jueves, 24 de mayo de 2018

Howard Carter • Una tumba egipcia • TUTANKAMÓN



Réplica exacta de la máscara de Tutankamón

Howard Carter, 1874-1939, -egiptólogo experimentado-, estudió concienzudamente la zona, y determinó con precisión el punto del Valle de los Reyes, en el que preveía iniciar las excavaciones de la que posiblemente iba a ser su última campaña. Lord Carnarvon decidió financiar su proyecto.

Howard Carter, Evelyn Herbert y su padre, George Herbert, Lord Carnarvon

El día 4 de noviembre de 1922, apareció un peldaño bajo la arena. Una vez despejada la escalinata a la que daba inicio, apareció al otro extremo, una puerta sellada con barro endurecido en el que se distinguían signos intraducibles por el momento. 

Fragmento del sellado de la primera puerta

Howard Carter se apresuró a tapiar de nuevo aquel acceso e inmediatamente telegrafió a Lord Carnarvon:

Por fin un descubrimiento maravilloso en el Valle. Una tumba magnífica, con sellos intactos, que dejamos como están hasta su llegada. ¡Felicitaciones!


Quince días después, llegaba Lord Carnarvon acompañado por su hija, Lady Evelyn Herbert. Era la hora de abrir y franquear la puerta del misterio.


Una vez derribada la entrada, apareció un corto pasillo obstruido por escombros y piedra caliza, que Arthur Callender despejó con gran celeridad, hasta que apareció una segunda puerta sellada.


Para comprobar si la sala en la que iban a entrar encerraba gases peligrosos, Carter hizo un pequeño orificio en el muro y acercó una vela…


Al principio no distinguía nada. De la cámara salía aire caliente y hacía parpadear violentamente la llama de la vela. Pero en cuanto mis ojos se adaptaron a la débil iluminación, algunos detalles de la sala fueron surgiendo lentamente de la oscuridad… animales extraños, estatuas y oro – por todas partes brillos de oro.

No sé cuánto tiempo estuve en silencio. Para los demás, que estaban detrás de mí, seguramente, una eternidad. Estaba mudo por la sorpresa, y, cuando Lord Carnarvon, incapaz de soportar más el suspense, me preguntó ansiosamente,

– Can you see anything?
- ¿Puede ver algo?

Lo único que pude decir fue:

– Yes, wonderful things.
-Sí, cosas maravillosas.

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Cosas maravillosas: Se emplearon más de dos meses en fotografiar, catalogar y extraer cada uno de los más de 700 objetos de valor histórico único y valor material, incalculable por el momento.

Se trataba, sin duda, de ofrendas funerarias y, por tanto, allí tenía que haber un enterramiento, pero, en principio, ninguna tumba parecía hallarse en aquel lugar, hasta que el 16 de febrero de 1923, tres meses y medio después del hallazgo de la escalera, Carter se disponía a romper el sello de una nueva puerta que, seguramente, era la de la esperada cámara funeraria.

Howard Carter abre la capilla funeraria donde se encuentra la momia del faraón Tutankamón.

Y a su vista apareció una cámara funeraria, la única –hasta entonces-, decorada con pinturas murales.



Allí había cuatro cajas de madera (llamadas capillas) recubiertas de oro, encajadas cada una dentro de la anterior, que cubrían a su vez un sarcófago de cuarcita roja que contenía tres ataúdes antropomorfos, también encajados uno dentro de otro, de madera chapada en oro los dos primeros, y de oro macizo el más interior.

Dentro del último, se encontraba la momia del joven faraón, con la cabeza y los hombros cubiertos por la célebre máscara.

Habían pasado ocho años hasta que Carter pudo hallar a Tutankhamon, transcurridos entre excavaciones, trabajos de catalogación, y, resolviendo los numerosos problemas burocráticos surgidos con el gobierno egipcio, ante la posibilidad de que alguna parte de aquellos tesoros desaparecieran sin dejar rastro.



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Para comprender la emocionante historia de este descubrimiento, nada mejor que recurrir el relato de su protagonista, que la refleja en todos sus antecedentes, detalles y en una interminable sucesión de misterios, interrogantes y respuestas; es decir, a la relación del incansable, intuitivo y genial descubridor, Howard Carter.
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El Valle de las Tumbas de los Reyes: el nombre mismo está lleno de magia. De todas las maravillas de Egipto, no creo que haya ninguna más atractiva a la imaginación que ésta.


Situación de los yacimientos en el Valle de los Reyes -KV; en realidad, hay 65 clasificados, correspondiendo al enterramiento de Tutankamon el denominado KV62.

El Cuerno. Una pirámide natural sobre el Valle de los Reyes, en Luxor.

Aquí, en este valle remoto y solitario, apartado de todo ruido, con el «Cuerno», la mayor de las colinas tebanas erigido en permanente centinela, como una pirámide, por encima de ellos, yacen treinta reyes o más, entre ellos los más grandes que Egipto conoció. Treinta fueron enterrados aquí. Ahora tal vez sólo queden dos: Amenofis II, cuya momia puede el curioso contemplar yaciendo en su sarcófago, y Tutankhamón, que todavía permanece intacto bajo sus capillas de oro. Allí esperamos poder dejarle cuando las exigencias de la ciencia se hayan satisfecho. 

Era esencial para el bienestar de la momia que ésta estuviera bien provista para cualquier necesidad. La misma magnificencia del monumento era su ruina y en el plazo de unas pocas generaciones como máximo, la momia era profanada y el tesoro robado. 

Se intentaron varias soluciones: se rellenaba el pasadizo de entrada ‒lógicamente el punto débil de una pirámide‒ con monolitos de granito de varias toneladas de peso; se construían galerías falsas y se diseñaban puertas secretas. 

