jueves, 20 de septiembre de 2012

LA PRINCESA DE ÉBOLI

Doña Ana de Mendoza y de la Cerda
Princesa de Éboli


“That is why [she] is so fascinating to artists.
[She] has all the colour elements of life:
mystery,  pathos, suggestion…”
Oscar Wilde

Hay una razón –dice Oscar Wilde- para que un personaje resulte fascinante a los artistas y es, que represente en sí mismo todo el color de los elementos de la vida; misterio, pathos  -tragedia-, sugestión, etc.”


Antes de intentar hacer un retrato literario de doña Ana de Mendoza, quisiera hacer una precisión. Me referiré a ella unas veces, como Doña Ana, otras, como Princesa de Éboli y, otras, como Duquesa de Pastrana y, digo esto, porque resulta francamente injusto que los autores se refieran siempre a ella, como “la Éboli”, “la Tuerta”, o “la Hembra”, como decía despectivamente Felipe II.

Es muy fácil –ya lo fue en su momento-, adjudicar la causa de su desdicha y de todos los efectos provocados por la situación en la que se vio envuelta, a su, diríamos, libertinaje sexual. Hay que aclarar o, más bien, declarar, que no existe el menor indicio que apoye semejante apreciación en la vida y en la conducta de doña Ana de Mendoza.

Pues bien, mi retrato muestra a una mujer siempre digna, sentada frente a una ventana oculta por una celosía que, a la vez, oculta una reja, a través de la cual, ella intenta percibir un rayo de luz en medio de la soledad y el sufrimiento más profundos y, hasta donde podemos saber, más injustificados.

Es una mujer quebrantada por el aislamiento y la tristeza, pero no resignada ni, mucho menos, vencida, por el peso de toda la fuerza que era capaz de emplear en la época –y era mucha-, la Corona de España; todo el poder de Felipe II, todo el peso del Monasterio de El Escorial, y hasta el tonelaje de las naves de Lepanto o de la Gran Armada destinada a ser Invencible, no fueron suficientes para hacer bajar la cabeza a la Princesa de Éboli, quien hasta el último día de su vida, se mantuvo firme en la reclamación de su inocencia.
Además de esta característica, hay otras que definen la personalidad casi única de esta Dama. Con un aparente juego de palabras y colores, aplicaremos a su retrato, como impresionistas pinceladas, los tonos correspondientes a los siguientes términos: indisciplinada, impetuosa, impenitente, indómita, indócil, independiente, insubordinada, impulsiva, insensata y hasta imprudente. Pero el toque definitivo de espátula, ese que, a veces dota de aliento un retrato, en el caso de la duquesa de Pastrana, es el misterio.

A pesar de que disponemos de muchos datos sobre ella, en realidad, sigue envuelta en ese denso halo de misterio que ha reclamado siempre mi atención y ha centrado mis esfuerzos de investigación histórica durante años. Me interesan, especialmente, los asuntos que nunca se resolvieron en su tiempo y he llegado a la conclusión preliminar de que, la mayor parte de ellos, durante el reinado de Felipe II no fueron ocultados por razones políticas, sino personales, es decir, porque afectaban esencialmente a la imagen del rey.

Hay muchas incógnitas en la corte del rey Prudente, hay mucho secreto, hay muchos papeles quemados, relativos a diversos personajes, entre los cuales destaca, sin duda, esta mujer a la que observamos, siempre digna, sentada junto a esa ventana que oculta una celosía que, a la vez, oculta una reja.

