Abdicación de Carlos V. L. Gallait. Stadelsches Institut de Frankfurt
El once de abril del 1555, moría la reina doña Juana en Tordesillas. No existen informes exactos acerca del efecto que tal noticia pudo causar en el estado de ánimo de su hijo el Emperador, aunque sí podemos servirnos, como tantas otras veces, de la ayuda de la intuición.
Pocos acontecimientos, como la muerte, llevan al ser humano a hacer balance de casi todo y, sin duda, don Carlos recapituló seriamente sobre la legitimidad moral de su actitud con respecto a la reina fallecida. Aparte intereses de carácter político disfrazados con la excusa de la locura, podemos dudar abiertamente de la legitimidad de aquel encierro. En todo caso, don Carlos no fue ajeno al fraude y se valió del mismo para mantener a su madre prácticamente prisionera hasta su fallecimiento.
Resulta imposible, para todos aquellos que no fuimos llamados desde la cuna a ocupar tronos, es decir, para la práctica totalidad de la familia humana, deducir lo que hay en las cabezas portadoras de coronas, específicamente, en este siglo XVI, ya que ninguna herencia es comparable a la suya; el poder, casi absoluto, sobre los cuerpos y las almas de sus súbditos.
Pero es obvio también el hecho de que, por grande que sea el peso y el valor de una corona, ningún ser humano normal es capaz de eludir completamente, la influencia que sobre su ánimo pueden ejercer acontecimientos aparentemente sencillos por naturales-, como en este caso, la muerte de la madre del Emperador, en cuyo nombre, y no por una decisión formal y voluntaria de ésta, había ejercido don Carlos el pesado oficio de reinar.
El hecho, es que la noticia encontró al Emperador enfermo y muy envejecido a pesar de su edad cronológica que, como sabemos, corría a la par con el siglo: Como bien veis cual estoy –explicó en la ceremonia de su despedida, apoyado en el hombro del Príncipe de Orange-, tan acabado y deshecho, daría a Dios y a los hombres estrecha y rigurosa cuenta, si no hiciese lo que tengo determinado, dejando el gobierno, pues ya mi madre es muerta y mi hijo el rey Felipe, está en edad bastante para poderos gobernar.
Si don Carlos se consideraba a sí mismo como un puente provisional entre su madre y su hijo, sería, tal vez, aquel sentimiento de interinidad lo que le llevó a desatender de forma tan llamativa los intereses de sus reinos españoles y sus súbditos, para los que fue, prácticamente, invisible, centrándose en sus posesiones de la herencia paterna en Flandes.
Era el día veinticinco de octubre y, convocados por él, se reunían en Bruselas los Caballeros del Toisón, los representantes de los Estados y parte de la familia Habsburgo.
Un don Carlos que difícilmente podía mantenerse en pie, hizo recuento de las actividades más importantes de su reinado, con especial detalle de sus múltiples viajes. Apoyado, como hemos dicho, en el hombro de Guillermo de Orange -dice el cronista que en la mano derecha llevaba un palo-, pidió perdón a todos aquellos a quienes hubiera podido ofender involuntariamente y anunció su inminente retiro. Vendría a sepultarse en España y, su hijo, allí presente, sería en adelante el soberano efectivo.
Los Países Bajos, separados artificialmente de su entorno político, social y religioso, se convertirían en un legado mortal para el joven príncipe, que se vería obligado a luchar el resto de su vida para mantener la arbitraria escisión llevada a cabo por su padre, basado en un concepto estrictamente patrimonial de sus dominios.
La emoción llenó la estancia y los señores asistentes lloraron sin prejuicios -nunca fue costumbre de los grandes renunciar voluntariamente a la grandeza-, hasta que llegó el momento en que el heredero debía tomar la palabra. Su gran escollo, el desconocimiento de cualquiera de los idiomas con que podía haberse expresado, hizo que se instalara el desencanto en aquellos sensibles corazones. El cardenal Granvela se dirigió a ellos en nombre de su señor. Al fin, un extranjero intentaba suplir las carencias de otro.
En el mismo acto, don Carlos notificó a todos el nombre del nuevo gobernador de los Países Bajos: Manuel Filiberto de Saboya sustituiría a su hermana María, quien se había ocupado de aquellos estados durante veinticinco años y que ahora se retiraba con él.
