sábado, 19 de octubre de 2013

Heinrich Schliemann. El sueño de Troya (1)

Sofía Schliemann

Cuando algunas semanas después de la muerte del hombre inolvidable que fue mi marido, el Señor Brockhaus, el editor, me expresó su deseo de hacer más accesible al público la autobiografía aparecida al frente de la obra Ilios, me pareció bien dar continuidad a aquel proyecto para extender la simpatía que había suscitado en todas partes, mucho más allá del círculo de sus colegas y amigos, la vida, la obra y el cruel final de Heinrich Schliemann. Sentí una alegría dolorosa al evocar, en un momento tan penoso,  las incertidumbres que marcaron los principios de nuestra empresa común en Troya y en Micenas, así como el éxito que coronó nuestros esfuerzos. Pero hay momentos en que la pluma renuncia.  Yo confié, pues, la ejecución del proyecto de M. Brockhaus a M. Alfred Bruckner que había conocido bien a mi marido el año anterior, en el curso de una estancia en Troya. Él es quien ha completado esta autobiografía.

Atenas, 23 septiembre 1891 .
Sofía Schliemann

Heinrich Schliemann. 1890

"El trabajo de toda mi vida fue determinado por las impresiones de mi infancia. No me parece inútil contar como, poco a poco, entré en posesión de los medios gracias a los cuales pude, en el otoño de mi vida, llevar a efecto los vastos proyectos formados por el muchacho pobre que fui.

Nací el 6 de enero de 1822, en Neu-Bukow, pequeña ciudad de Mecklembourg-Schwerin. Mi padre, Ernst Schliemann, era pastor de la iglesia en Ankershagen, el pueblo en el que pasé los ocho primeros años de mi vida.

Schliemann-Museum. Ankershagen.

Mi padre no era lingüista ni arqueólogo, pero se interesaba apasionadamente por la Historia Antigua y me contaba muchas veces con entusiasmo la trágica desaparición de Herculano y Pompeya y consideraba como los más felices de los hombres a los que tenían el tiempo y los medios para ir a visitar las excavaciones que allí se habían emprendido.

Revivía también con admiración las hazañas de los héroes de Homero y los acontecimientos de la Guerra de Troya, y siempre encontraba en mí un fanático defensor de la causa troyana porque me apenaba oírle decir que la ciudad de Troya había sido tan radicalmente destruida y que había desaparecido de la superficie de la tierra sin dejar rastro.

Pero cuando por la Navidad de 1829, aún no tenía yo 8 años, me regaló la Historia Universal para los Niños, de Georg Ludwig Jerrer, encontré una imagen de Troya en llamas, con sus enormes murallas y las Puertas Esceas con Eneas, que escapaba llevando a su padre, Anquises a hombros y a Ascanio –su hijo-, de la mano.

Federico Barocci. Eneas abandona Troya incendiada. Galleria Borghese, Roma.

Grupo escultórico de Eneas. Mérida
(Reconstrucción a partir de fragmentos. Universidades de Extremadura y Castilla La Mancha).

Grité lleno de alegría:
-¡Padre estás equivocado!; Jerrer ha tenido que ver Troya, puesto que la ha dibujado aquí.
-Hijo mío –replicó-, eso es una imagen inventada.
Yo le pregunté si los muros de la antigua Troya habían sido tan gruesos y sólidos como el grabado los representaba y, cuando me respondió que sí, grité:
-Si había allí esos gruesos muros, no es posible que hayan desaparecido completamente; seguramente están cubiertos por los escombros y el polvo de los siglos.

Aunque sostuvo lo contrario, mi opinión estaba bien anclada y nos pusimos de acuerdo en el hecho de que, un día yo iría a desenterrar lo que quedaba de Troya.

Muy pronto, ya no hablaba a mis compañeros sino de Troya y sus maravillas; todos se burlaban de mi excepto dos niñas, Louise y Minna Meincke, seis años mayor que yo y la pequeña, de mi edad; me escuchaban con atención, y, sobre todo, Mina, aprobaba con entusiasmo mis proyectos. Nos juramos amor y fidelidad eternos. 

