martes, 23 de junio de 2015

Góngora y Quevedo • Culteranos y Conceptistas


Góngora, de Velázquez

Lejos de toda realidad acostumbrada, tal atmósfera –la de la penumbra de los poemas de Góngora–, unida a la tensión del raro lenguaje, crea una expectación propicia a la descarga luminosa de la intuición. (J. M. Valverde).

Góngora desarrolló un estilo clasicista, arraigado en el incomparable Garcilaso y saturado de latinismos que, por ejemplo, Fray Luis de León, no valoró menos que él. Su poesía fue muy apreciada por una minoría intelectual, no necesariamente aristocrática, pero sí muy relevante y ligada a una parte del sector eclesiástico, del que constituye un ejemplo paradigmático, Fr. Hortensio Paravicino

El ejemplo, en sentido opuesto, sería el mismísimo Duque de Lerma a quien Góngora dedicó y envió una parte de su Panegírico. Pasado algún tiempo y como Lerma no contestaba, Góngora le preguntó si la obra le había gustado; el Duque le dijo tranquilamente: Me parece muy bien, pero no lo entiendo.

El duque de Lerma, por Peter Paul Rubens, 1603. Prado
Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja. Caballero elegante y de gran prosapia, llegó a reunir una fortuna asombrosa, pero no se sintió muy atraído por el mundo de las Letras.

Quevedo atacó de forma burlona y, en ocasiones, violenta, a Góngora, pero no estrictamente a sus formas literarias o, casi podríamos decir, lingüísticas, puesto que no podía decir que no eran bastante meritorias –más bien, todo lo contrario–, ni tampoco podía tacharlo de enrevesado, porque él mismo no escribía “fácil”. En este sentido, el asunto pudo ser más trascendente de lo que se deduce de un enfrentamiento verbal con tintes escatológicos, y quizás refleje, más bien, diferencias reales entre ambos autores, pero de un carácter más allá del literario, que no sería sino el vehículo necesario para mostrar discrepancias insalvables en el terreno político, entendido este término en una acepción muy distinta de la que tiene en la actualidad. Es sabido que, a pesar de la aparente uniformidad ideológica de la época –en principio, todo el mundo aceptaba, sin más, al monarca-, no ocurría lo mismo con la forma de entender sus decisiones, teniendo en cuenta que durante el tiempo que compartieron estos dos genios, se produjeron sucesos de enorme gravedad y trascendencia, y que fueron Lerma y Olivares quienes indujeron las grandes decisiones emanadas aparentemente de la Corona.

De hecho, si analizamos a estos dos autores aislados de su entorno, como se hace a veces, el presente asunto resulta algo parecido a una escena teatral, desarrollada por sólo dos actores sin un fondo objetivo reconocible y frente a un público sin rostro, de donde resultaría una pieza bastante insulsa, poco comprensible y sólo salpimentada con algunas palabras malsonantes. El decorado histórico puede ser, y es generalmente, una ayuda inestimable, por no decir imprescindible. Como ejemplo, pensemos en el elevadísimo analfabetismo que reinaba en la península, precisamente, entre 1560 y 1645, período que comprende la vida de estos dos contendientes, quienes, por fortuna para ellos, formaban parte, por así decirlo, de dos exquisitas minorías; el clero secular y la pequeña nobleza, ambos, gozando de la posibilidad de acceder a los estudios universitarios.

Todo este asunto habría, pues, que plantearlo en otros términos; es decir, en un marco no restringido al terreno literario, porque además, la batalla poética o propiamente literaria, como hemos dicho, y aunque parezca lo contrario, apenas se roza en esta contienda.

Pero hay un segundo elemento que podría ser crucial: esos versos tan insultantes, despectivos y escatológicos, ¿fueron con seguridad escritos por ellos? De ser así, ¿los escribieron, en serio, pensando que pasarían a formar parte del conjunto de su obra? ¿O quizás, aunque causaran y aun causen mucha risa, no deberían haber trascendido más allá de ser un recurso ocasional o una caída momentánea en el insulto y el mal gusto, para descrédito de dos geniales malabaristas del lenguaje?