 
Ana de Mendoza de Sofonisba Anguissola

Nacida en Cifuentes, de Guadalajara, sabemos de ella que fue la única hija y, por tanto, heredera, de dos de las familias más poderosas de España en la época; los Mendoza y los Silva. Sabemos que la relación entre sus padres, convirtió su casa y su infancia en un infierno. Sabemos que fue casada, por decisión real, a los doce años, con un hombre veinticuatro años mayor que ella, notable diferencia, aunque variable, según el momento vital en que la observemos; quiero decir que, tal vez no resulta llamativa si pensamos en una mujer de treinta años, unida a un hombre de cincuenta y cuatro, por ejemplo, pero sí llama la atención una niña de doce, casada con un hombre de treinta y seis. Parece que Ruy Gómez de Silva, fue un hombre bueno, al que la princesa amó y se supo amada por él, pero ignoramos cómo afrontaría aquel matrimonio en un principio, ya que tenía, parece que desde pequeña, mucho carácter y una personalidad bien definida. De aquella niña bonita aunque chiquita se dijo: tiene mas seso que todos ellos, refiriéndose, fundamentalmente, a sus padres.

Sabemos también que pasó su primer embarazo alejada de su esposo –se encontraba en Londres con el rey, casado éste con María Tudor-, y que abandonada por su padre fue acogida, junto con la madre, por la regente doña Juana, la hermana de Felipe II, en la fortaleza de Simancas. “Es melancolía la tristeza que trae...", escribía su madre a Ruy Gómez, por aquellos días. El niño que nació entonces, vivió muy poco tiempo.

Sabemos que, a partir de 1559, volvieron Felipe y Ruy Gómez, quien ya no volvió a separarse de su esposa. Todos se afincaron en la corte de Madrid, donde Ana visitaba habitualmente, en el alcázar a la también jovencísima reina –cinco años menor que ella-, Isabel de Valois, así como a doña Juana, con quien Ana de Mendoza mantuvo siempre una buena amistad.

Rui Gómez de Silva

Vienen al mundo durante este período y, como fruto de una pareja bien avenida, los hijos, Ana, Rodrigo, Diego, Pedro y, otra Ana, la pequeña, al mismo tiempo que nacían las dos infantas Valois, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, tan queridas por Felipe II.

Vivió, por tanto, doña Ana, muy de cerca y, como testigo casi único, los trágicos sucesos que se produjeron en la corte a lo largo del año 1568, como fueron, el terrible encierro del príncipe Carlos y su muerte, seguida por la de la propia reina, Isabel de Valois. Hechos que, como sabemos, constituyen todavía una verdadera incógnita.

Hasta que, sorprendente, penosa, e inesperadamente, se produce también la muerte de Ruy Gómez de Silva tras una fulminante enfermedad que sólo duró tres días. Fue el veintinueve de julio de 1573 y, esa misma noche, Ana de Mendoza, su viuda, toma una determinación que sorprende a todos, si cabe, más que la propia muerte de Ruy Gómez. Antonio Pérez, el secretario real, escribía al monarca:


"Su mujer ha tomado, en expirando su marido, el hábito de monja de las Descalzas de las Carmelitas y se parte esta noche a su monasterio de Pastrana con un valor y resolución extraño”.

Tenía entonces doña Ana 33 años.

-"¿La princesa monja? La casa doy por deshecha"-. Dicen que exclamó la abadesa al conocer la noticia.

Sabemos muy bien en qué paró esta sorprendente decisión; ante la incapacidad, o, acaso el desinterés de la princesa por adaptarse a la vida conventual, fueron todas las demás monjas las que abandonaron el convento, en plena noche, dejando a la princesa a solas con sus pensamientos.

Quiero apuntar aquí uno de los primeros datos que explicarían la aparentemente recóndita estructura mental de esta singular señora. Sentado, sin lugar a dudas, que su vocación no apuntaba al recogimiento, la obediencia y la pobreza que exigía la vida religiosa, y que la humildad no era uno de sus atributos, debemos preguntarnos qué fue realmente lo que la impulsó a tomar aquella extraña resolución.

