viernes, 26 de enero de 2018

Pompeya ● El tesoro arqueológico de una tragedia ● De Plinio a Carlos III de Borbón


Joseph Wright of Derby: Erupción del Vesubio, y vista de las Islas y la Bahía de Nápoles.Tate Britain

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Nonum kal. Septembres hora fere septima mater mea indicat ei adparere nubem inusitata et magnitudine et specie.

El día 24 de agosto alrededor de las 13 horas, mi madre le avisa que ha aparecido una nube de tamaño y forma inusitadas.
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Cuantos perecieron el año 79 en Pompeya a causa de los gases y, o sepultados en ceniza y lava, nunca supieron que aquella montaña que inesperadamente arrojó sobre ellos, azufre, oscuridad, fuego y muerte, era, en realidad, un volcán.

Plinio el Viejo, que murió a causa de la erupción, se hallaba en Misena, a 35 km. del volcán, al otro lado de la bahía de Nápoles, cuando se produjeron las primeras y extrañas señales. Asombrado por lo que estaba pasando, y dado su interés por el estudio y la observación científica, decidió embarcarse para poder observar el fenómeno más de cerca, pero en aquel momento, recibió una petición de auxilio de una amiga llamada Rectina, y cambiando de planes, acudió en su socorro, adentrándose en el centro y origen del desastre, al pie de la montaña, cuando todos intentaban escapar en dirección contraria.

Su sobrino, Plinio el Joven, contaría más tarde el suceso en dos cartas dirigidas a su amigo, el historiador Tácito, que se conservan y que, si bien durante algún tiempo fueron consideradas casi como una invención, finalmente, ha sido reconocido su valor biográfico, documental, y, sobre todo, humano.

Tras siglos de absoluto desconocimiento y silencio, se concluyó que aquella montaña era un volcán y se hallaron explicaciones lógicas para la tragedia, oculta, ya no sólo por la lava, sino también por el paso del tiempo. El mismo Plinio el Viejo, finalmente, víctima de la catástrofe, había descrito las laderas del monte Vesubio, simplemente como una tierra productora de ásperos vinos.

De hecho, puesto que se ignoraba la existencia de los volcanes, evidentemente, no existía en latín ni la palabra que los denomina. Cicerón describió las Islas Eolias, al norte de Sicilia, como Vulcanaiae Insulae, pero se refería a la tierra del mitológico Vulcano, conocido en Grecia como Hefesto, cuya fragua se suponía ubicada en el interior del Etna, entre Mesina y Catania

Cuando los navegantes portugueses supieron de los volcanes tropicales, los asociaron con el Etna y el Vesubio, pero seguían creyendo que se trataba de un inesperado alarde de furia divina, siempre dispuesta a sancionar a los humanos, fueran estos conscientes y responsables, o no, de las culpas que habrían generado tan desmesurados castigos.

El joven Plinio, su madre, y su tío, Plinio el Viejo, entonces comandante de la flota en la zona, residían en Miseno, a unos 30 kilómetros del volcán, ubicado en una elegante zona veraniega -donde habitaba Rectina-, y en la que, hasta entonces, la vida transcurría plácidamente. Pero todo quedó reducido a nada, a partir de la hora séptima del día 24 de agosto del año 79.

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Las Cartas de Plinio el Joven a Tácito
Plinio el Joven Epístola. VI, 16 
C. PLINIVS, TACITO SVO S. 

Pides que te escriba la muerte de mi tío para poder transmitirla a la posteridad con más veracidad. Te doy las gracias, pues veo que, a su muerte, si es celebrada por ti, se le ha planteado una gloria inmortal.

En efecto, aunque murió en la destrucción de unas hermosísimas tierras, destinado en cierto modo a vivir siempre, como corresponde a los pueblos y ciudades de memorable suerte, aunque él mismo redactó obras numerosas y duraderas, sin embargo, la inmortalidad de tus escritos acrecentará mucho su recuerdo.

Verdaderamente, considero dichosos a quienes les ha sido dado por obsequio de los dioses, hacer cosas dignas de ser escritas, o escribir cosas dignas de ser leídas, pero considero los más dichosos a quienes se les ha dado ambas cosas. En el número de éstos estará mi tío, tanto por sus libros como por los tuyos. Por eso con mucho gusto asumo, incluso reivindico, lo que propones.