Conocí entonces a Wöllert, el sastre del pueblo, que sólo tenía un ojo y una pierna, pero estaba dotado de una memoria asombrosa que, sin haber recibido la menor instrucción, le permitía repetir los sermones de mi padre, sin olvidar una sola palabra. Tenía sentido del humor, una curiosidad insaciable y una inagotable reserva de anécdotas que narraba con talento de orador.

Siempre había querido saber dónde pasaban las cigüeñas el invierno. Una vez pudo coger a una y le ató a la pata un pergamino en el que el sacristán le había escrito:

Nosotros, Prange, sacristán, y Wöllert, sastre del pueblo de Ankershagen, en Mecklembourg-Schwerin, rogamos al propietario de la casa sobre la que la cigüeña hace su nido en invierno, nos haga el favor de decirnos el nombre de su país.

La primavera siguiente capturó de nuevo a la cigüeña y encontró, fijado en su pata, otro trozo de pergamino, en el cual había una respuesta rimada en mal alemán:

                        Ignoramos vuestro país, buenas gentes,
                        la cigüeña ha vívido entre tiempo
                        en un país llamado tierra de San Juan.

Habríamos dado años de nuestra vida por saber dónde se encontraba aquella misteriosa tierra de San Juan. Aquellas cosas acrecentaban nuestra pasión por todo lo que sonaba a misterio.

Minna y yo estábamos decididos a casarnos y a excavar Troya. Doy gracias a Dios por haber conservado a través de todas las tribulaciones de mi carrera, la firme convicción de que la ciudad de Troya existía! Pero fue en el otoño de mi vida y sin la ayuda de Minna, que estaba lejos, muy lejos, cuando se me dio la posibilidad de realizar los sueños infantiles que nos habíamos formado cincuenta años antes.

Mi padre no sabía griego, pero sí latín, que me enseñaba en sus ratos libres. Tenía apenas nueve años cuando mi querida madre murió; fue la mayor desgracia que pudimos sufrir mis seis hermanos y hermanas, y yo.

Después, por distintas circunstancias, dejé de ver a Minna, algo que me afligió profundamente. El porvenir me parecía muy sombrío y Troya perdió su atractivo. Mi padre, al verme tan abatido me mandó dos años a casa de su hermano, el reverendo Friedrich Schliemann, pastor en Karlhorst. Allí tuve la suerte de tener como profesor a Carl Andress, de Neu-Strelitz, un eminente lingüista que, en un año hizo que fuera capaz de ofrecer a mi padre, en la Navidad de 1832, una disertación latina sobre los principales acontecimientos de la guerra de Troya y las aventuras de Ulises y Agamenón.

Mi familia sufrió algunos reveses económicos y en la primavera de 1835 tuve que dejar los estudios para convertirme en chico de los recados de Ernst Ludwig Holtz, que tenía una tienda de especias en Furstenberg; tenía 14 años.

El Viernes Santo de 1836, el azar me llevó a casa del músico de la Corte, C. L. Laue, donde volví a ver a Minna después de cinco años. Nunca olvidaré aquel encuentro, que iba a ser el último. Minna tenía entonces 14 años y había crecido mucho; iba vestida modestamente de negro y me parecía muy atractiva. Cuando nos vimos, los dos nos pusimos a llorar, cada uno en brazos del otro, sin poder decir ni una palabra. Le pedí al cielo que no casara antes de que yo me labrara un futuro.
Trabajé durante cinco años y medio en la tienda de Furstenberg. Mi trabajo consistía en vender arenques, mantequilla, alcohol de patata, leche, sal, café, azúcar, aceite para las lámparas, etc. , y nuestras ganancias eran muy módicas, y trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, por lo que no podía dedicar ni un instante al estudio, así que olvidé todo lo aprendido en mi infancia, pero no perdí la sed de aprender –nunca la he perdido-. 

No olvidaré la noche en que Hermann Niederhöffer, un molinero, entró en la tienda después de haber bebido copiosamente. También era hijo de un pastor y estaba a punto de terminar sus estudios en el Liceo, cuando su mala conducta hizo que le expulsaran. Su padre le puso de aprendiz en un molino, donde permaneció dos años; se fue de pueblo en pueblo y, poco a poco, se dio a la bebida, pero sin olvidar nunca a su Homero. La noche de la que hablo, nos recitó un centenar de versos suyos, de los que no comprendí nada, pero aquella lengua me conmovió profundamente. Tres veces le pedí que repitiera aquellos versos divinos y cada vez se los agradecí ofreciéndole tres copas de aguardiente, para lo cual sacrifiqué sin pena, los pocos pfennings que constituían mi fortuna. Desde entonces no dejé de suplicar a Dios que me concediera la gracia de aprender griego un día, a pesar de que no veía salida a mi miserable situación, pero un milagro vino a liberarme.