Pues bien, existía una figura legal consistente en Acogerse a sagrado. Cualquier hombre o mujer, cualquiera que fuera la clase a la que perteneciera, tenía derecho a protegerse dentro de un recinto sagrado, si se creía arbitrariamente perseguido por la justicia real. Era este un derecho tácito, generalmente respetado. Ante la absoluta falta de explicaciones más lógicas y, dada la cruel severidad empleada posteriormente por el rey contra la persona de doña Ana, tenemos todo el derecho de interpretar su actitud como un indicio razonable de que, una vez desaparecido el baluarte que constituía la amistad de su esposo con el rey, doña Ana pudo sospechar que corría peligro. Sólo esto explicaría el hecho de que abandonara la corte, la misma noche de la muerte de Ruy Gómez, sin esperar siquiera a la celebración de las honras fúnebres ni al entierro.

Para la primavera de 1576, ya se encontraba la duquesa de nuevo en la corte, cuidando de sus intereses y cultivando su especialísima amistad con el secretario real, Antonio Pérez. Conformaron  ambos un dúo que haría tambalearse sobre sus cimientos el inconmovible trono de la monarquía hispánica.

¿Qué fue lo que pasó?


El día 31 de marzo de 1578, aparecía, tendido en la calle, muerto de una estocada, don Juan de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.

El suceso conmovió a la corte y a la ciudadanía, pero, sorprendentemente, como dice el profesor Parker, los perros no ladraron, refiriéndose a los Alcaldes encargados de esclarecer las acciones criminales, tanto más, cuanto que, en este caso, afectaban a persona de calidad. Juan de Escobedo no era un secretario como Pérez, él procedía de una familia noble de Cantabria.

La justicia, pues, en un principio guardó silencio, al menos en apariencia, pero la gente habló y, todas las habladurías señalaban a dos personas: doña Ana de Mendoza y Antonio Pérez.

Se quejaba este último al monarca de las murmuraciones pidiéndole que acabara con ellas, y se lamentaba por haber sido mal recibido por la viuda de Escobedo, cuando fue a presentar sus condolencias. Doña Ana, por su parte, tachaba de cuentona a la viuda, porque iba diciendo que Pérez había mandado asesinar a su esposo por culpa de ella.


El rey consolaba a Pérez –que seguía despachando habitualmente con él-,  asegurándole que, cualesquiera que fueran los rumores imperantes, él jamás le retiraría su apoyo.

Y así las cosas, el 28 de julio de 1579, es decir, dieciséis meses después del asesinato, don Felipe daba por terminado su despacho de aquel día con Antonio Pérez. Debieron despedirse, como de costumbre, deseándose mutuamente un merecido descanso, a pesar de lo cual, Antonio Pérez no volvió a descansar, ni ese día, ni el resto de su vida.


A las once de la noche, sendas guardias armadas se presentaban simultáneamente ante las casas de Antonio Pérez y de Ana de Mendoza, conminando a ambos a darse presos en nombre de Su Majestad.

No es este el momento para desgranar el cúmulo de castigos y persecuciones, nunca ordenados por un juez, que culminaron con la muerte de la Princesa de Éboli –prácticamente emparedada, como apuntó el profesor Fernández Álvarez-, y el fallecimiento de Antonio Pérez en el exilio, años después. Pero sí es necesario dedicar unas líneas al interminable calvario por el que hubo de pasar, con el objetivo de dar más luz a su imagen.

Al principio fue conducida a la Torre de Pinto, donde permaneció encerrada, al cuidado de una fuerte guardia. A los seis meses se mitigó algo el castigo y Ana fue trasladada al castillo de Santorcaz, donde pudo reunirse con sus hijos, aún pequeños, pasando más tarde todos a residir en su palacio de Pastrana y, en relativa libertad, si bien bajo la prohibición, para la madre, de traspasar los límites del Señorío.

Transcurren así los días, en apariencia serenos, pero, entre tanto, el rey había ido sabiendo cosas mediante investigaciones secretas que, poco a poco, fueron haciéndole cambiar su actitud con respecto al hasta entonces incodicional e imprescinble secretario Antonio Pérez. Intentó el rey, sobre todo, arrancarle cualquier documento que, de un modo u otro pudiera comprometerle; primero, por las buenas, pero cada vez más a las malas. Cuando Antonio Pérez entregaba papeles, el rey aflojaba en su persecución, pero cuando, viéndose ya el secretario incapaz de demostrar su pretendida inocencia, decidió escapar, Felipe II descargó todo el peso de su ira sobre Ana de Mendoza, en parte, se diría, para paliar su frustración y, en parte, tal vez, porque creía que doña Ana había sido la confidente del secretario.