Se encontraba en Miseno y tenía el mando de la flota, cuando el día 24 de agosto en torno a las 13 horas mi madre le indica que se divisa una nube de un tamaño y una forma inusual.

Él, tras haber disfrutado del sol, y luego de un baño frío, había tomado un bocado tumbado y ahora trabajaba. Pide las sandalias y sube a un lugar desde el que podía contemplar mejor aquel fenómeno. Una nube (no estaba claro de qué monte venía según se la veía de lejos; sólo luego se supo que había sido del Vesubio) estaba ascendiendo. No se parecía por su forma a ningún otro árbol que no fuera un pino.

Erupción del Vesubio de Nápoles, en octubre de 1822, dibujo de George Julius Poulett Scrope, y un Pino Romano

Pues extendiéndose de abajo arriba en forma de tronco, por decirlo así, de forma muy alargada, se dispersaba en algunas ramas, según creo, porque reavivada por un soplo reciente, al disminuir éste luego, se disipaba a lo ancho, abandonada o más bien vencida por su peso; unas veces tenía un color blanco brillante, otras sucio y con manchas, como si hubiera llevado hasta el cielo tierra o ceniza.

Le pareció que debía ser examinado con más detalle y más cerca, como corresponde a un hombre muy erudito. Ordena que se prepare una libúrnica; me da la posibilidad de acompañarle, si quería; le respondí que yo prefería estudiar, y casualmente él mismo me había puesto algo para escribir.

Cuando salía de casa; recibe un mensaje de Rectina, la esposa de Tasco, asustada por el amenazante peligro (pues su villa estaba bajo el Vesubio, y no había salida alguna excepto por barco): rogaba que la salvara de tan gran apuro.

Cambia entonces sus planes, y lo que había empezado con ánimo científico lo afronta con el mayor empeño. Hizo salir unas barcas cuatrirremes y embarcó dispuesto a ayudar no sólo a Rectina, sino también a otros muchos (pues lo agradable de la costa la había llenado de veraneantes).

Se apresura hacia la parte de donde los demás huyen y mantiene el rumbo fijo y el timón hacia el peligro, estando sólo él libre de temor, de forma que fue dictando a su secretario y tomando notas de todas las características de aquel acontecimiento y todas sus formas según las observaba por sus propios ojos.

Ya caía ceniza en las naves, cuanto más se acercaban, más caliente y más densa; ya hasta piedras pómez y negras, quemadas y rotas por el fuego; ya un repentino bajo fondo y la playa inaccesible por el desplome del monte. Habiendo vacilado un poco sobre si debía volver atrás, luego al piloto, que advertía que se hiciera así, le dice: «La fortuna ayuda a los valerosos: dirígete a casa de Pomponiani».

Se encontraba en Estabias, apartado del centro del golfo (pues poco a poco el mar se adentraba en la costa curvada y redondeada) Allí, aunque el peligro no era próximo, pero sí evidente, al arreciar la erupción muy cercana, había llevado equipajes a las naves, seguro de escapar si se aplacaba el viento que venía de frente y por el que era llevado de forma favorable mi tío. Él abraza, consuela y anima al asustado Pomponio. y para mitigar con su seguridad el temor de aquél, le ordena proporcionarle un baño; después del aseo, se reclina junto a la mesa, cena realmente alegre o (lo que es igualmente grande) simulando estar alegre.

Entre tanto desde el monte Vesubio por muchos lugares resplandecían llamaradas anchísimas y elevadas combustiones, cuyo resplandor y luminosidad se acentuaba en las tinieblas de la noche. Mi tío, para remedio del miedo, insistía en decir que, debido a la agitación de los campesinos, se habían dejado los hogares encendidos y las villas desiertas ardían sin vigilancia. Después se echó a descansar y descansó, en verdad con un profundísimo sueño, pues su respiración, que era bastante pesada y ruidosa debido a su corpulencia, era oída por los que se encontraban ante su puerta.

