sábado, 12 de octubre de 2024

"Cuestionando un mito en Candía y Toledo: leyendo documentos y escritos de El Greco". Fernando Marías. UAM

Prólogo del blog.

El silencio casi permanente que el Greco mantuvo sobre sí mismo a lo largo de su existencia, la convirtieron en un atractivo secreto, que ha dado lugar a las más diversas teorías, desde la obra fraternal y llena de cariño, que le dedicó Cossío, por ejemplo, a la presente, que se opone a casi todo cuanto dijo el anterior. Lo cierto es que sería normal, si podemos decirlo así, que El Greco mantuviera su fe ortodoxa a lo largo de su vida, aunque nunca hablara de ello, dadas las circunstancias, del mismo modo que pudo quedarse en Toledo, más por necesidad, pues en esta ciudad recibía numerosos encargos, que por amor a la capital y sus tradiciones, así como el probable hecho de que nunca aprendiera a hablar castellano correctamente -aunque llegó a ser intérprete ante la Inquisición, de un ciudadano griego-, y por ello prefiriera escribir sus notas en italiano, dado que cuando él nació, Creta era Veneciana, y siguió siéndolo cuando murió.

En todo caso, resultan interesantes las diversas observaciones al respecto, como es el caso presente, puesto que, la realidad es que están documentadas. 

Personalmente, me une más a Cossío una especie de afecto personal, por su forma de ser y de pensar, pero reconozco que es muy probable que idealizara todo lo posible la vida del pintor.

Cada lector puede y debe sacar sus propias conclusiones de este trabajo, insisto, muy documentado, sobre el pintor cretense. (Atenas, Diario de Abordo).

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Permítaseme empezar este ensayo con tres hechos bien documentados, dos de ellos fechados en el Toledo del siglo XVI, el tercero en la primera década del siglo XX, todos ellos, soporte de los argumentos que presentaré de inmediato. 

En primer lugar, en 1596 el pintor Antón Pizarro (act. 1594–†1622) firmó un contrato para realizar un retablo para el convento de la Concepción Francisca de Toledo, en el que se establecía que la figura del San Juan Bautista debería ser de la misma altura, tamaño, “bondad”, dibujo, modelado y sombras que la figura del mismo santo que Dominico Griego había pintado para el retablo mayor de Santo Domingo el Antiguo, pero que debía pintarse “conforme a lo que se haze en España”.

San Juan Bautista, de Santo Domingo El Antiguo, en Toledo

Aunque este documento se publicó en 1932 y de nuevo en 1972, no llegó a entrar en el conjunto del corpus de documentos del Greco hasta los años 1982, justamente cuando algunos de los viejos supuestos – o al menos aparentemente aún vigentes – comenzaron a ponerse en entredicho. 

En segundo lugar, el 14 de febrero de 1603, El Greco apareció en el censo de los pintores que establecía la archidiócesis de Toledo y que controlaba su Consejo de la gobernación, que ejercía el derecho de administrar el proceso contractual y los encargos de obras artísticas por parte de las parroquias de la diócesis. En este listado, El Greco apareció no como un pintor desempleado sino solamente como un artista que no tenía ningún contrato controlado por parte del consejo. De forma no menos sorprendente, estaba registrado en la lista con otros artistas extranjeros, incluyéndose a Diego Rodríguez Sendín, Juan de Soto, Juan Asten, Juanetín de Rosellón, Alexandro Flamenco, Ambrosio Martínez Tercero, Alfonso de Ávila, Francisco Granello y… ¡Luis Tristán!. E incluso entre ellos aparecía también su propio hijo, Jorge Manuel Teotocópuli, nacido en Toledo en 1578 de madre toledana y al que también se incluyó como un artista extranjero. 

Tales documentos indican por una parte que las obras del Greco recibían una aprobación relativa, en el sentido de que podían presentarse como modelos pero, sin embargo, debían ser readaptados a lo que en Toledo se entendía como propio y no como extranjero, una distinción que hoy en día no resulta demasiado clara aunque entonces habría tenido sentido para ser formulada y seguida por Pizarro, aunque el retablo de 1596 no haya llegado hasta nosotros; por otra parte, nos señalan que tanto El Greco como su hijo, eran considerados oficialmente como extranjeros aunque les hubiera sido reconocida su vecindad en la Ciudad imperial. 

Como veremos, el wishful thinking [lo que uno quiere creer] novecentista, que llevó a la visión idealizada de un Greco que habría experimentado una radical e inmediata identificación con la ciudad de adopción, no parece resistir el test del análisis histórico. Por el contrario, se eleva la figura de alguien que quiso permanecer aislado, que mantuvo su independencia, que permaneció sin implicarse en el tejido social y solo parcialmente comprendido por una limitada élite de amigos y entendidos. Si todavía es difícil precisar quiénes fueron los miembros de su taller o sus discípulos, queda claro al mismo tiempo que algunos aspectos de su pintura – modelos compositivos e iconográficos – se fueron paulatinamente filtrando en el quehacer de otros pintores de Toledo, en los años ochenta y sobre todo en los noventa. Tomemos, por ejemplo, a Luis de Velasco (ca. 1535–1606): su Tríptico de la Virgen de Gracia con Fernando de Antequera, San Blas y San Antonio Abad y los laterales de San Felipe y Santiago, y San Cosme y Damián, pintado entre 1584 y 1585, no revela influencia alguna, mientras que su Retablo de la Capilla de San Blas, representando a este santo junto al arzobispo Pedro Tenorio, de 1592, como sus figuras de San Marcos y San Mateo, evidencia claramente el impacto de las figuras de los santos Juanes que El Greco había pintado para Santo Domingo el Antiguo, así como la de los ángeles del retablo principal. El Greco tuvo por entonces un efecto similar en el ya citado pintor Antón Pizarro. 

Existe al mismo tiempo un reverso de este fenómeno en algunos de los comentarios que El Greco escribió en los márgenes de dos de los libros de su librería personal, como veremos más adelante. En sus anotaciones a Giorgio Vasari, El Greco no hizo comentario alguno referente a los artistas españoles mencionados por el escritor italiano, sino que criticó a los españoles por su gusto erróneo, por ejemplo, por la clase de incrustaciones que tanto habían disgustado al mismísimo Miguel Ángel (“para los enbaydores despaña ven bien ésto”). Y en sus notas a Vitruvio, El Greco llegó a afirmar que en España se confundía la carpintería con la arquitectura, y a considerar que el empleo de un material como el granito les bastaba para considerar arquitectura cualquier choza o construcción, probablemente una consideración despectiva dirigida hacia el monasterio del Escorial, diseñado por el arquitecto Juan de Herrera –con quien forzosamente tuvo que tener algún encontronazo–, para el rey Felipe II. 