En primer lugar, ambos autores tenían una formación bastante similar, y los dos escribían poesía sobre el modelo que arrancaba de Garcilaso y del latín erudito, pero, al contrario de lo que parecerían mostrar las apariencias, Góngora, con todo su hábito de canónigo, era más laico, liberal y bon vivant que Quevedo –recordemos que fue amonestado por acudir a los toros, a pesar de que estaba completamente prohibida la asistencia al estamento al que pertenecía–; mientras que Quevedo, un hombre sumido en temibles conceptos sobre la justicia divina y el más allá; era un espadachín consumado; profesaba un odio irracional hacia todo lo que oliera a hereje o judío y era un inconsolable nostálgico del pasado. Tuvo, además una vida política muy agitada y compleja, aunque, en buena parte, ignorada, como puede y debe serlo en alguien que se emplea en tareas de espionaje. 

Quevedo. ¿Copia de un original de Velázquez?

Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos. Nacido en 1580, estudió en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, en Madrid, y después en las Universidades de Alcalá y Valladolid, donde se produjo y se hizo público su enfrentamiento con Góngora, un suceso que, por otra parte, hizo surgir partidarios de uno y otro, haciendo crecer la popularidad de Quevedo; algo de lo que Góngora ya no tenía que preocuparse. 


En 1606, en Madrid, Quevedo conoció al Duque de Osuna, Pedro Téllez Girón, a quien después acompañó y sirvió, en parte como secretario, en parte como soldado, en parte como espía, o agente y acaso, como amigo, tanto cuanto cabía serlo, entre un Duque, Marqués, Conde, Grande de España, Caballero del Toisón, Virrey, Señor de muchos lugares, etc., y un Caballero de Santiago y Señor de La Torre de Juan Abad–, Señorío que adquirió su madre, para mejorar el prestigio y el futuro del escritor.

Tras caer en desgracia junto con el Duque Osuna a raíz de los sucesos de la Congiura de Venecia, recuperó el favor de la Corte, de mano del Conde Duque de Olivares, favor que volvió a perder cuando se opuso –Su espada por Santiago–, a la elección de Santa Teresa como patrona de España, como era el deseo del rey, lo que le costó destierro y encierro en León.

De vuelta en Madrid, se casó con Esperanza de Mendoza, una viuda, de la que se separó muy pronto, viéndose de nuevo implicado en asuntos relacionados con el gobierno de Olivares, que le valieron un nuevo ingreso en la prisión de San Marcos, de donde salió, sin proceso, en 1643, retirándose, ya definitivamente, a su Señorío de Juan Abad.

Luis de Góngora y Argote, 1561–1527, procedía de una familia acomodada. Tras ser nombrado racionero en la catedral de Córdoba, desempeñó varias funciones que le brindaron la posibilidad de viajar por España. Su animada vida social le costó una reprensión que desembocó en una pequeña sanción económica. 

En 1603 se hallaba en la corte, entonces instalada en Valladolid, buscando desesperadamente apoyos con los que mejorar su situación económica y la de su familia. En esa época escribió algunas de sus más mejores letrillas, y se enzarzó en la famosa batalla con Quevedo.

Instalado definitivamente en la corte de Madrid a partir de 1617, fue nombrado capellán de Felipe III, lo cual, como revela su correspondencia, no alivió sus dificultades económicas, que lo acosarían hasta la muerte.

No cabe duda de que los dos poetas son geniales, pero, francamente, cuesta trabajo creer que Góngora considerara a Quevedo como un rival, ya que su prestigio estaba muy bien cimentado y él mismo, suficientemente acreditado en la Corte, sin duda, más y mejor que Quevedo, quien, sin embargo, saldría de España para emplearse con el Duque de Osuna, porque su posición económica no era envidiable, ni tampoco gozaba del mismo prestigio que Góngora, que, por otra parte, y, por así decirlo, llegó a hacer escuela y tuvo brillantes seguidores, como el citado Fray Hortensio de Paravicino, el Conde de Villamediana, Salvador Jacinto Polo de Medina, Francisco de Trillo y Figueroa, Gabriel Bocángel, Sor Juana Inés de la Cruz, Pedro Soto de Rojas, etc., todo los cuales produjeron obras de extraordinaria calidad.