Pero el patio desde el que se accedía a la estancia, estaba ya colmado de una mezcla de ceniza y piedra pómez, que había elevado el suelo de tal modo que, si se permanecía más tiempo en la habitación, impediría la salida. Una vez despierto, sale y se reúne con Pomponiano y los demás que habían permanecido alerta.

Deliberan entre sí, si se quedan en la casa o se van a donde sea al campo. Pues los aposentos oscilaban con frecuentes y grandes temblores y parecía que sacados de sus cimientos iban y volvían unas veces a un lado y otras a otro. 

Fuera de la casa, se temía la caída de piedra pómez a pesar de ser ligera y hueca, pero se escogió esta opción comparando peligros; y en el caso de mi tío, una reflexión se impuso a otra reflexión, en el de los demás, un temor a otro temor. Ataron con bandas almohadas sobre sus cabezas: Esto fue la protección contra la caída de las piedras.

Ya era de día en otros sitios y allí había una noche más negra y más espesa que todas las noches. Sin embargo, muchas teas y varias hogueras la aclaraban. Decidieron dirigirse hacia la playa y examinar desde cerca qué posibilidades ofrecería el mar; pero éste permanecía aún inaccesible y adverso.

Allí, echado sobre una sábana extendida pidió una y otra vez agua fría y la apuró. Luego las llamas y el olor a azufre, indicio de las llamas, ponen en fuga a los demás. A él lo alertan.

Apoyándose en dos esclavos se levantó e inmediatamente se desplomó, según yo supongo, al quedar obstruida su respiración por la gran densidad del humo, y al cerrársele el esófago, que por naturaleza tenía débil y estrecho y frecuentemente le producía ardores.

Representación de la muerte de Plinio el Viejo. Le Monde illustré, 1888

Cuando volvió la luz (era el tercer día, contando desde el que había visto por última vez) se halló su cuerpo intacto, sin heridas y cubierto tal y como se había vestido. El aspecto era más parecido a una persona dormida que a un cadáver. 

Entre tanto en Miseno mi madre y yo ...

Pero esto no importa a la historia, ni tú quisiste saber otra cosa que su final. Por tanto, termino.

Únicamente añadiré que he narrado todo aquello en lo que yo estuve presente y lo que oí inmediatamente, cuando se recuerda la verdad en mayor medida. Tú seleccionarás lo más importante; de hecho, una cosa es escribir una carta y otra escribir historia, una cosa es escribir a un amigo y otra a todos.
Vale. 
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Epístola VI, 20
G. Plinio a Tácito, Salud.

Me dices que inducido por mi carta que, a petición tuya, te escribí sobre la muerte de mi tío, deseabas saber los miedos e incluso los peligros que soporté cuando me quedé en Miseno —aquí se interrumpía en efecto mi narración—. Aunque mi pensamiento se conmueve al recordarlo comenzaré...

Después de que mi tío se hubo marchado, empleé el tiempo restante en el estudio, pues precisamente me había quedado para eso. Después vino el baño, la cena y un sueño agitado y breve. 

Por espacio de muchos días se habían producido temblores de tierra, no muy alarmantes, porque es un fenómeno habitual en la Campania. Pero aquella noche, fue tanto y tan fuerte, que se habría creído que, más que temblar todas las cosas se desplazaban. 

Mi madre entró bruscamente en mi aposento. Yo, a mi vez, salía para despertarla si estaba dormida. Nos sentamos en el patio de la casa, que ocupaba un pequeño espacio entre las edificaciones y el mar. No sé si calificarlo de firmeza o imprudencia —porque todavía no tenía los dieciocho años— lo cierto es que me llevé un volumen de Tito Livio y, como quien busca distraerse, me pongo a leerlo e incluso haciendo extractos, tal y como había empezado a hacer. 

He aquí que se acerca un amigo de mi tío, que había venido no hacía mucho de la Hispania a visitarlo, y al vernos sentados, a mí y a mi madre, y a mí todavía leyendo, nos reprobó a ella por su mansedumbre, y a mí por su confianza. Yo seguí, con idéntica aplicación, inmerso en el libro.