Por último, si saltamos a los siglos XIX y XX y echamos un vistazo a los catálogos oficiales de la más alta institución histórico-artística del país, como el Museo Nacional del Prado, podremos llevarnos una buena sorpresa. Escritos por Pedro de Madrazo (1816–1898), hijo y hermano de dos de los directores de la institución, respectivamente José de Madrazo y Agudo (1781–1859), director de 1838 a 1857, y Federico de Madrazo y Kuntz (1815–1894), director entre 1860 y 1868 y de nuevo entre 1881 y 1894, sus catálogos se editaron en 12 diferentes versiones o ediciones entre 1843 y 1893 y 7 más hasta 1920, con adiciones de Salvador Viniegra y Pedro Beroqui. 

En 1907, el catálogo asignaba al Greco a la Escuela Veneciana, y en 1910, dos años después de la publicación de la monografía de Manuel Bartolomé Cossío y ocho de la primera exposición que el Prado dedicó al artista griego, se le cambió sin explicación alguna a la escuela española – aunque los años que se daban a su nacimiento (1548) y muerte (1625) permanecieran intocables, a pesar de que la fecha correcta de su fallecimiento (1614) se conocía ya desde el siglo anterior y había sido republicada por el propio Cossío. Aunque algunos detalles de su monografía se pudieran haber ignorado, su nueva instalación nacional había dejado un inmediato impacto sobre los catalogadores del museo. 

Así pues, la españolidad del Greco no había sido algo tenido por descontado desde su propio tiempo o desde el siglo XVIII, ni siquiera hacia 1900. Y no solamente hemos cambiado de idea respecto a su instalación o su identidad nacional durante la última centuria o tendremos que modificarla en esta nueva, cien años después de la monografía de Cossío y las celebraciones del Tercer Centenario de su muerte que ha llegado a conmemorarse, en 1914.

Cossío añadió 23 nuevos documentos que él mismo y otros investigadores habían encontrado entre 1899 y 1907 mientras trabajaban para su monografía, alcanzándose un número total en 1908 de 37. Hoy, poseemos más de 500 documentos españoles sobre el artista, además de 4 de Creta (1563–1566), uno de Venecia (1568) y 5 de Roma (1570–1573), todos ellos desconocidos en 1908 a excepción de un par de los romanos, que habían visto la luz a finales del siglo XIX. Sorprendentemente, para entonces El Greco no tenía pasado ni en su corpus de obras había pinturas de sus periodos en Creta o en Venecia – dependía de la cronología que se le asignara a alguna tabla segura de su mano, o a la atribución errónea de algún lienzo de la escuela veneciana – aun cuando sus primeros biógrafos hubieran insistido en que había sido un discípulo de Tiziano. 

M. B. Cossío

A pesar de la investigación archivística que había precedido y sobre todo seguido al texto de Manuel Bartolomé Cossío, su monografía favoreció la interpretación sobre las evidencias documentales; de hecho, Cossío era un pedagogo más que un historiador profesional; su primer capítulo dedicado a “lo que se ignora de la vida del Greco” tuvo que dar paso casi de inmediato, seis años más tarde, a un librito sobre “lo que se sabe de la vida del Greco”, que incluía algunos de los nuevos documentos hallados en Toledo por Francisco de Borja San Román (1887–1942), quien desarrolló sus investigaciones documentales sobre el pintor entre 1910 y 1931. 

Con él llegaron la publicación en 1910 y 1927 del testamento del Greco de 1616 (algo sumamente extraño, considerando que el artista había muerto en 1614), su inventario de bienes de 1614 y el inventario de 1621 de los bienes de su hijo, Jorge Manuel Teotocópuli, que llevó a la reatribución al padre de todas las obras en el Ayuntamiento de Toledo, y en los Hospitales Tavera y de Illescas citadas por Jorge Manuel en su taller, aunque El Greco llevara muerto ya siete años, y a una obsesiva búsqueda de nuevas obras que atribuirlas al candiota y que ampliaran su catálogo. Cossío, sin embargo, jamás incorporó realmente estos hallazgos a su texto, y ni siquiera los editores posteriores de su monografía, empezando por su propia hija Natalia Cossío de Jiménez (1894–1979), que publicó su versión inglesa abreviada (Te Dolphin Book Co., Oxford 1955) y otras muchas ediciones españolas reducidas, al abandonar el catálogo y los documentos de 1908, que vieron la luz desde al menos 1944 y han continuado hasta el presente. 

Además, tenemos que considerar como importantísimo documento de primerísima clase las 18.000 palabras de las propias anotaciones del pintor en los márgenes de los dos libros citados, cuyo hallazgo y consecuencias quizá merezcan alguna explicación. Algunos miembros de mi generación nos formamos a la sombra de la idea expresada por el filósofo español José Ortega y Gasset – “yo soy yo y mi circunstancia” – de que no existimos al margen de un contexto, que constituye parte de mi propia explicación. Más tarde el intelectual francés Jacques Derrida nos enseñó que nuestras labores, como las de todo el mundo, son susceptibles de ser deconstruidas, y explicadas en el ámbito de las condiciones – ideológicas, sociales – de su producción. 

En consecuencia, antes o después de la deconstrucción derridiana, éramos plenamente conscientes de la imposibilidad de separar la historia, en este caso del arte, de la historiografía, de la escritura como construcción por una parte personal, por otra coyuntural y por otra, de carácter metodológico, a partir de lo que considerábamos bases necesarias para refundar una historiografía del arte español que se nos presentaba como precaria y simplificadora, muchísimas veces arbitraria por subjetiva, inconsciente del peso ideológico del arte, y escasamente fundada en la evidencia histórica y documental. La veíamos volcada hacia el estudio de los objetos artísticos en términos formales, y en la definición de los caracteres estilísticos de la escuela nacional y de las escuelas regionales, sin preocuparse de las condiciones de los cambios que solo podían tener explicación en el ámbito de las decisiones de los artistas y de su cultura, fuera esta visual o libresca.

Vienen estas reflexiones como preámbulo y explicación del descubrimiento en la Biblioteca Nacional de España, a finales de 1978, de un ejemplar del libro De architectura de Vitruvio, editado por el patriarca electo de Aquileia Daniele Barbaro en Venecia, en 1556, en cuyas páginas, en los márgenes y las zonas en blanco altas y bajas, una mano del siglo XVI – por su grafía inconfundible– había dejado una muy amplia serie de anotaciones. 

La identificación sin duda alguna del autor de esas notas (11.000 palabras) en la persona del pintor Doménikos Teotokopoulos “El Greco”, confería al hallazgo una nueva dimensión, pues el cretense era un importante artista de primera fila. Se abría ante nosotros la posibilidad de un estudio de esas anotaciones como producto de los artistas que concitaban mayor interés, y Agustín Bustamante y yo nos aprestamos a su transcripción y estudio.

Anotaciones de El Greco en el libro de Vitruvio. BNE

Para nosotros, el hallazgo de estas notas no conllevó tanto una sorpresa como la necesidad de una revisión importante de la figura del Greco, a medida que analizábamos lo que el artista había escrito, pero también lo que silenciaba, considerado el contexto de su propia escritura en el marco de otros autores desde Francisco de Guevara y el portugués Francisco de Holanda al fraile jerónimo Fray José de Sigüenza, al italiano Vicente Carducho y a Francisco Pacheco, el suegro de Diego Velázquez.