Al principio de la Dinastía XVIII (1550 y 1295 a. C. a la que pertenece Tutankamón: 1336-1327) apenas si había alguna tumba real en todo Egipto que no hubiera sido saqueada, y sabemos por evidencias internas que la de Tutankhamón también fue profanada por los ladrones, diez o a lo sumo, quince años después de su muerte. Al disponer para su momia el elaborado y costoso atuendo que él creía indispensable para su dignidad, el rey preparó su propia destrucción.

En los turbulentos tiempos de las Dinastías XX y XXI no se menciona a Tutankhamón ni su tumba. Esto no significa que escapara al pillaje: pues, como ya dijimos, fue profanada a los pocos años de su muerte, aunque tuvo la suerte de escapar al descarado saqueo del último período. Por alguna razón los ladrones pasaron de largo en cierto modo. Estaba situada en una parte muy profunda del Valle y una lluvia abundante pudo haber hecho desaparecer todo vestigio de la entrada. O tal vez se deba su salvación al hecho de que justo encima de ella se construyeron unas chozas para el uso de los trabajadores empleados en la construcción de la tumba de un rey posterior.

Mencionaré una última consideración, antes de que las tinieblas de la Edad Media se asienten sobre el Valle y lo escondan a nuestra vista: hay algo en la atmósfera de Egipto ‒creo que muchos lo han experimentado‒ que dispone la mente a la soledad, y ésta es la razón por la cual, tras la conversión del país al cristianismo, tantos de sus habitantes se volvieron con entusiasmo a la vida del ermitaño. El país mismo se prestaba a ello, con su clima constante, su estrecha faja de tierra cultivable y sus desiertas colinas a ambos lados, horadadas con cavernas naturales y artificiales. 

Era fácil obtener abrigo y reclusión a escasa distancia del mundo exterior y de los medios de subsistencia normales. En los primeros siglos de la era cristiana debió de haber miles que abandonaron el mundo para adoptar la vida contemplativa y encontramos sus huellas en todos los rincones de las tumbas talladas en la roca de las desiertas colinas. Era difícil que un lugar tan apropiado como el Valle de los Reyes pasara desapercibido, y en los siglos II al IV d. C. encontramos a toda una colonia de anacoretas ocupándolo; utilizaban las tumbas abiertas como celdas y transformaron una de ellas en iglesia.

Ésta es, pues, la última visión que tenemos del Valle en tiempos antiguos, y la imagen que se nos aparece es bien incongruente: la magnificencia y el orgullo real habían sido remplazados por humilde pobreza. La «valiosa morada» del rey se había convertido en una celda de ermitaño.

De este episodio puede extraerse una moraleja que presentamos a los que critican que saquemos los objetos de las tumbas. Al trasladar las antigüedades a los museos, de hecho, estamos proporcionándoles seguridad; dejadas in situ, tarde o temprano serían inevitablemente presa de ladrones, y esto, en la práctica, sería su fin. 

Desde mi primera visita a Egipto, en 1890, me obsesionaba la idea de explorar en el Valle, empecé a excavar para Lord Carnarvon en 1907 y durante siete años trabajamos con diversa fortuna en otras áreas de la necrópolis tebana. Los resultados de los primeros cinco años de este período aparecen en Five years Explorations at Thebes, un volumen publicado conjuntamente con Lord Carnarvon en 1912.

En 1914, nuestro descubrimiento de la tumba de Amenofis I, fijó nuestra atención sobre el Valle una vez más. Estábamos convencidos de que había áreas cubiertas por los desechos de excavaciones anteriores que nunca se habían examinado a fondo. Desde luego, sabíamos que nos esperaba un duro trabajo y que tendríamos que remover varios miles de toneladas de escombros superficiales, antes de tener esperanzas de encontrar algo. Pero siempre cabía la posibilidad de vernos premiados con el descubrimiento de una tumba, y si no quedaba ya nada por encontrar, era un peligro que estábamos dispuestos a correr. En realidad, debo afirmar que teníamos concretamente la esperanza de encontrar la tumba de un rey, y este rey era Tutankhamón. 

En otoño de 1917 empezó nuestra auténtica campaña en el Valle. El problema estaba en saber por dónde empezar, ya que las montañas de escombros desechados por otros excavadores se alzaban en todas direcciones y no se había hecho ninguna relación sobre qué áreas se habían excavado correctamente y cuáles no. 

Sugerí a Lord Carnarvon que tomásemos como punto de partida el triángulo de terreno marcado por las tumbas de Ramsés II, Merneptah y Ramsés VI, el área en que esperábamos que podía estar situada la tumba de Tutankhamón. Era una tarea desesperada, ya que el lugar contenía enormes montones de escombros, pero yo tenía razones para creer que la tierra debajo de ellos estaba intacta y me animaba la firme convicción de que podríamos encontrar allí una tumba.

EL HALLAZGO

En la historia del Valle, no ha faltado nunca el elemento dramático, y en este último episodio la tradición se ha mantenido. Véanse sino las circunstancias: iba a ser nuestro último intento. Habíamos excavado allí durante seis campañas completas y cada una de ellas había terminado en nada; trabajamos durante meses al máximo esfuerzo sin encontrar nada, y sólo un excavador sabe lo desesperado y deprimente que esto puede ser.

Ya casi nos habíamos convencido de nuestra derrota y nos preparábamos para dejar el Valle y probar suerte en otro lugar. Y entonces, apenas habíamos dado el primer golpe de azada en un último esfuerzo desesperado, cuando hicimos un descubrimiento que excedía en mucho nuestros sueños más exagerados. Estoy seguro de que nunca en la historia de una excavación se ha condensado toda una campaña en el espacio de cinco días. Voy a intentar explicar toda la historia. No será fácil, ya que la dramática rapidez del descubrimiento inicial me dejó como aturdido, y los meses que han pasado, han estado tan llenos de incidentes que apenas he tenido tiempo para pensar. Ponerlo por escrito me dará tal vez la oportunidad de comprender lo que ha ocurrido y lo que significa.