Pliny the Younger and his Mother at Misenum, 79 A.D., by Angelica Kauffmann, 1785
Princeton University Art Museum

Era ya la primera hora del día y sin embargo la luz era todavía dudosa y como lánguida. Los edificios próximos estaban tan resquebrajados, que, en aquel espacio descubierto, pero estrecho, el miedo a un derrumbe, era creciente y vivo. Al fin entonces, nos pareció oportuno abandonar la villa. 

La muchedumbre nos seguía atónita, y como todo el mundo con miedo, tiene por prudente seguir el consejo ajeno al consejo propio, una gran masa humana acosó y obligó a partir a los que huían. Cuando estuvimos en despoblado nos detuvimos. Muchas cosas dignas de admiración, muchas cosas aterradoras nos sacudían. Pues los carros que por mandato nuestro nos precedían, a pesar de que el campo era muy llano, tomaban las direcciones más opuestas y ni calzándolos con piedras podían mantenerse quietos.

Además, veíamos el mar replegarse sobre sí mismo, como si lo rechazara el temblor de la tierra. Lo cierto es que la playa se había agrandado, y que muchos animales marinos yacían secos sobre la arena. 

En el lado opuesto, una nube negra y horrible, hecha de remolinos de fuego retorcidos y vibrantes, se abría en grietas de llamas; eran, por su aspecto, parecidas a los relámpagos, pero más grandes.

Entonces en un tono más seco y más insistente, aquel mismo amigo de la Hispania nos dijo a mi madre y a mí:

-Si tu hermano, si tu tío, vive, querrá que también os salvéis vosotros. Si ya ha muerto, querrá que sobreviváis. ¿Qué esperáis pues para huir? -Respondimos que no lo haríamos, que sin saber nada de su salvación no pensaríamos en salvarnos nosotros. Él, sin esperar más, se fue, y, apretando el paso, se alejó del peligro. 

La nube tardó muy poco en bajar a la tierra y cubrir el mar; ya había crecido y tocaba Capri, y habiéndose deslizado por el promontorio de Miseno, lo escondía de la vista. 

Entonces mi madre me rogó, me suplicó, me exhortó, me mandó que huyera, como pudiera; porque yo era joven y podía hacerlo, que ella moriría tranquila, siempre que no fuese la causa de mi muerte. Yo, en cambio, no me quería salvar si no junto a ella.

Luego, la tomo de la mano y la obligo a forzar el paso. Me obedece de mal grado, haciéndose reproches de ser una carga para mí. Ya comenzaba a caer ceniza, aunque poca. Me doy la vuelta, por la espalda se acercaba una calina espesa, y extendiéndose por la tierra, a modo de torrente, nos acosaba.

-Echémonos a un lado —dije— mientras aún veamos, para que, en el camino empedrado, la turba de los acompañantes no nos aplaste en las tinieblas.

Apenas nos hubimos parado, se hizo de noche, una noche sin luna ni nubes, sino como la que se hace en los recintos cerrados cuando se apaga la luz. Sólo se escuchaban gemidos de mujeres, de niños, clamor de hombres: unos buscaban a gritos a sus padres, a los hijos, a los cónyuges; otros, a gritos, les respondían. Unos lamentaban su suerte, otros la de los parientes. 

Algunos por miedo a morir imprecaban a la muerte. Muchos alzaban las manos hacia los dioses; la mayoría tenía la convicción que nunca hubo dioses y que aquella era la eterna y última noche del mundo.

Tampoco faltó quien con terrores fingidos y falsos aumentara los auténticos peligros. Algunos anunciaban a los crédulos la falsa nueva del derrumbamiento y el incendio de Miseno. 

De pronto, apareció una débil claridad que, más que el principio del día, parecía la señal de que el fuego se aproximaba. Y, sin embargo, el fuego se detuvo a lo lejos; después, otra vez las tinieblas, otra vez ceniza, espesa y densa. 

Nosotros de vez en cuando nos levantábamos para sacudirnos la ceniza; si no, nos habría cubierto e incluso ahogado con su peso. 

Podría, en verdad, vanagloriarme de no haber dejado escapar ningún lamento, ni un grito demasiado fuerte, en medio de tanto peligros, si no me hubiera sostenido, como compensación, lamentable, pero confortadora, por su moralidad, la idea que todos y todas las cosas acababan conmigo.