Emmanuel-Philibert, Duque de Saboya.
Unos meses después, en enero del año siguiente, don Carlos daría a conocer el documento definitivo por el que también cedía a Felipe sus territorios italianos.
Aquel gantés que finalmente volvía para sepultarse: Enredó a España en la maraña de los asuntos centroeuropeos, la complicó en el arriscado problema de la expansión del protestantismo y vinculó por siglos con tales negocios los destinos hispanos. Convirtió a Castilla en la base y cimiento de su fuerza imperial. Hizo de ella rico vivero de soldados y manantial borbollante de riquezas. Inició la cruel explotación de la potencia económica del pueblo castellano, tras seducirlo con el espejuelo del brillo fugaz de la gloria militar al servicio de la fe. (C. Sánchez Albornoz: España, un Enigma Histórico).
No era, pues, nada envidiable, el legado que recibía el todavía joven príncipe. Don Carlos había luchado y perdido en el intento de legarle el Imperio, lo que le trajo como consecuencia la enemistad con su hermano Fernando y la escisión definitiva de la familia Habsburgo en dos ramas ajenas y, acaso, rivales, las que conocemos como la austriaca y la española.
Pero los problemas de Felipe no terminaban ahí. Un mes antes, Enrique II de Francia y el Papa Paulo IV habían firmado un acuerdo por el que se comprometían a luchar juntos contra el Emperador por sus posesiones italianas. Felipe tuvo que hacer frente a ambos, antes de que reposara la corona en su cabeza.
En marzo había sido proclamado rey, en ausencia, en la Plaza Mayor de Valladolid, mientras navegaba de nuevo hacia Inglaterra, donde todavía tenía obligaciones con respecto a su esposa María Tudor. Allí fue informado de la hostilidad del pontífice y de sus acuerdos con Francia, por lo que, a pesar de su acendrado catolicismo, escribió a su hermana Juana, encargada de la regencia: si viniese algo de Roma, que no se guarde ni se cumpla.
El diecisiete de junio don Carlos se embarcaba en Flessinga rumbo a España, acompañado por su hermana la emperatriz doña María, decidida a recogerse con él, tras quedar eximida de sus tareas de gobierno.
En enero de 1557 el francés Duque de Guise invadía las posesiones españolas de Italia, a favor del Papa y en contra de Felipe, al mismo tiempo que el Almirante Coligny se lanzaba sobre los Países Bajos.
En febrero, don Carlos se instaló finalmente en Cuacos de Yuste de donde nunca volvió a salir. El siete de junio, don Felipe declaraba la guerra a Francia.
Llegada de don Carlos a Jarandilla.
El carro cubierto se conserva en Cuacos de Yuste.
Por entonces, contaba con la ayuda de Inglaterra, donde, aunque enferma, aún reinaba su afligida y solitaria esposa la reina María Tudor. A primeros de julio se despedía de ella por última vez para embarcarse en Dover y acudir en ayuda de Manuel Filiberto de Saboya, su primo y aliado. Doña María falleció, sin volver a ver a su esposo, el 17 de noviembre de 1558.
María Tudor. Antonio Moro. Museo del Prado.
Después de encargar al duque de Alba la invasión de los estados pontificios, para el mes de julio, Felipe había reunido un contingente de treinta y cinco mil hombres. A su lado estaba lo mejor de la aristocracia flamenca; Guillermo, Príncipe de Orange y Lamoral, Conde de Egmont, por ejemplo, personajes que, con harta y desdichada frecuencia, volverán a sonar en el devenir histórico de la Corona de España. Su destino actual, dirigirse a San Quintín, ciudad sitiada por sus tropas, con el objetivo de detener el ejército francés que avanzaba en defensa de la plaza, y que intentaría por todos los medios levantar aquel cerco. Acto seguido, don Felipe debía situar sus propias compañías, lo más cerca posible de París.