Llegué a Luxor el 28 de octubre y para el primero de noviembre ya había reunido mi equipo y estaba preparado para empezar. En esta zona había algunas cabañas para obreros pobremente construidas, usadas tal vez por los que trabajaron en la tumba de Ramsés. Estas chozas, de un metro de alto, aproximadamente, por encima de la roca, cubrían toda el área enfrente de la tumba de Ramsés y continuaban en dirección sur hasta otro grupo similar de cabañas en el extremo opuesto del Valle.

En la tarde del 3 de noviembre habíamos descubierto el número de cabañas suficientes para fines experimentales, así que después de levantar los planos y tomar notas, las derribamos y nos dispusimos a sacar el metro de tierra que había debajo de ellas.

Apenas había llegado a la excavación al día siguiente -4 de noviembre- cuando un extraño silencio, producido por la detención de los trabajos, me hizo notar que había ocurrido algo fuera de lo común. Efectivamente, se me recibió con la noticia de que se había descubierto un escalón tallado en la roca bajo la primera cabaña que se había derruido. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero el agrandamiento de la abertura nos mostró que estábamos, de hecho, en la entrada de un profundo corte en la roca. Era del tipo de entrada con escalera subterránea, tan común en el Valle, y yo casi me atreví a esperar que hubiéramos encontrado finalmente una tumba. El trabajo continuó febrilmente durante todo aquel día y la mañana del siguiente, y aquel 5 de noviembre, por la tarde, conseguimos retirar la gran masa de escombros que cubría el corte y pudimos delimitar los bordes superiores de la escalera por sus cuatro lados.

Entonces quedó claro, por encima de toda duda, que nos encontrábamos ante la entrada de una tumba; sin embargo, aún sentíamos la incertidumbre nacida de desengaños anteriores. Siempre cabía la terrible posibilidad de que la tumba estuviera a medio hacer, sin haber sido concluida ni usada. Incluso si hubiera sido terminada aún podía ser que la hubieran saqueado en época antigua. Pero, por otra parte, también podía tratarse de una tumba intocada o sólo parcialmente saqueada, y con mal reprimida excitación contemplé los escalones que descendían cada vez más, saliendo a la luz uno por uno. El corte estaba tallado en la ladera de un montículo; un pasadizo de unos 3 m. de alto por 1,8 m. de ancho. El trabajo avanzaba ahora más rápidamente; un escalón seguía a otro y al nivel del duodécimo, hacia la puesta del sol, descubrimos la parte superior de una puerta tapiada, enyesada y sellada.


¡Una puerta sellada! Así, pues, era cierto. Nuestros años de paciente trabajo iban a quedar recompensados después de todo. Con una excitación que se convirtió en ardor febril busqué los sellos de la puerta, en busca de pruebas sobre la identidad del dueño del lugar, pero no pude encontrar nombre alguno. Los únicos descifrables eran el conocido sello de la necrópolis real; el chacal y nueve cautivos. 

Sin embargo, dos cosas eran claras: en primer lugar, el empleo del sello real era una prueba evidente de que la tumba había sido construida para un personaje de gran categoría. En segundo lugar, el hecho de que la puerta sellada estaba completamente tapada por las cabañas de los trabajadores de la Dinastía XX, construidas encima de ella, era una prueba suficientemente evidente de que no había sido tocada por lo menos a partir de aquella época. 

Para asegurarme del método por el que se había bloqueado la puerta hice un agujero debajo de ésta lo bastante grande para colocar una linterna, y descubrí que el pasadizo detrás de la puerta estaba completamente relleno de piedras y escombros desde el techo hasta el suelo, siendo ésta una prueba adicional del sumo cuidado con el que se había protegido la tumba. Era un momento emocionante para un excavador. 

Tras años de trabajo más bien improductivo, me encontraba completamente solo, a excepción de mis trabajadores nativos, en el umbral de lo que podía resultar un descubrimiento fantástico. Al otro lado del pasadizo podía encontrarse literalmente cualquier cosa y necesité de toda mi fuerza de voluntad para no abrir la puerta e intentar averiguarlo en aquel mismo momento. Si hubiera sabido entonces que unos pocos centímetros más abajo estaba la huella clara y característica del sello de Tutankhamón, el rey que yo más deseaba encontrar, hubiese continuado y, lógicamente, hubiera descansado mejor aquella noche, ahorrándome casi tres semanas de incertidumbre. Sin embargo, era tarde y la oscuridad se nos venía encima. 

Contra mis deseos, volví a tapar el agujero que había hecho, rellené nuestra trinchera como protección para las horas de la noche, escogí los obreros más dignos de confianza, que estaban tan excitados como yo, para vigilar la tumba durante toda la noche y me dirigí a casa cabalgando Valle abajo a la luz de la luna. 

Naturalmente mi deseo era continuar con nuestra limpieza hasta averiguar el verdadero alcance del descubrimiento, pero Lord Carnarvon estaba en Inglaterra y, en atención a él, tenía que retrasar el asunto hasta que pudiera venir. En consecuencia, la mañana del 6 de noviembre le envié el siguiente cablegrama: 

«Finalmente he hecho descubrimiento maravilloso en el Valle, una tumba magnífica con sellos intactos; recubierto hasta su llegada; felicidades». 

Mi tarea siguiente fue proteger la puerta contra posibles interferencias hasta que llegara el momento de abrirla de nuevo. Me costaba convencerme de que no había soñado aquel episodio.