Al fin se despejó un poco la oscuridad y se desvaneció en una especie de humo y de niebla. Y vino un verdadero día; incluso brilló el sol, sombrío como suele ocurrir cuando hay eclipse. A nuestros ojos, aún parpadeantes, todo parecía cambiado y cubierto como de una ceniza espesa. 

De regreso en Miseno, cuando hubieron comido, como pudieron, nuestros cuerpos, divididos entre la esperanza y el miedo, pasaron una noche de esperanzas y de dudas. El miedo prevalecía, pues el temblor de tierra continuaba, y muchos, desatinados, se entretenían exagerando con terribles predicciones las desdichas propias y las ajenas. 

Pero, ni entonces que ya conocíamos y esperábamos el peligro, nos resolvimos a marcharnos, hasta que tuviéramos nuevas de mi tío. 

No has de leer esto, en absoluto digno de una historia, para aprovecharlo en tus escritos. A ti, que lo pediste, te corresponde hacerte cargo, si ni apropiado te parece para una epístola. Adiós.
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Plinio el Joven y su madre, nunca volvieron a ver a Plinio el Viejo.


Gaius Plinius Secundus –El Viejo-, Plinio el Joven y Tácito, (Parlamento de Viena)

Cuando la extraña nube de aspecto amenazador y enorme extensión, se fue elevando, causó una gran sorpresa que gradualmente se convirtió en terror, entre los residentes de las zonas más próximas al Vesubio. Después se produjo la lluvia de piedras volcánicas y ceniza, acompañada de gases tóxicos, que precedió al flujo piroclástico que fundió todo lo que encontró a su paso.

El flujo piroclástico, también llamado colada piroclástica, nube ardiente o corriente de densidad piroclástica, es una mezcla de gases volcánicos calientes, materiales sólidos, también calientes y aire concentrado, que resulta de ciertos tipos de erupciones volcánicas y que se mueve al nivel del suelo. Su velocidad puede oscilar entre 10 y 30 kilómetros por hora, o alcanzar los 200. Su desplazamiento es letal.
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Marcial. Autor de los Epigramas

El poeta hispano Marcial (40-104 aC) describió la devastación de lo que antes había sido un lugar lleno de vida, donde podía hallarse un acogedor descanso veraniego, en su Libro IV de Epigramas, XLIV:

Éste es el Vesubio, verde hasta hace poco bajo la sombra de sus pámpanos; aquí su famosa uva hacía rebosar las efervescentes prensas. Éstas son las cumbres que Baco prefirió a las colinas de Nisa. Por este monte desplegaban hasta ahora sus danzas los sátiros. Esta es la morada de Venus, más grata para ella que Lacedemonia. Aquí había un sitio famoso por el nombre de Hércules. 

Todo está asolado por las llamas y sumergido en lúgubre ceniza. Ni los dioses querrían que esto se les hubiera permitido.
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La terrible erupción volcánica que arrasó las ciudades de Pompeya, Herculano, y otras menos conocidas, dejó tras de sí una especie de museo por el que hoy se conocen importantísimos detalles de la vida cotidiana de los romanos en la época, pero tuvieron que pasar muchos siglos antes de que se produjera el descubrimiento y la identificación de aquellos restos que la tragedia paralizó en el tiempo.

El Vesubio visto desde Portici. Joseph Wright of Derby

La Arqueología ha puesto de relieve, junto a una rica arquitectura y una artística y variada decoración, el sobrecogedor testimonio de la imagen de aquellos que no hallaron más posibilidad que la de abrazar a sus seres queridos o acurrucarse, incluso, junto a su perro, en espera de que la muerte inevitable llegara, si fuera posible, en medio del sueño. Por ello, estos yacimientos constituyen un objeto históricamente muy atractivo y, en cierto modo, contradictorio, pues si, por un lado nos ofrecen la mejor y más precisa crónica de una época lejanísima, por otro, no deja de ponernos ante la mirada, el terrible espectáculo, que con excesiva frecuencia arrasa y destruye, causando terribles sufrimientos al ser humano; unas veces, a causa de los llamados desastres naturales y otras, por los llamados… ¿cómo denominar las incontables guerras de conquista, muerte, destrucción y saqueo, mucho más numerosas que las erupciones volcánicas?