No había sorpresa porque para entonces el anterior director del Museo del Prado (1970–1978) Xavier de Salas Bosch (1907–1982), profesor nuestro durante la carrera, había comenzado a publicar (1966–1967 y después, en 1982) las notas del cretense a Le vite de’ piú eccellenti pittori, scultorie architettori del pintor e historiador italiano Giorgio Vasari, en concreto a la vida de Miguel Ángel, aunque su descubrimiento no parecía haber tenido excesiva trascendencia. La edición final, que pude llevar a cabo años después de la muerte de Salas y que se publicó en 1992 permitió el conocimiento de un total de otras 7.000 palabras redactadas con vehemencia por el pintor.

La figura de un artista lector apasionado y escritor polemista coincidía con algunos de los testimonios más antiguos sobre el pintor, amigo de las paradojas y de los dichos agudos, escritor de un tratado perdido, pero no tanto con la imagen recibida desde al menos 1908, que nos lo mostraba como un arrebatado pintor místico exclusivamente interesado en la formulación casi expresionista de su propio fervor religioso. 

Desde 1980 se nos hizo evidente que era necesaria una revisión del pensamiento y la figura del Greco y, por consiguiente, también del arte del pintor, que no parecía, a partir de sus propias notas, ni tan español, ni tan místico o profundamente católico, como se nos había querido presentar desde su primera interpretación de 1908, por parte de Cossío, en un libro todavía canónico, pero al que hoy podríamos considerar en sentido estricto una interpretación sin documentación. 

Dos ejemplos extraídos de sus anotaciones podrían, a pesar de sus dificultades de interpretación que conllevan, ser reveladores, y que podrían haber sido tenidas por la Inquisición por palabras inconvenientes o blasfemia incluso de haberse hecho públicas. La primera reza: “porque a símil menudenzas ne azen nesse de dar loga [...] y si se entiende como es verdad – que las Mathemáticas lo abrazan todo como el Cristus, las siencias no se nega pues tanta parte tienen los matemáticos en estas Artes como la que tendrá lotro en las sciencias por saber el Cristus”. Aunque el significado del Christus pueda ser solo la señal de la cruz que solía incluirse en cualquier carta o manuscrito de la época – y él mismo lo hacía – y no solo el catecismo o el Credo, sus palabras no hubieran dejado de parecer impertinentes en un siglo cristiano como El Greco reconocía ser el suyo. 

La segunda comentaba lacónicamente otro pasaje de Vitruvio en el que se escribía que: “Essendo dunque tali cose dalla natura nel mondo cosi statuite, che tutte le nationi con inmoderate mescolanze fussero distinte, piacque alla natura, che tra gli altri spatii di tutto il mondo, & nel mezzo dell’universo il populo Romano fusse posseditore di tutti i termini.

El Greco apostillaba al margen “no lo ay”, expresando sintéticamente lo que habría que entender como su negación de la existencia de un centro en el universo; las consecuencias de tamaña afirmación habrían sido sorprendentes tanto entonces como hoy en día. 

Si se me permite un minuto de autodeconstrucción, ahora todavía más que entonces, se me hace evidente que el nuevo perfil que sugeríamos estaba en consonancia con algunas de las mayores preocupaciones de nuestra generación, formada en un contexto de antifranquismo y contrario al nacionalismo más reaccionario; nos interesaba poder demostrar que El Greco – presentado tradicionalmente como el artista que inauguraba la escuela en particular y el arte español no había estado tan aislado y ensimismado como se nos había hecho creer, sino que pertenecía al ámbito europeo con el que dialogaba; por otra parte, que las preocupaciones de algunos de estos artistas escapaban a las meramente religiosas, y que la devoción no era el leitmotiv de su agenda, incluso que se podía ser tibio como probablemente también Tintoretto y Velázquez – y lograr una pintura religiosa convincente desde un punto de vista tanto artístico como religioso para los creyentes. Una nueva lectura de sus anotaciones, producto de una visión mucho más moderna como la de José Riello, no ha dejado de insistir en que su pensamiento en muchos aspectos hay que vincularlo con la postura teórica de artistas como Paolo Pino, Ludovico Dolce, Federico Zuccari, Giovanni Battista Lomazzo o Annibale Carracci. Su práctica pictórica impulsada por un deseo cognoscitivo, científico en los términos de la filosofía natural de la época, no solo presentaba como objetivo la representación naturalista de lo visible, sino también su diferenciación con respecto a lo invisible, uno de los elementos básicos de la imaginería religiosa cristiana. 

Su poética, cargada de lirismo, voluntad naturalista en un nuevo sentido y conciencia de la realidad en términos perceptivos, se centró en la pintura de lo visible y de lo invisible, máxime en un mundo – de Creta a Toledo – en el que la “realidad” de lo sobrenatural religioso exigía su representación pictórica. En el ambiente de Toledo, El Greco pudo transformar su pintura en un instrumento de conocimiento de las realidades – naturales o ficticias, imaginarias – de lo visible y lo invisible que la pintura religiosa le exigía, haciendo de lo invisible un objeto visualmente “tangible”, perceptible, tan visual como las realidades de color, luz y sombras que se tenían delante de los ojos, pero que por su propia formalización no podía confundirse con el mundo terrenal. Tengamos en cuenta que la religión cristiana requería la pintura de unas personas históricas corpóreas – Cristo, la Virgen María, los santos – pero también de personas y seres incorpóreos, desde Dios Padre a todas las criaturas y jerarquías de ángeles, o de cuerpos “resurrectos” y cuerpos de difuntos situados en el Cielo, en el Purgatorio o en el Infierno. Y, además, existían historias religiosas en las que la presencia de lo divino en el mundo tenía que haber conmovido y transformado radicalmente la naturaleza, como en las epifanías o en la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre de la Virgen María. Todos ellos podrían representarse como personas de este mundo – como hacían muchos de sus contemporáneos de Rafael de Urbino y Tiziano a Caravaggio – pero El Greco optó por imaginarlas, a través de su color, su textura o su forma y elegancia, como visualmente de otro mundo; este proceder le cargaría con críticas de sus propios contemporáneos, como el florentino Vicente Carducho, pintor entre Madrid y Toledo y autor de un tratado de la pintura en el que silenció significativamente su nombre.

Parece evidente que jamás existió ningún tipo de estima por parte de Carducho, pues si citó en sus Diálogos de la pintura (1633) a los pintores activos en el Monasterio del Escorial y a otros artistas españoles, no hizo ni una referencia al Greco, ni en este monasterio filipino o en el madrileño retablo de Doña María de Aragón o en sus obras toledanas, que Carducho tuvo que conocer bien. 

