viernes, 19 de agosto de 2016

Los Trastámara III • Enrique IV y los Reyes Católicos


Yo cumplo con el oficio a que está obligado el que escribe; de no dejar pieza por menear, ni piedra por remover del edificio y obra que trae entre manos.

(Andrés de Morales. Historia General de Córdoba) 


Vamos a transitar por una época en la que se ha situado, convencionalmente, el hito que marca el final de la Edad Media; en concreto, por el período transcurrido entre el reinado de Enrique IV –1454– y su muerte, con la coronación inmediata de Isabel I –1474–, hasta la fecha fin del período medieval, con el Descubrimiento de América y la Toma de Granada –1492–, que sobrepasaremos ligeramente, para llegar hasta el fallecimiento de esta reina –1504– e incluso, hasta el de su esposo don Fernando –1516–, puesto que, en definitiva, hablamos de los Trastámara y él fue uno de ellos; podríamos decir que, el último, además de Rey Consorte de Castilla. Después, ya no hubo más Trastámara en el trono, ya que, hablando con propiedad, doña Juana I, no reinó –aunque fuera la reina–, y su hijo y sucesor, don Carlos, ya era un Habsburgo.

Los Cronistas

Gran parte de lo que sabemos del reinado de Enrique IV, hasta su fallecimiento, y los sucesos que se produjeron a partir de entonces, se lo debemos a los Cronistas, quienes a su vez, se debían a aquellos que les encargaban su redacción, por lo tanto, la objetividad, siempre difícil de alcanzar, va a ser ahora casi imposible, excepto, en todo caso, si tomamos en consideración con el mismo respeto, los relatos de unos y de otros, aun sabiendo que la Historia siempre la escribieron los vencedores, y que las Crónicas siempre fueron un instrumento de propaganda, definida en el D.R.A. como: Acción y efecto de dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o compradores.

Larga y densa es la nómina de Cronistas que escribieron durante los reinados de Enrique IV e Isabel I, o, para atenernos a su denominación más conocida, entre el de Enrique IV y los Reyes Católicos, como fueron llamados desde que el Papa Alejandro VI les otorgó dicho título en 1494, y que ratificó mediante la bula Si convenit, fechada el 19 de diciembre de 1496.

Algunos de los Cronistas que habían escrito sobre Enrique, lo hicieron también sobre Isabel, sirviendo prácticamente, el reinado del primero, como prólogo para el de los Católicos. De unos y otros nos serviremos para intentar reflejar la situación previa al fallecimiento del rey Enrique y, sobre todo, lo que sucedió inmediatamente después. 

El resultado es parecido a un laberinto cuyas salidas no han podido ser determinadas con certeza, por lo que no podemos sino debatirnos entre iguales contingencias, diferentemente narradas, cuyos resultados van a depender, sobre todo, de la deducción, pues lo escrito es contradictorio, partidista y, en ocasiones, casi se podría asegurar que, evidentemente falso. 

Por ejemplo, ¿quién concibió y promovió la llamada Farsa de Ávila, que, como su nombre indica, no fue más que una farsa? Y ¿quién permitió que el pequeño Infante Alfonso, actuara como rey de comedia durante tres años, sólo interrumpidos por su extraña, inesperada y más que sospechosa muerte? O bien, ¿dejó Enrique IV un testamento, o no? Si tuviéramos respuesta a estas preguntas, así como a otras que igualmente surgen de la lectura de las Crónicas, conoceríamos la Historia. Pero no es así; sabemos lo que pasó, pero no, ciertamente, cómo, ni por qué pasó.
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Entre las Crónicas de Enrique IV podemos partir de dos obras básicas, opuestas en su valoración con respecto a la figura del Rey: una sería la de Diego Enríquez del Castillo, capellán, consejero y embajador del monarca, al que permaneció siempre fiel. 

La parcialidad a favor del Rey por parte de Enríquez del Castillo no se nota tanto en los hechos que relata como en los comentarios personales, omitiendo, con frecuencia, la relación de los acontecimientos que puedan perjudicar abiertamente a Enrique IV. Pero aun con todo esto no deja de ser objetivo con los sucesos que refiere; y como obra literaria su Crónica tiene importancia por su viveza y fuerza dramática, aunque a veces su estilo pase a ser retórico y declamatorio en exceso.

La otra, es la de Alonso de Palencia, que fue secretario de cartas latinas de la corte de don Enrique, pero pasó muy pronto a militar en el partido de don Alfonso, e intervino después en las negociaciones para la boda secreta entre Isabel y Fernando. Frecuentemente asume un papel protagonista en el relato; quizá un poco más de lo necesario. 



Su obra, Gesta Hispaniensia ex Annalibus Suorum Dierum, conocida normalmente con el nombre de Décadas, está escrita en latín. Palencia era enemigo mortal de Enrique IV, cuya Crónica incluyó en su obra, si bien, se han suscitado problemas sobre su veracidad, teniendo en cuenta lo agresivo de su texto, pero al compararla con otros documentos de la época parece que está más cerca de la verdad histórica. A Labandeira Fernández.


Citaremos con igual frecuencia, para Isabel y Fernando. la obra de Hernando del Pulgar, posiblemente toledano y posiblemente de origen converso –al igual que Cárdenas y Chacón, los incondicionales consejeros de Isabel-. Su Crónica se propone, sobre todo, alabar a la reina, pero también mezcla los hechos con su experiencia particular y emite opiniones muy personales, diríamos que citándose a sí mismo como autoridad conocedora, en especial, cuando se refiere a las cualidades y deberes del buen monarca

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MUERTE DE DON ALFONSO HERMANO DE ISABEL 5 de Julio de 1468

…con desprecio suyo y de las leyes y sólo por capricho, había llamado el Marqués –de Villena–, al trono á D. Alfonso, mancebo de tierna edad, para luego valerse de él a su antojo como de un fantasma de Soberano, y con pretexto de la voluntad del Rey, satisfacer la propia, en daño y afrenta del rey D. Enrique y de sus partidarios.

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Juzgo yo autor de este crimen –la muerte de don Alfonso–, al Maestre, así por los indicios de su vida anterior, como principalmente por lo que voy a referir.

Salió de Arévalo el rey D. Alfonso con su hermana Dª. Isabel el 30 de Junio, y llegó antes de anochecer a la aldea de Cardeñosa, a dos leguas de Ávila. Entre los demás platos presentáronle una trucha empanada, manjar á que era muy aficionado. Comió el desgraciado joven gran parte, y al punto se sintió acometido de sueño pesado y se fue a acostar sin hablar palabra. A medio día del siguiente aún no se había levantado, contra su costumbre, y entonces los de su cámara se acercaron al lecho, le llamaron, tocaron su cuerpo y, viendo que no respondía, prorrumpieron en grandes clamores. 