El Príncipe de Orange y el Conde de Egmont
En agosto, Felipe II esperaba la llegada de tropas inglesas de apoyo al mando del duque de Pembroke, porque no quería lanzarse al ataque sin su concurso. El Duque de Saboya –Testa di Ferro-, ansioso por combatir, se veía retenido por continuas cartas de su señor, en las que le pedía que, si podía evitarlo, no iniciara ningún enfrentamiento hasta que él llegara. Añadía Felipe que, no obstante, si se veía en la necesidad de combatir, le avisara volando y él se apresuraría a acudir en su socorro, aunque no hubieran llegado los refuerzos de Inglaterra. El duque de Saboya temía que un retraso diera lugar a que los defensores de San Quintín pudieran recibir la ayuda francesa.
El General Anne de Montmorency. F. Clouet.
Supo Felipe II por sus espías que el general de Montmorency –nosotros le conocíamos mejor como Memoransí–, al mando de un contingente de veinte mil hombres, se aproximaba a la ciudad el diez de agosto con el mismo objetivo de liberar a la ciudad del cerco de los Tercios. Ya nadie podía postergar el encuentro.
Fue una batalla breve, pero muy sangrienta. Al acabar la jornada, el duque de Saboya y el conde de Egmont, habían destruido el ejército francés, causando más de 5.000 bajas y un número superior de prisioneros, entre ellos, el propio Montmorency y tres de sus hijos, así como muchos de los hombres de la más brillante sangre azul de la Corte de Francia.
Pero Felipe II no estaba allí. Las malas lenguas francesas aseguraron que, por ser más devoto que valeroso, había estado rezando mientras se desarrollaba el combate. No obstante, la victoria fue suya, puesto que suyas –o del Imperio, que es lo mismo, cualquiera que fuera la nacionalidad de sus componentes-, eran las tropas, incluso a pesar de que, de los casi cincuenta mil hombres que allí lucharon, sólo seis mil fueran españoles; el grueso del ejército se componía de alemanes, flamencos e ingleses.
Con aquella victoria quedaba abierto el camino hacia París, pero Felipe II no estimó oportuno el intento de efectuar un avance en aquel momento.
El palacio-monasterio de Cuacos de Yuste, hogar de Don Carlos en sus últimos años.
Hijo - le escribió suavemente don Carlos desde Yuste- , a vuestra carta del XI de agosto que trata del rompimiento de los franceses y lo que os pesó de no haberos hallado en ello.., pero, en realidad, su imperial enfado y los castizos tacos con que aderezó su disgusto, pasaron a la historia de la Vera extremeña. Allí, el viejo Emperador calmaba sus furias y angustias con la ayuda inestimable del relojero y constructor cremonés Giannello Torriani, que fabricó para él numerosos relojes de increíble precisión.
El Maestro Torriani muestra sus artísticos relojes de precisión a don Carlos
Ruy Gómez de Silva aseguró que aquel triunfo se debía exclusivamente a la protección divina, puesto que se había combatido sin experiencia, sin tropas y sin dinero.
Siempre se ha creído que don Felipe lo entendió así y que se propuso agradecer tal ayuda levantando un gran templo en honor de San Lorenzo, cuya festividad se celebraba aquel día. Los franceses dijeron que su promesa no era sino un intento de desagravio debido al hecho de que sus tropas habían entrado al sacco en la iglesia dedicada a dicho Santo, esparciendo sus restos. El Cronista del Monasterio de El Escorial, P. Sigüenza, por su parte, escribió que don Felipe no hizo promesa alguna en aquel sentido. Pese a todo, el Monasterio de San Lorenzo, en El Escorial se convirtió en la huella más real y tangible, no solo de aquella batalla, sino de todo el esplendoroso e incoherente poder de Felipe II, que parece representado en tan impresionante construcción cuya grandeza provocaba espanto, como diría Cervantes.
De hecho, sin el Monasterio, la jornada de San Quintín, seguramente habría pasado al olvido, ya que, si bien aquel día se evitó el ataque francés contra el cerco de los Tercios, la ciudad resistió diecinueve días más y, tampoco supuso ningún cambio estratégico importante.
Los franceses recuerdan su heroica resistencia ante el ataque de un ejército francamente superior, pero la realidad definitiva, es que la victoria apenas tuvo otras consecuencias que las derivadas de ser la primera acción militar del heredero, acaecida, además, en vida de su padre y, contra el eterno enemigo francés.