“A esta Era [de Giorgione y Tiziano] siguieron en aquella Provincia [de Venecia] los Palmas, los Bassanes, Pablo Veronés, el Tintoretto, y los demás, cuya relación remito al Vasari, en sus libros de las vidas de los Pintores, adonde copiosa, y eruditamente trata desta materia. Y si bien algunos le han querido calumniar, de averse mostrado largo en escribir de los Italianos, más que de otras naciones, y en particular de los Toscanos; yo digo, que fue legalísimo; porque en hecho de verdad hasta su tiempo en ninguna parte del mundo se exercitaron las Artes del dibujo con tanta generalidad, con tanto cuidado, ni con tanto aplauso y asistencia, como en aquellas partes, principalmente en Florencia”. Es evidente, de entrada, que las bien conocidas críticas del Greco a los artistas florentinos no le habían gustado a Carducho. Además, pudo éste escribir que “la Pintura obrada la definiré, diziendo, que la Pintura es una semejanza y retrato de todo lo visible, según se nos representa a la vista, que sobre una superficie se compone de líneas y colores. Diximos semejanza y retrato de todo lo visible, porque de lo invisible le es negada la imitación”. 

Esto es, claramente le negaba al Greco su intencionalidad de pintar lo “imposible” como él mismo señaló, en una de sus anotaciones al libro del arquitecto romano Vitruvio, que “la Pintura trata del imposible”. 

Sin embargo, si como hemos visto, ni Cossío incorporó verdaderamente las novedades aportadas por San Román, ni otros autores tomaron en cuenta siquiera los libros inventariados en su biblioteca, testimonio preciso de unos intereses culturales plurales en cuanto a las disciplinas contempladas, no podíamos esperar un interés especial en este nuevo caso. Los libros de la biblioteca del Greco habían podido listarse, pero hasta 1981 no se produjo un nuevo análisis de su verdadera significación. La razón de este silencio habría que buscarla en que la aportación de la librería, como autorretrato cultural de su poseedor, no cuadraba con los intereses de la figura del cretense forjada a finales del siglo XIX y a comienzos del XX, convertida en mito intocable. 

Por una parte, estaba en contradicción – como la mayoría de las notas manuscritas del Vasari y Vitruvio – con la idea del Greco surgida con Manuel B. Cossío (1857–1935), y grupalmente por la Institución Libre de Enseñanza, a la que se vinculó estrechamente un linaje interpretativo que desde Cossío, Manuel Gómez-Moreno (1870–1970) y el doctor Gregorio Marañón (1887–1960), se prolonga hasta nuestros días con Enrique Lafuente Ferrari (1898–1985), José Manuel Pita Andrade (1922–2009) y José Álvarez Lopera (1950–2008) – e incluso con Alfonso E. Pérez Sánchez (1935–2010) – quienes encadenaban una línea de autorreferencialidad en términos de autoridad indiscutida e indiscutible. Quizá todos ellos mantuvieran un nexo de unión no solo ideológico sino también religioso; frente al doctrinarismo católico, al lado de una posición política de derechas, de muchos de los extranjeros que se volcaron a la recuperación del Greco – del francés Maurice Barrès (1862–1923) a los alemanes Julius Meier-Graefe (1867–1935) y Rainer Maria Rilke (1875–1926) – los españoles veían también a un artista católico y al mismo tiempo moderno, que podía conciliarse con sus deseos de renovación, desde posturas de un centro-izquierda liberal, de la actitud cristiana apartándola de la tradicional. Es tema, sin embargo, que ha de abordarse y estudiarse en profundidad. 

El hecho es que los libros que El Greco poseía en lengua española eran muy limitados en número y sesgo cultural; brillaban por su ausencia, por otra parte, los textos de aquellos autores que Cossío había querido como sus mentores religiosos, de Santa Teresa de Jesús a San Juan de la Cruz, de Fray Luis de Granada a Fray Luis de León, de San Juan de Ávila (a quien se había querido ver retratado por el pintor cretense) a San Ignacio de Loyola; pero tampoco aparecían los textos de Erasmo de Rotterdam ni de los erasmistas españoles, desde el toledano Juan de Vergara, que habían definido un importante segmento de la espiritualidad más moderna y tenida por avanzada, pronto no solo considerada evangelista (evangélica) sino deslizándose hacia el protestantismo, de la España de comienzos del siglo XVI.

Es posible que no pase de casualidad, pero los textos de las notas del Greco han sido sometidos a una suerte de damnatio memoriae, dejando casi su monopolio en mis propias manos, como si se tratara de una posible vía muerta; es como si se hubiera dado por sentado que una cosa era la teoría del pintor y otra su pintura, como si pudieran ser campos no inseparables y máxime cuando el artista ejecuta una obra tan metapictórica como la del cretense. Pues curiosamente, por ejemplo, no se recogen en el registro documental que Álvarez Lopera publicó en 2005 con pretensiones de fijar su catálogo, como si verdaderamente no se tratara de un documento de primerísima importancia. 

Por otra parte, con el historiador galés David Davies (1937), defensor a ultranza de un Greco neoplatónico desde 1976 – como buen discípulo de Enriqueta Harris Frankfort (1910–2006) y el círculo warburgiano de Londres – y erasmista desde 1984, se ha intentado adelantar la cronología de estas notas, para distanciarlas de su práctica artística toledana, y así poder lanzar la hipótesis de que el pintor habría cambiado de ideas en el transcurso de los años. 

Las notas vitruvianas han sido fechadas en Toledo después de 1591, y las vasarianas después de 1586; no obstante, Davies ha llevado las anotaciones hasta antes de 1589, mientras que fechaba las de Le vite de’ piú eccellenti pittori, scultori e architettori de Vasari en los primeros ochenta, aun sin aducir razones suficientes por una parte, y en flagrante contradicción con la psicología y el talante del pintor, tal como los conocemos desde los documentos de los años cretenses y romanos a los toledanos. 

VASARI

Nos parece sin importancia el hecho de que pudiera algún día demostrarse que las notas fueron escritas a comienzos de los años ochenta, algo casi imposible para las notas de Le vite de’ piú eccellenti pittori, scultori e architettori, pues habría sido difícil que el libro pasara después a las manos del pintor italiano Federico Zuccari (que abandonó España en 1588) en el monasterio del Escorial y nuevamente en Toledo a las del discípulo del Greco, Luis Tristán, en lugar de que Zuccari lo regalara en Toledo en 1586. al Greco y de su propiedad pasara a la de Tristán. 

En estas notas, sorprendentemente para el contexto español en que se redactaron, se evidenciaba su silencio respecto a las funciones religiosas de la pintura, y se defendía la autonomía del artista – como personal inventor de formas y como colorista – así como los fines primordialmente cognoscitivos – naturalistas y filosóficos – del arte de la pintura. 

