martes, 6 de junio de 2017

Lou Andreas Salomé • Compañera de viaje de: RAINER MARÍA RILKE


Rainer Maria Rilke, retrato de Helmuth Westhoff

René Karl Wilhelm Johann Josef María Rilke nació en Praga, en una casa hoy desaparecida, el 4 de diciembre de 1875 y allí vivió una infancia y adolescencia, no muy felices. Su padre, Josef Rilke (1838-1906), ex militar, trabajaba como oficial ferroviario. Su madre, Sophie , o Phia Entz (1851-1931), procedía de una familia de industriales, también de Praga, de origen judío, convertida al cristianismo. El matrimonio se separó en 1884, y Sophie se fue a la corte de Viena, para reclamar un antiguo título de nobleza familiar. 

La relación entre la madre y René, su único hijo varón, fue compleja; Sophie no había sido capaz de superar la pérdida de su hija mayor y no parece que aceptara con alegría la llegada de aquel niño, al que durante algunos años vistió con ropas de niña.

Rilke en 1878 (3 años)

Por deseo de su padre, René ingresó en 1886 en la Escuela militar secundaria de Sankt Pölten, cuyo sistema educativo definiría después, como un abecedario de horrores. Allí permaneció durante cinco años, antes de abandonarla por problemas de salud.

Desde 1892 hasta 1895 se dedicó a preparar, privadamente, las pruebas de acceso a la Universidad, que superó este último año, iniciando estudios de Literatura, Historia del Arte y Filosofía, primero en Praga, y después –ya cambiado su nombre por el de Rainer–, en Múnich.

En su primer poemario, Vida y canciones – Leben und Lieder, publicado en 1894 (19 años) se observa una notable influencia de la poesía de Heinrich Heine. El año siguiente, publicó Ofrenda a los lares – Larenopfer, y en 1896, Coronado de sueños – Traumgekrönt.

Fue en Múnich, en 1897, a los 22 años, cuando conoció a Lou Andreas-Salomé, como sabemos, antigua amiga de Nietzsche –para entonces, ya muy enfermo–. En aquel momento, Lou ya llevaba diez años casada con el lingüista Carl Friedrich Andreas –del que, como también sabemos, nunca se separó. Rainer y Lou mantuvieron una relación amorosa desde entonces, hasta 1899, año a partir de cual, Lou cambió su rol de amante, por el de confidente, consejera y amiga, hasta el fallecimiento del poeta, en 1926. 

Los radicales cambios de ánimo del poeta, son, sin duda, tan conocidos a través de sus Cartas, e incluso de su poesía, que todo intento de descripción de los mismos, sería inútil, impreciso y quizás, equívoco. Seguramente por consejo de Lou, Rilke se sometió a la nueva terapia de Freud, durante unos meses, entre 1912 y 1913.

En 1898 Rilke pasó unas semanas en Italia y el año siguiente visitó Rusia, un viaje que repitió en 1900, en compañía de Lou, que para entonces le había enseñado ruso, y allí tuvo la oportunidad de conocer a un León Tolstoi no muy dado a recibir visitas de admiradores. Durante este período, Rilke concibió y terminó El libro de horas – Das Stundenbuch, publicado en 1905.

Rilke and the Russian poet Drozhin

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En la primavera de 1897, cuando se disponía a viajar a San Petersburgo, Lou coincidió en Múnich con su amiga, la escritora Frieda von Bülow y a Rilke, que estudiaba allí, y para entonces ya conocía su obra, singularmente, Jesús el Judío, en el que halló múltiples coincidencias con su Visiones de Cristo, que le causaron enorme emoción: 

Fue una especie de júbilo encontrar lo que mis epopeyas soñadas traducen en visiones con una claridad tan magistral y la inmensa autoridad de una santa convicción. Tengo la sensación de que por el implacable poder de la palabra, mi obra era sancionada y consagrada… su ensayo era a mis palabras, lo que el sueño a la realidad y el deseo a su satisfacción.

Durante el verano de 1897, Lou, Rilke y Frieda compartieron casa cerca de Múnich y el año siguiente, el poeta se fue a vivir con Lou y Andreas, su marido. A partir de entonces, comparte con ella todo lo que escribe, le dedica poemas y le envía cartas en las que es más que evidente su enamoramiento.