A los gritos acudieron el arzobispo de Toledo, el maestre de Santiago y el obispo de Coria con la desdichada hermana del enfermo, y como no constaba a las preguntas que se le hacían,… llamóse inmediatamente al médico que, admirado de Ia pérdida del uso de la palabra, recurrió a la sangría; pero no salió la sangre, ya coagulada. Además el entorpecimiento de la lengua y lo negro de la boca señales eran de un virus diferente de la pestilencia, y ni por las picaduras de las agujas en las piernas y brazos, ni por los continuos sacudimientos de los que le rodeaban pude conocerse el menor indicio de hallarse atacado de ella.

Al fin hubo de reconocerse la inutilidad de todas las súplicas al cielo, porque el santo mancebo entregó su alma inmaculada al Señor el 5 de Julio de 1468. 

Vivió Alfonso XII, rey de Castilla y León, catorce años, siete meses y veinte días. Llevó la corona desde el de su exaltación tres años y un mes.

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SITUACIÓN DE DOÑA JUANA, HIJA DE ENRIQUE IV

Hoy en día los historiadores consideran que la mayoría de los textos del periodo exageraron los sucesos y gran parte de la leyenda sobre Enrique IV es fruto de una campaña contra su imagen auspiciada por los Reyes Católicos. No así los rumores sobre su impotencia.

Los médicos no descartan que Juana fuera hija suya, habida, posiblemente recurriendo a una precaria fecundación "in vitro". Según especifica el humanista y viajero Hieronymus Münzer; «los médicos fabricaron una cánula de oro…"

La Excelente Señora

Pero –en un primer momento–, la impotencia– fue el principal argumento usado por los partidarios y seguidores de los Reyes Católicos para lograr sus propósitos en torno a la sucesión. Puesto que el Rey había tenido graves dificultades para engendrar un hijo con su primera esposa –e iba por el mismo camino en el séptimo año de su segundo matrimonio–; el nacimiento de una heredera el 28 de febrero de 1462 despertó toda clase de suspicacias no exentas de intereses ocultos. La niña nacida fue considerada como el fruto de una relación extraconyugal de la Reina con Beltrán de la Cueva, el favorito del Rey.

Sin embargo, sigue sin encontrarse ningún documento ni prueba que pueda demostrar que Juana no fuera hija del Rey. Sus restos se perdieron y no es posible hacer una prueba de DNA.

La firma de Enrique IV en el Pacto de Guisando (1468) había desheredado a su hija a favor de su hermana Isabel la Católica. La razón esgrimida –en esta ocasión– para dejar a la Infanta Juana de lado, no era su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del matrimonio de Enrique. (Diario ABC).

En tanto D. Enrique entregó solemnemente como á hija suya a la de la Reina, en manos del marqués de Santillana, como rehenes y prenda especial de los conciertos ajustados. El Marqués, sus hermanos y D. Pedro de Velasco la llevaron con gran acatamiento a Buitrago, villa fuerte y bien asegurada.

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Esta suerte corrieron los dos personajes –Alfonso y Juana–, que hubieran antecedido a doña Isabel en el acceso al trono. En cuanto a doña Juana, como hemos visto–, pasó por varios estadios; de ser hija de don Beltrán de la Cueva –quien después militaría en las filas de doña Isabel–, pasando a ser bastarda, quedando, finalmente, como ilegítima, por haber nacido de matrimonio ilegítimo. 

En cuanto a los que precedían a don Fernando de Aragón, no es preciso recordar la suerte corrida por don Carlos, Príncipe de Viana, y por su hermana Blanca de Navarra. La tercera hermana, Leonor, asumió la guarda de su hermana doña Blanca, que murió en el encierro bajo su cuidado. A la muerte de su padre, Juan II de Aragón, Leonor heredó la Corona Navarra. 

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Los sucesos:

Encuentro en Guisando
Boda secreta de Isabel y Fernando
Declaración en Val de Lozoya
Una cena fraternal en Segovia
Fallecimiento de Enrique IV

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Encuentro en Guisando, 19 de Setiembre de 1468


Sólo por referencias sabemos de la reunión que se celebró entre don Enrique y su hermana Isabel, en el paraje de Guisando, puesto que no existe ni un solo documento que avale, no sólo lo que se supone allí acordado, o más bien, concedido por el rey, sino ni siquiera el hecho de que allí se celebrara algo. Sin embargo las concesiones son de tal transcendencia, que hay que creer que fueron otorgadas, al menos, en un intento de evitar daños mayores, con los que, directa o indirectamente fue amenazado.

Sea como fuere, en virtud de dicho acuerdo, don Enrique renunciaba voluntariamente a todo aquello que concedía a su hermana, que a partir de entonces, debía ser reconocida como heredera y Princesa de Asturias, en cuanto fuera jurada por las Cortes, que, al efecto se reunirían dentro de cuarenta días.

El rey Enrique aceptaría el divorcio y separación de su esposa, que debía ser devuelta a Portugal, mientras que doña Juana, la hija de la reina, permanecería en la Corte hasta que se le encontrara un matrimonio conveniente. Por último, Enrique entregaría el Alcázar de Segovia –sede del tesoro real–, a los partidarios de su hermana.

Sólo una condición tenía que cumplir doña Isabel, según lo acordado; no casarse, si no con quien el dicho señor rey acordare y determinare, de voluntad de la dicha señora infanta y con acuerdo y consejo de los dichos arzobispo, maestre y conde, y no con otra persona alguna. 

Y allende desto se conformaría con la voluntad del Rey su hermano que lo deseaba, y excusaría grandes escándalos en Castilla, que de hacer lo contrario se seguirían. H. del Pulgar, futuro Cronista de los Reyes Católicos.

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Boda secreta de Isabel y Fernando. 1469. Relato del testigo H. del Pulgar.

Todos los pretendientes de la nueva heredera, recibieron corteses negativas, pero no por la necesidad de mantener la palabra dada, sino porque, por alguna razón que desconocemos documentalmente, sólo quería a uno de ellos, a don Fernando de Aragón, su primo segundo, al que jamás había visto.

Caballeros y Dueñas, sus criados y servidores que estaban en el servicio contino de su casa, vistas las embajadas que eran venidas sobre esta materia a la Princesa; y como a ninguna dellas se determinaba ni respondía con efecto, conocieron que parte de la dilación que la Princesa daba, era por algún empacho que la honestidad suele a las doncellas impedir la determinación de sus casamientos.

La Princesa dijo, que miraba solamente lo que al bien destos Reynos cumplía. Y pues los votos de los Grandes del Reyno eran en esto conformes, ella conformándose con su voluntad se remitía al parecer de todos: y dio luego comisión á Gutierre de Cárdenas su criado y Maestresala para lo concluir. 

E luego partió de Madrigal y fue para Hontiveros aldea de la ciudad de Ávila, y de allí fue para Valladolid, donde estaba el Almirante Don Fadrique abuelo del Príncipe, y Don Pedro de Acuña Conde de Buendía e don Íñigo Manrique Obispo de Coria y otros algunos caballeros que para la conclusión desde casamiento fueron juntos en aquesta villa

Donde vino luego el príncipe de Aragón, y con él don Pedro Manrique Conde de Treviño Adelantado mayor del Reino de León y otros caballeros de Aragón y celebraron sus bodas, miércoles 18 de Octubre día de san Lucas de 1469 en las Casas de Juan Vivero. (Castillo)
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-Quiso la ilustre señora –dice Alonso de Palencia-, que fuese a mis órdenes uno de sus criados, Gutierre de Cárdenas, en la empresa que para la tan deseada venida de D. Fernando había yo de dirigir, y acompañarle en el camino. 