Sin embargo, pronto pude tener certeza de ello. Las noticias viajan muy rápido en Egipto, y a los dos días del descubrimiento cayeron sobre mí felicitaciones, consultas y ofrecimientos de ayuda continuamente y de todas direcciones. Incluso en este estadio inicial quedó claro que se me presentaba un trabajo que no podía acometer por mí mismo, así que telegrafié a Callender, que me había ayudado en ocasiones anteriores, preguntándole si le era posible unirse a mi equipo inmediatamente, y para alivio mío llegó al día siguiente. 

Así pues, teníamos quince días mientras llegaba Lord Carnarvon, y los destinamos a hacer varios tipos de preparativos a fin de que cuando llegara el momento de abrir de nuevo la tumba fuésemos capaces de resolver cualquier situación que se produjera con el menor retraso posible. La noche del día 18 fui a El Cairo para pasar tres días, a fin de recibir a Lord Carnarvon y hacer algunas compras necesarias, regresando a Luxor el día 21. Lord Carnarvon llegó el 22 acompañado por su hija, Lady Evelyn Herbert, la devota compañera de toda su labor en Egipto, y así todo estuvo dispuesto para que empezara el segundo capítulo del descubrimiento de la tumba. 

El día 24 por la tarde la escalera estaba al descubierto, dieciséis escalones en total, pudiendo hacer entonces un examen adecuado de la puerta sellada. Las huellas de los sellos eran mucho más claras en la parte inferior y pudimos descifrar en varios de ellos sin dificultad el nombre Tutankhamón

Esto añadió un enorme interés al descubrimiento. Si, como parecía casi seguro, habíamos encontrado la tumba de aquel monarca oscuro cuya ocupación del trono coincidía con uno de los períodos más interesantes de toda la historia de Egipto, entonces sí que teníamos buenas razones para felicitarnos. 

Con mayor interés, si es que era posible, volvimos a examinar la puerta. Aquí apareció el primer elemento inquietante. Ahora que toda la puerta había quedado expuesta a la luz, fue posible discernir un hecho que se nos había escapado hasta el momento: que allí ya habían entrado dos veces. Además, vimos que el sello que apareció primero, con un chacal y nueve cautivos, se había aplicado tras aquellas entradas, mientras que los de Tutankhamón cubrían la parte intocada de la puerta y eran, por tanto, aquellos con los que se había asegurado originariamente la tumba. Los profanadores habían entrado, efectivamente, más de una vez, pero, el hecho de que la hubieran sellado de nuevo demostraba que no la habían saqueado del todo.

Así estaban las cosas el día 24 por la tarde. El día 25 por la mañana se anotaron y fotografiaron cuidadosamente las impresiones de los sellos de la puerta y luego quitamos lo que la bloqueaba; pedruscos alineados cuidadosamente desde el suelo hasta el dintel y cubiertos de una gruesa capa de yeso en su cara exterior, en la cual aparecían las impresiones de los sellos.

Así quedó al descubierto el comienzo de un pasadizo descendente, de la misma anchura que la escalera de entrada y de casi 2,15 m. de altura. Estaba completamente lleno de piedras y cascotes, probablemente procedentes de su misma excavación. El relleno, al igual que la puerta, mostraba nuevas señales evidentes de que la tumba había sido abierta y cerrada más de una vez. Por la noche habíamos descubierto una parte considerable del pasadizo, pero aún no se veía señal alguna de una segunda puerta o de una cámara.

El día siguiente -26 de noviembre- fue el mejor de todos, el más maravilloso que me ha tocado vivir y ciertamente como no puedo esperar volver a vivir otro. El trabajo de limpieza continuó toda la mañana, forzosamente despacio a causa de los objetos delicados mezclados con el relleno. Luego, a media tarde encontramos una segunda puerta sellada a unos diez metros de la puerta exterior, casi una réplica exacta de la primera. La marca de los sellos era menos clara en este caso, pero se podían identificar como los de Tutankhamón y la necrópolis real.

Pronto lo íbamos a saber. Despacio, desesperadamente despacio para los que lo contemplábamos, se sacaron los restos de cascotes que cubrían la parte inferior de la puerta en el pasadizo y finalmente quedó completamente despejada frente a nosotros. El momento decisivo había llegado. 

Con manos temblorosas abrí una brecha minúscula en la esquina superior izquierda. Oscuridad y vacío en todo lo que podía alcanzar una sonda demostraba que lo que había detrás estaba despejado y no lleno como el pasadizo que acabábamos de despejar. Utilizamos la prueba de la vela para asegurarnos de que no había aire viciado y luego, ensanchando un poco el agujero coloqué la vela dentro y miré, teniendo detrás de mí a Lord Carnarvon, Lady Evelyn y Callender que aguardaban el veredicto ansiosamente.

- ¿Puede ver algo?
Todo lo que pude hacer fue decir: 
-Sí, cosas maravillosas. 

Luego, agrandando un poco más el agujero para que ambos pudiésemos ver, colocamos una linterna.

INVESTIGACIÓN PRELIMINAR
Supongo que muchos excavadores confesarían haber sentido asombro, casi desconcierto, al penetrar en una cámara cerrada y sellada por manos piadosas tantos siglos antes. En aquel momento el tiempo como factor de la vida humana perdía todo significado. Han pasado tres o cuatro mil años quizá desde que un pie humano pisó por última vez el suelo en que uno está, la guirnalda de despedida arrojada sobre el umbral… uno siente que podría haber sido ayer.

El mismo aire que se respira, que no ha cambiado a través de los siglos, se comparte con aquellos que colocaron la momia allí para su descanso eterno. Detalles de este tipo destruyen el tiempo y uno se siente como un intruso. Ésta es tal vez la primera sensación y la más dominante. Pero pronto vienen otras: el entusiasmo por el descubrimiento, la fiebre de lo incierto, el impulso casi irresistible, nacido de la curiosidad, de romper los sellos y abrir las tapas de los cofres, la idea de que uno está a punto de escribir una página de la historia o de resolver problemas de investigación; alegría inmensa del erudito, y, ¿por qué no decirlo?, la tensa expectación del buscador de tesoros. 