                                 Paravicino                                        Obra de Villamediana

 
   Polo de Medina                            Obra de Trillo y Figueroa

Sor Juana Inés de la Cruz                                 Bocángel

En realidad, es difícil dilucidar el verdadero motivo que encendió aquella lucha dialéctica entre ellos, porque, como hemos dicho, no parece que podamos conformarnos con una diferencia de estilos, ni aceptar sin más, el hecho de que una tendencia literaria diferente y hasta opuesta, diera lugar a ataques tan feroces como los que hallamos en este enfrentamiento.

Y el hecho es, que Quevedo –y no parece que fuera por azar-, a pesar de su religiosidad sin cuestionamientos y su rectitud, según sus principios, mostró más odio que virtud en su comportamiento, hasta el punto de que llegó a adquirir la casa en la que vivía Góngora en Madrid, e hizo que la desalojara, hallándose muy envejecido, enfermo y habiendo perdido prácticamente la memoria.

Hay que pensar, pues, en dos filosofías; dos formas de afrontar la vida, en suma, no sólo distintas, sino opuestas y, en este caso sí, rivales. Quevedo siempre tachó a Góngora, no de culterano, sino de judío y hasta de perro; términos que, en su concepto eran inseparables, aunque no se limitó a ellos, como veremos.

                         Yo te untaré mis obras con tocino
                         Porque no me las muerdas, Gongorilla,
                         Perro de los ingenios de Castilla,

No parece necesario aclarar la referencia al tocino.

Lo cierto es que los versos que Góngora le dedica a él, son mucho más contenidos y nunca recurre a los insultos soeces ni a descalificaciones de carácter étnico–religioso. Quevedo le supera en mordacidad y le obliga a acercarse a su propio estilo, el “conceptismo”, mucho más apropiado que el “culteranismo” para la sátira y el insulto, aunque sin arrastrarle al nivel de procacidad típicamente quevedesco. (J.M.V.)

Dice Góngora:
                                            ...vuestros antojos
                           Dicen que quieren traducir al griego,
                           No habiéndolo mirado vuestros ojos.

Responde Quevedo:

                          ¿Por qué censuras tú la lengua griega
                           siendo sólo rabí de la judía,
                           cosa que tu nariz aun no lo niega?

                           No escribas versos más, por vida mía;
                           Aunque aquesto de escribas se te pega,
                           Por tener de sayón la rebeldía.

Dice Góngora.
                           …
                           a San Trago camina, donde llega:
                           que tanto anda el cojo como el sano. 

Responde Quevedo:

                           éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
                           éste es el culo, en Góngora y en culto,
                           que un bujarrón le conociera apenas.

                           Apenas hombre, sacerdote indino,
                           Que aprendiste sin christus la cartilla;
                           Chocarrero de Córdoba y Sevilla,
                           Y en la Corte, bufón a lo divino.

Aunque no son muchos los sonetos que se han conservado en este sentido, resultan suficientes para dejar claro que las referencias de carácter culto, o culterano, o intelectual, no existen en los sarcásticos versos de Quevedo, quien ciertamente, tenía poco o nada que reprochar a Góngora, pero sí concurren en los versos de este último, aunque de forma casi tangencial, como ocurre en su referencia al supuesto desconocimiento de la lengua griega por parte de Quevedo.

Surgen aún dos nuevos elementos de análisis en este ficticio enfrentamiento de tú a tú: la calidad única y distinta de cada uno de los autores, puesto que, evidentemente no sólo no son iguales, sino que ni siquiera son comparables, y la supuesta simultaneidad histórica de los mismos, que sólo es aparente y que se debe al hecho de que suelen estudiarse juntos, centrando la atención en sus manidas y anecdóticas disputas.