Un día que levantaba un tonel demasiado pesado, algo se rompió en mi pecho y, en adelante, no pude cumplir con mi trabajo. Desesperado, fui a Hamburgo a pie y encontré allí un trabajo en el que cobraba 180 marcos al año, pero el violento dolor del pecho me impedía realizar esfuerzos y mis patronos no sabían en qué emplearme. Intenté enrolarme en un navío y, por recomendación de un amigo de la infancia de mi madre, me aceptaron como grumete en un barco que se dirigía a Venezuela.

Siempre fui pobre pero nunca me había visto en tal desamparo. Tuve que vender mi único traje para comprarme una manta. El 28 de noviembre de 1841 salimos de Hamburgo con buen viento, pero unas horas después, el viento cambió y pasamos tres horas en el Elba sin poder zarpar hasta el 7 de diciembre, pero nos vimos retenidos en Heligoland de nuevo hasta el 12. Apenas habíamos avanzado cuando en la noche del 11 al 12 una tempestad nos arrojó a la isla de Texel, donde naufragamos. Nos mantuvimos 9 horas en una cáscara de nuez, los 9 hombres de la tripulación y yo. Siempre recordaré con agradecimiento el instante en que nuestra embarcación fue empujada a un banco de arena, no lejos de Texel. Estábamos salvados, aunque entonces no sabía dónde nos encontrábamos, excepto que era, en el extranjero. 

La casa de Schliemann en Atenas; Museo Numismático.

Me pareció oír una voz que decía que mi destino acababa de ser puesto a flote y que debía aprovecharlo. Aquel mismo día se hizo realidad aquel presentimiento; mientras que el capitán y mis compañeros habían perdido todo, mi maleta, con algunas camisas y varios pares de calcetines, así como mi agenda y mis cartas de recomendación para la Guaira, apareció flotando, intacta, en la orilla.

En el Consulado de Texel nos dieron una calurosa acogida, pero cuando me propusieron repatriarme con el resto de la tripulación, me negué enérgicamente y declaré que mi suerte se iba a decidir en Holanda y que tenía la intención de irme a Amsterdam para unirme al ejército.

No tenía recursos ni medios para asegurarme la existencia, pero los Cónsules pagaron los dos guldens de mi pasaje y aquella vez, la travesía fue buena, aunque penosa, por mi falta de ropa. Cuando llegué, ya era invierno y no tenía ropa de abrigo, por lo que pasé muchísimo frío y el poco dinero que me dieron los cónsules se me fue en pagar la pensión. Cuando no me quedaba nada, simulé una enfermedad y me admitieron en el hospital. Entonces escribí a Wendt, que me había ayudado en el puerto, contándole el naufragio. El azar quiso que le entregaran mi carta cuando cenaba con unos amigos. El relato de mi nueva desgracia provocó la compasión de todos e hicieron una colecta espontánea en la que Wendt reunió 240 guldens que me envió por medio del Cónsul. Además me recomendó al Cónsul General de Prusia en Ámsterdam, quien rápidamente me encontró un empleo de contable.

El trabajo me dejaba tiempo para completar mis estudios, así que, primero me propuse adquirir una escritura legible, lo que logré en veinte lecciones con un calígrafo de Bruselas. Después me puse a estudiar lenguas vivas; ganaba 800 francos al año y gestaba la mitad en aquellos estudios. Pagaba además un desván incalentable en el que temblaba en invierno, pero en el que, en revancha, me asaba en verano. Comía poco, pero todavía me animaba el deseo de hacerme digno de Mina. Así pues, me puse a estudiar inglés, para lo que tuve que inventar un método que me facilitó considerablemente el estudio de cualquier otra lengua. Consistía esencialmente en leer mucho en voz alta sin traducir; aprender una lección cada día; poner por escrito los temas que me interesaban; corregir lo escrito bajo el control del profesor y después aprenderlos y recitarlos en la clase siguiente. Tenía poca memoria al no haberla ejercitado desde la infancia, pero aproveché cada instante en recuperarla.