Se estima que en aquel momento habitaban Pompeya unas 25000 personas, pero se ignora del número de víctimas.

El yacimiento de Pompeya fue descubierto en el siglo XVI por el arquitecto Fontana, aunque los primeros trabajos no se llevaron a cabo hasta el siglo XVIII, y al parecer, fue el objetivo de hallar tesoros artísticos lo que motivó las primeras intervenciones, con el beneplácito real, pero pronto se fue imponiendo el valor estrictamente científico de los sucesivos hallazgos.
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Pompeya fue fundada en el siglo VII aC. y era una ciudad próspera, conocida como lugar de vacaciones para hacendados. Se cree que Nerón también tenía una casa allí, donde, además había nacido su segunda esposa.

Es probable que la erupción durase apenas un día, pero los restos de cenizas y roca siguieron cayendo dos días más, hasta cubrir la ciudad con una capa de seis metros, aunque esta cifra podría variar.

Asimismo, es posible que, en cierto momento, la difusión de la lava alcanzara una velocidad que anuló toda posibilidad de huida. Finalmente arrasó una superficie de 500 kilómetros cuadrados, llegando a enterrar, no solo Pompeya, sino algunas otras villas del entorno.

La ciudad y sus muertos permanecieron enterrados durante 1500 años hasta que, en 1599, excavando un túnel, el citado arquitecto Domenico Fontana descubrió los primeros frescos de Pompeya. Al parecer, se trataba, precisamente de aquellos que representan escenas eróticas, por lo que se decidió cubrirlas de nuevo. Las primeras excavaciones propiamente dichas, empezaron en 1748.

Los objetos cubiertos de ceniza se preservaron de la destrucción ambiental, pero la ceniza y la lava ardiente fundieron inmediatamente los cuerpos humanos, formando una especie de moldes, que, una vez rellenados con yeso, o resina, proporcionaron una testimonial serie de esculturas sobrecogedoras.

Últimos días de Pompeya, de Karl Briulov entre 1830 y 1833. 
Óleo sobre tela, 456.5 x 651 cm. Museo Estatal de San Petersburgo

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La protección que Carlos III dispensó á las bellas artes en España, provenía de una afición que acrecentaron los grandes descubrimientos realizados en Pompeya Herculano y Stabia, mientras él y su hijo Fernando IV gobernaron el reino de las dos Sicilias.

Las Memorias publicadas por el Gobierno de Italia en 1873 y 1881, y redactadas por Giuseppe Fiorilli, Superintendente general del Museo y de las excavaciones de Nápoles, y por Michele Ruggiero, arquitecto director de las excavaciones de las antigüedades del reino de Italia, han dado a conocer importantes documentos que hacen honor a sus hombres de ciencia 

Aquel 23 de Noviembre del año 79 de la Era Cristiana, el Vesubio de Nápoles abrió sus abismos, formando espantosas y profundas grietas por todas partes, vomitando torrentes de fuego, lanzando enormes trozos de piedra sobre los campos vecinos y sepultando bajo una espesa lluvia de cenizas y lava derretida á Stabia, Pompeya, Oplonte, Resina, Herculano, Tegiano, Taurania, Viliejo, Cosa ó Tora y Veseris, y cuantos caseríos existían hasta la vecina costa.

En los siglos posteriores, la codicia, realizó algunas excavaciones para rescatar las grandes riquezas sepultadas, pero la empresa resultó imposible para los particulares. 

El conde de Sarno Mucio Tutta-Villa, al construir en 1592 un acueducto para transportar aguas á una posesión suya, penetró en Pompeya, y descubrió algunos templos, casas, calles, pórticos y otros monumentos. 

José Maorini, un siglo después, reconoció casas enteras, ruinas de grandes murallas y algunos pórticos, en parte soterrados. 