Algún día, dentro de muchos años, comprenderás completamente lo que eres para mí. Lo que es el manantial para el sediento… Quiero ver el mundo a través de ti, porque, al mismo tiempo veré, no ya el mundo, sino a ti y sólo a ti. Eres mi día y mi fiesta.

No constituyó ningún obstáculo el hecho de que Lou fuera mayor y más madura que él; le impresionaron, la humanidad, la energía poética y la armonía que emanaba Rilke: Habría podido confesarte lo que, como confesión de amor, me dijiste tú: “Solo tú eres real”. (Mirada retrospectiva).

Todos los poemas de amor que Rilke escribió desde entonces, hasta 1900, estaban dedicados a Lou.

Cuánto admiro esto en ti, querida: esa descuidada confianza en todo; esa bondad que ignora el temor. Soy como un niño suspendido sobre un abismo; se siente seguro si su madre lo sujeta con su amorosa y discreta fuerza… se siente sostenido, elevado y seguro.

En 1899 Lou planifica el viaje a Rusia con su marido Andreas, e invita a Rilke a acompañarlos –para entonces, Rilke ya había aprendido ruso–. Quizá el más importante objetivo iba a ser el hecho de conocer al mítico Tolstoi quien, sin embargo quedó despojado del halo de bondad creado por la imaginación. Es sabido que el gran escritor ruso era un hombre egocéntrico, intolerante y de carácter muy poco comunicativo. 

Sin embargo, siente Rilke, como un gran descubrimiento, que en Rusia, en todo se retrocede hacia Dios. En cuanto a Lou, ya sabíamos de su gran manantial de fe asentado en la filosofía de Espinoza; para ella lo divino que Rilke respira en Rusia, es realmente el fondo común de todas las cosas.

Quiero solo siete días / Sobre las siete páginas de soledad / Que aún están en blanco. (Rilke)

La percepción del poeta. alimentada por la coincidencia con las emotivas celebraciones de la Pascua Rusa, y, sin duda, la presencia constante de Lou, contribuyeron a exacerbar su propio sentimiento místico y de tal vivencia surgió su Libro de Oraciones.

Lou escribió en su Mirada Retrospectiva: "...la grandeza poética de Rainer, así como su tragedia humana, obedecen a la circunstancia de haber tenido que precipitarse a una creación de Dios desprovista de objeto." 

A la vuelta de viaje a Rusia, Rilke escribe El Libro de la Vida Monástica, que sería, por así decirlo, el precedente de su Libro de Horas, que refleja una casi desesperada búsqueda de la verdad última, por tres vías; la de fervor religioso propiamente dicho, la de la emoción poética y la de su enamoramiento personal cuyo objeto no es si no Lou, que en ese momento parece compartir idénticas emociones, si bien, lo que Rilke transformó en versos, Lou lo tradujo en Filosofía y posteriormente, lo desarrolló en sus planteamientos psicoanalíticos relativos al narcisismo.

Sin embargo, durante tan intenso viaje, Lou tuvo ocasión de observar los constantes altibajos que se producían en el estado de ánimo del poeta, que tan pronto irradiaba una gran confianza en sí mismo, como aparecía un ser profundamente angustiado, aparentemente, al borde de su propio hundimiento, extremos que se mostraban cada vez más evidentes, con períodos depresivos, que le provocaban verdaderos problemas también de carácter físico: Luego venían nuevamente los estados de miedo y los ataques corporales. ... Con horror le seguías la pista a causas de enfermedad incalculables.

Muy pronto pudo comprobar Lou cómo se confirmaban sus sospechas sobre la inestabilidad emocional de Rilke, que gradualmente se iba transformando en enfermedad, cuya responsabilidad aparentemente le cabía a ella, hacia la cual, Rilke se sentía cada vez más dependiente, al mismo tiempo que ella empezaba a echar de menos su perdida y necesaria independencia vital y afectiva. 

Este viaje y otro posterior que emprendieron, siguiendo el curso del Volga fue muy enriquecedor para Rilke, y una fuente de inspiración de su obra, además de alimentar su admiración y amor hacia Lou, que parecía crecer con la extensión del suelo ruso. Lou, sin embargo, se fue alejando de él y llegó a la conclusión de que aquella relación agotadora tenía que terminar, como ocurrió, pero no así su amistad, que se hizo perdurable hasta el final, alimentada por una frecuente correspondencia y muchos encuentros personales.