Tal vez fue también entonces cuando Felipe aprendió otra lección imborrable y que explicaría un día, aún lejano, a su yerno Alberto de Austria: los monarcas no deben exponerse personalmente en las batallas. Si el resultado es victorioso en su ausencia, el rey recibirá la gloria de todos modos, pero en caso de derrota, hallándose presente, la pérdida de reputación será definitiva e irrecuperable.
Tampoco podemos perder de vista su reacción, cuando el día once contemplaba el escenario de la batalla, en el que habían quedado tantos muertos: ¿Es posible que esto gustara a mi padre?
Su padre, don Carlos, en Yuste, sufría, sin paciencia, un agudo ataque de rabia. No concebía que don Felipe se hubiera negado a avanzar sobre París aprovechando los vientos de gloria, y que hubiera licenciado a las tropas retirándose a Bruselas.
Lo cierto es que no había dinero para proseguir la campaña; que el contingente inglés, cumplido su contrato, debía volver a su país y, que el otoño se había echado encima, haciendo imposible cualquier acción militar con alguna posibilidad de éxito. Es un hecho que el viejo Emperador no solía detenerse ante nada una vez que estaba lanzado en pro de sus aspiraciones guerreras, pero don Felipe era muchísimo más reflexivo que él y prefirió renunciar a una probable victoria, antes que dar lugar a un seguro amotinamiento de los soldados por la falta de pagas. Otros ánimos más combativos lo habrían intentado a pesar de todo, pero no era el espíritu aventurero la peculiaridad más sobresaliente del carácter de Felipe II. Por otra parte, nadie puede creer que realmente, aquello gustara a su padre, quien se quedaba afónico de gritar sus deseos de paz, pero que nunca estuvo dispuesto a consentir los continuos intentos de desgaste ni las que consideraba provocaciones de los reyes de Francia. El ejército francés siguió hostilizando las fronteras, y en el mes de julio sufrió una nueva derrota, en Gravelines, frente al Conde de Egmont.
En cuanto a las relaciones con el papa Paulo IV, el duque de Alba, que había sido nombrado Virrey de Nápoles, gobernador de Milán y comandante en jefe de las tropas españolas en Italia, invadió los estados pontificios y marchó contra Roma.
En función de los acuerdos firmados entre Francia y Roma, un ejército francés al mando de François de Guise, acudía en auxilio del Papa, cuando recibió la noticia de que las tropas de don Felipe tenían franco el camino hacia París. Esto obligó a Guisa a abandonar sus proyectos y volver inmediatamente, para defender su propia tierra, lo que dejó al Papa abandonado a su suerte.
François I de Lorraine, Duc de Guise.- F. Clouet
El primer día del año 1558, el duque de Guisa llegaba al frente de su ejército a Calais, la última posesión inglesa en territorio galo, que cayó en sus manos diez días después de San Quintín. Provocaba con ello un gravísimo y mortal disgusto a la reina católica de Inglaterra, quien pagaba, con tal pérdida, la revancha del anterior triunfo de su marido. Naturalmente, en Inglaterra, Felipe fue culpado del desastre, a pesar de que había ofrecido la ayuda de sus tropas para la defensa de Calais, ayuda que el Parlamento inglés rechazó, temeroso de que el esposo de su reina albergara afanes de poder personal en caso de obtener una victoria.
En cuanto a la actitud del pontífice, es cierto que a don Felipe le creaba un verdadero problema de conciencia la posibilidad de enfrentarse a él, así que sólo tomó una decisión al respecto después de consultar a diversos teólogos. En consecuencia, a pesar de su victoria, Alba tuvo que aceptar, sin discusión, la oferta de paz que le hizo el pontífice cuando se vio privado del auxilio militar francés. Acto seguido y, obedeciendo instrucciones de su señor, el duque, que avanzaba por los territorios pontificios en razón a una fórmula mixta que permitía luchar contra el enemigo humano, salvando la sumisión debida a su carácter sacro, tuvo que renunciar a su habitual arrogancia y pedirle perdón al Papa, rodilla en tierra.
