sábado, 5 de octubre de 2013

La estancia de Carlos V en Yuste

El Palacio de Coudenberg, donde tuvo lugar la ceremonia de abdicación y despedida de don Carlos.
Jan Brueghel El Joven, (atribución). Museo del Prado.

–Quisiera haber aprendido la lengua francesa para deciros el amor entrañable que tengo a los estados de Flandes –dijo don Felipe dirigiéndose a la asamblea de nobles ante la que su padre acababa de abdicar–, pero no es así, y como tampoco conozco el flamenco, el obispo de Arrás suplirá mi falta. Os pido que oigáis todo lo que él diga, como si lo dijera yo mismo.

Cuando el Obispo Perrenot, futuro Cardenal Granvela, terminó su alocución, dio paso a la reina María, hermana de don Carlos, que también se despedía tras muchos años de gobierno en los Países Bajos.

María de Austria Hungría. Anónimo. Rijksmuseum de Amsterdam.

–He tenido mucho tiempo este gobierno por mi padre; veintiún años. He padecido grandes trabajos, tormentos y cuidados, en la paz y en la guerra. He pedido muchas veces al Emperador que me liberara de esta obligación y ahora le he rogado que me lleve consigo a España. Le quiero acompañar en la jornada de España para acabar con él en aquella tierra lo que me queda de vida, en quietud. Lo que siempre hasta aquí fui para vosotros, seré hasta el fin de mis días; jamás os faltaré siempre que os queráis valer de mi.

Junto a ella se encontraba, siguiendo la ceremonia, la hermana mayor de ambos, Leonor, que había vuelto a Bruselas, viuda ya de Francisco I de Francia, y que también iba a seguir a don Carlos a España. Sería largo recordarlo ahora en detalle, pero tanto Leonor como María habían prestado impagables servicios a don Carlos y, con su marcha, ambas compartían el sentimiento de que sus vidas se quedaban sin horizonte, por lo que decidieron acompañarlo hasta el final de sus días.

Leonor de Austria, Reina de Portugal y de Francia.

En el mes de octubre, el frío y la humedad desaconsejaban el viaje por mar del ex Emperador, por lo que se retrasó la fecha del embarque, permitiendo que don Carlos pudiera ver una vez más a su hija María, casada con Maximiliano, cuyo padre, Fernando I –hermano menor de don Carlos-, había ido alejándose progresivamente de de él a lo largo de las múltiples dificultades que surgieron por el reparto de la herencia. Sospechaba Fernando que don Carlos tenía intención de ceder el Imperio a su hijo Felipe, que había declarado abiertamente su deseo de recibirlo. No fue así, pero en las reuniones previas a la abdicación se habían sucedido gritos y palabras mayores entre los dos padres y los dos hijos y, en todo caso, las posesiones del rey de España, se escindieron y las familias se distanciaron hasta el extremo de que temían que Fernando impidiera a su nuera María, despedirse de su padre. Al final, gracias al retraso del viaje y con cierta ayuda diplomática, el encuentro se hizo posible. 

Ahora había que resolver un problema no menor, aunque muy habitual en la corte de Carlos I; no tenía fondos para pagar a sus servidores antes de despedirlos. La verdad es que, a partir de ahora va a estar a expensas de sus hermanas y sus hijas. Pronto le veremos –tristísima sensación de coloso abatido–, explicándole a su barbero que tiene algún dinero ahorrado para sus propias honras fúnebres.

Felipe, su hijo, ya jurado heredero, le acompañó hasta Gante, donde Carlos V vería con nostalgia y por última vez, los escenarios de su infancia. En Flessinga, en agosto, halló preparada la flota de cincuenta y seis navíos de diversa envergadura que le conduciría a España en compañía de 150 servidores. De nuevo el temporal hizo retrasar la partida hasta septiembre, dando ocasión a que Felipe acudiera al puerto para ver a su padre una vez más; esta sí que fue la última. Así, un año después de la renuncia, a finales de septiembre de 1556, la flotilla amarraba en Laredo.