Para adquirir lo antes posible una buena pronunciación, asistía dos veces, los domingos, a los oficios religiosos de la iglesia inglesa y repetía para mi cada palabra del sermón. Incluso si llovía, iba a todas partes con mi libro, aprendiendo de memoria algunos fragmentos. Mi memoria se fortaleció poco a poco y al cabo de tres meses recitaba fácilmente a mis maestros, Taylor y Thompson; cada día veinte páginas de prosa inglesa. Pasaba despierto parte de la noche; la memoria y la concentración eran mucho mejores que de día. En seis meses aprendí inglés a fondo.

Después apliqué el mismo método al francés en el que empleé los seis meses siguientes con las Aventuras de Telémaco y Pablo y Virginia. Mi memoria mejoró rápidamente y, en un año, sin mucho esfuerzo, aprendí holandés, español, italiano y portugués, cada uno en seis semanas, pudiendo hablarlos y escribirlos con soltura.

Con la ayuda de los amigos Louis Stoll, de Mannheim y I. H. Ballauf, de Bremen, obtuve, en marzo de 1844, un empleo de secretario contable con los señores B.H. Schroeder, con 1.200 francos al año, que pronto me subieron a 2.000. Su generosidad fue el origen de mi buena fortuna, y me puse a estudiar ruso, pensando ser más útil, a pesar de que no tenía la ayuda de ningún profesor, pero al cabo de seis semanas fui capaz de escribir mi primera carta en ruso dirigida al señor Vasili Plotnikov, en agente en Londres de mis jefes.

Terminado mi estudio de los idiomas, empecé a interesarme seriamente en la literatura de los que había aprendido. En enero de 1846, mis patronos me mandaron como agente a San Petersburgo y allí igual que en Moscú, mis esfuerzos fueron coronados por el éxito que superó mis expectativas y las de mis jefes. 

En cuanto me hice indispensable para la Casa Schröeder y Cía, escribí a Laue, un amigo de la familia Meinke a quien conté mis aventuras y le rogué que pidiera en mi nombre la mano de Minna. Pero cuál no sería mi sorpresa, cuando recibí, al cabo de un mes, la noticia de que se había casado hacía pocas semanas. Aquella cruel decepción me pareció entonces como el golpe más duro de mi vida y caí enfermo. ¿Cómo iba a llevar a cabo mis proyectos sin ella? No podía hacerme a la idea de que ella fuera feliz con otro hombre, ni que yo pudiera un día, hacer mi vida con otra mujer. ¿Por qué el destino me arrancaba a Mina justo ahora, que había pasado 16 años con la esperanza de hacerla mi esposa, ahora que acababa de obtener el derecho de conquistarla? Parecía una pesadilla y pensé que nunca podría superarlo, pero el tiempo, que todo lo cura, terminó por calmarme.

Volví al trabajo y pude, al principio de 1847 inscribirme en el Guilde de vendedores al por mayor a la vez que seguía con mi empleo de la Casa Schröeder, cuya agencia dirigí durante siete años.

Hacía mucho tiempo que estaba sin noticias de mi hermano Ludwig que se había ido a California en 1849, fui allí y supe que había muerto. Todavía estaba allí cuando, el 4 de julio de 1850, se le dio el rango de Estado de la Unión y todos los residentes fueron, ipso facto, naturalizados americanos aquel día y así fue como me convertí en ciudadano de los Estados Unidos.

A finales de 1852, creé en Moscú una empresa cuya dirección confié a mi extraordinario agente Alexei Matveiev. 

Para esta época, Schliemann ya tenía una fortuna notable y una seguridad más que suficiente para afrontar el matrimonio. Se casó, pues, con una aristócrata rusa llamada Ekaterina Petrovna Lyshin, con la cual, las cosas fueron muy mal, casi desde el primer momento, a pesar de lo cual, tuvieron tres hijos: Sergio, Natalia y Nadieshda. Schliemann escribió que ella nunca mostró interés por ninguna de sus actividades y que lo abandonó: 

Huiste de casa sólo porque sabías que tu pobre marido estaba a punto de volver. Yo había venido a verte y quedarme contigo, al menos, una semana, y tratar de restaurar la armonía entre nosotros; en todo caso, en realidad lo juro por Dios Todopoderoso, estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de concesión, incluso a sacrificar un millón de francos por restablecer la paz en el hogar. Pero, ¿cómo te has comportado conmigo! Todavía tiemblo por la consternación y el horror de tu malvada conducta... Sin embargo, seguro que nunca me has oído pronunciar una mala palabra, incluso cuando tu terrible y execrable comportamiento me rompió el corazón...

