradamus y otros que la niegan. Una primera causa de divergencia entre los autores se refiere más a la escasa fiabilidad de la imprenta de la época, al componer un texto tan complejo, lo que provocaría la existencia de notables variantes entre las diferentes ediciones, e incluso, entre los ejemplares de una misma tirada, es decir, que no puede garantizarse en modo alguno, un mínimo de conformidad con el texto manuscrito original, ya por entonces perdido.

La segunda causa de discrepancia entre los intérpretes se refiere a la herramienta empleada por Nostradamus; su estilo oscuro y su vocabulario, mezcla de francés medio, latín, griego –aunque muy poco, e incomprensible, como, por ejemplo, la quatrain 32 de la Centuria IV, en la que se lee: Πάντα χιόνα φίλων–, y, finalmente, de provenzal, de donde resulta una gran variedad de posibles interpretaciones. 

Para añadir misterio a su obra, Nostradamus, emplearía además, numerosas figuras literarias. Pero la razón principal de ese confuso estilo, sería, tal vez, el deseo de asegurar la permanencia de la obra. Nostradamus aseguraba que, de todas formas, el mundo vería cómo la mayor parte de las cuartetas se cumplían, dando a entender además, que serían claramente comprendidas por todos.

Nostradamus afirmó, motu proprio, que había practicado toda una serie de procedimientos adivinatorios entre los que se encontraría el llamado “furor poético”; el “sutil espíritu del fuego” del Oráculo de Delfos; la “astrología judiciaria”; las sagradas Escrituras –aunque seguramente nunca tuvo una Biblia original, que estaba prohibida en su tiempo a los laicos-, y habría utilizado extractos de Eusebio, Savonarola –quien también recurrió mucho al lenguaje escatológico–, Roussat y el Mirabilis Liber; el cálculo astronómico, con todo lo cual, aseguró haber llegado con sus predicciones, hasta el año 3797.

Una de las más célebres quatrains, de las consideradas proféticas, es la 35 de la I Centuria:

            Le lyon ieune le vieux surmontera,
            En champ bellique par singulier duelle,
            Dans cage d'or les yeux luy creuera,
            Deux classes vne, puis mourir, mort cruelle.

                        El león joven al viejo sobrepasará,
                        En campo bélico por singular duelo,
                        En jaula de oro los ojos le romperá,
                        Dos clases una, después morir muerte cruel.

De acuerdo con los defensores de la lectura profética, esta cuarteta anunciaría la muerte de Enrique II, de la que ya hablamos, cuando, en 1559 –celebrando la Paz de Cambrésis–, se enfrentó al conde de Montgómery en un torneo a caballo. Los dos llevaban un león como insignia y Montgómery golpeó con su lanza el yelmo del Enrique, que, al parecer era de oro, o dorado, lo que provocó la rotura de la lanza y que una astilla le entrara por la visera. Después de atravesarle un ojo, la astilla se introdujo profundamente en el cerebro del rey, que murió dos días después. 

El problema es que, nadie, antes de 1614, asoció el mortal accidente con los versos de Nostradamus, lo suficientemente ambiguos, como para que nadie pudiera prever quienes serían los leones joven y viejo que se batirían en singular duelo, ni cómo uno de ellos podría atravesar los ojos del otro en una jaula de oro.
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