No es de extrañar que no contentaran a la línea Pita Andrade – Álvarez Lopera, y a toda aproximación al tema desde una activa confesionalidad católica, o a la que buscaba una inserción del pintor, a la manera de Davies, en la espiritualidad española del siglo XVI. Tampoco, sin embargo, les encajaba a las aproximaciones de otros historiadores, por ejemplo Jonathan Brown en 1982, aunque hubiera dispuesto de nuestro manuscrito desde antes de su publicación en 1981; no obstante, la idea que se habían forjado Brown y sus discípulos – de Richard G. Mann a Sarah Schroth y Susan J. Barnes – era la de un artista plenamente asimilado a su ambiente toledano, no tanto el heterodoxo, minoritario y puesto en entredicho de los místicos, sino el de la Iglesia institucional toledana, la de sus arzobispos y dignidades eclesiásticas, volcada en la renovación contrarreformista. No obstante, no dejaba de ser extraño que El Greco hubiera incoado o sus clientes eclesiásticos le hubieran interpuesto hasta nueve pleitos, al no quedar contentos por el precio o por las quejas, de orden técnico o por razones iconográficas, que levantaron algunos de sus encargos, como el propio Expolio o la Virgen de la Caridad de Illescas, al inicio y final de su carrera; no gustaban muchos de los elementos iconográficos o estéticamente relevantes – curiosos en la terminología de la época – de sus obras. 

Expolio, Catedral de Toledo, y Virgen de la Caridad, Illescas.

No obstante, no son estas notas, de Le vite de’ piú eccellenti pittori, scultori e architettori de Giorgio Vasari (ca. 1586) y del De architectura de Vitruvio editado por Daniele Barbaro (ca. 1592), los únicos documentos significativos que se han ido publicando en las últimas décadas y que justifican el cambio de modelo del Greco.

Arquitectura. Vitruvio

Es evidente que ellas suman un total de unas 18.000 palabras, repartidas entre las notas a Vitruvio (ca. 11.000 palabras) y las de Vasari (ca. 7.000 palabras), y que nos compensan parcialmente de la pérdida de un tratado que se presentó al rey Felipe III por parte de su hijo Jorge Manuel Teotocópuli, quien lo ayudó en su redacción final, que circuló por Madrid en el siglo XVII y que desgraciadamente no ha sido encontrado desde entonces. No obstante, lo más importante de ellas es su inmediatez, su espontaneidad, como reacción del pintor a lo que le irritaba en la lectura de las vidas de los artistas y lo que era a su juicio discutible de la doctrina vitruviana y la interpretación que de ella diera el neoaristotélico veneciano Daniele Barbaro. Se trata de unas notas preparatorias, no de un texto fijado y con pretensiones de ser publicado en la España de Felipe III, en las que la corrección política y las expectativas a una recepción radicalmente negativa tal vez habrían limitado sus críticas y sus juicios. 

Si descontamos las falsas cartas que se le han inventado al candiota, no existirían otros documentos más ricos en el desvelamiento de su personalidad, orgullosa y contradictoria. En este sentido, un nuevo documento recientemente hallado por Almudena Pérez de Tudela en Parma, en 2000, vuelve a insistir en las antiguas consideraciones acerca de su personalidad que proceden tanto de los testimonios de sus contemporáneos del siglo XVI como de sus propias notas. 

La carta escrita por El Greco en Roma el 6 de julio de 1572 estaba dirigida al llamado Gran Cardenal Alessandro Farnese (1520–1589), nieto del papa Paolo III, Vicecanciller de la Santa Iglesia Romana y gran mecenas, que lo había admitido en su residencia romana a instancias de Giorgio Giulio Clovio a su llegada a la ciudad en el otoño de 1570. El cardenal había visto frustradas menos de dos meses antes sus expectativas de ser elegido pontífice en el Cónclave de mayo de 1572, que había finalmente elegido papa a Ugo Buoncompagni como Gregorio XIII, entre otras cosas a causa del veto de Felipe II y de su virrey el Cardenal Antonio Granvelle a su candidatura.

Por la carta sabemos que “Domenico Teotocopuli” había sido expulsado de su habitación del Palazzo Farnese por orden del cardenal y por intermediación de su mayordomo el Conde Ludovico Tedeschi. Ignoramos la causa del despido del pintor por orden del cardenal, pues el pintor no da ninguna clave, pero alguna falta grave debiera haber cometido. No obstante, el cretense comenzaba su escrito señalando que su entrada a su servicio se había debido a la “excelencia y rareza de alguna de sus virtudes”, que debiéramos considerar artísticas; que él le había servido fielmente hasta la fecha; y que no conseguía entender la razón de su supuesta culpa, aunque pareciera desprenderse que se habría tratado de una falta por desobediencia ante alguna orden del prelado. Por ello, consideraba una enorme humillación para un hombre como él, que en tanto consideraba su honor, que se le expulsara de la casa, hecho que maravillaría a los que llegaran a conocer el hecho, sin recibir una justificación que le diera satisfacción. Aunque terminara su misiva con retóricas promesas de fidelidades eternas al cardenal y a su casa, es evidente que el tono responde al de un individuo que se sentía sumamente ofendido en su honorabilidad y reaccionaba más con exigencias que con criterio. 

El texto de la carta es el siguiente: 

“Ill. mo et R. mo S.r P[adr]one Oss. mo Subito dopo la partita di v.s.Ill. ma il conte ludov[ic]. o [Todesco] suo mastro di casa mi dete licentia per ordine, secondo lui dice di v.s. Ill. ma non posso lasciar di dolermi che essendo io chiamato da lei al suo servitio mossa dalla sua bontà, che sempre ha per usanza sostentare appresso di lei tutti quelli huomini che fà degni di anoverare trà la sua famiglia per l’eccellenza et rarità di qualche vertù, ben che io non mi reputasse degno di tanto honore. Et essaminandomi, et minutamente revedendomi non mi trovo tale che meritasse esser trattato à q[u]esto modo, conoscendomi huomo, che si come non ricercai da v.s. Ill. ma tal favore, neanco meritava senza colpa mia esserne poi scacciato et mandato via di q[u] e sta sorte. Come ho detto non trovo en me occassione, ne causa per la q[u] ale meritasse questo scorno mi saria molto caro saperla per sodisfattione mia, et del mondo che di ciò se meraviglerà assai, et essendo come è falsa purgarla appresso V.S. Ill. ma come huomo che n’ho caro l’honor mio. Io sono per ubedire li comendamenti suoi, tanto in q[u]esta come in ogni altra cosa. Lasciando queste quattro righe per testimonio dell’animo mio prontissimo, et fedelissimo mentre restarà questa vita, al nome, et alla sua casa Ill. ma alla quale prego dal s.r Dio ogni felicità, et grandezza. Di Roma 6 di luglio: 1572. Di V.S. Ill. ma et R. ma /humiliss[i]. mo et devot[i]ss[i]. mo servo Domenico Teotocopuli”.

Excusas y arrepentimientos ante la decisión de un príncipe de la Iglesia. 