Salimos Gutierre y yo de Valladolid con el mayor sigilo en altas horas de la noche, por cuanto la luna estaba en su lleno, y apresurando la marcha por el fundado temor a las emboscadas de los que tenían la fuerte aldea de Castroverde, paso el más libre que aquella noche se nos ofrecía, y caminamos hasta la madrugada. 

Pasamos el día ocultos en la aldea de Guzmán, y después de tomar algún descanso, seguimos más extraviados senderos hasta vernos seguros en la villa del Burgo de Osma donde residía el obispo Pedro, en otro tiempo muy amigo del arzobispo de Toledo; pero que olvidado ya de los beneficios recibidos, mostrábase favorable a los enemigos de su bienhechor. Recelando yo de su astucia determiné ir solo a visitarle y que Gutierre de Cárdenas permaneciese oculto en nuestra posada para evitar que por él pudiese descubrirse fácilmente la causa de nuestro viaje.

Salúdele y le entregué las breves cartas que para él me diera el Arzobispo; pero respondí a sus preguntas de muy distinta manera de la que me había encargado, porque creyéndole amigo, habíame dicho que le descubriera todo el caso, y que preparase un escuadrón de ciento cincuenta caballos del Obispo, juntamente con otros ciento que por encargo también del Arzobispo capitaneaba Rodrigo de Olmos. Además, para hacer más segura la llegada del príncipe don Fernando había creído necesario que apenas éste pisara la frontera de Castilla, se adelantase a su encuentro el Conde de Medinaceli, D. Luis de la Cerda, con cuya fidelidad contaba, y escoltase con quinientas lanzas al ilustre mancebo que venía acompañado de doscientas de Aragón.

Conocí yo, sin embargo, por las palabras del Obispo que no veía con buenos ojos la llamada del Príncipe, y cambié repentinamente de lenguaje. 

-El Arzobispo me envía a Zaragoza para que traiga la dispensa que hace tanto tiempo, concedió Calixto III, a don Fernando para que pudiera casarse, libre de todo impedimento, con doncella parienta suya dentro del tercer grado. El Arzobispo deseaba ver la dispensa original para luego preparar la venida y el matrimonio del Príncipe. 

Montó en cólera el Obispo al oírlo, y no pudiendo disimular sus intenciones, me dijo: 

–Había creído, Alfonso, que mi buen Arzobispo os enviaba para llamar al príncipe de Aragón, futuro esposo, según su intento, de la ilustre Dª. Isabel; y si tal cosa maquina, ya puede buscar apoyo para sus planes en cosa que no sea mi industria y diligencia; porque he de procurar combatirlos, y no han de faltarme auxiliares de tal valía que hagan recaer sobre su cabeza y la de sus secuaces la temeridad del que penetra en nuestros confines. ¿Necesitaré explicaros los propósitos de D. Pedro de Mendoza Señor de Almazán y hermano de mi yerno, constante en resistir al Príncipe siempre que intente penetrar en estos reinos? Y aun cuando los Grandes vecinos adormezcan su vigilancia, la mía bastará y sobrará para desbaratar y aniquilar a los aragoneses y a los que los acaudillan. Justamente se me acusaría de desleal –añadió-, si mientras el rey D. Enrique y el maestre de Santiago permanecen en apartadas provincias confiando a mi celo la seguridad de este territorio, consintiese yo la entrada en él de gente extranjera, y accediese al nuevo matrimonio contra la voluntad del Rey concertado por mi buen Arzobispo y unos cuantos magnates, para grave trastorno de nuestros asuntos y eterno semillero de escándalos.

Con artificiosa lisonja aparenté aprobar cuanto había dicho. Pedíle luego encarecidamente que me diese un guía fiel y escogido de sus criados y cartas de recomendación para el alcaide del castillo de Gomara, villa fronteriza de Aragón, para seguridad mía y de mis compañeros, y para que tanto a la ida como al regreso me acogiese amistosa y cortésmente; seguridad y amistad, añadí, que exigía el hecho mismo de traer las bulas, por cuanto el Arzobispo me había ordenado que si lograba alcanzarlas, las sometiese al examen de mi interlocutor, quien, inmediatamente escribió las cartas y me dio el guía.

Constándonos que nuestro íntimo amigo el de Osma había de hacernos abierta oposición, añadía Gutierre, la multitud de obstáculos que frustraría nuestros esfuerzos. Sonreí yo al oírle, y le dije:

—Cobra ánimo, Gutierre, y sabe que lo que sucede es indicio seguro de triunfo, no de descalabro. 

Calló mi compañero y, lleno de tristeza e inquietud con lo que oía, se resignó a seguir mis determinaciones.

Cuando nos levantamos a la madrugada encontramos ya preparado para la marcha al guía. Entramos al anochecer en Gomara. Despedíme yo de mis compañeros deseándoles tranquilo sueño, y fui a buscar al alcaide de la fortaleza, hombre íntegro, que luego que hubo leído detenidamente las cartas, se ofreció a ejecutar cuanto le mandase. Elogié cual se merecía su buen ánimo, y le dije que necesitaba un hombre celoso que con toda diligencia llevase mis cartas al arzobispo de Toledo, deseo que él satisfizo proporcionándome un mensajero apto para el empeño.

Escribí a la ilustre Princesa cartas, pidiendo que sin demora, y a las órdenes de un capitán probo y experto, se enviaran trescientas lanzas que en término de diez días se hallasen en el Burgo de Osma. 

La noche que pasamos en Gomara disponiendo estas cosas me dijo el alcaide que si algo teníamos que tratar con D. Fernando, no dudaba que podríamos saludarle en Calatayud, o con más seguridad, en Zaragoza. Gran gozo me produjo la noticia; pero tuve buen cuidado de ocultar por entonces la causa.

Al día siguiente, tocábamos a la frontera de Aragón. Entonces hablé a mi compañero de la audacia y resolución que ya antes había conocido en el Príncipe para arrostrar los más evidentes riesgos, por serme manifiesto. Al punto recobró Gutierre fundada esperanza de que D. Fernando, accediendo a nuestros consejos, acelerase su marcha.

Zaragoza

Llegamos a Zaragoza, y como queríamos guardar en secreto todo el caso, mientras yo me dirigía al amanecer en busca del Príncipe, Gutierre –que era demasiado conocido del partido de doña Isabel-, permanecería oculto en San Francisco, hasta que yo supiese si don Fernando quería que se supiese nuestra llegada, la cual sería imposible de ocultar si veían a mi compañero. 

A D. Fernando, mi visita le causó extraordinario júbilo y sin más tardar se dirigió, según mi deseo, a la iglesia de San Francisco, donde con todo el disimulo que creí conveniente, fue encaminándose hacia la celda donde esperaba Cárdenas.