¿Pasaron todos estos pensamientos por nuestras mentes en aquel momento o lo hemos imaginado más tarde? No podría decirlo. Estoy seguro de que nunca en toda la historia de las excavaciones se había visto un espectáculo tan sorprendente como el que nos revelaba la luz de la linterna. Las fotografías que se han publicado desde entonces se tomaron más tarde, cuando ya se había abierto la tumba e instalado en ella luz eléctrica. 

Dejaré que el lector se imagine la apariencia de los objetos mientras los contemplábamos desde nuestra mirilla de la puerta tapiada, proyectando desde ella el haz de luz de nuestra linterna ‒la primera luz que cortaba la oscuridad de la cámara en tres mil años‒ de un grupo de objetos a otro en un vano intento de interpretar el alcance del tesoro que yacía ante nosotros. El efecto era abrumador, impresionante. Supongo que nunca supimos qué es lo que habíamos esperado o deseado ver en nuestras mentes, pero sin duda que nunca hubiéramos soñado algo así: una habitación ‒parecía un museo‒ repleta de objetos, algunos de ellos familiares, pero otros como nunca habíamos visto, amontonados unos sobre otros con una profusión aparentemente interminable.

Gradualmente la escena se aclaró y pudimos distinguir los objetos por separado. En primer lugar, justo frente a nosotros ‒habíamos sido conscientes de su presencia todo el rato, pero nos negábamos a creerlo‒ había tres sofás dorados cuyos lados estaban tallados en forma de animales monstruosos, de cuerpo curiosamente reducido para que cumplieran su cometido, pero con cabezas de sorprendente realismo. Estas bestias hubieran parecido extrañas en cualquier otra ocasión: vistas como lo hicimos nosotros, eran casi aterradoras.

Junto a ellos, a la derecha, dos estatuas reclamaron nuestra atención: dos figuras negras de tamaño natural de un rey, una frente a la otra como centinelas, con faldellín y sandalias de oro, armados con un mazo y un báculo y llevando sobre la frente la cobra sagrada como protección. Éstos fueron los objetos principales que primero nos llamaron la atención. 

Cofres exquisitamente pintados e incrustados, vasos de alabastro, algunos de ellos tallados con diseño en relieve; extrañas capillas negras, con una gran serpiente dorada que nos contemplaba desde la puerta abierta de una de ellas; ramos de flores o de ramas; sillas bellamente trabajadas; un trono de oro con incrustaciones; un montón de curiosas cajas blancas de forma ovoide y báculos de todas formas y tamaños. 

Ante nosotros, en el mismo umbral de la cámara, había una hermosa copa de alabastro transparente; a la izquierda, un confuso montón de carros derribados, destellantes por el oro y las incrustaciones, y asomando por detrás de ellos, otro retrato de un rey. 

Pronto se hizo claro en nuestras aturulladas mentes que entre esta mezcla de objetos que teníamos delante no había señal alguna de un ataúd o de una momia y la tan debatida cuestión de si era una tumba o un escondrijo empezó a intrigarnos de nuevo. 

Teniendo en cuenta esta cuestión volvimos a examinar la escena que teníamos delante y entonces observamos, por primera vez, que entre las dos figuras negras de los centinelas, a la derecha, había otra puerta sellada. 

La explicación se aclaró gradualmente. Estábamos tan sólo en el umbral de nuestro descubrimiento. Lo que veíamos no era más que una antesala. Tras la guardada puerta debía de haber otras cámaras, o tal vez una serie de ellas, y en una de ellas, sin duda, encontraríamos a un faraón yaciente en la magnífica pompa de la muerte. 

Al mediodía todo estaba a punto y Lord Carnarvon, Lady Evelyn, Callender y yo entramos en la tumba e hicimos una inspección cuidadosa de la primera cámara (llamada más tarde la antecámara). A la luz de las potentes lámparas se hicieron visibles muchos detalles que nos habían parecido oscuros el día anterior y pudimos hacer un cálculo más aproximado del alcance de nuestro descubrimiento. Naturalmente nuestro primer objetivo era la puerta sellada entre las estatuas, y en este punto nos aguardaba una desilusión.

Nuestro primer impulso fue derribar la puerta y llegar de una vez al fondo de la cuestión, pero hacerlo así hubiera encerrado un serio riesgo que no estábamos dispuestos a correr. Tampoco podíamos apartar los objetos para hacer más espacio, ya que se imponía hacer un plano y un estudio fotográfico completo antes de tocar nada y ésta era una tarea que requería gran cantidad de tiempo, incluso si hubiéramos tenido suficiente material disponible ‒que no lo teníamos‒ para llevarla a cabo inmediatamente. 

De mala gana decidimos reservar la apertura de esta puerta sellada hasta que hubiésemos sacado todo el contenido de la antecámara. 

Haciéndolo así no sólo podíamos estar seguros de hacer una relación científica completa de la cámara exterior, tal como era nuestra obligación, sino que tendríamos más espacio para remover el bloque de la puerta, una operación arriesgada en el mejor de los casos. 

Mirando debajo del sofá que estaba más al sur de los tres vimos un pequeño agujero irregular en la pared. Aquí había otra puerta sellada y un agujero hecho por los saqueadores que nunca se había reparado, en contraste con los demás. 


Nos deslizamos cuidadosamente debajo del sofá, colocamos una lámpara portátil y allí, ante nuestros ojos, había otra cámara, más pequeña que la primera, y aún más llena de objetos. 