Entonces percibió don Carlos cómo verdaderamente pasan las glorias del mundo, algo que no le hizo ninguna gracia y, con razón; no es lo mismo la soledad elegida, que el abandono, ya sea por descuido o incompetencia o falta de informes, pero lo cierto es que aquel que dominó medio mundo, ya no dominaba nada y, en Laredo nadie esperaba al imperial pasajero, enfermo, viejo y cansado. Tampoco había recibido los fondos que necesitaba para despedir al resto del séquito y llevar a término el viaje hasta Yuste. Don Carlos se enfureció y dijo cosas bien sangrientas.

Después de tan larga espera, el otoño había vuelto a los caminos y cada día que pasaba, el viaje se presentaba más arduo para aquel hombre sin energías. Poco después aparecía don Luis Méndez de Quijada, quien, a partir de entonces, iba a ser un compañero para don Carlos; él también se sorprendió al comprobar que su señor venía solísimo. Junto a él emprendió el intrincado camino hacia Yuste, observando que la nobleza, siempre próxima a los centros del poder, brillaba entonces por su ausencia.

En Medina del Pomar recibió el ex emperador un envío de exquisitos manjares que le hizo llegar su hija Juana, la Regente, desde Valladolid y él, que jamás perdió el apetito, se deleitó dando cuenta del regalo, con tal ansia que no se le ocurrió compartirlo con nadie, ni siquiera con el inseparable Quijada; un feo detalle que no pasó desapercibido.

En Burgos le sirvieron las famosas truchas de la tierra que devoró con las mismas energías; esto se entendió como una buena señal en relación con su estado de salud.

Ya cerca de Valladolid, le salió al encuentro su nieto, el príncipe Carlos; parece que el chico guardó un buen recuerdo del abuelo y siempre habló de él en términos admirativos, justo al contrario de lo que hacía cuando se refería a su padre, Felipe II.

Don Carlos, Príncipe de Asturias, nieto de Carlos V. 
A. Sánchez Coello, hacia 1558, Museo del Prado.

Dejando atrás la Sierra de Gredos, la comitiva cruzó el Puerto de Tornavacas en medio de una ventisca de nieve que dificultó terriblemente el transporte del viajero, que tuvo que ser llevado a hombros por aquellas fragosidades. Pasado el puerto, llegaron por fin a Jarandilla.

El palacio del Conde de Oropesa fue la residencia de don Carlos hasta febrero del año siguiente, fecha en la que por fin pudo pagar y despedir a sus últimos sirvientes.

Las obras continuaban mientras tanto en el Monasterio de Yuste; cuantos las visitaban, coincidían en desaconsejar el traslado del anciano, pero cuando él mismo fue a verla, recibió una grata impresión y regresó comentando que nada era tan negativo como se lo habían pintado. A finales de noviembre despidió también a los alabarderos que durante años habían formado su guardia personal; en un emotivo acto, los hombres arrojaron las armas con las que no volverían a servir a ningún otro señor.

Y así llegó el día 23 de febrero de 1557. A las cinco de la tarde don Carlos fue llevado al monasterio en litera y, tras visitar detenidamente las dependencias monacales, se aposentó al fin en su nueva y última casa. Era la víspera de su cumpleaños.
La residencia de Carlos I en Cuacos de Yuste

El edificio se compone de dos plantas exactamente iguales, con cuatro habitaciones en cada una, separadas por un pasillo dos a cada lado; la superior, para el invierno y la baja, para el verano. En una de las paredes de su dormitorio hay una gran abertura a modo de ventanal, desde el que se divisa el altar mayor de la iglesia, con el fin de que pueda asistir a misa cuando su estado de salud le impida abandonar el lecho.

Veintidós personas componían el servicio de la nueva residencia de cuya organización se ocupó don Luis Quijada, también le asistirían, su confesor, fray Juan de Regla; el médico, Mathys o Matisius; el secretario Gaztelu y el ayuda de cámara Van Male, el mismo que años antes le acompañara en aquella travesía por el Rin, durante la cual, el Emperador le dictó las Memorias que se proponía terminar en Yuste, pero que quedaron incompletas. También estaba Juanelo Turriano, que llenaría los ocios del Emperador y calmaría sus angustias con la creación de ingeniosos proyectos mecánicos.