Al parecer, Lou reencontró la patria personal que había ignorado hasta entonces, por haberla abandonado muy niña. En cuanto a Rilke, de acuerdo con Lou, aquel viaje constituyó para él: "…una irrupción de su actividad creadora"; y "…una soldadura interior, para las secretas grietas de su estructura."

Resulta extremadamente curioso, que en su libro, En Rusia con Rilke, el poeta no aparezca, ni forme parte de las vivencias relatadas, tan detalladas y numerosas, que se han comparado con la práctica del autoanálisis de Freud.

A continuación, Rilke, se fue a vivir cerca de Bremen, en una colonia de artistas, donde conoció a la escultora Clara Westhoff que sería después su esposa. Para entonces, sus cambios de humor, angustias y melancolías se iban haciendo tan frecuentes y profundas, que la preocupación de Lou en ocasiones se transformaba en temor. 

El 26 de enero de 1901, precisamente, el día de su cumpleaños, Lou escribió a Rilke una carta de despedida que tituló Última llamada.

Ahora que todo es sol y calma a mi alrededor y que el fruto de la vida ha alcanzado su redondez madura y dulce, el recuerdo que nos es seguramente todavía querido a los dos, de aquel día de Waltershausen, cuando llegué a ti como una madre, me impone una última obligación. 

Déjame, pues, decirte, como madre, la obligación que contraje, hace años, con Zemek (1), tras una larga conversación. Si te aventuras libremente en lo desconocido, no serás responsable de ti mismo; en cambio, en el caso de una promesa, tienes que saber por qué te he repetido incansablemente, cuál era el camino de la salud: Zemek temía un destino de tipo Garchine. Lo que tú y yo llamábamos “el Otro” en ti –este personaje cada vez más excitado y deprimido, pasando de una excesiva pusilanimidad, a excesivos entusiasmos- era un compañero al que temía conocer demasiado, y porque su desequilibrio psicótico puede degenerar en enfermedades de la médula espinal o en demencia. No obstante, esto no era inevitable! En los «Cantos de Monje», en muchísimos períodos anteriores, y en el último invierno, te conocí perfectamente sano!

¿Comprendes ahora mi angustia y mi terror al verte derrapar de nuevo, al ver resurgir los viejos síntomas?, de nuevo esta parálisis de la voluntad, entrecortada de sobresaltos nerviosos que romperían tu tejido orgánico obedeciendo ciegamente a simples sugestiones, en lugar de sumergirse en la plenitud de pasado para allí ser asimilados, elaborados correctamente y reestructurados! De nuevo estas alternancias de aleteo profundo y de izamiento de tono, de afirmaciones brutales bajo el imperio del delirio y no de la verdad! 

Llegué a sentirme yo misma deformada por el tormento, sobrecargada por el esfuerzo, y ya solo caminaba como un autómata a tu lado, incapaz de arriesgar ya un verdadero calor, con toda mi energía nerviosa agotada. 

En fin, cada vez más a menudo te he rechazado, y si te dejaba llevarme contigo, era a causa de las palabras de Zemek. Y aun así, seguía; a cambio, tú te curarías! Pero otra cosa intervino, como una especie de culpabilidad trágica hacia ti: el hecho de que después de Waltershausen, a pesar de nuestra diferencia de edad, yo no dejé de crecer y crecer todavía, hasta aquel resultado que te confié con tanta alegría, cuando nos dejamos –sí, por muy extrañas que parezcan estas palabras; hasta encontrar mi juventud! Pues ahora solamente soy joven, ahora solamente puedo ser lo que otras son a los 18 años, enteramente, yo misma.

Por eso la silueta, todavía tan tiernamente, tan precisamente consistente para mí en Waltershausen, se ha perdido progresivamente a mis ojos como un pequeño detalle en el conjunto de un paisaje, igual que los vastos paisajes de Volga, donde la isba visible no era ya la tuya.