El estado de esta habitación interior -llamada posteriormente Anexo- rehúye simplemente toda descripción. En la antecámara había habido un intento de poner orden después de la visita de los ladrones, pero aquí reinaba la misma confusión en que la habían dejado. No hacía falta gran imaginación para verlos en plena tarea, vaciando cofres, apartando objetos, amontonándolos unos sobre otros y de vez en cuando pasando a sus compañeros alguno a través del agujero para que lo examinaran en la cámara exterior. Había hecho un trabajo tan a fondo como un terremoto. 

Ni un solo centímetro del suelo estaba vacío y será una tarea complicada saber por dónde empezar cuando llegue el momento. Hasta ahora no hemos intentado entrar en esta cámara, contentándonos con tomar nota de su contenido desde fuera. 

Contiene cosas muy bonitas, en su mayor parte de menor tamaño que las de la antecámara, pero muchas de ellas de exquisita artesanía. Algunos objetos, en especial, han quedado en mi memoria: una caja pintada, aparentemente tan preciosa como la de la antecámara; una maravillosa silla de marfil, oro, madera y cuero; vasos de alabastro y cerámica de hermosas formas y un tablero de juego tallado en marfil de colores. Creo que el descubrimiento de esta segunda cámara, con su apiñado contenido, tuvo un efecto tranquilizador sobre nosotros. Hasta entonces la excitación se había apoderado de nosotros, sin darnos una pausa para reflexionar, pero ahora por primera vez empezamos a darnos cuenta de la fantástica tarea a la que nos enfrentábamos y de las responsabilidades que suponía. 

Éste no era un hallazgo corriente y estábamos completamente desprevenidos para manejar la multitud de objetos que había delante de nuestros ojos, muchos de ellos en condición precaria y necesitados de un cuidadoso tratamiento de preservación antes de que pudiéramos tocarlos. Había un sinfín de cosas por hacer antes de que pudiéramos empezar siquiera la limpieza.

Teníamos que preparar un gran depósito de líquidos de preservación y material de embalaje; había que recabar la opinión de los expertos sobre la mejor manera de tratar algunos de los objetos; teníamos que proveernos de un laboratorio en algún lugar seguro y a cubierto donde los objetos pudieran ser tratados, catalogados y empaquetados; teníamos que hacer un buen plano a escala y hacer un reportaje fotográfico completo mientras todo estaba todavía en su sitio.

Era evidente que lo primero que teníamos que hacer era proteger la tumba contra posibles robos. Sólo entonces podríamos tranquilizarnos lo suficiente como para empezar a hacer proyectos, proyectos que sabíamos que esta vez abarcarían no sólo una campaña sino dos como mínimo y posiblemente tres o cuatro. 

El día 18 empezó el trabajo. El día 22, como resultado del clamor levantado, se permitió a la prensa europea y local ver la tumba, incluyéndose en el permiso cierto número de notables de Luxor.  El día 27 de diciembre, estando lo suficientemente avanzados los trabajos de fotografía y planos, trasladamos el primer objeto fuera de la tumba.

A continuación, vimos la pared opuesta -norte- de la cámara, donde estaba la tentadora puerta sellada y, a cada lado, montando guardia en la entrada, las estatuas de madera del rey, de tamaño natural, que ya hemos descrito.


Volviendo ahora a la pared más larga de la cámara (oeste), encontramos que estaba cubierta en toda su longitud por los tres grandes sofás con paneles laterales zoomorfos, curiosos muebles que conocíamos por las ilustraciones de las pinturas de las tumbas, pero de los que no se había encontrado ningún ejemplar hasta ahora. El primero tenía cabeza de león, el segundo de vaca y el tercero de un animal medio hipopótamo y medio cocodrilo.


Por encima, debajo y alrededor de estos sofás había una mezcla de objetos más pequeños, algunos bien atados y otros amontonados precariamente unos sobre otros. De ellos sólo mencionaré aquí los más importantes, para ser breve. 


Apoyado en el sofá que estaba más al norte, el de las cabezas de león, había una cama de ébano y cuerda tejida con un panel en el que estaban exquisitamente tallados unos dioses familiares. Apoyados en ella había una colección de bastones de mando de elaborada decoración, un carcaj lleno de flechas y cierto número de arcos compuestos. Uno de ellos estaba recubierto de oro y decorado con bandas de inscripciones y motivos animales a base de granulado de increíble finura, una obra maestra de orfebrería. 

Otro, un arco de composición doble, tenía tallada a cada lado la figura de un cautivo, dispuesta de tal modo que su cuello servía de muesca para la cuerda, hecho con la «agradable» idea de que cada vez que el rey usaba el arco estrangulaba a un par de cautivos. 

Entre la cama y el sofá había cuatro candelabros de bronce y oro de un tipo completamente inédito, uno de los cuales tenía todavía el pábilo de lino trenzado en la taza para el aceite y también había un vaso de alabastro para libaciones, de fascinante labra, y un cofre cuya tapa, con paneles decorados con fayenza de color azul turquesa y oro, estaba caída a un lado. 

Este cofre, según vimos luego en el laboratorio, contenía un buen número de objetos valiosos, entre los cuales destacaba una túnica sacerdotal de piel de leopardo decorada con estrellas de oro y con una cabeza de leopardo dorada, incrustada con vidrios de colores. También había un escarabeo muy grande, bellamente trabajado en oro y lapislázuli; una hebilla hecha de láminas de oro con una decoración de varias escenas de caza aplicadas con granulado de minúsculo tamaño; un cetro de oro macizo y lapislázuli; gargantillas de bellos colores y collares de cerámica y un puñado también de anillos de oro macizo envueltos en un lienzo de lino, de los que volveremos a hablar más adelante. 