La Paz de Cateau-Cambrésis se firmó el 3 de abril de 1559. El acuerdo terminaba con sesenta y cinco años de guerra entre Francia y España por el dominio de Italia, durante los cuales, ambos contendientes agotaron los respectivos erarios. Henry II de France, tras sus derrotas en San Quintín y Gravelinas, debía prestar atención a las disensiones entre católicos y hugonotes dentro de su propio reino.
Câteau Cambrésis. Caluroso abrazo entre Felipe II de España y Enrique II de Francia.
Francia recuperaba las plazas de Metz, Toul y Verdún y devolvía Saboya y algunos territorios del Piamonte a Emmanuel-Philibert, duque de Saboya, muy afecto al rey de España y muy desafecto al suyo que, anteriormente le había requisado dichos territorios. Córcega volvía al poder genovés y, por último, el país vecino renunciaba a sus pretensiones sobre el Milanesado. Como compensación, España cedía a Enrique II algunos territorios en Italia.
Traité du Cateau-Cambrésis (fuente: diplomatie.gouv.fr)
El Tratado traía consigo dos nuevos matrimonios: el de Margarita, hija de Francisco I de Francia, con el Duque de Saboya y, el de Isabel, la hija mayor del nuevo soberano Valois, Enrique II, con el nuevo monarca Felipe II de Austria.
Entramos en este tercer matrimonio, en cierto modo, bordeándolo solamente, porque cuando se acuerda esta boda, Felipe ya gobierna sus territorios sin ocaso, como rey efectivo y consumado burócrata y, por tanto, la historia de la esposa francesa se mezcla con otras que ahora, apenas podemos mencionar, pero que marcaron dramáticamente este matrimonio que duró ocho años, con el devenir de variados y a veces terribles sucesos.
Una vez frustrado el proyecto inglés, que hubiera neutralizado futuras agresiones del reino galo, el contumaz viudo Felipe, ponía ahora su aguda visión política en una chiquilla cuyo principal valor residía en la posibilidad de convertirse en instrumento de la necesaria paz con Francia. Isabel de Valois, veinte años menor que él, es decir, en edad de catorce a la fecha de la boda, había nacido el tres de abril de 1546 como primer fruto del desavenido matrimonio de su padre, Enrique II de Francia, con Madame Serpiente, es decir, Catalina de Médicis, a la que cabe el honor de no haberse podido inventar el adjetivo que definiría su compleja inteligencia.
A Felipe II le ocurría ahora con respecto a su hijo, lo mismo que le ocurrió con su padre en el caso de María Tudor, pero a la inversa; la heredera Tudor había sido barajada como esposa de Carlos V, pero, al final, este la casó con su hijo Felipe. Isabel de Valois, en cambio, había sido prometida al príncipe heredero, hijo de Felipe II, don Carlos, con quien sólo se llevaba diez meses, pero la necesidad política destruyó estos planes y fue el padre del novio quien se casó con la prometida. Semejante cambio de parejas entre padres e hijos, que vemos hoy con cierta estupefacción, era frecuente entonces, especialmente en las familias reales. Pues bien, el príncipe Carlos sufrió por esta contrariedad y, mucho, pero la boda se celebró, malgré-lui, en junio de 1559.
El marco de la boda sería la catedral de Nôtre Dame. Allí, el triunfador duque de Alba puso un brazo y una pierna sobre el lecho conyugal, tomando posesión de la novia -por poderes, se entiende-, en nombre de su Señor. Para celebrar la ratificación en España, se eligió el bellísimo palacio del Infantado, en Guadalajara.
Palacio del Infantado
En el transcurso de la ceremonia, la infantil Isabel de Valois no podía quitar la vista del rostro de aquel extraño que le habían dado por esposo. -¿Me estáis contando las canas?-, le preguntó él muy molesto.
Felipe II e Isabel de Valois. Libro de Horas de Catalina de Médicis.
(Imagen: Cuaderno de Sofonisba)
Con la abdicación de don Carlos se cerraba la etapa Imperial; la Monarquía Hispánica iniciaba un nuevo, largo y difícil camino en la persona de Felipe II.
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Más sobre Carlos I/V: La Emperatriz Isabel. Yuste. Gianello Torriano.
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