Allí resolvimos que Gutierre se dejase ver de todos; pero que, para disimular, públicamente acusase al Príncipe de ingratitud, cual si no mostrase buena correspondencia a su prometida Dª. Isabel. Aprobaron el acuerdo, D. Juan -pseudo arzobispo de Zaragoza, puesto que era seglar y usaba indebidamente de aquel título por ser hijo bastardo del Rey de Aragón, medio hermano, por tanto, de don Fernando-, y el anciano Pedro Vaca. 

Atendiendo pues, a las diversas consideraciones de los que le aconsejaban, resolvió que debía consultar á su padre y disipar todos sus temores, exponiéndole la ventaja que suponía la ausencia del rey D. Enrique y del maestre de Santiago, entonces en la frontera de Portugal. El anciano rey -71 años-, tan arrojado para todo lo demás sólo en este asunto se dejaba llevar demasiado de su ternura hacia el hijo, queriendo alejar de él todo peligro.

Aceptado el parecer del Príncipe, y mientras se ejecutaba, dispusimos nuestra deseada marcha, haciendo que él, acompañado de seis criados y con el más profundo sigilo se encaminase hacia Castilla, fingiendo que acudía al llamamiento de su padre. 

Pareciónos también ardid conveniente para desorientar a los que se habían apercibido de los preparativos de marcha, que se publicase que sólo se iba Pedro Vaca, con una embajada para D. Enrique y que llevaba regalos para éste, de parte del príncipe D. Fernando, y que le acompañaríamos nosotros desde Zaragoza, aparentando grave enojo contra el Príncipe que, simularía que iba en dirección contraria, para reunirse con su padre.

Castillo de Ayub. Calatayud

Así, a los nueve días de nuestra primera visita al Príncipe salimos con Pedro Vaca en dirección a Calatayud, al paso que Gutierre de Cárdenas debía torcer hacia Verdejo, lugar fronterizo de Castilla, donde por secreto acuerdo esperaría al príncipe D. Fernando. 

Antes de separarnos en Calatayud para emprender nuestros distintos caminos, llegó allí el caballero García Manrique, a quien la princesa Dª. Isabel y el arzobispo de Toledo enviaban para urgir a D. Fernando que apresurase su deseada llegada, ya que cualquier retraso destruiría todos los planes, pues daría tiempo a que regresasen a Castilla el rey D. Enrique y el maestre de Santiago.

Burgo de Osma

Sin perder tiempo salió de Verdejo Gutierre con el Príncipe hasta una pequeña aldea entre Gomara y el Burgo de Osma. Allí hicieron alto para descansar. Según previo acuerdo, el Príncipe, fingiéndose criado de mercaderes, estuvo cuidando a las mulas y sirviendo la cena, acabada la cual, en vez de retirarse a dormir, salieron de la aldea a altas horas de una noche tenebrosa.

Dos leguas llevaban andadas cuando se dieron cuenta de que faltaba una alforja con monedas de oro y plata. Volvió a pie a buscarla Juan el Aragonés –hombre conocido por andar hasta tres veces más rápido que cualquiera-, y regresó con la alforja antes que el Príncipe hubiese avanzado otras dos leguas.

Así íbamos caminando, cuando encontramos un hombre cuyo rostro y palabras inspiraban confianza, el cual, después de saludarnos, nos aconsejó que caminásemos con precaución, porque, poco antes había visto unos cien caballos que á campo traviesa se dirigían á Berlanga. 

Desmayó al oírlo el anciano Pero Vaca, ignorante de que eran medidas por mí adoptadas, y comenzó a lamentarse amargamente por la suerte del príncipe. Pregunté yo al caminante si sabía quién los acaudillaba, y respondiéndome que había oído eran gente del Arzobispo. Cobró ánimo el anciano con la noticia, y yo le expliqué con festivas palabras cómo por cartas había yo preparado aquella expedición militar, a pesar de que el camino entre Verdejo y el Burgo de Osma era manifiestamente seguro; y que en Osma se nos agregaría también caballería. 

Ya muy entrada la noche del 7 de Octubre llegó el Príncipe, á quien no se aguardaba hasta el día siguiente, y mientras los que con él venían desmayaban, no pudiendo ya resistir la falta de sueño, y entumecidos principalmente con el frío de aquella noche, impropio en los principios de Octubre, pero él, no rendido a la intensa fatiga de dos días de marcha y de dos noches de vigilia, se acercó a las puertas, creyendo que los de la villa estarían advertidos de su llegada; pero el que hacía la segunda ronda, ignorante de todo, le arrojó una enorme piedra, con que puso en grave riesgo su vida.

Desperté yo y quise advertir a las rondas que no recelasen de la gente que vieren acercarse en busca nuestra, cuando oí el golpe de la piedra. En altas voces reprendí al centinela y le convencí de que era amigo el que se aproximaba. Volvióse D. Fernando al oír mi voz y me dijo:

—¿Os será posible, querido Alfonso, acogernos en la villa? porque si bien en nada estimo mi cansancio, me importa mucho la vida de los que me acompañan, y los veo rendidos de frío y de sueño.

—Considero peligrosa vuestra entrada, Señor,—respondí;— pero saldremos rápidamente con el conde de Treviño. Será mejor que retrocedáis y nos aguardéis un instante.

Al punto llamé al Conde y a los principales caballeros y salimos precipitadamente con gran asombro de los que guardaban las puertas; quienes al fin, nos despidieron de mejor gana que nos habían acogido.

Mandó el Conde traer hachones de cera y quiso ir, ante todo, a saludar al Príncipe a quien no conocía. Se lo presenté yo, y se acercó a besarle la mano, pero don Fernando, correspondiendo cortésmente a su humildad, le presentó la mejilla. Entonces, para nuestra sorpresa, el Conde hizo sonar la trompetería, que sólo sirvió para asustar a los de la villa y aterrorizar a los guardas del castillo, quienes, con sus gritos de alarma introdujeron gran confusión entre la multitud ignorante del suceso.

Vadeamos el río y entramos en Osma, donde los doscientos hombres de armas del Conde aguardaban en estrechos alojamientos las órdenes de su caudillo. El Príncipe no quiso entregarse al descanso en su lecho, sino que después de despachar cartas para su hermano el Arzobispo y para algunos señores zaragozanos que habían temido los riesgos del viaje, salió de la población a las tres de la madrugada y entró al día siguiente en Gumiel de Mercado.

Gumiel de Mercado

Allí pudimos entregarnos al regocijo y cuidar de dar descanso a nuestros cuerpos; allí se recibió la alegre nueva de que Juan de Vivero, se hallaba libre de la prisión a que fuera condenado. 

Allí también se supo el desastre del ejército del papa Paulo, derrotado junto a Rímini por los soldados del rey D. Fernando de Nápoles; noticia que no disminuyó el contento, por cuanto el Pontífice nos era grandemente contrario.

Inmediatamente después de la cena, Gutierre y yo, sin curarnos del descanso, y con la claridad del plenilunio, marchamos sigilosamente a la noble villa de Valladolid, para anunciar el feliz resultado de nuestro viaje y el afortunado arribo del príncipe D. Fernando, resuelto a trasladarse de Gumiel á Dueñas con el conde de Treviño, con García Manrique, y con numerosa caballería.