No sabemos si hubo respuesta, aunque más bien debió de ser indirecta, nuevamente a través del mayordomo, el conde Ludovico Tedeschi; ahora puede entenderse mejor la carta que éste también le enviara desde Roma el 18 de julio de 1572 al cardenal, y que más que presentarnos al pintor – el pittore greco – haciendo de mensajero, llevando cartas desde la ciudad hasta la obra del Palacio Farnese de Caprarola, la residencia veraniega del cardenal que coronaba un pequeño pueblo situado en el camino de Viterbo, o trabajando en las decoraciones del mismo, es ahora testimonio de la reiterada “expulsión” de la casa cardenalicia de Roma. Nada hubo en su comportamiento que prefigurara una actitud de religiosa humildad y obediencia; y, si queremos extremar la lectura de los hechos biográficos del Greco, incluso su partida hacia la España de Felipe II, a la búsqueda de un éxito no hallado en la casa y la Roma de los Farnese, podría interpretarse como una especie de venganza del pintor hacia su antiguo protector. 

Con este documento de 1572 nos encontramos ya, a la manera de un flash back cinematográfico, muy próximos a la primera etapa de la vida y la obra del pintor, otra de las lagunas importantes que se han ido colmando en las últimas décadas, y de las que nada se sabía en 1908 y muy poco se ha querido saber en las décadas siguientes. 

El Greco, en realidad, no tenía para entonces ni pasado ni obra griega; hasta la aparición de La adoración de los pastores – Benaki (1934, publicada por August L. Mayer en 1935), el San Lucas – Benaki (por Dimitrios Sissilianos en 1935) y sobre todo el Tríptico de Módena (por Rodolfo Pallucchini en 1937), no se empezó a atisbar una obra que no fuera de época romana, aunque con su bagaje veneciano intacto. Los documentos greco-venecianos de Konstantinos D. Mertzios (1939, y más tarde de 1961–1962) cayeron casi en el vacío, a causa de los tiempos revueltos de los años de la II República española, la Guerra Civil de 1936–1939 y la Guerra Mundial, la lengua de algunas de sus publicaciones y las dudas de los sucesivos historiadores que se ocuparon de estas tablas, o el rechazo a identificar con Teotokopoulos al Domenikos firmante. Harold E. Wethey rechazó incluso el tríptico desde su catálogo de 1962 hasta 1982, y Jonathan Brown lo seguía haciendo todavía en 2003. Solo la aparición de algunos documentos en 1975, y de La Dormición de la Virgen de Ermoupolis en 1983 (Syros; il. 2) y las publicaciones (1986, 2000 y 2009) de Nikolaos M. Panagiotakes (1935–1997)29, sobre todo, y las aportaciones críticas de Nicos Hadjinicolau (1938), comenzaron a desvelar definitivamente los primeros pasos del pintor, aunque han tardado en llegar a otros países, como otros descubrimientos no parecen haber tenido eco en Grecia, fiel a una interpretación de corte anglosajón en la que una supuesta tradición griega del neoplatonismo cristiano de la Antigüedad perviviría en la cultura religiosa del Greco. 

Hoy, un siglo después de la obra de Cossío, la imagen histórica del Greco ha cambiado sustancialmente, aunque se mantenga, y no solo en el imaginario popular, la versión más tradicional. Si entonces su biografía comenzaba, entre Venecia y Roma, en 1570, hoy se inicia en 1563, momento en que aparece en Candía como “maestro”, junto a su hermano Manusso y sus respectivas familias (y en consecuencia aparentemente casado), y donde permaneció como tal maistro sgouráfos (maestro pintor) hasta 1567. 

Y aparece curiosamente, no en el seno de una familia católica, como se venía suponiendo desde España, sino procedente de una de ciudadanos griegos ortodoxos, aunque al servicio de la República de Venecia. Si su obra pictórica se iniciaba en Venecia y a veces ni se le reconocía, ni se le reconoce hoy en algunos casos, como obra propia el Tríptico de Módena (ca. 1568–1569), ahora contamos con tres tablas firmadas en el estilo bizantino tardo-paleólogo, pero que ya incluían fórmulas occidentales tomadas de estampas, y que podrían haber sido pintadas antes de su llegada a Venecia, que se prolongó entre 1567 y 1570, como la nueva Dormición de la Virgen (ca. 1567) de la iglesia de la Koimesis de Ermoúpolis, en la isla de Syros. 

Sus firmas

“XEIP ΔOMHNIKOY” (CHEIR (Jeir) DOMENIKOU) y 

“ΔΟΜΗΝΙΚΟΣ ΘEOTOKOΠOYΛOΣ O ΔΕΙΞΑΣ” (DOMÉNIKOS THEOTOKÓPOULOS O DEÍXAS)– no se modifcarían hasta su llegada a Roma, en que incluyó su toponímico KRES– .

“ΔΟΜΗΝΙΚΟΣ ΘEOTOKOΠOYΛOΣ KPHS” o

“ΔΟΜΗΝΙΚΟΣ ΘEOTOKOΠOYΛOΣ KPHΣ ΕΠOIEI” 


– como si en Venecia no hubiera sido necesario identificar a un griego como cretense o no lo hubiera querido precisar. Y si siempre continuó firmando sus cuadros en caracteres y lengua griega, ahora en minúsculas, aunque sus documentos los firmara a la italiana, hemos de suponer que su autopresentación identitaria no sufrió una importante transformación a lo largo de su itinerario biográfico de Creta a Italia y España. 

De las notas a Vasari, por otra parte, hemos conocido su defensa del arte bizantino, de la llamada maniera greca, que consideraba menos censurable de lo que pensaba Giorgio 

Vasari; frente a la simplicidad que encontraba en la pintura de Giotto – que debió de contemplar en la Cappella degli Scrovegni de Padua o tal vez en San Francesco de y Malvasia; Zante y Cefalonia; Corfú; y la Grecia Superiore (la Grecia Central y Septentrional, principalmente del Peloponeso y del Épiro). 

Assisi – El Greco veía el logro en la pintura griega de dificultades ingeniosas o engañosas. Es posible que Doménico, contemplando el fresco de La estigmatización de San Francisco de Asís de Giotto de la iglesia alta de Assisi, pudiera compararlo sin complejos con la tabla del mismo tema del anónimo pintor cretense de la 2ª mitad del siglo XV), conservada hoy en Atenas, en el Benaki Museum. 

Giotto: Estigmas de San Francisco. Louvre y Santa Croce, Florencia

Es evidente que, si analizamos. libres de prejuicios algunas de estas tablas cretenses, como la pintada por Andreas Ritzos, como Escenas de la Pasión en el Monograma IHS (ca. 1480), del Byzantine and Christian Museum de Atenas, podríamos darnos cuenta de sus singularidades perceptivas, no tan simples, y sí, en cambio, entre el engaño y el ingenio. En la letra S, por ejemplo, el fondo dorado plano se convierte al mismo tiempo, en términos de la teoría de la Gestalt, en una estructura tridimensional que construye cubículos donde se alojan escenas diferentes, como la Resurrección de Cristo o el Noli me tangere; y en la Crucifixión de las letras IH, se juega con una nueva espacialidad al crearse un espacio de tres planos en forma de biombo, acogiendo sutilmente en la H el madero horizontal de la cruz. 