Cuando Quevedo nació, Góngora ya publicaba; veinte años de diferencia, no parecen suponer una distancia en la historia, pero sí en la vida. La celebridad de Góngora trascendió muy pronto e inmediatamente tuvo, no sólo seguidores incondicionales, cuando a Quevedo todavía le faltaba mucho camino que recorrer; además de que este último siempre mostró su preferencia por la controversia política, en la que, al menos literariamente, Góngora no entró. Por otra parte, Quevedo nunca llegó a crear algo parecido a una escuela, mientras que en el caso de Góngora, no sólo tuvo admiradores e imitadores en su tiempo, como hemos dicho, sino que fue nuevamente elegido como modelo poético, ya en el siglo XX. 

Hoy día, cuando se lee acerca de la famosa controversia, tan asumida, que en ocasiones, parece que es lo único que hicieron ambos autores, da la sensación de que Quevedo, buen escritor, pero terriblemente lastrado por la propia soberbia, quiso mostrar un enfrentamiento entre iguales, algo que no podía ser, ya que él no era un contendiente para Góngora, que parece sacudírselo con la misma facilidad que si se tratara de un mosquito, combatiendo la soberbia con la seguridad personal, de su reconocido e indiscutible valor literario.

En 1585, cuando Quevedo no llegaba a los cinco años de edad, ni Góngora a los veinticinco, decía ya Cervantes de este último en el Canto de Calíope, de La Galatea:

                           En don Luis de Góngora os ofrezco
                           un vivo raro ingenio sin segundo;
                           con sus obras me alegro y me enriquezco
                           no sólo yo, mas todo el ancho mundo...».

Ese mismo año, el cordobés publicaba su gran Soneto a Córdoba, considerado una obra maestra:

                           ¡Oh excelso muro, oh torres coronadas
                           De honor, de majestad, de gallardía!
                           ¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
                           De arenas nobles, ya que no doradas!

Y, ya en 1590, algunos de los más célebres compositores españoles, como Diego Gómez, Gabriel Díaz o Claudio de la Sablonara, solicitaban los textos de Góngora como tema de base para sus composiciones musicales.

Es sabido, como se ha dicho, que la lírica fue la especialidad de Quevedo, a pesar de su inmensa obra en prosa, y algunos de sus sonetos son ejemplares, pero lo cierto es, que además de los textos de carácter místico, político y crítico, la prioridad del escritor la soportan sus sátiras, personales o colectivas –en gran parte, contra las mujeres-, y su lenguaje resulta más pensado para herir, acorde con su fama de espadachín, que para halagar el sentido lírico de sus lectores; en resumen, Quevedo dominaba la burla y en ella era maestro.

Dos sonetos componen toda la artillería de Góngora en esta pelea. Pero veamos otras muestras de la de Quevedo, en las que se integra sin tropiezos, su lenguaje preferido.

                           De vos dicen por ahí
                           Apolo y todo su bando
                           que sois poeta nefando
                           pues cantáis culos así.

                           ¿cuál hombre o mujer que canta,
                           si tiene cabeza cuerda,
                           a pies de coplas de mierda,
                           hará pasos de garganta?

                          que vuestras letras, señor,
                          se han convertido en letrinas.

                          Yo, por mí, no pongo duda
                          en que las coplas pasadas,
                          según están de cagadas,
                          las hicisteis con ayuda.
                          Más valdrá que tengáis muda
                          la lengua en las suciedades;
                          dejad las ventosidades:
                          mirad que sois en tal caso
                          albañal por do el Parnaso
                          purga sus bascosidades.

                                           • • •

                         Vuestros coplones, cordobés sonado,
                         sátira de mis prendas y despojos,
                         en diversos legajos y manojos
                         mis servidores me los han mostrado.

                         Buenos deben de ser, pues han pasado
                         por tantas manos y por tantos ojos,
                         aunque mucho me admira en mis enojos
                         de qué cosa tan sucia haya limpiado.

                         No los tomé, porque temí cortarme
                         por lo sucio, muy más que por lo agudo,
                         ni los quise leer, por no ensuciarme.