Dueñas

Entraba en Dueñas D. Fernando, el 9 de Octubre de 1469 entre las aclamaciones de muchos Grandes que allí reunidos le saludaban como a futuro soberano de todos y descaradamente le pedían mercedes, en daño evidente de la república, pero acostumbrados a las prodigalidades de D. Enrique, murmuraban de la prudente cautela con que el Príncipe respondía a sus demandas. 

Cinco días más tarde concertaron los confidentes de los futuros esposos secreta entrevista de éstos, que había de verificarse saliendo de Dueñas D. Fernando con solos tres criados, y llegando en altas horas de la noche a Valladolid para visitar allí a su carísima Princesa en presencia del arzobispo de Toledo.

Escalera gótica del patio del Palacio de los Vivero. Valladolid

Recorrido Zaragoza-Valladolid, unos 400 km.

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Antes de estos sucesos, los continuos de la casa de esta Señora, valiéndose de perversas adulaciones, afirmaban que la fortuna de D. Fernando sería extrema si conseguía realizar aquel feliz enlace con la ilustre heredera de los vastos reinos de León y Castilla. Aunque en diferentes ocasiones habíales yo reprendido su ligereza y malicia, puesto que con tan falaces razonamientos causaban positivos daños, contagiados ellos del veneno de la maldad, no cejaban en el empeño de llevar osadamente adelante su acostumbrada adulación, y sostenían que en la entrevista el joven D. Fernando tendría que besar la mano de su prometida, si había de cumplir lo que reclamaba la honra de tan excelsa heredera, superior a la del pretendiente.

Pareció la Princesa algún tanto inclinada al parecer de los lisonjeros, despreciable para todo hombre honrado; más pronto refutó tan desatentados propósitos el Arzobispo, y como leal protector de ambos cónyuges, puso freno a la procaz é injuriosa adulación, haciendo manifiesta la insolencia con que pretendían inficionar el ánimo de la esposa que había de obedecer en todo al marido y otorgar al varón las insignias del poder, mucho más siendo D. Fernando un Príncipe verdaderamente esclarecido, porque como soberano de Sicilia, iba a hacer partícipe a la princesa Dª. Isabel de una dignidad real que de ella no tenía, y en caudales y rentas era reconocidamente superior: por último, dado caso que alguna de estas ventajas le faltase, su cualidad de varón le daba primacía sobre la esposa por razón y derecho, así como por ley y costumbre natural de todos los pueblos; por todo lo cual juzgaba él dignas de toda censura las sugestiones de semejante adulación, y había que encubrirlas con prudente disimulo y silenciosa cautela. 

A pesar de todo, cuando el 14 de Octubre entraba don Fernando en el zaguán por el portillo de la posada que daba al campo con Raimundo Despés, todavía pudo oír algo de lo que se decía, y sonriendo se dirigió a acompañar al Arzobispo, que salió a su encuentro hasta el umbral del portillo, y le hubiera besado la mano, si el ilustre joven no se hubiese opuesto a la extremada humildad del prelado a quien consideraba como a su padre. Él a su vez amaba sobre todos a D. Fernando a causa de las innumerables pruebas de cariño que a sus parientes había dado, sufriendo trabajos y arrostrando peligros para que se mantuviesen sin desmayar en la devoción de la casa aragonesa. 

Así, pues, este buen padre, por el afecto desplegó cuidadosa solicitud en aquel día tan deseado, acudiendo a lo que vio exigía su vigilancia, esto es, a impedir que el veneno de los aduladores corrompiese el ánimo de la ilustre Princesa, a quien tiempo antes intentó dirigir torcidamente con sus consejos la reina de Castilla Dª. Juana, en su afán por casarla con su hermano el rey de Portugal, y ya que no con éste, con D. Carlos, duque de Guyena, que sólo el matrimonio del príncipe D. Fernando con Dª. Isabel era el que inspiraba temores.

En verdadero espanto comenzaron a convertirse los del maestre de Santiago cuando la princesa Dª. Isabel, rechazando las antiguas sugestiones de los pérfidos consejeros, demostró rendida estimación al príncipe D. Fernando, despreció las amenazas de D. Enrique, y teniendo en poco los ardides del citado Maestre, olvidó el favor que había empezado a conceder al rey de Portugal D. Alfonso. 

En la entrevista, la presencia del Arzobispo reprimió los impulsos amorosos de los amantes, pero luego, al cabo de casi dos horas antes de media noche, pasadas con la amadísima esposa, a quien entregó los regalos de los esponsales, salió de allí D. Fernando que quiso volver en la misma noche a Dueñas, de donde había salido ya bastante cerrada aquélla.

Se detuvo por tanto pocos días en Dueñas D. Fernando, y el 18 de Octubre, fiesta de San Lucas, regresó a Valladolid, acompañado de buen golpe de caballeros. Salieron a su encuentro muchos nobles y gran multitud de pueblo y el arzobispo de Toledo, y se celebraron numerosos regocijos públicos, con hondo pesar de los que enviados por el maestre de Santiago, del conde de Plasencia y de algunos Grandes, constantes enemigos de aquel testimonio, habían acudido a presenciarlos, que nada temían tanto como ver acabarse su tiranía, aumentada por la ineptitud de D. Enrique.

No así el arzobispo de Toledo, sus hermanos, los de la casa del almirante D. Fadrique, abuelo del príncipe D, Fernando, la familia de los Manriques, el adelantado de Murcia Pedro Fajardo, y el conde de Cabra, D. Diego Fernández de Córdoba, tío asimismo del Príncipe.

Había también muchos nobles que aprobaban con sus palabras este enlace, pero que en realidad se adherían a aquellos otros que le combatían, bien por ser copartícipes de la despiadada tiranía, bien porque acatasen al maestre de Santiago o a la casa de los Mendozas, bajo cuya tutela estaba, como dije, la titulada princesa Dª. Juana, hija de la Reina del mismo nombre. 

El día en que el pueblo de Valladolid celebraba la pública entrada del príncipe D. Fernando, todos estos Grandes tenían allí personas de su confianza para espiar y observar lo que pasase. 

Al anochecer entró D. Fernando en la morada de la ilustre Princesa, y en presencia de muchas gentes del pueblo, de numerosa nobleza y de su abuelo el Almirante D. Fadrique Enríquez, previa pública declaración hecha por el arzobispo de Toledo, de que por dispensa del papa Pío II, antecesor de Paulo II, a la sazón reinante, quedaba absuelto el impedimento de consanguinidad entre los contrayentes, aprobó los esponsales según rito de la Iglesia romana, mediante el mutuo consentimiento de las partes y la ceremonia de coger sus manos, después de leer las condiciones estipuladas respecto a la posesión futura del reino, no poco favorables a la Princesa, como legítima heredera de los reinos de León y Castilla.