Por último una capella de frailes seleccionados por sus cualidades para el canto; una de las aficiones favoritas de don Carlos, dotado de un gran oído para su percepción, característico de la familia;  Felipe II corregía a los cantores de su capilla de El Escorial.

La decoración, una serie de tapices flamencos que habían acompañado al Emperador en todos sus viajes, pues se sabe que allí donde iba, quería sentirse como en su casa, aun cuando este deseo convirtiera sus traslados en verdaderas odiseas; algunos retratos entre los que destacaba el que Tiziano hizo de la Emperatriz Isabel después de su fallecimiento. Para su entretenimiento, ¿cómo no? los múltiples relojes que tanto le ayudaron a remontar las horas bajas; se rompía la cabeza intentando que todos marcharan a unísono, tal vez como le hubiera gustado que marcharan sus reinos, de manera uniforme y sin campanadas a destiempo.

Unos pocos libros, entre los cuales no podían faltar las guerras de Julio César y las aventuras del Chevalier Délibéré, que le parecía la viva imagen literaria de su abuelo paterno. Una buena colección de mapas sobre los cuales gustaba realizar viajes u ordenar imaginarias batallas y otra, muy importante, de instrumentos astronómicos, con los cuales también pasó horas felices, completaban el sencillo bagaje del ilustre retirado.

Aunque ya no tenía poder efectivo, don Carlos seguía ejerciendo como juez indiscutible en las causas familiares; sus hermanas lo trataban con absoluta reverencia y le obedecían ciegamente; pero en el caso de María, la hija portuguesa de su hermana Leonor, su autoridad no sirvió de nada. María era la única hija que tuvo Leonor en su matrimonio con el rey de Portugal, pero se vio obligada a abandonarla tras el fallecimiento de su esposo y su nuevo matrimonio con el rey de Francia, Francisco I, con el que se sellaron en parte los acuerdos de paz entre este y don Carlos. Ahora, cuando al fin volvía Leonor a España, el deseo de recuperar a la hija se volvió imperativo. Pero toda la autoridad del cabeza de familia, no sirvió para convencer a doña María para que aceptara pasar a convivir con su madre. El hecho es que habían pasado treinta años y además, María había tenido que sufrir la boda de Felipe II con María Tudor, cuando ya estaba comprometido con ella. Esta Princesa Abandonada vio desaparecer así sus planes de convertirse en reina de España, por decisión expresa del Emperador, cuya nueva estrategia se había centrado en el Atlántico y en la Corona Inglesa.

María de Portugal, Duquesa de Viseu. Anónimo. Musée Condé, Chantilly.

Al parecer, doña Leonor superó mal esta contrariedad que, tal vez aceleró su fallecimiento, quedando don Carlos terriblemente desolado por su pérdida y por no haber sido capaz de proporcionarle a su hermana más querida aquella última satisfacción.

También la hermana menor, Catalina, la de Tordesillas, recurrió a él en demanda de apoyo para obtener la regencia de su nieto el famoso rey Sebastián de Portugal, a la muerte de Juan III. La lucha por la custodia del niño, se planteó entre ella y Juana, la hermana de Felipe II y madre del heredero, a quien también tuvo que abandonar para siempre, al asumir la regencia de Castilla. Finalmente se impuso la regencia de Catalina.

Por otra parte, toda la familia sabía que la mesa era una de las mayores satisfacciones del quasi monje, que renunció a todo menos a eso, así que, unos y otros competían por regalarle el paladar con toda clase de exquisiteces de las que seguía dando cuenta con gran placer, porque la pérdida de casi todas sus energías, no le había afectado al apetito. Sólo Catalina parecía actuar de forma diferente y se ocupó de hacerle llegar un gatito y un papagallo -como era su costumbre-, considerando que harían las delicias del hermano sin empeorar su salud. (Ver:Cuaderno de Sofonisba).