Cierto que fue acusado y condenado Antonio Pérez por numerosos cohechos, es decir, venta de concesiones y cargos, lo que quedó probado simplemente por medio del recuento de sus inmensos bienes de fortuna que, ni lejanamente se correspondían con sus ingresos oficiales. Resultó probado asimismo que, una parte de aquellos regalos –traducimos, sobornos–, procedía de la princesa de Éboli, pero también se supo que otros, muy importantes, eran de don Juan de Austria, de los Doria o del duque de Medina Sidonia, ninguno de los cuales fue ni interrogado por ello, puesto que no era eso lo que se pretendía esclarecer; se sabía que, dada la proverbial lentitud del rey, decían los nobles que les salía más barato pagar a Pérez, que mantener su casa en la corte mientras esperaban la resolución de sus demandas. La justicia, finalmente, condenó a Pérez a pagar una gran multa y a la devolución de aquellos regalos. Pero nada más. Pérez cumplió lo ordenado, pero aún así siguió en prisión.

En 1582 Felipe II le retira a doña Ana la administración de su casa, viéndose esta incapacitada para disponer de sus propios bienes o para tomar alguna determinación sobre el empleo de los mismos. La decisión iba acompañada de la retirada de la custodia de sus hijos.


En 1583, don Felipe ya no duda en acusarla de loca, y ordena restringir sus movimientos a unas pocas habitaciones del palacio.

Finalmente, en 1590, aunque a ella no se le dio explicación alguna, la fuga definitiva de Antonio Pérez, provocó la decisión de Felipe de reducir su estancia a una sola habitación, la de la ventana enrejada, junto a la cual hallábamos a doña Ana al principio, en una patética imagen en la que finalmente aparecería, ya abatida por la impotencia y la tristeza, acompañada, de su hija pequeña.

Una ventana enrejada del Palacio Ducal de Pastrana

Nos ponen en cárcel oscura –escribió la princesa-, que nos falta el aire y el aliento para poder vivir. Escribid a mis hijos, que suplique a su majestad el doctor Vallés, que sabe de estos aposentos y que ha estado en ellos, declare que no se puede vivir en ellos estando como están con rejas, cuanto más ahora hechos cárcel de muerte, oscuros y tristes.

En esa cárcel de muerte resistió dos años, agotada, sin duda, toda esperanza de libertad, pero jamás doblegado su orgullo, ni silenciadas sus reclamaciones de inocencia. Y todo esto, ¿por qué causa? Esto es lo más sorprendente; la única acusación esgrimida contra ella, fue que se había negado a poner paz entre el secretario Pérez y su enemigo mortal y sucesor, el secretario Vázquez, hacia quien, por otra parte, la princesa no ocultaba su desprecio, escribiéndo al rey sobre la desvergüenza de ese perro moro que Su Majestad tiene a su servicio. En cualquier caso, todo lo que se ha dicho sobre ella, aparte de esto, carece totalmente de fundamento.

A pesar de que no hay ni un indicio que demuestre que doña Ana mereciera la despectiva frase de Felipe II refiriéndose a los múltiples y oscuros manejos que salieron a la luz tras el asesinato de Escobedo: Esto se complicará, como siempre que interviene una mujer, nadie duda de que se refería a ella.