                         Así, ya no me espanta ver que pudo
                         entrar en mis mojones a inquietarme
                         un papel, de limpieza tan desnudo.

Todo esto, sin evocar las diversas referencias al pretendido judaísmo de Góngora, basado en sospechas surgidas de una investigación inquisitorial, en la que se presentaron dudas sobre una abuela, que nunca prosperaron. Quevedo era hombre muy apegado a los viejos prejuicios, como muchos más en su época, cuando el horror hacia todo lo semita se había alimentado ampliamente, presentando a probables o improbables descendientes de los conversos que sobrevivieron a la expulsión de 1492, como la causa de todos los males. Para Quevedo era razón de fe y arma arrojadiza, hubiera o no certeza sobre su realidad.

Junto a aquellas sospechas, todo un caudal de epítetos relativos a la suciedad, como los ya copiados y los que siguen.

                           Poeta de bujarrones
                           y sirena de los rabos,
                           pues son de ojos de culo
                           todas tus obras o rasgos;
                           …
                           escoba de la basura
                           de las ninfas del Parnaso
                           …
                           Gongorilla, Gongorilla,
                           de parte de Dios te mando
                           que, en penitencia de haber
                           hecho soneto tan malo,
                           andes como Juan Guarín,
                           doce años como gato,
                           y con tu soneto al cuello,
                           por escarmiento y espanto.
                           …
                           cristiano viejo no eres,
                           porque aún no te vemos cano;
                           hi de algo, eso sin duda,
                           pero con duda hidalgo.

Vistos los ejemplos precedentes –que, en absoluto agotan el tema-, y aun sabiendo que todas sus mofas se reducen a vaguedades que cualquiera podría aplicar igualmente a su autor, no sorprende que algunos investigadores hayan incidido en el análisis de lo que Juan Goytisolo definió como una obsesión escatológica del escritor, que, en su opinión, los críticos y estudiosos de su obra acostumbran a esquivar.

No merece la pena, sin duda, pero sería curioso hacer un recuento de términos similares a culo, mierda, cagadas, puto, bujarrón, etc., que parecen mostrar esa extraña obsesión en el escritor que, por alguna razón incomprensible, ha sido elevado, en ocasiones, por encima de Góngora, al Olimpo del Siglo de Oro,  y todo ello en base fundamentalmente, a sus sonetos insultantes y a obras de carácter escatológico, como Gracias y desgracias del ojo del culo, o algunas escenas de El Buscón que son las más conocidas y que, francamente, conviene leer con el estómago muy bien asegurado. 

Y todo ello, por cierto, prescindiendo del hecho de haber acuñado el término culterano -no cultista, más acorde con conceptista-, porque sonaba más a luterano -la otra monomanía de don Francisco-. 

Por todo lo dicho, resulta absurda la constante comparación entre Quevedo y Góngora, desde cualquier punto de vista y, mucho más, las singulares preferencias por el primero, debidas a la fácil comprensión de sus peores creaciones.

Convendría pues, señalar, que Quevedo, no es sólo su absurdo enfrentamiento con Góngora, ya que si nos basamos estrictamente en eso, su figura sufriría un gran descrédito: primero, por la injusticia de sus aseveraciones; segundo, por la soberbia de su actitud; tercero, por su barato recurso a la carcajada tabernaria; cuarto, por sus incoherentes pretensiones de compararse con Góngora y quinto, por su carácter pendenciero. Y ya en otros aspectos, destacaríamos igualmente, su desprecio hacia casi todo, frente a la ciega admiración por su patrono el duque de Osuna; su orgullosa complacencia en malas prácticas, como el soborno; sus odios generalizados hacia los extranjeros, en especial, franceses, ingleses, venecianos, etc. Se podría, en fin, someter a análisis su rotunda e irracional negativa a admitir el patronazgo de Teresa de Ávila, por mucho que quisiera razonarla, ofreciendo al efecto, Su espada por Santiago.