Un nuevo personaje aportó luz y alegría a los últimos meses del Emperador en Yuste; el jovencito Jeromín, es decir, don Juan de Austria, que todavía ignoraba que aquel notable anciano era su padre, pues se consideraba hijo del fidelísmo Quijada.

Presentación de don Juan de Austria a su padre en Yuste. Eduardo Rosales, 1869. Museo del Prado.

Pero ni la alegría aportada por la presencia de esta joven promesa fue suficiente para arrancar de la mente de don Carlos el peso de su mayor preocupación: aquellos desvergonzados y bellacos herejes, a los que consideraba una plaga, y que ahora aparecían en estos reinos. La obsesión por hacer desaparecer aquellos focos a cualquier precio, no le abandonó hasta la muerte, tanto, que en algunos momentos se mostró dispuesto a acudir él mismo a Valladolid para proceder a su exterminio. Odiaba a aquellos hombres a los que consideraba culpables de la pérdida de su salud y de su hacienda. Finalmente aceptó que fuera su hija Juana, todavía regente, quien se ocupara de ellos; como última medida, le ordenó que los acusara de traición a fin de que no pudieran acogerse a algún beneficio legal correspondiente a los delitos de opinión. Los resistentes debían ser quemados vivos y confiscados todos sus bienes y a los arrepentidos, se les cortaría misericordiosamente la cabeza antes de llevar sus cuerpos a la hoguera.

Pero no había medidas para erradicar su verdadera amenaza personal; la gota. Don Carlos siguió practicando el exceso en la mesa a pesar de todas las recomendaciones. Resulta terrible y asombrosamente humano el hecho de que aquel hombre, capaz de someterse y superar todas las incomodidades de los viajes, y de soportar largas jornadas al aire libre, en los peores fríos del invierno, careciera de la posibilidad de vencerse a sí mismo en este aspecto. Padeciendo la gota desde su juventud, sabía que el medio de mantener su enfermedad a raya, era la contención en la mesa, pero fue incapaz de superar la permanente tentación.

El día 30 de agosto de 1558 comió en la terraza, a pleno sol. Aquellos días, al parecer, precisamente no le molestaba mucho la gota, pero por la tarde, empezó a sentirse mal. La fiebre empezó a provocarle terribles alternancias de calor y frío y poco a poco, a acometerle sin pausa.

A mediados de septiembre fue consciente de que se aproximaba el final; terrible sentimiento sólo mitigado por las primeras pérdidas de conciencia. A pesar de lo que pudiera esperarse, no iba a ser ninguno de sus achaques conocidos, lo que acabara con su vida, sino las fiebres palúdicas. Vínole una terciana al contrario de otras que solía tener, que le duraba doblado tiempo el frío más que la calentura, por lo cual le sangraron dos veces, y en lugar de quitárselo, dobló y fue tanto creciendo que se alcanzaba la una a la otra, y así iba desfalleciendo cada día más.

Así las cosas, mandaron llamar al Arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, que llegó el día veinte de septiembre. Don Carlos lo había esperado durante algunos días, deseoso de comunicar con él algunas decisiones sobre su testamento y para conocer noticias de don Felipe, ya que Carranza había viajado con él a Inglaterra para colaborar en la restauración del catolicismo en aquel reino.

Para el día de la llegada del Arzobispo, las cosas habían cambiado mucho y parece que la estima del Emperador se había transformado en desconfianza; los testimonios al respecto son numerosos.

La princesa Juana, su hija, y el Inquisidor Valdés, habían tenido tiempo para desacreditar al Arzobispo; Juana decía que pronunciaba sermones de contenido herético y Valdés, que estaba en connivencia con los odiosos herejes de Valladolid, porque en el juicio seguido contra ellos, no los había condenado con la suficiente vehemencia. Por su parte, el confesor, fray Juan de Regla, al parecer, celoso de los notables éxitos de Carranza en el Concilio de Trento, se ocupó de llenar el espíritu del enfermo, de prevención y suspicacia hacia él. 