En todo caso, nadie menos indicado que el rey, para decir algo así, porque estuvo rodeado de mujeres que jamás complicaron nada, más bien todo lo contrario. Empezando por su madre, la emperatriz Isabel, que ejerció eficazmente una regencia sin haber sido preparada para ello. Su hermana Juana, también regente durante el período que Felipe estuvo en Londres, durante su matrimonio con María Tudor; una persona admirada por San Francisco de Borja, el duque de Gandía. Sus propias hijas, Isabel Clara Eugenia, que logró, con su marido, administrar en paz los Países Bajos, e incluso, supo hacerse querer en unas tierras en las que se había instalado el odio hacia la Corona de España. Catalina Micaela, aquella a quien la actual figura de don Felipe debe agradecer que guardara unas cartas, a través de las cuales hemos podido vislumbrar que nuestro monarca tenía capacidad para la ternura –no mucha, sin duda-, pero gracias a ella se creó la “leyenda rosa” que ha servido de contrapeso a la manida leyenda negra. No hablemos ya, para no irnos muy lejos, de su tía, María de Austria,  reina de Hungría y también regente en los Países Bajos; de su medio hermana Margarita de Parma, igualmente sabia gobernadora en aquellas tierras y, ¿cómo no? su bisabuela Isabel la Católica. En fin, a veces, el rey Prudente hablaba por no callar y, es un hecho, que en aquella ocasión estaba muy alterado.

Hemos de preguntarnos igualmente, por qué, sabidas las ocasiones en que Antonio Pérez intentó escapar, logrando finalmente zafarse de las manos del rey, Ana ni siquiera lo intentó, a pesar de que las rebeldías de aquel, provocaban siempre un endurecimiento en las condiciones de su propio encierro, hasta llegar a extremos inhumanos. Ella no lo intentó porque, cualquiera que fuese su misterioso pretendido delito, como Grande que era, consideraba que escapar, era una indignidad. Recordemos que, apoyada en ese mismo sentido de Grandeza, doña Ana fue la única persona, que sepamos -exceptuando, sin duda, al Emperador-, que se permitió exigir a Felipe II que intentara comportarse como un caballero.

 Felipe II, de Sofonisba Anguissola

La princesa de Éboli podía sucumbir a la tristeza, pero jamás perdió esa nobleza de ánimo que exige morir antes que rendirse o mendigar un armisticio vergonzoso.

En cuanto a esa oscura fama de mujer fatal, tampoco puede sustentarse. Incluso el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau, el mayor enemigo político de Felipe II, que denunció diversas relaciones extramatrimoniales del rey con varias mujeres que conocemos -así como conocemos los medios que empleaba para deshacerse de ellas-, jamás, jamás, cita a doña Ana, a pesar de que, al tratarse de personaje de tanto relieve, ello le hubiera aportado una inestimable ventaja política.

Del mismo modo -hay que decirlo-, cuesta creer que el rey se estuviera vengando por no haberse rendido doña Ana a su fascinación amorosa, o a sus requerimientos. No, no hay base alguna para creer esto; no resulta acorde con su carácter, aunque sí pudo influir el indomable orgullo de la princesa; aquel que la elevaba por encima de un monarca que, en tantas ocasiones, actuó sin la menor consideración a las exigencias de la nobleza. Tenía que ser otra cosa.


Nos parece ver a doña Ana de Mendoza, encerrada en Pastrana, casi emparedada, como hemos dicho, sin más comunicación con el exterior, que aquella ventana enrejada -por la que le estaba permitido, se dice, mirar una hora al día-, y un torno conventual para comunicarse con el interior del palacio, sin posibilidad de ver las caras de sus servidores, y acompañada de una niña, su hija menor, en una imagen que parece copia exacta de otra, extraordinariamente patética, la de doña Juana, la Loca, encerrada con su hija pequeña, Catalina, en Tordesillas. No olvidemos que, en un momento determinado, Ana también fue tachada de loca, y que este argumento fue utilizado para retirar a ambas mujeres, la administración de sus bienes y la custodia de sus hijos.