Obedecía sin saberlo, al gran plan de la vida que tenía ya preparado para mí, sonriendo, un regalo que superaba toda esperanza y toda comprensión. Yo lo acogí con profunda humildad, y lúcida como una vidente, te lanzo esta llamada: este mismo camino, síguelo ante tu oscuro Dios. Él podrá lo que yo no puedo hacer por ti, ni podía ya con todo mi ser desde hacía tiempo; darte la bendición del sol y de a madurez.

A través de la larga, larga distancia, te dirijo esta exhortación a que te reencuentres, es lo único que puedo hacer ya, para guardarte de la “hora más difícil” de la que hablaba Zemek. He aquí por qué estaba tan conmovida al escribir en una de tus notas, cuando nos dejamos, no pudiendo pronunciar mis últimas palabras, esto es todo lo que quería decirte entonces.

(1) Zemek fue el médico que trató a Lou, cuando, tras su separación de Rilke, se produjo la muerte de Paul Rée, que ella llegó a sospechar que había sido voluntaria.

La amistad y el apoyo de Lou, como hemos dicho, se mantuvieron siempre firmes. Rilke sabía que podía acudir a ella si la necesitaba, pero aún antes de que eso ocurriera, ya habían reanudado los encuentros y la correspondencia.

Rilke a Lou en 1904:

Adiós, querida Lou; Dios sabe que tu ser fue la verdadera puerta por la que accedí por primera vez al aire libre; ahora sigo volviendo a ella de vez en cuando y me acerco a las jambas en las que íbamos marcando las etapas de mi crecimiento. Déjame que siga con esta amada costumbre y quiéreme.

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En el otoño del año 1900 Rilke se instaló en una colonia de artistas en Worpswede, próxima a Bremen. Allí conoció a la pintora Paula Modersohn Becker y a la escultora, Clara Westhoff, con la que se casó en la primavera de 1901, año en el que nació su única hija, Ruth (1901–1972), si bien, el matrimonio no supuso en absoluto un cambio de vida en este poeta eterno amante de los caminos.

Retratos de Clara Westhoff y R.M. Rilke, realizados en 1905 y 1906 respectivamente, por Paula Modersohn Becker

En el verano de 1902, Rilke se fue a vivir a París con el objetivo de hacer un estudio sobre el escultor Auguste Rodín. (1840–1917). En la Ville Lumière tuvo dificultades para adaptarse en un principio –que él mismo reflejaría en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge–, pero muy pronto, sus nuevas relaciones con numerosos artistas y escritores, hizo que su estancia cambiara de signo muy positivamente.

Le entusiasmaron sobre todo, las obras de Rodín y de Paul Cézanne, teniendo ocasión asimismo, de conocer al español Ignacio Zuloaga. París se convertiría pronto en su residencia preferida y allí se empleó durante unos meses, entre 1905 y 1906, como secretario del escultor.

Retrato de Auguste Rodín por el fotógrafo Edward Steichen.
Fotografía de Rodín y Autorretrato de Ignacio Zuloaga

Desde París, fiel a su atracción por el camino, Rilke viajo por Italia, Dinamarca, Suecia, Holanda, Bélgica, Francia y diversas ciudades alemanas y del Imperio austrohúngaro

Entre tanto, escribió Nuevos Poemas – Neue Gedichte (1907); Segunda parte de los Nuevos Poema – Der neuen Gedichte anderer Teil (1908); Requiem (1909) y en 1910 terminó la quasi autobiografía, Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, que había empezado en 1904.

Castillo de Duino. Bahía de Trieste, Adriático norte

En 1912 empezó la creación de las Elegías de Duino, que no terminó hasta febrero de 1922, cuyo título es casi un homenaje al castillo de Duino, cerca de Trieste, que su amiga, la princesa Marie de Thurn und Taxis, puso a su disposición desde el otoño de 1911 hasta la primavera del año siguiente. Apenas hizo otra cosa en aquellos años, excepto, el intento de traducir la poesía de Louise Labé, poeta francesa del siglo XVI. 