Debajo del sofá, en el suelo, había un gran baúl hecho a base de una bella combinación de ébano, marfil y madera rojiza y que contenía cierto número de vasitos de alabastro y vidrio; había también dos capillas de madera negra, cada una con la figura de una serpiente dorada, emblema y estandarte del décimo nomo del Alto Egipto (Afroditópolis), una encantadora sillita con paneles decorados con ébano, marfil y oro, demasiado pequeña para que la usara alguien que no fuera un niño, dos taburetes plegables con incrustaciones de marfil y una caja de alabastro con incisiones rellenas de pigmentos. Frente al sofá había una caja alargada de marfil y madera pintada de blanco sobre una base con diseños calados y con una tapa de charnelas. El contenido estaba muy revuelto. Encima de todo había camisas y ropa interior del rey, todo arrugado y apretujado formando un amasijo, mientras que debajo, más o menos en orden sobre el fondo de la caja, había bastones, arcos y gran cantidad de flechas cuyas puntas habían sido cortadas y robadas para aprovechar el metal. Esto es todo en cuanto al primer sofá.



El segundo, el de las cabezas de vaca, que quedaba frente a nosotros según entrábamos en la cámara, estaba aún más recubierto por los objetos. Apiñada precariamente en él había otra cama de madera, pintada de blanco, y sobre ésta, también en equilibrio, había una silla de mimbre, de apariencia y diseño, muy modernos, así como un taburete de madera roja. Bajo la cama, apoyados en el armazón del sofá, había, entre otras cosas, un taburete blanco de adorno, una curiosa caja redonda hecha de chapas de marfil y ébano, así como dos sistra dorados, instrumentos musicales generalmente asociados con Hathor, la diosa de la alegría y la danza.

El espacio central por debajo de estos objetos lo ocupaban un montón de cajas oviformes de madera que contenían patos rellenos y otras ofrendas alimenticias 
Entre este sofá y el tercero, ladeada descuidadamente sobre el costado, había una magnífica silla de madera de cedro, de elaborada y delicada talla, con adornos de oro. Llegamos ahora al tercer sofá, el que está flanqueado por los dos extraños animales compuestos, cuya boca abierta mostraba dientes y lengua de marfil. 

Sobre él se alzaba en solitario un gran cofre de tapa redondeada, de armazón de ébano y paneles pintados de blanco. Originalmente este baúl se destinaba a ropa interior. Todavía contenía algunas piezas ‒taparrabos, etc., muchas de las cuales estaban dobladas y arrolladas en pequeños fardos, muy bien dispuestos. 


Bajo este sofá había otro de los grandes tesoros artísticos de la tumba, tal vez el mayor que hemos sacado hasta ahora: un trono recubierto de oro de arriba a abajo y ricamente adornado con vidrio, fayenza y piedras incrustadas. Sin embargo, la pieza magistral del trono era el panel del respaldo, al que no dudo de calificar como de objeto más bello encontrado hasta ahora en Egipto. 


El resto de la pared sur y toda la del oeste, hasta la entrada, estaba ocupada por piezas de por lo menos cuatro carros, amontonados en terrible confusión, habiendo sido volcados evidentemente por los ladrones mientras iban de aquí para allá, en sus esfuerzos por llevarse las partes más valiosas de la decoración de oro que los cubría. 
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Sacar los objetos de la antecámara fue como jugar con un gigantesco castillo de naipes. Estaba tan repleta que era extremadamente difícil mover un objeto sin correr un riesgo serio de dañar otro y en algunos casos los objetos estaban embarullados de una manera tan inextricable que tuvimos que idear un complejo sistema de puntales y soportes para sostener un objeto o grupo de objetos en su lugar mientras sacábamos otro. 

Mientras esto sucedía nuestra vida se convertía en una pesadilla. No nos atrevíamos a movernos por miedo a golpear uno de los soportes, haciendo caer estrepitosamente toda la estructura. En algunos casos no se podía decidir, sin probarlo antes, si un objeto en particular era lo bastante fuerte para soportar su propio peso. Algunos de los objetos estaban en inmejorables condiciones, tan resistentes como el día que se hicieron, pero otros estaban en situación precaria y constantemente se presentaba el problema de si sería posible dar tratamiento de preservación a la pieza in situ, o esperar hasta que se la pudiera manejar en el laboratorio en condiciones más favorables. Había sandalias, por ejemplo, con dibujos hechos a base de cuentas, cuyo hilado se había podrido. 

Tal como estaban en el suelo de la cámara parecían estar en perfectas condiciones, pero si intentábamos cogerlas se nos quedaban en las manos y todo lo que teníamos como premio a nuestros esfuerzos era un puñado de cuentas sueltas y sin objeto alguno. 

Otro caso era el de los ramilletes funerarios. Tal como estaban, sin tratamiento, hubieran dejado de existir; con tres o cuatro aplicaciones de una solución de celuloide soportaban bien el traslado y podían empaquetarse sin apenas daño alguno. Era una labor trabajosa, difícil y lenta, capaz de atacar los nervios mejor templados, ya que a cada momento uno sentía el gran peso de la responsabilidad. 

LA PUERTA SELLADA


A mediados de febrero habíamos terminado el trabajo en la antecámara y avanzamos por el pasadizo que se adentraba en la tumba.

Apareció un gran cofre en forma de capilla, recubierto totalmente de oro y rematado por un friso de cobras sagradas. 

TUTANKHAMÓN

La tumba de Tutankhamón, pues, consiste en una escalera de acceso tallada en la roca y un pasadizo descendente, 

Antecámara


Anexo

Cámara funeraria

Almacén-tesoro

“Todo de pequeñas proporciones y del más simple diseño.”
(Imágenes de “The Discovery” King Tut”)
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Cámara-Tesoro

Entre otros muchos objetos, destaca un gran cofre de madera cubierto de oro con hileras de cobras y escritura jeroglífica. La protegen cuatro divinidades, Isis, Selkhet, Neftis y Neith, con los brazos abiertos sobre el sarcófago.