Ekaterina Lyshin

En Petersburgo me sumergía en el trabajo, lo que no me impedía continuar mis estudios de idiomas; en 1854 aprendí sueco y polaco. La Providencia me protegía y más de una vez me libré de peligros seguros. Me acuerdo muy bien de la mañana del 4 de octubre de 1854. Fue durante la Guerra de Crimea y los puertos rusos quedaron bloqueadas, por lo que todas las mercancías con destino a Petersburgo, llegaban por barco a los puertos prusianos de Ronigsberg y Memel, para ser después transportadas por tierra. Yo esperaba un envío, cuando una noche me asomo a la ventana y veo una inscripción que decía en latín:

La cara de la fortuna cambia con la luna,
ofrece y decrece e ignora la constancia.

Me pareció presagio de que se acercaba un peligro desconocido.

Supe que la ciudad de Memel, donde tenían destino mis mercancías, había sido reducida a cenizas. Cuando llegué, la ciudad parecía un cementerio y mi cargamento suponía los ahorros de ocho años. Me consolé pensando que al menos no tenía deudas. Volvía a Petersburgo por la posta e iba hablando del asunto a mis compañeros de viaje, cuando uno de ellos preguntó mi nombre:

-¡Schliemann! –gritó-, pero si usted es el único que no ha perdido nada! ¡Todo su envío está intacto!

El paso inesperado del profundo abatimiento a la alegría más viva, es difícil de sobrellevar con sangre fría. Durante unos minutos me quedé mudo; ¡el único que había escapado del desastre general! No podía creerlo, me parecía un sueño. Lo vendí todo con buenas ganancias y doblé mi fortuna en un año.

Schliemann, 1877

Pero mi más ardiente sueño seguía siendo aprender griego, así que, en cuanto las primeras noticias sobre la paz llegaron a Petersburgo, en enero de 1856, no quise dejar pasar más tiempo y emprendí el estudio con ardor. Mi primer maestro fue Nikolaos Fappadakis, y el segundo, MM. Theóklitos Vimpos, los dos eran de Atenas, donde este último es hoy arzobispo. Seguí de nuevo mi propio método y para ayudarme conseguí una traducción al griego moderno de Pablo y Virginia y lo leí de principio a fin, comparando cuidadosamente cada palabra con su equivalente francés. En la primera lectura, aprendí más o menos la mitad de las palabras y el resto en la segunda lectura, todo ello sin haber perdido un solo minuto buscando en el diccionario. Seis semanas después, ya familiarizado con el griego moderno, emprendí el estudio del clásico y en tres meses ya comprendía a Homero, que leía y releía con entusiasmo inextinguible.

Durante dos años, me consagré exclusivamente a la literatura griega antigua, leyendo corrientemente a la mayor parte de los clásicos, sobre todo, la Odisea. De la Gramática solo estudié las declinaciones y los verbos regulares e irregulares, pero no perdí ni un instante en aprender otras reglas según la fórmula que se empleaba en la enseñanza, que me parecía inútil, pues, en mi opinión, no se puede adquirir un conocimiento profundo de la gramática griega, sino por medio de la práctica, es decir, con la lectura atenta de la prosa clásica y aprendiendo de memoria algunos pasajes específicos. Cuando alguien me señala una falta en mi prosa griega, puedo siempre probar que la expresión incriminada es exacta, citando el pasaje del autor clásico que empleó el giro en su obra.

Mis negocios seguían prosperando; en materia de comercio, yo era de una prudencia extrema y no salí mal del crac que siguió a la crisis de 1857, que me dejó incluso algunos beneficios. Durante el año 1858, reemprendí en Petersburgo, con mi querido amigo, el profesor Ludwig von Muralt, mis estudios de latín abandonados desde hacía 25 años, pero sabiendo ya griego antiguo y moderno, no me resultó difícil.