Examinemos, como única posible explicación, una carta escrita por Antonio Pérez, cuando ya vivía exiliado en París. Lo que Antonio escribe, es aparentemente un jeroglífico, pero enseguida veremos que lo es sólo aparentemente:

Antonio Pérez, obra de Ponz. (El Escorial, Biblioteca Monasterio)

En fin fueron Zelos; [...] Señor, Zelos fueron de Antonio Pérez con el cuerpo de aquel personaje con el alma de Antonio Pérez, temiendo que aquel sexo, en las personas de gran calidad, no pide por la prenda tan inestimable menor precio que suele el demonio... Zelos en fin de las dos almas que no se juntasen, como mariage que llaman de dos joyas en un anillo, las confianças y sacramentos de entrambos. Las del uno por lo que era sabidora costilla de su marido, y alma de aquella persona, de parte a parte de quanto supo del natural y discurso de la vida de su amo desde la niñez hasta su muerte. Las del otro por lo que de su padre y por si fue calando y poseyendo. Zelos de que no creciesse el desengaño del uno con la comunicación del otro.


-Ana de Mendoza, pues, conocía a través de su marido, Ruy Gómez de Silva: el natural y discurso de la vida de su amo (Felipe II) desde la niñez hasta su muerte (de Ruy Gómez).


-Antonio Pérez, por su parte,  lo fue calando (a Felipe) y poseyendo de su padre (El Secretario Gonzalo Pérez) y por sí mismo.

-Felipe II, además, temía la comunicación entre ambos. De hecho, en uno de sus traslados de prisión, reclamó a la princesa que le diera su palabra de caballero, de que no trataría más ni jamás con Antonio Pérez.


No olvidemos que Ruy Gómez compartió materialmente la intimidad de Felipe II desde el nacimiento de este; matrimonios, aventuras amorosas, etc. y que dormía en su misma habitación. Si hemos de creer a Pérez, Ruy Gómez debió poner confidencialmente a la princesa en el conocimiento de hechos que tal vez al rey no le convenía que se supieran. Por ejemplo, quién dio la orden para que asesinaran a Escobedo y quizá a otros, que nunca fueron objeto de averiguaciones.

En cuanto a Gonzalo Pérez, el padre de Antonio, conocía a su vez todos los secretos de una Corte, en la que él también había sido Secretario del Emperador Carlos V y que, antes de morir, amargado porque ni el padre ni el hijo le habían otorgado los beneficios eclesiásticos que solicitara, aseguró que estaba preparando a un hijo suyo, para que en su momento tomara cumplida venganza de los menosprecios a que se había visto sometido, dada su condición de converso que le vedó radicalmente el acceso a la nobleza, tanto civil, como eclesiástica.

Pues bien, suponiendo que esto fuera así, -e, insisto, no existen indicios de otras causas-, fueran cuales fueran los secretos que tanto amenazaban la imagen pública del monarca, doña Ana, jamás los dio a conocer. Es decir, que, en todo caso, ella, aún a costa de su libertad y su vida, jamás traicionó las confidencias de Ruy Gómez –si es cierto que las hubo-.

Para terminar, queda en el aire una hipótesis en cuya resolución, si algún día aperece en los archivos algún documento olvidado –lo que podría suceder, tanto en los españoles, como en los de Bruselas, Flandes o Portugal, por ejemplo-, estaría la clave del, hasta hoy, misterioso caso de Antonio Pérez y, de su presunta colaboradora, la princesa de Éboli.



***
El día 15 de enero de aquel horrible año 1568,  el príncipe Carlos llamó a don Juan de Austria y sostuvo con él una conversación cuyo contenido desconocemos. Acto seguido, don Juan cabalgó hasta el Monasterio de San Lorenzo, en El Escorial, y le dijo al rey algo que ignoramos, pero sí nos constan las consecuencias de aquella entrevista.

En primer lugar, cuando don Juan de Austria volvió a Madrid, fue interrogado por el príncipe Carlos acerca de lo que había ido a hablar con el rey con tantas prisas. Don Juan trató de evadir la respuesta, diciendo que sólo habían tratado asuntos de la Flota. El heredero no le creyó y le atacó con la espada.