En 1713, un trabajador de Portici, excavando un pozo, encontró bajo su pico, fragmentos de mármol y descubrió un pequeño templo y algunas estatuas; pero estaba reservado al hijo de Felipe V reconquistar el reino de Nápoles, adquirir terreno para construir el palacio de Portici y devolver a la luz la ciudad de Pompeya, después de dormir diez y ocho. siglos las densas tinieblas del olvido.

R. J. Alcubierre

Consideradas las excavaciones como una empresa nacional, se confió su dirección a D. Roque Joaquín de Alcubierre, ingeniero español, el cual tenía a sus órdenes a D. Carlos Weber, de nación suizo, que falleció en 1764, y fue sustituido por el ingeniero español D. Francisco la Vega

En 3 de Agosto de 1738 y en los sucesivos años, los partes dando cuenta del resultado de las excavaciones, aparecen redactados en español y suscritos por Alcubierre, quien, habiendo enfermado por las humedades y aires nocivos de las grutas subterráneas, pidió permiso para retirarse á Nápoles, sustituyéndole el ingeniero D. Pedro Bardet en 3 de Junio de 1741.

Los trabajos, dirigidos por españoles, continuaron desde 1743 a 1749, con las interrupciones que producía la guerra que D. Carlos de Borbón hubo de sostener contra los austriacos; y las excavaciones no pudieron comenzar en Gragnano hasta el 7 de Junio, en que se emplearon seis hombres y un oficial, vecinos del Puente de San Marco. 

Fueron tantas y tan valiosas las riquezas artísticas que se encontraron, que en 1750 se formó relación de las halladas en Gragnano ó Varano de Castelamar, llamada la antigua Stabia, y en la Torre de la Anunciata, que en tiempo de los antiguos romanos era la ciudad Pompeyana. El ingeniero don Roque Joaquín de Alcubierre redactó en el mismo año 1750 las instrucciones para la continuación de los trabajos, y Weber acusó recibo desde Resina el 25 de Julio. 

Desde el mismo Resina, desde Portici y desde Gragnano se daba semanalmente cuenta de lo que se iba encontrando, pero en 22 de Febrero de 1753 Alcubierre se quejaba de las faltas de Weber, y pidió su relevo. 

Al reunir tanta riqueza, ordenó el rey de las Dos Sicilias que se formase en Portici un museo, y designó para organizarlo, y custodiarlo á D. Camilo Paderni, bajo cuya inteligente dirección se publicó en Nápoles en la imprenta Real, en 1755, el Catalogo dégli antichi monumenti dissotterrati dalla discoperta cíttà di Ercolano, ettc., ettc., composto esteso da Moimignor Ottavio Antonio Bagardi. 

El monarca napolitano, según el testimonio de Unofri, cuando residía en el palacio de Portici, visitaba los talleres de restauración, contemplaba el trabajo de los artífices, y reiteradamente decía: “Yo estoy grandemente obligado al Vesubio, porque me ha conservado por espacio de tantos años este gran tesoro». 

Cuando el museo de Portici resultó pequeño para guardar todo lo que resultaba de las excavaciones, D. Carlos de Borbón ordenó su traslación á Nápoles, dirigiendo las obras el arquitecto D. Pompeyo Schiantarella, en el local donde antes estuvieron los Reales Estudios, y al propio tiempo encargó al marqués de Tanucci, secretario de Estado, que reuniese los más eruditos anticuarios y publicasen la descripción de todos los objetos encontrados

Reuniéronse, con efecto, los hombres más eminentes en las ciencias históricas y sus auxiliares, y en 1757, es decir, dos años antes de venir D. Carlos á ocupar el trono español, se publicó en Nápoles el tomo I de la edición regia, intitulada: Le pitture antiche d' Ercolano é contorni incise con qualche spiegazione, y que tan provechosos resultados dio para el estudio de las bellas artes en la edad antigua. 

No faltaron rozamientos entre el ingeniero Alcubierre y el artista Padierni, conservador del museo; pero Tanucci les puso término escribiendo desde Persano al ingeniero español en 10 de Diciembre de 1757, que el rey había resuelto que lo mismo él que Weber no se ingiriesen más que en la dirección del método de hacer las excavaciones de antigüedades y delinear las plantas de las fábricas que se encontrasen, sin ingerirse en nada más, tocante á D. Camilo Padierni, director del Real Museo.