Al margen de los elementos griegos que pervivieron en la obra del Greco desde Candía hasta Toledo, que no podemos olvidar, y que se han subrayado una y otra vez, desde 1929, y sobre todo por parte de la historiografía alemana, inglesa o griega (desde August L. Mayer y David Talbot Rice hasta nuestros días), todavía podríamos establecer relaciones que no han sido señaladas, y en las que la cultura visual tardobizantina constituiría un punto de partida para las composiciones toledanas en las que se diera una visión. 

Podríamos comparar la tabla cretense de la Virgen con el Niño (Madre della Consolazione, ca. 1520; il. 26) hoy en Ravenna, Museo Nazionale y el lienzo del cretense de la Aparición de la Virgen a San Lorenzo (1578–1580; il. 27), de Monforte de Lemos (Lugo, Museo de Nosa Señora da Antiga), o la Virgen Galaktotrophousa con Santa Catalina y Santa Lucía (ca. 1520), del mismo museo italiano y La Virgen con Santa Martina y Santa Inés, que se conserva en la National Gallery of Art de Washington DC, procedente de la Capilla de San José de Toledo. 

Aparición de la Virgen a San Lorenzo. Colegio de Nª. Sª. de La Antigua. Lugo

La Virgen con Santa Martina y Santa Inés, National Gallery of Art de Washington DC

Muchos de los elementos icónicos son semejantes, desde los tipos a sus gestos, de las indumentarias a los atributos martiriales que permitían el reconocimiento de los santos, aunque El Greco ha llevado al ámbito de la pintura moderna gracias a su naturalismo en la descripción de las realidades materiales y visuales, y al manejo en términos espaciales de lo que se presentaba antes como ficticiamente inmediato, ahora transformado en algo lejano al disminuir los tamaños – compárense las dimensiones de las cabezas – de la Virgen respecto a las medias figuras de las santas del último lienzo. 

Si desde sus orígenes El Greco era un griego, y en España se le conoció como El Griego de Toledo, otros rasgos de su personalidad señalados por sus contemporáneos están terminando por confirmarse. En 1675 Jusepe Martínez comentó la vida lujosa del pintor, que vivía por encima de sus posibilidades económicas, y en su propio tiempo, en 1611, Francisco Pacheco había señalado que El Greco parecía “trabajar para ser pobre”. Hoy una nueva documentación, todavía inédita, pero de la que puedo adelantar sus conclusiones, aunque provisionales, ha venido a ratificar esta situación. Se trata de un documento, de comienzos de 1603, por el que El Greco reconocía las deudas que había contraído entre 1595 a finales de 1602 con Francisco Pantoja, secretario del Ayuntamiento de Toledo que había actuado como su prestamista. Según este documento, el pintor acudía todas las semanas, pero a veces todos los días e incluso en ocasiones dos veces al día, a retirar efectivo, en maravedís, de Pantoja: En 1595– 1596 recibió 3.450 reales; en 1597–1598, 5.600; en 1599, 14.022; en 1600, 5.762; en 1601, 6.523; en 1602, 5.713 y en 1603, 134 reales. La suma total alcanzaba en febrero de 1603, el 1.874.510 de maravedís, 55.132 reales, o los 5.012 ducados de oro. 

A su vez, El Greco había saldado su deuda en la cantidad de 1.588.618 maravedís, 46.724 reales o 4.247,5 ducados. En consecuencia, todavía adeudaba a Pantoja 285.892 maravedís, 8.408 reales o 764,5 ducados. Este documento confirma, por una parte, lo que en el testamento del pintor, de 20 de enero de 1616, que realizó Jorge Manuel en nombre de su padre, casi dos años después de muerto, se decía: “Declaro que el dicho mi padre tiene quentas dares e tomares con el dotor Gregorio de Angulo e con el Marqués de Villena e con Gaspar de Alcozer y con el maestro Torres y Bartolomé Ansaldo y con Luis Gutiérrez de Cárcamo y Jurado Sebastián López de Tapia y con García de la Peña vecinos desta dicha ciudad de Toledo e con otras personas, mando se aleguen las susodichas quentas y echas si el dicho mi padre debiere algunas cantidades de maravedís se paguen y si se alcanzare a los susodichos se cobren de ellos”. 

Es posible que el pintor hubiera saldado sus deudas con Pantoja, pero no con otros acreedores. Que murió endeudado. 

Veamos algunas cantidades para hacernos una idea. Juan Pantoja de la Cruz (1553– 1608), pintor de cámara desde 1596, recibía por ese cargo un salario – al que se le añadían el pago de obras – 80 ducados anuales. El pago más alto que recibió El Greco a lo largo de toda su carrera en Toledo, el gigantesco lienzo de El entierro del Señor de Orgaz, alcanzó los 1.200 ducados, seguido por El Martirio de San Mauricio, pagado por Felipe II, que ascendió a 800.  

Señor de Orgaz y San Mauricio. Sto. Tomé, Toledo, y El Escorial

La casa y corral del Marqués de Villena donde vivía en Toledo estaba constituida por una serie de casas viejas que eran alquiladas por piezas a diferentes familias, que pagaban por sus alquileres entre 5 y 30 ducados al año. En los años ochenta El Greco pagaba por sus casas unos 50 ducados y en los noventa 230 y 175 en la primera década del nuevo siglo.

En 1603, El Greco se encontraba tras un periodo de siete años, aparentemente en números rojos por una cantidad que requería para saldarla la pintura de un nuevo y enorme lienzo como el San Mauricio; y ello aunque hubiera ingresado en este periodo pagos del Hospital Tavera (6.800 maravedís abonados en 1597–1598 por Pedro Salazar de Mendoza) y de Juan Francisco de la Palma (otros 3.400 en 1602), y la importante cantidad de 228.565 maravedís (610 ducados) pagados por la Capilla de San José en marzo de 1601, por cuyos tres retablos había ganado la suma de 2.222,3 ducados. 

Retablos Capilla San José, Toledo

Con la última paga de 1599 no le habría servido para ajustar su saldo negativo. Este resumen de su situación financiera, que seguimos en su conjunto con bastante detalle en mi monografía de 1997, debería devolvernos a la realidad. Más que un místico, El Greco tenía los pies bien asentados en el suelo, y recorría todas las semanas el camino de su principal prestamista para obtener importantes cantidades de dinero, con el que mantener activo su taller y una vida que estuviera en consonancia con sus pretensiones, casi aristocráticas. 

Era un hombre 

• orgulloso, 

• de trato difícil y provocador, un 

• individualista aislado que rechazaba los vínculos de grupo; era un 

• humanista y letrado pero autodidacta; un 

• pintor reflexivo y científico, 

• “filósofo” a contracorriente de los usos artísticos del momento, cuyo pensamiento teórico – como se desprende de sus anotaciones a los libros de Vasari  y Vitruvio – condicionaría la variedad de registros expresivos que utilizó; 

• investigador de la naturaleza global y 

• perseguidor de la belleza; 

• cultivador de su propia imagen como personaje misterioso, 

• extranjero, 

• original, 

• independiente, 

• extravagante como sinónimo, en su propio tiempo, de caprichoso. 