Aquel estado de sequía creadora le hizo pensar en volver al camino, y el camino, en esta ocasión le deparaba un sorprendente hallazgo. En noviembre de 1912 viajó por España, visitando algunas de sus ciudades más hermosas, como Toledo –donde esperaba que la dramática arquitectura del paisaje que aparece en las pinturas del Greco, iluminara de nuevo su creatividad- También visitó Córdoba y Sevilla, pero le impactó de forma profunda e imperecedera la visión de la ciudad de Ronda, con su vertiginosa verticalidad. Allí compuso buena parte de la VI Elegía de Duino.

Ronda

El cañón del Tajo

Uno de los grandes poemas que escribió allí, la Trilogía Española, no se publicó hasta después de su muerte.

Cuando en 1914 estalló la Gran Guerra, Rilke se encontraba en Alemania, no pudiendo volver a París, donde, como súbdito de un país enemigo, le fueron confiscados sus bienes, por lo que se vio obligado a permanecer en Múnich durante la contienda. 

Entre 1914 y 16, mantuvo una relación tumultuosa con la reconocida pintora Lou Albert-Lasard, con la que convivió en Viena, y que realizó un famoso retrato del poeta.


Rilke. Retratado por Lou Albert-Lasard y
Lou Albert-Lazard. del pintor finlandés, Edwin Lydén. 1919

Lou, que entonces estaba casada –y tenía una hija que falleció en 1997, solía relacionarse con artistas y escritores, como Romain Rolland, Stefan Zweig, Paul Klee y Oskar Kokoschka. Tras aquel período de convivencia, Rilke tuvo que incorporarse al ejército, y exceptuando un breve encuentro, en Sierre –Valais, en Suiza-, a finales del otoño de 1923, ella y Rilke nunca volvieron a verse. 

De una familia de banqueros judíos, en 1940 Lou Albert-Lassar fue internada en un Campo de Concentración, junto con su hija, en el sur de Francia, pero fue liberada finalmente y volvió a París.

A principios de 1916 Rilke tuvo que incorporarse al ejército austrohúngaro, en Viena, pero fue dispensado en junio y volvió a Múnich hasta el final de la guerra. En verano de 19 viajó a Suiza con el deseo de alejarse de los terribles escenarios bélicos. Allí siguió escribiendo las Elegías de Duino y vivió sin domicilio fijo, hasta que un nuevo protector, el filántropo suizo Werner Reinhardt puso a su disposición el castillo de Muzot, cerca de Sierre, en Valais, donde se produjo su último y breve encuentro con Lou Albert y donde escribió casi todos los Sonetos de Orfeo, durante un denso y brillante período de inspiración –artística y anímicamente alimentado por la presencia y el arte de la violinista australiana Alma Moodie-. Rilke escribiría que la música de Alma, que solía interpretar a Bach, y sus Sonetos, eran “dos cuerdas de la misma voz”

El Castillo de Muzot

Cuando pasabas por una ventana abierta
se te entregaba el violín…

Desde 1923, la salud de Rilke empeoró considerablemente, viéndose obligado a vivir en un sanatorio en Val-Mont, estancia sólo interrumpida por un viaje a París, del que esperaba un restablecimiento que no se produjo, si bien reunió energías para componer decenas de notables poemas en francés y aún para mantener una relación con la pintora Baladine Klossowska, madre del que sería el célebre pintor Balthasar Klossowski, más conocido como Balthus.

Rilke, Baladine y Balthus -Bildarchiv Preußischer Kulturbesitz-.

Las constantes de fugacidad y transformación que surcan y nutren la poesía de Rilke, no son sino el reflejo de su propia existencia, en cuyo intervalo pasó de la Belle Époque, a la Primera Guerra Mundial y a la República de Weimar, entre diversos enamoramientos que siempre le abocaban al vacío, e incontables y extremados cambios de ánimo.

Rainer María Rilke murió el 29 de diciembre de 1926 en el sanatorio suizo de Val-Mont, habiendo dejado escrito su propio epitafio:

Rosa, oh contradicción pura, 
deleite de no ser sueño de nadie 
bajo tantos párpados.

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La llamada Inmaculada Oballe del Museo de Santa Cruz, en Toledo. 1608–1613 (Durante un tiempo se creyó que se trataba de una “Asunción”).