La documentación publicada por Ruggiero demuestra, que hasta Octubre de 1759, en que D. Carlos de Borbón vino de Nápoles á ocupar el trono español, las excavaciones en Pompeya, Herculano y Stabia continuaron activamente, bajo la inteligente dirección del ingeniero Alcubierre, que las continuó hasta 1780, en que ocurrió su fallecimiento. 

En 1760 y 1779 se publicaron los tomos II al VII –V de las Pinturas-, en los que se incluía la descripción de todos los hallazgos.

Esta obra ha servido de base á muchos trabajos literarios y artísticos, en que se han tributado justísimos elogios al amor que Carlos III sintió por las bellas artes, y sin el cual no hubiese podido aprovechar la humanidad la serie de conocimientos que han proporcionado los descubrimientos de Pompeya, Herculano y Stabia.

El cartulario de Tanucci comprueba, que el interés por el adelanto de dichas excavaciones no abandonó al monarca español mientras fue rey de España, pues en las cartas que semanalmente le escribía acerca de todos los graves asuntos de Estado, dedicaba su último párrafo á enumerar los objetos encontrados, detallando hasta sus dimensiones, sosteniendo con el rey respetuosa discusión respecto de su valor artístico, y diciéndole en carta de 16 de Diciembre de 1760: «Bendigo la misericordia de Dios, que entre el cúmulo de los importantísimos negocios de esa gran monarquía, concede á V. NI. fuerzas y gusto para enterarse de estas pequeñeces nuestras».

D. Carlos de Borbón, destinó en su palacio una gran sala abovedada y llena de armarios, para guardar y conservar todas las antigüedades que se descubrían en Herculanum.

Madrid 20 de Marzo de 1896. Manuel Danvila. 
Académico de la Historia

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El éxito obtenido había animado a Alcubierre a intentarlo en Pompeya, donde empezó a excavar en 1748. Allí, el hallazgo de importantes edificios, así como la aparición de los primeros moldes que un día contuvieron seres humanos, hizo cambiar sus objetivos, ya que, hasta el momento, se había centrado más en la búsqueda de esculturas y otras piezas valiosas, como muebles y adornos metálicos. A partir de entonces decidió seguir buscando detalles, valiosos o no intrínsecamente, que mostraran exactamente. cómo era la vida corriente, en el momento de la erupción, como el más real y valioso de los documentos históricos.

Dos años después comenzaron a producirse diferencias entre él y su ayudante Karl Jakob Weber; al parecer y, por ejemplo, Alcubierre se mostraba poco cuidadoso con los edificios y, en ocasiones derribaba muros cubiertos de frescos para entrar en una sala concreta

Retrato de Winckelmann, de Angelica Kauffmann (1764)

Por la misma razón recibió críticas de Winckelmann, conocido como el fundador de la Historia del Arte y la Arqueología, que quizás contribuyeron al cese del ingeniero aragonés, y casi al olvido de la labor pionera.

Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) de Anton von Maron 

Francisco de La Vega, que sucedió a Alcubierre en 1780, hizo devolver a su ubicación original los elementos que se habían llevado al Museo de Portici, además de techar los edificios que contenían frescos para preservar su conservación.

En 1808 llegaba al trono de Nápoles el Mariscal de Napoleón Joachim Murat, cuya esposa, Caroline, se puso al mando de las excavaciones, con Pietro La Vega, hermano del anterior y de su trabajo resultaron varios importantes hallazgos.

Tras la caída de los Borbón y la incorporación de Nápoles a Italia, (1861) Giuseppe Fiorelli llevó a cabo un trabajo muy riguroso; creando un mapa de IX regiones divididas en “ínsulas” o manzanas, cuyas referencias resultaron valiosísimas para facilitar la localización de piezas y edificios.

Un sereno Vesubio tras las ruinas de Pompeya

La vieja montaña tiene una altura de 1281 metros, pero varía con cada erupción, produciéndose la última en 1944.

Vista aérea de una de las regiones excavadas a principios del siglo XIX.
En el centro, el Foro.

El Foro


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