Y empleamos el término de extravagante aplicado a nuestro pintor como sinónimo del individuo con un comportamiento personal, superfluo, particular y no universal, que se salía de los caminos trillados, caprichoso, pero no como sinónimo de loco y locura, usos muchos más tardíos. Aunque no aparezca recogido el término en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias (1539–1613), se empleaba desde hacía décadas, como lo demostraría en Toledo su uso por parte del licenciado toledano Alonso de Villegas (1534–1603), en uno de los volúmenes de su Flos sanctorum, precisamente dedicado a los “santos extravagantes”, cuya devoción se circunscribía a poblaciones o naciones específicas. Esta acepción se basaba en la noción de las “leyes extravagantes”, que eran aquéllas que no tenían carácter universal, sino que excepcionalmente regían en muy determinados países o ciudades, como aparecía recogido ya en 1523–1551. 

En otra línea, a un tono extravagante (frente al del canto llano) se refería el escritor de novelas picarescas, Mateo Alemán, en 1599, en su Primera parte de Guzmán de Alfarache, mientras que se podían considerar recetas u opiniones extravagantes las de algunos doctores, según la opinión del médico Manuel de Escobar, en su Tratado de la esencia, causa y curación de los bubones y carbuncos pestilentes de 1600. 

En 1617, en El pasajero, Cristóbal Suárez de Figueroa empleó varias veces el término, asociado con las ideas de extravagante capricho y extravagante superfluidad, incluso vinculando extravagancia con gallardía y, por lo tanto, con capricho. 

También contemporáneamente se hablaba en España de gente extravagante, refriéndose a los “nuevamente venidos de Castilla, y Corte”, ahora – hacia 1570 – en boca de don Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. 

Podría haberse aplicado perfectamente en este sentido al candiota, extranjero en casi todos los sitios en los que vivió. 

Por último, no podemos olvidar que el propio Greco empleó este término, en una de sus notas al texto de Vitruvio, con un sentido positivo, valorando que la belleza, de una mujer por ejemplo, incluso contemplada desde un punto de vista extravagante, no mermaría sino que se acrecentaría: “non rendesse contento que la muyer ermosa de proporsión a qualquier vista por stravagante que ssia no solo no perde ermosura qu[i]ero dezir qu[e] agumenta yn vista e atítudenes que hotra que – ermosa non fuesse – pare tal non fuesse paressería un mostro.”

Su aplicación a Teotokopoulos parece absolutamente pertinente y no anacrónico o extemporáneo, incluso en el sentido de que él mismo hubiera buscado la extravagancia. El Greco construyó, casi desde Creta, su propia imagen como artista creador y genial, rastreable desde sus autorretratos más tempranos y los diversos y orgullosos modos de frmar, en griego, sus obras, una extravagancia más para un contexto italiano o español. Así pues, en la actualidad, la interpretación de la pintura de El Greco se encuentra en pleno proceso de renovación no exento de debate; han sido puestas en entredicho su vinculación con la espiritualidad de los carmelitas descalzos y su identificación con los valores hispanos, al subrayarse su italianismo artístico y cultural, sobre un estrato perenne griego, y el carácter filosófico de su arte, centrándose en su interés por la función formal y embellecedora del mismo como medio de conocimiento de la naturaleza. 

Frente al artista místico y arrebatado, ha surgido la figura del pintor esteticista e intelectual, filósofo, que se tuvo a sí mismo por  “genio”, ajeno a las preocupaciones de los devotos y eruditos contemporáneos, bien al servicio voluntario de los intereses de la Contrarreforma católica vigente en la España de Felipe II y Felipe III, de la que se habría convertido en perspicaz intérprete, o bien ajeno a este tipo de problemas y, por lo tanto, dedicado en exclusiva y a contracorriente al desarrollo de una pintura personal y formalista, de acuerdo con sus propios postulados teóricos relativos al arte. Este abanico de posibilidades constituye una respuesta lógica a este personaje, que ya en su tiempo era considerado como singular y paradójico, y demuestra el interés que sus realizaciones han despertado entre críticos e historiadores del arte y la cultura, como en cualquier espectador que se aproxime a sus obras y experimente la atracción y el desconcertante efecto de sus lienzos. 

Una sociedad – como la española de fines del siglo XIX – necesitaba crear sus mitos, como explicaciones simplificadas, y lo hizo con su construcción del Greco, al que se le reconoció su calidad – frente a una tradición que lo tomaba por enfermo mental o físico, loco o con dolencias oculares como el astigmatismo – pero se le insertaba en unas categorías anacrónicas; además, se interpretó en un contexto que, aunque no hubiera podido demostrarse como verdadero, convenía a los intereses de esa sociedad, o de un segmento de ella, nacionalista, católica y que a la vez buscaba la modernidad y su autoestima cultural, ya no militar o política. 

Pero si los mitos dominan y entorpecen una auténtica investigación, como ha sido el caso del Greco, y la sociedad queda ensimismada y adopta una postura de agravio si se toca lo que considera creencias demostradas por el paso del tiempo, se convierten en obstáculos. La labor ha de ser paciente y demostrar que ese mito es un fenómeno histórico pero no forma parte de la verdadera historia del pintor, como van demostrando todos los documentos. 

Fray Hortensio Félix Paravicino. FFAA, Boston

Una diferente lectura – y nunca inocente – del viejo soneto del trinitario calzado y amigo del Greco Fray Hortensio Félix de Paravicino, de la que se ha venido haciendo, sería prueba palmaria de ese deslizamiento interpretativo al que estamos obligados. Conocemos el retrato del Greco al poeta y el poema que éste dedicó a su tumba, en 1614: Al túmulo deste mismo pintor que era / el Griego de Toledo; según donde coloquemos una coma, una cesura, estaremos ante una postura historiográfica de perfiles decimonónicos claramente nacionalísticos o ante la aceptación de la realidad histórica tal como se nos ha transmitido:

“Del Griego aquí lo que encerrarse pudo 

yace, piedad lo esconde, fee lo sella, 

blando le oprime, blando mientras huella 

zafar la parte que se hurtó del mundo. 

Su fama el Orbe no reserva mudo 

humano clima, bien que a obscurecella, 

se arma una embidia, y otra tanta estrella, 

niebla no atiende de orizonte rudo. 

Obró a siglo mayor, mayor Apeles. 

No al aplauso venal, y su extrañeza 

admirarán no imitarán edades. 

Creta le dió la vida y los pinceles, 

Toledo mejor patria donde empieza 

a lograr con la muerte eternidades”. 

Dependiendo de donde se colocara o se coloca la pausa de la coma del último terceto, ya: 

“Creta le dió la vida 

y los pinceles Toledo,

mejor patria donde empieza 

a lograr con la muerte eternidades”. 


O bien: 

Creta le dió la vida y los pinceles

Toledo mejor patria donde empieza 

a lograr con la muerte eternidades”,

La historia y la biografía del pintor cambiaban radicalmente; esperemos que esta coma haya encontrado para 2014, cuatrocientos años después de concebirse, su verdadero lugar. 

Fernando Marías 

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