He visto muchas cosas de El Greco en Toledo, cada vez con más penetración y, últimamente, la Asunción, en San Vicente: un ángel gigantesco que asciende oblicuamente en el cuadro, y otros dos se elevan; originan en todo lo demás un puro ascender.
Carta a Marie von Thurn und Taxis. 1912

El empeño de Rilke en la indagación sobre el Ángel, fue una expectativa permanente, al menos en su obra. A pesar de anhelarlo como un conocimiento deseado y temido a la vez “si de repente algún ángel me apretara contra su corazón, me suprimiría su existencia más fuerte.”, tiene todo el realismo sutil de la búsqueda de una creación poética, que seguramente, era de lo que se trataba, ya que tras sus emotivas observaciones, intentaba casi desesperadamente, describir la conmoción que un paisaje, una pintura, o un instante de emoción compartida. hubiera provocado en su espíritu, a veces en estado de exaltación, a veces, dolorosamente quebrantado, pero siempre inquieto.


Quizás no sea muy arriesgado decir que la búsqueda de Rilke encontró una inspiración definitiva en esta pintura del Greco, cuyo trasfondo toledano, nocturno y aparentemente tormentoso; oscuro y luminoso al mismo tiempo, no evoca sino un casi obligado impulso de ascenso existencial. 

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Rainer María Rilke
LAS ELEGIAS DE DUINO (1922)
Versión fragmentaria

Primera Elegía

¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre los órdenes angélicos? 
Y aun si de repente algún ángel me estrechara contra su corazón, 
me suprimiría su existencia más poderosa. Porque la belleza 
no es sino el principio de lo terrible, lo que aún somos capaces de soportar, 
y que admiramos, porque tranquilamente desdeña destrozarnos. 

Todo ángel es terrible; por eso me contengo
y ahogo un oscuro grito de llanto en la garganta.
Ah, ¿quién podría ayudarnos realmente? 
No los ángeles. Ni los hombres.
Y hasta los animales advierten que no nos sentimos seguros.
Nos queda quizás algún árbol en la ladera
o el camino de ayer, o alguna una costumbre que se queda
porque fuimos de su agrado. 
Ah!, y la noche, la noche, cuando el viento 
cargado de espacio cósmico nos araña la cara.

Libera el vacío que abarquen tus brazos 
hacia los espacios del aire que respiramos; 
quizá los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.

Sí, las primaveras te necesitaban 
y algunas estrellas te pedían que las sintieras. 
Se elevaba del pasado una ola hacia ti, 
o cuando pasabas junto a una ventana abierta, 
se te entregaba un violín.

Incluso los ángeles (se dice) en ocasiones
no sabrían si andan entre vivos o entre muertos.
La corriente eterna arrastra para siempre todas las edades
por distintas latitudes imponiendo su atronador silencio.

Segunda Elegía

Todo ángel es terrible. 
Y sin embargo os invoco
aun sabiendo quienes sois,
pájaros casi mortales para el alma.

Si ahora avanzara el arcángel,
desde atrás de las estrellas, y se acercara un solo paso,
el corazón latiría con tal ansía
que nos mataría.

Criaturas perfectas.
Polen de la divinidad floreciente, espacios del ser 
tumultos del sentimiento tormentosamente arrebatado, 
y de pronto, solitarios, 
espejos que recuperan en sus propios rostros, 
la misma belleza que irradiaban.

Tercera elegía

Vosotras, estrellas, ¿no procede de vosotras la alegría del amante
en el rostro de su amada? ¿No recibió de las estrellas
la mirada que posa en su rostro?

Quinta elegía

Inmediatamente, la sonrisa.

¡Oh Ángel, tómala!
Toma la hierba curativa, flor diminuta.
Haz una vasija para guardarla.
Colócala entre las alegrías que todavía no han florecido.
en una hermosa urna.

Y de pronto, en este penoso ningún sitio. De pronto,
el inefable sitio donde incomprensiblemente 
el puro demasiado poco
se transforma y se convierte
en un vacío demasiado mucho,
donde la cuenta de muchos números
se queda sin números.

Plazas, oh plaza en París, teatro interminable.