¿Significa esto que Quevedo no es un figura literaria de primer magnitud? Todo lo contrario, pero se trata aquí de un momento que a pesar de no tener, en realidad excesiva trascendencia, es muy conocido y muestra en toda su magnitud el carácter de un hombre pendenciero y terriblemente irascible. No en vano, el cuarenta por ciento de su obra es de carácter satírico, entreverado con un humor más bien sarcástico, que en numerosas ocasiones se adereza con la más desagradable escatología, de todo lo cual, le salva, en parte, el hecho de que, en ocasiones, el propia poeta ironiza francamente sobre sí mismo:

Los que me quieren mal me llaman cojo, siendo así que lo parezco por descuido, y soy entre cojo y reverencia, un cojo de apuesta, si es cojo, o no es cojo…

El cojear en los versos, eso es, Señor, retratarme.

…y si hoy soy algo, es por lo que he dejado de ser: gracias a Dios nuestro Señor, y a su excelencia. He sido malo por muchos caminos, y habiendo dejado de ser malo, no soy bueno, porque he dejado al mal de cansado y no de arrepentido.

…hijo de padres que me honraron con su memoria, ya que los mortifico yo con la mía.

En cualquier caso, y aun a pesar de reconocimientos más o menos tácitos, puesto que nunca están libres de cierta ironía y casi hasta de vanidad, el resultado es que la persona de Quevedo siempre se impone a gritos por encima de su obra, algo que, evidentemente, no ocurre en el caso de Góngora.

Por último, resulta imprescindible traer aquí su espléndido soneto, Amor constante más allá de la muerte, poderosamente emotivo, tal vez a causa del profundo impacto de su último verso.

                              Cerrar podrá mis ojos la postrera
                              Sombra que me llevare el blanco día,
                              Y podrá desatar esta alma mía
                              Hora, a su afán ansioso lisonjera;

                              Mas no de esotra parte en la ribera
                              Dejará la memoria, en donde ardía:
                              Nadar sabe mi llama el agua fría,
                              Y perder el respeto a ley severa.

                              Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
                              Venas, que humor a tanto fuego han dado,
                              Médulas, que han gloriosamente ardido,

                              Su cuerpo dejará, no su cuidado;
                              Serán ceniza, mas tendrá sentido;
                              Polvo serán, mas polvo enamorado.

Soneto que, sin interés en hacer comparaciones,  puede acompañarse con otro de Góngora:

                               XXX
                              Suspiros tristes, lágrimas cansadas,
                              que lanza el corazón, los ojos llueven,
                              los troncos bañan y las ramas mueven
                              de estas plantas, a Alcides consagradas;

                                 mas del viento las fuerzas conjuradas
                              los suspiros desatan y remueven,
                              y los troncos las lágrimas se beben,
                              mal ellos y peor ellas derramadas.

                                 Hasta mi tierno rostro aquel tributo
                              que dan mis ojos, invisible mano
                              de sombra o de aire me la deja enjuto,

                                 porque aquel ángel fieramente humano
                              no crea mi dolor, y así es mi fruto
                              llorar sin premio y suspirar en vano.

Góngora murió en Córdoba, en 1617, a los 66 años y Quevedo, en 1645, a los 54. Ambos vivieron siempre en torno y a expensas de la Corte y la nobleza, en un siglo decadente y mal gobernado, que, gracias a cierta magia que sólo existe en la literatura y el arte, ellos y otros, convirtieron en eso que conocemos como Siglo de Oro

Admitiendo, pues, que la supuesta batalla literaria entre Góngora y Quevedo, no puede ni debe pasar de ser algo anecdótico, nos queda toda la  obra de ambos, que es mucha, para empezar a trabajar con ellos y tratar de conocerlos verdaderamente, intentando acercarnos a ellos para superar, paso a paso, las múltiples dificultades de su obra y el desconocimiento de su vida y personalidad.



2 comentarios:

  1. ¡ENHORABUENA!
    Espero que sigas teniendo tanto éxito con tus interesantes artículos.

    ResponderEliminar
  2. Mil gracias. Te deseo lo mismo (aunque no es necesario, pero
    siempre valen los buenos deseos).

    ResponderEliminar