Tres días después, don Juan recibió el nombramiento de Capitán General de la Flota del Mediterráneo, que se le había denegado hasta entonces, y en cuyo cumplimiento debía abandonar la Corte.

Por último, Felipe II, decidió volver a Madrid inmediata e inesperadamente, procediendo, la misma noche de su llegada, el día 18, (tres días después del supuesto chivatazo de don Juan) al confinamiento de su hijo, el príncipe Carlos en sus habitaciones, en las que fueron herméticamente selladas las ventanas, y que sólo terminó con la muerte de éste, seis meses más tarde.

Sabemos asimismo, por las cuentas de la Casa, que el príncipe Carlos había pasado la noche anterior a su arresto en las habitaciones de la reina -Isabel de Valois-, jugando a las cartas. Según esas cuentas, don Carlos había entrado la víspera, a la estancia de la reina con una bolsa llena de monedas y, por la mañana, salió de allí con la bolsa vacía.


Sabemos que Isabel de Valois cayó enferma, al parecer, de tristeza, durante el encierro del Príncipe y que su enfermedad acabó también con la muerte, a primeros de octubre del mismo año, a consecuencia de un parto o aborto –cuya existencia los médicos de la corte habían negado repetidamente-.

Y sabemos, por último quienes eran las pocas personas que tenían acceso al palacio real, entre la Navidad de 1567, cuando don Felipe se fue al Escorial y el 4 de octubre del 68 cuando falleció la reina Isabel de Valois: don Juan de Austria, doña Ana de Mendoza y Antonio Pérez.

Don Juan de Escobedo, cuya muerte desencadenó las prisiones de Pérez y de la Princesa de Éboli, era el secretario personal de don Juan de Austria. De él se dice que murió por haber amenazado al secretario y a la princesa de Éboli con hablar al rey de sus relaciones amorosas. Tales relaciones, nunca fueron probadas y resulta bastante evidente que no existieron. ¿Qué era pues lo que sabía Escobedo, que le costó la vida, y que involucraba al monarca y a Antonio Pérez, hasta el punto de buscar su silencio por medio del asesinato? ¿Había recibido quizás Escobedo alguna confidencia de don Juan de Austria y se arriesgó a utilizarla para obtener alguna petición hasta entonces desatendida?

Cuando Felipe II se vio superado por las innumerables intrigas que salieron a la luz a causa de las investigaciones sobre la muerte de Escobedo, admitió haber aprobado su eliminación sin juicio, pero exigió que Pérez declarase –incluso por medio de la tortura-, las causas que a él le manifestó para justificar el asesinato.


Hasta el día de hoy, desconocemos lo que Pérez le habría dicho al rey; el secretario se llevó el secreto a la tumba. Es evidente que, fuera lo que fuere, le incriminaba a él tanto como al monarca, hasta el punto de quitarle el sueño, y llevarle a actuar como un villano. Fuera lo que fuere, hay que insistir, no era la frivolidad de la existencia de un trío amoroso formado por Felipe, Antonio y Ana. Lo que ocurrió en realidad, sigue siendo un misterio.

Como apuntamos al principio, parafraseando las palabras de Wilde:
La razón por la que doña Ana fascina tanto, es porque la grandeza de su misteriosa tragedia, tiene en sí todo el color de los elementos de la vida. Y esta es también la razón por la que hoy, a pesar de que ella no realizó ninguna hazaña histórica de especial consideración, seguimos intentando desvelar su secreto.
 

                                    LA VENTANA DE LA HORA
     
                                  Monástica. Profunda.
                                  Punto de fuga de la tarde residencia.
     
                                  Cruzan estelas de pájaros
                                  -agujas- descosiendo silencios
                                  un instante y,
                                  al otro, se le viene el azul
                                  nocturno y justo
                                  y esa estrella sola.
     
                                  No sabe
                                  como ha podido llegar hasta aquí.
     
                                     Desde tan lejos.


* * * 


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