Ángel: si hubiera una plaza que no conociéramos, donde
sobre una alfombra indefinible, los amantes mostraran
aquello que aquí nunca lograron hacer posible,
las audaces y elevadas figuras de los impulsos cordiales:
sus torres de placer, levantadas desde mucho tiempo,
donde nunca hubo suelo, y sólo escaleras
apoyadas unas en otras, temblorosas,
si pudieran hacerlo, ante espectadores, entonces,
los innumerables y silenciosos muertos, 
¿lanzarían sus últimas, eternas monedas aún valiosas,
guardadas desde siempre, desconocidas para nosotros, 
de la felicidad, ante la pareja, que por fin sonríe francamente?

Séptima Elegía

¡No supliques más! Que una voz emancipada
sea el ama de tu grito; grita con la pureza del ave, 
cuando la nueva estación lo despierta,
casi olvidando que es un inquieto animal y no sólo
un corazón solitario lo que lanza a las alturas,
a la intimidad de los cielos. 

La primavera comprendería que no hay lugar
donde no se oyera el sonido de la Anunciación. 
Primero, esa pequeña rumor inquisitivo,
a la que rodea con esplendorosa calma, desde lejos.

Chartres fue grande, y la música llegó aún más lejos y nos superó.

Octava Elegía

¿Quién nos ha hecho así, que hagamos lo que hagamos,
mantenemos la actitud de alguien que se va? Como quien,
desde la última colina, que le muestra una vez más todo
su valle, se detiene, se vuelve, sólo un momento.
Así vivimos. Siempre nos estamos despidiendo.

Novena Elegía

Alabe el mundo al ángel. No al inefable. 
Ante el ángel no puedes mostrar tu esplendor;
en ese universo, donde él, el más sensible, presiente
que eres inexperto.
Así pues, muéstrale lo sencillo,
formado de generación en generación, 
lo que, como cosa nuestra vive cerca de la mano y la mirada.
Dile tus cosas. Se quedará más asombrado.
Muéstrale qué feliz puede ser una cosa, 
qué libre de culpa y qué nuestra; cómo el propio dolor,
que se queja se hace forma, puro, 
sirve como una cosa, o muere en una cosa —y felizmente
escapa del violín, con destino al otro lado. 
Estas cosas, que viven en el camino de salida, 
comprenden que las alabas; nos creen algo que salva, 
Quieren que las transformemos del todo,
dentro del corazón invisible, ¡en —infinitamente—
quienesquiera que finalmente seamos.

Tierra, ¿no es esto lo que quieres:
resurgir invisible en nosotros? ¿No es tu sueño
ser alguna vez invisible? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Cuál es, si no la transformación, tu misión ineludible?

Tierra amada,  créeme: ya no necesitas
de tus primaveras para ganarme,
porque sólo una es ya suficiente para la sangre.

Sin palabras estoy por ti decidido, desde hace mucho.
Siempre tuviste razón, y tu idea santa es la muerte íntima.
Mira, yo vivo. ¿De dónde? Ni la infancia ni el futuro
son menos... Existencia de sobra
me mana en el corazón.

Décima Elegía

Que un día, a la salida de esta visión feroz, 
pueda elevar mi canto de júbilo y gloria hasta los ángeles.
Que de los claros martillos del corazón, 
ninguno golpee mal en cuerdas flojas, graves o agudas.
Que mi rostro en lágrimas, me haga más resplandeciente:
que florezcan las lágrimas imperceptibles
Entonces me seréis muy queridas, noches de aflicción.

Qué extrañas callejuelas en la Ciudad del Dolor, 
donde en el falso silencio, hecho de gritos,
lo que ha sido vertido del molde del vacío alarde.

Un ángel los aniquilaría, sin dejar rastro

Silenciosamente, 
ha puesto el rostro de los hombres sobre la balanza de las estrellas.

Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las estrellas
del país del dolor. Lentamente las nombra.

Y nosotros, que pensamos en la dicha creciente,
sentiríamos la emoción que casi nos confunde
cuando algo feliz desciende.

Retrato de Rainer María Rilke realizado por la princesa Marie von Thurn und Taxis, 1910. Extraído de, CZERNIN, M. Duino, und die Duineser Elegien. Deutscher Taschenbuch Verlag GmbH & Co. KG, München, 2005: (42)

(De la Tesina de CAROLINA B. GARCÍA ESTÉVEZ, “hacia la habitación angélica, un origen al ángel de las Elegías del Duino”, (ETSAB, UPC) cuya lectura recomiendo calurosamente).
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