El celo de Juana, Valdés y Regla, no hicieron sino sembrar la inquietud en el alma del moribundo. Don Carlos precisaba consuelo y serenidad para afrontar el gran enigma que se acercaba inexorable; necesitaba paz y sosiego y estos beneficios solo le llegaron de la mano de Carranza, pero su presencia junto al lecho de muerte del Emperador, terminó con su carrera y a la larga, con su vida.

–¡Qué tarde venís! –le dijo el Emperador al Arzobispo, y añadió, –¿cómo queda mi hijo?
–Bueno, en servicio de Vuestra Majestad.
–¿Qué se hace con los herejes de Valladolid?
–No se trata ahora de otra cosa sino de la salud de V.M. –respondería el Arzobispo.

Tras esto, don Carlos guardó silencio. En un último momento, sentado el Arzobispo a la cabecera del moribundo le dijo: –V. M. tenga toda la esperanza en la Pasión de Cristo, Nuestro Redentor, que todo lo demás es burla-. Palabras de consuelo en las que algunos vieron herejía. Después se retiró Carranza a descansar, pero volvió a la media noche y se preparó para dar la absolución al moribundo, a lo que se opuso Regla diciendo que ya lo había hecho él mismo. No obstante, Carranza se la volvió a dar, lo que se interpretó como una nueva malignidad. Finalmente, a solicitud del Emperador, el Arzobispo le puso entre las manos el mismo crucifijo con el que había muerto la Emperatriz:

–Si V. M. –le dijo–, no puede oír ya lo que le leen, ponga aquí sus ojos y cuando esto tampoco pudiere, póngalo en su corazón y en su memoria y ponga su confianza en este Señor que murió por él y en su misericordia, que pues V. M. hizo algunas veces en la tierra los negocios de su santa fe católica, él hará ahora bien los de Su Majestad en el cielo. No tema con la ayuda de este Señor, ni le turbe el demonio con la memoria de sus pecados, que lo suele hacer en este paso. Ponga su esperanza en este que los pagó, que como V. M. ha hecho de su parte lo que debe recibiendo los sacramentos de la Iglesia, no le hará ya mal.

En opinión de Regla aquellas palabras eran la suma de la herejía, que preconizaba que sola, la fe salva, sin necesidad de obras. Finalmente el Arzobispo sufrió un largo proceso inquisitorial. Apenas sobrevivió a su exoneración.

Dice, sin embargo Brantôme -y es muy llamativo, tratándose de este escritor, noble, soldado, abad secular y católico convencido, del partido de los Guise-, que la Inquisición quiso condenar a don Carlos después de su fallecimiento, entre otras cosas, por apoyar las opiniones del Arzobispo de Toledo. -Estando yo en España -añadía-, oí decir que, reclamado por el Papa, el arzobispo fue llevado a Roma y puesto en el Castell, pero que fue hallado inocente y declarado absuelto.

Fallecía don Carlos el día 21 de septiembre de 1558. Leonor había muerto en el mes de febrero y siguió a ambos doña María en octubre del mismo año. Desaparecida asimismo su hermana Isabel años antes, quedaba don Fernando, que vivió hasta 1564 -de haberse cumplido el deseo de Fernando el Católico, habría sido el rey de España-, y Catalina, la menor, que vivió hasta 1578.


Leonor, Carlos, Isabel, Fernando, María y Catalina, en orden cronológico.

Díptico de doña Juana. Anónimo Flamenco. Museo de Santa Cruz, Toledo.
Fernando, Carlos (7 años), Leonor, Isabel, María y Catalina.

Descanse en paz, es el deseo que expresamos en el occidente cristiano, para aquellos que se han ido; S.T.T.L. se grababa sobre algunas lápidas en tiempos de la Hispania romana: Sit Tibi Terra LevisQue la tierra te sea leve–, sería un paradójico epitafio para el hombre bajo cuya autoridad se acumuló la mayor porción de tierra que jamás poseyera una sola persona.


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Sobre Don Carlos:


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