Retiróse aquella noche D. Fernando a las casas del Arzobispo, y al día siguiente, 19 de Octubre, a las de Juan de Vivero, morada de la Princesa, donde antes de celebrar el sacrificio se leyeron nuevamente las capitulaciones de los esponsales.

Pasóse el día en danzas y públicos regocijos, y al fin se dispersó la multitud para dejar que los Príncipes se recogiesen a su cámara. 

Siete días duraron las fiestas y fuegos, acudiendo juntos los Príncipes a la colegial de Santa María, para recibir las bendiciones según costumbre católica.

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Celebradas las bodas de los muy excelentes Príncipes Don Fernando é Doña Isabel de Castilla é de Aragón acordaron de enviar al Rey Don Enrique su hermano tres Caballeros: el uno de la casa del Rey de Aragón, que se llamaba Mosén Pero Vaca , e otro que se llamaba Diego de Ribera , Ayo que fue del Príncipe Don Alonso, é otro que Se llamaba Luis de Antezana. Con los cuales le enviaron hacer saber su casamiento, y le pedían por merced que lo tuviese por bien pues que ellos estaban en propósito de servirle, y estar a toda su obediencia como hijos. (Castillo).

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La dispensa citada más arriba, había sido expedida sólo para Fernando, años antes; siendo los contrayentes nietos de dos hermanos –Enrique III y Fernando de Antequera, durante tres años, su matrimonio no fue legítimo, y habría sido igualmente ilegítima su primera hija, Isabel, nacida el año siguiente, habida cuenta de que, oficialmente, había sido, exactamente ésta, la causa aducida por ellos y su partido para desheredar a doña Juana. El arzobispo de Toledo les aseguró que la bula era válida y que ambos quedaban dispensados por ella.

Con todo, y prescindiendo de la validez de la dispensa, por aquella boda se incumplía, de manera evidente, lo acordado en Guisando; don Enrique, pues, se consideró desligado de de lo que allí había otorgado, es decir, el reconocimiento de Isabel como sucesora.

El papa Sixto IV extendió la bula verdadera el 1º de diciembre de 1472 y mandó, desde Roma a su legado, Rodrigo Borgia, para que se la entregara a los Reyes. El cardenal Borgia, que fue el que consiguió que el Pontífice firmara la bula, recibió el feudo de Gandía para su hijo, Pedro Luis, que se hizo efectivo cuando Fernando se convirtió en Rey de Aragón. A su vez, cuando Rodrigo Borgia fue papa como Alejandro VI, en 1492, concedió a los reyes el título de Católicos.

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De acuerdo con su Crónica, a Palencia le desagradaba el legado, al que se refiere en términos bastante negativos: Llega a Castilla el legado del Papa Sixto, Rodrigo de Borja, cardenal valentino. Traía gran séquito de obispos, la mayor parte conducidos en dos galeras desde Italia a Tarragona. Entre ellos venían Suesano, Ortano, Asisino y otros, todos ansiosos del botín de España, pues sabían que los españoles, más aficionados al nombre que a la cualidad de las cosas, prodigaban gustosos el dinero por conseguir ambiciosos honores, y esta falsa liberalidad se encontraba en la curia romana, pródiga en conceder todo género de gracias a cambio de dinero, con mengua de la antigua integridad, y de día en día más acostumbrada a considerarlo perfectamente correcto, sin tener por maldad el abuso de lo instituido sobre santas bases; de modo que, estableciendo por costumbre el mal que por caso ocurría, hacíase luego arrancar de esta costumbre una especie de derecho natural.

Apenas llegó hizo publicar las facultades de atar y desatar de que venía investido; enseñó las dispensas concedidas a su exclusiva voluntad por cartas pontificias; hizo ostentación de la potestad para todo lo demás otorgada a su favor en las bulas del Papa; tendió, en fin, las redes para recoger copiosísima pesca. ¡Con qué insolente liviandad empezó a extender la licencia! ¡Y cuan dañosa fue, cuántas amarguras produjo y; a qué duraderas pesadumbres dio origen! No me detengo en referir todo aquello que el Cardenal omitió o hizo contra lo exigido por la dignidad de su elevado cargo; su afición al lujo y a otras desenfrenadas pasiones; la hinchada pompa en que se complacía y de que alardeaba; pero mencionaré otros hechos aún más indignos. 

Nada se negaba al dinero; con sacrificar una crecida suma se lograba cuanto se apetecía, y su importancia era la medida para la remisión de pecados o para la elevación a los honores menos merecidos. Los que jamás fueron doctos recibían el título de doctores, desechado todo rigor de los exámenes. Aquel a quien el Legado llamaba doctísimo, aunque ayuno de toda ciencia; aquel a quien, o por ruegos de los Grandes o por dinero proclamaban doctor en sus escritos, llegaba a convencerse de haber obtenido el grado por méritos propios. De igual modo se concedían las dispensas, y así puede suponer el lector todo lo demás.

Muchos de los Grandes recibieron al Legado con extraordinaria honra; pero más que todos, los Mendozas, porque el obispo de Sigüenza, ya muy esperanzado de obtener el capelo, había preconizado lo convenientísimo de tributar los mayores honores a cualquier Cardenal, y no había quien no hubiese quedado convencido de que entre las dignidades que los mortales podían obtener próximas para el Pontificado, ninguna como el Cardenalato. 

El que con más magnificencia colmó/cargó; (honoravit/oneravit; juego de palabras del autor) de obsequios al Legado en los primeros días de su llegada fue el arzobispo de Toledo. Este prelado, espléndido por carácter, además de lo mucho que gastó en alhajar el hospedaje, mandó hacer tal requisa de gallinas en los pueblos y aldeas circunvecinos, que apenas quedó gallo que no se mirase con espanto a la mañana solitario en los desiertos peldaños del gallinero. Para el mantenimiento de los numerosos caballos y mulas de la comitiva vino a Alcalá gran provisión de cebada. Además fueron llegando rebaños de carneros y terneras; multitud de pavos, capones y otras aves cebadas; muchos moyos de vino; todo a fin de que entre los catalanes, los más sobrios de los españoles, cundiese la fama de la glotonería castellana.

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Declaración de Val de Lozoya 25.10. y 25.11.1470

El rey Luis de Francia envió su embajada a pedir por mujer a doña Juana, que se decía hija del rey don Enrique para el duque de Guiana su hermano. La reina doña Juana y aquella doña Juana, su hija, estaban en la villa de Buitrago y acordaron que el rey y todos los que estaban con él y los de la embajada, fuesen a Lozoya, que es cerca de Buitrago porque más prestamente se concluyese el desposorio.

Y allí en el campo, el rey y el Maestre y todos los otros duques y condes que con él vinieron, por las grandes dádivas y maravedís de juro de heredad y promesas de mercedes de vasallos y de otras rentas que el rey Enrique les dio y prometió, juraron de nuevo a aquella doña Juana como a hija del rey por princesa heredera de Castilla. Y el cardenal de Albi, por poder que tenía del duque de Guiana, se desposó por palabras de presente con aquella doña Juana como princesa heredera del reino.