Ese mismo año, decidí que ya había amasado una fortuna suficiente y pensé en retirarme completamente de los negocios. Viajé primero por Suecia, Dinamarca, Alemania, Italia y Egipto, donde remonté el Nilo hasta Nubia. Encontré una excelente ocasión para aprender árabe y me lancé a través del desierto desde El Cairo hasta Jerusalén. Visité Petra y recorrí Siria perfeccionando sin cesar mi conocimiento práctico del árabe y, cuando llegué a Petersburgo, estudié la lengua metódicamente.

En el verano de 1859, visité Esmirna, las Cícladas y Atenas y estaba a punto de ir a Ítaca, cuando caí enfermo.

Un problema con un socio me obligó a volver a las actividades comerciales, pero esta vez, lo hice en gran escala. Entre octubre y mayo de 1860, importé, por diez millones de marcos, entre otras cosas, en 1860-61 grandes cantidades de algodón, que con la guerra civil americana y el bloqueo que sufrieron los Estados del Sur, se saldaron con beneficios considerables.

A finales de 1863 estaba preparado para consagrarme plenamente a la realización de los sueños que acaricié desde la infancia. A pesar de los negocios, nunca dejé de pensar en Troya y en mi resolución, formada en 1830 ante mi padre y Minna, de desenterrar un día esta ciudad. Concedía cierta importancia al dinero, pero sólo como el medio de alcanzar la meta que me había fijado. 

En 1863 empecé a liquidar mis negocios, pero antes de consagrarme enteramente a la arqueología y a la realización del sueño de mi vida, quise conocer otros países. En 1864 fui a Túnez, visité las ruinas de Cartago y, a través de Egipto, a la India, donde visité sucesivamente Ceilán, Madrás, Calcuta, Benarés, Agra, Lucknow, Delhi, el Himalaya, Singapur, Java y Saigón. Pasé dos meses en China y, pasando por Hong-Kong, Cantón, Amoy, Fou-Tcheou, Shangay, Tien-Tain y Pekín; llegué a la Gran Muralla, Yokohama y Tokio, para después embarcarme hacia San Francisco, en una travesía que duró 50 días, en el curso del cual escribí mi primer libro: China y Japón

Desde San Francisco fui a Nicaragua y recorrí casi todo el Este de los Estados Unidos. Después, La Habana y Méjico. -En La Habana, Schliemann compró un campo de caña de azúcar-.

En la primavera de 1866, me instalé en París para entregarme a la Arqueología, -en La Sorbonne- no interrumpiendo mis estudios, sino por breves viajes a América.

Y en 1868 efectué mi primer viaje a Ítaca -Ιθάκη-, al Peloponeso y a Troya. Al fin me era dado realizar el sueño de mi vida; por fin tenía libertad para visitar el teatro de los acontecimientos que siempre me habían apasionado y la patria de los héroes cuyas aventuras me entusiasmaron y consolaron desde la niñez. Me puse en camino en abril de 1868 y, por Roma y Nápoles, llegué a Corfú, Kefalonia e Ítaca, que visité a fondo.

-En 1869 Schliemann se divorcia de Ekaterina y se casa con la griega Sofía Engastrómenos, de 16 años -él tenía 47-, que le fue presentada por su profesor de griego clásico, Vimpos, tío de Sofía y Obispo de Atenas para entonces. 


Tuvieron dos hijos a los que llamaron Andrómaca y Agamenón.

Sofía con Agamenón.

La gente de la isla de Ítaca veía en el Monte Aetos el palacio de Ulises, a causa de una vieja muralla que rodeaba su cima. 

El “Castillo de Ulises” en el Monte Aetos. Ítaca.

La cima del Aetos está sembrada de enormes piedras, pero decidí empezar a excavar donde había hierba. Hacía un calor aplastante; 52 grados; la sed me mataba, y no tenía agua ni vino, pero la idea de que me encontraba entre las ruinas el palacio de Ulises, era tan poderosa, que olvidé el calor y la sed. Exploraba la zona; leía en la Odisea el relato de las escenas conmovedoras que se habían desarrollado allí y admiraba  el espléndido panorama que se ofrecía por todas partes a mi vista...
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***

CONTINUACIÓN: EL SUEÑO DE TROYA II



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