En su interior se hallaba la urna de los vasos canopos; adornada con la imagen del rey, contenían sus órganos.


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CÁMARA FUNERARIA Y APERTURA DEL SARCÓFAGO

Empecé por sacar las figuras de las dos estatuas que estaban frente a la puerta de la cámara funeraria y luego se hizo necesario demoler el tabique que la separaba de la antecámara. Si no hubiésemos derribado el tabique, habría sido imposible manejar las grandes capillas de la cámara funeraria o sacar muchos de los objetos que había allí dentro. Incluso después de hacerlo, nuestra mayor dificultad consistió en el reducido espacio en el que debíamos llevar a cabo la difícil tarea de desmontar aquellas capillas, que resultaron ser cuatro, encajadas una dentro de la otra. 

Como resultado había un espacio entre la estructura de madera y la superficie ornamental de oro que tendía a romperse al menor toque y caer al suelo. Así nuestro problema fue encontrar el modo de manejar en un espacio tan limitado aquellas secciones de las capillas que pesaban de uno a tres cuartos de tonelada y desmontarlas para sacarlas de allí sin causarles daño alguno.

Tan pronto como hubimos descubierto el método de superar esta complicación y hubimos separado las distintas partes de la gran capilla exterior, sintiéndonos orgullosos de nosotros mismos al creer que habíamos aprendido cómo manejar la próxima capilla o capillas, nos dimos cuenta de que muchas de las lengüetas de la segunda capilla, aunque montada de forma similar, eran de bronce macizo, inscritas con el nombre de Tutankhamón. Contrariamente a lo que habíamos esperado, cuanto más progresábamos, más dificultades imprevisibles se presentaban a pesar de que el espacio para trabajar aumentaba. 

Por ejemplo, una vez instalado nuestro equipo de andamios y poleas, nos encontramos con que ocupaba prácticamente todo el espacio disponible, dejándonos muy poco para poder trabajar. Finalmente hubo que desmontar las grandes capillas del interior de la cámara, y al hacerlo, descubrir el magnífico sarcófago de cuarcita amarilla que contenía los restos mortales del rey, guardado en su interior.

Esta tarea nos ocupó ochenta y cuatro días de auténtico trabajo manual. Se tendrá idea de la magnitud de la operación al considerar que la primera capilla dorada que ocupaba casi toda la cámara funeraria medía unos 5,20 m. de largo, 3,35 m. de ancho y 2,75 m. de alto, y que las cuatro capillas se componían de unas ochenta piezas, requiriendo cada una de ellas para su manejo un método diferente que la anterior y necesitando recibir ante todo un tratamiento de conservación provisional a fin de permitir su manejo con el menor riesgo de daños posible. 

La demolición del tabique dejó al descubierto por completo la primera capilla, y por primera vez pudimos captar su esplendor, en especial por su admirable labra de oro e incrustaciones de fayenza azul, recubierta con los emblemas protectores de oro Ded y Thet, alternativamente. 



Una vez hecho esto, el próximo objetivo fue sacar y llevar al laboratorio todas las piezas muebles del ajuar funerario que habían sido colocadas alrededor de la cámara, entre las paredes y los lados de la primera capilla e introducir luego los andamios y poleas necesarios para desmontar ésta. La operación fue muy pesada y peligrosa. Nuestro primer objetivo concluía tras el desmantelamiento de la primera capilla. 


La segunda capilla, una magnífica construcción dorada casi exacta a la primera, salvo por la ausencia de las incrustaciones de fayenza azul. 


Otra capilla, también sellada e intacta, con los sellos idénticos a los de la segunda. En este punto de nuestro trabajo nos dimos cuenta de que con la apertura de aquellas nuevas puertas sería posible resolver el misterio que las capillas habían guardado tan celosamente a través de los siglos. 



El momento decisivo había llegado. Fue un instante indescriptible para el arqueólogo. Un inmenso sarcófago de cuarcita amarilla, intacto, con la tapa firmemente enclavada en su lugar, tal como la habían colocado unas manos piadosas. Fue realmente emocionante contemplar el espectáculo que representaba el brusco contraste que ofrecía con el brillo metálico de las capillas doradas que lo protegían. Especialmente notables eran la mano y ala extendidas de una diosa esculpida en un extremo del sarcófago, como para ahuyentar al intruso. 

Esta última capilla tenía toda la apariencia de un tabernáculo de oro. Sobre las puertas y el extremo oeste aparecían las figuras aladas de las diosas tutelares de los muertos, en fino bajorrelieve, majestuosas, como símbolo de protección, mientras que las paredes de la capilla estaban todas recubiertas por textos religiosos. Era muy pesado y se nos planteó el problema de cómo levantarlo y darle la vuelta en un espacio tan reducido. Fue uno de nuestros problemas más difíciles y nos llevó varios días de ajetreo, antes de poder levantarlo, darle la vuelta gradualmente y llevarlo a la antecámara, donde se encuentra ahora. 


Así concluyó nuestro trabajo de más de ochenta días. En el transcurso de nuestro trabajo se hizo evidente que el grupo de enterradores egipcios debió encontrar grandes dificultades para levantar las capillas en un espacio tan reducido. Nuestros esfuerzos habían sido recompensados con creces, ya que allí, sin nada a su alrededor, se alzaba, como en una exposición, un magnífico sarcófago de admirable artesanía, tallado en un bloque macizo de la más fina cuarcita amarilla, que medía 2,75 m. de largo, 1,47 m. de ancho y 1,47 m. de alto. El 3 de febrero tuvimos por primera vez una clara visión de esta obra maestra del arte funerario que se cuenta entre los mejores ejemplares de su clase en el mundo. 






Continúa: Una tumba egipcia. Tutankamón:


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