En este acto, la princesa Juana fue entregada por la familia Mendoza, bajo cuya custodia había permanecido hasta entonces, al rey Enrique IV de Castilla, el cual juró junto con su esposa Juana de Portugal sobre la cruz del pectoral del cardenal de Albi que la niña era hija legítima suya. A continuación, los nobles y prelados presentes con el obispo francés de Albi a la cabeza, la juraron como heredera, y en el mismo lugar se celebraron los desposorios de esta niña de ocho años de edad con el conde de Boulogne, representante del duque de Guyena, hermano del rey de Francia, Luis XI; aunque la boda nunca se llegó a celebrar.

Valle del Lozoya, desde Peñalara

Después se fueron todos a Segovia donde les fue hecho solemne recibimiento. El Maestre de Santiago se apoderó de ella pensando que así su estado sería más conservado. 

De vuelta a Segovia, Enrique IV hizo publicar la declaración de Juana como princesa de Asturias, y la anulación oficial de la Concordia de Guisando. En un documento análogo su hermana Isabel I de Castilla, replicó justificando su boda con Fernando II de Aragón, y acusando a su hermano de perjurio.

Sabido esto por el príncipe y la princesa, acordaron de escribir una letra al rey en la forma siguiente:

El año pasado hicimos saber nuestro casamiento a SM explicando la causa por que no se esperó el mandato y consejo de V.R.S, pero que se hizo con puro respeto de vuestro servicio, pidiendo a V.A. que si por haberlo hecho, algún desagrado hubiese habido, quisiese deponerlo por hacernos merced, ofreciéndole  nuestra filial obediencia y servicio. Esto oyó VRS graciosamente  y nos respondió que entendería en ello y nos respondería, la cual respuesta, muy poderoso señor, de día en día hemos atendido, e si otra cosa nos queda de hacer, prestos estamos a lo cumplir. 
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Una cena fraternal en Segovia. 27 de diciembre de 1473

En diciembre de 1473 el rey Enrique recibió a Isabel en Segovia y se reconcilió públicamente con ella y con su marido.

A finales del año 1473, las relaciones entre Enrique y su hermana Isabel habían mejorado notablemente, aunque el monarca castellano-leonés, como es sabido, no hiciera ninguna declaración expresa sobre la polémica cuestión de la sucesión al trono. Pues bien, nos consta que en un momento dado Isabel y Enrique pasearon tranquilamente, y en plan de una estrecha y cordial relación entre ambos, por las calles de Segovia, "llevando don Enrique las riendas del caballo de su hermana", como ha señalado el profesor Suárez Fernández. Es posible, incluso, que esa misma noche Enrique e Isabel cantaran y bailaran juntos en el palacio. Sabemos, por otra parte, gracias a la información facilitada por el cronista varias veces citado Diego Enríquez del Castillo, que Enrique IV iba por esas fechas con frecuencia a misa al monasterio segoviano del Parral. (J.Valdeón Baruque).

Isabel y Enrique IV se reunieron en Segovia el 27 de diciembre de 1473; Fernando se unió a ellos el primero de enero siguiente. De lo que se trató allí, no existe información alguna, excepto la sospecha de que D. Enrique salió de allí extrañamente enfermo.
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Fallecimiento de Enrique IV. 12 de diciembre de 1474

El Rey, que ya antes había padecido algunos ataques intestinales, empezó a debilitarse con sus repetidos excesos. Porque era incontinente en la comida, y en esto, como en todas sus costumbres, sólo obedecía a su capricho y jamás a los dictados de la razón. No hacía caso de los médicos, escogiéndolos ineptos o consentidores de sus antojos.

Cuando caía enfermo apelaba a purgas y vomitivos, y despreciaba las demás prescripciones de la medicina. Pero en este último ataque nada aprovechó el repentino y abundante flujo sanguíneo, antes en el espacio de dos días le hizo perder todas sus fuerzas, y desde el primero la extremada debilidad le volvió deforme. Parecióle que podría resistir la dolencia yendo a recrearse con la vista de las fieras encerradas en el bosque cercado del Pardo, y en cuanto cedió algún tanto la violencia del mal, montó a caballo y se encaminó a los bosques. Vano empeño, porque a poca distancia de Madrid faltáronle las pocas fuerzas que le quedaban, y con gran dificultad pudo volver al Palacio. Allí, y en presencia de algunos de sus íntimos, un nuevo ataque acabó de postrarle. Parecía darse cuenta de la inminencia de su fin; pero ni pidió los sacramentos como católico, ni se acordó de hacer testamento o codicilo, según universal costumbre. 

Los pocos y rudos domésticos que le acompañaban empezaron a susurrar por los rincones sobre lo más urgente en tal aprieto. Pidieron parecer al médico acerca de la gravedad de la dolencia; contestóles que le restaban pocas horas de vida, y entonces unos llamaron al Marqués, y otros al Cardenal y al de Benavente. Alguno hubo que acudió al religioso varón fray Juan de Mazuelos, antiguo Prior del convento de Santa María del Paso, y a la sazón residente en este monasterio.

Llegó presuroso; saludó al Rey; conoció que se aproximaba su fin y le aconsejó con prudentes y bondadosas palabras que se preparase a morir cristianamente. Pero el Rey permaneció mudo. Postrado en pobre lecho, a medio vestir, y no despojado de las ropas cual corresponde a un enfermo; sólo cubierto con miserable túnica; en los pies botines moriscos, pero al aire los muslos, respiraba angustiosamente y volvía sus apagados ojos hacia los que le rodeaban, imposibilitado de contestar a sus ruegos. 
Sin embargo, aunque no me consta con certeza, se dice que como uno de ellos le preguntase a quién declaraba heredera de los reinos, si a su hermana o a Doña Juana, cuya legitimidad era dudosa, había contestado:— «Eso pregúntaselo a mi capellán Juan González, depositario de mi voluntad. Lo que sí consta es que cuando fray Juan de Mazuelo, por indicación del Cardenal, le rogó que declarase solemnemente a cuál de las dos Princesas reconocía por heredera, contestó:

—Declaro a mi hija heredera de los reinos.

Una y otra vez, y con instancia, expuso el religioso las dudas de los españoles sobre la legitimidad de Dª. Juana, a causa de la reconocida impotencia del Rey y de la liviandad de la Reina y, sobre todo, de la pública declaración hecha en Guisando por el mismo don Enrique, y le amonestó con la mayor vehemencia que no dejase al morir, por ocultar la verdad, entregados a la desolación los dilatados reinos de que iba a desprenderse para siempre. Hacerlo así sería el crimen más abominable, pues todos los pecados hasta entonces cometidos podrían alcanzar misericordia si en el trance en que estaba pedía perdón al Omnipotente con sincero arrepentimiento; pero el ocultar la verdad en daño universal de los reinos sería el mayor de los delitos, imposible de perdonar.

Según declaró el religioso, de nada sirvieron sus amonestaciones, contestadas con breves y secas palabras por el moribundo. En seguida la agitación de los miembros y la torcedura de la boca indicó claramente que la muerte iba a poner término a vida tan licenciosa.

Con la esperanza de moverlo a devoción, colocaron un altar frente al agonizante; pero como si el destrozo de las entrañas le privase de todo sentido, no se apercibió de nada y exhaló el último aliento antes de amanecer el día 12 de Diciembre de 1474.

Duró su mala vida cerca de cincuenta años y su pésimo reinado diez y nueve y cinco meses.

En nada estimó la honra, é inclinado a obscenidad no vista desde los siglos más remotos hizo cuanto le vino en antojo con total desprecio del respeto debido a sus súbditos, empleando sólo su autoridad real para cobrar las rentas, a fin de satisfacer a su capricho sus liviandades y distribuir aquéllas con excesiva prodigalidad entre sus cómplices. Para todo lo demás se mostró hasta avaro mientras duró la primera engañosa apariencia de felicidad, porque después del noveno año de reinado repartió, bien a su pesar, honores, empleos y cuantiosas rentas a los Grandes hostiles, a fin de apartarlos de la intentada rebelión y reducirlos a condescender con la extendida tiranía.

Miserable y abyecto fue el funeral. El cadáver, colocado sobre unas tablas viejas, fue llevado sin la menor pompa fúnebre al monasterio de Santa María del Paso, a hombros, de gentes alquiladas, pues sobrecogidos todos por la confusión producida por la repentina desgracia, se dispersaron en varias direcciones, y los Grandes allí presentes, el Cardenal, el conde de Benavente y el marqués de Villena, atentos sólo a las varias contingencias del porvenir, no se cuidaron de lo que a su vista pasaba.
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El odio de Palencia a Enrique IV –escribió Julio Puyol-, fue de tal naturaleza que llegó y aun traspasó los límites de lo despiadado, para convertirse en un sentimiento de sañuda ferocidad; no se concibe, en efecto, que su rencor llegase hasta lamentar que fuese descubierta la conspiración de varios jóvenes nobles de Baena para asesinar al rey, ni que, con tal motivo, escribiese que no se supo «con certeza quién fue el desleal que reveló los acuerdos de la conjuración. 
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ANDRES BERNALDEZ hace un retrato de Enrique IV

El Rey D. Enrique IV, hijo del Rey D. Juan el II, fue, hombre alto de cuerpo, y hermoso de gesto y bien proporcionado en la compostura de sus miembros; y este Rey siendo Príncipe, diole el Rey su padre la ciudad de Segovia, y púsole casa y oficiales, siendo en edad de catorce años. Estuvo en aquella ciudad, apartado del Rey su padre los más días de su menoridad, en los cuales se dió en algunos deleites que la mocedad suele demandar, y la honestad debe negar. Hizo hábito de ellos, porque ni la edad flaca los sabía refrenar, ni la libertad que tenía los sofría castigar; no bebía vino, ni quería vestir paños muy preciosos, ni curaba de la ceremonia que es debida a persona real. Tenía algunos mozos aceptos de los que con él se criaban, y dábales grandes dádivas. Desobedeció algunas veces al Rey su padre, no porque de su voluntad procediese, más por inducimiento de algunos, que siguiendo sus propios intereses le traían a ello.

Era hombre piadoso y no tenía ánimo de hacer mal, ni ver padecer a ninguno, y tan humano era que con dificultad mandaba ejecutar la justicia criminal, y en la ejecución de la civil, y en las otras necesarias en la gobernación de sus reinos algunas veces era negligente y con dificultad entendía en cosa ajena de su deleitación, porque el apetito le señoreaba la razón. No se vido en él jamás punto de soberbia en dicho ni en hecho; ni por cobdicia de haber grandes señoríos le vieron hacer cosa fea ni deshonesta, é si algunas veces había ira, durábale poco y no le señoreaba tanto que dañase a él ni a otro; era gran montero, y placíale muchas veces andar por los bosques apartado de las gentes.

Reinó veinte años, y en los diez primeros fué muy próspero, é llegó gran poder de gente é de tesoros, é los grandes y caballeros de sus reinos, con grande obediencia cumplían sus mandamientos. 

Era hombre franco, y hacia grandes mercedes é dádivas, y ni repetía jamás lo que daba, ni le placía que otros en su presencia se lo repitiesen. Llegó tanta abundancia de tesoros, que allende de los grandes gastos y dádivas que hacía, mercaba cualquier villa y castillo u otra grande renta que en sus 4 reinos se vendiese, para acrecentar el patrimonio real.

Era hombre que las más cosas hacía por solo su arbitrio a placer de aquellos que tenía por privados, y como los apartamientos que los Reyes hacen, y la gran afición que sin justa causa muestran a unos más que a otros, y las excesivas dádivas que les dan, suelen provocar á odio, y del odio nacen malos pensamientos y peores obras, algunos grandes de sus reinos a quien no comunicaba sus consejos, ni la gobernación de sus reinos, y pensaban que de razón les debía ser comunicado, concibieron tan dañado concepto que algunas veces conjuraron contra él para lo prender o matar; pero como este Rey era piadoso, bien así Dios usó con él de piedad, y le libró de la prisión, y de los otros males que contra su persona real se imaginaron. 

Era gran músico, y tenía buena gracia en cantar y tañer, y en hablar en cosas generales, pero en la ejecución de las particulares y necesarias, algunas veces era flaco, porque ocupaba su pensamiento en aquellos deleites de que estaba acostumbrado, los que le impedían el oficio de la prudencia.

Usaba así mismo de magnificencia en los recibimientos de grandes hombres, y de los Embajadores de Reyes que venían a él, haciéndoles grandes y suntuosas fiestas, y dándoles grandes dones. Otrosi en hacer grandes edificios en los Alcázares y casas Reales, y en Iglesias y lugares sagrados.

Su poder fue tan renombrado por el mundo, que el Rey D. Fernando de Nápoles, le envió a suplicar que le recibiese en su homenaje. Otrosí, la ciudad de Barcelona, con todo el Principado de Cataluña le ofreció de se poner en su Señorío, y de le dar los tributos debidos al Rey D. Juan de Aragón su tío, a quien por entonces aquel Principado estaba rebelde. 

Si éste Rey hubiera sido tirano e inhumano, todos aquellos reinos y Señoríos se habrían puesto a su obediencia.
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ENRÍQUEZ DEL CASTILLO, su capellán y cronista, con el que empezamos, lo describe así: 

Era persona de larga estatura y espeso en el cuerpo, y de fuertes miembros. Tenía las manos grandes y los dedos largos y recios; el aspecto feroz, casi a semejanza de león, cuyo acatamiento ponía temor a los que miraba; las narices romas e muy llanas, no que así naciese, más porque en su niñez rescibió lesión en ellas; los ojos garzos –azulados- e algo esparcidos, encarnizados los párpados; donde ponía la vista, mucho le duraba el mirar; la cabeza grande y redonda; la frente ancha; las cejas altas; las sienes sumidas, las mandíbulas luengas y tendidas a la parte inferior; los dientes espesos y traspellados; los cabellos rubios; la barba luenga e pocas veces afeytada; el tez de la cara entre rojo e moreno; las carnes muy blancas; las piernas muy luengas e bien entalladas; los pies delicados.

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